CAPITULO VI

 

Nada más Robert Gold se despidió del jefe de la Base para reunirse con la expedición de sabotaje, la actividad en aquel lugar que momentos antes todo era tranquilidad, se caracterizó por un movimiento inusitado.

Todo eran órdenes y prisas.

Los oficiales, al mando de sus hombres, se dedicaron febrilmente a la recuperación de cargas explosivas.

Provistos de detectores y conociendo más o menos los lugares en que fueron depositadas, gracias a las indicaciones de Robert, comenzaron su tarea.

No tenían tiempo que perder. Sabían que de la rapidez dependía la integridad de la Base y la suya propia, ya que de producirse la explosión masiva, pocos saldrían con vida.

Se habían constituido diez patrullas, asignándoles a cada una la recuperación de veinte cargas, salvo la última que sólo tenía que hacerlo con diez, que unidas a otras tantas entregadas por Robert, hacían un total de doscientas.

Las cinco patrullas de tierra terminaron con rapidez y los oficiales respectivos fueron dando la novedad directamente al jefe de la Base.

Esto lo hacían a medida que iban depositando las cargas en una rápida embarcación, que las trasladaba definitivamente al lugar donde se las haría estallar.

Tenían ya en su poder ciento diez; sólo les faltaban noventa.

A las patrullas submarinas ya les costó más, debido a que sus movimientos no podían ser tan rápidos.

El jefe de la Base comenzaba a impacientarse. Los segundos le parecían horas.

Acosaba al oficial encargado de la recepción y número de ellas:

—Oficial, ¿todavía no han traído más?

—No, señor.

—¿Y qué hacen esos muchachos? Comuníqueme con ellos.

—A la orden, señor.

El oficial conectó la comunicación submarina.

—Aquí el jefe de la Base a patrullas seis, siete, ocho, nueve y diez. ¿Pero qué pasa que se atrasan tanto?

—Aquí patrulla número seis. Terminado, llevamos cargas a destino.

—Patrulla número siete. Tenemos en nuestro poder diez. Seguimos buscando.

—Oficial de la número ocho. Estamos concluyendo.

Sin embargo, las comunicaciones de la nueve y de la diez, resultaron desalentadoras.

¡No habían dado ni con una...!

La voz del que mandaba la Base fue atronadora:

—Eso no puede ser, hay que encontrarlas y rápidamente. ¡Intensifiquen la búsqueda! Y no se duerman porque serán los primeros en volar a pedazos.

—Así lo hacemos, señor, redoblamos nuestros esfuerzos por dar con los explosivos.

Momentos más tarde las patrullas seis y ocho habían entregado sus cargas, faltando únicamente las correspondientes a la siete, nueve y diez.

De nuevo, el responsable de la Base llamó a los oficiales y la contestación fue la misma que al principio; que no encontraban nada de la nueve y diez. La siete únicamente había conseguido los diez que anunció.

—Voy a ordenar que les ayuden las otras patrullas. Hay que dar con ellas lo antes posible.

En efecto, las patrullas seis y ocho se lanzaron de nuevo al agua para colaborar con sus compañeros.

Pero el resultado fue el mismo.

Las cuarenta cargas restantes no aparecían por ninguna parte; luego el peligro persistía.

Los minutos pasaban y el oficial de la lancha rápida se consideró obligado a comunicar:

—Señor, el tiempo se nos echa encima. Como demoramos la marcha, no podremos desprendemos de los explosivos.

—Está bien. Aguarde a que la patrulla siete entregue las que han encontrado y vayan a depositarlas en el lugar señalado.

—A la orden, señor.

Inmediatamente el jefe de la Base comunicaba:

—Patrulla número siete, entregue las cargas recuperadas. A todas las demás, abandonen la búsqueda.

Acto seguido sonó la señal de alta emergencia.

Todos los barcos contiguos a aquellos en los que se buscó las cargas sin que aparecieran, fueron situados lo más lejos posible.

Casi estaban seguros de su inexistencia, ya que los detectores no acusaron su presencia, pero como medida preventiva, se decidió despejar la zona peligrosa.

La lancha rápida, con su carga a bordo, apuró la espera hasta el último segundo por si aparecían más.

Se lanzó a toda máquina dejando tras sí una estela espumosa, para dirigirse mar abierta y depositar la "mercancía" junto con una carga a control remoto, cuyo dispositivo actuaba al recibir la señal de cualquier frecuencia.

Gracias a esto se conseguirían dos fines; el que la explosión se produjera a la hora en punto que determinaran los terroristas y que esta explosión provocara la de las demás cargas.

A la misma velocidad que a la ida, regresó la lancha para ponerse a cubierto de los efectos de la explosión que iba a producirse.

En aquellos momentos, el ayudante decía al jefe de la Base:

—Señor, comunican de control que la nave submarina H-130 solicita permiso de entrada.

—¡Lo que faltaba...! Ordene a esos insensatos inoportunos, que viren en redondo y se alejen a pleno rendimiento de esta zona. Ya se les avisará cuando pueden regresar.

—A la orden.

El segundero seguía su marcha atrás...

Se aproximaba el momento deseado y temido a la vez, por el ignorado paradero de las cuarenta cargas.

Tres segundos, dos, uno...

Una terrible explosión se produjo, al tiempo que otras cuatro secundarias de menor importancia y fuera del lugar prefijado, alejadas arbitrariamente de la Base.

Cuando el jefe de la misma fue informado de que no se había producido daño alguno, respiró tranquilo y mentalmente agradeció a Robert Gold el haberles librado de un desastre seguro.

Su ayudante le preguntó:

—¿Cómo se explica, señor, esas cuatro explosiones fuera del lugar señalado?

—El único razonamiento que cabe, es que los hombres que las llevaban, hubieran sido arrastrados por una corriente.

—Sí, tiene que haber sucedido tal como dice. Pero el que estallaran las cargas...

—Desde luego, he reparado con extrañeza en esa particularidad. A no ser que...

—¿El qué, señor?

—Que el señor Gold, aunque ignorando la frecuencia clave, colocara el dispositivo en la que precisamente iban a utilizar.

—Es la única explicación que cabe, señor.

—En fin, lo esencial es que todo haya terminado bien. Puede comunicar a la H-130 que pueden entrar y a la Base que la alarma ha terminado.

—A la orden, señor.

 

* * *

 

La explosión fue detectada en la "tetranao" y poco después la alarma pasó, puesto que la nave submarina, que no era otra que la H-130, se alejaba de aquellos lugares.

La propia Helen hizo acto de presencia ante ellos, para manifestarles:

—Mentes, una vez más habéis cumplido con el trabajo encomendado por la Gran Belia. Sólo cuatro de la expedición no han regresado, no lo han querido o no han podido. Cualquiera que sea el motivo, constituye una desobediencia y en consecuencia han quedado destruidos.

Los muchachos permanecían todavía bajo los efectos del control ejercido sobre ellos, aunque esto no impedía que capturaran las palabras con lucidez.

El único que se libraba de ello era Robert que, con disimulada atención, observaba a aquella mujer que había tenido en sus brazos.

Helen volvió a tomar la palabra:

—Dentro de unos instantes nos elevaremos para posteriormente llegar a nuestro destino, el que ya conocéis.

Y sin más dio media vuelta y se fue.

Robert pensó que, por fin, llegaría al lugar donde tenían oculta su Base de operaciones.

Pensaba dirigirse hacia donde estaban Ethel y Eleonor para ponerlas al corriente de los acontecimientos, pero pensó que todavía le quedaban algunas cosas que ultimar con aquellos muchachos.

Aprovechando que estaban fuera de control, les dirigió la palabra:

—Escuchadme todos...

Los allí presentes se congregaron alrededor de Robert Gold esperando sus palabras.

—Puesto que nadie está conforme con la influencia que ejercitan sobre vosotros, yo os ruego que cuando estéis bajo control, tratéis de dominaros y seguir, sí podéis, las indicaciones que yo os haga.

Uno de los muchachos manifestó:

—Eso será de todo punto imposible, puesto que anulan nuestra voluntad por completo.

—Pero al menos, hagamos la prueba.

Otro de los jóvenes, dijo con desaliento:

—No dará resultado alguno... Nos tienen atrapados para toda la vida.

Robert había estado meditando sobre aquel infernal sistema y creía haber dado con la solución, pero no se atrevía a llevarlo a la práctica por si resultaba mal.

Por esto mismo, insistió:

—De todos modos, probar no cuesta nada. Así que lo intentaremos en la próxima ocasión. ¿Os parece bien?

Dieron su aprobación, aunque en el fondo estaban seguros de que no iba a dar resultado alguno.

Notaron un impulso más fuerte en la nave, una vibración pasajera, para luego volver a la normalidad.

Uno de los jóvenes apuntó:

—Nos hemos elevado.

Robert Gold se aproximó a una de las ventanas.

En efecto, estaban navegando por el aire, pero no iban a mucha altura, puesto que las nubes ocultaban la bóveda celeste.

Esta circunstancia le contrarió en gran manera, puesto que le resultaba imposible determinar el rumbo que llevaban en aquellos instantes.

Albergaba la esperanza de que se despejara en cualquier momento o que adquirieran más altura, atravesando de este modo la capa de nubes.

Más la "tetranao" prosiguió el vuelo y no veía una sola estrella que le pudiera servir de orientación y menos cualquier indicio en tierra, puesto que la oscuridad era absoluta.

Decidió entrevistarse con Ethel y Eleonor.

Sin contratiempo, llegó hasta el carromato que ellas ocupaban, pero con gran sorpresa comprobó que allí no estaban.

En principio pensó lanzarse en su busca, pero unos pasos en el pasillo le hicieron desistir.

Procuró ocultarse para no ser descubierto en caso de que alguien se presentara allí aparte de las muchachas.

Con satisfacción comprobó que los pasos se alejaban.

Mientras permanecía oculto, le pareció oír voces lejanas, amortiguadas, pero que su fino oído captó.

Trató de averiguar de dónde venían, y descubrió que procedían del acondicionador de aire.

Mentalmente estableció una comparación entre las dimensiones de aquella enrejillada ventana y las proporciones de su cuerpo.

Llegó a la conclusión de que se podría deslizar por allí.

No lo dudó un momento. Tanteó la rejilla, pero estaba muy bien encajada, a presión.

Redobló su esfuerzo y por fin la rejilla cedió, quedando un espacio más que suficiente para ocultarse e incluso recorrer todo el sistema, contando que sus dimensiones fueran constantes.

Se introdujo y procedió a colocar la rejilla de nuevo.

De rodillas y apoyándose con las manos, comenzó a recorrer el pasadizo del acondicionador de aire y en dirección precisamente hacia donde procedían las voces.

Tuvo algunas dificultades en las bifurcaciones, que solían presentar un estrechamiento, pero con habilidad fue dominando los obstáculos.

Las voces ya eran más audibles y Robert Gold, sigilosamente, iba avanzando más y más.

Por fin dio con la estancia, y con cautela, se fue aproximando a la rejilla, procurando evitar el más pequeño ruido que pudiera delatarle.

Oyó la voz inconfundible de Helen:

—Os habéis creído muy listas, ¿no...? Pero ignoráis que poseemos nuestros medios de información. ¿Qué "Mente" os ha visitado?

Ethel y Eleonor permanecían sentadas frente a Helen y custodiadas por dos muchachas ataviadas como las que vio de guardianas en la salida del túnel.

Ethel contestó con serenidad:

—No hemos concedido la menor importancia a eso. Es verdad que vino un hombre, pero se fue al momento.

—¿Qué os dijo?

—Nada. Parecía confuso.

—¿Cuánto tiempo estuvo con vosotras?

—O pues..., muy poco.

Helen parecía satisfecha de aquellas contestaciones, pero aún preguntó a Ethel:

—¿Por qué contestas solamente tú a las preguntas y tu amiga permanece callada?

—No sé... Por haberte dirigido a ella primero —aclaró la misma Eleonor con sencillez.

—¿Podrías reconocerle? —inquirió Helen.

Las dos muchachas se miraron y fue Eleonor quien contestó:

—La verdad es que apenas le vimos el rostro...

Helen pareció meditar un poco, para luego inquirir:

—¿Habéis dicho que estaba confuso?

—Sí, como ausente.

Las últimas palabras de Ethel parecieron disipar toda la sospecha que pudiera albergar Helen, quien posteriormente, les recomendó:

—Está bien. Tenedme al corriente de lo que os ocurra y si vuelve a aparecer, retenedle hasta que yo vaya. ¿Comprendido? Y si es que deseáis algún hombre para pasar el rato, me lo decís igual. Pero absteneros de iniciativas.

Ethel y Eleonor casi se ruborizaron por el sentido de aquellas palabras, por lo que Helen, esbozando una sonrisa picaresca, manifestó:

—A estas alturas no me vendréis con noñerías. ¿O sí...? Anda, id a vuestro camarote que ahora tengo otras ocupaciones.

Y acompañadas por las muchachas guardianes, salieron de la estancia.