CAPITULO IV
Se dirigió al punto que les citaban, en el compartimiento almacén donde estaban apilados los fardos.
Nuevamente notó la rara sensación y vio en los demás sus facciones y miradas inexpresivas, por lo que adoptó la misma actitud.
Momentos después se encontró con la desagradable sorpresa de la presencia de Helen quien, completamente transformada, como la viera cuando castigó a aquella muchacha desnuda, les dirigió la palabra:
—Mentes, atended bien, La Gran Belio, a la que debemos obediencia, desea que sea destruida la base de vigilancia de Lepsina, porque constituye un obstáculo para nuestros fines.
Robert procuró colocarse detrás de unos muchachos tan altos como él e incluso flexionó un poco las piernas para que Helen no le descubriera,
Sabía que la base de Lepsina era de vital importancia para la seguridad mundial, puesto que constituía un Centro de Control al que, por lo menos en teoría, no pasaba nada por alto.
Helen continuó:
—Se os equipará de lo necesario y tenéis que colocar las cargas de forma que todo quede destruido. Ya sabéis lo que lleva consigo la desobediencia o cualquier negligencia.
Los allí presentes asintieron unánimemente.
—De acuerdo. Dentro de poco, por la escotilla submarina, saldréis para cumplir vuestro cometido. Antes tenéis que preparar las cargas con sus dispositivos para hacerlas estallar. Así que, sin más dilación, manos a la obra.
Como autómatas que eran bajo aquella influencia..., comenzaron a destapar aquellas cajas, que en unas contenían las cargas, en otras los dispositivos de explosión y en las demás los elementos de buceo.
—Como comprobaréis, ahí tenéis todo lo necesario. Preparadlo como sabéis y ya se os avisará cuando llegue el momento de salir.
Por un momento Helen se fijó en Robert y éste temió verse descubierto.
Menos mal que en aquel preciso instante a uno de sus "compañeros", se le resbaló una caja que al chocar contra el suelo se esparció su contenido, lo que suscitó la ira de Helen.
—¡Tú, imbécil...! Ten mucho más cuidado con lo que haces, de lo contrario volaremos todos.
Tras estas desabridas palabras, dio media vuelta y se alejó de aquel lugar.
Robert respiró tranquilo, puesto que la presencia de aquella mujer representaba un constante peligro para él y su misión.
Luego de tener todas las cajas abiertas, se dispusieron a trabajar en cadena.
Por un momento se fijó en los métodos de trabajo que empleaban, llegando a la conclusión de que aquellos muchachos estaban altamente entrenados y bien dirigidos.
Hizo los posibles, y lo consiguió, por ocuparse de los dispositivos de explosión en los que había de fijar la frecuencia para que entraran en acción.
Se le presentaba un problema. El ignoraba totalmente la frecuencia con que operaban, por lo tanto simulaba colocar los dispositivos de explosión a una determinada, para luego volver al cero con la esperanza que quedaran en estado inoperante.
Como sospechó, los demás proseguían en su tarea sin reparar lo que él hacía. Actuaban al igual que máquinas.
Una vez terminadas estas manipulaciones, fueron repartidas las cargas en partes iguales, diez a cada uno de los veinte que formaban el grupo, y en conjunto más que suficiente para volar la más sólida fortaleza.
Luego se colocaron el impulsor submarino y el diminuto convertidor de oxígeno que lo tomaba de la misma agua.
La voz femenina, se dejó oír:
—Mentes, atención... Mirad con detenimiento a la pantalla. En ella veréis el trabajo que tiene que realizar cada uno de vosotros.
En efecto, allí apareció un gráfico con todas las instalaciones de la Base de Lepsina, incluyendo naves y vehículos de importancia.
A cada uno se le fijaba el camino a seguir con el tiempo común de una hora.
Se le asignaba a Robert, o lo que venía a ser lo mismo a 2.101-Z, el minar dos grandes naves de superficie, y el puesto de mando de la Base.
Aquella voz, al cabo de un rato, preguntó:
—¿Tenéis bien aprendido el camino a recorrer?
Todos movieron la cabeza afirmativamente.
—Os he de advertir que quien se retrase en más de media hora luego de la fijada, quedará abandonado. ¿Comprendido?
Todos a la vez asintieron con la cabeza.
—Pues en marcha.
Antes de pasar al compartimiento estanco en donde estaba la escotilla de salida submarina, un pulverizador les recubrió de una película que era impermeable y al mismo tiempo neutralizaba cualquier detección, por lo tanto esto haría que su presencia pasara inadvertida.
Se inundó el compartimiento estanco y uno a uno, fueron saliendo por la escotilla en dirección a la Base.
Iban sumergidos en las aguas y avanzando sin fatiga gracias al impulsor submarino, uno detrás del otro siguiendo la dirección que les iban dando, ya que si subían a la superficie, su neutralidad quedaba eliminada.
Ya dentro de la Base, se separaron para dedicarse cada uno a su menester.
Robert llevó consigo todas las cargas hacia el puesto de mando y en vez de ocultarse fue directamente a un centinela y le rogó que le condujera al oficial de guardia.
De buenas a primeras el oficial le preguntó:
—¿Quién es usted y cómo ha logrado llegar hasta aquí?
—Esto es una cuestión que explicaré ante el jefe de la Base.
—¿Pretende que le lleve ante su presencia y a estas horas?
—No sólo lo pretendo, sino que lo exijo.
—Me da la impresión que no está bien de la cabeza.
—No me haga perder un tiempo precioso; de ello depende la seguridad de la Base y si ocurre algo usted será el único responsable.
Vio tanta seguridad en Robert que el oficial comenzó a dudar.
—Bueno..., el caso es que si despierto al jefe a estas horas...
—Asumo toda la responsabilidad. Usted no hará más que cumplir con su deber.
—Voy a comunicarme con él.
—Simplemente dígale: "Sagitario está presente".
El oficial se ausentó unos momentos, para volver al instante muy nervioso, diciéndole:
—Señor, uno de la guardia le acompañará a su aposento.
Guiado por aquel muchacho, llegaron donde estaba el jefe de la Base y él en persona, le abrió la puerta, ya vestido y todo.
—El oficial de guardia...
—Sí, sí, está bien. Espere ahí fuera por si te necesito para algo urgente.
Y dirigiéndose a Robert, le indicó:
—Pase, por favor.
Una vez solos, el jefe de la Base le preguntó:
—¿Quién es usted que conoce la clave militar?
—Aparte de ser oficial, señor, soy miembro activo de Alta Seguridad. He aquí mis credenciales.
Lo leyó e incluso se comunicó con el Departamento de Alta Seguridad:
—Aquí el jefe de la Base de Lepsina.
—Diga, señor.
—¿Pertenece a ese Departamento Robert Gold?
—Un momento.
A los pocos segundos, contestó otra voz:
—Sí, señor, adscrito a la Sección primera. ¿Le ocurre algo?
—La verdad es que no lo sé, creo que no. Ya se lo comunicaré si viene al caso.
Cortó la comunicación y acto seguido, volviéndose hacia Robert, se excusó:
—Perdone, pero comprenderá que mi obligación era comprobarlo por línea directa.
—Lo entiendo, señor, y no me ha molestado.
—¿Qué quiere decirme con esa contraseña de eminente peligro?
—Pues solamente que, en estos momentos, están minando toda la Base de Lepsina.
—¿Diablos...! ¡Eso no puede ser, nuestro sistema defensivo está provisto...
—Siento decepcionarle y comunicarle que ha fallado en toda su extensión.
—No puede ser...
—Mire si no puede ser, que yo soy uno de los que forman parte de esa expedición, y aquí me tiene llevando todas las cargas que, naturalmente, no he colocado.
—Pero..., pero...
El jefe de la Base no salía de su asombro, altamente confundido y sin querer admitir que aquello era un hecho.
Robert se estaba impacientando, puesto que iba transcurriendo un tiempo precioso, y no solamente eso, sino también peligroso para la integridad personal.
—Señor, no son momentos de perder un instante, los segundos son de gran valía. Urge actuar.
—Sí, sí... Pero... ¿cómo?
—Deme el plano de la Base y le iré señalando dónde han colocado o están colocando las cargas.
—Puesto que, según usted ha manifestado, están operando en estos momentos, creo yo que la mejor solución sería que los apresáramos.
—Considero que sería contraproducente, señor, puesto que entonces entorpecería lo poco que hemos avanzado sobre este asunto.
—En tal caso...
Se dirigió a un mueble y de un lugar de seguridad extrajo unas placas y con ellas en la mano se las entregó luego a Robert, a tiempo que le decía:
—Aquí tiene los planos.
Los examinó y acto seguido fue señalando los puntos donde estaban depositando las cargas, aclarando:
—También tienen que ser colocadas en naves y vehículos de envergadura.
—Entiendo.
—Dispondrán de media hora para recoger las cargas a partir del momento que nos hayamos retirado.
—¿Y cómo sabremos si han sido recuperadas todas?
—Sencillamente, componemos la expedición veinte hombres con diez cargas cada uno. Como quiera que aquí tiene las que a mí me corresponden, las restantes han de sumar un total de ciento noventa.
—Está claro.
—Una cuestión primordial. Como se da la circunstancia que ignoro la frecuencia que tienen que utilizar para hacerlas estallar conjuntamente, yo fijé los dispositivos a cero, pero eso ya sabe que no es de plena garantía.
—Sí, claro, se pueden utilizar frecuencias conjuntas.
—Exacto, eso quería decirle.
—Total, que seguimos estando sobre un polvorín.
—Poco más o menos ésta es la cruda realidad.
—Ordenaré que las vayan descargando a medida que den con ellas.
—Esto requerirá un tiempo que puede resultar peligroso, señor.
—¿Y qué otro camino nos queda?
—Creo que el más eficaz, y nos serviría para dos cosas.
—¿Cuál y qué cosas?
—El hacer estallar las cargas tras haberlas reunido y estallarlas todas de una vez.
—Pero esto resultará de un potencial explosivo de gran dimensión,
—Hay que correr ese riesgo.
—Bien, conocemos el camino. Veamos ahora las dos cosas que alude.
—Colocar las cargas entre dos aguas a un par de millas de distancia de la Base y con ello se evitará que puedan producir algún daño importante.
—Conforme. ¿La otra cosa?
—Pues que los agresores queden convencidos de que su plan ha dado el resultado apetecido.
El jefe de la Base se quedó mirando a Roger Gold sorprendido por su inteligencia, para luego manifestarle sumamente complacido:
—Se hará como usted dice.
—Creo que es la solución más práctica.
—Sin lugar a dudas.
Se produjo una pausa en la que el jefe de la Base estaba un tanto pensativo.
Robert le miró y preguntó:
—¿Alguna duda, señor?
Salió de su abstracción y le contestó con otra pregunta:
—¿A qué hora tenemos que provocar la explosión?
—Exactamente media hora después que la expedición de sabotaje haya abandonado estos lugares.
Comprobaron los cronos y prefijaron la hora.
—¿Y cómo sabe que tendrá que ser entonces?
—Deduciéndolo por el tiempo que han fijado para el regreso a la nave.
—De acuerdo, pues. No hay más que hablar.
En un momento reinó gran actividad interna en la Base, sin exteriorizar alarma alguna para dar tiempo a que unas sombras furtivas y en forma metódica, fueran desprendiéndose de su destructora mercancía.
A instancias del Jefe de la Base, Robert Gold fue repitiendo a los oficiales encargados de dirigir sus respectivas secciones, los lugares en donde debían de hallar las cargas y el número exacto de ellas.
Por último, les advirtió:
—De ustedes dependerá el contrarrestar sus planes, de ustedes y de la rapidez con que efectúen la operación de limpieza.
Los oficiales allí congregados escuchaban con atención a Robert Gold, ataviado con aquella extraña vestimenta.
El agente oficial del Departamento de Alta Seguridad se encontraba en su medio ambiente.
Como comandante en activo, adscrito a dicho Departamento, tuvo que especializarse y superar las pruebas a que eran sometidos todos los que pretendían ingresar y ya de por sí, el lograrlo, demostraba la valía del individuo.
Y antes de despedirse definitivamente, todavía les dijo:
—Si tienen alguna duda, pueden preguntar.
Transcurrido un ratito, y en vista de que nadie preguntaba, Robert manifestó a guisa de despedida:
—Bien, señores, mi tiempo se ha agotado. Gracias por tu atención y sólo me resta desearles suerte en su cometido.
Aunque desconocían la personalidad de Robert Gold, comprendieron que, tras aquel anonimato, se ocultaba un personaje de envergadura, confirmándoles su sospecha por las deferencias que le manifestó su jefe y por la seguridad y energía con que se explicó aquel individuo de rara indumentaria.
CAPITULO V
A la hora establecida, se reunieron en el lugar convenido para efectuar el regreso a la nave, que les aguardaba a unas cuantas millas de allí.
Mentalmente Robert Gold los contó. Sólo estaban dieciséis de los veinte que partieron.
Robert se dirigió al que encabezaba la fila de hombres y por más intentos que hizo para explicarle que faltaban cuatro, el joven aquel, proseguía su camino impertérrito, sin hacer el menor caso.
Por otra parte, disponían de un tiempo limitado. Si se entretenían esperando a los rezagados, se exponían a quedar hechos pedazos por efecto de las explosiones que se producirían, según él había planificado.
En vista de que sus esfuerzos resultaban infructuosos, Robert se limitó a seguir a los demás, pensando en lo que les había podido ocurrir a aquellos muchachos y en el peligro que estaban expuestos.
A poco, divisaron la mole de la nave sumergida.
Se dirigieron a la escotilla y uno a uno fueron penetrando en el compartimiento estanco.
Una vez ocupados por los dieciséis expedicionarios, se cerró la escotilla y el compartimiento fue desalojando el agua que les envolvía.
Se abrió otra puerta que cerraba a presión y fueron pasando al interior de la nave, que se puso inmediatamente en movimiento a juzgar por la brusca sacudida que de poco les hizo perder el equilibrio.
Pasaron por otro pulverizador que disolvió la cutícula impermeable y neutra con que fueron protegidos antes de la salida.
Se encaminaron hacia el lugar que les servía de alojamiento y punto de reunión, donde permanecieron inmóviles.
La voz se dejó oír:
—Habéis cumplido con vuestra misión, excepto cuatro que no han regresado. Mentes, ya sabéis lo que les espera a quienes incumplen los mandatos. Ellos mismos confirman sus sentencias, la volatilización.
Robert observaba a aquellos Jóvenes que permanecían inmutables, sin que uno de sus músculos se movieran, como sí aquello no rezara para ellos.
Escucharon de nuevo:
—Podéis desprenderos del equipo y descansar.
Robert notó cómo desaparecía en él aquella rara sensación y comprobó una vez más cómo los otros jóvenes se animaban, perdiendo aquel semblante de ausencia.
Decidió abordar a uno de ellos, comentando:
—Lástima que los otros cuatro no hayan llegado...
—No debería de resultarte una novedad este hecho. Nos han convertido en cosas, y como tales, carecemos de la más ínfima importancia.
Robert se quedó mirando al muchachote joven y fuerte que parecía ocultar cierto resentimiento por su suerte.
El muchacho continuó:
—Aparecemos y desaparecemos sin saber cómo ni de dónde. Siempre ocurre igual...
Robert comentó:
—Sí, es verdad... Pero hay que conformarse...
La contestación de su interlocutor, no se hizo esperar:
—¿Conformarse...? Estoy seguro que no dices la verdad. Ninguno de nosotros está de acuerdo en el estado que nos han sumido. Somos "Mentes", pero mentes concentradas, atrapadas para ser utilizadas como se les antoje.
—¿No temes que llegue a su conocimiento tu descontento?
—No lo ignoran, y por otra parte, estoy por decirte que no me importa que me hagan desaparecer. Lo consideraría una liberación definitiva,
Robert Gold escuchaba con atención a aquel muchachote que se expresaba de aquella forma tan amarga.
Decidió tantearlo por otro camino, aludiendo:
—Pues a bordo hay muchas chicas y la mayoría de ellas nada despreciables...
Le atajó indignado el muchacho:
—Parece mentira que digas tú semejante sandez...
—¿Por qué?
—Son alimañas, eso es lo que son. Pasan por tu lado como si no existieras, o cuando se les antoja te toman a su servicio para complacencia de sus sentidos y luego te tratan como al peor de los animales inferiores.
Ante estas manifestaciones a Robert dejó de extrañarle la indiferencia de aquellas muchachas cuando se las cruzó en el pasillo.
Por todo comentario, sólo dijo:
—Sí, claro...
—Si todavía no has pasado por esa experiencia, ya la pasarás, ya... Entonces te acordarás de mis palabras y sentirás odio y asco de ellas, por muy hermosas que sean y por muy amantes momentáneas que se muestren.
A Robert le vino al pensamiento Helen por haberla visto en aquellas dos facetas completamente opuestas.
Creyó oportuno manifestarle:
—Puesto que, como dices, el descontento es general, ¿por qué manteneros en esta pasividad?
El muchacho se le quedó mirando y asombrado por sus palabras, como si terminara de decir la más grande barbaridad.
Pasado un momento, seguramente el necesario para salir de su estupor, le dijo:
—Oye..., por tus palabras me estoy dando cuenta que ignoras muchas cosas.
A lo que le contestó Robert:
—Puede.
—¿Quién eres tú?
—¿Yo...? Mente 2101-Z.
—Tú no eres Mente 2101-Z, 2101-Z dejó de acompañarnos en el momento que partimos. Lo recuerdo como una sombra. El iba detrás de mí y tardó más de la cuenta.
Robert Gold se sintió inmovilizado por la fortaleza de aquel muchachote, quien lleno de ira, le volvió a preguntar roncamente:
—¿Quién eres tú...? ¡Contesta!
—Ya lo he dicho...
—¡Mientes...! Yo te diré quién eres. Tú eres un traidor, algún favorito de una de esas malvadas para espiar nuestros actos, nuestras conversaciones...
Con aquel brazo de hierro que le atenazaba la garganta le impedía la respiración y Robert tuvo que hacer un supremo esfuerzo para desasirse.
Todos los allí presentes salieron de su pasividad y se fueron acercándose peligrosamente a Robert, que fue retrocediendo para tomar una posición más defensiva.
El muchachote aquél, exclamó:
—¡Prendámosle!
En tropel se lanzaron contra él. Los primeros que se le acercaron rodaron por el suelo a consecuencia de sus potentes puños.
Por un momento los mantuvo a raya al comprobar los resultados.
Pero volvieron al ataque y, aunque derribó a unos cuantos más, ante la superioridad numérica quedó reducido a la impotencia al cabo de un rato.
El muchacho con el que entabló la conversación, le cogió su brazo derecho y posando su mano que parecía de hierro sobre el brazalete que llevaba Robert, le dijo con los ojos centelleantes por la indignación:
—Ahora sabrás cómo procedemos con los traidores.
Robert forcejeó al tiempo que manifestaba:
—Está bien, si te complace que no sea Mente 2101-Z, te diré que no soy.
—Luego vienes a la mía. Eres un traidor, ¿no?
—De ninguna de las maneras. Estás completamente equivocado.
—¿Equivocado?
—Mi deseo es ayudaros.
Le miró incrédulo, para luego preguntar burlón:
—¿Ayudarnos tú, un "mente" como nosotros...? No nos hagas reír, quien seas.
—No soy como vosotros, soy un ser normal.
—Conque normal, ¿eh...? ¿Y ese disco que llevas en la cabeza? ¿Y ese brazalete...?
—Todo ficticio para poder penetrar en la "tetranao" y ampararme entre vosotros.
—Ampararte y espiarnos. ¿No es eso, traidor?
—Os repito que no.
—¿Sabes lo que te va a suceder en cuanto te arranque el brazalete?
—Estando en vuestro caso, me volatilizaría inmediatamente, desaparecería.
—¿Quieres decir que tú no lo estás?
—Eso afirmo.
Se originó un silencio, pero aquel muchacho, terco en su suposición, no se dejó intimidar por las palabras de Robert y decidió:
—Lo vamos a comprobar inmediatamente y si has mentido, mucho peor para ti.
Robert aún le pudo contener, al manifestarle:
—Para tu información, te diré que no es necesario que te molestes en quitarme el brazalete. Basta que compruebes cómo el electrodo no está incrustado en mi piel, tal como lo lleváis vosotros.
Siguió su indicación y pudo convencerse de que decía la verdad, así como todos los demás.
Pero el muchacho aquel todavía dudaba y expuso con no exenta lógica:
—Si no eres como nosotros o no estás en la misma situación, desconocerías la particularidad del brazalete de no haberte informado alguien.
—Nadie me lo ha dicho ni me han aleccionado, si es eso lo que pretendes insinuar. Lo he descubierto a consecuencia de una amarga coincidencia.
—Explícate mejor.
Entonces les relató cómo había apresado al auténtico 2101-Z, sustituyendo su vestimenta por la de él y la desagradable sorpresa del final.
Concluyó:
—Sentí mucho lo ocurrido y me prometí que su muerte no quedaría sin castigo.
Tras estas palabras los demás le soltaron, ya convencidos de que decía la verdad.
Al cabo de un rato, otro de los muchachos allí reunidos, preguntó:
—No obstante, sin estar controlado como nosotros, ¿por qué has consentido el sabotaje que se nos ha ordenado? Tú podías impedirlo.
—Y de hecho así ha sido.
Todos quedaron asombrados ante tal revelación.
—¿Y cómo lo has logrado?
—Mientras vosotros estabais dedicados a vuestro trabajo, yo me encontraba hablando con el que manda la Base. Confío que a estas horas ya estén recogidas todas las cargas que depositasteis.
—Pues has logrado evitar el sabotaje, más con ello nos han sentenciado a todos al no producirse la explosión.
Robert Gold sonrió, aclarándoles a continuación:
—He pensado en ello y la explosión se producirá de todos modos, aunque sin causar daño alguno.
Quedaron satisfechos de la aclaración, pero posteriormente asaltó otra duda que el muchachote aquel expuso:
—Si se dan cuenta de que todo ha constituido un engaño, estaremos en el mismo caso.
Robert manifestó:
—Confiemos que no paren en averiguaciones y procuren alejarse lo más posible para no convertirse en víctimas de sus propias explosiones.
—Sí, esperemos que así suceda...
—Por otra parte, aun en el supuesto de la destrucción total de la Base, cuentan con un dispositivo que da la alarma a los otros puestos de vigilancia y toda la zona quedaría sometida a un riguroso control.
Parecieron quedar satisfechos por las explicaciones de Robert, quien inmediatamente decidió abordar el plan que había urdido.
—He deducido por vuestras manifestaciones, la unánime disconformidad con los procedimientos de esta gente que os tiene sometidos.
Cada uno le fue confirmando que estaba en lo cierto.
—Pues bien, siendo así... ¿Por qué no nos unimos y desenmascaramos a quienes son los responsables de todo esto?
—Resulta fácil decirlo... ¿Ignoras que estamos sometidos a su control?
—No lo ignoro, desde luego, y mi intención es libraros de ese control.
—Por muy buena intención que tengas, resultará de todo punto imposible.
—Esto dejarlo de mi cuenta. Lo único que quiero es que os unáis a mí y me proporcionéis toda la información que os sea posible.
—De unirnos a ti, lo puedes dar por hecho. En cuanto a información, pregunta. Ten la seguridad que responderemos a cuanto sepamos.
Robert Gold estaba satisfecho de los resultados que iba alcanzando.
Consideraba que la ayuda de aquellos muchachos le iba a servir de mucho, aun estando sometidos a funciones de robots.
Por las contestaciones que le fueron dando, era un hecho que todos pasaron por el Steel Club, donde la presencia de muchachas bonitas y pródigas en la concesión de sus caricias, constituía el cebo principal para aquellos jóvenes que sólo pensaban en la diversión.
Hasta que un día, luego de su concurrencia en uno de los reservados con una chica, despertaron, tras no sabían cuánto tiempo en un lugar desconocido.
Al recobrar conciencia, comprobaron que iban ataviados con la indumentaria que en la actualidad llevaban y aquejados de un ligero dolor en el brazo derecho y como entre brumas, obedecían a los mandatos de una voz y realizaban trabajos desconocidos para ellos hasta entonces.
Les advirtieron que debían someterse a obediencia plena si querían seguir viviendo.
Igualmente, que no debían desprenderse del equipo que llevaban, en particular el brazalete, que habían dejado de ser fulano de tal para convertirse en "Mentes", con una numeración y una letra, de la Gran Belio.
Para demostrarles que sus advertencias no eran meras palabras, sin estar sometidos sus cerebros a control, en su presencia fueron ejecutados varios jóvenes a la volatilización por desobediencia o por no haber dado el resultado apetecido en los entrenamientos a que eran sometidos.
Después, ya considerados aptos, fueron destinados a aquella "tetranao" que constituía un cuartel general ambulante y bajo el mandato de mujeres, jóvenes todas ellas y a las que les estaba prohibido mirar de no ser requeridos por ellas.
Estas jóvenes se mostraban con gran despotismo hacia ellos, a los que consideraban poco menos que un objeto.
También averiguó que en aquel campo de entrenamiento se transformaban también a muchachas que quedaban en las mismas condiciones que ellos, con alternativas de lucidez plena a la de controlada e igualmente, con brazalete, aunque la indumentaria, era distinta.
Robert estuvo escuchando todas aquellas explicaciones y preguntó:
—¿Y no sabéis dónde está ese lugar de entrenamiento?
Lo ignoraban. Sabían, por otras veces, que desde donde cargaron aquellos fardos en la "tetranao" se sumergían y salían a mar abierta a través de una perforación submarina.
De esta circunstancia, el mismo Robert pudo darse cuenta.
Una vez fuera de su escondite, si no les mandaban a alguna acción destructora o de captura, la nave subía a superficie, emprendía el vuelo y al cabo de un tiempo aterrizaban.
Una vez tomada tierra, atravesaban un túnel y momentos más tarde desembocaban en el lugar de entrenamiento donde a poco amanecía.
Invariablemente, todas las salidas y viajes los efectuaban por la noche. De ahí que no supieran dónde estaba el campamento de entrenamiento.
Iba a hacer unas preguntas más, pero en aquellos momentos el control se ejerció en aquellos muchachos y la voz ordenó con su timbre desagradable:
—Mentes, a vuestros puestos de combate. Se registra proximidad de una nave submarina.
Inmediatamente se dirigieron a los lugares asignados y Robert se limitó a seguirles, aunque sin saber a ciencia cierta qué puesto le correspondía a él.