19
Tengo algo que contarte
Se acabaron los exámenes por ese cuatrimestre. Las noches sin dormir pasaron a formar parte de un pasado reciente. Los cafés aguachinados esperarían unos meses para volver a ser el aroma de noches de codos hincados en la mesa, y las drogas de diseño naranja para estudiantes, que podía adquirir en cualquier farmacia, dejé de consumirlas por un tiempo. Drogas que según su prospecto, te mantenían despierto o dicho de otro modo te robaban horas de sueño. En mi caso el único efecto primario que produjeron esas pastillas en mi cuerpo fue que la orina pasó a tener un color fluorescente. De los secundarios ni siquiera me acuerdo. Nunca nos acordamos del segundo…
Pero no fue lo único que se acabó. También me despedí de los inútiles repasos de última hora mientras conducía por la carretera de la costa camino de la Universidad, intentando autoconvencerme de que las preguntas que no me había estudiado no podían caer en el examen, sería injusto, sería tener muy mala suerte… Se acabó el ir al bar después del examen a debatir qué habías contestado en cada pregunta y por último también acabó la incertidumbre o la agonía que sientes cuando suena tu teléfono y te dicen: «¡¡Han salido las notas!!». Justo después de forma automática tu respuesta es: «¡No me las digas, prefiero ir a verlas en persona!». Una mentira más que sale al exterior en forma de autodefensa. En ese momento estás deseando escucharle decir que has aprobado… Con los años, los exámenes y la observación, saqué mi propia teoría que siempre se cumplía.
Si al descolgar el teléfono te decían directamente: «¡Hemos aprobado!» no había lugar a las dudas, pero cuando te decían: «Han salido las notas», preguntar «¿he aprobado?» y responderte: «No lo sé, me han dicho que habían salido pero aún no he podido ir a verlas» entonces tampoco había lugar a dudas, estaba claro «habías suspendido».
En este último caso, el trayecto desde el lugar donde te encontraras hasta el tablón de corcho era tenebroso y oscuro. Una vez en la universidad, aquellos pasillos parecían no tener fin. Te adentrabas en ellos viendo cómo los fluorescentes del techo parpadeaban y escuchabas en tu interior la canción «uno y dos viene a por ti, tres y cuatro cierra la puerta, cinco y seis coge un crucifijo…». Se me pusieron los pelos de punta con solo recordarlo. Caminabas a un ritmo acelerado, como las pulsaciones que iban por delante de ti. Rezabas cuatro avemarías y siete padrenuestros muy rápido, sin vocalizar, a pesar de mi ateísmo. De algún modo buscaba cómo encomendarme a algo para poder ver mi nombre seguido de una línea de puntos suspensivos y la palabra: APROBADO. El nombre de esos puntos lo decía todo, generaba suspense hasta el último punto. A veces pienso que hubiese sido mejor poner el nombre, una fecha y nota: APROBADO.
Una vez delante del tablón los nervios son incomparables al que sufres el día del examen, se multiplican por mil. Si miraba a mi alrededor solo veía paredes llenas de folios clavados con chinchetas. El mar quedaba demasiado lejos de esos muros de hormigón. Respirabas hondo primero, volvías a respirar después, luego buscabas tu nombre, con el dedo índice seguías la línea de puntos suspensivos hasta finalmente ver la calificación: APROBADO.
La felicidad en ese instante es plena ¿cómo una palabra puede cambiar tanto un estado de ánimo? De repente, por arte de magia o vete tú a saber por arte de quién más, se te olvida todo lo que habías estado estudiando durante los cuatro meses anteriores. Es como formatear el disco duro de tu cabeza cuando lees esa palabra en mayúscula: APROBADO. Creo que si tuviese que repetir ese mismo examen en aquel preciso momento, el resultado hubiese sido muy distinto…
Después de los saltos de alegría, de llamar a toda la familia, de recorrer el mismo pasillo desde otro estado de ánimo y de regresar a casa, te das cuenta de que ha acabado otro capítulo de tu vida y, como todos los finales, cuando algo acaba, inevitablemente algo nuevo empieza. Otro curso, otras asignaturas, algunos compañeros nuevos y distintas emociones…
Giraluna me interrumpió, reafirmando lo que le decía:
—Tienes mucha razón cuando dices lo que dices. Tendrás que aprender a darte cuenta de cuándo se acaba una etapa antes de empezar a vivir otra.
—¿Cómo dices? No entiendo qué quieres decir con eso…
—¿Recuerdas qué pasó justo después de finalizar los exámenes?…
Su pregunta me había descolado totalmente. Odio que me respondan con preguntas y Giraluna tenía el don de sacar lo peor de mí…
—No, no lo recuerdo. Yo ya he hablado bastante esta noche, si quieres cuéntamelo tú y si no, lo dejamos. Es muy tarde. Quizás es el momento de marcharme —le dije buscando una excusa para irme de allí, pues ni siquiera sabía qué hora era.
—Cómo quieras amigo. Nadie te retiene a quedarte aquí. Eres tú quien tienes que tomar esa decisión, fuiste tú quien vino a buscarme, quien me pidió ayuda para abrir esta caja de cristal, y te recuerdo que ha pasado media noche y aún sigue cerrada esa caja… ¿Hasta la próxima?…
Sus palabras me hicieron pensar. No sabía que quería hacer, pero no quería despedirme.
—No, hasta la próxima aún no. Continúa.
Me tumbé con los brazos por detrás de mi cabeza. Dejé la caja de cristal apoyada en mi vientre, la veía elevarse y bajar al ritmo de mi respiración. Fijé la mirada en la luna y me invadió una placentera sensación de paz. Cerré los ojos y me limité a escucharle…
—Cuando acabaste los exámenes pasaste la tarde en tu habitación ordenándola y escuchando música. Había libros por todas partes, apuntes que pasaron a formar parte de la historia del estudiante, folios en sucio que abarrotaban la papelera y bolígrafos de todos los colores esturreados sobre el escritorio. Mientras esperabas saber las notas de los últimos exámenes, guardaste los apuntes en una caja de cartón pensando que con un poco de suerte no tendrías que volver a abrirla (al menos eso pensabas…). Organizabas una carpeta forrada con fotos de playas paradisiacas, olas enormes, surfistas y mujeres de reducidos bikinis. Pegabas con un post-it el nombre de las nuevas asignaturas encima de las que acabaron con el mes de febrero. Después preparaste con cariño una maleta, amarilla, que te acompañaría durante las próximas semanas.
Luego sonó el teléfono de casa. Te pareció extraño que llamasen a esa hora. Normalmente estaba reservada para vendedores de telefonía, del banco para informarte de las ventajas de hacerte otra tarjeta de crédito y, en otras ocasiones, te sentías afortunado al haberte tocado un viaje en un concurso en el que nunca participaste. ¡¡Eso sí era tener la suerte de tu lado, amigo!! También, en algunas ocasiones, preguntaban por el padre de familia para venderte un seguro de vida y en el peor de los casos de defunción.
Sabiendo todo eso, ni siquiera te molestaste en responder a la llamada. Segundos después volvió a sonar y ese segundo timbre rompió con todas tus teorías referentes a esas llamadas. Bajaste a toda prisa la escalera, cuatro tonos, un número conocido en la pantalla y el corazón a mil. Ese número solo sonaba por las noches, sabían que era cuando te encontrabas en casa.
Descolgaste:
—¿Sí?, No fue como el resto de los «sí» de tu vida, este «sí» estaba cargado de temor, sin fuerza, de incertidumbre. Fue un «sí» entregado… Al otro lado la voz tu madre preguntó:
—¿Qué tal hijo? ¿Has terminado ya los exámenes? ¿Cómo ha ido todo? Con una voz que no era eso lo que quería decirme, lo supiste antes de descolgar… Tantas preguntas seguidas sin dejarte tiempo para responder te hacían pensar lo peor. Esperaste unos segundos antes de responder, a veces en el silencio escuchas lo que no se atreven a decir… Ella no sabía por dónde empezar y mucho menos cómo continuar. No fue fácil para ella. Sabías que no te había dicho todo, o mejor dicho, ni si quiera había empezado. Su tono de voz roto había hecho efecto en tu corazón, se encogió.
Después respondiste con la mente en otro sitio:
—Creo que los exámenes han salido bien, menos uno, Orgánica. No fui capaz de hacer el examen, era demasiado difícil. A pesar de haberle dedicado muchas horas de estudio ha sido imposible, parecía como si el examen fuese de otro curso, no sabía ni por dónde empezar, así que me he levantado y no lo he realizado para que no me corriese convocatoria. Trataste de buscar mil excusas, en este caso ciertas, para no defraudarla.
—Te animó, te entendió y te dijo: «no te preocupes, seguro que en septiembre la apruebas».
Luego continuó cuatro o cinco segundos de silencio, quizás los segundos más largo de toda tu vida. Después de dos suspiros, el primero de ella y el segundo tuyo te dijo:
—Tengo que contarte algo.
En ese momento se paró tu mundo y con ello tu respiración. Intentaste prepararte para escuchar lo que tu corazón ya sabía, pero nadie nos enseña esas cosas. Dejaste de intentarlo…
—¿Ha pasado algo? —Preguntaste para romper con ese silencio que te estaba empezando a ahogar.
—Sí, ha pasado algo… El abuelo ha muerto.
Fue en ese momento cuando supiste que la soledad era como un barranco, tú necesitabas un abrazo y no tuviste donde agarrarte…
Los minutos más duros de tu vida acababas de empezar a vivirlos. Lloraste en silencio mientras escuchabas a tu madre…
—Se encontraba bien en su sofá. Apagó su último cigarrillo y se levantó despacio para ir el baño. Retiró las cortinas de la cocina y fue cuando se desplomó. Murió entre los brazos de tu tío.
De todo lo que te contó solo escuchaste «El abuelo ha muerto». Esas palabras llenaron de vacío un triste salón, donde estabas de pie, pegado a un teléfono y tapándote la cara con la mano. Nunca habías llorado tanto como aquella tarde, esa larga noche en vela, como lo haces cada vez que te acuerdas de él y como lo estás haciendo en este preciso momento.
Escuchar a Giraluna me noqueó. Por suerte ya estaba tumbado en el suelo. Fui reviviendo todas esas escenas en el brillo de esa luna. Nunca he necesitado tanto un abrazo como cuando oí esas palabras, porque fue muy duro estar solo en ese difícil momento. Cuando te dicen que una de las personas que más quieres en tu vida no la vas a volver a ver, ni volverás a tener una conversación inocente o promiscua con ella, ni vas a volver a reír con los mismos chistes de siempre, ni vas a poder volver a abrazarla, tan solo… tan solo podrás echarla de menos… cuando te dicen todo eso te derrumbas.
Siempre preferiste pasar los malos momentos en soledad. Nunca quisiste ver a las personas que te quieren verte sufrir.
—¿Estás bien? —Preguntó Giraluna.
—Sí, estoy bien —dije entre lágrimas y con una sincera sonrisa de oreja a oreja. Tenía el privilegio de poder recordar todos los momentos vividos con añoranza y eso… eso es muy bueno.
Cuando recuperaste la compostura, entre las pocas palabras que pudiste articular, le preguntaste a tu madre:
—¿Cuándo lo entierran? Quiero ir a despedirme de él.
—Lo enterramos esta mañana. No tiene ningún sentido que vengas. Quédate con los buenos momentos que has vivido y con esa imagen que tienes de él. Sabes que te quería mucho y estaba muy orgulloso de ti.
Tan duro fue escuchar que había fallecido como saber que se había marchado sin despedirse. Ya no podrás mirarle a los ojos y decirle: «Gracias. Hasta siempre…». Cuando colgaste, tu llanto se escuchó hasta en el otro lado del Mediterráneo.
Pasaste varios días, algunas semanas e incluso unos primeros meses moribundos. No fuiste capaz de encontrar el significado de la vida, si es que significa algo… y mucho menos encontrar el sentido que tiene la muerte. Buscar un culpable era una salida y dejaste de creer en Dios. Después de aquello, ya no creías en nada que tus ojos no fuesen capaces de ver, quizás ese fuese el motivo por el que tanto has tardado en confiar un poco más en mí, aunque aún no lo hagas del todo…
Aquellas últimas horas de clase se te hacían interminables. No tomabas apuntes, ni siquiera lo copiabas del compañero de al lado, tampoco prestabas atención a las explicaciones sobre la teoría de relatividad de Albert Einstein, pasabas las horas intentando escribir una canción que tuviese un sentido, al menos para ti… la dejaste sin acabar.
Al salir de la facultad, antes de anochecer, cogías el coche y paseabas despacio por la carretera de la costa con las ventanas bajadas. Solías escuchar canciones tranquilas que iban desde Ismael Serrano y Joaquín Sabina, hasta una balada de Platero y tú, Al cantar, que ponías una y otra vez sin cansarte de oírla. Pensabas que cuando Adolfo escribió esa canción debió estar viviendo algo parecido a lo tuyo. Esa canción te hacía sentirte menos débil, llevar mejor los malos momentos, y te sentías muy identificado con ella. Después de recorrer varios kilómetros de costa, de darle varias vueltas al mismo cd y de gastar por el camino algunas lágrimas de tus ojos… aparcabas el coche donde nadie pudiese encontrarte y te acercabas andado a la playa. Allí te descalzabas para sentir el frío de la arena. De esa forma te sentías vivo. Te sentabas tan cerca de la orilla que las olas del mar llegaban a mojarte. Luego mientras tu mirada se perdía en el horizonte buscando respuestas, el Sol se marchaba dando paso a la noche…
Aquella noche, volviste al coche, cogiste la carpeta, sacaste el folio con la letra sin acabar, tomaste un bolígrafo negro y regresaste a la orilla. Allí cerraste los ojos y empezaste a escribir lo que el brillo de la luna te contaba. Minutos después tu canción estaba acaba. La metiste en una caja de cristal que encontraste cerca de la orilla. Tenía un candado dorado abierto sin ningún grabado. Lo cerraste. Le distes muchas vueltas entre tus manos sin dejar de mirarla. Te pusiste en pie. Con rabia y fuerza la lanzaste lo más lejos que pudiste. Desapareció en el aire de tu campo de visión, solo pudiste escuchar el impacto contra el agua. Después yació en el fondo del mar…
Pensabas que las corrientes la arrastrarían por todo el Mediterráneo y que con el paso de los años alguien encontraría esa caja de vidrio en cualquier país del mundo y en cualquier playa. Una década después esa caja apareció y regresa a las manos de quien la arrojó. El mar ha querido ser justo contigo y te ha devuelto lo que te pertenecía… Querido amigo ya sabes qué hay dentro de esa caja de cristal, ¿verdad? ¿Es necesario abrirla?
—No es necesario. Lo recuerdo perfectamente. Es la letra de una canción que le escribí, por aquel entonces, para él. Para que su marcha tuviese un sentido para mí. Me puse de pie para seguir hablando con Giraluna.
—Lo sé. Te sorprenderías si te dijese que sería capaz de cantártela. Sé que después le pusiste música… ¿Quieres que la cante?
Me giré hacia él, le sonreí y dije:
—No, no es necesario. La guitarra la tengo en casa, además no quiero que se encapote esta noche tan agradable… Te creo.
—Mejor. Estaba deseando que me dijeses que no. Cantar nunca se me ha dado nada bien —continuó aliviado por mi respuesta.
Te costó entender la decisión de tus padres al no decirte antes que había fallecido. Que decidan por ti es algo que nunca te ha gustado. Te quedaste con esa espina de no poder decirle en vida lo muy orgulloso que te sentías de él, que fue todo un ejemplo de bondad, que fue un maestro en tu vida al que aún le faltaban muchas clases por dar y sobre todo por no haber podido decir adiós cuando emprendió ese largo viaje…
Le interrumpí:
—Han pasado unos años desde entonces. Es ahora cuando me doy cuenta que fui yo quien no obró correctamente al no decir todo lo que sentía cuando tuve la oportunidad de hacerlo.
«Estimado lector: si llegado a este punto del libro tienes alguien a tu lado a quien quieres, quizá deberías decírselo ahora, porque despertarás en ella o en él una hermosa sonrisa y posiblemente, si lo sientes de corazón, se te pongan los pelos como escarpias al escuchar de su voz decir ‘Yo también».
Giraluna continuó:
—Bueno amigo, creo que ha llegado el momento de despedirnos…
—¿Despedirnos? —Sus palabras me sentaron como un puñal en el pecho.
—Sí, despedirnos. Por mi parte no puedo ayudarte más. Ha sido un placer tu compañía todas estas noches, recordar esos buenos y malos momentos vividos… Gracias por compartirlos conmigo. Se está haciendo muy tarde y pronto va a amanecer. Me tengo que marchar…
—Pero… ¿Dónde están mis sueños? ¿No eras tú quién me ibas a ayudar a encontrarlos? ¿Quién eres? ¿Por qué me haces esto? —Pregunté alterado y alzando la voz contenida en rabia…
—Creo que te he ayudado a encontrarlos, lo tienes muy cerca de ti. Luego sabrás quien soy…
Miré de un lado para otro, con rapidez, sin perder el tiempo, pero no encontraba nada cerca de mí. No dejé de gritar ¿pero… dónde? ¿Dónde está mi sueño? ¡No lo veo! …¡no me mientas!
Mientras buscaba por todas partes, Giraluna continuaba impasible mirando la luna ajeno a mi desesperación que crecía por momentos. Cuando ya no pude más, caí arrodillado frente a é y le rogué con las palmas de las manos unidas:
—Por favor, no te vayas así…
Esperé sin apartarle la mirada unos segundos hasta que se pronunció:
—Antes de despedirme de ti me gustaría hacerte una petición.
—Lo que quieras. Dime qué tengo que hacer —encontré una salida a la esperanza en su petición.
—Tengo que pedirte algo que seguramente nunca llegues a entender, pero debes hacerlo —dijo rotundo y seco, sin lugar a una posible respuesta.
Ese «debes» exigía una obligación. No podía negarme, estaba condenado a entenderlo aunque no lo comprendiese. No sabía qué era lo que tenía que pedirme y me incomodaba esa situación.
Aun así no quise responder. Dejé que continuara hablando…
—Solo te pido una cosa, amigo: no quiero que vengas más a visitarme. Tu compañía ha sido muy grata para mí, pero se agota el tiempo. No puedo seguir hablando contigo. Han sido unos meses fantásticos, me ha encantado conocer esa parte de ti que tenías escondida. Tengo que seguir mi camino, seguir luchando por mis sueños y tú debes hacer lo mismo…
Otra vez volvió a utilizar la palabra «debes». Me hacía sentirme más pequeño al escucharla y dos veces seguidas me convertía en enano, a pesar de tener la misma altura.
—Pero, no lo entiendo, Giraluna…
—Ya te dije que no lo entenderías —me interrumpió.
—Pero… ¿No dijiste que me ayudarías a alcanzar mis sueños? ¿No dijiste que cuando lo supiese iba a encontrar respuestas a todas mis preguntas? ¿Por qué se agota tú tiempo? ¿Por qué me abandonas justo ahora que confío en ti?
—Me tengo que marchar amigo. Todas las respuestas están en tu cabeza. Lo siento pero debo dejarte ya, no sin antes hacerte una última petición.
—¿De qué petición se trata? —Contesté con desánimo…
—Estás muy cerca de descubrir tu sueño. Solo quiero pedirte una última cosa, cuando sepas cuál es tu sueño me gustaría que volvieses a este campo y me lo contarás ¿te parece?
Esta vez no usó la palabra «debe», no estaba obligado a tener que volver aunque a mí también me gustaría regresar a ese infinito campo de girasoles…
Sonreí y poco más que esto pude decir:
—Ya veremos… Cuídate. Adiós.
—Adiós…