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Te echo de menos

Habían pasado unos días desde que regresé de Arroyo Frío. Aquella mañana de sábado la dediqué íntegramente a ordenar la casa y más concretamente el garaje que hacía tiempo que me olvidé de él. Abrí las puertas del coche, puse la música alta y cuando miré a mi alrededor no sabía por dónde empezar. Las herramientas estaban fuera de su caja, las tablas de surf no descansaban en su estantería y otras cosas que prefiero no recordar… ni siquiera aquella triste bombilla que colgaba del techo fundida tuve tiempo de cambiarla.

Fueron muchas horas de limpieza, de fregar, de mancharme para finalmente poder mirar el hogar del coche sin sentir vergüenza de tal desorden.

En los días anteriores de mi regreso del viaje solo tuve tiempo a darle vueltas a mi cabeza, tratando de recordar que ocurrió aquellas navidades… Aún no encontré una respuesta.

***

Estábamos a finales de agosto, uno de los meses más calurosos de todo el año. La ciudad celebraba sus fiestas patronales en honor a la Virgen del Mar y con ella se despedía de un verano al que aún le faltaba muchos días de Sol, de chapuzones y de noches en vela. Los pueblos costeros empezaban a notar la ausencia de los veraneantes, los chiringuitos reducían sus plantillas al igual que sus clientes, los empresarios hacían balance de una campaña que estaba a punto de llegar a su fin y en las playas solo quedaban los recuerdos de las últimas noches de moragas, de historias de amor y de besos robados…

La capital volvía a recuperar el tráfico en las horas punta, y en los rostros de los ciudadanos se reflejaba que la rutina regresó a sus vidas para quedarse con ellos durante los siguientes once meses.

A pesar de vestirse la ciudad de lunares y volantes, de salir la música a la calle sin límite de decibelios, de encontrarte improvisadas barras de chapa por allá donde caminaba y de toparme con miles de personas bailando o intentándolo… me alejé de todo el tumulto.

Nunca me gustaron las aglomeraciones, ni los empujones, ni tomar una copa donde lo más claro que puedes llegar a escuchar es «Disculpa» justo después de un pisotón, empujón o haberte derramado parte de su copa sobre ti… Así que poco a poco me fui alejando de la fiesta hasta que dejé de oír música. Doblé por una bocacalle donde había una señal que indicaba que no había salida. Fue allí donde aparqué mi coche, porque esa señal vertical tan solo era una mentira. Subí al coche, encendí el radio-cd, me puse el cinturón y salí por el mismo sitio por donde había entrado. Fue fácil encontrar la salida y mucho más el destino.

Después de veinte aburridos minutos conduciendo por la autovía, decidí tomar la primera salida que encontré y continué por una carretera nacional. Todo un lujo cuando no te acompañan las prisas. A partir de ese momento todo comenzó a ser más entretenido… un carril para cada sentido con los peligros de adelantamientos que ello supone, los radares fijos que ya casi formaban parte del paisaje del litoral, los animales que se tiraban al asfalto sin a penas darte tiempo para esquivarlos, y las ventanas totalmente bajadas mientras cantaba canciones guarras de los amigos de Pereza. Nada había cambiado respecto a otros viajes por esa misma carretera, quizá lo único distinto fue que al mirar por el retrovisor todos los coches se alejaban y al hacerlo de frente se acercaban.

Minutos más tarde me encontraba en pleno corazón del Parque Natural de Cabo de Gata. En él, dependiendo de la época del año, se pueden divisar cientos de especies de aves, ya que es una escala obligatoria en su ruta hacia África. Esa tarde-noche la charca que había a escasos cincuenta metros de la carretera estaba plagada de flamencos. Continué la carretera, dejé a la espalda la iglesia, el pueblo pesquero llamado La Almadraba de Monteleva, hasta que me dispuse a subir una estrecha carretera de curvas muy cerradas en donde solo cabe un coche, de barrancos vertiginosos y también de unas vistas inolvidables, de esas que te paras, te bajas, te haces unas fotos y lo compartes en Facebook con tus amigos.

Una vez llegado a los pies del faro, me quedé sentado en unos escalones de piedra poco ergonómicos pero disfrutando de lo que la naturaleza me ofrecía en privado, solo para mí. Esperé para ver como el cielo cambiaba de color, como se sumergía el Sol por el horizonte y como minutos después la noche empezaba a amanecer…

La luna ocupó su lugar, mientras yo seguía allí sentado. Instantes después me asomé, por la barandilla donde colgaban los candados, y contemplé el Arrecife de las Sirenas iluminado tan solo por el brillo de la luna y la luz giratoria del faro. Cuando me fui a dar cuenta la noche se me había echado encima. Me metí en el coche y emprendí el camino de regreso. No me apetecía ir a casa, tampoco quería ir a la feria, no sabía que quería hacer en ese momento. Después de haber dejado atrás el faro, la Almadraba y la Iglesia, paré el coche en el arcén derecho de la carretera. Me bajé, estaba todo demasiado oscuro. Me adentré en un camino de tierra que llevaba a una caseta de madera sin cristales en las ventanas, desde donde se podían observar los Lagos de las Salinas, apenas tardé un minuto en llegar. Allí me quedé sentado en la penumbra, contemplando el paisaje, pensativo y me di cuenta que lo único que quería era regresar al campo de girasoles. Echaba de menos a Giraluna. Volví al coche, conduje veinticinco minutos con la música no muy alta y mi voz acoplando. Cuando llegué a la plantación todo seguía igual que la última vez, las otras solo fueron ensoñaciones. Aquellos enormes girasoles descansaban y a lo lejos mi amigo Giraluna firme clavando su mirada en el brillo lunar.

Me acerqué a él como en anteriores ocasiones, con respeto, admiración y sin alboroto, como el que llega a un sitio y nadie advierte de su presencia. Me quedé en pie a su lado, casi medíamos lo mismo, para hacerle compañía… ¡qué diablos!, en verdad fue para sentirme acompañado. Imité su postura, firme y erguido. Intenté mirar la luna desde su punto de vista, dejando de mirar lo que mostraba e intentando encontrar lo que ocultaba… dediqué varios minutos a contemplar, pero mi cabeza se distraía tratando de ordenar preguntas sin respuestas. Fui incapaz de hallar una explicación. Los sueños, solo son eso, y quedaban bastante lejos de mi realidad… Arrojé la toalla de la voluntad. Desistí.

Me alejé unos metros de Giraluna. Divagué sin rumbo, me perdí en mis pensamientos… Habían pasado algunos meses desde que me sorprendió aquella noche de tormenta y todo seguía igual que antes. Dudaba entre dedicar más tiempo a Giraluna o dejar de perderlo…

Cuando me encontré, volví a su lado, me senté y me sorprendió ver un detalle que no había visto minutos antes. Separé sus hojas y encontré un sobre escondido entre ellas.

—¡Otra vez el mismo sobre de siempre! La sorpresa pronto se convirtió en decepción.

Todo se repetía, el mismo paisaje, el mismo girasol y el mismo sobre verde que ni siquiera me molesté en abrir. En los últimos meses mi vida pasó a convertirse en un bucle, en una misma rutina… Dejé el sobre a mis pies, ni siquiera me molesté en abrirlo, para romper con la rutina, para no caer en ella.

A veces, como en el amor, la magia desaparece sin poder hacer nada para impedirlo. Aquella mágica noche de San Juan estaba empezando a llegar a su fin. Conté dos estrellas fugaces. La pasé con quien quise, primero con la soledad y luego con Giraluna. Quizás le faltó algo, no sabría decir qué, pero no fue suficiente para que aquella noche fuese especial y me marché. Cogí el sobre del suelo, lo miré, golpeé un par de veces mi mano contra él, clavé la mirada en la luna y volví a perderme en mis pensamientos.

Me vi sentado en el coche, había lanzado el sobre en el asiento del acompañante y la nota voló de su interior. Quedó boca abajo en la alfombrilla del copiloto. Busqué en la guantera, un cd que me apetecía escuchar. Tenía escrito con un marcador negro «Canciones de mi vida»… lo puse, cerré los ojos, volé con la luz de la voz de Casal, viajando en su canción «pero te dejé marchar…» al abrirlos clavé la mirada en aquella nota mientras los recuerdos seguían en forma de canciones. Estiré el brazo, flexioné el tronco, la alcancé con dos dedos y al girarla me reencontré.

Estaba de pie, junto a Giraluna, con la nota en mi mano. Dudaba entre darle la vuelta o leerla. Al final decidí ser valiente.

—Te echo de menos.

Cuatro palabras que leí varias veces. Palabras que duelen, para quien la escribe, para quien lo lee y para quien abraza. Aquella chica debió estar atravesando un mal momento… Supe desde la primera la primera «T» que quien lo escribió era una mujer. Ese tipo de letra tan legible, alineada y de trazos curvos es inconfundible. Además un hombre nunca utilizaría un bolígrafo de gel morado.

Aquella carta única similitud que tenía con las anteriores era que carecía de remitente y de destinatario. Tampoco estaba firmada.

La noche acababa de dar un giro inesperado, empezó a ser especial. No dejé de leer esa nota. Buscaba a mi alrededor a esa mujer que en algún momento de la noche debió dejarla sin percatarme de ello. No la encontré. Solo fui capaz de sacar en claro que aquella mágica noche de San Juan no fui el único que visitó ese campo de girasoles y que, posiblemente, para esa chica Giraluna también debía ser especial.

Quizá fue su comportamiento, al igual que a mí, lo que le había llamado la atención o quizá fue que estuviese atravesando un mal momento en su vida y utilizara esas cartas para desahogar las emociones, quizás… solo eran suposiciones indemostrables. Esperaba, sin demasiada convicción, que en cualquier momento apareciese esa mujer que imaginé guiándome por la descripción del trazado de su letra. Debía ser hermosa, eso me decía la elegancia de la primera «o»; de mediana estatura que lo deduje de una bajita «T»; delgada como esa «d» sin barriga: con el cabello claro al ver el brillo de una luna menguante en la «c»; de ojos marrones como las piedras del acueducto de la «m» y con una enorme expresión de tristeza al ver una lágrima en la segunda «o»…así la imaginé. Así de bonita.

Las horas pasaban y eso fue lo único que pasó. El cansancio intimó conmigo y caí rendido a los pies de Giraluna. Tumbado en el suelo, esperé que me venciese el sueño. Supuse que si esa chica regresase a este lugar se acercaría donde me encontraba, la escucharía llegar y descubriría quién es. Minutos después, me dormí y soñé.