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¿Dónde estás?
11 de abril
Aquella tarde el viento se convirtió en el protagonista, y el Sol casi desaparecido entre las nubes, pasó a ser un mero espectador de lo que allí se acontecía. El mar, tan lejos de sus tonos azules y tan cerca de los grisáceos, empezó a mostrar su bravura descargando toda la furia que arrastraba desde alta mar hasta acabar estrellándose violentamente contra la orilla.
Era uno de esos días malos que invitaban a mostrar mi mejor cara, como decía el refrán: «Al mal tiempo, buena cara»… La mía reflejaba que podía practicar uno de mis deportes preferidos, el surf.
Creo que antes no os lo había comentado, en mi tiempo libre y, sobre todo, cuando las condiciones climatológicas invitan a ello me gusta hacer surf. Es un deporte que nació hace más de 500 años en las islas de la Polinesia, como medio para transportar objetos entre islas impulsándose con la fuerza de las olas. El surf del siglo XX se hizo popular especialmente en la Isla de Hawaii, en la costa de California y en Australia.
Quizá pueda parecer demasiado sencillo visto desde la orilla, y lo es, lo más complicado es empezar. Con el tiempo lo que te hace verlo sencillo es la constancia. El surf es vida. Algún día deberíais practicarlo, deberíais vivir… Son inexplicables las emociones y sensaciones que puedes llegar a experimentar en una simple jornada de surf. A veces, necesito evadirme de todo y disfrutar de ellas.
Me encontraba en la playa, a esa distancia de la orilla en la que cuando rompe una ola, la espuma va acercándose velozmente hacia ti hasta llegar a mojarte los pies, pues allí estaba yo, sentado sobre una tabla de surf, con los brazos cruzados entre las piernas, vestido de foca, con la mirada puesta en el horizonte… Después me puse en pie, hice unos pequeños ejercicios de calentamiento y me enfrenté al mar. Fue agotador pasar el rompiente entre tantas olas desordenadas, cuando finalmente pude llegar a ese sitio en donde empezaría a coger mi primera ola, tomé un poco de aire y descansé. Pasaron algunos minutos que debieron ser de los largos, pues las yemas de mis dedos formaban pequeñas dunas en la piel. Con las manos apoyadas sobre los cantos de mi tabla, esperé que se aproximara por el fondo una buena ola y, por la orilla, un buen amigo, Jaime (PTLV). Hacía ya tiempo que no lo veía, pero nunca fallaba a su cita con el mar. Quería hablarle de mis encuentros con Giraluna, de todo lo que había experimentado en ese campo de girasoles, del sobre verde, y de su mensaje.
Mientras les esperaba, tanto a ella como a él, me puse a cantar una canción de los Celtas Cortos, La senda del tiempo, para intentar despistar al frío pero no le gustó mi voz.
Lo bueno de las jornadas de surf es que no tienen horario, ni duración. En gran parte todo depende del tamaño y de la calidad de las olas. Hay que tener paciencia, saber esperar esa ola que te haga disfrutar esas emociones.
A veces, entre olas, tienes tiempo para imaginar o para pensar, y yo no dejaba de hacerlo, no podía quitarme de la cabeza a Giraluna, ni el sobre, ni el contenido de la nota, y fui dejando pasar una ola tras otra…
Casi sin darme cuenta, empezó a caer el Sol. Las olas no fue lo único que perdí aquella tarde, la noción del tiempo no sé bien dónde la dejé. Llevaba varias horas en la playa y se empezaba a hacer de noche. Jaime no apareció por allí, seguramente andaría ocupado arreglando su furgoneta a la que tantas horas le dedica.
Esa tarde tocó disfrutar del mar, de las olas, con la única compañía de la soledad.
Jaime es una persona muy especial. Decir que es mi amigo puede resultar un tanto insultante para él y para mí. Él está varios peldaños por encima de lo que considero un amigo. Alguna vez intenté engañarle ocultándole algo sobre mí pero no sirvió de nada, porque con tan solo mirarnos ambos sabíamos que le mentía. Así que muchas veces nos hablamos con la mirada.
Cuando pude escuchar el bostezo del Sol y sentir que el calor que desprendía era insuficiente como para evadirme del frío, apareció él, para meterse en mis huesos e invitarme a salir del mar… ¡maldito relente! En realidad era el momento adecuado para salir, pero nunca antes sin coger la última ola. No sé si es por tradición o por obligación, pero toda persona amante del surf nunca sale del agua sin haber decidido cuál es su última ola. Es como cuando sales de copas y llega un momento de la noche en el que dices: «La última y nos vamos», pues así pasa en el surf.
Recuerdo una ocasión, en la playa de la Carolina (Águilas), una pareja de Guardias Civiles llamaron mi atención desde lo alto de un acantilado para que saliese del agua inmediatamente. Les hice el gesto alzando el dedo índice, indicándoles que cogía una ola más y me marchaba (como marca la tradición). Al salirme casi fui detenido por los agentes al entender que con mi gesto le estaba haciendo una peineta, menos mal que allí se encontraban varios surfistas en la orilla que le explicaron la tradición y ellos la aceptaron…
Así que esperé que viniese mi última ola, no podía ser una cualquiera, debía ser grande, limpia, con fuerza, que me arrastrase hasta la orilla y sobre todo que me hiciese sentir… Esa buena ola llegó y con ella di por concluida mi jornada en el mar.
Una vez en la orilla recogí la mochila, la funda y me recogí a mí. Caminé arrastrando mis pies por la arena hasta llegar a las duchas públicas de agua dulce. Allí me quité el salitre, el traje de neopreno y dejé que el agua recorriese mi cuerpo semidesnudo.
Guardé la tabla de surf en la funda, la coloqué en la baca del coche (tenía que cogerlo para ir a la playa), la até con unas cinchas, me vestí con unos bermudas por abajo, un jersey azul con capucha por arriba y los pies los dejé como llegaron al mundo. En aquella playa no había nadie, absolutamente nadie, la única muestra evidente de vida eran las pisadas, equidistantes y simétricas de las gaviotas que volaban sobre mí buscando alimento. Eran tan perfectas que todo parecía estar sacado del cartel de alguna película o de alguna bonita postal, de esas que compras cuando te acuerdas de alguien y siempre te olvidas de escribirle, de esas que siempre acaban en el mismo sitio, en el fondo de algún cajón…
Subí al coche, arranqué el motor, conecté la calefacción, puse música, pero esta vez preferí sintonizar una emisora, quería escuchar algo que me sorprendiese, algo distinto de lo que llevaba escuchando meses atrás y encontré una que solo ponía música en español.
La distancia que separaba la playa de mi casa era de dos canciones y media. Una vez en ella, entré en la cocina y abrí la nevera con la ilusión de encontrar algo de comida pero con la certeza de saber que lo único que me sorprendería sería la intensidad de la luz de su interior que aumentaba por días demasiado deprisa.
Para no sorprender a mi estómago, recurrí a mi vaso de leche con galletas. Mientras cenaba, si es que a aquello se le podía llamar cena, continué pensando en Giraluna. Estaba derrotado del día en la playa, pero a su vez tenía unas ganas enormes de visitar el campo de girasoles y dejar mi nota en su tallo.
Te permito, por eso de ser el dueño de este libro, que pienses que puedo estar muy cerca de rozar la locura.
Salí de casa, con un paso acelerado tanto como el ritmo de mi corazón. Caminé casi hora y media por aquella carretera donde la oscuridad solo era perturbada por la soledad. Esta vez desistí invadir la carretera con mi dedo pulgar… preferí sujetar con las pocas fuerzas que me quedaban la nota entre mis manos, no quería soltarla, temía perderla…
Cuando llegué al campo de girasoles, busqué con la mirada algo que me resultase familiar, tras varios suspiros quedé inmóvil y pensativo. Era como si nunca antes hubiese estado en ese lugar, como si aquel campo de girasoles que tenía frente a mí no fuese el mismo que visité en las noches anteriores. Solo bastó un día para que ese lugar perdiese todo su encanto, su magia se borró.
La posibilidad de que hubiese tomado un camino equivocado era inviable, imposible, la descarté inmediatamente. La carretera era la misma, las distancias, el campo de girasoles, el cielo, la luna… todo era igual, menos lo que para mí era lo único importante, él, Giraluna. Me adentré en la plantación sin soltar el sobre.
Giraba mi cabeza de un lado para otro, como lo hace el limpiaparabrisas del coche pero sin ritmo, pasé de andar a correr, apartaba violentamente los girasoles que encontraba a mi paso y cuando ya no pude más, caí derrotado de rodillas, con una mirada perdedora clavada en el suelo. Era una respiración demasiada acelerada como para poder llenar de aire mis pulmones con una bocanada. Esperé unos minutos a recuperarme, después me incorporé más tranquilo, más relajado y más observador que nunca.
Dediqué toda mi atención a mirar uno por uno cada girasol que encontraba a mi paso, pero esa noche Giraluna no estaba. Quizás se estuviese comportando como el resto de girasoles y por eso fui incapaz de distinguirlo, no lo sé.
Esa noche, por encima de todas las cosas, deseaba dejar mi nota en su tallo pero… es igual. No entendía por qué no estaba allí o, si estaba, por qué cambió su comportamiento, su personalidad… solo supe que después de esa noche algo cambió, Giraluna dejó de ser especial, al menos para mí.
Me tumbé boca arriba, con los pies y brazos cruzados entre sí, con cuidado para no perturbar el descanso de ningún girasol. Cerré los ojos varios segundos, los abrí y fijé la mirada en la Luna llena que daba brillo a la noche. Así me quedé, sin pensar en nada, tan solo mirando a la luna. De pronto me levanté, abrí mi mano, miré la nota, la leí y tras rastrear con los ojos los girasoles de mi alrededor, la dejé apoyada en un tallo, en el que yo consideraba que más se parecía a Giraluna, pero sin la certeza de que fuese él. Poco después no tenía sentido estar más tiempo allí.
Aquella noche solo me apetecía ver a Giraluna para dejarle la nota y luego descansar. La primera no se pudo cumplir aunque lo intenté y, la segunda estaba a punto de consumarse. Descansé.