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Los hombres no lloran

Había pasado más de una década desde que emprendió un viaje sin maletas. Siempre lo admiré por su forma de vivir, sobretodo cuando tomó la decisión de que sus días fuesen cada vez más cortos pero placenteros. Los médicos para no agravar más su enfermedad le prohibieron aquellos placeres que le habían acompañado desde su temprana juventud, su cigarrillo de liar o su trago de vino de cartón… No quiso despedirse de ellos, sino con ellos…

Hice una pausa… Un nudo en la garanta me impedía continuar. Un sombrero de tela gris comprado en una tienda especializada fue la única recomendación que siguió de aquellos médicos. Nunca iba más elegante para estar en casa que con un fino pantalón de pijama celeste, una camiseta interior de mangas sisas un tanto amarillenta y unas zapatillas marrones de cuadros descubiertas por el talón. El Sol solo podía sentirlo desde el sofá asomando la mirada tras una ventana medio cerrada. Por las noches salía de casa a regalar su sentido del humor entre los vecinos. Era entonces cuando se transformaba en quien siempre fue, un dandy, como su colonia. Elegante, con sombrero ligeramente ladeado en su cabeza, camisa clara abrochada hasta el penúltimo botón, pantalones de pinzas oscuros, cinturón de piel negro, zapatos relucientes, cigarrillo de liar entre sus labios y una mirada de interesante, hacían de él su mejor versión. Luego, después de su pose, con una mano en el bolsillo y la otra alejando el cigarrillo de sus labios, dejaba salir el humo desde sus pulmones… y cuando solo expulsaba aire soltaba: «Soy yo “mu”, “mu”, “mu” bonito»…

Volví a hacer otra pausa para recoger una lágrima que se había precipitado por mi mejilla.

—¿Estás bien? —aprovechó esos segundos de desahogo para preguntar.

Con una tímida sonrisa, sin acabar, fue de la única forma que supe responder. Me senté lo más cerca que pude de Giraluna, donde sus hojas podían abrazarme. Luego eché mis brazos hacia atrás y dejé caer mi peso sobre ellos. Tenía la mejor perspectiva de una luna que ya no pude dejar de mirar.

Continué:

—Recuerdo todo como si fuese ayer, como si el amor se encargase de acortar el tiempo. Aquellas mañanas de domingo estaban reservadas, como las mesas de los restaurantes, para compartir momentos especiales. Aprender de los viejos es un privilegio de los jóvenes y cada mañana me levantaba deseando ir a verle y escuchar atento cada batalla de su vida que escondía una lección. Lecciones que no se aprenden con los codos hincados en la mesa…

Siempre te recibía alegre, fumando y sentado en su sofá de piel marrón. Le costaba incorporarse aunque se esforzaba por hacerlo. A su lado, un inseparable cenicero de pie repleto de colillas de tabaco de liar, a los que dedicaba más tiempo en preparárselos que en fumárselos… sus manos temblaban y no era por temor. A su izquierda un antiguo mueble de madera oscura, de apenas un metro y medio de ancho por uno de alto, servía de apoyo para un teléfono rojo de rueda, de aquellos en los que metías el dedo en los números y te quedabas embobado viendo la rueda girar… El espacio libre que quedaba lo reservaba para el cartón de vino tinto y sus tragos… sus momentos especiales.

También recuerdo ver siempre sobre aquel viejo mueble un bolígrafo dorado por fuera y azul por dentro junto a una pequeña libreta. En ella apuntaba los números premiados en la lotería primitiva aunque no participase, quizás esa fuese su forma de llamar a la suerte, apuntando su número.

—¿Cómo eres capaz de recordar esos detalles? Interrumpió Giraluna.

—Olvidarlo no me lo perdonaría, ni yo ni él —dije desde mi posición privilegiada.

—Ja Ja ja… —Se escapó una carcajada de su boca—. ¿Pero cómo te atreves a decir tal tontería? Parece mentira… es como si no lo conocieses. Te perdonaría eso y todo lo demás…

—¿Tú lo sabes todo, verdad? Ahora va a resultar que lo conoces mejor que yo ¿no? —Respondí irónicamente sin hacer caso a sus palabras.

—…

Tenía el cabello del color de los años de vida… había perdido su tono natural. Bajo sus ojos marrones dos bolsas envejecían su mirada. Su piel estaba castigada por los efectos de la enfermedad, sus labios superpuestos soló se separaban cuando reía o era atacado por la tos, sus brazos delgados solo tenían fuerzas para abrazar y unos lóbulos inflados guardaban quizá su último deseo en vida, «no decir adiós sin antes ver una familia unida…».

Era de aquellas personas que son protagonistas de cualquier situación y cuando no están en el reparto se les echan de menos. Solía intercalar entre sus travesuras de adolescente y su fama de conquistador, chistes tan largos como los recuerdos que me quedan de él. Es cierto que no eran muy buenos pero su carisma, sus muecas y sobre todo su empeño por vernos sonreír, hacían que riésemos a carcajadas aunque fuésemos pequeños para entenderlos…

—¿Recuerdas alguno de esos chistes? —Giraluna parecía estar muy atento a todo lo que le contaba aunque no dejase de mirar a la luna.

—¡Claro que lo recuerdo! Pero no pretendas que te cuente alguno…

—¿Por qué? Venga cuéntame uno que sea «mu», «mu», «mu» bonito. ¡Ja! ¡Ja! —Volvió a reír a carcajadas…

De golpe me giré hacia él. Fruncí el ceño, sorprendido por su forma de responder.

—¿Cómo dices?, déjalo ¿vale?

—¡Ey! No te enfades conmigo. Solo quería arrancarte una sonrisa.

—Pues la próxima vez hazlo con un chiste bueno porque no ha tenido gracia.

Con ello zanjé esa improvisada discusión.

—¿Continuas? —Preguntó dubitativo.

—…

Los fines de semanas cenaba temprano, mucho antes del primer telediario de la tercera edición. Sentado en su sofá esperaba caer el Sol apurando las últimas caladas de un cigarrillo que tanto tiempo dedicó a preparar. Cuando llegaba el momento de encender las luces de casa, se levantaba, se vestía de domingo y se marchaba. Con los reflejos olvidados, conducía muy despacio un Peugeot 105 blanco, sin ningún tipo de extras, camino de la Asociación de Vecinos. Allí se reunía con personas de su misma edad y otras más jóvenes. Estas últimas eran a quienes dedicaba sus mejores piropos. Pasaba varias horas jugando al bingo, entre copas de vino, risas y pocas partidas ganadas… Mi abuela nunca le acompañaba achacando su ausencia a que ella era una señora de la casa y estaba feo estar a esas horas en la calle y menos en un sitio como ese… Muchas veces le escuchábamos decir que «se había enamorado de él por su gracia y no por su belleza»…

—¡Qué bonito! A eso le llamo yo amor sincero —exclamó. Pues sí, hacían una muy bonita pareja… —pensé.

—…

Nos quedamos unos segundos en silencio. Después Giraluna me lanzó un dardo pero sin veneno:

—¿Les echas de menos, verdad?

No me hizo falta responder. Mi mirada puso sonido a mi voz… Continué:

—Nunca entendí otra forma de querer que no fuese para toda la vida y a veces pienso que cuando ya no están se acentúa ese sentimiento. Me enseñó que la belleza de las personas no se mide por lo que aparentan sino por lo que significan y su marcha significó un antes y un después en mi vida. Lloré su marcha casi tanto como una «no despedida» que nunca llegué a entender.

Un día te levantas piensas que todo va a seguir siendo igual que ayer y, la vida va y te sorprende, te pone a prueba y te derrumba… No fue fácil asimilar que ya no habría más mañanas de domingos especiales, ni batallas que contar, ni chistes malos para reír…

Negar que después de todos estos años, en su cumpleaños, en las noches de San Juan, en navidades o en el aniversario de sus viajes no se me haya escapado una lágrima es tan falso como decir que no le echo de menos…

—Pero si los hombres no lloran… —me cortó Giraluna cuando a punto estaba de dejar caer una perla de agua por mis ojos.

—Pues entonces debe ser que tengo una parte sin desarrollar a pesar de mis treinta años, porque desde que se marchó no he dejado de hacerlo.

Giraluna continuó:

—«Los hombres no lloran» ¿quién inventó tal mentira?… Uno no deja de ser más hombre por tener sentimientos, el problema está cuando no los tienes que te conviertes en un pez muerto. Seguro que él se siente orgulloso de ver esas lágrimas que caen de tus ojos al recordarlo, aunque seguro que prefiere verte sonreír. Eso fue lo que te enseñó, sonreír a la vida, haciendo buenos los malos chistes. Cada lágrima dejan a relucir un sentimiento y son muchas que caen de tus ojos, aunque te tapes con las manos: sentimiento de afecto, respeto, admiración, felicidad, cariño, amor y también el de tristeza por no tenerlo contigo. A veces los sentimientos no se pueden explicar con palabras y salen a relucir envueltos en lágrimas. ¿Estás bien amigo?

Antes de que empezara a hablar Giraluna ya había dejado caer mi cuerpo en mis manos y había agachado mi cabeza entre mis rodillas ocultando unos ojos empapados entre mis manos…

—Estoy bien —dije con una voz rota, poco convincente y moqueando— pero necesito llorar —me sinceré.

Durante unos minutos solo se escuchó en aquel campo de girasoles un llanto desamparado pero no lo quise compartir con él, con nadie…

Instantes después, cuando los grillos volvieron a ponerle sonido a la noche continuó:

—¿Guardas algún recuerdo con especial cariño?

Mientras secaba las lágrimas y descubría mi rostro, le contesté con una media sonrisa:

—¿Recuerdos? Son muchos los que guardo pero no puedo contártelos todos porque se haría de día y no estarás para escucharlos. Aunque te puedo contar uno de ellos que recuerdo con especial cariño…

—Soy todo oído.

—Como cada domingo solíamos ir a visitarle. Nunca faltaban las batallas de su vida ni tampoco esa pregunta que pasó de generación en generación: «¿Quién sabe más el maestro o tú?». Siempre le mentía respondiéndole que yo, pero mi respuesta le hacía feliz… Cuando nos marchábamos siempre nos obsequiaba con veintiún duros (unos sesenta céntimos de euro) para repartir entre mis dos hermanos y yo, toda una fortuna para tan pequeña pensión.

Giraluna seguía muy interesado en todo lo que le contaba, sin perder de vista a la luna. Me dio la impresión de que ya lo sabía todo. Continué respondiendo a sus preguntas intentado descubrir hasta donde quería llegar.

—¿Algún consejo que te haya dado?

—¡Muchos! Y no solo a mí sino también a mis hermanos ¿no dicen que sabe más el diablo por viejo que por diablo? Las personas mayores tienen las respuestas a las preguntas que no aparecen en los libros. Nos dio muy buenos consejos que por aquel entonces no llegaba a entender. Siempre insistía en que fuésemos los números uno en todo lo que hiciésemos en la vida, que fuésemos luchadores y no rendirnos nunca ante las adversidades. ¿Sabes?, en eso me recuerda mucho a ti. Nunca te rendirás hasta ver la cara oculta de la luna, ¿verdad?

—Dame un buen motivo para hacerlo y te daré mil razones para convencerte. Nunca me rendiré… y ¿sabes qué es lo mejor de todo?, mi sueño se cumplirá y tú serás testigo de ello.

Sonreí con ironía y contesté:

—Siento decirte que dudo mucho que llegue a ser testigo de tal acontecimiento. ¿Cuántos años tienes? ¿Cuántos vive un girasol? ¿Cuántos tienen que pasar para que eso ocurra?…

—Venga anda, no cambies de conversación. Estamos hablando de ti, no de mí.

Insistí:

—¿Sabías que la media de vida humana es de setenta años?… lo que quiere decir que me queda poco más de media vida más por vivir. Siendo sincero y honesto debo decirte que tu sueño nunca se cumplirá, pero si eres feliz viviendo de ilusiones… Le di la vuelta a la conversación, ahora era yo quien llevaba el timón.

Giraluna sonrió:

—Me da igual la media de vida, lo que te quede por vivir, que seas sincero u honesto… Mi sueño se cumplirá y punto. ¿Cuándo comenzaste a jugar al fútbol?

Giraluna cambió radicalmente el rumbo de la conversación con esa pregunta fuera de lugar. Supongo que le había molestado que intentase saber cosas de él, pero tenía que hacerlo para averiguar quién era y sobre todo por qué sabía tantas cosas de mi vida.

No quise seguir insistiendo y dejé que llevase el timón de la conversación. Me limité a responder a sus preguntas…

—¡Uf! Pues empecé de muy mayor, casi con veinte años…

—¿A qué juegas? —Me interrumpió.

—¿Perdona? No entiendo —respondí extrañado de su pregunta.

—No me vuelvas a mentir ¿de acuerdo?

Me dejó perplejo. Supe en ese momento que no iba a ser nada fácil jugar a sacar verdades a base de mentiras… Volví a encauzar la conversación, por la orilla de la verdad.

—No te enfades. Solo fue una broma para ver si estabas atento o te habías dormido… No recuerdo cuando me regalaron mi primer balón de fútbol, pero supongo que fue en ese instante cuando todo empezó. Lo que si recuerdo es que con apenas cinco años empecé a jugar en un equipo llamado A. V. Convivencia. Allí me podías ver bajo los palos de la portería, con la indumentaria del mítico portero de la selección española Arconada pero varias tallas más pequeñas y sin alcanzar el larguero. Pensé que empezando de portero cumpliría con uno de los consejos de mi abuelo de ser el número uno, pues mi camiseta así lo indicaba en la espalda. Los años fueron pasando y entendí que esa relación nada tenía que ver con la realidad. Apenas me sacaban a jugar cuarenta y cinco segundos…

—¿Segundos? —Interrumpió Giraluna.

—¡Sí!, he dicho segundos en cada partido…

—Acabarías agotado, ¡ja!, ¡ja! —Rompió a reír Giraluna.

Ni siquiera contesté. Acepté la broma y proseguí.

—Quizás esa demarcación me quedase demasiado grande, no llegaba a tocar el larguero ni cogiendo carrerilla y era el más bajito del equipo. El entrenador decidió que lo mejor para mí y para el equipo era la de posición en el campo, buscar una donde la altura no influye tanto y me convertí en el número dos (lateral derecho). Decían que me parecía a José Antonio Camacho, pero yo creo que lo decían por la seriedad y el genio. Poco a poco me fui sintiendo más cómodo de defensa y me convertí en el número uno, no porque fuese el mejor, sino porque así me sentía. Algunos consejos que me daba mi abuelo podían parecer violentos pero me sentía orgulloso de él, de ellos «O pasa el hombre o pasa el balón» entendí que era la forma de ser respetado en tu parcela del campo y lo cumplí a rajatabla. Alguna vez lo podías ver sentado en las gradas viendo algún partido y recordándote esos consejos, alzando el dedo pulgar en cada jugada donde yo era el protagonista. Me sentía observado y con una carga de responsabilidad mayor. Sabía que debía hacer bien las cosas, lo mejor posible, para no defraudarle. Por la tardes solíamos jugar en la puerta de su casa al balón y otras tantas emulábamos auténticas corridas de toros en el salón de su hogar. Echábamos las cortinas de tela roja que separaban la cocina del salón de su hogar. Mi abuela hacía el sonido de trompetas para dar comienzo la corrida y desde los toriles salía un servidor hacia el salón como un toro bravo. Los dedos índices los ponía en las sienes emulando ser afilados cuernos y corría alrededor del salón intentando llevar al torero, mi hermano, a la enfermería. Nunca logré alcanzarle y siempre salía a hombros por la puerta grande. Nos reíamos mucho, lo pasábamos muy bien por aquel entonces… hoy todos esos recuerdos me inundan los ojos con un cóctel de sentimientos, de alegría, de tristeza y sobre todo de añoranza…

Giraluna volvió a interrumpir, con una frase acertada:

—El mayor tesoro que nos queda de las personas que se han ido son sus recuerdos y la mayor tristeza es el olvido. Olvidar a las personas que quieres, que han significado algo en tu vida es un trago difícil de digerir. No tener recuerdos es como no haber tenido pasado, y el pasado es lo que nos ayuda aprender a afrontar el presente y enfrentarnos al futuro. Sé que estás muy orgulloso de él y me consta que él también de ti.

Le corté la conversación, intentado buscar otras respuestas a esas preguntas:

—¿Cómo sabes que está orgulloso de mí? ¿Tienes algún contacto con él, de algún tipo? ¿Me vas a decir quién eres?

Volví a acribillarlo a preguntas sin dejar tiempo para responder…

Giraluna respondió:

—Lo siento, amigo. Es muy tarde y pronto va a amanecer. Tengo que descansar. Ha sido una noche fantástica pero tú también debes estar cansado. Deberías marcharte a casa y dormir un poco. —Esas palabras me recordaban al cuento de la Cenicienta, en el cual cuando suenan las doce campanadas se acaba todo el encanto.

Continuó:

—Déjame decirte una última cosa para no dejarte con mal sabor de boca y que puedas marcharte tranquilo. Te aseguro que él se siente muy orgulloso de ti y de tus hermanos… Eso debe darte las fuerzas suficientes para seguir haciendo tu camino y para empezar a buscar tus sueños.

—Está bien. Qué descanses amigo.

Me levanté aceptando esa despedida. Me sacudí los pantalones y después de un «hasta la próxima» empecé a caminar muy despacio hacia el coche. Tardé tanto en llegar que los primeros rayos de Sol me adelantaron. Volví la mirada atrás y vi, por primera vez, como Giraluna inició un movimiento lento pero elegante de su flor desde el cielo a la tierra. Fue un acontecimiento único, indescriptible, de esos que no te atreves a contar para no acabar atado a una camisa blanca en una habitación con rejas… nunca antes había visto nada parecido.

Pero ahí no quedó la cosa, en ese mismo instante el resto de girasoles se despertaron imitando los mismos movimientos, pero buscando los primeros rayos de Sol con su mirada… Me quedé boquiabierto en medio de ese campo de girasoles. De pronto corrí despavorido al escuchar una gran explosión. Fue un estallido ensordecedor. No sabía de donde provenía. De repente continuó un sinfín de explosiones que hizo tirarme al suelo, taparme los oídos y esperar que mi temor se fuese. Cuando todo acabó me incorporé, miré en mi entorno tratando de averiguar de dónde venían esas explosiones, tenía dudas de si eran disparos de cañones o tan solo fueron unos petardos excedidos en pólvora… pero en un parpadear de ojos me desperté de aquel precioso sueño.

Me encontraba tumbado boca arriba en la cama sin compañía, tapado con una colcha hasta la altura de los ojos medio abiertos y medio empapados. Miré a un lado de la cama y allí solo había una ventana cerrada, al otro un cuadro colgado en la pared… respiré profundamente, me froté los ojos y entendí que todo había sido un extraño sueño. Me resultaba difícil diferenciar cuánto tenía de realidad y cuánto de ficción… Aquellos petardazos que me hicieron salir huyendo del campo de girasoles seguían explotando, pero esta vez al otro lado de la ventana.

Me incorporé de la cama y, cuando pude abrir los ojos del todo, me topé de frente con aquel cuadro repleto de girasoles. Empecé a creer que todas esas señales, casualidades o como quieras llamarlo, debían tener algún significado aunque, por aquel entonces, fui incapaz de descifrarlo.

Entendí que a partir de ahora debía caminar con los ojos bien abiertos y atento a todo lo que ocurría cerca de mí para poder encajar todas las piezas de este puzle en el que, sin querer, me encontraba inmerso… ¿No os ha pasado alguna vez, justo después de un sueño profundo, despertarte y no saber bien dónde estabas, ni distinguir si lo que estás viviendo forma parte del sueño o es real? Pues esa misma sensación fue la que tuve al abrir los ojos.

Descalzo fui al cuarto de baño, me miré al espejo y volvió a decirme otra verdad. Me mojé la cara, mojé el espejo pero él seguía insistiendo. Mientras intentaba saber cómo funcionaba esa maldita ducha con grifos por todas partes, recordé las distintas actividades que ofrecía ese lugar y previamente había estado mirando por internet. De pronto un chorro de agua fría, muy fría, impactó sobre mi pecho, luego en los ojos, después en el estómago y empecé una trifulca con una ducha que no dejaba de mojarme. Pasados unos segundos logré controlar la situación y disfruté de aquellos chorros, esta vez de agua caliente, que mezclé con unos pequeños botes de gel y champú que estaban allí por cortesía. Fue uno de esos baños que solo disfrutas cuando no eres tú quien pagas la factura del agua. Estuve el tiempo suficiente como para aclarar el pelo, el cuerpo y lo más complicado de todo, las ideas… Entre las actividades que me apetecía hacer ese fin de semana estaba pasear a caballo y barranquismo, en ese orden, así lo decidí.

Salí de la ducha, me vestí, me peiné y me pareció escuchar un silbido procedente del espejo. Levanté una ceja, no podía ser, sonreí y abandoné la habitación. Bajé al salón donde ya estaban sirviendo los desayunos. Otra vez las mismas prisas, los mismos camareros que anoche gritaban pidiendo chorizos y longanizas, hoy lo hacían pidiendo cafés y tostadas, y tal y como ocurrió anoche haciéndome el mismo caso, ninguno. Una vez en la calle principal del pueblo mi estómago pedía clemencia, le pedí que aguantara y dejó de pedir… Tomé dirección río abajo, como hacían el resto de coches y turistas que había por la calle. Apenas estuve andando cinco minutos, sabía que la cuadra de caballos no debía andar muy lejos y no porque lo viese sino porque se olía…

No suelo preguntar cómo se llega a un sitio cuando no tengo prisas por hacerlo, me parece más emocionante descubrir el camino por mi mismo y sobre todo me apasiona perderme, aquello siempre fue una salida a los problemas… Estuve parándome en cada puesto de artesanía que encontraba a mi paso, desde los de pulseras de cuero, los que leían el futuro en unas cartas manoseadas, hasta los que ofrecían grabar tu nombre en una piedra atravesada con un fino cordón marrón que acabaría colgado de tu cuello. No compré nada en ninguno de ellos, tan solo me limité a observarlos… Conforme el Sol matinal empezó a golpearme, sin gorra ni cremas para protegerme, el olor a granero de caballos comenzó a hacerse insoportable. Utilicé mi mano derecha como mascarilla, como filtro, pero no sirvió de nada.

Cuando dejé el centro del pueblo a escaso un kilómetro de mí, observé al lado izquierdo de la carretera un amplio descampado de tierra batida o albero donde había varios coches estacionados. Un poco más al fondo vi el establo repleto de enormes y preciosos caballos. Habría aproximadamente catorce caballos, quizás más. Estaban todos atados a una barandilla de madera unos al lado de otros. Se les notaban un poco nerviosos, supongo que sabían que había llegado la hora de empezar a trabajar y eso requiere un tiempo para asimilarlo. Entre todos los caballos del establo había uno más alejado del resto, se le veía tranquilo. Tenía el pelo marrón oscuro y aunque suene raro, tenía cara de buena gente… Me acerqué hasta donde él se encontraba, lo miré desde el otro lado de la barandilla, levantó la cabeza y me miró. Acerqué indeciso mi mano hacia su cara hasta que empecé a acariciarlo, no rechazó mis caricias. Ya no sé si fue a raíz del sueño que tuve le hice una pregunta en voz muy baja, casi como un susurro, no quería que nadie me escuchara:

—Hola amigo ¿Quieres que demos un paseo lejos de aquí?…

Esperé algún gesto por su parte como respuesta, un guiño, un relinche, no sé… esperaba algo que no llegaba. Después agachó la cabeza y observé cómo en una de las tiras de las riendas que llevaba atada a su cuello, había un nombre grabado en letras mayúsculas, «LUNA». Ese nombre no dejó de sorprenderme…

Como quien sabe que no está haciendo nada bueno, me disfracé de un bandido en chanclas y sin antifaz, miré rápidamente de un lado para otro, salté la barandilla que nos separaba y, sin que nadie se percatase de mis intenciones, subí en la silla que tenía sobre su lomo y salimos de allí a galope …¿hacia dónde? Daba igual donde ir. Me dejé llevar donde quisiese luna, al fin y al cabo conocía ese lugar mejor que yo.

El calor se estaba haciendo insoportable, el Sol estaba quemando mi piel y aún no habíamos conseguido adentrarnos entre los árboles. Fue un agradable paseo de poco más de una hora, entre ríos, troncos de madera, paisajes indescriptibles y sobre todo inolvidables. Poco después de una hora, justo después de entrar en el establo, bajarme de ella, desearle un buen día y acariciarle la cara, la solté y salí corriendo de aquel lugar. Cuando me alejé unos metros volví la mirada atrás. Vi como luna dio media vuelta despacio, entró en el establo y se fue directamente a los bebedores para hidratarse. Era increíble la bondad que transmitía aquella yegua. Me quedé de pie con los brazos cruzados, sin apartarle la mirada y segundos después me marché carretera abajo.

Presumía ser una mañana bastante larga de sofocante calor, preciosos paisajes y aventuras garantizadas. Pronto mis chanclas empezaron a pegarse al asfalto y a derretirse por el camino. Me desvié de la carretera en busca de sombras, senderos, pozas y jacuzzis naturales de los que tanto había oído hablar y tanto había visto leer.

Lejos quedó aquel olor desagradable que intentaba evitar con el filtro de mis manos. Respirar hondo se convirtió en un privilegio para quienes viven en un ambiente contaminado tanto por la polución como por la corrupción. Pronto encontré un cartel donde indicaba que había un sendero con su nivel de dificultad, el tiempo estimado de la ruta y los parajes que encontraríamos en forma de animales y de vegetación.

Inicié una ruta de tres horas de duración. Apenas llevaba cinco minutos de camino cuando hice la primera parada. Me senté en una enorme piedra que parecía estar allí esperándome para descansar. Desde ella contemplé cuánta belleza había a mi alrededor y disfruté del sonido que la naturaleza me regalaba. Me perdí en mi mente recordando el sueño que tuve la noche anterior, cuando Giraluna hizo mención a mi pasado y a las personas que lo compartieron conmigo. Me apetecía dedicarle un tiempo en seguir recordándolo.

A veces me parece increíble ver cómo pasa el tiempo sin poder hacer nada para detenerlo, otras en cambio me lamento por las cosas que dejé sin hacer y no puedo hacer nada para acabarlas. ¿Alguna vez os habéis preguntado qué es el tiempo?

Si te sobra tómate parte de él para pensar la respuesta. Cada etapa de la vida tiene ligada una serie de experiencias que tienes o debes hacer en ese período, porque si no lo haces en ese instante, después solo te queda lamentarte. Algunos momentos especiales de la vida suelen venir acompañados por la melodía de una canción, esa que solo ella es capaz de hacerte revivir aquellos maravillosos años.

Mi niñez la recuerdo al escuchar la canción de la BSO de la película La Guerra de Papá, aquellas primeras vacaciones, con uso de razón, en la costa de Málaga no podían tener mejor sintonía que la de la serie Verano Azul y cómo olvidar aquellos interminables viajes a Madrid acompañados del romántico por excelencia, José Luis Perales… Esta sierra de Cazorla me acerca el recuerdo de las noches de magia en el campamento de la Parroquia San Pio X (Madrid) siempre ambientadas con los discos de Extremoduro y quién se olvida de «tu canción», «su canción», «nuestra canción» esa que pone el sonido al inicio de una relación, esa que cuando la escuchas te acuerdas de aquella persona que tanto amaste o amas y esa que cuando suena te hace temblar de tristeza o de emoción… Una vida sin canción no es más que una vida sin emoción.

Si ya te has tomado el tiempo necesario y aún no has sido capaz de responder a la pregunta «¿Qué es el tiempo?, te recomiendo leer un cuento de Jorge Bucay El Buscador», posiblemente sea una de las historias más bellas que haya leído referente a eso, al tiempo. El tiempo es incansable, nunca se toma un respiro. Una de las tantas cosas imposibles que siempre deseó el ser humano fue echar el tiempo atrás y nunca nos paramos a vivir como si mañana nunca fuese a llegar. El tiempo nos hace crecer, madurar al menos por fuera, cumplimos la mayoría de edad y es entonces cuando tenemos que decidir qué queremos hacer el resto de nuestra vida.

Sin duda, esa cuestión me recuerda mucho a la pregunta de Giraluna ¿Cuál es tu sueño?, aunque distinguir entre un sueño y lo que quiero en la vida se me antoja complicado.

Mi mente volvió conmigo, nos sentamos en esa piedra. Miré como se elevaba el estrecho camino de tierra por la montaña. Sabía que unos kilómetros adelante encontraría esas preciosas pozas —las había visto en las imágenes de Google— en donde se podía saltar al vacío desde una altura de hasta doce metros.

Pasaron delante de mí varios montañistas bien equipados, con una mochila a sus espaldas, botas altas, bastones, gorras, gafas de sol e incluso cada uno llevaba unos cascos donde posiblemente escuchasen las canciones de su vida… Caminaban en fila india, de uno en uno, con un paso demasiado acelerado como para unirme a ellos. Tan solo tuve tiempo de mirarlos, saludarles elevando el brazo y deseándole una buena ruta. Ninguno me saludó, ni con el brazo ni con la voz.

Me puse en pie molesto, enfadado por el desprecio y me dispuse a seguirlos con la intención de adelantarlos, sin decirles una palabra, ni desearles un buen regreso, simplemente quería demostrarles que puedo hacer lo mismo que ellos incluso con una vestimenta inapropiada. Empecé con buen ritmo, decidido y convencido de que lo conseguiría pero las chanclas jugaron en mi contra para lograr tal hazaña… besé el polvo en más de una ocasión… en apenas unos metros vi, desde el suelo, como se alejaban demasiado de mí como para tratar de darles alcance.

Entonces pensé que lo mejor sería continuar haciendo la ruta a mi ritmo y llegar hasta donde yo quisiese hacerlo.

Casi dos horas y media después, con alguna magulladura en los pies, todo hacía parecer que no debía andar muy lejos de mi destino, la poza. Aún no había sido capaz de verla pero se escuchaba, a lo lejos, los gritos de las personas que saltaban al vacío e instantes después el sonido del agua al impactar contra ella. Después todo eran aplausos y ovaciones.

Unos metros después conseguí alcanzar la cima. Caí exhausto de rodillas, con la respiración descontrolada pero con la satisfacción de haberlo logrado.

Cuando finalmente pude recuperarme, levanté la cabeza y el paisaje que había frente a mí era… no sé ni cómo explicarlo. Las fotos que vi por internet no reflejaba la pureza de tanta belleza. Me parecía tan increíble aquel paisaje que pensé que las flores se encenderían al pasar por su lado, como en la película de Avatar. Solo aquellas escenas eran comparables a la belleza de la Sierra de Cazorla, quizás fuese el paraíso lo más parecido a aquello. Caminé hacia donde se encontraban un grupo de saltadores de todas las edades. No quise perder detalle de todo lo que me rodeaba. Me asomé con mucho respeto hacia el barranco y sentí el miedo de quien teme a las alturas. Un escalofrío subió por mi estómago hasta quedarse en mi pecho. Di varios pasos atrás, hasta colocarme el último de la fila. Me senté en el suelo y sin dejar de mirar como aquellos valientes iban saltando me preguntaba ¿qué se siente al volar?

Una chica morena con el pelo corto, de no más de treinta años estaba organizando los saltos. La escuché atentamente, desde mi posición cobarde, dando las instrucciones sobre cómo había que realizar el salto. Había que seguir unas reglas básicas que enumeraba en voz alta y rotunda, haciéndome recordar a un sargento de la Legión:

1.º) Si tenéis dudas o miedo, no saltáis.

2.º) Saltáis cuando yo os dé la orden «Un, dos, tres ¡¡salta!!». Si no lo hacéis en ese instante, regresáis andando.

3.º) Tenéis que fijar la mirada en un punto que yo os indicaré y saltar hacia adelante con la intención de alcanzarlo.

4.º) Os apoyáis con un pie en el suelo, el que te da el impulso, y el otro lo adelantáis como si dieseis un paso gigante hacia delante. No podéis dejaros caer. Debéis impulsaros con fuerza.

5.º) Los brazos tenéis que cruzarlos y llevarlos pegados al cuerpo. Las piernas extendidas y juntas.

6.º) Durante el salto no se despegan los brazos del cuerpo ni se abren las piernas. Podéis desequilibraros en el aire y las consecuencias podrían llegar a ser irreversibles.

Todas estas normas debíamos cumplirlas al pie de la letra. Saltárselas podría producir un grave accidente e incluso la muerte. Presté más atención que en las clases de historia. Luego me puse de pie convencido de que iba a saltar. Poco a poco la cola fue acortándose. Todos habían saltado sin ningún tipo de incidente. De nuestro grupo ya solo quedábamos dos por hacerlo. El chico que había delante se giró hacia mí y me dijo:

—¿Quieres saltar tú primero?

Respondí elevando los dos hombros. No fui capaz de decir una palabra, el miedo seguía presionándome el pecho. Muy despacio me fui acercando al filo del abismo. Puse mis pies al borde, respiré profundamente, cerré los ojos y recordé todos los pasos, en el mismo orden que nos había indicado la chica.

Cuando los abrí, miré hacia abajo y el corazón quiso escaparse de mi pecho golpeándolo bruscamente. Las piernas empezaron a temblar y sin pensármelo ni un segundo salí corriendo de allí sin echar la mirada atrás. El miedo pudo conmigo una vez más. Sentí vergüenza al ver que fui el único que no tuvo el valor de saltar.

Hay un dicho popular que dice: «Si hay que ir se va, pero ir para nada…». En parte tiene razón, pero ese dicho entraba en conflicto con otro que encontré en mi cabeza y me servía de excusa para eludir la vergüenza que estaba pasando: «Una retirada a tiempo siempre es una victoria».

A la sombra de un pino me quedé tumbado en el suelo, recuperándome y observando cómo el chico que me había cedido el salto también se negó a hacerlo y cómo clavó su mirada en mí. Sin darle la menor importancia le aparté la mirada que oculté detrás de unas oscuras gafas de sol. Cerré los ojos, ladeé la cabeza, crucé los brazos por delante de mí, apoyé mi espalda en el tronco de ese incómodo pino y dormí. Soñé.