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Soy fea. Soy gorda. Soy demasiado grande.
No tendría otro modo de definirme. Si me lo preguntan, esas serían las primeras frases que vienen a mi mente.
Lo que puedo asegurarle es que no soy una asesina.
Soy fea, soy gorda, soy demasiado grande. Pero si se me concediesen unos instantes de sosiego, si pudiese resumir lo que ha sido mi vida tendría que matizar un poco.
Lo primero: no soy tan fea. Nadie podría decir que soy un bellezón como mi hermana Alida; nadie me contrataría para una campaña de perfumes con voces en francés; pero tampoco soy un espanto. Soy correctamente fea. ¿Comprende, sor Liliana?
Soy ese tipo de mujer con el que todas las amigas desean hacerse una foto. ¿Por qué? Porque así ellas lucen más radiantes, más refulgentes.
Esa fue la clave de mi éxito en la adolescencia. No hubo fiesta a la que no me invitasen; no hubo reunión, encuentro, paseo al que no estuviese convocada; todas las muchachas querían hacerse fotos, pasear, salir de discotecas y asistir a bailes conmigo. Yo era la garantía de su éxito. Cuando me encontraba cerca de ellas los hombres me miraban un par de segundos y luego saltaban sobre las siluetas que yo tuviese a un lado, esas siluetas que parecían flotar, elevarse como pompas de jabón. ¿Me comprende?
Cierto que en ocasiones les gusto a algunos hombres y hay mañanas en que me miro y encuentro algún detalle gracioso: mi brillo en los ojos, mis orejas bien hechas. Pero flotar como flotan las beldades, no. No floto.
Espero que me entienda, supongo que deseaba hablarle de la levedad para también matizar lo de que soy gorda. Allí vivo en un peligroso territorio intermedio.
Se lo resumo: es demasiado fácil ser gorda siendo gorda.
Pero no es mi caso.
Siendo gorda aprendes a sobrevivir con ese exceso, porque cada segundo de tu vida, tu propio cuerpo y la mirada de los otros te lo advierten: eres gorda, eres gorda, así que caminas y bailas y paseas y trabajas y duermes y te vistes y vas al cine y respiras gordamente.
Yo no. Soy caderona y cuando me inclino se nota que mi abdomen no es una tabla. Allí cuelgan tres imbatibles rollitos de grasa que me han acompañado desde la adolescencia y que no tienen planes de marcharse a pesar de que detesto los carbohidratos. Soy un poco ancha o, para decirlo con las delicadas palabras de mi hermana y mi madre, soy gordita. No ignore el diminutivo. Ita. Ita. Hasta el sonido complica el existir, porque requiere de un gesto en los labios que nos hace tenuemente ridículos.
Eso quiere decir que en ocasiones no soy demasiado gorda y en ocasiones sí lo soy, depende de si escogí bien la ropa o al lado de quién me coloco en una fila. Y para evitar que me abrume esa gordura intermitente me declaro gorda y asunto zanjado. No piense usted que hay demasiadas oposiciones a mi diagnóstico; solo de tanto en tanto alguien dice: «Pero qué vas a ser gorda, gorda es Paquita la del Barrio». Y sí, claro, al lado de ella yo me vería muy bien, pero en cuanto aquella mujer sacase su chorro de voz los hombres la verían flotar, la verían elevarse, le encontrarían el gusto a sus carnes blancas e inabarcables. Y yo seguiría muy sujeta al suelo.
Pero no se equivoque, no se lleve la impresión de que soy una mujer obstinada en hablar sin sustancia. Solo necesito que usted me sitúe y vea que soy una persona bastante lúcida.
De allí que no me sienta a gusto en este hospital tan gris, porque desearía poder contar lo que sucede, me gustaría que se supiese que yo no he matado a nadie. Esos tres señores que aparecieron en Madrid con la cabeza abierta y una bala en el cerebro se fueron de este agitado mundo sin que yo les prestase ayuda para ese viaje.
Lo puedo jurar.
Pero el universo no está preparado para que yo revele mi verdad.
Así que mantengo el silencio. Hablo con usted, acaricio su mano y por la ventana contemplo entre los barrotes un árbol hermoso, un árbol cubierto por flores de un rosa pálido, como si fuesen copos de nieve que reflejan un incendio.
Si usted pudiese mirarlo estoy convencida de que le gustaría.