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¿Quién lo diría, sor Liliana? El pringado de Javier Torres logró enterrarme entre estas paredes. Me cuesta creerlo. Con Javier Torres yo jamás compraría el pan y tampoco bailaría un merengue: es un hombre que no huele a fruta y tiene unas piernas delgadas, esqueléticas.

Estuvimos juntos en alguna cama dos o tres viernes porque los viernes son largos y una resaca sin el recuerdo de un hombre es más resaca. Pero jamás nos lo tomamos en serio.

Si no le he hablado nunca de Javier es porque se trata de una persona tan limitada que jamás ha merecido mi atención. Terrible error. Son los enanos de espíritu los que siempre pueden perturbarnos. Debo tomar eso en cuenta para el futuro. Hay siempre un gran peligro oculto en la mediocridad. De allí es de donde surgen las peores traiciones, las peores venganzas, los más mezquinos y retorcidos ajustes de cuentas. El mediocre es como el ácido, que parece arder de gusto al tocar una bella pieza de metal cuando en realidad la está destruyendo.

Javier tenía una especie de secta vegetariana en Caracas. Se reunían los fines de semana y hacían meditaciones colectivas, viajes astrales. Los que permanecían haciendo esos viajes más de dos meses terminaban con las cuentas de ahorro completamente vacías y con sus bienes a nombre de Javier.

En ese lugar volvían tontas a las personas o, en todo caso, recogían gente que ya venía sonada de la cabeza; el resto del trabajo lo hacían la dieta de nabos y coles más las jornadas de ejercicios intensivos que debían realizar aquellas pobres criaturas.

Javier intentó ingresarme en su secta un par de veces. Me reí en su cara. Debí mandarlo lejos. Pero luego supe que uno de sus fieles tenía un Vigas en casa, y yo necesitaba un Vigas para la pared de un cliente en Curaçao. Javier me explicó que su acólito aún no estaba preparado para desprenderse de sus bienes y me advirtió que si yo deseaba ponerle la mano encima a esa pintura debía compartir con él las ganancias.

—Javierito —le dije, pellizcándole la barbilla—, claro que tendrás un porcentaje. Pero soy yo quien está haciendo un favor. Si no lo consigo, lo conseguiré en otro sitio. Boludo, un diez por ciento de algo siempre será mejor que el sesenta por ciento de nada.

—Sí, Mabel, pero si consigo que él me lo regale en unos meses tendré el cien por ciento —replicó.

—Un cien por ciento muy disminuido. Hay el rumor de que Vigas está muy enfermo, y los precios se han puesto nerviosos. Ahora es el momento de trabajar con su obra. En esos meses que vos calculás para conseguir lo que deseas se habrán calmado los nervios porque Vigas se encuentra perfectamente de salud.

Javier sonrió. Me pareció innecesario explicarle que las noticias sobre la salud de Vigas las había puesto a circular yo misma. Tenía algunos amigos médicos llenos de deudas que cada tanto me fabricaban exámenes terribles sobre artistas plásticos reconocidos, luego yo los filtraba en alguna galería, en algún suplemento cultural y después de que realizase mis ventas y se desinflase el rumor nadie podía reclamar nada, pues es muy feo molestarse porque alguien supere una enfermedad.

Así que acordamos la operación. Javier me facilitó los datos necesarios. Las llaves del apartamento reposarían en la taquilla; el dueño del apartamento estaría tres horas meditando con las piernas cruzadas. Como aquella secta enseñaba que la confianza entre sus miembros era condición indispensable para su nueva humanidad, la taquilla se encontraría abierta; Lope tomaría las llaves, iría hasta el lugar, Calderón sacaría el cuadro de Vigas y Lope regresaría a colocar las llaves en el lugar donde las encontró.

Todo se hizo según lo acordado, sor Liliana. O casi. Parecía una noche hermosa, fresca, de esas en las que las estrellas parpadean azules sobre el cielo de Caracas. Lope entró al apartamento con Calderón. Era un lugar desordenado, horroroso, impregnado de una fetidez como de harina rancia. El cuadro de Oswaldo Vigas (una de sus deliciosas curanderas: dispersas, fragmentadas en forma y color) refulgía colocado en la pared.

El asunto fue que a la salida del apartamento dos hombres se identificaron como policías y atraparon a Lope y Calderón. Mis pobres muchachos se llevaron una buena tunda; ellos no son violentos, apenas pudieron defenderse. Al final los polis dejaron marcharse a mis chicos y dijeron que decomisaban el cuadro para averiguaciones.

Claro, esos canallas no eran policías; eran gente enviada por Javier para arrebatarnos el cuadro de Vigas. El idiota seguía pensando que podía venderlo mejor que yo y nos tendió esa miserable trampa.

Eufórico, Javier llevó el cuadro a un par de tipejos que suelen hacer esa clase de transacciones. Ambos soltaron la carcajada al ver el Vigas que tenían frente a ellos; el primero le ofreció 20 dólares, el segundo lo sacó a la calle con un par de patadas.

El intrusismo nunca da buenos resultados, sor Liliana. Javier nos arrebató un Vigas, claro que sí, pero se trataba de una naturaleza muerta del señor Heberto Vigas, entrañable abogado merideño que al jubilarse se divertía haciendo sus cuadros y los regalaba a los amigos o a las personas que lo visitaban en su deliciosa finca.

Yo he ganado mucha pasta en este trabajo porque el noventa y nueve por ciento de las veces pienso mal de las otras personas. Lope y Calderón salieron de aquel apartamento, pero llevaban el cuadro de Heberto y eso fue lo que les arrebataron aquellos falsos policías. Diez minutos después, cuando ya había acabado la golpiza, salí yo con la pintura de Oswaldo Vigas. Una pintura de gran formato, impresionante, deliciosa, y que hoy disfruta un coleccionista en Willemstad.

¿Tengo yo la culpa de que Javier sea tan ignorante? Pienso que no. Y no soy responsable de la inmensa humillación que padeció cuando lo hice quedar como una bestia frente a aquellos compradores. Si vas a hacer de ambicioso procura no ser bruto, es una mala combinación. Se lo aseguro, sor Liliana.

Pero como le decía, personas así guardan en sus corazones infinito rencor. Ya se lo dije, perdone que insista, pero la gente inteligente, práctica, lúcida sabe que una derrota es solo una oportunidad para la sabiduría. La venganza exige demasiado esfuerzo como para que produzca satisfacciones reales. Pero para Javier eso es muy complejo. Se ve que estuvo rumiando durante años la oportunidad de devolverme el regalo de la naturaleza muerta de Heberto Vigas. Lo imagino pensando: «Esa zorra argentina de la Berrizbeitia volverá a saber de mí; se va a enterar». La gente ve demasiadas películas malas. Y ya no se puede confiar en la resignación de los medianos. Yo a Javier lo pensé tranquilo, en sus estafas de pequeño ratero, incluso hasta feliz por haberle vendido un carro con el motor dañado a una abuelita, pero ahora veo que anduvo por España buscándome la desgracia; trabajando para otro, porque eso puede tenerlo por seguro, sor Liliana, un alma precaria como la de Javier no es capaz de construir por sí misma una trampa tan sutil. Así que tenemos un nombre; ahora debemos buscar el nombre tras el nombre. La voz real, el que importa, el que dirige desde la sombra.