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No dejo de pensar en ello. Es decir, tres señores que pasean con manoplas de hierro, asaltan casas y cuidan prostíbulos aparecen muertos. No es sorprendente. Los trabajos guardan cierto tipo de riesgos. Un cocinero puede quemarse la piel, un electricista puede recibir una descarga, un futbolista puede dañarse los ligamentos de la rodilla.

A estas tres criaturas les llenaron el cerebro de plomo. Normal. ¿No?

Según me dice Calderón, las pruebas contra mí son un video sin audio donde converso con los tres gorilas en la discoteca de Ópera, y luego mil huellas digitales que aparecieron tanto en la pistola con que les clavaron un balazo como en el apartamento donde los asesinaron.

Lo primero que deseo, sor Liliana, es disipar en usted cualquier posible sospecha de que soy parte de una telenovela. Lo sé, tengo varios elementos en contra: haber nacido en Venezuela, el crimen que no cometí, el psiquiátrico; todo parece materia de culebrón. Faltaría un hijo perdido al nacer y un amor imposible, pero no poseo ninguna de esas dos cosas. Y si le insisto en esto es porque en esos horribles programas (detesto las telenovelas más que las servilletas grasientas que quedan en los restaurantes de pollo en brasas, incluso más que los cuadros de artistas como Warhol o Luzhin), en esos patéticos culebrones suele suceder que la protagonista llega al lugar de un crimen, se asusta y por reflejo toma el arma entre sus manos, se mancha de sangre la ropa y luego cuando aparece la policía no comprende por qué piensan que ella es la responsable.

No soy idiota. Le juro que si me encuentro tres cadáveres salgo corriendo y no dejo ni rastro de mi presencia en el sitio. Allí no están mis huellas. Se las inventaron.

Lo sé. Esto debe servirme para reflexionar. Fui demasiadas veces Mabel Berrizbeitia y algún enemigo suyo quiso atacarla.

No debo encariñarme con esos personajes, con esas personas que soy cuando estoy trabajando. De ahora en adelante deberé diluirlas cuando hayan protagonizado uno o dos golpes. Mi cariño por Mabel me está pasando factura. Porque es a ella a quien acusan; el que me tiene hundida en este hospital es alguien que desea hundirla a ella.

¿Qué habrá hecho esa mujer que yo no me he enterado?

Ese es el detalle importante.

Lo de las huellas tiene sencilla explicación. Un policía ha recibido una bonita cantidad por decir que se encuentran allí. Sucede lo mismo con el arma. ¿Y el video? Alguien me estaba siguiendo y lo tomó para tenerlo como prueba. Nunca me desvío en los detalles. Me gusta ir al foco. Me gusta ir al quién y no al cómo.

Es claro que a ese trío lo han aniquilado para poder culparme. Pobre gente. Tendrían montones de enemigos encantados de ponerles una bomba y los matan como un simple pretexto para castigar a una mujer que no existe o existe a medias.

Es duro. Pretendemos ser protagonistas de lo que vivimos y al final somos simple escenografía en la vida de los otros.

 

Hace un rato me puse a mirar una lista de posibles enemigos de Mabel. Debo verificarla con Calderón, que lleva un registro más o menos exacto de los trabajos de estos años. Tengo una memoria excelente, pero también guardamos un pequeño historial encriptado y así subsanamos cualquier inexactitud. De entrada, no veo a nadie con suficiente poderío, con suficiente rabia. Hay un par de empresarios en Hong Kong, un importador panameño, un grupo ecologista en Colombia, un par de millonarios de Biarritz a los que les cambié cuadros de primera por unos bodrios de ese pintor llamado Luzhin, una antigua amante de un dictador árabe que me pidió que le guardase unas tiaras, un inversor al que le cobré un jugoso anticipo pero al que no le procuré un Warhol que no merecía mis desvelos. Quizá alguno de ellos está detrás de esta trampa que me tiene encerrada, quizá alguno de ellos, en vez de asumir su derrota con deportividad, con hidalguía, con la serena aceptación de que yo fui más lista y merecía quedarme con sus obras de arte o sus joyas, intenta cobrarse una siniestra venganza, pensando que el presente enmienda el pasado, cometiendo el triste error de colocar en el hoy las irrecuperables miserias del ayer. La revancha no existe, sor Liliana. Cuando pierdes, simplemente pierdes.

Piense algo: por muy efectivas que fueran las venganzas del maravilloso conde de Montecristo, nadie jamás le quitará de encima los años de horror en el castillo de If.

Ojalá esas personas que me guardan rencor por lo que arrebaté de sus manos comprendieran eso, ojalá lo entendieran y actuaran con la serena virtud de quien sale derrotado. Pero este mundo va perdiendo el rumbo. Las grandes novelas ya no se leen y si se leen, no se entienden.

 

Aunque quizá soy injusta. Hay personas en cuya mirada sí noto esa resignación, esa sabia aceptación de lo que no se puede cambiar.

Antes de este trabajo en Madrid estuve en Nueva York. Algo rápido y sencillo. Llevábamos tiempo mirando un tema interesante. Un directivo medio que de tanto en tanto viajaba desde Atlanta a Nueva York. Lope supo que trasladaba joyas. Siempre las mismas. Joyas de alta gama. Un apreciable botín para tratarse de un particular y de alguien que tenía un cargo gris en una empresa de inversiones.

El informe que me llevaron resultaba bastante nítido: el hombre era esposo de una de las hijas del dueño de la empresa. Desde luego, entre sus funciones no estaba mover media docena de brazaletes en esmalte paillonné y otra media docena de colgantes con forma de huevo, un modelo delicioso del siglo XIX que Tiffany ha vuelto a poner de moda. Verdaderas bellezas, sor Liliana. Hablamos de unos doscientos mil euros que volaban entre una y otra ciudad sin razón aparente y que además iban a parar a un modesto hotel de dos estrellas frente al Madison Square Garden.

Le digo algo, sor Liliana: las incongruencias ocultan en su interior una lógica apasionante; el absurdo es solo el modo en que la coherencia disfraza su sencillez.

Por eso no se sorprenderá con esto que le cuento ahora.

El jueves de hace unas semanas, una mujer de la limpieza llamó con desesperación a la puerta de metal de la habitación 1234 del hotel Pennsylvania en Nueva York. Los golpes resonaron en la estructura metálica: una puerta original de 1919 que podía evocar la entrada de un camarote o el cierre metálico de una tumba. Nadie respondió; ella volvió a tocar la puerta y cuando alguien se asomó por la mirilla, la mujer mostró la credencial del hotel e indicó con gestos que era necesario escapar. Despeinado, con la camisa desabotonada, el ejecutivo abrió la puerta y la mujer de la limpieza le dijo: «Hay una amenaza de bomba, debe abandonar de inmediato esta planta». Y lo haló por el brazo y lo empujó hacia los ascensores. Asustado, el hombre bajó hasta el lobby mientras se acomodaba la camisa.

Cuando llegó allí, mareado por el susto, vio que la gente descansaba en los sillones o aguardaba en la cola para realizar el checking con la naturalidad tumultuosa de aquel hotel, un hotel gigante que si algún día va usted a Nueva York, sor Liliana, le recomiendo solo por su ubicación inmejorable.

El caso es que el lugar seguía manteniendo su apariencia de estación de tren, de sitio de paso. El hombre pareció sentir un escalofrío. Quizá estuvo a punto de preguntar sobre el desalojo de urgencia, pero para ese momento comenzó a tener un mal pálpito. Subió. Cuando llegó a la decimosegunda planta corrió y sus zapatos rechinaron sobre la moqueta esponjosa, percudida y maloliente de aquellos pasillos. La puerta de su habitación permanecía cerrada. La abrió de golpe. Sintió una mano invisible apretando su estómago. Hacía dos minutos acababa de dejar a dos bellísimas prostitutas completamente desnudas y cubiertas con las carísimas joyas de su esposa, y ahora solo conseguía una amplia cama, un par de cervezas y un látigo de cuero tirado sobre una silla.

Vomitó sobre un pesado mueble de madera que parecía un armario.

Luego regresó al pasillo. Llevaba la camisa sucia y respiraba como si acabase de correr la maratón olímpica. Tropezó con un hombre que acomodaba una bombilla. Le preguntó si había visto a dos mujeres salir de la habitación.

—¿Dos muy guapas? Sí, subieron corriendo por la escalera —le respondió.

Fue tras ellas. Subió los escalones de dos en dos y se asomó en las últimas tres plantas del hotel: pasillos y pasillos de luz turbia. Buscó. Miró. Luego bajó en el ascensor hasta el lobby. Allí vio lo de siempre: viajeros arrastrando maletas y cargando bolsas. Se detuvo junto a un cartel luminoso donde se indicaban las temperaturas del día. Allí lo pude ver yo, sor Liliana, que como usted habrá imaginado ya no era la mujer de la limpieza, sino una distraída mexicana con ropa de marca: Cristina Lebrero, 41 años, cabellos azulados.

Allí estaba yo jugueteando con un teléfono, aferrando con firmeza un bolso con los brazaletes y colgantes que las dos prostitutas acababan de birlar para nosotros a cambio de que no le contáramos a la policía un asunto de contrabandos de dólares en el que ambas participaron meses atrás.

El hombre se recostó en una pared. Me gustó su mirada. Era una mirada de aceptación, una mirada de espera.

Se llevó las manos al rostro, pero sus ojos tenían la serenidad de quien se rinde.

Ahora solo le quedaba esperar. Regresar a su casa y esperar a que su esposa preguntase por sus maravillosas joyas.

Yo salí a la Séptima Avenida. Me habían hablado de Shake Shack, un lugar con hamburguesas muy buenas que quedaba cerca del Madison Square Park. Cierto es que guardaba doscientos mil euros en mi bolso, pero me gusta darme esos caprichos sencillos: una no quiere olvidar su origen humilde aunque a veces la vida le sonría.

Me encontré con Calderón, que ya no era el señor que cambia bombillas en la planta doce del hotel Pennsylvania, sino mi muy querido Calderón. Él me confirmó que las dos mujeres se habían cambiado de ropa y en plan mochileras habían salido cuatro minutos después por la puerta trasera del hotel y ya iban camino de Nueva Jersey.

—Deberíamos alejarnos de aquí —dijo él, y se frotó la espalda, como espantando un dolor repentino.

—No tengas prisa. El hombre quedó pegado a una pared para no desmayarse. Busquemos algo para comer. Algo sencillo. Esta vez nada de ir al Per Se o a Masa, que eso de aparecer en sitios caros después de un trabajo es de aficionados. Busquemos unas buenas hamburguesas. Vamos por la 33 hasta Madison y allí bajamos. Cuando terminemos, pillamos un taxi para acercamos al Metropolitan, hay una exposición de Balthus que no quiero perderme. Pero vamos en actitud de descanso, ¿okey? Desde este momento estamos de vacaciones. Nada de estar mirando salidas de emergencia para llevarnos algo, ¿comprendido, Calderón?

Seguimos caminando y le juro, sor Liliana, que me sentía muy tranquila en ese momento, muy agradada, porque continuaba pensando en la mirada de aquel hombre. Una mirada muy real, muy serena, muy resignada.

Eso es saber vivir, ¿no le parece?