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Llegó temprano. Dijo que prefería hablar de pie porque sentado se le dormían las piernas. Lo vi dar vueltas por la habitación como si tuviese una energía irrefrenable y debiese consumirla con rapidez.

No parecía sorprendido al escucharme. Era obvio. Había pasado las últimas horas aguardando mi llamada.

—¿Desde cuándo? —pregunté conteniendo la furia.

—Lo ignoro.

—Esa respuesta no me sirve.

—Tengo pocas precisiones, Emma.

—¿Desde cuándo?

—Yo qué sé. ¿De verdad crees que estas cosas comienzan un día específico? A lo mejor sucedió desde la primera vez, o fue algo repentino, o algo de hace cuatro meses, o comenzó hace cinco años sin que nadie se diese cuenta. No lo sé. Quizá cuando apareció tu Fred. Pero no debería importarte esa exactitud. ¿Qué más te da?

—¿Por qué no me lo dijiste directamente? ¿Para qué la obra de teatro, Calderón?

—Te noto distraída en los últimos tiempos. Yo creo que en otras circunstancias lo habrías descubierto, lo habrías sospechado. Pero pensé que si mirabas la obra y me llamabas, eso significaba que tu intuición se había activado; si al ver eso comenzabas a sospechar, eso era señal de que yo no estaba equivocado del todo...

—¿Qué tienes para demostrarlo? —susurré.

—Poco. Poco y suficiente para mí. Kai es un tipo débil, sin iniciativa. Alguien que solo podía haber hecho este encargo cuando lo contactase otro tipo débil, inocuo, como Javier Torres. Las marionetas solo tienen sentido cuando se activan una al lado de la otra porque hay una mano sobre ellas que las conduce. Revisé los registros de visita de la cárcel. Y allí saltó la alarma. Lope te mintió. Lope nos mintió. Javier sí visitó a Kai, dos veces.

Me ardió el estómago cuando escuché esas palabras.

—Y nos ocultó ese dato para que nos perdiéramos en la investigación —susurré.

—Exacto, y supuse que deseaba esconder algo peor, algo mucho más oscuro que una reunión entre dos pringados. Así que seguí averiguando. Y pensé: si mis sospechas son ciertas, Javier Torres no aparecerá a buscar las joyas acrósticas porque le darán el soplo de que es una trampa, de que lo estamos esperando. Y así pasó. Y no era normal. Tu plan era bueno, tú no sueles equivocarte con estas cosas y Javier no es alguien tan listo como para adivinar tus intenciones. Por eso me instalé en Barajas hasta que lo vi llegar.

Respiré hondo. Las manos me sudaban. A lo lejos sentí el ruido del viento entre los pinos del bosque que rodeaba el hospital.

—Hiciste bien, Calderón.

—Pensé algo. Redondo le avisó de que las joyas acrósticas eran un cebo para pillarlo. Pero luego comprendí que Manny Redondo no podía saber eso desde Nueva York.

—Lope trabajaba para Manny Redondo —concluí.

Calderón estuvo en silencio unos instantes. Luego tomó una larga bocanada de aire.

—Esa es la conclusión más obvia. Pero tú me has enseñado que las respuestas deben ser simples, nunca obvias; la obviedad es el revestimiento con que los necios intentan ocultar la transparencia del mundo...

—Me alegra que recuerdes mis palabras, Calderón. ¿Y qué es lo transparente y simple en este caso?

—Yo pienso, Emma, que Manny Redondo estuvo este tiempo trabajando para Lope.

—No te entiendo.

—Sin darse cuenta, sin que fuese obvio, Redondo pensaba estar ejecutando una venganza propia, cuando en realidad actuaba los planes de un Lope que lo puso tras tu pista y le sugirió todo lo que debía hacerte. Lo cierto es que sin decirnos nada a ti ni a mí, Lope viajó a Nueva York tres veces el año pasado, y tengo testigos de que se reunió con Redondo en todas esas ocasiones. Ya te haré llegar las fotos. Además, Javier Torres había estado en Puerto Rico en las mismas fechas en que casi asesinan a esa alemana que trabajaba con nosotros.

—Pero el sicario que enviaron aquí nunca estuvo en San Juan, ¿verdad?

—No. Para nada. Es posible que en esa oportunidad hayan utilizado a dos pistoleros locales sin mucha experiencia. Por eso ahora buscaron a un profesional de primera.

—¿Y qué te hace pensar que Lope era quien en verdad dirigía lo que estaba pasando?

—Podríamos creer que solo se prestó para entramparte y luego quedarse con la organización. Ya sabes, seguir las órdenes de Redondo y luego aprovecharse del desastre. Pero si el periodista estaba al mando de este plan hay algo que no cuadra.

—Que el sicario quisiera asesinarme —respondí, y fue como si alguien subiese una persiana y una habitación quedase iluminada.

—Exacto. El plan de apresarte, de acusarte de un crimen para que terminaras en la cárcel le venía bien a Manny Redondo, era una venganza de una cierta lentitud sádica. Machacarte, poder luego ufanarse de lo que te había hecho. Ese tipo de personas no sienten que matar sea una venganza, un muerto queda liberado de la humillación.

—El caso es que por tu cuenta pensaste que aparte de Manny Redondo alguien más estaba en este plan.

—Sí. Alguien que te odiaba mucho. Una persona que no pudo esperar a que llegaras a la cárcel para que murieras en alguna trifulca cualquier tarde que no pudiésemos protegerte como sí podemos hacerlo en este pequeño hospital. Alguien que perdió la paciencia y deseaba que murieses lo más pronto posible. Luego recordé que vosotros en el Caribe tenéis esas pasiones exacerbadas que a mí me dejan un poco abismado. Ya sabes, eso de la tenue frontera entre el amor y el odio, y los boleros y las rancheras que cantáis borrachos cuando sufrís y esas frases de «Te amo más que a mi vida» y «No puedo vivir sin ti».

—Y así pensaste en Lope.

—Nunca dejé de pensar en él. Estoy seguro de que cuando miremos en su ordenador encontraremos que visitó páginas donde explican cómo copiar huellas dactilares. Él mismo se debe de haber ocupado de dejar tus huellas en el escenario del crimen. Nunca te lo dije, pero cuando robamos las joyas de los gorilas yo bajé a encender el coche y él se estuvo dos minutos más en el apartamento.

—Pero todavía no has comprobado su ordenador...

—Emma, te juro que encontraremos lo que te digo. Pero el caso es que recordé a Lope hace años en un restaurante peruano en Ginebra, un sitio donde nos reunimos contigo. Esa vez me fijé en que se reía de tus chistes, de todos, de los buenos, de los malos, de los chistes que no eran chistes. Se reía admirado cada vez que hablabas. Así que cuando tiempo después comenzaste a decirnos que debíamos ayudarte a buscar al Fred ese con el que bailaste una salsa, pensé: «Aquí es cuando Lope se va a volver loco». Por eso comencé a vigilarlo, y entonces pasó lo del tiroteo en San Juan de Puerto Rico y no me gustó que a Lope no le alarmase demasiado lo que había sucedido.

—Con Fred bailé un merengue, Calderón. Un merengue. Ya sabes que me gustan las precisiones.

—Pues eso. Un merengue. Lo que tú digas... Luego encontré otro detalle. Verifiqué algo con Javier Torres: la ocasión en que le dijeron que hablase con Kai para ordenar tu muerte, Javier no obtuvo las instrucciones de Manny Redondo, sino que recibió un correo electrónico. No tenía sentido ese cambio, a menos que la orden la estuviese dando una persona distinta; y desde luego se trataba de alguien que nos conocía desde dentro, que sabía incluso el cuarto del hospital donde estabas. Y conseguí el correo que le mandaron a Javier para que contactase al sicario a través de Kai y ordenase tu asesinato. Ahora mismo te lo envío. ¿Sabes cómo cerraba? «Ella ha tenido una vida plena. Vive como si le quedaran siglos de vida por delante; mira hacia delante y no se petrifica; está preparada para la muerte porque sabe que es parte de la vida».

Al escuchar esto sentí un pinchazo en el estómago.

—Jung... Una de las ideas de Jung.

—Exacto.

—¿Tú también, Lope? —suspiré.

Estuve callada mucho rato. Desde el bosque me pareció escuchar el sonido de un río; el crepitar del viento removiendo la yesca y el musgo; los pasos sigilosos de un lobo de hermosos ojos grises que se movía sinuoso entre los castaños y los pinos.

—Siempre fue Lope —murmuré, sintiéndome muy cansada.