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Hace un rato hablé con Calderón. Quería saber algo sobre la montaña de acusaciones con las que me quieren sepultar. No hay nada nuevo. Una vez que alguien me ha hundido entre estas paredes, el mundo parece sosegado, satisfecho. Ya ni las noticias hablan sobre esos tres angelitos tatuados que la policía encontró sin cerebro en un apartamento de Vicálvaro.

Antes de colgar estuve a punto de preguntarle a Calderón por mi querido Fred, pero era una pregunta inútil. Nadie sabe dónde está y tampoco es momento de ponerse en ello. Pero una es así. Al enamorarnos sentimos que el universo entero conoce nuestra historia y está obligado a hablarnos de ella.

 

El día que me enamoré de Fred yo era Lucía Ferreiro, morena, profesora de matemáticas, española de 42 años.

Cuando estoy en Madrid suelo ser ella.

Le tengo especial simpatía a Ferreiro; me tengo especial simpatía cuando estoy en Lucía. Fue la primera persona de las muchas personas que suelo ser. Al menos la primera que oficialmente tuvo documentos de identidad, registro de nacimiento, historiales médicos, solicitudes de créditos, cuentas bancarias y toda esa lluvia de papeles con la que supuestamente cobran existencia las personas. Somos papeles, muchos papeles, registros, muchos registros. En el Popol Vuh se dice que los dioses nos hicieron con maíz; pues yo puedo asegurarle que los dioses actuales nos construyeron con papel reciclado, tinta, códigos, una docena de fotografías en las redes sociales y un montón de sellos oficiales.

Solo con armar papeles y registros somos capaces de crear una vida humana.

Lucía Ferreiro fue el inicio. Yo estaba en Caracas; había dejado mi modesto empleo en una distribuidora de libros porque no soportaba a mi jefe, aquel hombre al que le picó un extraño escorpión; también había preferido abandonar mis negocios con unos muchachos que contrabandeaban animales exóticos; si bien aquel trabajo generaba dinero, lo hacía de un modo poco glamuroso y con más arañas de las que yo puedo tolerar. Ya lo sabe, sor Liliana, el desplazamiento zoológico es árido, tiene olores impredecibles y puede dañar el planeta Tierra.

Ya se lo insinué. Yo deseaba algo que me acercase a la belleza. Algo que guardase un cierto esplendor, una cierta dulzura. Admítalo, sor Liliana, la vida puede ser algo asqueroso y efímero o, por el contrario, puede convertirse en un estremecimiento, una perplejidad, una gratitud; un encuentro humilde con lo que es perturbadoramente bello.

Anhelaba una sensación como la de esos cuadros de Chagall; como la de esos personajes de esos cuadros suyos, esos personajes que parecen flotar, borrarse casi, como si fuesen un contorno de gas en medio de la plenitud de colores imposibles.

En una fiesta con galeristas, creadores y periodistas, supe que un coleccionista millonario de un perdido pueblo español deseaba tener un Chagall. Esa noche, con la emoción de tres copas de vino tocuyano y un par de trozos de tiramisú, lo vi claro. Yo quería eso; yo quería persistir en esa plenitud que me produjo tomar aquel dibujo de Luis Domínguez Salazar. Yo deseaba ser una especie de mensajera que repartiese felicidad. Así, le escribí de inmediato al coleccionista ofreciéndole lo que él deseaba. Aceptó.

Claro, yo no tenía un Chagall. No lo tenía pero sí sabía dónde existía uno maravilloso.

Comencé a asistir al Museo de Arte Contemporáneo de Caracas para ver el modo de llevarme de allí el cuadro que yo estaba vendiendo.

Sí. Era joven. Inexperta. Ese trabajo no salió bien. Nunca lo cerré. Uno de los vigilantes del museo me confesó, pago mediante, que hacía un tiempo se habían llevado un Matisse y que de las paredes había quedado colgando una falsificación. Me advirtió que con el Chagall probablemente sucedía lo mismo; me llevaría una buena copia, pero el original a esas horas se encontraría en la caja fuerte de algún texano multimillonario y sombrerudo. Le creí. Gran equivocación. Aquel miserable vigilante, aquel renacuajo, usaba zapatos de dos tonos. ¿No le parece un espanto? Un hombre que usa zapatos de dos tonos y no tiene la voz de Rolando Laserie jamás podrá ser una persona de confianza. En su impresionante fealdad, ese tipo de calzado aplasta la dulzura del mundo sobre la tierra, la ensucia como si fuese una mancha de aceite destruyendo un paisaje.

Aquel hombre me estaba engañando, había pactado con una banda japonesa que le ofrecía más dinero que yo por sus informaciones. Así que me apartó de mi sueño y dejó en mis ojos el brillo aterrador de sus zapatos blanquinegros.

No se lo tome a broma, sor Liliana. Esos encuentros para mí suelen ser muy duros. A veces tengo pesadillas en las que ese hombre sale de un cuadro de Andy Warhol y me obliga a ponerme zapatos de dos tonos.

El caso es que desistí de esa operación.

Pero quitando ese detalle ingrato, cuando comencé a preparar un posible viaje a España para trasladar el cuadro comprendí que lo mejor era entrar allí con una documentación distinta a la mía.

En ese momento yo no tenía los recursos económicos que poseo ahora que vivo entre Nueva York, Los Ángeles, Shangái y Londres. Porque no sé si lo sabe, sor Liliana, pero son esas las ciudades con las galerías de arte donde resuenan la hermosura y el dinero como si fuesen gotas de una interminable lluvia.

En aquel momento yo debía subsanar con ingenio lo que mi escuálida chequera no podía alcanzar. Me dediqué durante semanas a asistir a la hermandad gallega en Maripérez y luego tomaba café cerca de la embajada de España. En el primer sitio me fui empapando de historias de inmigrantes, fui conociendo rostros, anécdotas, leyendas. En el segundo me fui haciendo amiga de las personas que trabajaban en la embajada. Así fui perfilándolo y atrapando fragmentos de vida hasta que dos detalles sueltos me dieron la posibilidad de una conexión. Por un lado, en la hermandad gallega supe que había muerto un anciano de 90 años, un hombre de apellido Ferreiro, solitario, sin hijos, sin fortuna. Una tarde cayó junto a la piscina con el corazón hecho pedazos. Y en la embajada, Sarita Ramírez, una mujer de Toledo, me contó desesperada que amaba a Johnny, veinteañero de piel cobriza y ojos rasgados, pero que en España la aguardaba su familia: calvo esposo, dos hijos adolescentes y un fox terrier gris.

Averigüé todos los datos posibles sobre Ferreiro. Había nacido en una aldea de Orense, una aldea de la que ahora solo quedaban ruinas, piedras negras y casas abandonadas con olor a maíz rancio; a nadie le importaba, a nadie le sorprendería ningún detalle de su pasado. También averigüé todo sobre la vida de Johnny y Sara, les facilité sus encuentros fortuitos en un apartamento que alquilé para ambos, al tiempo que le expliqué a la mujer sus opciones: suicidarse por el dolor de su contradicción amorosa o disfrutar del año que le quedaba en Caracas entre los brazos de su muchacho y luego regresar a casa con las huellas de la felicidad marcándole la piel.

A los dos meses junté las dos historias. La vida es saber conectar lo que en apariencia se encuentra disperso. Uno debe ser como un novelista de la propia existencia. Le pedí a Sara que me ayudase a introducir en la embajada los papeles de mi nacionalización como hija de Ferreiro. Ella me miró unos segundos y yo la contemplé con esa mirada espejo que le he comentado, sor Liliana. Al mirarme, ella se vio; vio la amistad, la complicidad, el apoyo que le había otorgado esta mujer fea, gorda y grande que soy; pero también vio la posibilidad de que yo le contase a su familia detalles de sus jadeos al tener a Johnny avanzando entre sus muslos. Todo eso miró en unos instantes mientras yo simplemente le alargaba una carpeta con los documentos que ella debería aceptar y dar por buenos sin pedir mayores explicaciones.

Meses después recibí mi pasaporte. Nunca lo utilicé para transportar el cuadro de Chagall, pero me sirvió para comprender que debía moverme por el mundo con una sucesión de nombres distintos.

Le tengo especial cariño a ese documento de Lucía Ferreiro, ya se lo dije, fue el primero de una larga lista.

Quizá por eso es que llevándolo encima conocí el amor. Y menos mal que no puede usted reírse cuando digo esas palabras. Hasta yo debo hacer un esfuerzo para no soltar una carcajada.

Pero cómo olvidar las manos de aquel hombre en mi cadera, y sus ojos clavados en los míos, y mi certeza de que algo especial estaba por suceder en mi vida. Claro que no imaginaba yo este paréntesis en el hospital, pero ya se lo dije, vivir es padecer y gozar los desvíos.

Hay gente que se aburre con su vida. Yo tengo tantas que algunas de ellas no dejan de sorprenderme.