Capítulo 9
Atizada por el fuerte instinto de conservación humano, Lisette poco a poco comenzó a liberar su mente de las garras del miedo.
Sin embargo, la idea de no volver a ver a Raverre nunca más, de no poder decirle que lo amaba, de no sentir nunca el ardor de su abrazo, era más de lo que podía soportar.
Paso mucho rato, seguramente una hora más, y Lisette empezó a preguntarse si Leofwin tendría la intención de continuar cabalgando de noche.
Entonces, mientras atravesaban un prado abierto, avanzando despacio sobre el cansado caballo, Lisette trató de aguzar el oído con desesperación; y como si de un sueño se tratara, le pareció oír por fin el golpe de los cascos de un caballo en la distancia. Perdido en sus pensamientos, Leofwin parecía ajeno a todo, y ella temió volver la cabeza por si acaso acababa advirtiéndole.
Lisette rezó para que fuera Raverre.
Calculó la distancia hasta el bosque a la izquierda por si acaso necesitaba refugiarse allí en algún momento, y con mucho cuidado se apartó un poco de Leofwin, lista para saltar en cuanto él se diera cuenta de que los seguían. El movimiento, aunque leve, penetró su abstracción.
—Estate quieta, mujer —rugió—. Nos pararemos cuando diga yo, no antes.
Cuando Lisette volvió la cabeza para responderle, miró por encima del hombro de Leofwin y de momento estuvo a punto de desmayarse del alivio que sintió. Raverre, por fin, aunque aún a cierta distancia, y solo. Esperando distraer a Leofwin, comentó:
—El caballo no podrá cabalgar mucho más. ¿Acaso vamos a pasar la noche a la intemperie, expuestos al ataque de cualquier animal salvaje?
—Cállate —le ordenó él salvajemente.
Lisette se dio cuenta de que Leofwin trataba de escuchar por encima del sonido de sus voces.
Volviéndose con rapidez, vio a Raverre que avanzaba al galope, y arreó el caballo para que apretara el paso, pero el animal estaba tan agotado que apenas respondió. Leofwin maldijo violentamente y tiró tan fuerte de las riendas que el animal retrocedió y empezó a girar. Lisette aprovechó la oportunidad y saltó del caballo, mientras él trataba de controlar al asustado animal.
Aterrizó con un fuerte golpe contra el suelo, pero se levantó rápidamente, sin pensar en ningún dolor, y se agarró las faldas de su vestido para echar a correr como una loca hacia Raverre, sin pensar en ir hacia los árboles del bosque donde Leofwin no podría seguirla.
Con un grito de rabia, Leofwin fue tras ella, y Lisette se dio cuenta de que no le daría tiempo a llegar hasta Raverre y que Leofwin la alcanzaría antes. Entonces se acordó del bosque y giró bruscamente a la derecha, dándole a Raverre la oportunidad que buscaba.
Nada mas saltar Lisette del caballo, había arreado a Lanzelet, que galopaba raudo como el viento; pero entonces, un miedo atroz se apoderó de él al ver que no llegaría a interceptar a Leofwin, que perseguía a Lisette como un poseso.
Sólo había una alternativa, y Raverre detuvo su caballo, sacó su arco corto y rezó para poder tener la oportunidad de disparar antes de que aquel hombre alcanzara a Lisette. Al ver que ella cambiaba de dirección, hacia el bosque, Raverre disparó de inmediato al caballo de su adversario.
La flecha pasó a un centímetro de la cabeza del caballo, que retrocedió violentamente, lanzando a Leofwin al suelo. Este dio varias vueltas, pero finalmente se incorporó del suelo; entonces, maldiciendo entre dientes, se puso de pie, mientras Raverre detenía a Lanzelet a su lado.
Mientras tanto, Lisette trataba de recuperar el aliento, se arrodilló y se agarró el costado. Raverre desmontó del caballo y avanzó despacio hacia ella. Lisette sintió como si estuviera viendo a un extraño; a un extraño que avanzaba con movimientos amenazantes y una expresión en su mirada que ni siquiera sus hombres habrían reconocido.
Raverre llegó a su lado y, sin apartar los ojos de Leofwin, le preguntó con los dientes apretados:
—¿Te ha tocado?
—No —gimió ella—. Lo juro —añadió con más convencimiento.
Se agachó para ayudarla a levantarse, sin dejar de mirar con esa expresión fría a Leofwin, que había sacado su espada y esperaba la confrontación que sabía inevitable.
—Espera aquí —le dijo Raverre concisamente, desenvainando su propia espada que colgaba de la montura de Lanzelet.
Lisette seguía agarrada a su brazo.
—Ten cuidado —le susurró—, ha perdido la razón. No luchará limpiamente, milord.
Raverre le echó un vistazo, muy sorprendido, y fue entonces cuando vio la marca que el otro le había dejado en la mejilla. Entrecerró los ojos y una expresión tan implacable y rabiosa asomó a su rostro que Lisette lanzó un gemido entrecortado mientras retrocedía.
—Limpio o no, no vivirá lo suficiente como para aprovecharse de cualquier cosa que quisiera hacer —susurró Raverre en tono ronco y fiero, casi irreconocible.
Entonces se apartó y avanzó hasta el centro del prado, donde dio una vuelta despacio para colocarse donde el sol no le diera en los ojos. Leofwin lo siguió.
Estaban igualados, porque lo que a Leofwin le faltaba en fuerza, lo suplía con una agilidad de movimientos que le permitía escapar a los golpes de su oponente por muy poco y responder con la misma agilidad; y ambos hombres blandían sus espadas con intensidad mortal, jadeando con el esfuerzo de cada golpe. De haber sido una justa, habría resultado una competición interesante. Pero aquello iba en serio; era un combate a muerte.
Enseguida se notó que Leofwin, cegado por su locura, se cansaría antes que Raverre, que luchaba con una fiereza disciplinada, a la que pocos adversarios podrían sobrevivir.
Sin embargo la rabia ciega poseía también fuerza que no era fácilmente vencida. Lisette emitió un chillido ahogado al ver que de pronto Leofwin le daba a Raverre una estocada en la muñeca. La sangre empezó a brotar de la herida, pero Raverre continuó luchando, e hizo retroceder a su oponente tras una serie de formidables golpes de espada que finalmente consiguieron tirar al otro al suelo.
—Levántate —le ordenó Raverre.
Lisette se tapó la boca para no gritar, al ver que Leofwin se ponía de pie y atacaba de nuevo.
Pero Raverre consiguió mantenerlo a raya, jugando con él como el gato con el ratón antes de matarlo. El rostro del sajón empezó a mostrar la desesperación de un hombre que sabe que va a morir. Y aunque estaba cansado, Raverre entendió que tendría que terminar la pelea si no quería arriesgar la vida de Lisette desmayándose por haber perdido mucha sangre.
Raverre cambió de táctica con una brevedad que pilló por sorpresa a Leofwin, y se lanzó a un ataque final en el que se desató toda la fuerza de su furia. Golpeando con fiereza al hombre que había jurado matar, obligándolo a retroceder con cada mandoble, Raverre le propinó un golpe final y la espada de Leofwin salió volando por los aires y aterrizó varios metros más allá. Se llevó rápidamente la mano a la daga, pero se quedó inmóvil cuando sintió la punta de la espada de Raverre que le tocaba el cuello.
—Deberías habértelo pensado mejor antes de secuestrar a mi esposa, Godricson —le soltó Raverre, mientras agarraba la empuñadura con fuerza para el golpe final.
—¡Tal vez, pero yo la he tenido primero! —susurró Leofwin con malicia.
Los ojos de Raverre estaban claros y brillantes, como el hielo, y en sus labios se dibujaba una sonrisa terrible.
—De eso nada, sajón. Ella es mía. Siempre fue mía, y siempre lo será.
Observó el rostro de Leofwin mientras el otro asimilaba la total certidumbre en su voz; y Raverre se echo a reír.
Al ver la burla de su oponente, Leofwin le enseñó los dientes con fiereza y sacó su daga; pero Raverre fue más rápido y en un segundo hundió la espada en la garganta de Leofwin con una estocada que le llegó hasta la columna. Por un instante, los dos hombres se quedaron inmóviles. Entonces Leofwin se derrumbó hacia delante, a tiempo que la muerte plasmaba en su rostro una máscara espantosa.
Raverre sacó su espada y se tambaleó hacia atrás. Aspiró hondo, pero de pronto se sentía mareado.
Lisette se olvidó de todas sus preocupaciones y corrió hacia él.
—¡Tu brazo! Milord, oh, milord…
Raverre se miró la herida, de donde seguía brotando sangre.
—No es tan mala como parece —murmuró, pero al pronto se tambaleó sobre ella, cayendo los dos al suelo mientras él perdía el conocimiento.
—¡Oh, Dios! —gritó Lisette.
El pánico se apodero de ella un instante, pero enseguida reaccionó, sabiendo que no había tiempo para ponerse histérica, y que lo más importante era cortar la hemorragia.
Rápidamente se levantó el vestido y tiró del dobladillo de la combinación hasta rasgar una tira de lino lo suficientemente ancha para utilizarla de vendaje.
—Átala con fuerza por encima del codo —le instruyó él en voz baja—. Aprieta todo lo posible. Y luego me vendas la muñeca.
Lisette no perdió el tiempo y le ató la tira de tela con sus manos rápidas y hábiles; después le puso un pedazo de tela sobre la herida, y comprobó con alegría que ya no salía a borbotones como antes, sino más despacio.
Raverre le miraba la cara mientras ella hacía todo eso; tenía las mejillas manchadas de lágrimas y la cara amoratada.
—He querido que sufriera por lo que te ha hecho.
—Quiero que sepas que te dije la verdad, milord —le dijo ella mientras lo miraba a los ojos—. Por mucho que dijera Leofwin, esto —se llevó la mano a la mejilla— fue lo único que hizo.
—Lo sé —respondió él—. He tenido que matarlo —continuó con desesperación—. Sé que era amigo tuyo, y yo lo he matado.
—Sí —dijo Lisette—, pero Leofwin estaba loco—. Tenías que matarlo, como uno mata a un animal que tiene la rabia.
Raverre pareció relajarse un poco, y cerró de nuevo los ojos.
—¿Sigo sangrando?
—Sólo un poco.
—Mis hombres vienen detrás —le dijo cuando Lisette terminó de atar el vendaje que le había puesto en la muñeca—. Nos separamos para encontrarte más rápidamente, pero algunos de mis hombres llegarán en breve —Raverre sintió de nuevo una debilidad intensa y trató de vencerla—. Si no están aquí antes de que anochezca, llévate a Lanzelet al castillo.
—¡No! —exclamó ella—. No te dejaré.
—Harás lo que yo te digo —le ordenó repentinamente, mientras la garraba del brazo con fuerza.
—No te dejaré —repitió Lisette con énfasis—. Pero si puedo ayudarte podríamos montarnos los dos en Lanzelet.
—No podrías cargar conmigo si perdiera el conocimiento —la interrumpió Raverre.
Y precisamente en ese momento cayo inconsciente otra vez. Lisette miró a su alrededor con desesperación.
El sol se ocultaba poco a poco en el horizonte, y Lisette miro con temor hacia el bosquecillo en sombras. En cuanto cayera la noche saldrían los lobos, aun que era poco probable que atacaran a las personas en esa época del año pero podrían acercarse atraídos por el olor de la sangre y del cuerpo de Leofwin. Lisette miró de nuevo a Raverre y estrechó su brazo contra su pecho un poco más. Notó que se le empezaba a dormir el brazo de tanto apretarle la muñeca.
—¡No te mueras! —le rogó fieramente—. ¡No te mueras!
Mientras le retiraba el cabello húmedo de la frente sudorosa, a Lisette se le encogió el corazón de verlo así. Amaba tanto a Raverre que se sorprendió de cómo podía haber pasado tanto tiempo ignorando sus sentimientos hacia él.
Si vivía, se lo diría; no le importaba si él la amaba o no, o si sólo se había casado con ella por su honor.
Se inclinó sobre él y, ahogando un sollozo, le susurró:
—Oh, mi amor, milord, debéis vivir…
Dejó de hablar, asustada, al ver que Raverre abría los ojos.
—Llama a Lanzelet, entonces, e intentaremos tu plan —le dijo Raverre, continuando la conversación de mucho rato antes.
Le costo intentarlo tres veces, pero al final Raverre se montó en su caballo. Lisette se montó delante de él y se sentó bien para poder soportar el peso de Raverre sobre la espalda, al tiempo que arreaba el caballo para que avanzara al paso.
—Por lo menos he dejado de sangrar como un cerdo —le murmuró él al oído—. Pero habrá que cauterizar el corte.
A Lisette se le encogió el estómago al pensar en un tratamiento que, más que una cura, parecía una tortura.
—Tal vez no —respondió ella, pensando que intentaría cualquier cosa con tal de que no ver cómo a Raverre le quemaban la piel con el hierro candente—. Si el corte es limpio, se puede coser. Bertrand sabe hacerlo. Lo vio hacer en España cuando viajó con mi padre, y en una ocasión en la que un esclavo se hizo un corte con un cuchillo en la cocina, Bertrand se lo cosió, y cuando se le curó apenas se notaba la marca.
Raverre se inclinó un poco más sobre ella al sentir que se mareaba de nuevo.
—Es más rápido cauterizar.
—Pero hace tanto daño a los tejidos de alrededor, sobre todo si lo hace alguien torpe —argumentó—. Y yo sé cómo dormirte mientras te cosen, para no sentir dolor.
Raverre se quedó en silencio tanto tiempo que Lisette pensó que se había vuelto a desmayar pero momentos después le dijo:
—Sigue hablándome, cariño. ¿Cómo se duerme a una persona?
—Necesitas cicuta, opio, zumo de mora, hiedra, mandrágora y lechuga. La mezcla se seca sobre una esponja y se humedece. Entonces el paciente la inhala y se queda dormido.
—¿Y vuelve a despertar? —le preguntó Raverre con humor.
—Sí, poniéndole un poco de zumo de hinojo en la nariz.
—Qué asco —le dijo, arrastrando las palabras.
Volvió a sentir el peso de Raverre en la espalda, y en ese momento Lanzelet relinchó suavemente. Lisette aguzó el oído y le llegó el retumbar de los cascos de los caballos. Cuando buscó con la mirada Lisette vio varios jinetes normandos que iban hacia ella y suspiró aliviada.
Gilbert llegó primero y saltó de la montura casi antes de que su caballo se detuviera.
—¡Milady, gracias a Dios que estáis a salvo! Pero Alain… —calló bruscamente al ver cómo estaba Raverre—. Debéis desmontar, milady. Rápido, yo me ocuparé de él.
Lisette se bajó del caballo agradecida de poder delegar en Gilbert.
—Lo hirió en la muñeca. Oh, Gilbert, ha perdido tanta sangre. Se lo he vendado, pero peleó tanto rato con la muñeca sangrándole, y ahora tardaremos horas en llegar a casa.
Lisette sollozó, y Gilbert, dejando a Raverre al cuidado de los demás hombres que llegaron con él, le agarró las manos con fuerza.
—No os rindáis ahora, milady —le dijo con firmeza—. Llegaremos bien. He visto a Raverre soportar heridas peores que esta y sobrevivir. Es fuerte; sólo está así porque ha perdido un poco de sangre, pero pronto se pondrá remedio. Creo que volverá en sí antes de que regresemos a casa. Ahora, si me permitís que os ayude a montar en mi caballo, será mejor que emprendamos el camino de vuelta.
Aquellas palabras de ánimo consiguieron que no sintiera tanto miedo, y Lisette asintió.
—Tenemos que ir despacio, milady —le dijo Gilbert cuando ella ya había montado el caballo castaño del joven oficial—, pero vos debéis ir delante con algunos de mis hombres. Podéis confiar en que os protegerán, y cuanto antes lleguéis a casa, mejor. Los demás estarán inquietos.
—¡Catherine! —exclamó, acordándose de pronto de su hermana—. ¿Pero como he podido olvidarme de ella? ¿Está bien?
—Sana y salva de vuelta en el castillo al cuidado de Bertrand —respondió Gilbert, que sonrió inesperadamente—. Nos acompañó por el camino que lleva a casa de Godric, donde algunos de los siervos pensaron que podría haberos llevado, cabalgando como una criatura fantástica de una leyenda nórdica. Estoy seguro de que se habría venido con nosotros si Raverre no la hubiera enviado de vuelta a casa. Tiene mucho coraje para ser tan joven —terminó de decir con admiración.
—Sí —concedió Lisette con agradecimiento.
Entonces, al ver que estaba a punto de montar, Lisette le hizo un gesto para que esperara un momento.
—Leofwin, no podemos dejar el cuerpo de Leofwin para que lo devoren los lobos. A pesar de la bajeza de sus acciones, debemos tener en cuenta que fueron las acciones de un loco; pero su padre no ha hecho nada malo. Devolvámosle el cuerpo para que le dé al menos cristiana sepultura. Después de todo, aparte de un par de moretones no he sufrido ningún daño —añadió en tono convincente.
Gilbert vaciló, pensando lo que diría Raverre de aquello, pero no tuvo más que hacerse eco del ruego en los ojos de Lisette.
—Muy bien, milady —respondió de mala gana.
Inmediatamente le dio la orden a un par de hombres para que volvieran por Leofwin y llevaran su cuerpo a Godric.
—La responsabilidad es mía —le aseguró a Gilbert mientras él se acercaba para cabalgar a su lado—. Yo responderé ante milord si es necesario.
—A sus ojos jamás podréis hacer nada malo —fue la sorprendente respuesta de Gilbert.
Lisette lo miró con curiosidad, pero Gilbert se negó a decir más, y se apartó de ella para asegurarse de que su capitán y amigo estaba bien y no perdía más sangre.
Era casi de día cuando llegaron al castillo. Lisette se había negado en un principio a adelantarse, pero al final, al ver lo agotada que estaba, había accedido, y se había quedado dormida cuando aún faltaban unos kilómetros para llegar al castillo. Bertrand la tomó en brazos al llegar, pero la angustia por Raverre, que había pasado la noche medio inconsciente, le impidió dejar que Marjory se la llevara a la cama.
—Tengo que ver que se ocupan de él —insistió, mientras unos siervos llegaban corriendo para llevar a Raverre al gran salón—. Bertrand, no dejes que le cautericen la herida con el hierro candente.
—Lo que tienes que hacer es descansar —le regañó Marjory—. Podrás disfrutar de él todo lo que quieras mañana, pero ahora seguramente te marearías de hambre y cansancio, y acabarías siendo un estorbo.
Lisette habría protestado, pero Bertrand, después de echarle un vistazo al brazo de Raverre, se mostró de acuerdo con Marjory.
—Marjory está en lo cierto, milady —le dijo—. Puedo coserle la herida, pero no es algo que debáis ver. Lo mejor que podéis hacer es descansar. El castillo os necesitará cuando milord no pueda dirigirlo.
—Descansaré cuando milord quede debidamente atendido —protestó Lisette—. ¿Después del año pasado, piensas que me voy a desmayar por ver coser un corte en un brazo? Vamos, dejémonos de discusiones tontas. Marjory, ve a buscarme comida y que monten un camastro en mis aposentos, para que pueda estar cerca de Raverre.
Al vacilar, Lisette sintió que había ganado. Sonrió de pronto, ante la irritación de sus leales servidores.
—Además, querréis que os cuente lo que pasó, ¿no?
Lisette tapó a su marido con la piel de oso para que no se enfriara, evitando con cuidado rozarle el brazo herido. Él se movió ligeramente, pero no se despertó, y ella fue a sentarse a la ventana, desde donde podría observarlo cómodamente.
Al principio se había asustado al verlo tumbado en la cama, totalmente inmóvil; le había parecido que apellas respiraba, y ver a un hombre tan fuerte y grande en ese estado le había roto el corazón. Pero Bertrand le había asegurado que era el sueño profundo necesario para que se curara, y no se había equivocado. La vigilia de Lisette había sido recompensada a primera hora de la mañana.
Cuando le estaba aplicando un ungüento que ella misma había preparado, Raverre abrió de pronto los ojos y la miró con una expresión viva en sus ojos azules. Y Lisette, que de pronto se puso nerviosa, bajó la vista rápidamente y se concentró en una cuidadosa aplicación de la mezcla.
—Dijiste que a lo mejor un día me hacía falta uno de tus preparados —le dijo él medio sonriendo, mientras ella le cubría la herida con una gasa.
Lisette, que de pronto se sintió tímida en el íntimo ambiente de habitación, se limitó a sonreírle; pero pudo resistirse a tocarlo, le puso la mano en la frente para ver si tenía fiebre. Raverre levantó la mano y le agarró la suya.
—Quédate conmigo —murmuró en voz baja, mientras se le cerraban de nuevo los ojos.
La inesperada vulnerabilidad en su tono de voz le hizo recuperar el habla.
—Para toda la vida —murmuró suavemente, recordando sus palabras la mañana después de la boda.
No estuvo segura de si Raverre la oyó, pues volvió la cabeza y se quedó dormido de nuevo; pero esa vez el sueño había sido más natural.
Desde entonces se había despertado varias veces, y había tomado la leche caliente con vino que Lisette le tenía preparada y comido un poco. Y cada vez se había vuelto a dormir, no sin antes pedirle que se quedara a su lado.
Un rato después, el sonido de la puerta abriéndose la sacó de su ensimismamiento, y Lisette levantó la vista y vio a Gilbert, que entraba sin hacer ruido con una bandeja en la mano. Enseguida dejó la pesada bandeja sobre la mesa.
—Marjory Me dijo que podría ver un momento a Alain si os traía la comida, milady. ¿Cómo está?
Lisette sonrió y se levantó.
—Mucho mejor —dijo ella, conmovida al ver la preocupación de Gilbert por su señor—. No tiene fiebre —le aseguró— y la herida está limpia. Gracias a Bertrand, se le curará muy pronto.
—Sí —dijo Gilbert—. Aunque debo decir que en ese momento dudé de ese método. Sé que los moros lo han utilizado desde hace muchos años, pero jamás había visto hacerlo; y Raverre tampoco decía nada, sin sentido como estaba.
—¡Qué interesante escena debí perderme! —dijo una voz divertida desde la cama.
Los otros dos dieron un respingo y rápidamente se volvieron hacia Raverre. Lisette se adelantó rápidamente al ver que éste quería levantarse.
—¡No! ¡Tienes que quedarte tumbado! —le regañó mientras le colocaba una mano en el pecho justo cuando él intentó incorporarse.
Al tocar su piel cálida, Lisette sintió como si todas sus facultades quedaran suspendidas. Apenas era consciente siquiera de que estuviera respirando, cuando miraba sus profundos ojos azules de expresión tan intensa como los de ella, así tan de cerca.
—Gilbert —dijo Raverre en voz baja, sin dejar de mirar a Lisette—, ve a la armería a contar las armas.
Gilbert sonrió y en un segundo estaba fuera de la habitación.
Como si el ruido de la puerta la sacara de aquella especie de encantamiento, Lisette retiró la mano rápidamente Y se sofocó un poco.
—Debes descansar —dijo débilmente.
Se había sentido tan confiada mientras él había estado dormido, pero al tener que enfrentarse de nuevo a lo que parecía un Raverre casi recuperado, la timidez se apoderó de ella.
—He descansado bastante —respondió Raverre, mientras se sentaba en la cama—. Ahora ya no me da vueltas la habitación y me siento mucho mejor. O me sentiría mejor si pudiera comer algo más sustancioso que esa papilla que me has obligado a tomarme.
Lisette sonrió al escuchar su tono ofendido, como si fuera un chiquillo. Se levantó y fue a la mesa a por la bandeja.
—Bueno, puedes tomar un poco de pan con el caldo, y una loncha o dos de carne. Pero no demasiado.
Levantó la cabeza con expresión divertida, mientras se decía que le estaba regañando como si fuera un niño. Pero al ver su mirada de deseo, se quedó inmóvil.
—Ven a sentarte —la invitó en tono bajo y ronco.
Lisette hizo lo que le pedía y volvió con la bandeja. Raverre la miró y enseguida empezó a comer.
—Aquí hay bastante para dos —añadió al ver que ella no seguía su ejemplo.
—No tengo hambre.
Con el nudo que tenía en la garganta le sería imposible tragar ni un poco de comida.
Raverre terminó de comer y fue a colocar la bandeja en el suelo; pero al mover el brazo se hizo daño en el otro y le cambió la cara del dolor.
—¿Te duelen mucho los puntos? —le preguntó, angustiada solo de pensar en que él pudiera sufrir.
—No tanto como que tuvieras que saltar de ese caballo —comentó con pesar—. ¡Podrías haberte roto el cuello!
Lisette llevó la bandeja de vuelta a la mesa.
—¿Estás muy enfadado?
—Eso depende —respondió con gesto curioso—. ¿Por qué lo hiciste?
—Yo… No quería que Leofwin tuviera ventaja sobre ti, ya que vi que estabas tan cerca. Como él ya estaba deshonrado, supe que no permitiría que lo mataras sin pelear primero —miró a Raverre con nerviosismo—. Podría haberme utilizado para desarmarte, y pensé que, sintieras lo que sintieras por mí, no arriesgarías mi vida.
—¿Lo que sintiera por ti? —le preguntó él en tono brusco—. Lisette, ven aquí.
La tentación de ceder ante la fuerte exigencia masculina fue muy grande, pero aún había secretos entre ellos; secretos que los separaban.
—Primero tengo algo que confesar —dijo Lisette con desesperación.
Raverre arqueó las cejas al ver su inquietud. Entonces, recostó la cabeza sobre el cabecero de la cama, subió una rodilla y ladeó la cabeza con gesto de humor.
—¿Qué pecado has cometido ahora? —le preguntó con indulgencia.
¿Le sonreiría así cuando supiera que ella había ido en busca de Leofwin?
—El otro día no fue la primera vez que vi a Leofwin —reconoció Lisette apresuradamente—. Fue el tirador que…
—¿Qué pasa con él?
—Buscaste a otros, pero no encontraste a nadie más. Entonces me acordé de las cuevas que había en el corazón del bosque, donde todos jugábamos de niños, y cuando fuiste a ver a Godric decidí ir a investigar.
Pensó que Raverre iba a estallar, pero sintiera lo que sintiera, no lo demostró de momento.
—Y estaba allí —añadió entonces Lisette, sin mirarlo a los ojos.
—¿Qué pasó? —preguntó Raverre con curiosidad.
—Hablamos —continuó Lisette más tranquila al ver que él no se enfadaba—. Me contó cómo habían planeado el robo, aunque según él fueron otros quienes lo habían llevado a cabo. Entonces yo le rogué que volviera a casa de su padre, que confesara e hiciera las paces con el rey. Oh, milord, quería contároslo pero pensé en darle tiempo para que se rindiera.
—¿Y después de hablar te dejó marchar sin oponer resistencia?
—Sí.
Él se quedó en silencio.
—¡Lo juro! —añadió Lisette con vehemencia, cuando Raverre no dijo nada—. Leofwin no sabía que me había casado aún; sólo estuvimos juntos unos minutos, pues yo tenía que volver antes de que anocheciera y…
—Te creo —la interrumpió en tono bajo.
Pero entonces explotó.
—¡Por amor de Dios! —rugió, abandonando de pronto su fachada relajada—. ¡Podría haberte matado! ¡Qué temeraria! Me entran ganas de estrangularte por arriesgarte yendo allí.
—No debes cansarte tanto —le dijo ella para calmarlo, al ver que le costaba seguir—. No olvides que conocía a Leofwin de toda la vida —le explicó en tono razonable—. Él había sido como un hermano para mí, y yo quise ayudarlo. No representaba un peligro… o al menos eso pensé yo, hasta que empezó a hablar de ese modo tan extraño —dijo en tono pensativo.
Raverre abrió los ojos.
—¿Y si te pareció que hablaba ya entonces de un modo extraño, por qué Catherine y tú os fuisteis con él? ¡Debí pensar que haríais alguna tontería en cuanto me diera la vuelta, pero no pensé que fuerais a arriesgar la vida por segunda vez!
—Lo siento. Pero después de verle jurar fidelidad al rey, no pensé en el peligro. ¿Qué podía hacer?
—Quedarte y esperarme —le respondió él.
—Bueno, lo habría hecho —respondió ella enfadada—. Pero estaba demasiado impaciente y emocionada como para quedarme sentada y… esperar.
Lisette susurró la última palabra porque se había dado cuenta de lo que acababa de decir. Raverre sintió todo su cuerpo en tensión, y con los ojos fijos en ella, retiró la piel de oso que le cubría y se levantó.
—¡No! No puedes levantarte… —Lisette se fue hacia él.
Entonces Raverre le echó el brazo a la espalda y se tumbó en la cama, llevándose a Lisette con él. Tumbada encima de él, Lisette observaba las llamas azuladas de sus ojos brillantes.
—Lo sé —dijo con una sonrisa—. Pero no querrás enfrentarte a un hombre herido, ¿verdad?
—¡Ay, tu brazo! —exclamó ella.
—Al cuerno con mi brazo. ¡Mírame a mí!
Incapaz de obedecer su orden estando allí tumbada encima de él, Lisette fijó la vista en sus dedos, que descansaban en los hombros de Raverre. La tentación de acariciarle el pecho, de saborear la sensación de sus músculos de hierro, de su piel caliente y su vello rizado, era demasiado fuerte como para resistirse.
—Alain —susurró.
—¡Oh, dios, cariño, ven aquí!
Raverre le agarró la cabeza con suavidad y se la agachó para besarla, y tan apasionado fue el beso que al poco Lisette se olvidó de su timidez lo besó también de verdad por primera vez, dando rienda suelta al amor que sentía por él y que había reprimido durante tanto tiempo.
Bruscamente Raverre dejó de besarla y rodó para tenerla a su lado en la cama. Lisette protestó mientras él la estrechaba contra su cuerpo, aturdida con la magia del beso.
—Lo sé, cariño, yo también te necesito —dio Raverre—. Pero dime que me quieres —murmuró él mientras se apartaba para mirarla a los ojos.
Sintiéndose vulnerable, Lisette escondió la cara en el hueco de su hombro.
—Debes saber que así es —le susurró ella, sintiendo el movimiento de los músculos bajo la mejilla.
—Lisette —murmuró en voz baja—. Dímelo.
—Te amo —dijo ella en voz muy clara y suave—. Ay, Alain, te amo.
—¡Sí, por fin! —rugió Raverre en fiero tono triunfal, mientras abrazaba a Lisette con tanta fuerza que a ella le pareció que iba a romperle las costillas.
Pero al darse cuenta de lo fuerte que la estaba abrazando, él la soltó un poco.
—Y yo te amo tanto, Lisette. No sabes cuánto tiempo he esperado para que me dijeras que me amas.
—Me amas… —repitió ella con asombro, saboreando la idea.
—Desde el día que te vi —afirmó sonriéndole—. Me pareciste tan menuda y frágil, y aun así tan valiente, que sólo pensaba en lo mucho que deseaba que me amaras.
—Creo que incluso entonces yo también te amé —reconoció Lisette—. Cuando te vi por primera vez me pareciste como uno de esos guerreros vikingos de los que mi padre solía hablarnos. Tan alto, tan fiero y fuerte. Eras el héroe de mis sueños, y sin embargo tuve miedo.
—Lo sé —gimió él, recordándolo todo—. Y lo único que hacía yo era darte más razones para temerme. Estaba tan desesperado por ti, Lisette. Jamás he sentido por ninguna mujer lo que siento por ti —se echó a reír—. Sólo tenía que estar cerca de ti para perder el control, y alejarte así de mí.
Ella llegó con la cabeza.
—No me alejaste de ti. Era de mí misma de quien yo tenía miedo. Tenía miedo de amarte, de tener tales sentimientos por alguien a quien creía mi enemigo.
—Yo nunca he sido enemigo tuyo, cariño. Traté de explicártelo, pero a ti te fastidiaba mi presencia. Y después, cuando pensé que te habías fugado con un hombre que era sajón y además un amigo, un hombre al que tal vez amabas, casi deseé que no nos hubiéramos conocido jamás.
Lisette sabía que se refería a Leofwin.
—¿Y saliste a buscarme, aun pensando que podría amar a otro?
—¿Acaso crees que dejaría que otro hombre te tocara? —le preguntó en tono fiero—. Tú me perteneces. Aun a riesgo de que me odiaras, te habría traído de vuelta al castillo, jamás te dejaré, Lisette. ¡Jamás!
Lisette se estremeció de emoción al percibir la posesividad pura en las palabras de Raverre.
—Además —en sus ojos nacía una suave emoción—, después de ese primer susto, cuando empecé a pensar con claridad, supe que no podrías hacer nada deshonesto. Habías hecho una promesa, y aunque no me amaras, supe que jamás la romperías por voluntad propia.
—Pero te amo —le susurró Lisette—. Te pertenezco. Pensaba que habías entendido lo que yo quería decir con mi respuesta al rey de la otra mañana —lo miró—. Aunque seguías enfadado conmigo.
—No estaba enfadado —respondió, abrazándola otra vez—. Era el único modo de salir de la habitación sin rogarte que me dejaras hacerte el amor. Te deseaba tanto. No dejaba de recordar la noche de la tormenta, cuando estabas tan dulce y suave… Dios, Lisette —la besó ardientemente no sabes lo que tu respuesta de esa noche me hizo sentir. Esperaba que al menos empezaras a quererme pero enseguida vi que no podías soportar estar cerca de mí.
—No quise que pareciera así —sollozó Lisette, abrazándose un poco más del dolor y el pesar que incluso en ese momento percibía en su voz al recordar su rechazo—. Fui tan cobarde. Pensé que te habías casado conmigo sólo por conveniencia, y tuve miedo de que si tú… de que si nosotros…
—¿De hacer el amor? —dijo él.
—Sí, no te rías de mí. Tuve miedo de que se me notara lo mucho que te amaba si hacíamos el amor, porque pensaba que tú sólo deseabas mi cuerpo, no mi corazón.
—¿Mi dulce amor, acaso no recuerdas lo que te dije la primera noche que nos sentamos a cenar? Te dije que tu corazón era el premio que yo deseaba.
Raverre la besó en la frente para que desapareciera el gesto ceñudo; entonces se retiró con un guiño pícaro.
—Sin embargo —añadió en el mismo tono— tu precioso cuerpo desviaría hasta a un monje de su camino de castidad.
Lisette se sonrojó, y Raverre empezó a besarle la mejilla ardiendo.
—Te adoro cuando te pones tan tímida e inocente —murmuró, echándose a reír con suavidad—. Aún no sabes lo que me hace sentir eso; sobre todo sabiendo el fuego que arde bajo tu timidez.
Lisette gimió de felicidad, y al pronto Raverre se apoyó sobre su brazo bueno y se inclinó encima de ella. Era mucho más grande que él, y Lisette tembló de emoción, sólo de pensar en su fuerza, sólo contenida por la ternura.
—Y te deseo cada vez más —añadió él en tono ronco y sensual, mientras empezaba a desabrocharle el vestido.
—Pero, tu brazo…
Raverre esbozó aquella sonrisa pícara e irresistible.
—Ya improvisaremos —murmuro con voz ronca, mientras unía sus labios con los de ella.
Lo único que Lisette vio con claridad antes de que Raverre la envolviera con su pasión, fue la expresión de amor brillando en sus preciosos ojos azules.
Mucho rato después, Lisette se movió entre sus brazos.
—Contigo me siento tan… no lo sé… salvaje, tal vez —le susurró ella.
—Bien —respondió Raverre—, porque lo que despiertas en mí no es demasiado civilizado, tampoco. Jamás he deseado a nadie como te deseo a ti —de pronto parecía preocupado—. No habré sido demasiado bruto contigo, ¿verdad?
—Jamás —murmuró ella, mientras le daba un beso en el hombro—, mi dulce conquistador.
Raverre se echó a reír con satisfacción.
—Te amo —dijo él, besándola con ternura—. Pase lo que pase en el futuro entre nuestros pueblos, siempre recuerda lo que acabo de decirte.
—Siempre —le respondió Lisette de corazón—. Tal y como yo te amo a ti.