Capítulo 2

Llegó la mañana con la promesa de un brillante y soleado día otoñal, y por ello un buen día para salir a cazar. Lisette se levantó temprano después de pasarse la noche dando vueltas, pensando en el comportamiento de Raverre hacia ella.

A pesar de la arrogante posesión de su casa, tenía que reconocer que la había tratado con más consideración de la que habría esperado de un barón normando. Incluso había permitido que Bertrand se adelantara el día anterior y las avisara de su llegada, cuando fácilmente podría haber tomado la casa por la pura fuerza de las armas, y haber provocado la clase de pánico que rápidamente podría llevar al desastre.

Luego mostró una galantería inesperada cuando le había besado la mano la noche anterior. Pensando en esa mano de bellas formas que la había agarrado del brazo, y en la nota inesperada en su profunda voz, Lisette se había pasado las horas por una parte esperando que Raverre no fuera el bárbaro que ella pensaba, y por otra preocupada por los planes que Raverre tuviera para ella y sus hermanas.

Se puso su viejo vestido hecho en casa y se trenzó el cabello; sentía la necesidad de respirar un poco de aire fresco después de una noche en duermevela. Salió de la habitación sin hacer ruido y subió las escaleras que había al final del pasillo. Una trampilla de madera se abría a la azotea de la torre.

Lisette había buscado a menudo ese retiro para estar a solas y poder contemplar con orgullo los verdes prados de las tierras de su padre; aunque en los últimos meses más que eso se había dedicado a mirar con angustia los caminos vacíos hacia el este, buscando indicios de actividad normanda.

En ese momento la partida de caza, con el joven De Rohan a la cabeza, se preparaba para salir.

Llenos de energía, los caballos cruzaban las puertas agitando las cabezas y meneando las colas, más nerviosos aún por los perros de caza que se les metían entre las patas. Se dirigían hacia el bosque, que quedaba al oeste del castillo; pero antes de que los jinetes desaparecieran de su vista entre los árboles, Lisette vio que se desviaban por el camino que sabía rodeaba el perímetro de la finca, en dirección al río y del gran bosque que había más allá.

Bertrand les había indicado la dirección que debían seguir, pensaba Lisette, que se alegraba de que él se hubiera quedado en el castillo.

Apoyada en las almenas, Lisette vio a una de las chicas de la cocina echándole trigo a las gallinas que picoteaban a su alrededor, mientras que al otro lado del regato, más allá del muro que rodeaba el castillo, la neblina que se elevaba en la quietud del aire, sobre un grupo de casitas, le indicaba que los habitantes del pueblo se estaban moviendo y pronto empezarían con sus tareas diarias.

A pesar de la desagradable visión de los destellos que arrancaba el sol de las cotas de malla de los soldados normandos que se movían por el patio del castillo, la pacífica escena tentó a Lisette a quedarse un poco más para disfrutar de aquel momento único de soledad.

Le llamó la atención un movimiento en el cobertizo que había junto a las cocinas y, al ver a dos sirvientas que salían de allí con una bandeja cubierta en la mano, Lisette volvió rápidamente al cuarto, empeñada en enterarse de todo lo posible antes de tener que volver a ver a Raverre de nuevo.

Al llegar vio que habían abierto las contraventanas para que entrara la luz, que sus hermanas estaban vestidas y que Marjory les indicaba a las sirvientas que dejaran las tortas de trigo y las jarras de cerveza en la mesa para desayunar. Lisette fue directamente hacia la mayor de las jóvenes.

—Edith, dime qué está pasando allí abajo. No os han tratado mal ¿verdad?

—Oh, no, señora. A los que estamos en la cocina nos han dejado que sigamos con nuestro trabajo. Pero hay soldados por todas partes, de modo que Wat se ha negado a que viniera sola a traeros el desayuno. Y cuando cruzábamos el patio del castillo, oí que el barón enviaba a más hombres al pueblo. Creo que Bertrand podría estar con ellos, pero no estoy del todo segura. No queríamos quedarnos más a mirar por si se fijaban en nosotros.

La chica parecía preocupada, como si hubiera hecho mal, y Lisette se apresuró a tranquilizarla.

—No, claro que no debéis quedaros fuera con tantos soldados por ahí. Milord Raverre ha dicho que nadie sufrirá ningún daño, pero una no puede estar segura nunca. Os advierto que enseguida cambiaría las órdenes si empezáramos a oponer la más mínima resistencia —frunció el ceño—. Y no lo hemos hecho. ¿Entonces por qué habrá enviado soldados al pueblo?

—Si Bertrand está con ellos —lo tranquilizó Marjory—. No necesitas preocuparte, mi amor.

—¿Y cómo no me voy a preocupar? —Lisette empezó a pasearse de un lado al otro, rechazando la jarra de cerveza que Catherine le ofrecía con un ademán algo iracundo.

—No me han dado oportunidad de hablar con los villanos —dijo en voz alta—, y ya conocéis el genio que tiene Siward. ¿Y si hay algún malentendido y los soldados usan la fuerza? ¿Ay, por qué no le envié anoche un mensaje a Bertrand? Debería haber insistido.

Se dirigió impulsivamente hacia la puerta, pero Marjory, al ver sus intenciones, agarró a su joven dama del brazo para retenerla.

—¿Y adónde, se puede saber, crees que vas, niña? Al pueblo no, si eso es lo que tienes en mente. Te sentarás y desayunarás como una niña sensata, y esperarás aquí a Bertrand. ¿Ibas a salir corriendo sin pensar para que te paren a las puertas? E imagino que no con demasiada finura, si milord no está por allí. Después de todo, si te ha pedido que te quedaras en casa es por algo.

—A mí me pareció más una orden. ¡No dejaré que en mi propia casa me traten como si fuera una prisionera! —respondió Lisette, mientras trataba de quitarse de encima a Marjory.

La interrumpieron unos golpes a la puerta, y ambas se quedaron heladas.

—¡Bertrand! —exclamó Lisette que, recuperándose la primera, corrió hacia la puerta y la abrió la puerta de par en par—. Gracias al cielo que has…

Los fuertes latidos de su corazón anegaron el sonido de su voz. Raverre estaba allí delante de ella, ocupando todo el hueco de la puerta.

La miró con expresión interrogativa, sin duda sorprendido por su saludo pero cuando Lisette no dijo nada más, él entró directamente en el dormitorio. El impacto de su tamaño y presencia causó en las ocupantes el mismo efecto que causaría un zorro hambriento en un palomar. Enide se puso pálida y se retiró a la ventana Catherine y Marjory hicieron nerviosas reverencias; y las dos criadas, que lo veían de cerca por primera vez, se quedaron mirándolo hipnotizadas y muertas de miedo.

Lisette le dio un puntapié a una combinación que estaba en el suelo para esconderla debajo de la cama, antes de volverse hacia él.

—¿Para qué habéis enviado soldados al pueblo? No creo que la fuerza sea necesaria no habiendo resistencia.

Raverre mostró de nuevo su sorpresa ante su tono beligerante.

—No es un asunto que os concierna, milady —le respondió en tono conciso.

Entonces Raverre ignoró su gemido de protesta, y se volvió hacia Marjory con cortesía y deferencia.

—Señorita Marjory, por favor no os molestéis…

Su sonrisa enrabietó a Lisette, que sabía que Raverre sólo quería desarmar con su encanto a la feroz guardiana de unas damas inocentes.

—Sólo he venido a pedirle a vuestra señora si querría acompañarme mientras me familiarizo con la casa. No le pasará nada, os lo aseguro —se volvió hacia Lisette y sonrió—. Creo que ella es la más indicada para aconsejarme sobre todo lo que sea necesario para aprovisionar la casa con vistas al invierno.

Lisette pensó en varias personas que inútilmente habían intentado ganarse la simpatía de Marjory. Por desgracia, los modales de Raverre parecieron encantar a su vieja aya. Incrédula y sorprendida, Lisette vio que Marjory no solo hacía otra reverencia, sino que también sonreía mientras le aseguraba a Raverre que confiaba en él para que cuidara de la seguridad de su señora, y que ella y Lisette se alegrarían mucho de que las despensas volvieran a estar llenas.

—¿Y bien, milady?

Lisette miró con rabia a Raverre. Él sabía que había conseguido desarmar a Marjory; se lo notó al ver el brillo en sus ojos cuando la miró. ¡Pues no pensaba ser su víctima por segunda vez!

—A mí no podéis distraerme tan fácilmente, milord —su desprecio se transformó en satisfacción al ver la expresión ceñuda que apareció en el rostro de Raverre—. Son mi gente —añadió con énfasis—. Tengo derecho a saberlo. ¿Qué han hecho para que les enviéis vuestros soldados? No se os resistirán —añadió con evidente exasperación—. Hemos aprendido bien esa lección, os lo aseguro.

Raverre sintió que se le agotaba la paciencia. Tal vez la noche anterior Lisette se hubiera rendido, pero aún quedaba mucho para que mostrara la obediencia y docilidad que habría esperado de cualquier otra muchacha en su posición.

De momento había albergado la esperanza de que tal vez esa mañana la señora de la casa empezara a verlo con otros ojos. Y como le molestaba más la actitud reacia de Lisette hacia él que su empeño por saber qué estaba pasando, Raverre respondió con más dureza de la que habría querido.

—Muy bien, milady. He enviado a Bertrand con un mensaje a los pueblos para que reúna a todos los hombres de las fincas hoy aquí, y que vengan a jurar fidelidad a su nuevo señor, que soy yo. Los soldados están allí para asegurarse de que no haya ninguno al que se le ocurra desobedecer.

De momento nadie respondió nada ante aquella concisa explicación; porque en realidad el comportamiento de Raverre era el esperado. Pero su altivez no aplacaba a Lisette. ¿Por qué sus villanos y siervos tenían que ser conducidos al castillo como si fueran ganado?

—Desde luego, no perdéis el tiempo —lo acusó ella.

—¿Y por qué malgastarlo, señora? —Raverre la miró con expresión ceñuda.

Al cuerno con la paciencia, pensaba mientras asimilaba la expresión hostil en la mirada de Lisette. ¿Cómo podía esperarse que él le causara la menor angustia posible, cuando ella lo miraba como si acabara de reptar de debajo de un tronco lleno de gusanos?

—Y quiero que vos y vuestras hermanas asistáis conmigo esta tarde al salón.

Su orden brusca terminó de encender su rabia; y parecía como si los dos se hubieran olvidado de los demás que había en la habitación.

—¿Por qué? ¿También tenemos que juraros fidelidad, milord? ¡Para ello tendríais que encarcelarme y torturarme, y ni aun así lo haría!

—Sin duda eso podría arreglarse —respondió él de inmediato—; pero no será necesario. No tenéis tierras ni riquezas bajo mi protección.

Aquel brutal recordatorio de que Raverre era ya el dueño y señor de la tierra, y de que ellas dependían totalmente de él, golpeó a Lisette como si la hubiera atravesado una flecha; y se encogió de dolor.

—Entonces será mejor que le pidáis a vuestros soldados que os acompañen a dar una vuelta por la casa —le respondió ciegamente—. Os protegerán mejor de vuestros indisciplinados esclavos que una mujer.

Nada más decirlas, Lisette se arrepintió de haber pronunciado aquellas palabras. No tenía que ver la cara de consternación de Catherine por aquel claro insulto para volver a la realidad del cuarto; ni tampoco saber que bien podría haber puesto en peligro su oportunidad de partir hacia la seguridad de Romsey Abbey.

Y, por la cara que había puesto Raverre, era inútil esperar que no la hubiera entendido. Se adelantó con mirada amenazante, agarró a Lisette de la muñeca y sin decir palabra la sacó del dormitorio con rapidez y energía, antes de cerrar la puerta.

—¿Cómo os atrevéis? —dijo Lisette, negándose a ceder al miedo que le subía por la garganta sólo de pensar en el castigo que él podría infligirle.

Trató de librarse de la mano que le sujetaba la muñeca como un grillete.

—¡Soltadme de inmediato! No soy una esclava a quien podáis manejar a vuestro gusto. Soltadme o…

Sin previo aviso Raverre la empujó contra la pared de la galería, plantó las manos en la pared a ambos la dos de su rostro y la miró a la cara. Lisette lo miraba con rabia, mientras se frotaba las muñecas.

—¡Estaos quieta y escuchadme! —exclamó, tan enfadado con ella como ella con él—. No tenía intención, esta mañana, de hacer nada más que llegar a un mejor entendimiento entre nosotros. Pero volved a hacer un comentario como ése y sacaré mi látigo para enseñaros modales.

—¿Un normando, modales a un sajón? —se burló—. ¡Imposible!

—Ponedme a prueba —dijo en tono bajo y peligroso, mirándola a los ojos con frialdad.

Lisette se quedó en silencio.

Raverre observó el desafío y la duda en su rostro.

—También será en beneficio vuestro si no estamos continuamente enfadados.

Por un momento se miraron. Entonces, cuando Lisette pensó que se iba a desmayar por falta de aire, Raverre se puso derecho bruscamente y con la agilidad de un felino se volvió a mirar por el pasillo.

Lisette suspiró aliviada, pero trató de no hacer ruido. Sabía que no había sido la amenaza de Raverre lo que la había angustiado, o lo que le había acelerado el pulso.

En verdad, no entendía por qué la inesperada proximidad de Raverre la había aturdido y provocado aquel nerviosismo.

Así tan de cerca Lisette se había fijado en el tono oscuro de sus cejas, más oscuras que su cabello, y también en cómo le había cambiado el color de los ojos estando enfadado, puesto que en lugar de azul claro, se habían vuelto de un gris plomizo.

Como todos sus hombres, Raverre iba afeitado. Lisette había contemplado con desconsuelo y fascinación el limpio contorno de su mandíbula, la boca bien dibujada y salvada de una dureza implacable gracias a que tenía el labio inferior más carnoso. Y sin darse apenas cuenta, Lisette había notado que separaba ligeramente los labios, a sólo unos centímetros de los de Raverre, y experimentaba una urgencia intensa de sentir el roce de los labios de Raverre. Lisette se había quedado perpleja, quieta, pegada a la pared, hasta que Raverre se había apartado un poco de ella.

¿Qué le ocurría? ¡Se estaba comportando como una niña insensata, como una libertina! ¿Cómo podía haber querido besar a un normando? Se estremeció de nuevo. ¿Se habría dado cuenta él? ¿Lo habría notado? ¿Cómo iba a enfrentarse a su desprecio?, pensaba Lisette con desesperación, sin atreverse siquiera a mirarlo a los ojos.

Su inquietud fue innecesaria. Muy preocupado también por su propia reacción hacia Lisette, Raverre no tenía ni idea de las emociones que bullían en el pecho de su compañera. Puesto que en esos breves instantes en los que habían estado tan cerca el uno del otro, mirándose con agresividad el instinto le había dicho que esa chica, ese miembro de una raza extraña, de un pueblo al que habían conquistado recientemente, tenía que ser suya Y entendió que esa joven era su otra mitad; algo tan necesario para él como el mismo aire que respiraba.

Oh, sí, su belleza y su orgullo lo habían provocado lo suficiente como para que decidiera con tanta resolución que ella era la mujer con quien se casaría. Y había admirado su coraje al enfrentarse a él, a pesar de él la había amenazado con castigarla. Pero esos sentimientos quedaron ensombrecidos, eclipsados, por el pensamiento claro de que ya mataría por ella, de que daría su vida por ella. Incluso si su impulsiva hostilidad lo pusiera en peligro ante Guillermo, desafiaría a su rey y señor por ella.

No ganaba cuestionándose por qué tenía que sentir lo que sentía, o cómo había ocurrido todo tan deprisa. Acostumbrado a aprovechar lo inesperado, Raverre reconocía lo que había pasado y con las mismas lo aceptaba. Pero justo después de darse cuenta de ello, supo que los sentimientos de Lisette eran otro asunto totalmente distinto.

Cuando se dio la vuelta vio que Lisette lo miraba, y notó que seguía enfadada. Pero aparte de su enfado notó que ella lo descubría como hombre. De momento era suficiente. Porque primero lady Lisette tenía que aprender a confiar en él.

Raverre le tendió la mano.

—¡Vamos milady! Hagamos las paces. Tal vez no me queráis aquí, pero sin duda el bienestar de vuestro pueblo es lo primero. Me han dicho que vuestras despensas están casi vacías, y yo tengo los medios de remediar eso… con vuestra ayuda.

—Entonces os acompañaré, milord —le dijo mientras le daba la mano con toda la dignidad posible y le indicaba la escalera—. La despensa está debajo del salón.

Raverre se retiró y dejó que Lisette lo precediera por el pasillo y las escaleras exteriores. Tuvo que resistirse a la tentación de tomarle la mano de nuevo cuando ella pasó a su lado.

El amplio espacio parecía a primera vista como si estuviera lleno de hombres y de equipamiento, pero Raverre pronto comprobó que se trataba de montones de armamento y otras cosas, ordenados y almacenados bajo la supervisión de un viejo sargento de armas que había hecho breves anotaciones en un pedazo de pergamino.

—Bayonetas pesadas, ocho bayonetas ordinarias, cuarenta lanzas… —murmuraba Raverre.

La lista era interminable.

Lisette no quiso pensar en el uso que le habían dado a aquellas armas y evitó hacer ningún comentario. Entonces sacó la llave de la despensa que llevaba colgada del fajín que ceñía su cintura de junco, y abrió la pesada puerta de madera para dejar entrar toda la luz posible, antes de acceder al interior oscuro y fresco de la habitación. Se retiró a un lado para dejar pasar a Raverre.

La despensa era enorme. El castillo de Ambray había sido construido para la defensa, y el salón y los aposentos estaban situados en el primer piso, adonde se llegaba por la estrecha escalera exterior. La zona más vulnerable en la planta baja se utilizaba para almacenar víveres para el castillo y sus habitantes, y ocupaba toda la planta del edificio. Una plataforma de madera en la pared del fondo sujetaba un tablero donde el administrador hacía sus cuentas y controlaba las provisiones. Su polvoriento vacío era triste testigo de la ausencia tanto del administrador como de los depósitos.

Raverre se paseó en silencio unos minutos, levantando la tapadera de algún barril aquí, o asomándose a los rincones formados por los contrafuertes de los gruesos muros de piedra, mientras Lisette se quedaba esperando. Entonces, cuando ella no hizo por seguirlo, él volvió la cabeza con curiosidad.

—Yo ya sé lo que nos hace falta —le explicó ella. Vaciló un instante, pero entonces decidió explicarse, esperando que aquella formal urbanidad pudiera resultar menos peligrosa que otras emociones más pasionales.

—No es común que nuestras provisiones estén tan mermadas. Nuestras tierras son fértiles y están trabajadas y cuidadas, pero las cosechas del año anterior apenas sobrevivieron a la destrucción de vuestro ejército, y el invierno que siguió fue el más duro de muchos años. Después estaban también las personas sin hogar, los hambrientos. No fui capaz de rechazarlos, así que…

Lisette miró alrededor mientras bacía un gesto de resignación que a Raverre le llegó al alma.

—¿Pasaron por aquí muchos extraños?

—No muchos —Lisette se preguntó si su pregunta sería tan despreocupada como parecía.

—¿Ni siquiera tal vez bandadas de hombres de regreso a sus casas? —insistió Raverre.

Lisette negó con la cabeza.

—Las ciudades más cercanas están al norte de aquí. Hacia el sur sólo hay kilómetros y kilómetros de bosques, y muy pocas casas solariegas. Los que llegaban eran sobre todo mujeres y niños, o ancianos que buscaban pasar la noche, de camino a los pueblos que no habían sido arrasados y quemados. Y teníamos que darles algo de comer —respondió en tono algo defensivo.

—Yo habría hecho lo mismo —contestó él en tono suave, mientras se apoyaba sobre un enorme barril cerca de ella.

Levantó la tapa de un barril más pequeño y se asomó, pero se retiró inmediatamente al percibir el penetrante olor a sebo de oveja y ceniza.

—¿Pero qué demonios…?

Ella sintió ganas de reírse, pero rápidamente disimuló.

—Es jabón —le informó Lisette en el tono dinámico de una mujer de su casa—. Pero no os preocupéis, porque lo perfumamos con hierbas antes de utilizarlo.

Raverre le echó una mirada antes de tapar la cuba con firmeza.

—Me aseguraré de que las hierbas estén en vuestra lista —comentó, con la esperanza de arrancarle de nuevo aquella sonrisa fugaz.

Pero Lisette consideró su comentario con mucha seriedad.

—No hay necesidad, puesto que las cultivo aquí en el jardín. Bueno —rectificó—, cultivamos la mayoría de las cosas que utilizamos. Pero necesitaremos pimienta, clavos, jengibre, canela y almendras —fue contándolas con los dedos, entrando poco a poco en materia—. Y después velas; creo que tres libras de grandes y tres de pequeñas.

—¡Basta! ¡No más! —rogó risueño, mientras alzaba las manos con gesto implorante—. Podéis ordenar lo que os plazca, pero no más listas.

Le pareció ver una expresión de humor en sus ojos, antes de que ella se apartara rápidamente de la luz, y volviera la cabeza para indicar un bloque de sal pequeño que había en un rincón oscuro.

—El salinero suele pasar por esta época, así que podremos curar carne para el invierno cuando se maten los cerdos; pero si los caminos no son seguros, tal vez no venga este año.

—Creo que vendrá. Ahora que Guillermo está de vuelta en Inglaterra, cada vez es más seguro viajar incluso para un hombre rico; mucho más para un humilde salinero, y, hablando de Guillermo… —Raverre miró a Lisette con gravedad—. Quiero saber la verdadera razón de por qué este lugar quedó tan indefenso que los hombres de fitzOsbern pudieron arrasarlo sin que nadie los detuviera, causando la destrucción que causaron. Si ocurrió el año pasado, como decís, vuestros hombres no estaban aún luchando con Godwinson.

Que Raverre pasara de charlar con informalidad a hacerle preguntas más serias, confundió a Lisette.

—Yo… no sé a qué os referís —balbuceó, mientras trataba desesperadamente de dar con una respuesta que lo satisficiera.

—Esta no es una casa de madera —insistió mientras golpeaba con los nudillos la pared de piedra para enfatizar sus palabras—. Podríais haber resistido un asedio con facilidad, y las bandas de mercenarios renegados no están preparados para un largo sitio. ¿Qué fue lo que pasó?

Lisette bajó la vista al suelo para encontrar inspiración. Pero al no encontrarla allí, se quedó en silencio.

—Tu madre había permitido a los hombres que se marcharan para ayudar en alguna revuelta, ¿no es así? —le preguntó Raverre en tono afable.

Eso hizo que ella levantara de nuevo la cabeza.

—Si sabéis tanto, también sabréis que no voy a deciros ni dónde ni con quién —respondió, confirmándole sus sospechas—. ¿Creéis que traicionaría a mi gente? Además, todo ha terminado. Fueron derrotados de nuevo. ¿Acaso no es eso suficiente para vos?

—No del todo —respondió él con serenidad—. No tengo intención de castigar a vuestros siervos por una rebelión que ocurrió hace un año, pero a partir de ahora será mejor que tanto vos como ellos entendáis que, ocurra lo que ocurra en cualquier otro lugar del país, aquí es donde se quedarán a no ser que yo les ordene otra cosa.

El rubor de sus mejillas traicionó a Lisette, antes de volver la cabeza.

—¡Y bien! —exclamó él—. Entonces estaban allí; a muchos kilómetros hacia el norte. ¿Os dais cuenta de que vuestra madre firmó su sentencia de muerte con lo que hizo, y os puso a todas en peligro? Ahora no tenéis guardias ni hombres suficientes para trabajar en los campos.

Sólo de pensar en lo que le podría haber pasado a la delicada chica que tenía delante a manos de uno de esos comandantes a quienes él conocía muy bien, Raverre se angustió.

—¡Dios mío! Cualquiera podría haber llegado hasta aquí y haberos matado a todas antes de que os hubierais dado cuenta de que os estaban atacando.

—¡Oh perdonadnos por desear librarnos de un ejército de carniceros y asesinos —respondió Lisette con sarcasmo, los ojos brillantes y con expresión crítica—. Supongo que deberíamos haberles permitido que hicieran lo que les placiera sin levantar ni una mano para defendernos. El duque de Normandía no se contenta con matar o despojar a la mayor parte de los nobles sajones, borrando de un plumazo una raza antigua y honorable, y ahora quiere destrozar también a las gentes más humildes.

—¡No juzguéis al rey por su hermano o por su amigo! —le aconsejó Raverre, enfatizando el título de Guillermo—. Él no ha regresado a Inglaterra sólo para sofocar las revueltas, sino también para reparar algunos de los daños causados por Odo y fitzOsbern. Por eso es por lo que perdona rápidamente. No es un tirano, ni permite que sus hombres roben y maten innecesariamente como lo permitieron los otros.

—Al obispo Odo de Bayeux se le ha seguido considerando adecuado para continuar en su cargo —argumentó Lisette, a quien su discurso no convencía—. Se supone que es un hombre de iglesia, y sin embargo tengo entendido que él mismo dirige a sus hombres a la batalla y que…

El resto de su frase quedó bruscamente ahogada por el ruido de un violento altercado en el patio del castillo. Raverre se dio la vuelta inmediatamente, pero Lisette, que reconoció entre el jaleo una voz familiar se le adelantó.

—Ay, Dios mío, no… —murmuró mientras se detenía repentinamente a la puerta, ante la escena que se desarrollaba ante sus ojos.

En las puertas del castillo tres de los hombres de Raverre trataban de dominar a un sajón que estaba en el suelo. Las maldiciones y los golpes se sucedieron cuando uno de los soldados cayó al suelo después de recibir una patada; y la víctima se puso de pie de un salto y con aquel par de brazos musculosos se quitó de encima a los otros dos como si fueran moscas.

Lo cercaron con cautela, esperando que él les diera pie para atacar, rodeados también de los compañeros, que se habían acercado a observar la pelea.

En silencio, varios sajones observaban la escena con inquietud desde las puertas de la cocina, echándole miradas iracundas a los normandos pero demasiado temerosos como para aventurarse a acercarse más.

—¡Siward, no! —exclamó Lisette al ver que el joven herrero avanzaba hacia el normando que tenía más cerca.

Lisette se adelantó, pero Raverre la agarró de la cintura y tiró de ella hacia atrás para impedir que se moviera de allí. Lisette sintió brevemente la fuerza de su cuerpo apretándole el costado, pero entonces él la soltó y le ordenó que volviera dentro. Lisette ignoró la orden de Raverre y lo siguió al patio.

Siward se había vuelto al oír su voz e, ignorando a los normandos que tenía detrás, se alzó con orgullo, esperando la orden que lo enviaría a la muerte.

Raverre ni siquiera lo miró.

—¿Qué ha pasado aquí, en nombre de Dios, Arnulf? —se dirigió al sargento en el que Lisette se había fijado antes.

Ante la nota de impaciencia en su voz, los espectadores normandos empezaron a regresar a sus tareas.

—La verdad es que no lo sé, señor —reconoció Arnulf algo incómodo—. Este joven cruzó las puertas, y al momento Will estaba tirado en el suelo y se había organizado una pelea.

Raverre miró al soldado que había probado el puntapié de Siward.

—El herrero empezó, milord —le acusó Will con gesto hosco—. Entró y pidió ver a la señorita Lisette, y cuando le dije que estaba ocupada con vos, fue a por mí —miró a Siward con rabia—. ¡Basura sajona!

—¡Ya basta!

Raverre miró a Siward, que permanecía en silencio, sin molestarse en ocultar el odio en sus ojos.

—Oh, Siward, si tenéis defensa alguna debéis hablar —gritó Lisette, confundida con el silencio del herrero, ya que normalmente Siward no era de los que se callaban.

Raverre se volvió, frunciendo el ceño ominosamente.

—Os dije…

—Déjala hablar, normando —soltó Siward.

Cuando Raverre se volvió hacia él con cara de pocos amigos, Siward añadió rápidamente:

—Sólo he obedecido a milord, y ahora a su hija, pero hablaré si puedo hablar a solas con vos —le echó una breve mirada a Lisette antes de volver a mirar a Raverre, cuya expresión era de pronto intensa.

—Vuestra lealtad os honra, aunque vuestros métodos sean un tanto ridículos —respondió Raverre tranquilamente—. Pero si tenéis algo que decir, os escucharé. Y también la dama.

En su rostro había una expresión fría e implacable. Lisette miró a uno y a otro, mientras ellos se medían con la mirada. Uno era rubio, poseedor de la arrogancia natural de su clase y de la seguridad de años de mando; el otro era más moreno y con una expresión de orgullo ardiendo en sus ojos gris claro. Ambos eran grandes y fuertes, iguales en tamaño, aunque no en posición. Y si Siward era consciente o no de la diferencia de clase durante la silenciosa batalla de ingenios, no lo mostró, aunque miraba a Raverre con respeto.

—He venido a ver a milady —respondió finalmente—. Para saber si estaba a salvo. Ese imbécil de la puerta me dijo que os estabais divirtiendo con ella, y me preguntó si quería apostar cuánto tendría que esperar hasta que vos hubierais satisfecho vuestros deseos. Lo golpeé para cerrarle la boca.

Un gesto peligroso ardió en los ojos de Raverre durante un instante breve, pero fue suficiente para que Siward empezara a mostrar recelo.

—Es la verdad —respondió.

—¡Santo Dios, Siward! —exclamó Lisette, con una de las expresiones favoritas de su padre—. ¿Cómo se te ocurre arriesgar la vida por una trifulca tal?

Ambos hombres la miraron con sorpresa. Ella se enfadó, molesta porque parecía como si no la entendieran.

—¿Y bien? ¿Acaso esperáis que caiga desmayada solo por los groseros comentarios de un normando incivilizado? —preguntó con impaciencia, olvidando momentáneamente que Raverre era uno de ellos.

—¿Sin duda consideráis que no merece la pena molestarse con nosotros? —soltó Raverre con sarcasmo.

Lisette se arredró un poco. No debía enfadar a Raverre en ese momento, ya que Siward estaba en peligro. Aunque Lisette podría considerar a Siward un hombre libre, para los normandos era un siervo que había golpeado a un superior y tal crimen exigía una pena severa.

Raverre le hizo un gesto a Arnulf que estaba cerca de ellos.

—Ata a este hombre y llévalo al cuarto de la guardia. Utilizad cadenas si os da algún problema.

Siward apretó los puños al oír la orden; pero algún atisbo en la expresión de Raverre, tal vez un destello de reconocimiento, de hombre a hombre, de su defensa del honor de una dama, le dio una pausa. Permitió que se lo llevaran, ignorando la sonrisa triunfal de su reciente adversario.

Raverre medio se volvió como si fuera a hablar a Lisette cuando, con un rápido movimiento hacia atrás, se dio la vuelta y le dio a Will un golpe en la mandíbula, con tal fuerza que estuvo a punto de rompérsela.

Will cayó al suelo, aturdido, pero fue lo suficientemente sensato como para obedecer instantáneamente cuando Raverre le ordenó con dureza:

—Vuelve a tu puesto hasta que esté listo para ocuparme de ti.

Después de todo, era un bárbaro, se decía Lisette, consternada del disgusto que tenía. ¿Si Raverre golpeaba a uno de los suyos, cuál sería el destino de Siward? ¿O el suyo? Se retrocedió y lo miró con recelo.

La expresión de Raverre se suavizó al momento.

—No deberíais haber presenciado nada de esto —le dijo con tanta calma que Lisette de pronto se dio cuenta de que su violencia había sido deliberada, controlada, y empezó a sentir menos miedo.

—¿Qué pretendéis hacer con Siward? —le preguntó con voz ronca.

—No lo voy a mandar matar, si eso es lo que os preocupa —respondió de inmediato—. Pero su insolencia no puede quedar sin castigar. Ahora responderá ante mí, y no pienso soportar deslealtades ni divisiones en mis dominios.

—Siward amaba a mi padre —dijo Lisette en tono bajo, dejándose llevar por el recuerdo—. Lo encontraron siendo un niño, abandonado tras una batalla contra los galeses. Mi padre lo trajo aquí e hizo que le enseñaran la profesión de herrero. Sólo mi padre se preocupó por él; y sé que Siward habría dado su vida por él.

—Una historia conmovedora, milady. Pero va a morir por mucho menos si no aprende a dominar ese genio.

—Sólo intentaba defender mi honor; ante vuestros hombres.

—Soy consciente de ello —respondió él con dureza—. Sin embargo, a partir de ahora la única persona con el derecho a defender vuestro honor seré yo. Ya se le ha dicho a vuestras gentes que si tienen alguna queja en contra de mis hombres deben venir a mí para arreglar tales disputas adecuadamente, y tengo la intención de ser obedecido.

Lisette abrió la boca para negar que Raverre tuviera derechos en lo relacionado con ella, pero él continuó sin pensar en nada más.

—Y acabo de pensar en el sacerdote del que hablasteis anoche. Dijisteis que había sido atacado. ¿También está muerto?

—No —le respondió, preocupada de nuevo.

¿Por qué quería hablar con un cura si Siward no iba a morir?

—Pero ahora es un anciano a quien la enfermedad mantiene postrado en cama —añadió ella.

—Da lo mismo. También debe estar presente para escuchar las disputas, y querría que asistiera a la ceremonia de esta tarde. Sin embargo, no quiero sacar a un hombre enfermo de la cama. Vuestra presencia será suficiente para tranquilizar a vuestros siervos.

Raverre hizo una pausa y observó a Lisette con interés. Al ver su preocupación, fue a tomarle la mano. Ella tenía una mano tan menuda que le pareció como si sostuviera un adorno pequeño y frágil entre las suyas, o bien un tibio pájaro, pensaba él, tratando de ignorar la sensación que le provocaba aquella mano fina y suave en la suya grande y áspera.

—Por eso era por lo que os quería aquí esta tarde —le explicó con más suavidad—. No quisiera causaros angustia adrede, pero será mejor para vuestras gentes. También sería mejor si tuviera las escrituras de las tierras para poder relacionar a los hombres con sus casas.

Y también mejor para él, pensaba Lisette con resentimiento, pero incapaz de refutar su afirmación. Se puso pálida. Las escrituras de su padre, concedidas a su familia hacía más de doscientos años por el mismo rey Alfredo, entregadas a aquel intruso. ¡A un extranjero!

Raverre notó la tensión contenida en su expresión y le apretó la mano un poco más. Mientras Lisette trataba sin resultado de soltarse, echó un rápido vistazo por el patio del castillo, más preocupada por la imagen que darían allí los dos juntos conversando dados de la a la vista de los soldados de él y de los sirvientes de Ambray. Sobre todo después de lo que acababa de ocurrir.

Finalmente consiguió soltarse, aguantando lágrimas de frustración y rabia.

—Tendréis las escrituras —le informó con amargura, refugiándose en una fría cortesía.

—Necesitaré una lista de las cosas que nos faltan —le recordó Raverre—. Supongo que preferiríais hacerla vos que pedirle a uno de mis hombres que la haga por vos. Y no os olvidéis de incluir cualquier artículo femenino que vos o vuestras hermanas podáis necesitar.

—Eso me llevará un tiempo —consiguió decir, a pesar de que tenía un nudo en la garganta que le impedía hablar—. Así que os ruego me excuséis de cenar en el salón.

Si tenía que ser testigo de cómo sus otrora campesinos libres se convertían en esclavos de un barón normando, entonces no se sentaría por voluntad propia a la misma mesa con él.

Raverre la miró a la cara con interés. En sus ojos había un brillo que la traicionaba, y en sus labios un gesto tierno y vulnerable. Por el movimiento de su garganta notó que tragaba saliva con dificultad. Estaba claro que había soportado suficientes emociones en una mañana.

—Muy bien —Raverre le puso un dedo bajo la barbilla y la levantó para que lo mirara—. Pero debéis prometerme que comeréis algo. Creo que os he interrumpido el desayuno —sonrió.

Lisette se olvidó de su angustia momentáneamente. Se olvidó de Siward. Se olvidó de todo salvo de la necesidad de escapar de un peligro inminente.

—No tengo intención de morir de hambre —respondió ella, desviando la cara.

Entonces Lisette se volvió bruscamente y salió corriendo, antes de sucumbir a la tentación de cambiar de idea y quedarse con él.

 

 

—¡Lisette! Al fin. Estábamos preocupadas.

Catherine saludó a su hermana al entrar en el pasillo, obligándola a detenerse.

Parecía como si hubieran pasado tantas cosas desde su anterior confrontación con Raverre que Lisette contempló el rostro angustiado de Catherine con expresión perdida. Sin embargo, cuando salió de su ensimismamiento recordó la turbadora reacción a la proximidad de Raverre en la galería. Rezó para que Catherine no notara el rubor de sus mejillas.

—No había por qué preocuparse —le aseguró a la joven.

—¿Quieres decir que Raverre no te castigó, finalmente? Pero parecía furioso.

Lisette hizo un gesto altivo.

—Sí, bueno, me hizo unas cuantas advertencias; pero, como ves, estoy sana y salva.

—Marjory dijo que no pensaba que Raverre fuera a hacerte daño, pero no me habría gustado estar en tu lugar por nada del mundo. Por favor, ten mucho cuidado, Lisette.

—A veces Marjory creo que sabe más que nosotras —respondió Lisette, que no entendía por qué estaba enfadada.

Catherine abrió los ojos muy sorprendida ante el tono cortante de su hermana. A Lisette le pesó inmediatamente. ¿Pero qué era lo que le ocurría? Primero olvidaba que Raverre era un enemigo con quien debía guardar las distancias; y de pronto le hablaba mal a su hermana, que no tenía culpa de nada.

—Oh, Catherine, lo siento mucho. No quería hablarte en ese tono. Ha sido una mañana muy difícil.

Era una excusa de lo más pobre, pero Lisette no quería entrar en detalles. Las otras se enterarían de lo de Siward muy pronto. En ese momento no era capaz de enfrentarse a las preguntas y a las conjeturas que surgirían en cuanto se supiera que habían hecho prisionero a Siward.

Afortunadamente, Catherine aceptó la disculpa sin decir más.

—Voy a ayudar a Marjory a hacer un inventario de la ropa blanca —anunció, avanzando hacia el salón—. Si Raverre quiere poner orden en la casa, podemos quemar las sábanas que estén muy viejas.

Lisette asintió, sonriendo distraídamente a su hermana, mientras empezaba a subir las escaleras. De pronto se imaginó a Raverre desnudo entre sábanas de lino, y rápidamente abortó de su mente aquel pensamiento. ¿Qué era lo que le había hecho ese hombre que se ponía a imaginar esas cosas sobre él? Jamás había sido tan consciente de la presencia de un hombre, y le parecía como si él se hubiera metido en su pensamiento y no quisiera abandonarlo. ¿Acaso tomar su hogar no era suficiente para él?

Cuando llegó a la habitación vacía, Lisette había decidido que sería mucho mejor para su cordura el pasar el menor tiempo posible en compañía de Raverre. Dispuesta como estaba a defender sus derechos y los de sus gentes, desde que él había llegado le había resultado muy difícil mantener una actitud belicosa, cuando su desordenado pensamiento no era capaz de decidir qué pensar de él.

Las palabras «arrogante» y «amenazador» eran las primeras que se le ocurrían, pero también tenía que reconocer que también confiaba en que él trataría a Siward con justicia. Lisette sabía que debía estar agradecida de que Raverre no hubiera ordenado que le cortaran la lengua a Siward por su resistencia; pero contrariamente decidió que el autoritario y grosero barón de su imaginación habría sido un personaje más fácil de tratar.

Sólo tenía que contemplar su sofocado semblante en el reluciente plato de cobre que hacía las veces de espejo para ver sus conflictivas emociones. No era de extrañar que estuviera tan agotada; y el día no había hecho más que empezar.

Se dio el gusto de tener una rabieta en lugar de ponerse a llorar, algo que le parecía de lo más inútil; así que se desahogó dando un portazo a la puerta y paseándose por la habitación. Abrió el arcón que contenía los documentos de su padre con tanta fuerza que la tapa golpeó la pared y volvió a cerrarse.

De poco le servía su genio. Levantó de nuevo la tapa con más cuidado y empezó a sacar los pergaminos que llevaban el escudo real de Alfred, mientras con firmeza trataba de dominar aquella extraña sensación de pesar en el corazón.

 

 

El número de siervos y villanos en el patio del castillo aumentaba cada día. Se juntaban en grupos cansados y hoscos, y se hablaban de vez en cuando, saludando a los recién llegados; pero en general estaban callados.

A pesar de sus ropas tejidas a mano o de la apariencia general desaliñada, a Raverre le pareció que su aspecto era bastante saludable. Se recostó despreocupadamente sobre la puerta de las despensas, paseando la mirada alerta por sus nuevos dominios.

El recinto lo formaba una plaza cuadrada, con la mansión en el centro. Raverre contempló la estructura de piedra pensativamente, reconociendo fácilmente las líneas limpias y austeras de su arquitectura. En un pasado no muy distante había habido una marcada influencia normanda allí en Ambray. Y ése era un misterio que tenía la intención de resolver.

Las cocinas, a la derecha de la morada, eran definitivamente sajonas. Construidas en madera y paja, eran amplias y estaban en buen estado. Parecía que los hornos, a juzgar por el delicioso aroma del pan recién hecho que salía de las cocinas, también lo estaban.

Se preguntó si el tentador aroma incitaría a Lisette a comer más de lo que había comido la noche anterior. A la clara luz del día le había parecido tan frágil. Y, aunque su espíritu ocultaba su delicada apariencia, Raverre sabía que incluso el espíritu más valeroso no podría sobrevivir eternamente con poca comida, poco descanso y un miedo constante. La dama no lo reconocería jamás, pero lo cierto era que él había llegado en el momento más adecuado.

Raverre se fijó en el pozo, haciendo un apunte mental para cambiar la soga vieja por una cadena.

Sabía que Lisette se había asustado cuando había golpeado a Will, y Raverre hizo una mueca de pesar al recordar aquellos ojos tan grandes mirándolo como si esperara que la golpearan a ella también. Pero después de amenazar con darle de latigazos, era lógico que Lisette le tuviera miedo. Ella no debía saber que aquélla había sido una amenaza vacía. Después de todo, cuando la había pronunciado, no había caído en la cuenta de que haría lo necesario para protegerla de tal trato.

Parecía que él solo se había colocado en una posición difícil, de la cual solo él podría salir. Y, si los rumores de las revueltas en el norte acababan siendo reales, tal vez tuviera poco tiempo.

Resolvió no volver a pensar en ese asunto y centrarse de nuevo en la inspección de su dominio. Detrás de la mansión estaba el basurero, y en el extremo opuesto el pequeño huerto que Lisette había mencionado, junto a un palomar vacío. El palomar sería una caseta pasable si alguna vez tenía tiempo de practicar un poco la cetrería.

El único otro edificio en el recinto eran los establos, que también estaban vacíos, con el tejado medio hundido y llenos de humedad, Tenía que repararlo inmediatamente para proteger a los caballos del frío durante el invierno.

Raverre contempló la muralla que rodeaba la fortaleza, y se fijó en las puertas en el preciso momento en que Gilbert entraba con sus hombres a caballo.

Los sajones se apartaron ante la caballería, y algunas caras se alegraron al ver las bolsas repletas de caza que colgaban de las monturas.

—Buena caza, milord —murmuró Bertrand, que había ido a informarlo de que estaban todos presentes—. En los días de mi señor Alaric solía hacerse una fiesta cuando se cazaba bien.

Raverre lo miró con humor.

—Entonces que se festeje, por supuesto. Tal vez endulzará sus promesas de fidelidad.

—No habrá ningún problema, milord. Ya saben que habéis tratado a las señoras con respeto, y que habéis defendido esta mañana a Siward delante de uno de vuestros hombres.

—¿Aunque él siga languideciendo en el cuarto de la guardia, y Will quede libre?

—A lo mejor así ese impetuoso pensará más en usar la cabeza en lugar de la fuerza física —comentó Bertrand inesperadamente.

Al ver la expresión interrogativa de Raverre, Bertrand continuó.

—No somos rebeldes, señor; no se deje confundir por la cautela de la gente. Después de dos años de salvajes derrotas, sólo quieren vivir en paz, curar sus heridas y reconstruir sus vidas.

Raverre asintió pensativamente.

—Comparten esa ambición con el rey. Quiere que Inglaterra y sus gentes prosperen; y a mí me pasa lo mismo.

—¿Y mis señoras?

—Os referís especialmente a Lisette, creo —comentó Raverre con astucia.

—Sí —el rostro ceñudo del viejo guerrero se suavizó al oír el nombre de su querida niña—. No puedo evitar quererla más que a ninguna. Tal vez os parezca rebelde, pero…

—Conmigo no sufrirá ningún daño, Bertrand —le interrumpió Raverre en tono bajo.

Bertrand miró a su nuevo señor con curiosidad. Las palabras de Raverre podrían significar cualquier cosa, pero había algo en aquella mirada serena que decía más que las palabras.

Bertrand inclinó la cabeza.

—Veo a De Rohan dando órdenes para que la carne se ahúme y se almacene —dijo en tono formal de nuevo—. Voy a asegurarme de que el granuja de Wat deja un poco aparte para la noche.

Se apartó, saludando con cortesía hacia Gilbert, que en ese momento se acercaba hasta donde estaban ellos. Gilbert tenía la mirada fija en la puerta abierta de las despensas.

—¿Hay algo?

Raverre sabía que Gilbert no se refería a comida. Negó con la cabeza.

—Nada. Aquí no, desde luego. He estado por todas partes, y no hay ningún sitio donde podría esconderse un objeto de ese tamaño —hizo un gesto de impaciencia—. No esperaba encontrar nada. No sé lo que le han contado a Guillermo sus espías, pero no creo que el lingote haya estado alguna vez tan al oeste; desde luego aquí no, donde los lugareños se conocen tan bien entre ellos. Podemos buscar en el pueblo y en otras casas nobles, pero no pienso ponerme a buscar por todo el bosque.

Gilbert asintió con pesadumbre.

—Tal vez se lo hayan llevado al campo —sugirió—. A Gales, a lo mejor.

Raverre se encogió de hombros.

—No creo que haya habido tiempo desde el robo, pero tienes razón; los sajones podrían habérselo llevado por cualquier ruta. ¿Por qué venir hasta aquí? Teniendo en cuenta los problemas para moverlo, y sobre todo la gran distancia, yo diría que sigue cerca de Winchester.

Gilbert asintió.

—Sin duda esos locos no podrían ir de un sitio para otro al buen tuntún. Ese lingote debe de valer mucho, e incluso un campesino conoce el valor del oro.

—¿Sugieres que un sirviente es el culpable? No parece probable —Gilbert parecía muy escéptico.

—¿Por qué no? —argumentó Raverre con seriedad—. Sabemos que los guardas fueron drogados. ¿Quién más tenía acceso a la comida y el vino que tomaron sino los sirvientes? Sirvientes sajones. Pero no he querido decir que estuvieran actuando en solitario. Alguien con más autoridad ordenó ese robo. Y tenía que ser alguien que supiera que Godwinson tomó el lingote para su tesoro después de que Harald de Noruega fuera asesinado.

—Y también que Guillermo se hizo con el control del tesoro después de Hastings —concurrió Gilbert pensativamente—. Todo se reduce a la riqueza, ¿no? Los sajones la necesitan para financiar sus rebeliones, y Guillermo la necesita para pagar a sus mercenarios.

—Bueno, no puede distribuir la tierra a esa escoria sin leyes que ha reclutado por toda la cristiandad. ¿Te los imaginas montándose en señorial grandeza? Estarían peleándose en un abrir y cerrar de ojos.

—Sí, vive Dios —dijo Gilbert con sentimiento—. Sería como en Normandía hace diez años.

Raverre parecía acongojado. Su tío y dos de sus hermanos habían muerto en las constantes batallas de los enfrentamientos entre la nobleza, hasta que Guillermo finalmente había llevado la unidad y la ley a aquella raza belicosa.

Gilbert paseó la mirada distraídamente por el patio del castillo.

—Y hablando de pelear, el tipo de la puerta tiene la cara hinchada —observó en tono levemente interrogativo.

—Puede darle gracias al cielo de que sigue ahí —rugió Raverre, recordando de pronto que él también tenía allí muchos problemas.

Gilbert parecía divertido.

—Pareces molesto. ¿Tu pequeña sajona te está dando ya problemas? —le preguntó.

—¡No, maldita sea! Fue uno de sus siervos ejercitando un equivocado sentido de la caballerosidad en su defensa. Lo único que ha hecho ella desde que hemos llegado ha sido insultar, discutir conmigo y desobedecer mis órdenes. ¿Por qué iba a estar enfadado?

Gilbert se echó a reír con ganas, y Raverre sonrió de mala gana también.

—Me preguntó si Guillermo tiene tantos problemas con su política de diplomacia y conciliación —dijo con pesar.

—Seguramente no tiene que tratar con ninguna mujer —sugirió Gilbert—. Será mejor que te cases con la muchacha mañana mismo. Me he dado cuenta de que cada vez que tienes problemas con una mujer, se pasan en cuanto te acuestas con ella —al ver la cara que ponía Raverre, levantó una mano—. No era mi intención ser irrespetuoso —añadió apresuradamente—. Por amor de Dios, no me golpees también a mí; no me levantaría en una semana.

—Qué tentador —dijo Raverre en tono suave.

Gilbert cambió de tema inmediatamente.

—¿Qué has hecho con el siervo? —le preguntó—. No veo ningún cadáver colgando de la torre.

—Ni lo verás. La diplomacia y la conciliación es lo que perseguimos, recuerda. Además, el tipo tuvo buena intención. Le estoy dejando que domine su genio en el cuarto de la guardia un rato. Después de eso, ya veremos. La casa necesita un oficial responsable de supervisar que se cumplan las obligaciones feudales, y él parece lo suficientemente inteligente; también parece leal, si me lo puedo ganar.

—Sí, pero es un sajón —murmuró Gilbert con reflexión.

—Mucho mejor. Has visto los resultados en las de más mansiones donde se han nombrado funcionarios normandos. La palabra grosero está tomando un significado nuevo, y no quiero que eso pase aquí.

—Tal vez funcione, supongo, pero si el tipo utiliza su posición en contra tuya…

—Entonces sí que verás un cadáver colgando de la torre. Pero dudo mucho que lo haga. Si no me equivoco, utilizará su puesto para argumentar una decisión, pero no para incitar a la gente a la rebelión.

Gilbert parecía incluso más receloso. Acostumbrado a la obediencia instantánea e implícita que se le daba a un caballero normando, una obediencia que los sajones parecían bastante renuentes a rendir, sólo podía esperar que Raverre supiera lo que hacía.

Raverre sabía lo que hacía, sin lugar a dudas. Pero esperó hasta que el último sajón se hubiera arrodillado, colocado las manos entre las de su nuevo señor y prometido servirlo hasta la muerte.

Ninguno de los ingleses parecía particularmente contento con la situación, pero no hubo ninguna desavenencia explícita. Cuando terminaron todos, los villanos fueron conducidos al patio del castillo, donde esperaban la comida y la cerveza.

Lisette se preparó para seguirlos lo más discretamente posible. Preocupada por la continua ausencia de Siward, esperaba averiguar qué le habría ocurrido. Sin embargo, debería haber sabido que no pasaría desapercibida delante de Raverre.

La detuvo en el pasillo de rejilla mientras releía la lista de mercancías que Marjory le había dado antes. A pesar de lo que le había dicho él, Lisette no había incluido ningún artículo personal para ella o sus hermanas.

Raverre se fijó en el viejo vestido de color burdeos que llevaba puesto entonces, y por primera vez se fijó en lo fina y vieja que estaba la tela de su manto y en la tosquedad del broche de hueso que lo cerraba. Se preguntó si había tenido algo nuevo que ponerse desde la partida de su padre dos años atrás.

—Veo que no habéis aprovechado mi oferta de proveeros con lo que fuera que necesitarais —le dijo él, pensando en los arcones llenos de ropa de su madre en su casa de Normandía y añadiéndolos mentalmente a la lista.

—Mis hermanas y yo no necesitamos nada de vos —respondió Lisette inmediatamente—. Aunque os doy las gracias por la fiesta de esta noche ya que aún no hay muchas provisiones de alimentos —añadió con cierta renuencia.

Raverre la contempló con ironía.

—Los sajones sois una raza obstinada —le dijo—. No soy un tirano, sabéis, y no veo que vaya a ganarse nada infligiendo más penalidades a una comunidad que ya ha sufrido bastante. Aunque cualquiera que vea todas esas caras amargadas sería perdonado por pensar que podría haber hecho precisamente eso.

—Dar una fiesta está muy bien —respondió ella, saliendo en defensa de su gente—, pero les habéis arrebatado algo que les es mucho más importante. ¡Su libertad!

—¿Libertad para hacer qué? —preguntó con impaciencia—. ¿Para recorrer el país en desorganizada multitud, dejando atrás a sus familias para que se mueran de hambre?

—Pero algunos de ellos eran granjeros libres, o artesanos, como Cuthred, el carpintero. Asistieron a las juntas de los condados con mi padre, e incluso podían conseguir el rango de señor si adquirían tierras o riquezas suficientes.

Lisette suspiró, alzando la vista para fijarla en el rostro de expresión intransigente de Raverre. No había señal en esos momentos del encanto que había mostrado anteriormente.

—Bajo la ley normanda nadie será nada mejor que un siervo —continuó ella—. Eso es lo que luchaban por evitar.

—Son todos siervos —respondió Raverre con dureza—. Es irrelevante que paguen un arrendamiento por la tierra o que hagan trabajo semanal. Ahora están unidos en idéntica posición y estarán protegidos y atendidos.

—¡Sí, serán poco más que esclavos! —gritó ella, sabiendo que el argumento era inútil, pero incapaz de contenerse—. Responderán ante vos para todos, no pudiendo ya decidir sobre sus propias vidas.

—No exageréis —respondió él—. Rey, barón o siervo, ninguno de nosotros es verdaderamente libre. Sí, los siervos tendrán que responder ante mí, pero yo debo también responder ante Guillermo, y él a su vez debe responder ante su conciencia y ante Dios por el reposo de su alma.

Raverre deseaba que ella lo entendiera, que comprendiera su postura.

—Además —continuó él—, incluso los campesinos libres tenían obligaciones para con vuestro padre mientras vivían en sus dominios. La única diferencia para esos hombres será que no podrán marcharse sin mi permiso, que en el fondo no es algo malo. Me gusta poco un sistema que permite a los vasallos abandonar a su señor y dejar indefensas a sus familias.

Lisette lo miró confundida y enfadada. Sinceramente, no podía denegar su aspiración, pero estaba empeñada en no permitir que Raverre tuviera la última palabra, y por ello se agarró a otra cosa.

—Debéis contemplarlos de todos modos como esclavos —lo acusó—. ¿Por qué si no, no comen con vos en la casa?

Raverre contestó con seguridad, sin vacilar.

—Sé que en este momento es preferible no mezclar normandos con sajones a la misma mesa, teniendo en cuenta que corre la cerveza —respondió—. Ya habrá tiempo de sobra para eso cuando…

Se calló bruscamente.

—¿Cuándo todos hayamos sido sometidos a la fuerza? —comentó Lisette en tono rabioso.

—No, no iba a decir eso, pequeña jovencita.

Lisette se dio la vuelta para intentar dominar su genio.

—Fueran cuales fueran las palabras que ibais a decir, el significado es el mismo —añadió con amargura.

Raverre se apresuró a adelantarse hasta ella.

—¡Dulce señora!

Lisette, que no estaba segura de haber oído bien las afectuosas palabras pronunciadas en tono suave, volvió la cabeza muy sorprendida. Las llamaradas azuladas de sus ardientes ojos eran tan intensas que se quedó sin respiración.

—Me conoceréis mejor —afirmó Raverre con una serenidad y una certeza que la conmovieron—. Y cuando me conozcáis mejor, veréis que jamás quiero veros atemorizada. No se me ocurriría despreciaros tanto.

Siguió un silencio elocuente, cargado de promesas. ¿O serían advertencias? Fuera lo que fuera, Lisette era incapaz de responder o de moverse, inmovilizada como estaba por la mirada magnética de Raverre; hasta que él se volvió y salió por la puerta al patio que iluminaba la luz del ocaso.

Lisette subió las escaleras despacio, consciente de lo que tenía a su alrededor, hasta que se vio a la puerta que conducía a los aposentos. Vaciló allí, no queriendo que las demás la vieran en su estado de perplejidad.

Avanzó hasta el final de la galería, donde se sentó en el último escalón de la estrecha escalera. Todavía entraba algo de luz por las rendijas de la trampilla del techo; pero como las antorchas aún no habían sido encendidas, la galería empezaba a quedarse un poco a oscuras. Lisette se abrazó las rodillas y miró contemplativamente las sombras.

¿Querría de verdad Raverre conocerla mejor? ¿O lo habría dicho para distraerla porque había cambiado de opinión en cuanto a perdonar a Siward? Si Siward se había negado a jurarle fidelidad con los demás siervos, Raverre podría hacer de él un ejemplo. Lisette dudaba que dos ejemplos de desafío quedaran sin castigar. Y sin embargo, sabiendo aquello, había permitido por debilidad dejarse distraer.

Se sentó un poco más derecha. ¿Dónde estaba su espíritu de lucha? ¿Acaso era una mujer sin agallas que estúpidamente dejaba que los demás le dictaran lo que debía hacer?

Lisette se puso de pie, llena de determinación. Entonces se volvió a sentar bruscamente. Si se aventuraba fuera, probablemente se encontraría con Raverre de camino al cuarto de la guardia. Y el patio del castillo estaría lleno de hombres, sajones y normandos. No quería que se repitiera la escena de esa mañana.

Había sin embargo una alternativa. En ese extremo de la galería, junto a las escaleras que llevaban al tejado, había una pequeña alcoba. A simple vista, no parecía más que eso, pero si uno se fijaba un poco más escondía una empinada escalera que se desviaba en un ángulo agudo y descendía en la oscuridad.

Alaric, un hombre prudente, no se había fiado totalmente de la casi inexpugnable posición de la mansión. Al final de la escalera, habían abierto una pequeña puerta en el muro del castillo. De apenas un metro y medio de alta, estrecha y casi oculta por un sólido contrafuerte, la puerta se abría a la parte trasera de la muralla. La había mandado construir con la intención de tener una ruta de escape para la familia, por si alguna vez era necesaria; pero en ese momento serviría también al propósito de Lisette.

Antes de terminar de concebir su plan, Lisette ya estaba abriendo la llave de la puerta de atrás de la muralla. No era tarde. No la echarían en falta durante al menos media hora más. Y era muy improbable que se encontrara con nadie en el huerto o en el palomar a esas horas.

Muy complacida consigo misma, Lisette esperó hasta que se encendieran más candelabros de pared y hubiera más claridad. Enseguida se haría de noche, pero seguiría habiendo luz para ir al cuarto de la guardia.

Mientras bajaba las escaleras a tientas con mucho cuidado, Lisette trató de no pensar en las repercusiones de su acción si la descubrían. Algo pequeño le pasó corriendo por los pies, y Lisette se dijo que no serían más que ratones. Continuó en la más absoluta oscuridad, y se estremeció cuando notó el roce de una tela de araña en la mano. Hacía años que no se utilizaban aquellas escaleras, y se alegró cuando llegó al último escalón y abrió la puerta.

Salió con facilidad por la estrecha abertura, se puso derecha y miró a su alrededor con cautela. Estaba fuera. Lo único que tenía que hacer era llegar al cuarto de la guardia sin que nadie la viera. Animada por la creciente oscuridad, Lisette pensó que no sería tan difícil. Y si Siward seguía atado allí, tal vez no habría ningún guardia al que enfrentarse.

Había llegado a la esquina de la torre sana y salva cuando oyó unos pasos distantes. Con el corazón en un puño, Lisette aguzo el oído para determinar de dónde provenían. Volvió la cabeza, vio una luz en un extremo lejano del patio y contuvo la respiración. La luz vaciló y se apagó, y Lisette oyó el ruido de una puerta que se cerraba.

Sin duda algún soldado que iba al retrete, pensó aliviada. Pero aún existía la posibilidad de que él volviera a su puesto por la dirección en la que iba ella. No podía continuar allí eternamente, mientras intentaba armarse de valor ya que, bajo su valentía aparente, seguía teniendo miedo. Se volvió al ver el resplandor de la luz, dio rápidamente la vuelta a una esquina, y fue cuando se topó con algo grande y macizo.

Lisette dio un chillido del susto, a punto de caerse al suelo del impacto, pero el objeto, o más bien la persona, la agarró de los brazos y la sostuvo.

—¿Tengo acaso que ataros de pies y manos para que os quedéis dentro? —le preguntó Raverre.

El resignado humor en su tono de voz le transmitió a Lisette un claro mensaje.

—¡Sabíais que vendría por aquí! —gritó con indignación—. ¿Pero cómo?

—No importa cómo —le dijo él mientras le soltaba un brazo y la conducía hasta la pequeña verja trasera con tanta urgencia que los pies apenas le rozaban el suelo—. La llave, por favor, milady —le pidió en tono imperativo, mientras extendía la mano delante de ella.

—Me vais a hacer otro moretón en este brazo —lo acusó, tratando de postergar lo inevitable.

Pero él no aflojó esa vez.

—¡La llave!

Lisette lo miró con rabia, pero como estaba oscuro él no se percató de ello. Con la mano libre sacó la llave de un bolsillo y se la dio a Raverre.

Entonces, antes de que Lisette pudiera objetar nada por su exceso de confianza, Raverre la abrazó bruscamente.

Lisette se quedó inmóvil un segundo, antes de empezar a forcejear. Pero Raverre siguió abrazándola. Con una mano presionó su rostro contra la suave lana que cubría su pecho, ahogando con efectividad su protesta; y con el otro brazo la estrechó contra su cuerpo. Ella sintió los rítmicos latidos de su corazón, y a pesar de su postura indefensa, se sintió segura, por muy extraño que resultara.

—¿Todo va bien, señor? Me ha parecido oír…

En cuanto Lisette identificó la voz del soldado la tensión abandonó su cuerpo rígido. Sintió que Raverre aspiraba hondo y volvía la cabeza ligeramente para hablar.

—Todo está bien, Arnulf. Yo mismo estoy comprobando que todo estaba bien por esta parte.

—Sí, señor.

Lisette oyó cerrarse la puerta del retrete, y se dijo que tantas idas y venidas serían por la cerveza. En principio le entraron ganas de echarse a reír sólo de pensarlo; pero la inesperada sensación de levedad quedó sofocada cuando cayó en la cuenta de que la rápida intervención de Raverre la había protegido de los rumores que habrían seguido si el sargento los hubiera visto juntos en aquel rincón oscuro y retirado.

También era consciente de que estaba abrazada al amplio pecho de Raverre y le pareció que él tampoco tenía mucha prisa en soltarla. Vagamente Lisette fue consciente de que bajo la suave lana que cubría su pecho sólo estaban sus músculos de hierro. Sus brazos eran igualmente fuertes y musculosos, pero en lugar de sujetarla con fuerza, a Lisette le dio la impresión de que la estaban acunando.

Se estremeció, preguntándose cómo era posible sentirse protegida y amenazada al mismo tiempo.

—Ya veis lo que puede pasar cuando salís a dar vueltas de noche —murmuró mientras ella se movía ligeramente—. Yo estaba aquí para protegeros de Arnulf, ¿pero quién hay aquí para protegeros de mí?

Lisette levantó las manos inmediatamente para empujar a Raverre, y él la soltó despacio.

—Me alegro de que hayáis entendido por qué os pedí que permanecierais dentro —rugió.

Pero no fue capaz de enfadarse de verdad con ella. Abrazarla había sido un placer, pensaba Raverre, y de no haber estado en la calle…

Lisette se sonrojó de arriba abajo. Ella se había dejado abrazar por Raverre, cuando la única intención de él había sido la de castigarla. Incluso había agradecido su presencia. Su reacción era diez veces peor que la de esa mañana en la galería. Al menos entonces él no había sabido de sus sentimientos.

Y se había vuelto a olvidar del pobre Siward de nuevo. Sin embargo, Lisette descubrió de pronto que sus miedos por Siward habían quedado aplacados cuando Raverre la había abrazado con fuerza. Decidió no cuestionar aquella sorprendente conclusión.

—¿Y si os hubierais topado con algún bruto con la tripa llena de cerveza? —continuó Raverre mientras abría la puerta—. Tonta.

La vergüenza y la gratitud desaparecieron.

—No tengo razones para temer a mi gente —declaró con altivez—. ¡Además, es culpa vuestra! Estaba preocupada por Siward, y no queríais contarme nada.

—No me lo preguntasteis —afirmó irrebatiblemente—. Pero, en realidad, fui a contaros lo que había pasado, y fue entonces cuando me di cuenta de que no estabais en el castillo. Y como había visto antes esta puerta, no me costó mucho darme cuenta de lo que tramabais —añadió en tono de humor.

—Qué inteligente —murmuró ella.

Raverre abrió la puerta y se inclinó totalmente para asomarse por el hueco de las escaleras.

—Ingenioso. Esta mañana estuve en la azotea, pero no me fijé en esta puerta al regresar.

Miró a Lisette, incapaz de verle la cara claramente, pero sintiendo la pregunta silenciosa que flotaba en el aire.

—¿Y bien? —preguntó Raverre.

—¿Y bien, qué? —dijo ella de mal humor.

Raverre sonrió.

—¿No me ibais a preguntar por Siward? Con buenos modos, espero —no se pudo resistir añadir.

Ella apretó los dientes.

—Decidme lo que habéis hecho con Siward, por favor.

—Lo he nombrado alguacil del castillo.

—¿Cómo? —dijo Lisette, totalmente asombrada, olvidando al instante su rabia—. Entonces os habrá jurado fidelidad. ¿Cómo lo conseguisteis?

—Dándole a elegir entre ser uno de mis hombres o abandonar mis dominios. Sin embargo, sin una conducta segura, habría tenido que permanecer libre durante un año y un día antes de buscar trabajo en una ciudad. Le dije que esa proeza no me parecía estar muy lejos de sus posibilidades.

—¡Por todos los santos! —pronunció Lisette—. ¿Y qué dijo a eso?

—Al principio no me creyó. Pensó que lo mataría si se negaba a prestarme juramento.

—Muchos lo habrían pensado.

—Independientemente de que estuviera muerto o simplemente ausente, me habría quedado sin herrero —le explicó Raverre con calma y sentido práctico—. Y también necesitaba un alguacil que yo supiera que hablaría con justicia de todos, tanto de mí como de los sajones. Vuestro Siward se me antojó un hombre de palabra, una vez dada.

—Sí —respondió Lisette calladamente.

Lisette jamás se habría imaginado tal iniciativa por parte de Raverre.

Pero su clemencia no hacía de él un hombre menos peligroso, se recordó. Siward sin duda estaría intentando asimilar que, aunque ya no era libre, se le había dado una posición de autoridad; pero Lisette sabía que el herrero había sido astutamente manipulado. De hecho, empezaba a darse cuenta de que, a pesar de su apariencia desalentadora, Raverre no era un bárbaro poco civilizado que se apoyaba sobre la fuerza bruta para conseguir sus objetivos: había una inteligencia astuta y precavida tras aquella fachada serena y dura.

—¿Dónde está Siward ahora? —le preguntó.

—Festejando con los demás, supongo. Y, como vuestra cena se estará enfriando, será mejor que volváis a vuestros aposentos antes de que Marjory envíe a alguien a buscaros.

—Muy bien —respondió ella con candidez—. ¿Podéis devolverme mi llave?

Raverre se echó a reír con ganas, sorprendiendo de nuevo a Lisette. No le había creído capaz de un gesto tan poco serio.

—No, no puedo devolveros la llave, mi pequeña inocente —rió—. Pero habéis hecho bien en intentarlo.

—¡Ay, sois…!

Como no sabía qué decir, Lisette se dio la vuelta y fue hasta la puerta echando humo. Y encima de lo mal que se sentía, tuvo que agacharse de un modo imposible para colarse de nuevo por la abertura. Cuando Raverre cerró la puerta oyó protestar a Lisette. Sonrió de nuevo y se guardó la llave en el bolsillo mientras se alejaba de allí.

La vida en Inglaterra prometía ser bastante entretenida.