Capítulo 6

Raverre tardó un rato en darse cuenta de que Lisette ya no forcejeaba. Cuando la idea logró penetrar la obcecación y la rabia que le había causado la amenaza de Lisette, y se retiró para comprobar que estaba sin sentido, con las piernas separadas sobre la hierba, el frío del pánico se apoderó de él.

Rápidamente comprobó si tenía pulso, y más aliviado se dijo que tan solo se había desmayado; pero se la veía tan menuda y frágil que por un instante nauseabundo Raverre pensó que la fuerza descontrolada con que la había subyugado habría sido suficiente para acabar con su vida.

Recuperada la sensatez, Raverre se quitó el manto que llevaba por los hombros, la envolvió con la prenda y levantó a Lisette en brazos. Entonces empezó a susurrarle palabras de amor, palabras afectuosas, casi sin saber lo que le decía, esforzándose para no subir el tono.

Lisette recuperó el sentido y se dio cuenta de que aún estaba entre los brazos de Raverre; y forcejeó de nuevo para tratar de quitárselo de encima. Entonces su voz profunda penetró la neblina de confusión que ofuscaba su mente y, aunque estaba demasiado angustiada para entender las palabras, su tono la tranquilizó. Se dio cuenta con alivio de que Raverre ya no era el extraño a quien había provocado de manera tan insensata. Trató de hablar, pero no le salían las palabras. Él la ayudó a ponerse de pie con mucho cuidado, pero ella seguía temblando incontrolablemente.

—Vamos —dijo Raverre con cierta tensión—. Estarán preguntándose dónde estamos es casi la hora de la cena. ¿Podéis caminar sola? Si os llevo en brazos, empezarán los comentarios.

—Sí —susurro Lisette.

Aunque le temblaban un poco las piernas, enseguida empezó a sentirse un poco mejor, y avanzó despacio por el camino con la ayuda de Raverre. Cuando cruzaron las puertas del castillo, ya caminaba con más seguridad.

Cuando se dio cuenta de que llevaba puesto el manto de Raverre, fue a devolvérselo. Pero él le puso un dedo sobre los labios y la condujo por las escaleras hasta el cuarto de la guardia, que estaba vacío.

Accedieron a la habitación fría y oscura, y Raverre cerró la puerta.

—Esperad —le dijo él al notar que Lisette vacilaba junto a la puerta.

Raverre encendió rápidamente una de las antorchas de pared antes de regresar junto a ella.

Jamás le había pedido perdón a ningún hombre, y menos aún a una mujer; pero al mirar a Lisette a los ojos y ver el dolor reflejado allí, Raverre se dijo que haría cualquier cosa para aliviarlo. Además tenía una herida en el labio y estaba ojerosa.

—Lo siento —dijo bruscamente, con evidente torpeza.

Al ver el temblor del labio hinchado, Raverre la abrazó con delicadeza y la acurrucó contra su pecho, sin forzarla.

—Perdonadme —murmuró con más naturalidad.

Raverre cerró los ojos y deslizó los labios suavemente sobre su cabeza.

—Teníais razón, no habría sido mejor que los hombres de quién hablasteis —añadió con sentimiento.

Lisette sabía que no debía dejar que él la abrazara así; pero también que en ese momento sólo deseaba estar en sus brazos, apoyar la cabeza sobre su hombro fuerte y aferrarse al sentimiento de paz que experimentaba entre sus brazos, después de tantas semanas de turbación y dolor. Estaba demasiado agotada para pensar en aquel conflicto, y además, ella también tenía que disculparse.

—No fue culpa vuestra —le dijo ella en voz baja mientras se apartaba ligeramente—. Fue mía. Lo que os dije ahora me pesa. No es ni verdad ni es justo; pues sé que no sois como ellos. No habéis mostrado nada hacia mí salvo cortesía cuando podríais haber sido bien distinto. No ha sido mi intención… —aspiró hondo—. Milord, prometo ser una esposa obediente.

Raverre le agarró las manos con suavidad.

—¿Obediente? —su tono reverente le hizo sonreír.

—Sí —insistió Lisette, empeñada en corregirse—. Conozco mis deberes. Recuerdo que mi madre se lo decía a Enide.

—¿Qué le decía a Enide? —le preguntó con delicadeza, mientras le retiraba un mechón de cabello de la cara.

Lisette aspiró hondo, como una niña obediente a punto de recitar una lección de memoria. Fijó la vista en la túnica de Raverre.

—Que los hombres son distintos a las mujeres, y que la naturaleza carnal del marido debe ser tolerada. Es el deber de una esposa someterse… por muy desagradable que pueda resultarle…

Y eso que sus padres se habían querido. Estaba segura de que sin amor, esos deberes de esposa debían ser terribles.

Raverre sonrió.

—Y ahora creéis que habéis visto la prueba indiscutible de la naturaleza carnal de un hombre… —dijo él—. Dios, ojalá… —desvió la mirada un instante, y al instante siguiente la miraba con sinceridad—. Supongo que sería inútil hablaros de una naturaleza carnal de la mujer, como lo llamáis vos. Yo prefiero llamarlo deseo.

Lisette parecía sobrecogida.

—Las damas no sienten tales deseos —protestó—. No podría imaginar a ninguna mujer disfrutando… ¡deseando eso!

—Eso no —se apresuró a decir Raverre, mientras le agarraba la cara con las dos manos—. Esto. No, cariño, no os asustéis. Dejad que os enseñe cómo debe ser; como será entre nosotros…

Le rozó los labios con los suyos, antes de apartarse y sonreír. Ella se mostró recelosa, pero al menos no se había apartado de él.

Lisette sintió la suave caricia de su boca en la sien, y continuó hasta la comisura de los labios. Cerró los ojos, sabiendo que debería protestar; pero era tan dulce. ¡Y pensar que ese hombre era el mismo que había estado a punto de tomarla a la fuerza! Lisette sintió de nuevo debilidad, pero esa vez no era de sumisión forzada, sino más bien una rendición dulce, gozosa.

Raverre repitió las delicadas caricias al otro lado de cara, y se acercó a su boca, pero sin tocarla. Sin pensarlo, instintivamente, Lisette volvió la cara un poco, y sus labios se encontraron con infinita ternura. Sintió el breve roce de la lengua de Raverre sobre su labio herido, pero al instante siguiente él se apartaba ya de ella.

—Ahí tenéis —le dijo en tono ronco, mientras ella abría los ojos—. ¿Lo veis? No había nada que temer en mis besos, ¿verdad?

—No, pero…

Él sonrió.

—Y os han gustado.

Aquello era demasiado confesar, pero Lisette se ruborizó.

—He dicho que seré obediente —balbuceó—. ¿Qué más queréis? Me estáis obligando a casarme con vos… habéis tomado mi casa… somos enemigos.

—No —negó Raverre al instante—. No empecéis de nuevo con eso; yo no soy vuestro enemigo. Perdisteis vuestro hogar cuando vuestro padre juró lealtad a Harold, pero al casaros conmigo volveréis a ganarlo. Con nuestro trato no perdéis, sino lo contrario.

Lisette se acercó a la puerta.

—Mantendré mi promesa de casarme con vos —susurró—, pero no puede haber más que un arreglo entre nosotros.

Había llegado a la puerta y estaba a punto de salir, cuando Raverre volvió a hablar.

—Nunca os habría forzado —le dijo en tono severo—. Sé que mantendríais vuestra promesa.

Lisette vaciló. Entonces esbozó una sonrisa tímida, antes de salir a la noche estrellada.

 

 

La cortina perla del amanecer avanzaba por el horizonte, anunciando el día de su boda.

Incapaz de dormir, Lisette llevaba un par de horas acurrucada en el asiento de la ventana, envuelta en su capa nueva de lana roja que Bertrand le había comprado en Winchester; una prenda comprada con el dinero de Raverre.

Las mejoras en el castillo sabía que a la larga serían favorables para Raverre. Pero casándose con ella y enviando a Enide a un convento había frustrado dos posibles y valiosas alianzas con otras casas nobles. Y aparte de eso, las estaba manteniendo con sus fondos hasta que el feudo volviera a ser autosuficiente.

Decidió que no quería quedar en ridículo dejando ver lo nerviosa que estaba porque iba a convertirse en la esposa de Raverre. Sería obediente aunque muriera en el intento. Eso le hizo pensar en su madre, y en su muerte bárbara e inútil, asesinada y violada a manos de los normandos.

—¿Lisette? ¿Te encuentras bien?

Era Enide, que esos días parecía mucho más animada de lo que lo había estado en muchos meses tal vez porque estaba contenta de que iba a ingresar en el convento.

Lisette se dio cuenta entonces de que era de día. Catherine estaba sentada en la cama frotándose los ojos, y Marjory bostezaba, gruñendo por el frío que entraba por las contraventanas que Lisette acababa de abrir como todas las mañanas.

Si fuera tan sólo una mañana más…

Lisette decidió sonreír.

—Me preguntaba cómo se sintió mamá el día de su boda —improvisó.

—Aliviada de poder salir de aquella ciénaga plagada por las fiebres a la que los celtas se habían retirado, imagino —dijo Marjory—. Y si vas a abrir las contraventanas tan temprano, al menos abrígate.

Lisette se echó a reír.

—¿Ay, Marjory, qué haríamos sin tu sensatez? —gritó mientras le echaba los brazos al cuello a su aya.

—Chist —dispuso Marjory con seriedad, pero acarició con amor la mejilla de Lisette mientras la miraba con gesto indulgente—. Vuestra madre me dijo que se sentó a ver amanecer, y que se preguntaba si su esposo llegaría a amarla como ella a él. Más tarde averiguó que él ya la adoraba —Marjory sonrió con complacencia—. Raverre y tú no sois tan distintos, creo yo.

Lisette se quedó boquiabierta, pero no fue capaz de pronunciar una sola palabra. Marjory aprovechó su silencio para conducirla hacia un taburete.

—Ahora, siéntate y deja que te peine ese pelo. He pedido agua caliente a primera hora, y aquí hay un cuenco de jabón recién perfumado. Te bañaremos, perfumaremos y mimaremos como se debe mimar a una novia.

Marjory cumplió su palabra. Cuando Raverre vio a su futura esposa entrar al patio de la iglesia del brazo de Bertrand se quedó sin respiración, de tanta belleza.

Le habían dejado el cabello suelto, que le caía hasta la cintura como una nube de mechones de bronce y castaño oscuro, entretejidos con margaritas de otoño. El vestido azul de seda, confeccionado a la moda normanda, ceñía su figura aún de niña y destacaba sus pechos pequeños y su cintura de junco, antes de fruncirse por debajo de las caderas para caer graciosamente hasta el suelo.

Lisette vio la muchedumbre de siervos y soldados, escuchó sus murmullos de apreciación, pero le pareció que todos permanecían en un segundo plano. Sentía como si fuera otra joven la que cruzaba la entrada del porche de la iglesia, donde Raverre la esperaba.

En el gran salón, desde su asiento en la mesa principal, Lisette se dijo que ya era una dama normanda.

La ceremonia había terminado, y también el banquete. La gente se arremolinaba en los grupos de costumbre, se contaban rumores, y algunos de los más jóvenes habían empezado a jugar a la gallinita ciega. Lisette se fijó en la tímida Enide, a quien animaba un joven soldado de rostro alegre que se acercaba a ella con gesto protector.

Aquél era el comienzo de la Inglaterra normanda, pensaba de pronto Lisette; tal vez de una Inglaterra más fuerte. La idea la sorprendió, pero no pudo quitársela del pensamiento. Se dijo que estaba cansada, pero la realidad era que después de haberse tomado varias copas de vino y de haber comido algo, se sentía un poco mejor.

No era la única. Lisette levantó la cabeza al oír una risotada, y vio a Gilbert bailando con un arpa en las manos. Sus movimientos eran cada vez más sugerentes, como los de un imaginario y ardiente pretendiente tras una dama reacia.

Raverre sonrió y se volvió hacia Lisette.

—Creo que tal vez tus hermanas deban retirarse. Esta fiesta está a punto de pasar a convertirse en algo de lo menos indicado para los oídos de una doncella.

Catherine se echó a reír.

—No te preocupes, Alain —le dijo con frescura—. Los sajones son los bebedores más resistentes del mundo. Deberías haber visto algunas de las celebraciones de mi padre.

—Ya veo —se fijó en sus mejillas coloradas y después en la copa de vino vacía—. Pero dudo que tú te quedaras hasta que todos se quedaran dormidos en la mesa. Así que márchate antes de que Marjory me persiga por corromper a sus polluelos.

Raverre se puso de pie y le tendió la mano a Lisette.

—Vamos, querida, es hora de que nosotros nos retiremos también.

Lisette se sonrojó, y apenas consiguió darles las buenas noches a sus hermanas al ser rodeados de gente que quería desearles felicidad.

Aturdida por la confusión del momento, Lisette se encogió junto a Raverre. Él no se hizo de rogar, y la levantó en brazos inmediatamente para estrecharla contra su pecho. Casi sin darse cuenta, le echó los brazos al cuello y escondió la cara entre los pliegues de su túnica.

—No te alarmes —le susurró él al oído—. No es más que una muestra de alegría.

Avanzó hacia los aposentos. El ruido de los aplausos y los vítores de la gente quedó silenciado al cerrar la puerta. Al menos allí reinaba un silencio agradable y el ambiente era respirable, después del humo y el calor que habían dejado en el gran salón. Lisette se preguntó por qué Raverre seguía apoyado sobre la puerta.

—Ahora ya puedes mirar —le dijo él con humor—. Ya estamos solos.

En su mirada risueña Lisette vio reflejada una intensa emoción, de la cual ella también se contagió.

Para disimular que estaba muy nerviosa, Lisette miró a su alrededor en la habitación. El espacioso aposento había sufrido una trasformación. De las paredes de piedra colgaban tapices nuevos de estilo eminentemente normando. Una mesa y una silla ocupaban el espacio entre las dos ventanas, y dos recios arcones de madera flanqueaban la chimenea.

Un grueso velón ardía en solitario esplendor sobre una palmatoria de hierro; y los candelabros de pared le daban más luz a la pieza; incluso había una gruesa piel de oveja en el suelo.

Tal vez tontamente, Lisette se alegró al ver un reclinatorio junto a la cama. Ella no había creído ni por un momento los rumores que aseguraban que los normandos eran hijos del diablo; sin embargo le consolaba ver pruebas de que no era cierto. Entonces se fijó en la cama recién hecha, cubierta con su piel de oso y una sábana de lino limpia sobre el colchón de paja.

Raverre notó que Lisette se apartaba de la cama nerviosamente, y la siguió hasta la chimenea.

—Supongo que verás el cuarto distinto a como estaba antes —comentó con naturalidad, mientras se acercaba a la puerta y colocaba la tranca en su sitio para que nadie pudiera entrar.

Nadie le había dicho lo que tenía que hacer una esposa obediente la noche de bodas, así que Lisette decidió posponer el ser obediente y se volvió de nuevo hacia la chimenea. Y como estaba muerta de frío, se sentó en un taburete para calentarse.

—Sí que está distinta —concedió—. Pero me gusta. Los tapices son muy bonitos.

—Los hizo mi madre —respondió Raverre, mientras cerraba las contraventanas de madera—. Ya está. ¿Tienes ya menos frío, cariño?

Se acercó a ella y se puso de cuclillas; entonces tomó una pequeña jarra que descansaba en la losa de piedra delante del fuego.

Lisette no se había fijado antes, pero en ese momento le llegó el aroma especiado del hipocrás.

—Debo tratar de enviarles un mensaje a mis padres anunciándoles nuestro matrimonio —comentó Raverre—. Mi padre querría que nuestro linaje continuara aquí en Inglaterra.

—¿No les importara que te hayas casado con una sajona?

Raverre sonrió mientras acercaba a las llamas el recipiente que contenía aquel brebaje oscuro y dulce, y lo meneó suavemente.

—Mi madre se alegrará tanto de que me haya casado que no le importará si eres sajona, danesa o sarracena. Hace años que está desesperada conmigo.

Dios santo, Raverre empezaba a gustarle de nuevo. Cuando esos ojos azules le sonreían con tanta malicia y tanta picardía, le resultaba imposible no sonreír también. Y estaba siendo tan amable con ella al dejarla que se acostumbrara a estar a solas con él en la intimidad del dormitorio.

Pensó en todas las ocasiones en las que Raverre se había mostrado delicado con ella, incluso comprensivo; todas esas veces en las que había tratado de disipar sus miedos.

Entonces, cuando él se puso de pie, Lisette se asustó un poco. Pero Raverre se limitó a acercarse a la mesa para servir un poco de vino en un cuerno.

—Pedí que prepararan el hipocrás esta mañana, y se ha mantenido caliente aquí junto al fuego —Raverre volvió junto a Lisette y le pasó el cuerno.

Había bebido bastante vino esa tarde, pero con el ambiente fresco del cuarto se le había quitado el aturdimiento, de modo que un poco más igual podría animarla.

Incapaz de mirar a Raverre a los ojos, Lisette agarró el cuerno y se lo llevó a la boca demasiado deprisa. El vino caliente le salpicó en la nariz y lo que no tragó con normalidad se le fue por el otro lado, provocándole un ataque de tos.

Raverre le quitó el cuerno de la mano y lo colocó delante de la chimenea; entonces le tomó las manos y tiró de ella para ayudarla a ponerse de pie.

—No hay necesidad de tener tanto miedo —murmuró, mientras se limpiaba el vino de los dedos—. No voy a hacerte daño.

Lisette levantó la vista y lo miró. Era tan grande y alto, que ella apenas le llegaba al hombro.

—¿No? —preguntó, temblándole la voz.

Raverre sonrió con pesar. No había esperado pasarse la noche de bodas explicándole a su esposa lo que debería haberle contado otra mujer.

—Cariño —le acarició la mejilla con los nudillos—, tendré mucho cuidado contigo; pero la primera vez… —se agachó un poco y la besó—. Si te hago daño, sólo será un momento, lo juro.

Lisette no tuvo tiempo de asimilar sus palabras, pues enseguida la envolvió la dulzura de los besos de Raverre. Él la había besado con anterioridad, pero aquella lenta seducción de sus sentidos prometía hacerle olvidar el miedo; olvidarse de todo excepto de la necesidad cada vez más real de responder.

Antes de poder hacerlo, sin embargo, Raverre dejó de besarla bruscamente. La levantó en brazos y la llevó la cama.

Al momento siguiente estaba tumbada en la cama, entre los brazos de Raverre, que la besaba dulcemente en los labios. El corazón le latía tan deprisa, que Lisette sabía que aquello no era suficiente.

Separó los labios, e instantáneamente él aceptó su muda invitación. Lisette lo besó basta que sus sentidos sólo estaban para él: la suave invasión de su lengua, el dulce sabor del vino en sus labios, el olor a hombre limpio.

Lisette abrió los ojos y vio que él le había desabrochado el vestido, y que ella no se había dado ni cuenta.

—¿Preferirías desvestirte tú? —le preguntó él con delicadeza.

Ella asintió rápidamente, porque no podía hablar. Se preguntó si él se enfadaría con ella.

—Tienes los ojos como platos —Raverre sonreía—. No pasa nada, mi pequeña y tímida esposa —dijo con picardía—. Al menos esta vez…

Raverre la besó en los labios y se levantó de la cama. Lisette se incorporó despacio; con una mano se agarraba el vestido. Se alegraba de la comprensión de Raverre, ¿pero acaso esperaba que se desvistiera delante de él? De pronto le parecía que había demasiada luz en la habitación.

Entonces, como en respuesta a una súplica silente, Raverre dio la vuelta a la habitación para apagar los candelabros de pared. Incluso apagó la vela que normalmente ardía día y noche. Bendita oscuridad la que cayó sobre el cuarto, interrumpida tan sólo por el resplandor de las llamas oscilantes de la chimenea.

Lisette se desvistió rápidamente y se metió en la cama, donde se cubrió con la piel de oso. Sólo entonces se aventuró a mirar a su marido.

Él estaba de espaldas a ella, desvistiéndose también. Desnudo era tan bello, tan fuerte y atlético como vestido; la suave luz del fuego se dibujaba caprichosa sobre su piel y le daba un resplandor bruñido; su despeinado cabello dorado le caía sobre la frente y suavizaba las líneas ásperas de su rostro.

Lisette se dijo que era muy apuesto. Jamás había pensado que un hombre pudiera ser considerado bello, pero Raverre lo era: un bello ejemplar humano en la plenitud de la vida. Eso le hizo ser más consciente de su suavidad, de su esbeltez y de su femineidad.

Él se sentó en el borde de la cama para desatarse las tiras de las botas y de las medias. Lisette apartó la mirada rápidamente y se deslizó más adentro, hasta que la piel de oso le tapaba también los ojos.

Cuando Raverre se volvió para acostarse con ella, Lisette vio que sonreía. Bajo la piel de oso, Raverre se acercó a ella.

Inmediatamente su calor la envolvió, intensificando el torbellino de pánico, timidez y emoción que componía en ese momento sus sentimientos. Raverre estaba tan cerca que Lisette sentía el frenético latir de su corazón, la tensión de su cuerpo, lo mucho que la deseaba. Sin embargo, le acarició el cabello pausadamente, extendiéndolo sobre el almohadón de lino hasta que rodeó su rostro como un halo oscuro.

—Mi bella esposa —susurró él—. Mía —se inclinó y deslizó la mano a lo largo de todo su cuerpo.

Lisette tembló, porque jamás se había sentido tan vulnerable.

—Sólo voy a tocarte —murmuró él—. No temas, seré muy dulce contigo, mi amor.

Lisette recordó su firmeza de no dejar ver el miedo que sentía; aunque de algún modo, ya no importaba.

—Yo… me siento tan extraña —balbuceó—. No es que tenga miedo, pero… apenas sabemos… quiero decir, hace dos semanas ni siquiera…

¡Cómo podía explicarse!

Raverre sintió una ternura enorme, unas ganas inmensas de protegerla. Y se agarró a ello porque sabía que era lo único que le impedía unirse con ella; poseerla hasta que no pudiera estar ya sin él. Sabía que la perdería para siempre si la asustaba, y no podía concebir hacerle daño.

—Lo sé, pequeña, lo sé —murmuró para darle seguridad—. No sabes cómo volar en los brazos de tu enemigo.

—Sí —gimoteó ella con agradecimiento—. Ay, por favor, no te enfades. Lo intentaré…

—Chist…

Raverre le acarició un pecho con suavidad, Lisette gimió asustada al sentir la íntima caricia. Fue a empujarle el brazo, pero en lugar de eso le agarró los hombros, al tiempo que las oleadas de deseo parecían disolver su vago sentimiento de rabia. De pronto sus caricias ya no eran extrañas, ni una intrusión. Le parecían bien.

Los temblores de su cuerpo aumentaron. La confusión y la aprensión luchaban contra un deseo que acababa de despertar.

Raverre la abrazó.

—No me rechaces, mi vida. Sólo por esta noche olvídate de los normandos y los sajones. Aquí, entre los dos, no hay necesidad ni de conquista ni de rendición, sino que estamos sólo un hombre y una doncella —susurró con voz ronca y grave—. Confía en mí, cariño. Esta noche, confía en mí.

Era suya. Aunque no habían hablado de amor, Lisette supo que pertenecía a Raverre a un nivel primitivo, profundo, más allá de las palabras.

Y el saberlo la aterrorizaba; mucho más que el otro miedo que había sentido antes.

De haberla tomado él bruscamente, o incluso descuidadamente, podría haber escapado a esa sensación de pertenecerle, podría haber seguido ajena a él, sólo cediendo su cuerpo. Pero ningún amante podría haber sido más paciente con su inocencia, ni más apasionadamente tierno. Apenas había sentido el breve escozor en el momento de su posesión, de tan intensa que había sido la sensación de unirse a él en un solo cuerpo.

Raverre la había abrazado tan fuerte, mientras su cuerpo trataba de ajustarse a él, que se había sentido totalmente rodeada, envuelta entre sus brazos. Y entonces Raverre había empezado a moverse.

Lisette se movió entre sus brazos, y Raverre fue a cubrirla con la piel de oso que los abrigaba con su calor oscuro. Acurrucó a Lisette sobre su costado, segura entre sus bazos.

—¿Te duele, cariño? —le preguntó en voz baja.

Lisette consideró la pregunta. Sentía una tirantez extraña por dentro, pero aún más intenso era aquel anhelo que no la abandonaba…

Pero de pronto dejó de dolerle, y el recuerdo de la sensación parecía eludirla.

—No, no me has hecho daño —le respondió—. No ha sido… desagradable —añadió entonces, como atraída por la cálida intimidad del momento.

Raverre le acarició la mejilla.

—La próxima vez será mucho mejor. Esta noche todo es demasiado nuevo para ti… y yo te deseaba tanto. La próxima vez sólo habrá placer, te lo prometo.

Ese era el sentimiento que le había inspirado: la promesa de placer, el sentirse completa junto al otro como no se había sentido jamás. Y también allí estaba el peligro, la amenaza que había sentido desde la primera vez que había visto a Raverre.

—Duérmete, esposa mía —le dijo Raverre con los labios en su cabello—. Yo te protegeré.

Lisette se quedó en silencio, escuchando la respiración de Raverre, cada vez más pausada. Permaneció despierta varias horas, hasta que el cansancio también se apoderó de ella, cuando la pálida luz del alba empezaba a despuntar sobre los campos neblinosos.

Alguien le había llevado su ropa al dormitorio, y sus vestidos colgaban de una barra en un rincón del cuarto, junto con las túnicas de Raverre y su manto azul oscuro. Se incorporó un poco y vio que estaba sola.

Al ver el vestido de boda en el suelo y las margaritas desperdigadas sobre la cama, pensó que él ya no era su enemigo. Trató de negarlo, pero sabía que un enemigo no la habría tratado como lo había hecho él la noche anterior, que no la habría protegido como él, de tal modo que no había temido a nada ni a nadie.

Mientras se ponía una de las combinaciones de lino que encontró allí dobladas y preparadas para ella, se dijo que también tenía algo positivo el que los siervos hubieran perdido libertad. Se alegraba de saber que el castillo estaba constantemente protegido, que la cosecha se haría bien y a tiempo, que habría hombres disponibles para llevar la leña en noviembre, y que hasta el siervo más pobre tendría leña gratis.

Y a un nivel más personal, sabía que Raverre sería honorable y justo. Había sido bueno con sus hermanas, y en cuanto a ella…

Lisette echó mano del vestido que tenía más cerca y se lo puso, mientras se decía que estaba de nuevo en el principio. ¿Si Raverre no era un enemigo, entonces qué era?

A pesar de las buenas acciones de Raverre, ¿cómo olvidar que era un normando, como los que habían matado a sus padres?

Sabía que Raverre le había hecho chantaje para que aceptara casarse con él, de eso no había duda alguna. Ella mantendría su promesa, pero eso sería todo. La noche anterior se había mostrado insegura y temerosa, y Raverre había sido amable; no era de extrañar que sintiera la atracción que sentía hacia él. Pero él sólo se había casado por razones prácticas, después de todo; así que sería obediente, pero distante.

En ese momento se abrió la puerta y apareció él. Cerró la puerta de golpe y se plantó delante de Lisette en tres zancadas, la tomó en brazos y la besó ardientemente en la boca. Su firmeza se tambaleó.

—Bueno, veo que no estás peor por estar casada, milady —bromeó—. ¿Cómo te encuentras esta mañana? ¿Hambrienta? Vengo a decirte que el desayuno está esperando en la mesa. Y ya es hora… Me comería un buey.

Lisette se sentó en la silla junto a la mesa, preguntándose por qué le temblaban tanto las piernas.

—Debo trenzarme el pelo —consiguió decir.

Pero tenía los dedos torpes esa mañana, y sabía que la trenza le quedaría floja.

Raverre le cubrió de pronto la mano con la suya.

—Creo que necesitas ayuda —murmuró él con voz risueña.

Lisette volvió un poco la cabeza para mirarlo, y soltó una risita nerviosa, cargada de sorpresa.

—¿Tú? —le preguntó con incredulidad.

Él sonreía ya de oreja a oreja.

—Bueno, tengo otras habilidades aparte de luchar —colocó un plato de cobre en la mesa y le pidió que se mirara—. Deja que te enseñe.

Raverre le deshizo la trenza y le extendió el cabello sobre los hombros. Ella subió las manos para detenerle. Pero Raverre le hizo poner de nuevo las manos en el regazo.

Entonces Lisette vio un rápido destello de luz reflejado en el plato, mientras él le colocaba un aro de oro en la cabeza. Boquiabierta, pensó que era la cosa más bonita que había visto en su vida. La delicada banda tenía grabados dragones cuyos preciosos ojos de zafiro reflejaban el color de sus ojos.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó con acento débil.

—De Gales, a juzgar por los dragones, pero nosotros de Winchester.

Lisette tuvo que sonreír.

—Sabes que no es lo que quería decir.

Él esbozó aquella irresistible sonrisa masculina.

—Te lo tenía guardado —la miró en el espejo—. ¿Te gusta?

Lisette miró sorprendida sus reflejos. El aro era la pieza de joyería más preciosa que había tenido jamás, pero no era eso lo que le llamaba la atención. Era el reflejo de su figura menuda junto a la potente silueta de Raverre, y lo tremendamente guapo que estaba esa mañana.

—Es precioso —susurró ella.

Raverre la abrazó con suavidad.

—Y tú también —le dijo en tono ronco—. Con esa diadema pareces una princesa celta.

Él la miró a los ojos, y Lisette se sintió de pronto aturdida, hipnotizada por la expresión ardiente en los de Raverre. No podía ni moverse, ni respirar. Se dijo que si él la hubiera mirado así la noche anterior, ella se habría muerto de miedo.

—Yo… debería ponerme un tocado, ahora que estoy casada… —susurró sin aliento.

—Lo sé —concedió él mientras acariciaba su cabello sedoso—. Puedes cubrírtelo durante el día —le dio la vuelta hacia él—. Pero aún no… todavía no…

Entonces Raverre se inclinó para darle un beso posesivo y ardiente. Un latigazo de emoción la recorrió de pies a cabeza. Si Raverre no la tuviera agarrada con tanta fuerza, estaba segura de que se habría caído.

Sin dejar de besarla, él la levantó en brazos y la llevó hasta la cama. Entonces retiró la piel de oso, y de pronto se quedó sorprendido. Confusa, Lisette se volvió a mirar y vio la pequeña mancha de sangre en la sábana.

—Déjame en el suelo, por favor —le rogó, muerta de vergüenza.

Raverre la dejó en el suelo, pero le agarró la cara entre las manos y buscó su mirada.

—¿Tanto daño te hice? —le preguntó con urgencia—. Ay, cariño, lo siento.

—La verdad es que apenas lo noté.

Cuando Lisette lo miró y vio cómo la miraba él, pensó que le sería imposible ser obediente y distante.

Raverre vaciló un instante, pero enseguida la levantó en brazos otra vez y la tumbó sobre la cama, ante de tumbarse también junto a ella. Ella trató de incorporarse, pero él se lo impidió echándole el brazo por encima.

—Ah, no —le susurró mientras fijaba en ella su mirada intensa—. Ahora que te tengo, mi preciosa esposa, es mi intención que te quedes a mi lado; durante el resto de nuestras vidas.

Lisette lo miró, pero no supo qué responder a esa posesiva afirmación. Además, estaba segura de que no podría haber dicho nada; porque las únicas palabras que se repetían en su pensamiento eran «distante» y «obediente», como un encantamiento mágico que la protegiera.

Aunque no quería analizar por qué necesitaba protección.

—Aún me tienes miedo —murmuró Raverre mientras le acariciaba una mejilla con los nudillos—. Jamás volveré a hacerte daño, amor mío; lo juro.

Él había equivocado la razón de su miedo, y Lisette lo agradeció.

—Los latidos de tu corazón son como los de un pajarillo atrapado —le dijo en tono suave, mientras la besaba en el cuello—. Tranquilízate, cariño —Raverre levantó la cabeza; parecía confundido—. Estabas menos…

Lo interrumpieron unos golpes en la puerta.

—Creo que se nos debe de estar enfriando el desayuno —comentó con gesto pesaroso—. Cualquiera pensaría que podrían mostrarse más discretos…

Cuando se repitieron los golpes en la puerta, Raverre se levantó de la cama, murmurando algo entre dientes. Se acercó a la puerta y la abrió de un golpe.

—¿Qué?

Gilbert y Siward se apartaron apresuradamente.

—Lo sentimos, señor —se disculpó Gilbert, que fue quien se recuperó primero—. Pero pensamos que debía saberlo. Un grupo de siervos acaba de presentarse en la aldea. Siward dice que piden refugio.

—¡Qué mal momento! —exclamó Raverre, que miró a Siward con expresión interrogante.

—Son cinco hombres, milord —le explicó el herrero—. Dicen que su amo ha huido. Han estado viviendo en el bosque, pero tienen mujeres e hijos que no sobrevivirán otro invierno a la intemperie. El jefe dice que están dispuestos a juraros lealtad; lo tengo fuera, en el patio exterior.

—Muy bien, traédmelo; lo veré enseguida —Raverre fue a cerrar la puerta—. Y dadles de comer —añadió en tono seco.

Dio un portazo, y Gilbert y Siward se miraron.

—Creo que iré a cazar esta tarde —dijo Gilbert—. Y yo en tu lugar, Siward, trataría de estar ocupado todo el día.

—No volveremos a ver a esos dos lo que queda del día —le dijo Raverre a Lisette.

Sonrió de mala gana al ver que a su esposa le había faltado tiempo para levantarse de la cama. Se había hecho la trenza más extraña que había visto en su vida, y el aro de la cabeza lo había reemplazado por una toca de lino blanco.

Cuando Lisette se dio la vuelta, la mezcla de recelo y alivio que vio en su rostro preocupó a Raverre.

—Vamos, milady —le dijo en tono formal—. Nos espera el almuerzo.

***

Los arneses tintineaban, y los caballos piafaban formando nubes de vaho en el aire helado. Soplaba un viento gélido que doblaba las ramas desnudas de los árboles que flanqueaban la carretera como mudos centinelas. Al oeste, aún en la distancia, las nubes de tormenta se arremolinaban con rapidez, formando una masa gris oscura.

Y Raverre estaba enfadado con ella.

Desde el día anterior apenas le había dirigido la palabra. Lisette se había retirado temprano, y se había quedado dormida inmediatamente. De no haber visto la marca que la cabeza de Raverre había dejado en la almohada, no habría sabido si él se había acostado o no con ella esa noche.

Lisette miró a su marido, que en ese momento daba instrucciones a los soldados que acompañarían a Enide y a tres siervos a Romsey. Los siervos la acompañaban para que ella estuviera más cómoda y segura: Alfrida para atender sus necesidades, y dos hombres para acompañar a Alfrida de vuelta a Ambray.

Catherine y ella debían despedirse de Enide. Con el optimismo habitual de la juventud, Catherine estaba tan feliz como si Enide se fuera de excursión. Pero ella sabía que se iba para siempre.

Llorando de emoción, pero intentando disimularlo, Lisette abrazó rápidamente a su hermana mayor. Enide se retiró para mirarla.

—Yo debería estar en tu lugar, ya sabes —empezó a decirle en voz baja—. No, por favor, escúchame —dijo cuando Lisette fue a protestar—. No tuve valor, aunque hace tiempo que sé que tu marido no trataría mal a una mujer —Enide parecía a punto de echarse a llorar—. ¡Oh, Lisette, perdóname! Rezaré cada día para que encuentres junto a él la felicidad que mereces, y para que lo que yo te he hecho no tenga un mal resultado. Y no juzgues a Raverre con demasiada dureza. Me manda con una dote para que no llegue al convento con las manos vacías. Pocos hombres harían tanto, teniendo en cuenta que ya me ha permitido que me retire a la clausura.

Lisette notó que estaba a punto de llorar, y enseguida la abrazó de nuevo.

—No hay nada que perdonar, querida hermana. Ve con Dios y sé feliz.

Enide se montó en su caballo, y el grupo de jinetes desapareció carretera adelante.

—Bueno, ya tienes una menos de quien preocuparte —dijo Raverre a sus espaldas.

Lisette se dio la vuelta.

—Para mí, Enide no era una carga —protestó, pero se sintió culpable al pensar la cantidad de veces que había sido impaciente con su hermana—. Ha sufrido muchísimo.

—No mucho más que tú —afirmó Raverre con rotundidad—. Tal vez no presenciaras el ataque, como ella, pero sí que viste los resultados. Bertrand me dijo que tu madre murió después entre tus brazos. Y luego tuviste que enfrentarte a las demás muertes y al saqueo del castillo.

—Yo…

—¿Crees que no sé por qué me tienes tanto miedo? Tú pensabas que te trataría con la misma brutalidad.

—Yo no…

—Creo que Enide se habría tirado de lo alto de la torre antes que casarse con un normando, aunque fuera por el bien de su pueblo. Espero que se dé cuenta de la suerte que tiene con su hermana.

—No debes ser tan duro. Enide no pudo evitar…

—Ser débil.

¿Le permitiría hablar alguna vez?

—No iba a decir…

—¿Te gustaría ser tú quien te marcharas a entregar tu vida al servicio de Dios? —le preguntó de pronto, mirándola con intensidad.

Lisette miró hacia el camino. Una ráfaga de viento levantó un montón de hojas secas del suelo, con aire melancólico. Reconoció la verdad absoluta de su respuesta antes de pronunciarla.

—No, jamás he deseado eso. Ni siquiera cuando lo veía como la única alternativa a…

—Al matrimonio conmigo —terminó de decir él en tono sombrío.

Lisette miró a Raverre, confundida por la tristeza que percibió en su mirada. Sintió una inexplicable necesidad de decirle que el matrimonio con él era lo que deseaba en ese momento. Pero como no deseaba tirar por un camino donde las emociones eran aún muy confusas y las consecuencias desconocidas, sólo pudo negar con la cabeza, mientras se agarraba agradecida a las palabras de Enide.

—Debo agradecerte, milord, que le hayas dado una dote a mi hermana —balbuceó un poco al ver la expresión fría de Raverre—. Ha sido un gesto de mucha bondad.

La frialdad dio paso a una rabia tan fuerte que Lisette retrocedió de un salto sin darse siquiera cuenta, al ver la violencia en la mirada de su esposo.

—¡Maldita sea, no quiero tu gratitud! —le soltó con dureza, antes de darse la vuelta y alejarse de ella.

Y el enfado no se le pasó. Cada vez que se cruzaron durante el día, se mostraba frío con ella; se retiró horas después que Lisette y al día siguiente se levantó mucho antes que ella.

No hizo intención de reclamar los derechos de un marido, y después de varios días de ser ignorada, Lisette sentía una consternación tremenda, puesto que el deber ya no era tal, y sólo predominaba un deseo ardiente de estar con él.

Y ese deseo tan grande de estar junto a él se veía aumentado cada vez que por la noche se despertaba a su lado para ver que, a pesar del extraño comportamiento de su marido durante el día, dormido la abrazaba con fuerza.

¿Lo sabría él? ¿Querría acaso abrazarla con tanta posesividad? Sin saber cómo acercarse a él, y sin comprender tampoco que sus sentimientos hacia él estaban cambiando, Lisette trató de no angustiarse al ver que se perdía el frágil compañerismo que habían partido antes de casarse.

Y Raverre, atormentado por la sospecha de que habiendo tomado su cuerpo antes de ganarse su corazón, sólo había provocado en ella un sentimiento de gratitud y un deber hacia él, mantenía las distancias y trataba a Lisette con una fría cortesía que aniquilaba de raíz cualquier intento que ella tuviera de reconciliar su sentimiento de culpabilidad y responderle a él.

Tres días después, mientras tomaban una sustanciosa cena a base de venado, Lisette reflexionaba acerca de su incierto y depresivo futuro.

Uno de los hombres que guardaban la puerta anunció en ese momento la llegada de un joven soldado normando al salón. Mientras el joven esperaba, Lisette notó que debía de llevar muchos días cabalgando, por el cansancio que se reflejaba en su rostro y el polvo del camino que cubría sus ropas.

Raverre y Richard De Somery, cuyos hombres estaban de guardia en el castillo, habían suspendido su conversación cuando entró el visitante; y Raverre se puso de pie cuando el joven se acercó hasta la mesa. Apenas reconoció la presencia de las damas con un leve asentimiento, y se dirigió a Raverre con voz áspera y cansada, tambaleándose ligeramente con el esfuerzo de permanecer derecho hasta dar el mensaje que llevaba.

—Milord, soy Ralph de Pictou, escudero del ejército de nuestro señor el rey, y os traigo saludos de Guillermo y noticias que son desagradables pero que debo daros.

—Tomaos vuestro tiempo, De Pictou —le recomendó Raverre con firmeza, ya que tenía mucha experiencia en el trato con hombres jóvenes demasiado impacientes, a quienes se les cargaba con un recado de responsabilidad—. Si os tomáis un momento para recuperar el aliento, no pasará nada, sean o no malas las noticias.

De Pictou se puso derecho con evidente esfuerzo.

—Milord, son desde luego malas; pues el joven príncipe Edgard es ahora un perjuro, y ha escapado de la custodia del rey junto con su madre y su hermana, y se ha refugiado con el rey Malcolm de Escocia. Hay rumores de que se ha arreglado un matrimonio entre Malcolm y la princesa sajona, pero no se sabe con seguridad.

Un murmullo de sorpresa se extendió por el salón tras el anuncio, y algunos hombres se pusieron de pie; pero el mensajero siguió sin pausa.

—Además, el traidor Morcar de Northumbria ha roto sus votos hacia Guillermo y está provocando una rebelión en las Midlands con el nuevo conde, Gospatric, otro inglés, ojalá se pudran, que compró su señorío de Guillermo y ahora tiene la frescura de volverse en contra de su benefactor.

El joven hizo una pausa, visiblemente agotado.

—El rey me ha enviado para advertiros de su llegada. Tiene la intención de dirigir en persona la campaña en contra de estos traidores y viajará al norte en cuanto haya visto que todo está tranquilo aquí en las regiones limítrofes.

—Entonces no tardará en venir —decidió Raverre, a quien la noticia le había afectado—. Guillermo se mueve con rapidez. Aunque lleve a cuestas toda la corte, estará aquí dentro de dos días. Lo prepararemos todo mañana —anunció en voz más alta, para beneficio de los que lo escuchaban—, para suplir cualquier necesidad de hombres y armas que pueda tener el rey.

Les hizo un gesto para que volvieran a sentarse, y miró pensativamente a su huésped.

—Pero de momento debéis sentaros y comer algo —Raverre miró al joven con sagacidad—. ¿Cuándo ha sido la última vez que comisteis caliente, amigo?

Ralph se tambaleó cansinamente y se encogió de hombros.

—Comí un poco por el camino, pero a decir verdad, milord, apenas lo recuerdo. Y mañana debo irme de nuevo para advertir al conde de Hereford en Eywas Harold.

—No importa. Al menos por hoy cenaréis como es debido y descansaréis.

Se volvió hacia Lisette, pero ella ya había enviado a un sirviente corriendo a la cocina para que llevaran más comida; y cuando el huésped se sentó con gesto agradecido entre Raverre y De Somery, Lisette le hizo un gesto a Edric para que llevara un barreño con agua y que el joven se lavara las manos.

No se atrevió a mirar a Raverre. Después de sus valientes palabras de nobleza sajona, tenía en ese momento que enfrentarse a las actividades traidoras de dos de los barones más famosos del país. Puesto que si Morcar había traicionado la confianza de Guillermo, entonces era casi seguro asumir que su hermano Edwin, conde de Mercia, no vacilaría a la hora de apoyarlo y unirse a él. La única súplica posible que podía hacer por ellos era la que había hecho el rey Harold; a saber, que sus juramentos de fidelidad habían sido hecho bajo presión.

Apoyó las manos en el regazo y se las agarró fuertemente para armarse de valor, y dirigirle al recién llegado una pregunta inofensiva, mientras Raverre esperaba a que el joven apaciguara parte de su hambre.

—Señor, milord Raverre ha hablado de la corte. ¿Sabéis si la reina y sus damas viajaran con el ejército?

—Sí —respondió Ralph concisamente, ya que tenía la boca llena.

Se volvió y miró a Lisette por primera vez, consciente de pronto de que la dama que parecía recién salida de las páginas de un poema romántico se había dirigido a él, y de que él le había respondido de un modo bastante hosco.

Con la comida a medio camino entre el plato y la boca, el joven contemplaba anonadado el precioso rostro de Lisette, enmarcado por el tocado blanco. Pero Raverre le hizo volver inmediatamente a la realidad.

—En ese caso, estoy deseoso de presentarle a mi esposa y a su hermana al rey y a la reina —le dijo en tono conversacional, pero con un deje de dureza.

Ralph se sonrojó cuando se dio cuenta de que había estado mirando a la señora de su huésped embobado. Pero, envalentonado por el gesto cabizbajo de ella y por el tono de voz de su marido, se atrevió a alargarse en su respuesta.

—Os complacerá ver a otras damas con quienes intercambiar noticias, sin duda, señora. La reina Matilda tiene la intención de acompañar al rey a York, donde sin duda se quedará para el parto.

—¿La reina está encinta? —preguntó Lisette, que se olvidó de pronto de su nerviosismo por haber disgustado a Raverre.

Si embargo, él también parecía interesado y empezó a cuestionar a Ralph sobre la corte, y después sobre las actividades del ejército, apartando hábilmente a Lisette de la conversación.

Ella se recostó en el asiento y miró con fastidio hacia el otro lado, pero no se le ocurrió ninguna otra pregunta que la condujera a la información que le interesaba. Catherine, sin embargo, no tenía tanta preocupación. Escuchaba con interés la conversación de los hombres, que se centró de nuevo en los barones sajones, y así aprovechó la primera oportunidad que se le presentó para cuestionar al joven Ralph.

—¿Pensáis señor, que lord Morcar y el príncipe se sintieron burlados en la corte del rey Guillermo? ¿O tal vez maltratados, para acabar huyendo a Escocia? —le preguntó con inocencia, ya que no deseaba creer que sus compatriotas pudieran haberse comportado de un modo tan deshonroso sin una buena razón.

De Somery soltó un resoplido burlón, pero Ralph respondió con la suficiente cortesía, aunque dirigió su respuesta a Lisette en lugar de a Catherine.

—En absoluto, milady. Más bien al contrario. Cuando el príncipe y su compañía desembarcaron en Normandía con Guillermo, el año pasado, fueron recibidos con festejos respetados por sus conocimientos y su noble apariencia, y tratados con la cortesía y el honor que se debe a su rango. Y Guillermo se los trajo de vuelta a Inglaterra, incluso permitiéndoles que volvieran a sus señoríos. No, es traición clarísima por su parte.

Las damas se miraron con consternación, pero Raverre, sintiendo su inquietud, suavizó el golpe.

—Edgar no será un grave problema. Estoy seguro de que el chico volverá corriendo a los pies de Guillermo cuando se canse de la corte escocesa. Malcolm necesitará también un incentivo mayor para enfrentarse a Guillermo que la promesa de poder desposar a la hermana de Edgar. Las escaramuzas en las lindes son más de su estilo, no una confrontación con todo el ejército normando. Son Morcar y Edwin quienes necesitan aprender una lección; ellos se rindieron ante Guillermo por voluntad propia, ¿recordáis?

—Sí —respondió De Somery—. Esos dos barones recién destetados nunca se han enfrentado con Guillermo en la batalla. Necesitan probar la guerra normanda.

El severo caballero parecía tan agradecido por aquella posibilidad, que Lisette pensó que se relamería de anticipación.

Si la actitud de De Somery reflejaba la del rey, no quería ni pensar en las lecciones que seguramente recibirían los mencionados barones pero, aparentemente, Ralph pensaba que era más posible que Guillermo se mostrara clemente.

—No esperábamos que ejecutara a su hermanastro, ni siquiera después de los problemas que Odo causó en el ejército —dijo después de comentar el comportamiento del rey—. Pero sí que pensamos que por lo menos lo encarcelaría. Sin embargo, lo único que hizo Guillermo fue enviarlo de vuelta a Normandía, y le dejó conservar un puesto de autoridad. La misericordia de Guillermo con sus enemigos es bien conocida ya. Ni siquiera los plebeyos son tratados con dureza. Tomad el caso del carnicero…

Vio la expresión de De Somery, que claramente reflejaba el deseo de continuar hablando de guerra.

—Pero sé que os canso con relatos tan irrelevantes.

—Oh, no —protestó Lisette, que no vio la expresión ceñuda de Raverre por su entusiasmo por saber del mundo exterior—. Por favor, contádnosla, señor. Hace tanto que no tenemos visita.

Ralph se sonrojó de gratitud y placer de que una señora tan bella se dirigiera a él. Tras una mirada intensa, se lanzó a su relato con entusiasmo.

—Bien, milady, esto ocurrió cuando el carnicero que abastece a la corte, un tal Siegbert, le vendió al intermediario carne en mal estado. Afortunadamente, el hombre se dio cuenta de que la carne no se podía comer y fue directamente a quejarse al rey, pensando que el carnicero podría haberlo hecho para causar algún daño. Sin embargo, parecía que sólo lo había hecho para ganar lo más posible vendiendo algo malo —a pesar de su indignación, Ralph se echó a reír—. El castigo fue al menos lógico, aunque a algunos les pareció demasiado suave. Lo ataron de pies y manos y le hicieron aspirar el olor del género quemado. No podéis imaginar las caras que ponía. Fue más una demostración de tontería que un castigo, pero os juro que no intentará engañar a sus clientes nunca más.

Incluso Raverre sonrió con apreciación al escuchar la historia. Lisette, aliviada al ver que su marido no parecía enfadado con ella por haber querido escuchar la historia, se levantó de la mesa.

—Una historia divertida, señor —le sonrió con amabilidad—. Gracias por satisfacer la curiosidad femenina. Pero sin duda tendrá mucho de qué hablar con milord, y nosotras las damas sólo estorbaremos —añadió con elegancia, preparándose para retirarse.

—¿Debéis iros, milady? —quiso saber Ralph, que parecía de pronto desanimado sólo de pensar en perder un público tan encantador—. Hay muchas historias más de la vida en la ciudad que…

Pero Raverre también se había levantado, y lanzó al joven una mirada algo dura.

—Mi señora tiene por delante un par de días bastante ajetreados, y vos, señor, tendréis que marcharos al amanecer para llevar el mensaje de Guillermo al conde de Hereford —dijo sin mentir—. Hay muchas cosas aún que deseo discutir con vos, de modo que las señoras hacen bien en retirarse pronto.

Ralph se quedó desconcertado, pero no pudo resistirse a besar ardientemente la mano de Lisette cuando ella le deseó buen viaje, ni a mirarla con anhelo cuando Raverre la acompañó hasta los aposentos.

—Será tarde cuando me acueste, milady —le dijo en tono seco—. Que duermas bien.

Él se dio la vuelta antes de que ella pudiera decir nada, y volvió a la mesa sin volverse a mirarla. Lisette cerró la puerta de la habitación con cierto fastidio. ¡Por Dios! ¿Qué era lo que había hecho esa vez?, se preguntaba enfadada, sin saber que el comportamiento de Raverre era fruto de los celos. Pero ella, tan ansiosa que había estado por saber algo de fuera de su pequeña comunidad, ni siquiera había notado el interés del joven Ralph hacia ella.

No podía ignorar la sospecha de que su esposo ya no sentía la necesidad de prestarle atención, toda vez que ya estaban casados. Recordó con nostalgia las veces en las que él había bromeado con ella, o la había convencido para que le entendiera mejor, y por ello se puso triste y sintió ganas de llorar. Tan sólo lo mucho que le desagradaban tales debilidades femeninas le impidió a Lisette dar rienda suelta a las lágrimas mientras se preparaba para meterse en la cama.