Capítulo 1

El sol de la tarde, que entraba a raudales por las estrechas ventanas de las paredes del gran salón, proyectaba en el suelo sus rayos de luz dorada, cuyo reflejo iluminaba a las tres muchachas que estaban sentadas junto a la gran chimenea de piedra y las envolvía en una suave y resplandeciente neblina. Bertrand accedió al pasillo y se detuvo a observarlas un momento a través de la rejilla de madera que lo separaba del salón.

Formaban un cuadro pacífico, un poco apartadas como estaban del bullicio que había en el resto del salón, mientras los sirvientes colocaban los caballetes para las mesas de la cena. Dos de las chicas estaban juntas en el banco de madera; la cabeza rubia de la mayor inclinada sobre la labor de su hermana pequeña para guiar su mano aún torpe e impaciente.

Una sonrisa asomó al rostro atezado de Bertrand. La joven Catherine preferiría estar fuera en los establos o corriendo por la arboleda en aquel cálido día de otoño que confinada en el interior del castillo con una aguja en la mano.

Pero la sonrisa se desvaneció cuando la mirada de Bertrand descansó sobre la hermana mediana, Lisette, que estaba sentada en el suelo a los pies de su hermana, con un enorme mastín negro a su lado cuya cabeza descansaba en su regazo. Ella también había estado cosiendo, pero en ese momento acariciaba el brillante pelaje del cuello del animal, mientras contemplaba las tímidas llamas que despertaban a la vida para ahuyentar el relente de la incipiente noche.

Al contemplar de nuevo la línea limpia de su perfil recortado sobre la piedra negra, Bertrand pensó que era la más preciosa de las hijas de su fallecido señor. Aunque todas ellas habían heredado las facciones finas de su madre celta, Lisette era la única que había heredado su tez morena, ya que las otras dos hermanas tenían el cabello y la tez claros de los antepasados de su padre.

—Se la ve tranquila por primera vez en varios meses —le murmuró Bertrand a su acompañante, un joven fuerte y musculoso, vestido con el mandil de cuero del herrero.

—Una paz frágil, amigo mío —respondió el joven, mientras tiraba de Bertrand de nuevo hacia el pasillo—. Ha estado preocupada de que viajaras solo, y ahora todo ello por nada. Deberías habértelas llevado contigo, como yo sugerí.

—Estaban más seguras aquí —respondió Bertrand en tono suave.

Siward y él ya habían discutido antes por lo mismo, y en ese momento ya era irrelevante.

—¿Sigues diciendo lo mismo ahora que el usurpador normando está encima? —dijo Siward cada vez más enfadado—. Podemos seguir luchando.

—Eres un joven loco e impulsivo —respondió Bertrand—. Hay al menos cuarenta soldados a punto de llegar, contra ocho que somos nosotros; aparte de los siervos. Tal vez tú estés dispuesto a malgastar tu vida por nada, pero mi señora jamás lo permitiría. Puedes servirla mejor aceptando lo que siempre hemos sabido que ocurriría.

Siward maldijo entre dientes. Sí, ya lo sabían, pensaba el joven. Como Guillermo de Normandía había conquistado Inglaterra, el domino normando era cada vez mayor, ya que el rey compensaba a sus seguidores con tierras y casas solariegas previamente pertenecientes a los señores sajones que habían muerto con el rey Harold en la sangrienta batalla de Hastings; o en los levantamientos que se habían producido desde esa fecha. Pero el hecho de saberlo no hacía más fácil el aceptarlo.

—Yo servía a mi señor Alaric —dijo en tono sombrío, mientras se volvía hacia la puerta—, y no tengo intención de servir a sus enemigos.

Alaric, señor de Ambray, había aceptado la decisión del consejo nacional de coronar a Harold Godwinson rey de Inglaterra, a pesar de que Guillermo de Normandía reclamara que la corona de Inglaterra le había sido prometida por su primo el rey Eduardo, conocido como El Confesor. Eduardo no tenía verdadero derecho a desear deshacerse de ella, ya que los reyes ingleses se elegían; y Harold era sajón, el hombre más poderoso de aquellas tierras y cuñado del rey fallecido, tres circunstancias que favorecían su reivindicación. Pero Alaric había tenido dudas.

Había viajado mucho en sus días de juventud, y se había quedado un tiempo considerable en Normandía, donde tenía familia lejana que se remontaba a la época de los vikingos, y que habían considerado a Guillermo como un gobernante fuerte. Ciertamente implacable, pero justo, y posiblemente mejor para unir Inglaterra bajo un sólo gobierno que el antiguo linaje de Cerdic, en el que las amargas luchas entre las facciones y los hermanos dividían a los sajones, debilitando así el país.

De hecho, a la vuelta de Alaric a Inglaterra unos años antes, el rey Eduardo, que era por nacimiento también medio normando y tenía bastantes compatriotas por parte de su madre a su servicio, había rogado a Alaric para que poblara sus tierras al oeste, prometiéndole a cambio ayuda para edificar el baluarte normando que ambicionaba Alaric a cambio de ayudarle a mantener la paz en la frontera galesa.

Sin embargo, la muerte del rey Eduardo había precipitado la propuesta de más de un demandante al trono de Inglaterra. Harold Godwinson podría haber conseguido salir elegido y que lo coronaran, pero su posición no era segura. Cuando el rey noruego, Harald Hardrada, había organizado un ataque en el norte, Alaric, que se tenía por más sajón que cualquier cosa, había finalmente jurado fidelidad a Harold y había marchado con la milicia hacia una rotunda victoria en Stamford Bridge. Los noruegos habían quedado totalmente aniquilados, y habían regresado a casa cojeando en sólo veinticuatro de los trescientos barcos en los que habían llegado.

Pero entonces habían llegado noticias del desembarco de Guillermo en la costa sur de Pevensey, y Alaric se había unido a la marcha forzada de vuelta atravesando Inglaterra y se había inmerso en el fragor de la batalla de Hastings.

Los sajones habían luchado valerosamente, pero un ejército debilitado por dos largas marchas con una batalla entre medias, en el espacio de trece días no era rival de unos normandos disciplinados. Alaric había sido hecho prisionero, y antes de que se le diera la oportunidad de jurarle lealtad a Guillermo, había muerto a causa de sus heridas, dejando a sus tres hijas sin la protección de un hombre, que tan necesaria era en esos tiempos revueltos, y una finca a la que más de un caballero normando le había echado el ojo.

Enclavada entre las verdes tierras de pastoreo del valle del Wye, con un próspero pueblo construido, era sin duda una propiedad muy buena. Además, estaba coronada por el pequeño pero sólido castillo, construido en el mismo estilo normando que Alaric tanto había admirado en sus viajes, y que era más fácil de defender que las simples viviendas de madera que preferían los sajones. El castillo, que todavía estaba sin terminar, era más una casa solariega fortificada; pero se le había añadido una torre al salón, desde la cual había unas vistas excelentes del campo; y un muro de piedra, que había sustituido la empalizada de madera original, protegía la casa y los edificios adyacentes.

Tres recintos menores, en su día ocupados por los criados de Alaric, completaban la finca: un cómodo premio para un hombre emprendedor y con ambición.

Bertrand, recordando su misión, pensaba que si se producía algún cambio obligatorio, al menos las condiciones que el rey había establecido aseguraban que las hijas de Alaric quedarían atendidas; y la finca había sido entregada a un hombre que a Bertrand le parecía digno de respeto, e incluso de admiración. Aun así sabía que Lisette no se tomaría a bien tener que entregar su casa familiar a un extraño, y encima a un extraño normando.

Bertrand conocía bien su opinión sobre los duques de Normandía ilegítimos que decidían que un reinado les convendría y que sin miramientos pasaban por encima de cualquiera que se les pusiera en su camino; y por ello no quería depender demasiado de que ella aceptara de buen grado las condiciones que el rey le había ordenado que les transmitiera. A ella le habían dado ya razones suficientes para odiar y temer a cualquier normando, sobre todo a uno que tuviera en la mano las riendas de su futuro. Por todo ello, Bertrand era consciente de la renuencia del portador de aquellas nuevas. Pero, como el sujeto de su mensaje estaba en ese mismo momento a menos de un kilómetro de distancia de él, se dijo que sería mejor ponerse manos a la obra.

Avanzó con paso firme, mientras el sol se deslizaba por el oeste y el salón quedaba sumido en una repentina oscuridad, que esperaba no fuera un mal presagio. Los demás pensamientos quedaron olvidados cuando Lisette volvió la cabeza y una sonrisa de bienvenida iluminó su encantador rostro.

—¡Bertrand! —se puso de pie de un salto, con un gracioso movimiento que despertó al perro de su siesta.

El animal también se levantó, se desperezó suavemente y se adelantó para olisquear la conocida figura antes de tirarse de nuevo delante de la chimenea, sabiendo que su señora no tenía necesidad de que la defendiera.

Lisette le tendió las manos para saludarlo.

—No pensaba que fuera a verte tan pronto. ¿Qué noticias traes de Winchester? ¿Has visto a mi tía? ¿Nos aceptará en el santuario? ¿Sabes algo de nuestras fincas?

Las preguntas se sucedieron apresuradamente devolviendo a su pensamiento las preocupaciones que había intentado olvidar con sus ensoñaciones.

Bertrand se postró delante de ella sobre una rodilla.

—Querida señora, hay noticias, sin duda. Y debéis prepararos para recibirlo en persona, puesto que el nuevo lord quiso que viajara con él cuando se enteró de dónde venía yo, y sólo está a unos minutos de distancia, de camino hacia aquí.

Lisette se puso pálida, y de pronto le pareció como si la voz de Bertrand le llegara desde algún lugar muy lejano.

—¿Nuevo lord? —susurró horrorizada.

Después de casi un año de paz casi se había olvidado de aquello; había olvidado lo horroroso que podía ser el miedo. Pero no debía dejarse llevar por aquella sensación de desconsuelo que parecía atorarle los sentidos. Demasiadas personas dependían de ella; los criados, sus hermanas…

—Entonces Enide y Catherine deben marchar; esconderse en el pueblo hasta que puedas llevarlas donde mi tía… —balbuceó Lisette, al tiempo que Bertrand negaba con la cabeza.

—Escuchadme, señora —dijo con voz grave—. Ojalá pudiera haberos evitado esto, pero el rey le ha concedido todas las tierras de vuestro padre a uno de sus oficiales jóvenes. Alain de Raverre, el hijo menor de una familia noble, según me han dicho. Pero eso no es todo. También le ha concedido la guarda y custodia vuestra y de vuestras hermanas, así que estáis bajo su protección y no expulsadas, no bajo la responsabilidad de la casa real.

—¿Has visto al rey en persona? —le preguntó Lisette—. ¿Sabe de nosotros?

—Sí —le confirmó Bertrand, que se puso de pie despacio—. Yo me acerqué a él y a algunos de sus caballeros nada más cruzar los muros de la ciudad, y rápidamente fui apresado.

—¡Oh, Bertrand!

—No fue para tanto. Había pensado mezclarme con los mendigos y colarme sin ser visto en la ciudad al amanecer; pero había soldados por todas partes, interrogando a todo el que pasaba.

Bertrand hizo una mueca de pesar al recordar lo que había vivido, y aunque reacio en su tono de voz se notaba la admiración que la eficiencia normanda suscitaba en él.

—Ahora no hay tiempo de contarlo todo, pero Guillermo me recordó la ocasión en la que le pedí permiso para traer el cuerpo de vuestro padre para enterrarlo en casa. Cuando me quise dar cuenta, me ordenó que fuera a palacio a conocer a mi nuevo señor feudal.

—Entonces te he mandado demasiado tarde a ver a mi tía.

La voz de Lisette parecía encerrar tanta desesperación que Bertrand se sintió obligado a agarrarla del brazo para sujetarla.

—No debéis culparos, milady. Incluso si hubiera ido antes…

Vaciló, tratando de escoger las palabras adecuadas. Sabía que la preocupación de Lisette era por sus hermanas; y que a pesar de las muchas historias que se oían lejos de las casas solariegas y de los siervos abandonados por sus señores, ella no había considerado ni una sola vez las consecuencias personales de permanecer en su casa hasta la llegada inevitable de algún barón normando.

—Sí que hablé con la priora y, aunque os envía sus bendiciones, os insta a que obedezcáis al rey. Aunque sí que dijo que daría amparo a quienquiera que se acercara a su puerta.

Dejó de hablar para no preocuparla más. No podía hablarle a Lisette de la sugerencia de la priora de dar refugio a condición de una dote, a menos que llegaran solas, prácticamente como mendigas.

Su noticia había levantado a las otras chicas, que habían dejado la labor en el suelo, y a los sirvientes, que también se acercaron a él para hacerle preguntas, temerosos por su futuro. Catherine le dio la mano a Lisette y a Enide, aunque la mayor también se agarró a Lisette para sentirse más segura.

Era demasiado para una joven, pensaba Bertrand, deseando poder quitarle aquel peso de encima. Estaba tan pálida que temió que fuera a desmayarse. Además, parecía muy cansada; aunque no era de extrañar, ya que desde la muerte de su padre había sido ella quien había manejado el patrimonio y la casa familiar.

—Una mujer sajona tiene derecho a conservar su tierra —murmuró, negando confusamente las palabras de Bertrand—. El consejo nacional habría nombrado a Enide heredera de mi padre antes de Hastings. ¿Me estás diciendo que ahora ya nada nos pertenece y que dependemos de un extraño que además es el enemigo?

De pronto sintió una rabia que de momento le hizo olvidar su miedo; pero no era el momento de ponerse en contra del destino. Sin esperar respuesta, Lisette se puso derecha y retiró con suavidad la mano de Bertrand que le prestaba apoyo para poder acallar a los sirvientes.

—Callad, todos vosotros —les ordenó firmemente—. Cada uno que vuelva a su tarea. Cuando yo sepa más, también lo sabréis vosotros; pero no pondremos cara de miedo a los normandos.

Esperando que las preparaciones para la llegada de los visitantes pudieran mantener ocupados a los sirvientes y calmar así sus temores, Lisette se volvió hacia Wat, que era quien dirigía la cocina con mano de hierro.

—Watt, será mejor que prepares comida suficiente; sin duda nuestros… —vaciló, entonces aspiró hondo antes de continuar—, nuestros invitados tendrán hambre.

Mientras algunos de los siervos regresaban a las cocinas, murmurando entre ellos, Lisette se volvió hacia el hombre que tan fielmente había servido a su familia durante tantos años.

—¿Bertrand puedes arreglártelas? Tú sabrás qué hacer. ¿A cuántos hombres hay que alojar aquí en el patio del castillo o en algún otro sitio…?

Su voz se fue apagando, y Bertrand supo que estaba acordándose de la última vez que unos soldados normandos habían estado en el castillo y de los estragos que habían causado. Al menos podría tranquilizarla al respecto en esa ocasión.

—Señora, ocupaos de la casa y no penséis ahora en los soldados. Raverre no ha traído muchos hombres. Viene con tres de sus caballeros personales, con sus respectivos criados el resto son sólo escolta para el camino; y los tiene bien disciplinados. No necesitáis temer ni por vos ni por vuestra gente. Ciertamente, por lo que hablé con él por el camino, Raverre tiene la intención de continuar como hemos estado hasta ahora.

Hizo una pausa. Tenía muchas más cosas que decir, pero tendrían que esperar. Bertrand, que sabía la opinión de su fallecido señor sobre el duque Guillermo, también se había quedado impresionado con el joven al que debía llamar señor a partir de ese momento, y estaba dispuesto a cooperar con él; pero quería que Lisette juzgara por sí misma. Sabía que ella no estaba preparada para ver nada bueno en ningún normando por debajo del rey, pero esperaba que con el tiempo aceptara aquel cambio en su vida, y que no se convirtiera a la postre en una persona amargada y rabiosa.

Bertrand recordó a la niña despreocupada e inocente que había sido tan sólo dos años antes, sin temor a nada, y que se había enfrentado a la vida con felicidad y anticipación; una joven ansiosa y cariñosa que había parecido ser portadora de luz y felicidad. Él sabía que aquella niña no podía volver, pero esperaba que la mujer que surgiera de los años de incertidumbre y pérdida aún conservara dentro ese regalo de felicidad y amor.

Al oír el tintineo de los arneses y el murmullo de unas voces autoritarias que se filtraba débilmente por las ventanas, Bertrand abandonó rápidamente el salón. Lisette se recostó un momento más en el banco corrido de madera para armarse de valor y recuperar fuerzas. Tenía que pensar. Había tanto que hacer. Pero de la miríada de pensamientos que le daban vueltas a la cabeza, sólo uno destacaba con claridad entre los demás.

El normando había llegado.

Como si sintiera la tensión en el ambiente, el perro se levantó de nuevo con las orejas levantadas hacia el ruido del exterior, y habría salido a investigar de no habérselo impedido Lisette.

—Quédate aquí, Finn —le ordenó ella, sintiendo consuelo al tocar al animal para refrenarlo.

Levantó la vista hacia sus hermanas.

Enide tenía aquella expresión vacía en los ojos que Lisette tanto temía ver; pero Catherine parecía dispuesta a batallar con todos los normandos, con sus menudos puños apretados y el mentón alzado con gesto rebelde. Al verla, Lisette sonrió ligeramente y se recuperó a toda velocidad, arrodillándose para recoger los hilos y las telas del suelo.

—Vamos —trató de adoptar un tono enérgico—, le vamos a enseñar a estos normandos que su llegada no nos turba. El miedo sólo les hará sospechar de nuestra debilidad. Sentaos, y fingir al menos tranquilidad. Catherine, en cuanto puedas llévate a Enide a nuestro dormitorio y esperad allí. Sea lo que sea lo que pretenda este barón normando, sin duda nos permitirá tener un poco de intimidad.

Catherine sólo tuvo tiempo para asentir y echarle una mirada a la silenciosa Enide cuando se oyeron pasos firmes en el exterior de la escalera. Al momento, un hombre entró en el salón. Recorriendo con la mirada a los sirvientes sentados en un rincón y a las muchachas que estaban junto al fuego, sin dejar de caminar, el hombre avanzó hacia ellas.

La tensión se apoderó repentinamente de Lisette. La tranquila entrada del normando, que iba sin escolta, no fue en absoluto amenazante; pero sin pensarlo siquiera Lisette sintió que se preparaba mentalmente, como si fuera a enfrentarse a un peligro invisible y desconocido. Se le quedó la garganta seca, y el corazón le empezó a latir con tanta fuerza que apellas podía respirar. Era tan grande…

Sin duda medía más de un metro ochenta, tenía los hombros anchos y un torso musculoso que se estrechaba un poco en las caderas, y los muslos también potentes. A Lisette le pareció el hombre más fuerte que había visto en su vida. Y aunque era la suya una fuerza contenida, amarrada por la gracia ágil y moderada de sus movimientos, irradiaba una fuerza física que casi se podía palpar.

Iba vestido de azul marino, incluido el manto que le llegaba hasta los tobillos y que parecía enfatizar su altura, y su túnica y sus pantalones eran de fino paño, claramente de la mejor calidad y tejido. Aunque no llevaba cota de malla, cargaba al cinto una mortífera espada y un casco con visera de metal negro ocultaba sus ojos, dándole un aspecto aún más formidable.

Se quitó el casco al acercarse, y dejó al descubierto una cabeza de espeso cabello rubio y un rostro fuerte y apuesto, atezado por el sol de las largas campañas al aire libre, con los pómulos fuertes y altos, y una nariz aquilina. Sus penetrantes ojos azules de mirada fría y dura se fijaron unos segundos en los de Lisette. Durante un vertiginoso instante, aquellos ojos captaron toda su atención.

Se levantó con rapidez, pero inmediatamente se arrepintió de su impulsividad, al recordar que su intención había sido la de permanecer sentada. Así se negó a saludar a aquel invasor con la cortesía con la que normalmente se saludaba a un huésped.

Le pareció como si el magnetismo de su mirada la hubiera empujado a levantarse de su asiento sin pensar en nada más. Cuando el normando llegó junto a ellas, Lisette alzó la barbilla y lo miró a la cara. Pero como tenía los ojos muy abiertos y el pulso le latía aceleradamente bajo la fina piel de la garganta, Lisette dejó entrever el miedo que su imponente presencia provocaba en ella.

Él torció levemente su boca de labios firmes, mas tras una mirada que abarcó a las tres jóvenes, el recién llegado bajó la cabeza un poco y se dirigió a ella en inglés fluido.

—Señora, soy Alain de Raverre, últimamente capitán del ejército de Guillermo, rey de Inglaterra y duque de Normandía, y ahora, por la gracia del rey, barón y señor de estas tierras. ¿Vos sois…?

—Lisette de Ambray —le informó con brevedad, sorprendida por el tono cultivado de aquella voz ligeramente ronca—. Estas damas son mis hermanas, Enide y Catherine —pronunció en tono algo trémulo.

Al mirar a sus hermanas vio su miedo reflejado en las otras dos, que miraban a Raverre sobrecogidas; pero Lisette se obligó a ser fuerte.

—Le ruego nos permita retirarnos a nuestros aposentos privados, y permitirme que le asegure a mis siervos que no van a sufrir ningún daño y que pueden seguir con sus tareas hasta que reciban una orden suya.

Raverre observó a Lisette mientras hablaba, percibió el leve pitido en su voz, que sin duda sería dulce y aterciopelada cuando no estuviera tan asustada como en ese momento. También vio el miedo reflejado en su mirada; un miedo que la joven trataba de disimular con el gesto desafiante del mentón y con su manera de mirarlo. No recordaba haber visto jamás unos ojos de un azul tan intenso, tan rico en sombras violetas; ni de una mirada tan profunda.

Aquella joven conocía el sufrimiento, se decía él mientras se deleitaba con la belleza de aquel rostro que no se cansaba de mirar; enmarcadas por una sedosa melena del color del bronce, sus delicadas facciones eran ligeramente más definidas de lo que deberían haber sido dada su juventud, pero ni la falta de alimento ni la tensión habían restado belleza a aquellos ojos oscuros de largas pestañas bajo unas cejas finamente arqueadas, o a aquella bonita boca de labios carnosos, que en ese momento se cerraban con firmeza. Notó el atisbo de unos hoyuelos en las mejillas, y se preguntó con mucha curiosidad cómo sería aquella carita sonriendo.

Al notar de pronto su rubor, Raverre bajó de las nubes y se dio cuenta de que Lisette de Ambray estaba esperando a que él le diera una respuesta. Se impacientó un poco consigo mismo por haberse quedado mirándola embobado, como si él fuera un joven inmaduro y aquélla fuera la primer mujer bonita que hubiera visto.

Al ver la preocupación pintada en su rostro, Lisette se preparó para discutir. Ella y sus hermanas no podían sentarse allí para que él se las comiera con los ojos, o para que ellas se dejaran acosar por los bárbaros de los normandos, y así se lo haría saber. Pero Raverre le evitó la molestia.

—Podéis retiraros de momento, milady. Sin embargo, quiero que cenéis todas esta noche conmigo aquí en el salón.

Aunque Lisette aspiró hondo para responder, Raverre se le adelantó para evitar la protesta que sabía que ella estaba a punto de hacer.

—Yo mismo tranquilizaré a los siervos. Si os ven aceptar este cambio en vuestras vidas sin dramas ni rebeldía, ellos harán lo mismo; y así será más fácil para todos. No tengo deseo alguno de estar siempre disciplinando a siervos indisciplinados, que sigan el ejemplo de sus últimos señores. O señoras, como podría ser el caso —añadió con dinamismo—. Ni vos ni ellos debéis temer nada de mí. He luchado suficiente y en verdad que estoy cansado de ello, pero no tolerare insurrección alguna entre mis siervos o en mi casa. Confío en que me comprendáis.

Lisette se puso tensa. ¿Su casa? ¿Sus siervos? ¿Acaso esperaba tal vez un discurso de bienvenida por su parte? Lisette se revolvió por dentro. Él ni siquiera había tenido la gentileza de pedirle que le entregara su patrimonio, sino que había entrado tranquilamente y había tomado posesión de ello con la típica arrogancia normanda.

Pero al ver que su silencio provocaba en Raverre un gesto interrogante, Lisette se obligó a calmarse. Tal vez él se dirigiera a ella como si fuera dueño de todo, pero por muy desagradable que le resultara, sabía que era así, y quedarse allí a discutir sobre los detalles de la conquista y la rendición sería absurdo.

Necesitaba estar a solas un rato para ordenar sus pensamientos y prepararse para la batalla más importante. Porque batalla sería si aquel frío y calculador barón normando pensaba que ellas tres iban a permanecer de brazos cruzados, viendo cómo se las despojaba de su casa, y consentían que dispusiera de sus siervos sin al menos darle permiso.

Lisette alzó la mirada hacia el rostro severo de Raverre y le habló con rabia contenida.

—Os entiendo, milord.

Les hizo una señal a sus hermanas, y Enide y Catherine cruzaron el salón hacia el pasillo, donde unas escaleras de piedra conducían a la galería superior y las habitaciones de la torre. Al dar la vuelta estuvieron a punto de chocarse con un joven que entraba apresuradamente en el salón. El joven se disculpó de inmediato, claramente sorprendido, y las observó con admiración unos instantes. Pero enseguida recuperó la compostura y continuó con la misma urgencia.

Lisette se dirigió a los sirvientes, mientras Raverre estaba distraído un momento con el recién llegado; pero sólo había dado dos pasos cuando él se plantó delante de ella y le puso la mano en el brazo para detenerla. Lo hizo con firmeza, aunque no excesiva, pero ella se apartó de inmediato, asustada y sorprendida por el calor de su mano.

Raverre sonrió con ironía al ver su reacción.

—Yo mismo me dirigiré a los sirvientes, milady; será mejor así.

Miró al otro hombre, que en ese momento observaba a Lisette con clara admiración. Raverre resolvió con cierto pesar evitar que las jóvenes causaran problemas entre sus hombres lo antes posible, y así habló en tono seco.

—Podéis retiraros, milady. Os mandaré llamar cuando vayamos a cenar. Y hasta que me haya ocupado de acomodar a los hombres que tengo la intención de tener aquí conmigo, y de enviar a los demás de vuelta al ejército, vos y vuestras hermanas os quedaréis dentro de la casa.

—Debería haber sabido que nos trataríais como a prisioneras —respondió Lisette con resentimiento ante su brusca orden—. Sólo me sorprende que no nos confinéis a las mazmorras.

—Dudo si tenéis idea de cómo se trata a los prisioneros —respondió Raverre en tono frío—. Pero lo descubriréis enseguida si me causáis problemas. Yo no doy ordenes vacías, doncella, y ésta es por vuestra propia seguridad, de modo que haréis bien en obedecerme.

Más que ver, percibió la expresión de sorpresa del joven soldado que estaba a su lado; pero no quiso darle importancia. Las jóvenes estaban perfectamente seguras, y tanto él como el otro lo sabían. Pero Raverre, sorprendido por el desagrado repentino que había experimentado solo de pensar que Lisette pudiera ser el objeto de las miradas especulativas y de las burlas groseras de sus hombres, apenas podía explicar que aquélla fuera la verdadera razón que había detrás de su orden.

¡Santo cielo! ¿Por qué de repente se le ocurría que tenía que explicarse?

Él nunca daba explicaciones de sus órdenes, salvo en algunas ocasiones a sus caballeros. ¿Sería posible que aquellos ojos de mirada velada, que en ese momento brillaban de desprecio, lo hubieran hechizado?

—Es una vergüenza que una dama no esté a salvo en su propio hogar —dijo con amargura—. Pero lo olvidaba. Ambray ya no es mi hogar, ¿no es así, milord? Ni lo será mientras los normandos estén aquí.

—Éste sigue siendo vuestro hogar, señora. Sólo tenéis que recordar que ahora soy yo el señor aquí, para que nos llevemos lo suficientemente bien.

Brevemente, Lisette fue presa de la angustia. Pero como Raverre se percató de su zozobra, su gesto pareció ablandarse un poco.

—No lo hagáis más difícil para vos —añadió en tono más suave—. No hay necesidad. Cuando me conozcáis mejor, veréis que no tengo intención de haceros daño.

—Preferiría no conoceros en absoluto —le espetó Lisette.

Pesarosa por no haber refrenado a tiempo su genio, Lisette se dio la vuelta bruscamente y llamó a Finn, antes de abandonar el salón con toda la dignidad posible. Al salir, se cruzó con varios hombres que entraban en ese momento en el salón bromeando entre ellos y conversando alegremente.

Raverre la observó con gesto pensativo hasta que la perdió de vista; entonces se volvió hacia su acompañante.

—Puedes dejar de sonreír, De Rohan —le dijo Raverre, pero sabía que en ese momento él también estaba sonriendo inevitablemente.

—Una jovencita con mucho espíritu —concedió su amigo con sensatez—. Y lo bastante bella como para hacer de ello una ocupación de lo más agradable. Sé que has dicho que no querías hacerle daño, ¿pero qué vas a hacer con ella si te da problemas?

—Casarme con ella —respondió Raverre sucintamente, ignorando la cara de sorpresa del hombre—. De modo que modera tus palabras cuando la menciones.

—¡Sí, señor! ¡Moderaré mis palabras, señor! —De Rohan se puso atento diligentemente.

—Idiota.

Raverre le dio una palmada en la espalda y al hacerlo se levantó una nube de polvo de la capa de su hombre.

—Madre mía, Gilbert, necesitas un baño —le dijo Raverre a su seguidor—. Los dos lo necesitamos. Organicemos nuestra llegada y acomodemos a los hombres. Después podremos ocuparnos del pequeño problema de Guillermo.

—No sé si podríamos llamar pequeño a un objeto que necesita doce hombres para levantarlo —argumentó Gilbert—. Pero en lo del baño tenéis razón. ¿Queréis que hable con esos sirvientes que nos miran boquiabiertos? Deben pensar que vais a pincharlos con la punta de la espada.

—Entonces cuanto antes se enteren de que no lo haré, mejor —respondió Raverre, antes de avanzar con seria determinación hacia el silencioso grupo que había en un rincón.

Gilbert negó con la cabeza y sonrió ante los métodos enérgicos de su amigo, ante de darse la vuelta y empezar a dar órdenes. En menos de un minuto la eficiente maquinaria de la ocupación normanda se había puesto en movimiento.

 

 

Raverre vio que el aposento principal era una habitación bastante amplia al final del pasillo. En otro tiempo había estado bien amueblada e incluso tenía una chimenea con una válvula que entraba en el muro, por donde no revocaba mucho el humo si el viento no soplaba en la dirección equivocada. Sin embargo, una banda de soldados normandos que merodeaba por allí se había llevado del castillo todo lo que había podido, dejando un rastro de devastación y muerte a su paso, y la habitación estaba en ese momento desnuda.

De pie junto a la chimenea apagada, mientras observaba a los siervos que vertían agua caliente en una enorme tina de madera, Raverre agradeció que Guillermo le hubiera permitido ir en busca de sus pertenencias a Normandía antes de tomar posesión de sus nuevas tierras.

Su madre, que claramente había pensado que se iba a establecer en una tierra pagana, con pocas distracciones, había cargado en el carro que llevaba su equipaje diversos objetos, tales como una alfombra de piel de oveja, un candelabro alto de hierro y un salterio; por no mencionar la espada de su bisabuelo, que en realidad debería haber ido a parar a manos de uno de sus hermanos mayores.

En vano le había dicho a sus contumaces padres que los conocimientos y la artesanía sajones eran superiores a los normandos. Por si acaso, le había enviado también un tapiz para colgar en la pared.

Raverre se había reído de ella, pero no había tenido el valor de descargarlo del carro; y en ese momento se alegraba de no haberlo hecho. Gracias a los preparativos de su madre, los aposentos del señor pronto estarían bien amueblados, como deberían estarlo.

La casa en sí le costaría probablemente varios meses ponerla en orden, ya que llevaba dos años sin patrón. Sin embargo, Raverre estaba contento en general de que todo le estuviera saliendo tal y como él quería.

Sonrió al recordar la descripción que Gilbert había hecho de Lisette: una jovencita con mucho espíritu. Estaba claro que su llegada la había incomodado; y a pesar del miedo ella no había hecho nada por disimular ese desagrado. Pero en lugar de estar molesto por cómo le había hablado ella delante de los criados, Raverre se había sentido intrigado. En su experiencia, una sinceridad así era rara en una mujer. La mayoría de las mujeres se habría hecho la obediente mártir, mientras planeaba darle una puñalada por la espalda; o se habría acobardado, demostrándole su miedo con llantos y gemidos.

Además, Lisette de Ambray era una criatura exquisita. Un hombre se perdería en las profundidades de aquellos ojos de un azul tan oscuro. ¿Habría sido su frágil belleza lo que le habría animado a declararle sus intenciones a Gilbert tan rápidamente? ¿O habría sido aquel latigazo que lo había recorrido al pensar en que Gilbert o cualquier otro pudiera domar el orgulloso espíritu de la dama en cuestión?

En ese momento Raverre se dio cuenta de que él no había pensado en domar a Lisette. Porque ella había despertado en él otra emoción, hasta entonces desconocida. Trató de recordar la extraña sensación que instintivamente lo había urgido a desear apartarla de sus hombres, pero entonces lo distrajo otro sirviente que entraba en la habitación con un cojín de paja para colocar en la dura bañera de madera que había en el suelo.

Raverre se encogió de hombros y trató de ignorar la pregunta que le rondaba el pensamiento. No era un hombre acostumbrado a pensar mucho en sus emociones, y por ello prefirió centrarse en asuntos más prácticos. Uno de ellos era convertir los fríos aposentos en un lugar más habitable. Se preguntó si la habitación de la torre sería igual de triste, y si las damas se habían retirado allí pensando que estaban más seguras.

Lisette no había pensado en realidad en su seguridad. Desde que la torre se había construido, las jóvenes habían utilizado su pequeño aposento como dormitorio, y era a ese conocido refugio adonde Lisette se había dirigido a toda velocidad tras abandonar el salón.

La torre era cuadrada y baja, y el nivel inferior alojaba el cuarto de la guardia, que daba directamente al patio del castillo. Después estaba el aposento y, sobre el aposento, la azotea almenada a la que se llegaba por una estrechísima escalera en el grueso muro del castillo.

Lisette iba avanzando por la galería cuando recordó que no mucho tiempo atrás los trovadores habían tocado allí, las paredes habían estado cubiertas de fina seda y los candelabros de pared habían iluminado el brillante hilo de oro.

Sin embargo, esos días de lujo y extravagancia habían pasado, los trovadores se habían marchado y los pocos lujos caseros que Lisette había conseguido salvar de la incursión amueblaban el dormitorio donde sus hermanas y su antigua aya la aguardaban.

Al entrar la recibieron los rostros ansiosos de sus hermanas y su aya; y ella misma también notaba los temblores y la inquietud que le había provocado el encuentro con Alain de Raverre. La cabeza le daba vueltas, tenía la mente confusa, y la rabia, el nerviosismo y el miedo se debatían con el recuerdo de un par de brillantes ojos azules, de un rostro atractivo y de una impresión de fuerza invencible.

Al ver la cara pálida y tensa de su señora, Marjory fue corriendo a tomarle las manos, murmurando palabras para tranquilizarla. La condujo hacia el centro de la habitación para que se calentara junto al brasero, cuyas finas llamas bañaban la pieza con su alegre resplandor, mientras mandaba callar a Catherine, que parecía ansiosa por saberlo todo. En cambio, Enide estaba sentada en silencio encima de un arcón junto a la ventana, con las manos graciosamente apoyadas en el regazo y el rostro tan sereno como el de una madona. Sólo la mirada vacía de sus ojos grises mientras contemplaba alguna invisible distancia traicionaba el hecho de que su calma no era natural.

Lisette se sentó en un taburete junto al brasero con un suspiro, y Marjory fue a por un peine y se puso a peinar los enredos de su melena antes de hacerle dos gruesas trenzas que le caían hasta la cintura. Al final, sus suaves cuidados causaron el efecto deseado y Lisette se sentó un poco más derecha y le indicó a las demás que siguieran su ejemplo.

—Nos han llamado para que bajemos a cenar esta noche —empezó a decir—. Y, aunque me atrevo a de cirque hasta el pedazo más pequeño de alimento que comamos en la mesa de un barón normando será difícil de tragar, debemos tragarlo, y también debemos tragarnos que vamos a perder nuestra libertad y nuestra posición.

—Entonces tenemos que ser esclavas? —Catherine estaba horrorizada, pues recordaba claramente y al detalle los rumores sobre la brutalidad de los normandos que corrían por todo el país.

—No, por supuesto que no —se apresuró a asegurarle Lisette, esperando no equivocarse—. Después de todo, pertenecemos a la nobleza sajona, aunque no lo parezcamos —añadió, mirando con pesar sus viejos vestidos hechos en casa y sus mantos, desnudos de toda ornamentación—. Tengo la intención de decirle a su señor que es nuestro más sincero deseo entrar en el convento —continuó, pasado un momento—. No veo por qué iba a poner objeción. Se libraría de nosotros, para empezar. Después de todo, nuestra presencia aquí sólo será un recordatorio constante para nuestra gente de aquél que fue con ellos un amo justo y generoso.

—Sí —dijo Marjory con escepticismo, ya que había sido testigo de la contemplación ensimismada de Lisette por parte de Raverre—. ¿Pero querrá librarse de ti, linda señora?

Marjory continuó hablando con la libertad de una sirvienta de hacía muchos años, que había criado a las tres damas desde que eran bebés y que, en el presente, era su mano derecha para la administración de la casa.

—No parece que no tenga dinero, eso os lo aseguro pero la custodia de tres doncellas casaderas sigue siendo un negocio rentable, y él no estaría aquí aceptando las tierras del rey si tuviera suficiente patrimonio en Normandía. En cuanto al claustro… —el rostro arrugado de Marjory bajo el tocado de lino blanco parecía el de una avecilla curiosa.

—¿Estás tan segura de que eso es lo que deseas? No imagino esa vida para ti, mi querida niña, ni para Catherine, ya puestas. Las dos deberíais vivir en el mundo exterior, con maridos e hijos.

Lisette se puso de pie bruscamente, a punto de tirar el taburete, y dejó que sus emociones rompieran las trabas que se había impuesto a sí misma en el salón.

—¿Sugieres entonces que nos dejemos casar para aumentar la mercenaria ambición de un normando? —preguntó enfadada—. Sabes muy bien que eso es lo que pasará si nos quedamos. ¿Es eso lo que deseas para nosotros? ¿Estar al servicio de nuestros enemigos, sometiéndonos dócilmente a cualquier duro tratamiento que quieran darnos? Ya viste lo que le pasó a nuestra madre, que Dios se apiade de su alma. ¿Es eso lo que debemos esperar ahora? ¡Jamás lo haré, jamás, te lo aseguro! ¡Prefiero el claustro!

—Tal vez no tengas elección, cariño mío, y no vale de nada fruncir el ceño ni encararte como te encarabas conmigo cuando eras una niña testaruda. Eso no te servirá ahora. En cuanto a los enemigos, bueno, las luchas han terminado. Guillermo es rey, los normandos son ahora nuestros amos y estoy segura de que no todos son malvados. El joven de abajo parece bastante razonable.

—¡Razonable!

—Bertrand así lo piensa, y yo confiaría en su juicio más que en el de ningún otro. También tu padre lo hacía, recuerda…

La mención de Alaric enardeció de nuevo el genio de Lisette, que interrumpió otra vez a su aya.

—¡Marjory no puedo creer lo que oyen mis oídos! —gritó, sorprendida por el cambio en aquélla a la que había tenido como a una enemiga implacable de los invasores normandos—. ¿Lo has olvidado tan rápidamente? ¿Acaso el tormento de mi madre no significó nada para ti? ¿Te parece que debemos resignarnos a lo mismo? ¡Prefiero arriesgarme en el bosque con los lobos! Al menos no me torturarían antes de morir.

—Oh, Lisette, no digas esas cosas, te lo ruego —gritó Catherine angustiada, haciéndose cruces al oír las palabras de su hermana—. Tal vez no sea tan malo. Raverre podría alegarse de que nos marcháramos, como has dicho tú —dejó de hablar, sin saber qué más decir para tranquilizar a su hermana, y Marjory le dio unas palmadas en la mano.

—Será como desee nuestro señor —dijo ella firmemente.

Miró con preocupación a Lisette, que se paseaba de un lado al otro del cuarto. El nerviosismo de los últimos meses empezaba a ser patente, pensaba Marjory. La joven estaba muy tensa, lista para saltar en cualquier momento, y en absoluto de humor para escuchar ningún argumento racional, ni para ejercitar su habitual sensatez. ¿Y qué sería de ellas si Lisette enfadaba al señor? ¿Después de todo, qué sabían de él?

Entonces Marjory recordó la fugaz expresión en el rostro de Raverre cuando había visto a su niña por primera vez, y se dijo que tal vez el futuro no sería tan triste como temían todos. Sin embargo, Marjory no dijo nada de lo que pensaba. Cruzó la pieza sin alborotar para sacar a Enide de su ensoñación y ayudarla a que se preparara para la cena.

—Al menos podremos dormir a pierna suelta esta noche en nuestras camas —dijo plácidamente—. Es imposible que suframos ningún ataque con tantos soldados por todas partes.

Aquella serena observación causó sus efectos, y Lisette pareció calmarse un poco, aunque no lo bastante como para no insuflar de ironía su comentario.

—Un consuelo, seguro —pero se agachó para abrazar brevemente a Catherine—. No temas, hermanita. No estoy a punto de tirarme por el balcón, ni de hacer nada sin pensármelo bien —continuó con fiera determinación—. Tengo la intención de aguantar hasta el final que el destino nos depare.

Catherine pareció animarse un poco, pero por dentro se sentía incómoda por el mero hecho de pensar que un convento no sería en absoluto el mejor lugar para ella, y que prefería el matrimonio, aunque fuera con un normando sobre todo si era un normando joven y guapo como Raverre. Se sintió culpable sólo de pensar lo que diría Lisette si supiera de aquella indisciplinada idea, y por ello se puso a ayudar a Marjory a recoger la habitación mientras esperaban a que las llamaran para cenar.

Había anochecido antes de que llamaran a la puerta y Lisette hacía rato que se había cansado ya de estar encerrada entre cuatro paredes, sin saber lo que pasaba abajo. Estaba deseosa por saber más cosas de labios de Bertrand, y aunque sintió la tentación de salir del cuarto, pudo más el miedo a encontrarse con un soldado normando en un pasillo oscuro y la vergüenza que pasaría cuando la llevaran de vuelta a su dormitorio.

Trató de consolarse con la idea de que, hasta que volviera a hablar con Raverre, era inútil especular sobre sus intenciones. Pero Lisette estaba empeñada en una cosa, a saber, que Enide, con su frágil vínculo con la realidad, jamás se casara con un hombre que no entendiera o comprendiera la causa de su retraimiento de un mundo que se había convertido en un lugar demasiado brutal.

Marjory le abrió la puerta al hombre joven que había acompañado a Raverre en el salón. El hombre sonrió e hizo una ligera reverencia.

—Deseo que se encuentren bien, señoras, y estoy aquí para escoltarlas al comedor a cenar. Me llamo Gilbert de Rohan y estoy a su servicio.

Su aspecto era tan joven que Lisette estuvo segura de que como mucho le sacaría dos años a ella, que sólo tenía dieciséis. Su alegre sonrisa iluminaba un par de ojos oscuros de mirada risueña en un rostro de muchacho, y Lisette sintió que su encanto la desarmaba. Sonrió levemente como única respuesta, le tomó la mano a Enide y avanzó delante de él por el pasillo, dejándolo para que le ofreciera galantemente el brazo a Catherine.

El pasillo estaba bien iluminado, ya que cada candelabro de pared sujetaba un ramillete de juncos atados y mojados en grasa de oveja. Al recordar cómo se habían visto obligados a avanzar por el pasillo a oscuras tanteando las paredes, Lisette no pudo por menos de apreciar la diferencia. Obviamente, lord Raverre estaba acostumbrado a vivir cómodamente, pensó, y como si lo hubiera llamado con el pensamiento, el mismo Raverre apareció al pie de la escalera para llevarlas a la mesa.

Del aparente caos que había seguido a la llegada de los normandos, la calma había sido restaurada. El salón se veía alegremente iluminado con la luz de decenas de antorchas, y en la chimenea ardía un alegre fuego. En ambos lados del gran salón habían montado caballetes para mesas, con enormes bandejas de madera y grandes cuernos para beber. Los hombres empezaban a sentarse en los bancos, mientras los sirvientes esperaban una señal para empezar a llevar la comida.

Lisette apenas miró a Raverre al entrar, pero se hizo el silencio en la sala cuando él le tomó la mano con seguridad y firmeza.

Una mezcla de cosquilleo y calor le subió por el brazo, y le temblaron los dedos. Sorprendida por la intensidad de la sensación, Lisette trató de retirar la mano, pero el esfuerzo fue inútil.

Se vio obligada a soportar que él le agarrara la mano posesivamente mientras cruzaban el salón, obligada a sufrir que la sentaran a su lado en la mesa elevada sobre un estrado que cruzaba un lateral de la habitación; y obligada a sufrir el intenso escrutinio de las innumerables miradas.

—¿Es necesario que os comportéis como un conquistador que exhibe a su cautiva ante sus hombres? —preguntó Lisette en tono crispado, mientras lo miraba con resentimiento.

Raverre le devolvió la mirada con una expresión levemente desafiante, al tiempo que le apretaba los dedos brevemente antes de soltarla.

—¿Preferiríais haber entrado sola en la sala, dándoles a mis hombres la oportunidad de hacer más que mirar? —le preguntó en tono burlón, preguntándose con humor cuál habría sido la reacción de Lisette de haberle dicho que al tomarle la mano daba a entender a sus hombres que la reclamaba para sí.

Cuando Lisette alzó la cabeza y miró para otro lado, negándose a responder, él siguió hablando.

—Tal vez un poco de comida y un poco de vino endulzarán vuestro carácter.

—Prefiero morir de hambre —murmuró.

Pero Raverre se había dado la vuelta para sentar a Enide a su otro lado, y no oyó su comentario.

Gilbert, que parecía ser el lugarteniente de Raverre, acompañó gentilmente a Catherine y ocupó el asiento a su lado, aparentemente bastante divertido con su evidente apuro.

Lisette notó que a Bertrand lo habían colocado en la mesa principal, y el hombre la miró y asintió para tranquilizarla, mientras ella se esforzaba por serenarse y recuperar la compostura.

En realidad, después de unos primeros momentos de curioso silencio, los hombres de Raverre habían reanudado sus conversaciones. Pero Lisette estaba demasiado enfadada y avergonzada como para fijarse en ello, y tenía las mejillas tan coloradas como las de su hermana Catherine. Aún le dolía un poco la mano de la fuerza con la que la había agarrado Raverre, y se dijo que sólo la rabia había provocado en ella esa potente reacción al roce de su mano. Le parecía como si él acabara de reclamarla como algo de su propiedad.

Entonces, mientras Raverre le hacía señas a los sirvientes, un repentino recuerdo la distrajo. Con las voces normandas resonando en el salón, Lisette se sintió como una extraña en su propia casa y, sin embargo, por otra parte todo parecía haber vuelto a la normalidad; como si hubiera regresado al tiempo en el que el salón estaba lleno de gente conocida, que se sentaba a disfrutar de una buena comida mientras esperaban el entretenimiento que llegaría después.

Mientras le colocaban delante el pan y el ruido de las conversaciones iba en aumento, Lisette se imaginó que volvía la cabeza y veía otra vez a su padre sentado en su enorme silla tallada, llamando jovialmente a algún señor sajón vecino, o discutiendo con Bertrand sobre dónde cazar mejor al día siguiente.

Cosa rara en ella, sintió el calor de las lágrimas en los ojos, y pestañeó con frenesí para no ponerse a llorar en medio de tanta gente. Jamás demostraría su debilidad femenina delante de sus enemigos, y por eso, para distraerse, se puso a observar a los que estaban allí reunidos.

Había cuatro o cinco hombres que estaban sentados también en la mesa principal, y Lisette asumió que serían caballeros, aunque su vestimenta era tan simple y funcional como la de sus escuderos. Tan solo Raverre y Gilbert vestían túnicas de lana fina, aunque tampoco las suyas estaban adornadas con trencilla o pieles.

Su padre siempre había usado prendas más ricamente adornadas y de mejor calidad, pensaba Lisette con desprecio y satisfacción al mismo tiempo. Esas criaturas vestían como los bárbaros que eran.

Había otras diferencias. Acostumbrada a las melenas y barbas de los sajones, a Lisette le chocaban las caras afeitadas y los cabellos cortos de los normandos. La mayoría de los hombres eran morenos y corpulentos, la diferencia de los sajones, más rubios y altos; aunque en ambas razas se veían a veces individuos pelirrojos. Se preguntó si la altura y el cabello rubio claro tan inusuales de Raverre provenían de algún antepasado nórdico. De pronto le molestó la curiosidad que sentía hacia él. ¿Qué más le daba de dónde provinieran sus antepasados? Seguramente sería el mismo diablo.

Esas inútiles reflexiones fueron interrumpidas cuando Raverre empezó a trinchar la carne de los pedazos de venado asado que habían llevado a las mesas sobre los asaderos. Pincho varias lonchas de carne con la punta de su daga y las amontonó en la fuente que compartían.

Raverre vio su mirada interrogativa y comentó con naturalidad:

—Cazamos en abundancia de camino aquí, milady, como podrá comprobar. Como no sabíamos los víveres que podríais tener, y somos tantos, me pareció prudente asegurarnos la primera comida bajo este techo. Guillermo me ha dado libertad para cazar en el bosque, de modo que mañana enviaré a algunos de mis hombres a rellenar las reservas de carne. Con el invierno cerca, la necesitaremos, y me ha parecido que no tenéis mucho ganado. Eso también quedará remediado.

Lisette, a quien aún le molestaba la vergüenza que le había hecho pasar, decidió que él se estaba mostrando demasiado crítico.

—Nuestro ganado no es muy numeroso porque no es nada seguro ir al bosque últimamente —le dijo enfadada—. Y menos una mujer sin nadie que la defienda, y que de pronto pueda encontrarse con un grupo de solados normandos. Parecen estar por todas partes —terminó de decir con amargura, mirando a su alrededor.

—Los tiempos cambian, milady, y los hombres también deben cambiar con ellos, si quieren sobrevivir —fue la respuesta despreocupada de Raverre, antes de dar un buen mordisco de la carne de venado con sus dientes fuertes y blancos, e indicándole que siguiera su ejemplo.

Lisette pensó que se atragantaría con la comida, pero, a pesar de su iracundo comentario, sabía que no conseguiría nada matándose de hambre. Con unos tragos de vino, consiguió comer un poco de carne asada. Catherine no parecía tener ningún problema, se decía Lisette con pesar, al ver que su hermana empezaba a responder tímidamente a los suaves esfuerzos de Gilbert para que le hablara. Al otro lado de Raverre, Bertrand animaba también a Enide para que comiera un poco, pero, aunque su hermana obedecía, parecía una marioneta, y él el que moviera los hilos.

Tras observarlos un momento, Raverre se volvió hacia Lisette.

—Satisfaced mi curiosidad, milady. Vuestra hermana Enide es la mayor de las tres, ¿no?; debe de tener al menos veinte años, según mis cálculos. Vos sois mucho más joven, pero está claro que estáis al mando aquí. En realidad, no me imagino a lady Enide ocupándose de esta casa. ¿Cómo es esto?

Contenta de tener la oportunidad de ponerle en su sitio, Lisette se volvió hacia él echando chispas por los ojos.

—Antes mi hermana era tan capaz como cualquiera de nosotros; hasta que los normandos llegaron a esta zona del país, saqueando y matando —dijo con fiereza—. Ella vio cómo invadían nuestra casa y se llevaban todo lo que había de valor, pero incluso aquello no les bastó. Saquearon el pueblo y mataron a nuestro alguacil, aunque era un hombre mayor y no era amenaza alguna para ellos, y atacaron a mi madre y al cura cuando trataron de defenderlo.

»A mi madre la golpearon y abusaron de ella como si fuera una ramera de la calle, en manos de más de uno de esos viles brutos. Murió a causa de sus heridas cuando hubieron terminado con ella, y mi hermana lo presenció todo. Enide fue afortunada porque casi al final se desmayó y la creyeron muerta. No respetaron el hecho de que éramos mujeres, y además indefensas.

A Lisette le tembló la voz con el recuerdo de aquel horrible día, y muy a su pesar, se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero ya no le importaba. ¡Que él viera sus lágrimas y supiera lo que habían hecho sus compatriotas!

Raverre observó su rostro menudo y expresivo, pero fuera cual fuera la pena o la vergüenza que ella había esperado suscitar en él, no las demostró.

—Habláis como si no hubierais estado aquí cuando eso ocurrió.

—No. Catherine y yo habíamos ido a llevar la piara de cerdos más allá del bosque. Pero cuando regresamos… —se estremeció, incapaz de continuar.

—¿Vos llevabais los cerdos? —él entrecerró los ojos con intensidad—. En otras palabras, no había hombres para hacer tales tareas. ¿Qué hacía vuestro padre, para dejar a su familia tan desprotegida?

—El rey Harold necesitaba a nuestros guerreros para combatir contra vuestro duque —respondió concisamente, negándose con obstinación a darle el título de rey a Guillermo.

A Raverre no pareció convencerle demasiado esa explicación, pero se limitó a preguntar:

—¿Alguien oyó algún nombre que pudiera identificar a esos atacantes?

Lisette se sorprendió y lo miró.

—¿Qué diferencia tendría un nombre? Eran lobos normandos. ¡Salvajes! ¿Qué más hay que saber?

—Guillermo no acostumbra a atacar a mujeres indefensas —respondió de manera concisa—. No me refiero a las bajas que puedan ocurrir en la toma de alguna ciudad o de un castillo cuando sus ocupantes no se quieren rendir sin luchar, pero por lo que decís de éste no fue un ataque aprobado por el rey. Debéis saber que ha perdonado a todas las ciudades que le han abierto las puertas y le han reconocido como su soberano. ¿Cuándo, decidme, ocurrió esto?

—El invierno pasado —reconoció de mala gana.

Sabía muy bien que en aquella época Guillermo había estado de vuelta en Normandía, y que había dejado Inglaterra en manos de su hermanastro, Odo, y de Guillermo fitzOsbern, conde de Hereford.

—No hemos sido la única familia que ha sido ultrajada de ese modo —continuó apresuradamente, para no darle tiempo a hablar—. Hay muchas otras. En cuanto a respetar las ciudades, ¿qué hay de los pueblos totalmente quemados, de las personas despojadas de sus casas y asesinadas? Y vos habáis a la ligera de las vidas inocentes que se perdieron en la batalla. Al menos los soldados han elegido cómo querían morir. ¿Tenemos nosotras las mujeres la misma elección?

En el fondo Lisette sabía que todo aquello era insensato. Ella misma habría estado dispuesta a luchar hasta la muerte para defender su hogar y a sus gentes, y Raverre lo sabía. Sonrió repentinamente con humor, una inesperada sonrisa de muchacho que ahuyentó la dura expresión que normalmente tenía su rostro en reposo.

—Señora, creo que seríais sin duda un fiero oponente, ya os dieran o no la elección —le dijo en tono risueño.

Lisette lo miró con asombro. La inoportuna convicción de que la rabia había sido la causa de su aguda sensibilidad hacía Raverre quedó destrozada: su sonrisa la desarmó.

Sus fuertes facciones jamás parecerían suaves; y aunque era muy apuesto, poseía un aire peligroso, tan sólo atemperado por aquella encantadora sonrisa, que además le daba una apariencia más joven y más accesible. A Lisette le fascinó de pronto que esos ojos que le habían parecido tan fríos pudieran expresar en ese momento tanta calidez; y de tal manera la afectó que pasó por alto su provocativo comentario.

Las risas de un grupo de soldados cercano rompió el encantamiento. Lisette se puso colorada y, molesta, bajó la vista al plato, donde la carne sin terminar se le había quedado fría. Se dijo que debía decir algo, que no debía dejar que aquel depredador normando la dejara en ridículo con sólo una sonrisa. Pero antes de que se le ocurriera una respuesta que convenciera a Raverre de que no había podido dejarla perpleja, Gilbert decidió entrar en la conversación.

—Vaya, milady, Raverre dice la verdad. Las mujeres sajonas son buenas en la lucha cuando os veis obligadas a ello. ¿Acaso no sabéis que fue una mujer la que levantó a los habitantes de la ciudad de Exeter para desafiar al rey a primeros de año? La madre del conde Harold, nada menos. Y aunque los nobles salieron a rendirse a Guillermo, ella enardeció los ánimos del pueblo llano y aguantó dieciocho días más.

—Sí, lo sé —respondió Lisette, dando rienda suelta a su frustración y dirigiéndola contra De Rohan, que no se lo esperaba—. También sé que vuestro tan honorable rey ordenó que colgaran los ojos de un hombre en las puertas de una ciudad para desanimar a sus habitantes.

Gilbert se volvió bastante desanimado y miró con pesar hacia Raverre.

—Jamás discutáis con una mujer si no sabéis todas las respuestas —le recomendó su señor, y al punto se volvió hacia Lisette—. Guillermo se arrepintió de esa acción, sabéis —le explicó él en tono bajo, aprovechando que ella seguía callada—. Cuando la ciudad finalmente se entregó no sólo perdonó a los demás, sino que también se negó a recoger el tributo que le debían.

Lisette asimiló sus palabras. No estaba segura de sus razones, pero no creía que Raverre estuviera mintiendo.

—¿Y lady Gytha? —le preguntó pasado un momento, más interesada de pronto en el futuro de la madre de Harold que en su rabia.

—Consiguió escapar a Irlanda con los hijos que Harold tuvo con su amante, Edith «Cuello de cisne». Pero no habría tenido por qué huir. Guillermo la habría tratado con cortesía.

—A lo mejor ella estaba pensando en lo que él podría hacerles a los hijos de sus rivales —respondió Lisette con mordacidad—. Después de todo, son sus nietos.

—Nietos o no, Gytha conocía los riesgos que ello conllevaba, y aun así se decidió a enfrentarse a Guillermo, aunque hubiera pocas oportunidades de tener éxito. Ella estaba deseosa de enfrentarse a la muerte si fuera necesario. Y vos, milady, aunque parezcáis una frágil y diminuta rosa, habríais hecho lo mismo. Incluso hoy en día, de tener una fuerza que os respaldara.

Lisette fue reducida a un fastidioso silencio. ¡Una frágil y diminuta rosa! ¿Cómo se atrevía a hablar de un modo tan paternalista? Afortunadamente, Gilbert le evitó el comentario mordaz, al preguntarle algo a Raverre sobre las actividades para el día siguiente. Sin saberlo él, Gilbert le había dado la oportunidad de recuperar el aliento y tranquilizarse un poco. Lisette pensó que de muy poco les serviría dejar que Guillermo le pinchara para discutir con ella.

Catherine miró a su hermana a los ojos y esbozó una sonrisa de disculpa. Lisette le sonrió también, pero tratando de transmitirle tranquilidad. No valía la pena regañar a Catherine por haber permitido que Gilbert la convenciera para charlar con él. A sus trece años, aún era lo suficientemente joven como para adaptarse bien a la situación, toda vez que sus miedos inmediatos por su seguridad habían quedado calmados.

Tal vez la vida fuera más fácil también para ella si pudiera hacer lo mismo, pensaba Lisette; pero ella no estaba hecha de esa pasta. Ella no había elegido que su hogar familiar les fuera arrebatado, ni que sus hermanas y ella terminaran casadas con hombres de quienes tal vez no supieran nada, salvo que eran sus conquistadores. Esa idea le recordó su intención de hablar con Raverre para que consintiera enviarlas a un convento; pero al ver que parecía preocupado, decidió que ése no era el momento.

En el fundo era cobardía. Pero, por otra parte, no había necesidad de pelearse con él y de estropear sus planes. Así que, frágil o no, la consideraba una temible oponente. Tal vez no fuera capaz de llevar armas, ¿pero cuántas veces le había oído decir a Marjory que una mujer poseía armas más poderosas?

La única dificultad era que Lisette era demasiado consciente de las sutiles y misteriosas diferencias entre los hombres y las mujeres, y le daba la impresión de utilizar sus armas en contra de Raverre sería como jugar con fuego. Que él no las hubiera mandado matar a todas, no quería decir que no fuera igualmente bárbaro de otros modos.

Mientras daba otro sorbo de vino de una jarra de madera tosca se acordó de las preciosas copas de cristal que su madre tanto había apreciado, y que había encontrado hechas añicos, destrozadas inútilmente después del ataque de los normandos.

Lisette miró a Raverre con disimulo y vio que había dejado de hablar con Gilbert, y que en ese momento la contemplaba con una expresión en sus ojos claros que la alertó de inmediato.

—¿Me equivoco? —le preguntó él, regresando a su pelea y preguntándose si ella negaría sus palabra—. Aunque la batalla ha terminado y la corona de Inglaterra descansa sobre la cabeza de Guillermo hará dos años el día de Navidad, aún lucharíais si pudierais. Decidme por qué.

Lisette se inclinó hacia delante, se agarró las manos y lo miró fijamente a los ojos. Hablaba en tono bajo, y la intensidad de sus emociones rasgó su voz.

—Sí, las batallas han terminado. Habéis conquistado nuestra tierra y nuestras casas. Incluso podéis conseguir que agachemos la cabeza ante el gobierno normando. ¡Pero enteraos bien de una cosa! ¡Jamás conquistaréis nuestros corazones, nuestras mentes o nuestros espíritus!

La extraña luz de aquellos ojos pareció brillar con fiera intensidad.

—Señora —empezó a decir en tono tan bajo que sólo ella lo oyó—. Vuestro espíritu es de Dios y vuestro pensamiento es vuestro sólo, pero vuestro corazón… —su ronco susurro hizo que Lisette pensara en una noche oscura— vuestro corazón sería sin duda un premio que valdría la pena ganar.

Raverre la miró a los ojos antes de que Lisette apartara la mirada de los suyos, sin aliento y temblorosa. ¿Qué habría querido decir con tal respuesta? ¿Ganar su corazón? Eso jamás podría hacerlo.

—Nunca —susurró ella, como si tratara de convencerse, sin darse cuenta de que había hablado en voz alta.

—Nunca es una palabra peligrosa —murmuró Raverre mientras la observaba detenidamente—, cuando se convierte en un reto.

Lisette ignoró los fuertes latidos de su corazón, y se armó de valor para mirarlo de nuevo a los ojos. Si la intención de Raverre era burlarse o atormentarla, ella no le daría la satisfacción de que comprobara la facilidad con que había reducido su desafío a temblorosa confusión.

—No me refería a ningún desafío —respondió ella con espíritu—. Pero podéis divertiros pensándolo así si queréis. De momento no hay más entretenimiento.

La tímida sonrisa de Raverre no la previno de su respuesta.

—Entonces, tal vez, si habéis terminado de cenar, vuestras hermanas y vos deberíais retiraros de nuevo. Mis hombres están disfrutando de la primera comida civilizada desde hace un tiempo, y me temo que algunos beberán más de lo debido. Estaréis más cómodas en cualquier otro lugar; y mañana tendremos tiempo de sobra para charlar.

Lisette se levantó enseguida, contenta del respiro que les daba hasta la mañana; pero la alegría se desvaneció cuando Raverre se puso de pie de nuevo. Su impresionante físico la aturdió de nuevo.

—Bertrand puede acompañarnos a nuestro dormitorio —le dijo apresuradamente—. Deseo hablar con él antes de retirarme.

—Mañana —respondió Raverre en tono conciso y dictatorial.

Y sin darle tiempo a responder, la agarró del brazo y la llevó por el salón. Catherine y Enide los seguían obedientemente.

—Y pensar que empezaba a preguntarme si tal vez después de todo no fuerais tan tirano —murmuró ella con rabia, en cuanto se aseguró de que ninguno de sus hombres la oirían.

—¿Ah, acaso no deseáis marcharos? —le preguntó él mientras la miraba con sorna—. Pensaba que estabais deseosa de salir del salón.

—¡No estaba huyendo! —enunció con los dientes apretados, mientras trataba de soltarse.

Raverre no pareció siquiera notar su forcejeo.

—No —el brillo burlón desapareció—. Creo que no habría mucho de qué huir, milady —dijo pensativamente, casi para sí.

Lisette dejó de forcejear. Era inútil, y de todos modos sólo se estaba haciendo daño. Alain de Raverre era un hombre insoportable: arrogante, dominante y mordaz. Y para colmo, cuando no se lo esperaba, de lo más perceptivo.

Se alegró al ver que Raverre se quedaba callado, muy pensativo sin embargo el silencio sólo consiguió agudizar sus sentidos. ¿Por qué no se habría fijado antes en los juegos de sombras y luces sobre el techo abovedado que había sobre su cabeza? ¿o en cómo las voces más abajo parecían resollar en las paredes con huecas cadencias?

¿Y por qué sentía aquel cosquilleo por todo el brazo? Un cosquilleo que no era molesto, puesto que Raverre no le estaba haciendo daño, sino más bien una agradable sensación que se extendía rápidamente por su cuerpo.

Lisette se alegró de llegar a la puerta de la habitación de la torre, porque sabía que entonces la soltaría. Pero cuando sus hermanas entraron, Raverre se quedó un momento fuera con Lisette, mientras con una mirada abarcaba toda la habitación.

Como en el salón y en su aposento, las paredes y el suelo de madera estaban desnudos, y la única ventana que había no tenía cristal. Pero el contraste entre la habitación vacía donde estaba él, y las pequeñas comodidades como la mesa, la piel de oso sobre la cama o los arcones de esa habitación eran bien aparentes. Raverre no hizo ningún comentario, sino que se limitó a arquear una ceja expresivamente antes de mirar a Lisette.

Parecía tan pequeña e indefensa, allí recortada en el marco de la puerta, con la vista fija en los dedos de la mano de Raverre. Comparada con el brazo esbelto de Lisette, Raverre pensó que su mano parecía muy grande y amenazadora. Aflojó un poco los dedos, al sentir en su interior algo olvidado hacía muchos meses, un anhelo que empezaba a vibrar en su interior.

—¿Os he hecho daño? —le preguntó con voz suave.

—Seguramente se me habrá cortado la circulación del brazo —se quejó Lisette enfadada.

Cuando él se echó a reír, levantó la vista con sorpresa e indignación.

—¿Os parece divertido? —añadió Lisette.

Raverre sonrió.

—Un día compartiré las bromas con vos.

Su mirada risueña pareció envolverla. Lisette imaginó que hasta en los parajes nevados del invierno seguiría sintiendo calor junto a Raverre. Sería la luna lo que le afectaba, porque a una mujer en su sano juicio no se le ocurrían esas cosas que se le estaban ocurriendo a ella sobre su enemigo.

Entonces, cuando ella se retiró, su expresión varió; se puso serio.

—Ahora estáis a salvo, milady —dijo en voz muy baja—. Que durmáis bien.

Y, deslizando la mano hasta la suya, se la llevó a los labios y le prodigó una caricia tan leve que al instante siguiente Lisette, sofocada y nerviosa, no supo si se la habría imaginado o no.

Entonces Raverre desapareció, cerró la puerta suavemente tras de sí antes de darle oportunidad de responder. Aunque, francamente, Lisette no habría sabido qué decir.