Capítulo 3
Desde la ventana, Lisette veía a los sirvientes avanzando por el páramo situado al extremo más alejado de los campos que rodeaban el castillo. Era la época para recolectar helechos y bellotas que sirvieran de alimento a los cerdos en los meses del invierno, y pensó con nostalgia en los días pasados paseando por el bosque y disfrutando de los últimos rayos del sol otoñal, antes de que los helados vientos del norte azotaran la campiña y la cubrieran de nieve.
Sin duda no pasaría nada si bajaba al jardín, aunque fuera sólo una hora. Después de la pronta disciplina de Raverre con Will el día anterior, Lisette dudaba que la acosara ningún soldado, y además se llevaría a Finn con ella.
Bajó de la ventana a tiempo de oír a Catherine quejarse de que si tenía que dar una puntada más se le caerían los dedos.
Estaba claro que sus hermanas empezaban también a inquietarse.
—¿Y cómo te las vas a arreglar cuando tengas una familia, si ahora te molesta zurcir? —le regañó Marjory con un vestido roto en la mano.
—Se lo daré a mi fiel aya, por supuesto —dijo Catherine airadamente, apartándose con agilidad de Marjory.
—Deja que yo arregle ese vestido, Marjory —se oyó de pronto la suave voz de Enide.
Todas dieron un respingo, como si de pronto un fantasma se hubiera dirigido a ellas.
Enide les sonrió con suavidad, mientras le quitaba a Marjory el vestido de las manos laxas.
—Sabes que a Catherine le saldrá mal, y tendrás que volver a hacerlo de nuevo. Y con la vista que tienes no te viene bien hacer un trabajo tan minucioso.
Y dicho eso Enide se sentó en el asiento de piedra de la ventana que Lisette había dejado momentos antes y empezó a trabajar con la aguja.
El atisbo de que la vida seguía como de costumbre asustó un poco a Lisette. ¿Sería posible que Enide no entendiera de verdad lo que estaba pasando? Si acaso era así, cuanto antes estuviera a salvo en el convento de su tía, mejor. Lisette resolvió hablar con Raverre sobre el asunto ese mismo día.
—Ven, Catherine —dijo finalmente, mientras se volvía hacia su rebelde hermana pequeña—. Si no quieres coser, tal vez prefieras ayudarme a recoger algunas hierbas en el jardín. Ya es hora de que recolecte hierbas medicinales para hacer preparados que nos ayudarán cuando caigamos enfermas este invierno. Deberías aprender a preparar un bálsamo calmante para las manos agrietadas, o tu fiel y vieja aya no será capaz ni de agarrar la aguja.
Armada con esa inocente excusa para poder hacer lo que ella quería, Lisette ignoró una mirada de Marjory y abrió la puerta con cautela. La galería estaba en silencio, pero los ruidos que provenían de más abajo le indicaban que los sirvientes estaban preparando el salón para la comida del mediodía. Al asomarse vio a Raverre hablando con algunos de sus hombres. Estaba delante de una mesa cubierta de pergaminos que, incluso desde donde estaba ella, reconoció como las escrituras de su padre.
—Ya están dividiendo el botín de guerra —murmuró entre dientes—. Sin duda, nosotras iremos después.
Raverre no podría haberla visto antes pero en ese momento, como si adivinara su presencia, alzó la cabeza y vio a Lisette observándolo. Murmuró una excusa a los demás, y cruzó el salón para interceptarlas cuando llegaban a la puerta de la escalera externa.
—¿Vais a salir, milady? —le preguntó con la cortesía suficiente, pero Lisette percibió el tono férreo en su voz.
—No lejos, milord —respondió con fingida dulzura—. Sólo vamos al jardín a por unas hierbas. Para tisanas y ungüentos ya sabéis —añadió—. ¿Quién sabe, a lo mejor un día necesitáis uno para vos?
La severa mirada de Raverre se iluminó de apreciación ante aquella respuesta, pero antes de poder responder, lo distrajo la aparición a la puerta del cura de la villa.
El padre Edwin era un hombre sencillo, regordete y alegre, contento en su fe y un consuelo para su grey; pero las tensiones de los últimos meses le habían con vertido en un hombre distinto, un hombre delgado y nervioso, que rogaba para que no lo llamaran para hacer nada más valeroso que consolar a las mujeres del castillo ante aquella última invasión.
La última vez que había tenido que superar su miedo a la violencia para intervenir en favor de aquellos a su cuidado había perdido el conocimiento, y se había quedado así durante tres días. Al recuperar la consciencia y enterarse de la tragedia que había caído sobre la familia de lord Alaric casi había necesitado tanto consuelo y tiernos cuidados como Enide.
Lisette sabía que no podía encontrar ayuda en aquel hombre, pero le tenía cariño y saludó con afecto al cura, preguntándole por el ataque de fiebre que le había tenido en cama la semana anterior.
—Estoy casi curado, milady —respondió mientras agarraba con movimientos nerviosos la tela de su saya y miraba de tanto en cuanto la imponente figura de Raverre—. Siento mucho no haber podido dirigir la misa por vos, pero lo haré mañana, podéis estar seguro. No os sentiríais bien si no recibierais tal consuelo el domingo. No, no. Podéis venir a rezar con la conciencia tranquila.
—Nos alegraremos mucho, padre —dijo Lisette con gravedad—, y daremos gracias por vuestra recuperación.
Siguió un silencio incómodo, y Lisette se volvió hacia Raverre de mala gana, porque sentía como si de algún modo traicionara la memoria de su padre dando a conocer a Raverre al padre Edwin como nuevo señor de los dominios. Y Raverre tampoco se lo iba a poner más fácil presentándose él mismo.
Al ver la expresión de su mirada, Lisette entendió que era consciente de sus sentimientos, y de que la iba a obligar a que reconociera en voz alta su rango de barón, o de otro modo parecer innoble en la derrota. Y eso jamás lo permitiría.
Alzó la cabeza y habló en tono sereno.
—Padre, supongo que no habréis conocido al barón Alain de Raverre. Él es ahora el señor de Ambray.
Utilizó adrede la pronunciación normanda del nombre de Raverre, y tuvo la satisfacción de ver un destello de sorpresa en su mirada antes de que saludara con cortesía al padre Edwin.
—Vuestra llegada es de lo más oportuna, padre. Me complacería que os unierais a la mesa con nosotros para poder charlar con vos. Estoy seguro de que será de lo más útil a la hora de convencer a vuestras gentes de que no soy la reencarnación del diablo, y de que sus vidas sufrirán los menores cambios posibles, estando los tiempos como están.
La expresión preocupada del menudo sacerdote se alivió un poco ante tales palabras, y asintió contento en señal de aceptación. Lisette, mientras tanto, al ver que Raverre estaría ocupado de momento, agarró a su hermana Catherine de la mano y se marchó corriendo hacia el jardín.
La temperatura del jardín en aquel rincón al abrigo del viento era acogedora a esa hora de la mañana. mientras recogían hierbas, envueltas en las fragancias que flotaban en el aire, Catherine miró de reojo a su hermana y observó con cautela:
—Esta mañana no te he visto tan enfadada, Lisette. ¿Te has dejado aconsejar anoche?
Lisette levantó la vista y sonrió con pesar, recordando cómo había entrado la noche anterior en los aposentos, vilipendiando a los normandos en general y a Raverre en particular.
—¿Tan gruñona he estado, hermana? Lo siento. No estoy tan enfadada, más bien tengo miedo, creo, y la rabia ahuyenta el miedo. Pero no debería hablar de tales cosas —le apretó la mano a Catherine—. Aquí estoy, tratando de darte un buen ejemplo a ti, que eres mi hermana pequeña, y lo único que puedo hacer es quejarme de la vida como una oveja temerosa.
—Yo también he tenido miedo, Lisette —reconoció Catherine, con aquellos ojos redondos tan azules y solemnes—. El otro día, quiero decir; cuando Raverre entró en el salón y me hizo pensar en un guerrero fiero y enorme. Pero más tarde, cuando vi su cara con claridad, ya no tuve miedo. No sé por qué exactamente, porque al fin y al cabo es un normando. Pero ha sido amable con nosotras, después de todo. Me recordó un poco al contratista que el rey Edward le envió a nuestro padre cuando estaba planeando la construcción del castillo. ¿No te acuerdas? Me talló un caballito de madera; creo que todavía lo tengo. Raverre y él no son como esos otros que vinieron, ¿verdad?
Lisette se sintió de pronto bien con su hermana. Se había acostumbrado tanto a ser la fuerte, a ocuparse de todo y a tratar de no preocupar a los demás demostrándoles su miedo. Y hasta ese momento no había dado importancia a la sabiduría que su hermana poseía bajo su comportamiento de niña traviesa.
—Debes tratar de olvidarte de aquellos otros, Catkin —Lisette utilizó el nombre familiar de su infancia para referirse a su hermana con afecto—. Todos ellos eran hombres malos, y recibirán su castigo cuando mueran, incluso si lo evitan en vida. Marjory tenía razón. Las luchas han terminado y debemos aprender a vivir lo mejor posible mientras vivamos.
Se dio cuenta entonces que aquel buen consejo podría aplicárselo a sí misma también, y rápidamente ignoró la idea.
—Es distinto para mí —continuó Lisette con obstinación.
Aún tenía la sensación angustiosa de que de algún modo, aún desconocido tal vez, Raverre era una amenaza para ella.
—¿Y aprovecharemos bien nuestras vidas en un convento? —le preguntó Catherine con vacilación—. ¿No sería mejor quedarnos aquí?
—Oh, Catherine, ojalá pudiéramos, lo deseo de todo corazón. Pero incluso si fuéramos a casarnos, tendríamos que marcharnos. En cuanto Raverre se haya establecido aquí buscará construir alianzas con familias poderosas, y nosotros seremos sus peones.
—Tal vez no —dijo Catherine esperanzada—. Tu presencia será necesaria aquí, Lisette. Nadie conoce las propiedades como tú. ¡Pero si incluso has estado presidiendo la asamblea feudal!
Lisette pegó un salto.
—¡Bendita santa Catherine por enviarte ese pensamiento a la cabeza! —exclamó—. Me había olvidado de la corte. No es de extrañar que el padre Edwin esté aquí… Es sábado. Y si terminamos de comer antes de que llegue Edric y Wulf tendremos suerte.
—¿Siguen regañando por ese trozo de tierra? Pensaba que…
—Mira, lleva estas hierbas al almacén, linda. Tengo que pensar lo que le voy a decir a Raverre —dijo Lisette—. Eso, si me deja hablar —añadió, tanto para su hermana como para sí, mientras Catherine salía del jardín con la cesta de sauce cargada de aromáticas hierbas.
El hecho de haber estado celebrando las audiencias en la asamblea semanal desde hacía dos años tal vez no impresionara a Raverre en absoluto; o al menos eso sospechaba ella, mientras consideraba la mejor manera de convencerlo para que él le permitiera hablar por los dos campesinos que estaban enfrentados.
Fue el rugido grave de Finn la advertencia que alertó primero a Lisette del peligro. Levantó la vista y se sorprendió al ver a unos metros de ella al soldado que el día anterior se había peleado con Siward. El jardín estaba rodeado de un muro de piedra, y Will estaba precisamente bloqueando la salida. También estaban, vio Lisette, solos a aquel lado del recinto.
Incapaz de pensar por qué el normando la buscaría allí, se aventuró a preguntarle.
—¿Habéis venido a llamarme para ir a comer? No ha sido mi intención entretenerme tanto, pero se estaba tan bien en el jardín y…
—No soy ningún siervo para que se me envíe a hacer recados tan banales —la interrumpió Will.
Tenía la voz áspera y hablaba un inglés con mucho acento pero comprensible.
—Bueno… aun así, debe de ser bastante tarde. Debería volver a salón.
Aunque hubiera mostrado una cara más amigable, Lisette pensó que no podría haber sido nunca un atractivo hombre normando. Tenía el rostro muy basto y unos ojos pequeños y malévolos. El feo moretón en la mandíbula no mejoraba la impresión general de maldad y brutalidad. No era muy alto, pero aun así mucho más grande y fuerte que ella. Al ver que Will avanzaba de nuevo, Lisette tuvo miedo. Sin embargo, firme como siempre, trató de controlarlo.
—No tan deprisa, joven. Por culpa vuestra me van a enviar de vuelta al ejército. Y eso no me gusta nada.
Se acercó un poco más. Lisette retrocedió, sin dejar de observarlo, y se preguntó si podría conseguir saltar la tapia antes de que Will la atrapara. Pero en ese momento él parecía más interesado en hablar. Lisette razonó que a lo mejor sólo quería intimidarla; sin duda no se arriesgaría a hacerle daño a una mujer que estaba bajo la protección de su señor.
—Pensé que tendría un puesto agradable aquí —continuó—. Algún deber de guardia, cerveza en abundancia y mujeres a placer; que no seguiría persiguiendo chusma sajona por bosques empantanados y llenos de maleza —entrecerró los ojos especulativamente y una sonrisa vengativa asomó a sus labios—. Me debéis algo por estropear mis planes, y tengo intención de cobrármelo.
—¡No os acerquéis a mí! —exclamó Lisette con fiereza—. ¡Gritaré!
Will se echó a reír.
—Una joven con genio. Mucho mejor. Grita todo lo que quieras. Me gustará. Todo el mundo está en el salón comiendo ya. Nadie te oirá.
Lisette sintió que se quedaba pálida mientras una debilidad nauseabunda pareció agarrarle las piernas y los brazos. La amenaza que vio en el avance del normando le puso los nervios de punta.
Continuó retrocediendo hasta que se topó con el palomar.
Will reía con maldad. Cuando estuvo más o menos a un metro de ella, Will se detuvo para observarla. Lisette se dio cuenta de que él estaba disfrutando del miedo que le hacía sentir. Se pasó la lengua por los labios. Tenía unos ojillos brillantes y negros. Adelantó las manos, con las uñas llenas de mugre, para tocarla.
—Raverre os castigará de nuevo —gritó ella con desesperación, encogiéndose un poco más.
Si esa mano asquerosa la tocaba, vomitaría.
Finn se inquieto al oír el tono tenso de la voz de su ama. Sus continuos gruñidos bajos dieron paso a unos gruñidos fieros, y enseñaba los dientes y unos colmillos que podrían desgarrar tanto la garganta de un hombre como la de un ciervo.
La expresión en los ojos de Will se volvió abominable.
—Nos libraremos primero de ese perro callejero —soltó mientras sacaba la espada del cinto y se adelantaba apresuradamente.
Lisette gritó. Se arrodilló y abrazó al perro, que no dejaba de ladrar como un loco. Su acción sorprendió a Will; pero desgraciadamente, también impidió a Finn que atacara.
—Raverre os matará si nos tocáis —gritó Lisette para que Will lo oyera, pues Finn estaba haciendo mucho ruido.
—¿Se lo vais a decir después de haber sido deshonrada, perra? —le gritó Will—. No lo creo. Aunque él tenga esta ridícula idea de tratar a los sajones con afabilidad, no valdréis nada para él después de que yo os haya poseído. Os pasará a sus hombres.
—No os creo —respondió ella con valor—. Raverre jamás haría tal cosa.
No tuvo tiempo de preguntarse por qué había emitido un juicio tan confiado sobre un hombre que conocía hacía apenas dos días, y en unas circunstancias de lo menos ideales.
—Tenéis toda la razón, querida —dijo la serena voz de Raverre, a espaldas de Will.
Cuando Will giró bruscamente, Lisette se desplomó de alivio en el suelo y dejó caer la cabeza sobre el duro pelaje del perro, que seguía ladrando ensordecedoramente. Pero a Lisette ya no le quedaban fuerzas para tratar de calmar al animal.
—¡Finn siéntate! —le ordenó Raverre en tono bajo.
El ruido de los ladridos cesó inmediatamente, y el perro se sentó.
Lisette levantó la cabeza y miró sorprendida a Raverre. Estaba allí de pie con las piernas ligeramente se paradas y la espada entre las piernas, con la punta apoyada en el suelo. Parecía relajado, pero sus ojos brillantes no abandonaban la cara de Will.
En el mismo momento Will empezó a despotricar en su idioma, como si insultara a su comandante, y la sorpresa de Lisette dio paso al horror al ver que de repente se daba la vuelta y se lanzaba sobre ella apuntándole con la espada.
Raverre saltó para interceptarlo, describiendo un arco con la espada. El giro desvió el ataque de Will e, impulsado por la fuerza del momento, la hoja de la espada traspasó la cota de malla, directa al corazón.
El silencio cayó sobre el jardín. Lisette se levantó despacio, temblorosa y horrorizada, la vista fija en el montón informe que sólo segundos antes había sido un hombre. Deseó poder apartar la mirada, pero parecía haber perdido el control de los sentidos. Miró a Raverre, con los ojos muy abiertos y expresión espantada.
—Llevaos a Finn y volved a vuestros aposentos. No habléis de esto con nadie; con nadie en absoluto, ¿entendéis? Volved dentro y fingid que no ha pasado nada. Tomad, salid por la puerta trasera.
Sacó la llave y se la puso en la mano.
Lisette estaba aturdida.
—Pero…
Ante su vacilante protesta, Raverre perdió el control. De no haber acabado de salvarle la vida, Lisette se habría encogido con la rabia que ardía en su mirada. Pero no se dio cuenta de lo pálido que estaba.
—¡Maldita seáis, chiquilla, haced lo que se os dice por una vez! —exclamó con severidad—. No quiero que os veáis implicada en esto. ¿Acaso no es suficiente que haya tenido que matar a uno de mis hombres por que os empeñáis en desobedecer mis órdenes?
Lisette se echó a llorar de rabia.
—No fue mi intención… Yo no sabía… —su voz se quebró.
—No os molestéis con pobres excusas. ¡Marchaos!
La habitación de la torre estaba en silencio. Marjory y Enide cosían, Catherine estaba leyendo y Lisette estaba sentada junto al brasero. Por fuera no daba muestras del tumulto que bullía en su interior. Incluso había conseguido comer, mientras fingía interés en la conversación del padre Edwin. Aunque después de echar un vistazo y ver la expresión adusta del rostro de Raverre, se había alegrado de poder retirarse inmediatamente después de la comida.
En ese momento, sin embargo, pasado el primer susto después de los violentos acontecimientos del jardín, empezaba a sentirse muy enfadada. No era culpa suya en absoluto que Will hubiera sido enviado al ejército. Pero incluso aunque ella hubiera sido la causa inocente del resentimiento de aquel hombre, su presencia en el jardín no justificaba el salvaje ataque sobre su persona.
Acababa de llegar a esta conclusión cuando Bertrand entró por la puerta abierta. Ella lo miró con interés.
—Vuestra presencia se requiere en el salón, milady. Y milord desea que le entreguéis cualquier documento que tengáis perteneciente a las fincas.
Lisette se puso de pie.
—Tiene las escrituras de las tierras. ¿Qué más necesita ese hombre? —preguntó, ya que no deseaba cooperar.
Bertrand la miró fijamente.
—Creo que haríais bien en acceder a sus peticiones, milady. Raverre ya tiene bastante de qué ocuparse hoy, y no está de humor para más.
—¿Por qué? ¿A qué te refieres, Bertrand? —preguntó Catherine distraídamente desde su asiento, donde pasaba en ese momento la página de un libro que le había prestado Gilbert.
Lisette había estado demasiado preocupada como para interesarse por cómo su hermana y el joven De Rohan se habían hecho tan buenos amigos en tan pocos días.
—Nada de interés —respondió Bertrand, esquivando con elegancia la cuestión del prematuro fallecimiento de Will—. Sólo que le dijo a Siward que escucharía peticiones hoy de aquellos que hubieran sufrido pérdidas en los últimos dos años —se volvió hacia Lisette—. Va a necesitar su ayuda con eso, milady. El padre Edwin conoce a los hombres, pero no ha estado dirigiendo las fincas. Raverre parece empeñado en conocer la historia de la vida de cada siervo que haya nacido en Ambray, por lo que se ve.
Eso le recordó a Lisette a Edric y Wulf. Detestaba tener que volver a ver a Raverre, pero no podía abandonar a su gente. Abrió un arcón y sacó las cuentas de la casa y los documentos de las fincas, que había guardado para su padre desde mucho antes de su muerte en Hastings.
El recuerdo del orgullo de su padre por su habilidad para dirigir el estado cada vez que él estaba ausente le dio coraje.
—Entonces dejad que os ayude, por supuesto —le dijo a Bertrand.
Él le sonrió con aprobación. Marjory también sonreía.
Lisette se contuvo para no decirles que su actitud rayaba en la insolencia y salió de la habitación.
Raverre estaba sentado a la mesa que estaba elevada sobre la tarima, al lado del padre Edwin. Cuando Lisette le dejó los rollos de pergamino delante, él levantó la vista con dureza.
—Gracias, milady. Podéis volver al solar.
Lisette abrió mucho los ojos.
—Pero…
—Dudo que podáis ser de ayuda en estos asuntos, y no tengo tiempo para dar rienda suelta a vuestro gusto por la discordia.
Lisette se estremeció ante su despiadada referencia a la catástrofe de esa mañana, pero se recuperó enseguida.
—Cómo esperáis que…?
—¿Dios mío, queréis seguir discutiendo? —le preguntó Raverre enfadado, mientras se levantaba con gesto amenazador—. ¡Volved al lugar que os corresponda!
Lisette emitió un gemido entrecortado, y retrocedió como si Raverre la hubiera golpeado. Incluso sabiendo que aún estaba enfadado, no habría esperado que la despidiera con tanta crueldad, como si ella no valiera de nada, como si fuera una simple mujer, incapaz de hacer más que dirigir una casa.
Apenas notó la mirada de consternación de Bertrand mientras asimilaba el significado completo de las palabras de Raverre, presa de una rabia incontrolable. Pero cuando Bertrand fue a intervenir, Lisette lo silenció con un gesto temperamental. Con manos temblorosas desató el fajín de seda trenzada que llevaba a la cintura, donde colgaban sus llaves.
Se lo arrancó del vestido con rabia y tiró el fajín y las llaves sobre la mesa con tanta fuerza que Raverre tuvo que poner la mano para que no se cayeran al suelo. Su expresión se volvió de inmediato furibunda, pero Lisette se anticipó a cualquier estallido de rabia por parte de él.
—Tomad, milord —espetó—. ¡Ahora lo tenéis todo!
Sin esperar respuesta, se dio la vuelta y salió a toda prisa del salón.
Su rígido control la acompañó por toda la galería, escaleras arriba y hasta llegar a la azotea de la torre. Hasta que la trampilla no estuvo bien cerrada no se derrumbó Lisette, que temblando violentamente repasó en su pensamiento todo lo que había pasado.
Después del esfuerzo que había hecho para dirigir bien las fincas y propiedades, ni se le consultaba nada, ni se le permitía hablar por su gente. Había sido ignorada y despojada de todo su poder. Todo le había sido arrebatado en el espacio de unos días.
Lo había perdido todo: su hogar y la vida feliz que había conocido con sus padres. Todo estaba perdido para siempre, fuera de su alcance por circunstancias sobre las cuales no tenía control alguno; por personas hasta hacía unos meses, ni siquiera habían sabido de su existencia.
Con lo nerviosa que estaba, el poco control que contenía sus emociones se desmoronó. Los prados verdes y dorados, los bosques en la distancia, todo se volvió de pronto borroso, y Lisette cayó despacio al suelo, deslizándose sobre la piedra cálida y soleada del parapeto, llorando a lágrima viva su tristeza.
El sonido distante de la trampilla resonó en el salón. Resultó obvio el esfuerzo del padre Edwin por encontrar las palabras adecuadas que aliviaran el incidente; pero Bertrand se volvió hacia Raverre y le demostró su desaprobación.
—Habéis hecho mal, milord —le dijo rotundamente.
Raverre, que ya estaba irritado, lo miró con expresión ceñuda.
—¿Qué diablos significa eso? —le preguntó con impaciencia—. Por amor de Dios, este no es asunto para una mujer. La casa, de acuerdo, pero no todos estos complicados documentos. ¿Cómo podría una joven pensar en entenderlos? ¿Y sin un secretario o un alguacil que la ayude? ¿Acaso os ha embrujado a todos para que la creáis la jefa aquí?
—No, jefa no, milord. Pero mucho más capaz de llevar las fincas mientras el señor está ausente. ¿Creéis que yo os puedo ayudar aquí? He estado más tiempo fuera que en casa, y además soy un soldado. ¿Qué sé yo de tierras, de villanos y de todo lo demás? ¿Quién pensáis que se ha esforzado en mantener las fincas al día y todo en orden durante todos estos largos meses? Yo no, ni tampoco el señor cura aquí a nuestro lado, sino la dama de allí arriba.
La expresión ceñuda de Raverre no cedió, pero sin duda se quedó pensativo.
—Creo que milady os lo habría explicado claramente si le hubierais dado la oportunidad —continuó Bertrand—. Sea lo que sea lo que ella sienta, ha sido educada para valorar la justicia y el trato honrados.
—¿Creéis que Lisette trabajaría justamente conmigo? Yo creo que se alegraría de verme muerto. Vuestra señora aún no ha depuesto las armas, Bertrand.
El padre Edwin chasqueó la lengua en señal de desaprobación y sacudió la cabeza; pero su gesto fue ignorado.
—De habérselo pedido, habría entregado el castillo para asegurar la paz de sus gentes —argumentó Bertrand—. Creedme, la conozco muy bien. Es que no le den elección lo que no puede soportar. En cuanto a estos documentos… —los extendió sobre la mesa— podéis comprobarlo vos mismo. Para mí no significan nada, pero podéis ver si están bien cuidados o no. Aun así, la necesitaréis a ella para que os explique los asuntos del día a día que surgirán en cualquier dominio tan extenso como éste.
En ese momento se oyó una conmoción a la puerta que anunció la llegada de los demandantes por el pedazo de tierra en lid. Wulf, un tipo colérico con aire arrogante, había llevado a dos amigos para que le prestaran su apoyo, todos ellos con la tripa bien llena de la cerveza que habían consumido al mediodía. Y, para no ser menos, el joven Edric, un chico rubio bastante joven pero muy voluntarioso, se había llevado a su anciana madre y a su hermana.
Aparentemente se habían pasado todo el camino desde la aldea dedicándose improperios, y Wulf que tenía bastante mal genio, estaba ya furioso. Se había preparado para escuchar al chico con tolerancia antes de plantear su caso, después de todo él había luchado codo con codo con el padre del chico en Hastings y las dos familias tenían amistad desde hacía mucho tiempo; pero las acusaciones de injustas demandas habían conseguido agotar su paciencia.
Se adelantó, lanzándose de inmediato a un discurso beligerante, esperando ganar el caso antes de que el nuevo lord entendiera bien el asunto.
Sin embargo, Wulf no sabía de la preocupación de Raverre por Lisette. Antes de haber completado la primera frase, fue silenciado con un gesto imperioso. Raverre se levantó de nuevo, y su tremenda altura y corpulencia silenciaron también a Edric, que tampoco dejaba de protestar entre dientes.
—¿Es así como dirige la señora la asamblea semanal? —preguntó Raverre de manera despreciativa—. ¿O soy acaso un privilegiado?
Incluso Wulf pareció avergonzarse un poco al oír lo que les decía; y aunque abrió y cerró la boca medio balbuceando, no dijo nada. Al ver a su enemigo dominado, Edric miró a Raverre con cautela y aprobación.
Satisfecho de que se hubiera finalmente restaurado el orden, Raverre se volvió hacia Bertrand.
—Diles a estas personas que esperen —le instruyó—. Si tienen un litigio, será mejor que lo escuche también la señora. Y, padre, me gustaría que os quedarais. Tal vez tenga una petición más que haceros a vos.
Bertrand pareció quedarse muy pensativo con aquel enigmático comentario mientras sentaba a ambas partes, cada una a una distancia prudencial de la otra.
Mientras tanto, Raverre se fue en busca de Lisette. Parecía como si el nuevo señor tuviera la intención de que las chicas siguieran allí una temporada. Por supuesto, la casa necesitaba una señora, y quién mejor que la hija de la casa. ¿Pero qué posición exactamente tendría Raverre en mente para ella?
Lisette no había pensado que pudiera derramar tantas lágrimas, y las emociones reprimidas del último año no dejaban de fluir como un torrente infinito. Sólo cuando oyó que se abría la trampilla hizo un esfuerzo por dejar de llorar, pero no volvió la cabeza.
—Márchate, Marjory —dijo con voz ahogada—. Debo estar sola un rato.
La única respuesta que obtuvo fue el ruido de la trampilla que se cerraba, seguido de un paso firme. Asustada, Lisette levantó la cabeza y vio a Raverre observándola; al ver su disgusto frunció el ceño. Ella se puso de pie rápidamente y le dio la espalda, antes de avanzar unos pasos para apartarse de él. De pronto la azotea le pareció más pequeña de lo que en realidad era.
—¿Habéis venido a regocijaros con vuestra conquista, milord? —le dijo ella con voz ronca, mientras se pasaba la mano por los ojos para tratar de disimular la evidencia de su congoja.
—No, milady —respondió Raverre con seriedad—. En realidad, es vuestra conquista —añadió, esa vez con un leve toque de humor—. Acabo de ser reprendido por Bertrand por haberos tratado con tanta brutalidad. Y justo después hemos sido interrumpidos por dos hombres que se pelean por un pedazo de tierra, sin duda, esperando que vos lo arregléis todo, aunque soy yo quien juzgue. ¿Qué más podía hacer si no venir en busca vuestra?
Lisette, olvidándose de que tenía los ojos rojos y llenos de lágrimas, se volvió hacia él.
Raverre estaba apoyado con naturalidad contra las almenas, con el fajín en la mano. El sol brillaba sobre su claro cabello, volviéndolo dorado, y en sus ojos había una mezcla de humor y de sensualidad.
Lo miró con incertidumbre, ya que de pronto no se fiaba de sus repentinos modales después de lo enfadado que había estado un rato antes.
—¿Me estáis pidiendo ayuda? —le preguntó ella con incertidumbre.
Él se puso serio tan rápidamente como antes alegre, y la miró con gesto contemplativo.
—No sólo ayuda —respondió despacio, sabiendo que tenía que andarse con pies de plomo.
Si su señora se enteraba de que ya era su esclavo desde que el día anterior se habían mirado a los ojos, sabía que no tenía esperanzas de ganarse su amor. Porque si ella lo supiera, utilizaría lo que él sentía por ella en contra suya cada vez que le conviniera, y él no podía luchar contra los dos.
Lisette empezó a sospechar al ver cómo la miraba.
—¿Qué es entonces lo que queréis?
—Unos dominios deben tener un señor fuerte —empezó a decir—. Yo podría doblegar a los siervos a mi voluntad, pero no serviría a mi propósito que me odiaran y que después hablaran entre dientes sobre mí cuando yo saliera por mis tierras. No ha sido para saquear y conquistar para lo que he venido a Inglaterra con Guillermo.
Mientras Lisette lo miraba con incredulidad, él continuo con vehemencia:
—¡Digo la verdad, señora! Guillermo no se ganó la corona sólo por el amor a la conquista. Desea hacer de Inglaterra parte de sus dominios, que algunos de sus hijos se establezcan aquí y que se hagan ingleses. Es lo que yo quiero hacer también, y para ese fin, al enterarme de que lord Alaric había dejado a tres hijas huérfanas y aún sin desposar, mi intención fue tomar a una de ellas por esposa, que los dominios tuvieran una señora conocida por el pueblo y que nuestros hijos unieran a los normandos y a los sajones, para de ese modo alcanzar antes un periodo de reconciliación.
—¿De verdad ha sido esa vuestra intención? —lo interrumpió Lisette con indignación, incapaz de quedarse callada más tiempo—. Y sin duda nosotros no tendríamos nada que decir al respecto. ¡Pues claro que queréis desposaros con una de nosotros! ¡Qué mejor modo de haceros la vida más fácil! Ojalá fuéramos todas contrahechas… o que ya estuviéramos prometidas en matrimonio; por lo menos para desconcertaros. ¿O acaso pensabais que accederíamos a vuestros cuidadosos planes?
—Antes de venir aquí no sabía nada de vos, milady, salvo lo que Bertrand había dejado caer por el camino; lo cual fue muy poco, bien sabe Dios. En verdad, me sorprende que Enide y vos sigáis solteras. Debéis de tener bastantes pretendientes, siendo hijas de un terrateniente con muchas tierras, y además muy bellas.
Aquello último lo acompañó de una mirada suave con la que recorrió a Lisette de los pies a la cabeza. Ella se ruborizó, irritada por su franca apreciación. Entonces, cuando Raverre la miró a la cara, vio un destello de deseo, al punto disimulado, y el corazón le dio un vuelco.
Los hombres siempre la habían mirado con apreciación, pero Lisette jamás había sentido aquel fuego en la piel cada vez que se miraban. Y, fiel a la costumbre, en ese momento la sensación era cada vez más intensa.
—Enide se prometió en matrimonio hace años —dijo apresuradamente, despreciando el temblor nervioso en su voz—, con el hijo de uno de los amigos de mi padre; pero después de Hastings no se volvió a saber nada de él.
—¿Y vos? —insistió Raverre, sabiendo que la mejor cura para el miedo que había percibido en su mirada sería su propio genio; porque sin duda rechazaría otros remedios que tenía en mente—. No me digáis que los hombres no caían a vuestros pies para cortejaros.
Lisette lo miró enfadada.
—Mi padre me necesitaba aquí para dirigir la casa. A menudo estaba ausente. Me decía que yo era tan buena como lo habría sido cualquier hijo varón.
—Eso me han contado —respondió Raverre, sonriendo un poco al ver su vehemencia y su obvia implicación en el tema—. No quería despreciar vuestro trabajo, señora. En casa, mi padre tiene a muchos hijos para sustituirlo cuando es necesario, y mi madre y mis hermanas no se las habrían arreglado sin ellos.
La mención de un hogar y una familia suscitó el interés de Lisette, que lo miró con curiosidad.
—Entonces tenéis hermanas, milord… —le dijo despacio—. Me preguntó como os sentiríais si ellas estuvieran en la posición en la que nos encontramos mis hermanas y yo.
El pareció sorprendido un momento por aquel inesperado desafío, pero enseguida se encogió de hombros.
—Es el destino de todas las mujeres, supongo, estar bajo la autoridad de un hombre, ya sea hermano, padre o esposo —su mirada la acarició de nuevo—. Si fuera un marido, mis hermanas pronto se resignarían aunque fuera un invasor, si recibieran un buen trato. Una mujer piensa solo en su hogar y en su familia después de todo.
—No todas nosotras somos tan conformistas —respondió Lisette enfurecida, y de tan enfurecida que estaba no se dio cuenta de la cara que ponía él—. Nosotras las sajonas estamos acostumbradas a que nos traten con más respeto e independencia, incluso ante la ley. Podemos heredar tierras, y a una viuda no se la puede obligar a casarse en contra de su voluntad… —Lisette dejo de hablar bruscamente.
—Ninguna de vosotras es viuda —señaló Raverre en tono suave.
—Entonces pensáis que eso os lo pone más fácil, ¿no? —dijo Lisette en tono de desafío—. ¿Y a cuál de nosotras teníais en mente, decid?
Raverre sonrió con provocación.
—¿Cuál? Bueno, considerémoslo un instante. Por derecho debería elegir a lady Enide, siendo la mayor y heredera de vuestro padre…
No pudo continuar.
—¡No podríais! —exclamó Lisette, que no se dio cuenta de la ligereza de su voz ante su repentina ansiedad—. ¡Oh, milord, debéis daros cuenta de cómo está ella! Después de lo que ha sufrido no podría ser la esposa de ningún hombre. ¿Cómo puedo haceros entender? No creo que lo soportara… Estoy segura de que perdería la cabeza para siempre. Y Catherine es una niña todavía…
Olvidado su orgullo y su resolución a no ceder jamás cuando de sus hermanas se trataba, Lisette se arrodilló impulsivamente ante Raverre con un movimiento fluido y grácil, que hinchó la falda de su vestido. Sus ojos azul intenso, las largas pestañas aún húmedas del llanto, le rogaban clemencia, mientras juntaba sin darse cuenta las manos.
—Oh, milord, os lo ruego; que vuestra bondad nos permita retirarnos al convento. Podríamos irnos con mi tía a Romsey Abbey. Ella nos aceptaría, lo sé.
Mientras contemplaba la dulce carita que lo miraba suplicante, Raverre tuvo que ahogar un deseo casi irrefrenable de tomar a Lisette en brazos para estrecharla contra su pecho. En su pensamiento y en su garganta nacían palabras ardientes: «confiad en mi; dejad que cuide de vos, que os ame».
¿Pero en qué estaría pensando? ¿Acaso no se daba cuenta de que la había asustado del todo?
Agarró la llave de Lisette con brusca impaciencia, nacida de la frustración que le producía tener que ir tan despacio y con tanto cuidado con ella, y dejó el cinturón a un lado. Entonces se agachó, la agarró de los brazos con delicadeza y tiró de ella para que se pusiera de pie. La soltó de inmediato, pero el recuerdo de la sensación de la seda entre sus dedos se quedó grabada en su memoria.
Así, emocionado, tuvo que aclararse la voz para hablar.
—Entonces veo que os arrodilláis ante mí, pero sólo por el bien de vuestras hermanas —dijo algo mal humorado—. Pero pensad. ¿De verdad creéis que la priora os aceptaría a las tres sin dote con la que enriquecer a la Santa Madre Iglesia? Yo no lo creo; tal vez vos la conozcas mejor.
Lisette desvió la mirada, incapaz de negar aquella suposición, pero se agarró a un rayo de esperanza.
—Creo que por lo menos aceptaría a Enide sin dote. Mi hermana fue bautizada con su nombre; y también es su ahijada. Si mi tía supiera lo que ha sufrido Enide, se alegraría de aceptarla en la orden —miró a Raverre con solemnidad—. No pido nada para mí; y para Catherine sólo que esperéis a que se haya desarrollado del todo antes de entregarla en matrimonio. Pero para Enide, os ruego, enviadla con mi tía.
La oportunidad de hacerla suya estaba allí, delante de él, y Raverre la atrapó sin vacilar.
—¿Y si os concedo este deseo, estaríais dispuesta a ser mi esposa?