Carta 45
Mi sueño de ayer:
Estoy en un lugar extraño (¿baño sauna?). Hay varios roperos a mi izquierda. Me acompañan mi papá, mi mamá y una tercera persona que no sé quién es (no recuerdo). La situación no está explicitada, pero aparentemente estamos buscando el guardarropa que pertenece a mis padres. El que conoce el lugar y el número de roperitos es mi papá. El camina adelante y lo seguimos mi mamá y yo. Mi viejo termina mirando los números y yo le pregunto:
—¿Es acá?, ¿qué número es?, ¿por dónde es?
En un momento, pierdo de vista a mi papá que pasa una puerta vaivén. Lo sigo. Cuando entro, mi padre está cambiándose en un vestuario general. Yo no entiendo, mi mamá y yo esperábamos del otro lado que él encuentre, lo increpo:
—¿Qué hacés? ¿No te das cuenta de que te estamos esperando? ¿Por qué te estabas cambiando aquí? ¿Qué número es el placard nuestro?
Lo miro. Mi viejo mira hacia arriba, con la perdida.
Yo sigo:
—¿No entendés lo que te digo?, y ahí me doy cuenta de que no me entiende.
Me invade una terrible angustia, caigo de rodillas y grito:
—No entiende, ya no entiende.
Lloro desesperadamente y así me despierto.
A mi lado está mi esposa, intenta despertarme, le grito que no me interrumpa. No quiero abandonar esta emoción hasta agotarla, no quiero interrumpirme.
Mi esposa intenta consolarme. La rechazo, la agredo, lloro. Mi esposa no me entiende, como en el sueño, no me entienden; me invade un profundo dolor.
Lloro, desconsoladamente, lloro.
Cuando agoto el llanto, aparecen dos cosas: por un lado, mi papá.
… Papá, estás viejo… (¿cuántos años cumpliste, 73?). Cómo me hubiera gustado, papá, encontrarte antes. ¡Hace veinte o treinta años! Te amo, papá. Te amo con tu obsesiva dedicación a tu trabajo, te amo con tu manera de cagarte la vida, te amo con tu incapacidad para recibir nada de nadie, te amo con la inteligencia que siempre admiré en vos y que hoy sé que nunca tuviste… Te amo con tu calidez, te amo con tu grandeza, te amo con tu honestidad sin límites, te amo con tu amor por los niños, te amo con tu amor por mi madre.
¡Me hubiera gustado tanto tener más tiempo con vos!!
La imagen de mi viejo se diluye. Queda la otra: la mía. No me entienden, o no me doy a entender, o no me siento entendido, o no soy entendible.
Nadie me entiende. Fritz, ayúdame.
—¿Qué quiere decir nadie? ¿Quién es nadie?
—Mis padres, mi esposa, mis hermanos, mis amigos.
—¿Qué quiere decir que no te entienden?… Quiere decir que no me contienen.
—Es decir…
—Es decir que no me puedo apoyar en ellos.
—¿Querés apoyarte en ellos?
—A veces, sí.
—¿Lo intentás?
—No sé. A veces me parece que nunca lo intento, es como si reclamara garantías de que el otro «va a poder» antes de confiar.
—Pavada de exigencias, ¿no?
—¿Es muy exigente pedirle al otro que me contenga?
—No, lo exigente es pretender que te garantice que lo va a hacer.
—Es verdad.
—Por otra parte, lo que vos pedís es que te sostenga, no que te contenga.
—Fritz, soy muy débil, en realidad soy débil. Estoy harto de esta fortaleza que los demás, todos los demás, creen ver en mí.
—Aquí está un nene chiquito haciendo un berrinche.
—Bueno, ¿y qué?, ¿no puedo hacer un berrinche de vez en cuando?
—¿De dónde habrán sacado los demás la idea de la fortaleza?
—De mí…
—Hace un rato dijiste una frase: «Soy un débil, en realidad soy débil, estoy harto», etc… Tratá de invertir esa frase, cambiando débil por fuerte y de escuchar esa frase nueva para ver cómo queda.
—Soy fuerte. En realidad soy fuerte, estoy harto de esa debilidad que los demás creen ver en mí.
—¿Te suena? ¿Cuántas veces habrás dicho esta frase a los demás, durante tu vida? ¿Cuántas veces te la habrás recitado a vos mismo?
—Muchas…
—Es imposible para las personas aceptar un cambio de ciento ochenta grados en la estructura de los otros. Quizás si dejaras de vender fortaleza, si permitieras salir tu debilidad sin que detrás esté el exigente poniendo condiciones, si le dieras tiempo a Dios además quizás podrían contenerte.
—Qué tonto, estoy pensando que no es ese el Jorge que les gusta, no es ese Jorge el que necesitan.
—¡Ah!, entonces vos no querés que te entiendan, ni que te quieran, ni siquiera que te acepten. Lo que vos querés es que te necesiten.
—Eso me duele. Me lastima terriblemente.
—Parece que este es el camino.
—Sí, este es el camino. Es la ruta donde siempre me atasco. Mi necesidad de valoración.
—No te frenés, déjate sentir esto.
—Quiero que me valoren.
—Ponélo en alguien frente a vos. Ese alguien es todos «los demás».
—Quiero que me valores, quiero que me reconozcas, quiero que me necesites.
—¿A quién le hablás?, ¿a quién le estás diciendo esto?
—… No sé, a todos.
—¿También a tus pacientes?
—No, a ellos no. Con ellos es diferente, con ellos mi intención es que no me necesiten, que no dependan. No, no es a ellos.
—¿A quién? ¿A quién le estás diciendo que te va?
—Supongo que es otra vez a mi papá.
—Decíselo a tu papá.
—Papá, quisiera que me necesites, que me valores, que me reconozcas; pero sobre todo, que me lo digas. Yo sé de tu reconocimiento frente a los demás; pero a mí, papá, a mí nunca me dijiste que estabas orgulloso de mí. A mí, papá, nunca me recibiste nada que no fuera gratuito, o de poco valor. Papá, nunca supiste recibir. No te bancás la idea de necesitar al otro.
—Sé tu papá.
—(Como papá). Es verdad y ¿sabés que?: Hijo, ahora me doy cuenta de que vos y yo somos iguales también en esto. Porque esto es lo mismo que te pasa a vos. ¿No es cierto?
—¿No es cierto?
—Sí, es verdad.
—Contale a tu papá lo que sentís ahora.
—Papá, papito, siento que ya es tarde para vos. Siento que es tarde para esperarte y que me enseñes a recibir. Sin embargo, no es tarde para mí, papá. Quiero aprender a recibir, quiero aprender a dejarme sostener, quiero aprender a tener pares, papá, no hijos: pares. Y en cuanto a vos, papá, no voy a esperar más que recibas.
Me acuerdo de algo que leí sobre el amor y que puedo trasladar al dar.
Primero doy porque me dan después doy para que me den después doy para que reciban lo que doy y por último, doy solo por el placer de dar.
Hoy he crecido, papá, quiero darte por el placer de darte; no quiero enseñarte y no tenés qué enseñarme. Como dice Barry, quizás hoy sea tu exhijo…
—¿Qué sentís?
—Alivio, placer, paz y en algún lugar, un poco de pena.
—¿Querés decirle algo más a tu papá?
—Sí, que lo amo más que antes.
—Despedíte.
—Chau, papá…
—¿Querés algo?
—No. Gracias, Fritz.