Carta 21
Claudia… No comprendo qué me querés decir con que perdiste el tiempo».
«Perder» el tiempo, «Ganar» tiempo, «Tener» tiempo… Nunca comprendí bien estas frases…
Berne dice que hay seis maneras de estructurar el tiempo (y solo seis) y que, además, todos tenemos «hambre» de tiempo estructurado.
Yo no coincido con la idea del hambre: de la necesidad de estructurar el tiempo; o mejor, más que no coincidir es que no creo que sea hambre, creo que es un hábito, una pauta cultural.
Intentan hacernos creer que necesitamos estructurar el tiempo, saber qué vamos a hacer con él.
Usar el tiempo, puede ser útil para incorporar un «darme cuenta» de cómo uso mi tiempo.
No el tiempo, sino mi tiempo.
Las seis maneras de Berne son:
- La intimidad
- Los juegos de vida
- La actividad
- Los pasatiempos
- Los ritos
- El aislamiento
Es como una escalera: el último peldaño es el punto de contacto real con el otro.
Intimar no tiene nada que ver con el vínculo de pareja. Intimar se refiere a cualquier relación entre dos seres que son auténticamente libres y permiten que el otro sea auténticamente libre.
Intimar deriva de In-timo. El timo es una glándula que se encuentra en los niños pequeños dentro del tórax, muy cerca del corazón y que cumple un ciclo vital, atrofiándose a medida que el niño crece. En la pubertad, ya no existe.
Intimar es sentir a alguien dentro de mi pecho, cerca de mi corazón, adentro de mí.
Los juegos son las secuencias repetidas a través de las cuales me relaciono con otro, creyendo que intimo.
Son intercambios ulteriores (tienen un mensaje encubierto, una transacción subyacente) y se denominan Juegos porque tienen jugadores, reglas, comienzo, desarrollo, fin, ganadores y repartos de premios.
Eric Berne escribió todo un libro listando los juegos que jugamos (Games the people play), que yo creo vale la pena leer.
Como ejemplo de juego, vaya el del Triángulo de Karpman.
Este juego es para tres jugadores:
- Agresor
- Salvador
- Víctima
La secuencia es bien conocida: el agresor daña a la víctima y el salvador trata de evitarlo.
Todo esto es aparente, claro, porque si realmente lo salvara o si el agresor realmente eliminara a la víctima, el juego terminaría y ninguno… repito: NINGUNO de los jugadores quiere dejar de jugar.
Esta continuidad se consigue de dos formas: una es la de dos jugadores con roles elegidos estáticos —por ejemplo un agresor y una víctima— que buscan nuevos actores para jugar el tercer papel, necesario para la situación dramática.
Cuando el salvador se cansa, se rinde o se va de vacaciones, aquellos dos buscan otro actor.
La otra forma de permanecer es mucho más sutil y requiere de buenos y dúctiles jugadores: consiste en la permanente rotación de papeles. Nadie se aburre y se puede llegar a niveles «profesionales».
Se me ocurre darte un ejemplo:
El niño está en uno de esos días cargosos, llora todo el tiempo, se caga encima, nada lo conforma… y cuando la madre se altera, el niño empieza a romper cosas. La madre se declara impotente y espera la llegada del padre (¡Vas a ver cuando llegue tu papá!).
Comienzo del juego.
Niño (A)
Madre (V)
Cuando el padre llega, la madre le cuenta y le exige que haga «algo» (?)… (¡porque así no se puede seguir!).
El padre le pega al niño. El niño llora «desconsoladamente». La madre se acerca a «consolarlo». (Bueno, bueno, bebé, ya pasó).
Primera rotación.
Padre (A)
Niño (V)
Madre (S)
El padre se siente estafado y desautorizado; entonces se pone firme y exige que continúe el castigo. La madre le dice que es un bruto y un sádico, y en una crisis nerviosa empieza a tirar platos. El niño se acerca al padre y lo lleva a su habitación.
Segunda rotación.
Madre (A)
Padre (V)
Niño (S)
Así, el juego continúa hasta agotar todas las rotaciones posibles, para luego… recomenzar por la primera. (Lindo rebusque, ¿eh?).
Quiero aclararte que cualquier parecido entre la secuencia de este juego y alguna situación de la política internacional, es mera coincidencia.
La actividad es el trabajo: la producción, la tarea laboral, remunerada o no.
No todos tienen la suerte (?), de trabajar en algo que les dé placer y que les permita ejercer, desde la actividad, la capacidad de intimar.
Para aquellos que hemos podido elegir una profesión como la mía, por ejemplo, una tarea que se ejerce sin esfuerzo, disfrutándola… que enriquece y que, lejos de cansar, descansa… Para nosotros, digo, todo es más fácil.
Para los que no pudieron elegir, hay dos posibilidades: elegir cambiar de trabajo —a un costo determinado— o reelegir esta misma tarea, dedicándole solo el tiempo estricto que esa actividad requiere.
Cuando protesto por mi trabajo, antes de mi trabajo, durante mi trabajo y después de mi trabajo; o cuando entro en la carrera económica y vivo ocupado en ganar más y más dinero, entonces mi trabajo interrumpe mi intimidad y monopoliza mi tiempo.
… Cuentan que un señor llegó a una estación de tren, en un pequeño pueblito provincial. Como tenía consigo tres pesadas valijas, trató de buscar a un maletero que le ayudara a llevarlas al hotel, distante tres cuadras de la estación.
Preguntó al guardabarreras y este le dijo que buscara a Juancho, a quien encontraría quizás en la plaza frente a la estación. El señor cargó sus valijas hasta la plaza y allí, tendido al sol, sobre un banco… encontró a un barbudo y desaliñado lugareño, que supuso era Juancho:
—¿Juancho?
—Sí… ¿Eh…? (Sin moverse).
—¿Usted es Juancho?
—… Sí, señor (Sin moverse).
—¿Usted es el maletero?
—¡Ahá! (Sin moverse).
—¡Usted tendría que estar en la estación y no aquí, en la plaza!
—¿Y para qué…?
—¿Cómo para qué? Estando allí encontraría por lo menos diez veces más pasajeros que estando aquí.
—¿Y para qué quiero diez veces más pasajeros…?
—¡Para ganar más dinero!
—¿Y para qué?
—¡Pero hombre!, para comprar… una moto, por ejemplo.
—¿Y para qué?
—Para llevar las valijas en un acoplado en la moto.
—¿Y para qué?
—Para hacer más viajes en menos tiempo.
—¿Y para qué?
—Para ganar más dinero y con un poco de suerte… podría transformarse en un empresario de los transportes.
—¿Y para qué?
—¡Para ganar mucho dinero!
—¿Y para qué?
—Y… cuando tenga mucho dinero podrá vivir sin trabajar y descansar todo lo que quiera.
—(Abriendo un ojo). ¿Y ahora qué estoy haciendo…?
Los pasatiempos son intercambios con el mundo, que hago para «pasar el tiempo».
Berne dice que hay dos categorías: la lúdica (ajedrez, canasta, tiro al blanco, etc.) y la sofisticada, que se desarrolla verbalmente. Ejemplos: «Qué lindo auto», «¿qué modelo es?»; «¿Dónde compraste ese vestido?»; «¿Qué opinás del psicoanálisis?»; «¿Vos creés en Dios?»… etcétera, etcétera…
(Para la Gestalt, los pasatiempos y los ritos se actúan desde la capa más superficial de la personalidad y no comprometen para nada a la persona).
Los ritos son intercambios repetidos, secuenciales y previstos. Transacciones sin sorpresas.
Se usan para obtener de ellos la falsa seguridad que muchas veces creemos necesitar y que otras tantas nos inducen, convencen o enseñan que necesitamos.
Los ritos tienen diversas intensidades. Desde la religión, la «cultura», los aniversarios, los días de la madre, etc., hasta el sencillo rito del «Hola, vecino, ¿qué tal?».
Es importante crear comisiones que adiestren a los nuevos vecinos de cada barrio, para que respondan adecuadamente a esa pregunta. En mi barrio, al menos, la respuesta adecuada a «Hola, ¿qué tal?», es:
—Hola, ¿qué tal?
En el caso del vecino más próximo puede responderse: —Bien, ¿y usted?
En cuyo caso el diálogo DEBE proseguir así: —Bien, gracias.
FIN DEL ENCUENTRO.
CONSEJO: Nunca se te ocurra contestarle a tu vecino qué tal te va cuando te pregunta «qué tal te va»; correrías serio riesgo de no ser saludada de nuevo, y podrías llegar a ser expulsada del barrio.
Desde su propia visión, Leo Buscaglia —en su libro Vivir, Amar y Aprender— cuenta algo similar. Pregunta Buscaglia por qué la gente, cuando sube a un ascensor, se coloca de cara a la puerta. Todos paraditos con las manos pudorosamente alejadas de toda posibilidad de roce con los otros.
Cuando yo entro a un ascensor, jamás giro hacia la puerta. En general, me pongo de frente a todos y los miro. A veces digo:
—¿No sería maravilloso que el ascensor se quedara trabado unas horas y nos diera tiempo para conocernos? La respuesta es siempre la misma. En el siguiente piso, todo el mundo se baja gritando:
—¡Ahí hay un loco que dice que quiere que el ascensor se pare!…
En lo personal, confieso públicamente que tengo un ritual: Detesto los ritos. Los detesto a tal punto, que jamás hago regalos de cumpleaños (salvo a los niños, para quienes el cumpleaños tiene otra connotación). Jamás recuerdo ningún aniversario. Hace muchos años que no profeso religión, ni visito cementerios. He dejado de llevar las cuentas de los años que hace que…
Ser tan antiritualista es decididamente un rito.
El aislamiento. Esta es la situación de puerta cerrada para con el mundo.
Aquí no hay intercambio con el medio.
También tiene dos alternativas: una que llamo estar solo y otra que llamo sentirse solo.
La diferencia es la medida en la cual soy suficiente compañía para mí mismo. Cuando me siento solo (aun cuando esté rodeado de gente) no me acompaño conmigo, siento dentro de mí la soledad. Estar solo, en cambio, puede ser también una elección. Puede ser una manera de estar más conmigo que nunca.
Cuando equiparé estos seis puntos a una escalera, quise significar que cada peldaño que descendemos nos alejamos más de los demás, nos alejamos de la posibilidad de intimar.
Cada contacto con el medio es un estímulo. El único estímulo incondicional es el de la intimidad.
Incondicionales quiere decir que no están referidos a lo que hago, sino a lo que soy.
No es lo mismo:
«Te portaste mal» (condicional), que «Sos malo» (incondicional), ni «¡Qué bien te salió esto!» (condicional), que «¡Qué hábil que sos!» (incondicional).
Cuando me asusta el rechazo incondicional, cuando tengo miedo de lo que me darán a cambio de lo que soy, entonces huyo, juego o trabajo, y si no me alcanza… me refugio en los pasatiempos o en los ritos. Si no es suficiente… me aíslo.
La inversa también es cierta.
Si rompo mi aislamiento, si termino con los ritos Y los pasatiempos, si trabajo en la medida que quiero y si dejo de jugar a la vida, entonces… llego al peldaño en el que quiero estar: la intimidad.