8
En la entrada del puerto espacial salieron los palafreneros de las caballerizas, y Ordovico y Landor saltaron de sus cabalgaduras, jadeantes y cubiertos de sudor.
Brevemente, Landor arrojó a los hombres el dinero que les correspondía y preguntó:
—¿Dónde está la nave de Kelab el Mago?
Uno de los palafreneros, un hombre grande con una cicatriz roja desde la ceja hasta la barbilla, corrió a un costado de la boca el palillo que estaba mordiendo y dijo:
—Se encuentra en el lado este del puerto, Ser Landor. Es Ser Landor, ¿no?
Landor asintió con frialdad y se volvió a Tampore y el pelotón de soldados que habían venido con ellos.
—¡Manténgase fuera de vista hasta que los necesite, hombres! — dijo—. No se puede hacer mucho contra este mago, pero tal vez los necesitemos para llevar su cuerpo.
Tampore saludó, y detuvieron los caballos bajo los aleros de la galería alrededor del astillero. Ordovico y Landor salieron blandiendo sus espadas y avanzaron cautelosamente por el piso de concreto, húmedo y de color marrón, del puerto.
Había sólo una nave que podía pertenecer a Kelab: una embarcación angosta y negra, con los costados brillantes por la humedad, que le hizo recordar a Ordovico, con un poco de desagrado, a ciertas naves de la flota pirata con las que se había visto enredado en el extranjero. Echó una mirada a Landor, pero éste se había retraído en sí mismo, y a su alrededor el aire se había vuelto un poco más azul. Ordovico apartó la vista rápidamente. Había un nuevo olor en la atmósfera, un olor a poderes más allá de los humanos.
Atravesaron la distancia que los separaba de la nave y se detuvieron a unos metros de la aleta más cercana. Encima de ellos, en un balcón que sobresalía del costado de la nave, vieron a Kelab, recostado en una silla y bebiendo.
Landor gritó:
—¡Mago!
Dejó el vaso y les echó un vistazo, y su rostro obscuro se abrió en una sonrisa de bienvenida. Levantó una mano a manera de saludo.
—¡La mejor de las mañanas para ustedes, Ordovico y Landor! Vinieron temprano a entregarme esos mil círculos.
—No traemos dinero, traidor —dijo Landor con voz áspera—. ¿Qué ha hecho con la Princesa Sarla?
Kelab levantó las cejas.
—¿Yo? Que yo sepa, no hice nada con ninguna princesa.
—¡Mentiroso! — lo acusó Ordovico lleno de furia—. ¿Quién más que usted puede haberla robado del castillo de los reyes?
—¡Descienda, Brujo! — gritó Landor—. ¡Descienda de esa nave!
Intranquilo por primera vez, Kelab dijo con un poco de mal humor:
—No lo haré.
—¡Descienda! — le ordenó Landor con un grito, y el aura azul que lo rodeaba se hizo más intensa. Kelab frunció las cejas y vaciló; luego se volvió obedientemente y entró en la nave. Ordovico miró a Landor con un nuevo respeto, y se renovaron sus esperanzas. Había parecido imposible salir y enfrentar al mago de esta forma, pero tal vez Landor sabía lo que hacía, después de todo.
Landor le resultaba un enigma. Había surgido de la obscuridad al puesto de Camarero Mayor del Imperio de un solo paso; asesoraba a Sarla y sin embargo, era un desconocido; un hombre que —para él y Sarla e incluso para el Imperio— había brotado de la nada en Ludor un poco más de tres meses atrás, después de, según afirmaba, haber buscado a Sarla durante dos meses.
Y ahora ocupaba una posición desde la cual podía ejercer los poderes del Imperio, a través de Sarla, como Sabura Mona lo había hecho con Andalvar. Se produciría una batalla real entre los dos.
A menos que ahora fuera Kelab el que tenía el poder en sus manos...
La puerta inferior de la nave se abrió delante de ellos y de un costado de la aleta más cercana descendió una escalerilla. Kelab el Mago salió por la puerta y comenzó a bajar los escalones, y detrás de él...
—¡Sarla! — dijo Landor—. Este mentiroso dijo que no te había visto.
Se detuvo, de pronto, porque Sarla lo miraba desde el escalón más alto con una expresión que era casi de desprecio y no obstante tenía algo de lástima. Kelab continuó descendiendo imperturbable.
—No soy Sarla de Argos —dijo la muchacha.
Ordovico quedó boquiabierto y se quedó mirándola, confuso y sorprendido, pero Landor se dirigió a Kelab y dijo lleno de furia:
—¡Esto es obra suya, Kelab!
Kelab asintió con bastante calma y dijo:
—En efecto, así es.
La espada de Ordovico salió de su vaina y la hizo silbar en el aire a dos centímetros del mentón del mago.
—¡Si usted valora su vida, haga que recobre los sentidos! — dijo Ordovico.
Kelab hizo un movimiento insignificante y la espada se volvió azul, se encendió y se fundió en la nada.
—Ya lo hice, Ordovico —respondió—. Esta muchacha no es Sarla de Argos.
—¿No...? ¡Brujo, usted miente! — Ordovico arrojó a un lado la inservible empuñadura de su espada y pareció que estaba a punto de darle un golpe en el rostro con el puño cerrado.
—Te digo la verdad —insistió Kelab, echando un vistazo a Landor. Su rostro se había vuelto tenso y a su alrededor, también, el aire comenzaba a adquirir un resplandor azul. Landor tenía una expresión severa y ansiosa, y en su mirada ardía una luz interior.
—Esta muchacha no es una princesa, sino sólo un títere, una víctima, una esclava.
—¿De quién? — quiso saber Ordovico.
Kelab hizo una mueca que imitaba la expresión de un tigre, pero dijo con dificultad:
—Bueno, ¿de quién otro podía ser sino de Landor, Ordovico?
—Brujo, usted está loco —dijo Landor lleno de furia.
Kelab se calmó y se encogió de hombros.
—Quiero que me responda esta pregunta —dijo—. ¿Cuándo cayó enfermo Andalvar? ¿Hace cinco meses, sin previo aviso?
Landor asintió, perplejo.
—Sin embargo —continuó Kelab—, hay un viaje de tres meses de aquí a Ludor, y más largo aún viniendo por Annán, y cuando encontró a Sarla afirmó que ya había estado buscándola durante dos meses. Tres meses antes de que Andalvar enfermera usted salió en busca de Sarla. ¿Por qué entonces?
—Había una... una profecía —comenzó Landor, enrojeciendo, pero Kelab lo interrumpió.
—Usted no cree en profecías, Landor. Lo ha dicho muchas veces, incluso lo volvió a repetir anoche. ¿Por qué entonces?
De pronto se oyó un trueno y sobrevino la obscuridad, más negra que las profundidades del espacio.
Por un instante Ordovico temió haber quedado ciego. No sentía nada y oía sólo el eco de ese tremendo estampido, y...
Y no había nada debajo de sus pies, el concreto mojado por la lluvia había desaparecido, y no sentía la brisa fresca sobre el rostro.
¿Muerte?
Entonces la obscuridad sufrió una enorme desgarradura como un rayo congelado, y su cuerpo recuperó la solidez. Tomó una bocanada de aire y miró a su alrededor.
No estaba la nave, ni la pista de aterrizaje de concreto, ni los edificios bajos alrededor del puerto, ni la ciudad de Opidum más allá. Sólo un cielo color lavanda y un sol rojo y cruel, una ráfaga de viento caliente que quería arrancarle los ojos y la piedra desnuda y dura debajo de sus pies. Se encontraba solo.
Gritó aterrorizado. No sentía miedo a las armas humanas, a las espadas o las lanzas, ni siquiera a los mutantes, las cosas que matan a la distancia, pero esto era magia, y era más que humano.
El grito produjo un eco que se repitió entre las rocas que había a su alrededor, y resonó y resonó y parecía crecer con la distancia en lugar de disminuir. Treinta kilómetros más adelante vio una montaña que parecía un dedo sangrante en la intensa luz roja, que se abría y se sumergía en el cielo sin ningún sonido más que el eco de su grito.
El hundimiento de la montaña hizo temblar la tierra como un estanque de agua. Vio cómo la ola frontal de un terremoto corría a través de la extensa llanura en dirección a las rocas donde estaba escondido, abriendo grietas de más de un kilómetro de profundidad y plegando el suelo como las olas al romper.
Luego llegó hasta él, y la tierra tembló con un silencio aterrorizador, y cayó, ciego y nauseando, dentro de una amplia grieta.
Abajo... abajo... abajo...
Luego la obscuridad se abrió de nuevo y apareció una fresca glorieta verde en medio de árboles colgantes, que no eran luminosos pero se les parecían bastante como para encender en él una chispa de nostalgia. Hacia adelante había una extensión de césped verde y lozano y una fuente límpida y tranquila con algunos guijarros en el fondo. Miró, embelesado, dentro de la glorieta, y vio a Sarla.
Estaba sentada sobre un montículo de césped fresco, desnuda, y le tendió los brazos con un grito de alegría. Él estuvo a punto de correr, abrazarla...
Y una voz —la voz de ella— dijo en su memoria: "No soy Sarla de Argos".
Sarla —no Sarla— ¿real o imaginaria...?
Vaciló, y ella lo llamó otra vez. ¿Era su voz?
¿O era la voz de Landor, de quien Sarla era un títere?
Se detuvo, afirmó los pies sobre el suelo, y miró en la lejanía. Ella comenzó a llorar. El se hizo insensible para no moverse.
Después sintió que le tocaban el hombro, y casi enternecido, se volvió para mirarla. Pero no era Sarla. Los árboles verdes y sombríos habían extendido sus ramas, como si fueran tentáculos, que se contraían...
Gritó otra vez, y comenzó a correr. Sobre el borde del agua, dio un traspié y cayó dentro del estanque. Se abrió delante suyo, y cayó sin romper la superficie.
Abajo... abajo... abajo...
Luego un calor abrasador, un calor sofocante. Se encontraba en medio de las rocas incandescentes, y delante de una fuente de metal fundido que burbujeaba como el agua, calentado al blanco. Las llamas flameaban y chisporroteaban a su alrededor, y había un sonido débil y agudo en la atmósfera, que apestaba a sulfuro y era caliente y desagradable como un horno.
Levantó la vista. En lugar de cielo había un velo de vapores cálidos y humeantes que giraban y se movían y algunas veces se separaban para dejar al descubierto, justo encima de su cabeza, una insoportable llama blanca que era un sol. Y no sólo encima de su cabeza, hacia el este había otro, más suave, y otro hacia el sur, pero este era azul en lugar de blanco. Tres soles ardientes y las rocas, que estaban a punto de desprenderse en forma de lava.
La fuente que tenía delante suyo hervía con furia. Una de las burbujas rojas, en lugar de estallar, se hizo más grande. Él retrocedió, pero la roca que se encontraba a sus espaldas estaba al rojo. Se quedó inmóvil, contemplando con ojos horrorizados la superficie de la monstruosa burbuja. Se volvió más alta, más alta que él mismo, tanto que su base casi le tocaba los pies. Más alta...
Cayó hacia adelante y la burbuja estalló, dejando un hueco redondo en el cual volvió a caer. Abajo... abajo... abajo...
Se estrelló sobre las ramas de un árbol tupido, cuyas hojas eran brillantes y de un color verde azulado. Hacía un calor húmedo y sofocante. El aire olía a plantas en descomposición y pantanos fétidos. En la distancia se oía un rugido monstruoso.
El árbol lo rodeaba completamente, obscureciendo el cielo, con excepción de la abertura, justo encima de su cabeza, que había dejado con su caída; una caída real, física, que le había dejado unos cuantos magullones, la ropa desgarrada y la mente atontada.
Se dio vuelta, y algo delgado y negro se movió rápidamente con un silbido. ¡Una serpiente!
Desesperado, miró a su alrededor en la sombra de obscuridad verde y vio más serpientes, enroscadas en las ramas o deslizándose por el tronco sin hacer ruido. Una de ellas perturbó a una criatura, que agitó sus varias alas cubiertas de plumas y desapareció con un grito áspero y extraño.
El rugido estaba más cerca, y vio cosas que avanzaban en dirección a él a través de la jungla. Eran todo boca y un enorme vientre fláccido, y tenían varios ojos movedizos y largos tentáculos que parecían látigos.
Una de esas criaturas llegó hasta el árbol donde él se encontraba, y un tentáculo delgado y largo se envolvió alrededor de su cuerpo, lo arrebató de su sitio y lo sostuvo por un momento encima de su horrible garganta negra. El hedor a carne podrida que emanaba lo hizo vomitar.
Entonces cayó otra vez, abajo... abajo...
Una gran extensión de nieve y un viento intenso, cortante. Se tendió un rato sobre la nieve, jadeando, débil de cuerpo y de mente. Frío delicioso: podría quedarse aquí para siempre y dormir...
Hizo un esfuerzo para ponerse de pie y se ajustó las ropas desgarradas sobre el cuerpo helado. De pronto sintió la nieve que le caía sobre el rostro y la tempestad se cerró a su alrededor como una pared.
¿Qué vendría ahora? ¿Este era el fin? ¿Había de terminar aquí su caída de mundo en mundo? ¿Acaso era real todo esto? Su mente desesperada golpeaba los aturdidos confines de la comprensión, en busca de una respuesta que no pudo dar.
Alguien se le acercaba caminando sobre la nieve. Una figura enorme, más grande que en la vida real. ¿Era el gigante Leontino?
No, estaba muerto. El mismo lo había matado.
Y sin embargo no... Ese era el condicionamiento hipnótico de Sabura Mona. Ella lo había matado. Y aquí estaba ella saliendo de la tempestad de nieve.
El se dio vuelta y tropezó, cayó y se quedó tendido en la nieve hasta que ella vino y lo levantó como si se tratara de un niño, y juntos se internaron en el remolino de blancura.
A veces, cuando él la miraba, no parecía Sabura Mona, sino Kelab, y hablaba con la voz sedante de Kelab, y él se adormecía, tibio en sus brazos, como si ella irradiara calor en este mundo helado. Pareció durar un largo tiempo...
El aire se volvió azul por un momento, y de pronto se encontró despierto otra vez, parpadeando en medio de una luz brillante y amarilla. Sabura Mona lo recostó sobre un mullido sofá delante de un fuego que Kelab cuidaba. Luego se dirigió a un costado y se quedó inmóvil junto a la pared.
Ordovico se incorporó y fijó su mirada en Kelab. El pequeño mago estaba herido y sangraba. El llamativo pañuelo que llevaba en la cabeza estaba lleno de barro y tenía las ropas rasgadas. Pero en su rostro se percibía una especie de extraña satisfacción.
Ordovico pensó, minutos —o años— atrás: "Yo odiaba a este hombre más que a nadie en toda la galaxia, pero ya no puedo odiarlo porque ahora sé quién me hizo lo que fue hecho, y comparado con el odio que siento por ese hombre no puedo sentir ningún otro".
Sin levantar la vista, el mago dijo:
—Te debo una explicación.
Ordovico miró a su alrededor. Vio una habitación cuadrada en la que sólo había el sofá donde estaba tendido, una banqueta junto al fuego para Kelab, las paredes desnudas y sin ninguna decoración.
—Una deuda pequeña comparada con la que Landor tiene conmigo —dijo sombríamente.
—Sufriste bastante, ¿no es cierto? — dijo Kelab con compasión—. Hice lo que pude por ayudarte, pero Landor es poderoso, a su manera, y no fue suficiente.
Movió un leño, y las llamas chisporrotearon y crepitaron.
—Explíqueme, entonces —dijo Ordovico, mientras se levantaba y se acercaba a Kelab para calentarse las manos junto al fuego—. ¿Dónde estamos?
—No estamos en ningún lugar en un sentido físico, Ordovico, pues este y todos los demás lugares por los que fuimos llevados son campos de la mente. Aquellos eran visiones de la mente enferma de Landor, pero este es una creación mía.
Ordovico sacudió la cabeza para aclarar un poco las ideas.
—Le debo mi vida —dijo—. O a Sabura Mona. De algún modo tengo la extraña impresión de que son la misma persona. ¿Quién es Sabura Mona?
—Ya tienes un indicio de la verdad —dijo Kelab—. Ella no es un ser humano. Vive sola, sin comodidades y no tiene un solo esclavo, y sin embargo maneja un imperio. El Imperio. Es un robot, una mujer mecánica.
Ordovico asintió lentamente. En realidad, ya se había dado cuenta cuando la vio matar al gigante Leontino.
La contempló otra vez. Estaba de pie contra la pared con una inmovilidad que no era humana, y esta vez no se estremeció, porque era sólo una máquina.
—¿Pero cómo está aquí? ¿Ella también es una ilusión?
Kelab sacudió la cabeza.
—Las cosas de la mente son reales aquí, y por eso ella es real. Es un ser pensante tanto como tú o como yo. Está aquí por derecho propio. Y además es la única ventaja que tengo sobre Landor.
—¿Y usted? Usted no es un hombre como cualquiera. ¿Es un robot?
Kelab negó con la cabeza.
—¿Un mutante, entonces? ¿Proviene de uno de los mundos extranjeros?
—No soy extranjero.
—Entonces debe ser un emisario de la Edad de Oro.
—No de lo que tú entiendes por Edad de Oro —el período de grandeza del Imperio—, sino de una época mejor que esta. Vengo del futuro.
Ordovico lo aceptó sin dudar. El escepticismo había desaparecido de su mente.
—¿Pero Sarla? — preguntó—. ¿La muchacha que después de todo no es una princesa?
Kelab miró el reloj.
—Tenemos poco tiempo antes de que Landor pueda volver al ataque. Le di un golpe que lo dejó atontado, pero no usé ningún arma física. Me temo que será la próxima vez o nunca... ¡Pero tu explicación!
—Landor también viene del futuro, y en este momento estoy ocupado precisamente en la creación de ese futuro, y por eso estaba tan ansioso porque Andra fuera la Regente. Me va a resultar muy difícil poner las cosas en orden aunque consiga derrotar a Landor.
—La historia de mi época depende de que Andra se case con Barkas y Mercator ingrese en el Consejo de los Seis. Las profecías acerca de la caída del Imperio, que Landor fingió despreciar y así selló su destino, se harán realidad, y habrá revueltas e insurrecciones. Luego vendrá otra Noche Larga, en la cual se perderá la mayor parte de la historia y del saber. Con todo, a partir de ello surgirá la primera sociedad humana que se aproxime a la perfección.
—En algún lugar de la Noche Larga tendrá lugar una mutación, la cual dará —desde mi punto de vista, dio— a los hombres por primera vez un poder ilimitado y las pautas para controlar su uso. El poder... bueno, yo dije que tenía al planeta Argos en una mano. Lo sigo diciendo. Puedo apretarlo como si fuera una fruta blanda teniendo mi mente como único instrumento. Y todos, o casi todos los hombres y mujeres de mi época tienen ese poder. El criterio que emplean para controlarlo es la telepatía. Esa fue la clave. Le dio a los hombres un sentido de unidad, de que pertenecen a una unión en lugar de pelear cada uno para sí mismo.
—El resultado es la paz entre los hombres; el fin de tu clase, Ordovico, y de todos los luchadores. Un hermoso fruto de este enmarañado árbol que constituye la humanidad.
—Pero no el fruto completo. En mi época, la mutación todavía no había engendrado el ser perfecto y uno o dos individuos carecían del sentido de comunidad y seguían anhelando poder sobre sus semejantes. Debemos evitar tales atavismos, porque su demencia es en parte contagiosa, por eso los recluimos y los mantenemos en observación.
—En una oportunidad, uno de ellos desapareció. Con esto no quiero decir que murió, o se marchó. Nuestro sentido de la unidad no disminuye con la distancia, y para un individuo que controla por completo el medio que lo rodea, como yo por ejemplo, la muerte es un lento marchitarse después de decenas de miles de años. Ese individuo, a quien tú conoces con el nombre de Landor, se había ido a un tiempo y un lugar donde pudiera colmar sus ambiciones de poder.
—¿Qué tiempo? Esa es la pregunta que teníamos que responder. Supusimos que podía haberlo atraído el Imperio, que para entonces era casi legendario. Estudiamos los pocos y vagos informes con que contábamos para descubrir en qué punto podría tratar de intervenir, y colocamos exploradores para observarlos, yo era uno de ellos. Ni bien me enteré de la llegada de Sarla, supe que algo andaba mal... y he aquí a Landor. Su ambición era ejercer el poder real sobre la gente... poder imperial.
—Por supuesto, se dio cuenta de quien era yo cuando cambié el contrato de matrimonio. Lo que me movió a hacerlo no fue lo que tú pensabas, sino impedir que Barkas no pudiera unirse a Andra más adelante. Ese fue el primer movimiento... algo así como un desafío.
—La muchacha que tú conoces con el nombre de Sarla no es Sarla. Es muy parecida a lo que podría haber sido la verdadera Sarla, pero se llama Leuen y nació en una familia de clase media y no es una princesa. Landor se introdujo en el momento cuando Heneage la vendió en la Cueva de la Luna, en Ludor, y la adquirió Pirbrite, la sacó fuera del tiempo lo necesario para darle algún parecido con la verdadera Sarla y crear para ella una personalidad hipnótica completa y con todos los detalles. Entonces se trasladó a la época de la muerte de Andalvar, y planeó usarla como un títere para servirle de pantalla mientras él gobernaba el Imperio.
—Pero si alguien los hubiera buscado, habría encontrado algunos huecos, amplias lagunas, en su relato. ¿Creíste realmente que un hombre astuto, como lo es un tratante de blancas, no habría investigado si la niña afirmaba ser Sarla, la hija de Andalvar? ¡Podría haberle estipulado su propio precio al padre: la mitad de la galaxia! No, la verdadera Sarla murió cuando estalló una de las bodegas del negrero al despegar la nave. Yo conocí a ese hombre, ni siquiera entonces sabía a quién había secuestrado. ¡Y se jacta de dominar el arte del gobierno! Tú no tienes ninguna experiencia en estos asuntos, y sin embargo buscaste con sumo cuidado y tapaste los agujeros que había en tu habitación. ¿El? Ni siquiera echó a los esclavos de Andra de los aposentos de Sarla.
—Jugó mal, si se tiene en cuenta que estaba apostando tanto como ningún hombre hubiera podido apostar.
—O yo —dijo Ordovico—. El dominio Imperial, podría haberle devuelto la grandeza al Imperio.
Kelab dejó escapar una risa corta.
—No le debes ninguna lealtad al Imperio —dijo—. Eres extranjero. Además, puedo nombrarte una más alta.
—¿Cuál?
—La paz entre los hombres.
Ordovico lo pensó un rato seriamente, y luego dijo:
—Yo carezco del sentido de unidad que usted dice que tiene, y toda mi vida viví de la violencia. Pero creo que lo entiendo. Tal vez sea como usted dice.
—Landor no perdió todavía —dijo Kelab—. Ordovico, se nos está acabando el tiempo. Escucha esto.
—Recuerda que, en lo que a ti respecta, todo lo que te ocurra es una ilusión. Si caes en la trampa y crees en la realidad de tus ilusiones, estás perdido. No te puedo proteger todo el tiempo, porque Landor tiene la fuerza de un demente y yo, lo digo con toda humildad, soy más importante que tú para la seguridad de la raza humana. Landor ocultó a Sarla como yo lo hice con Dolichec cuando el gigante Leontino secuestró a la muchacha para mí, pero en este caso no se trata sólo de una ilusión luminosa como fue la mía, sino de una distorsión de la mente, del espacio, e incluso del tiempo. Si quieres encontrarla, debes hacer lo imposible por recordar que todo es una ilusión, excepto el puerto espacial de Opidum. Cuando regresemos allí, quiere decir que la batalla llegó a su fin.
—Kelab, en una oportunidad dije que usted era un cobarde, que tenía miedo de pelear con las armas de un hombre. Estoy avergonzado. Las armas con las que usted pelea no son humanas. Son las armas de los dioses.
—¡Shhh! — dijo Kelab, y de pronto su rostro obscuro se puso alerta. Extendió una mano, y el robot llamado Sabura Mona volvió a la vida...
Y sobrevino la obscuridad.