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—Ese es el peligroso —susurró Landor.

Sarla, regente desde hacía veinte horas de acuerdo con un voto dividido del Consejo de los Seis, pues la tradición tenía la voz decisiva, asintió imperceptiblemente. Estaba sentada, ataviada de negro y cubierta con un velo del mismo color, en un trono tapizado también de negro en el extremo del Salón de Estado, esperando para recibir a los señores y capitanes que habían venido a rendirle los honores por el entierro de su padre. Landor se encontraba a su lado, donde Senchan Var había servido a su padre en el cargo de Camarero Mayor de la corte. Ordovico estaba rígido e incómodo con su uniforme de ceremonia, como capitán del cuerpo de guardia real. Andra no se encontraba presente. Aparentemente, deseaba ocuparse de los asuntos de su padre en la ciudad, pero en efecto había cedido a Sarla las habitaciones que ocupaba en el castillo y la había humillado marchándose, y Sarla estaba muy angustiada por la actitud de su hermana.

Pero a Landor no le preocupaba en absoluto.

Inmediatamente después de que el Consejo de los Seis hubo dividido sus votos en tres y tres, y el precedente de otras ocasiones decidió cuál sería el curso a seguir, Senchan Var había presentado su renuncia, y Sarla pronto había designado a Landor en su reemplazo, ya que Landor parecía tener a las personas notables y la historia de Argos en la punta de los dedos. Y ciertas personas murmuraban, descontentas.

En el otro extremo del salón un trompetero vestido de negro hizo retumbar los techos detrás de un hombre que apareció en la amplia entrada del salón. Era un hombre alto, de rostro soberbio, con el cabello negro y los ojos ardientes; llevaba un yelmo bruñido bajo el brazo izquierdo, cuya pluma se inclinaba cada vez que él se daba vuelta hacia uno y otro lado para examinar las hileras de cortesanos formadas a lo largo del corredor. Tenía la mano derecha apoyada sobre la empuñadura de la espada. Parecía en todo un combatiente.

El trompetero bajó el instrumento de plata, y el anunciador proclamó:

—¡Barkas de Mercator viene a rendir homenaje a Andalvar de Argos!

El hombre alto suspendió su inspección del salón y comenzó a caminar con pasos largos y lentos; sus sandalias producían un sonido sordo sobre el piso alfombrado y sus vestiduras crujían rítmicamente a medida que avanzaba.

En silencio se detuvo delante del trono y enfrentó a la regente cubierta con un velo negro.

Por último se inclinó y, con una voz que a fuerza de dar órdenes a gritos sonaba como un gong de bronce, dijo:

—Mis respetos, señora de Argos.

Ordovico hizo una seña a la compañía de la guardia real sin apartar los ojos de Barkas, y al tomar la posición de descanso, sus cascos resonaron al unísono. Se alegró al ver que aquí los soldados todavía daban muestras de precisión y eficiencia.

—Bienvenido, señor de Mercator —dijo Sarla, y su voz era firme y musical, pero pronunció de una forma extraña las palabras de una lengua que no había oído hablar excepto con acento extranjero durante siete años.

Barkas se irguió lentamente, y sus ojos se posaron por un instante sobre el velo que le cubría el rostro.

—¡Señora, no conozco esa voz! — dijo—. Sin embargo, conozco muy bien la voz de mi señora Andra. ¡Alto! ¡Aquí hay una trampa!

Echó la cabeza hacia atrás y su voz retumbó en las alturas, mientras Sarla lo observaba con expresión de desaliento. Por supuesto, para llegar aquí tan rápido tenía que haber partido de Mercator mucho antes de que se dieran a conocer las primeras noticias del fallecimiento de Andalvar.

—Permítame manejar esto —susurró Landor, y ella asintió.

Dio un paso hacia adelante, y con su bastón de mando dio un golpe sobre el piso. Los cortesanos formados a lo largo del corredor se habían movido como las olas del mar al oír el grito de Barkas, y había surgido un murmullo que ahora volvió a oírse ante la señal de Landor. Algunos de los presentes sostenían que Senchan Var había sido destituido injustamente, muchos otros codiciaban ese puesto para sí mismos, y otros incluso llegaban a insinuar que Sarla era una impostora.

Ahora Barkas, con una mano en la empuñadura de la espada, sacó la mitad de la hoja de la vaina y la dejó caer hacia atrás.

—¿Y quién es usted? — dijo con un cierto desdén.

—Yo soy Landor, el Camarero Mayor de Argos, y aquí no hay ninguna trampa.

—¿Ninguna trampa? — los ojos de Barkas escrutaron llenos de sospecha el rostro sin arrugas de Landor—. Pero yo sé que esa no es la voz de la señora Andra.

—En efecto, no lo es —dijo Landor con toda compostura—. Es la voz de la señora Sarla.

—¿Sarla, Ser Landor? dijo Barkas no muy convencido—. ¿La hija perdida de Andalvar? ¿Qué cuento es este?

Su mano se abalanzó hacia adelante como una víbora dispuesta a morder, y Sarla dejó escapar un pequeño grito de temor cuando el velo negro que le cubría el rostro fue rasgado por Barkas. Durante un largo momento permaneció frente a ella, sosteniendo el trozo de tela entre sus fuertes dedos como si se tratara de una trampa, con la mirada fijada en Sarla.

Por último, desapareció la severidad de su rostro y, muy lentamente, comenzó a sonreír.

—Le ruego me disculpe, señora de Argos, pero soy un hombre directo. No confío en la palabra de nadie a quien no conozca desde hace mucho tiempo, y el hecho de que usted se encuentre aquí en el lugar de su padre es demasiado extraño para creerlo sin comprobarlo previamente.

Recorrió con los ojos la delicada belleza del rostro de la princesa, los cabellos de oro que brillaban debajo de la capucha negra, las curvas del cuerpo debajo del traje de luto.

—En realidad, señora —dijo—, es como si su madre estuviera viva otra vez.

Sarla asintió lentamente.

—Sí, señor. Me han dicho que me parezco mucho a ella.

Los cortesanos crujieron y se estiraron para ver lo que ocurría detrás de Barkas, y se oyó un leve murmullo de sorpresa. Puesto que la costumbre decretaba que las hijas de los reyes debían usar velos en público hasta que el soberano difunto fuera enterrado, esta era la primera oportunidad en que muchos de ellos habían visto su rostro, y aquellos que recordaban a la última reina de Argos se maravillaron al ver el extraordinario parecido.

—Y —dijo el señor de Mercator después de un intervalo—, solicito presentar el contrato de honor de aquí a tres días.

Uno de los integrantes de la comitiva de Andra que se encontraba entre los presentes lanzó una risita muy breve, mientras Sarla levantó la vista llena de asombro.

—¿Contrato, milord? — dijo con un tono interrogador—. ¿Qué contrato?

—Este contrato —dijo Barkas. Sacó un rollo de pergamino de una de las bolsas que llevaba en la cintura, y se lo extendió—. ¡Un contrato de matrimonio!

Retrocedió un paso con una expresión que en un rostro menos majestuoso hubiera sido una sonrisa de complacencia. Landor le arrebató el documento y comenzó a leerlo. Un susurro de asombro y curiosidad surgió entre los cortesanos, y el miembro de la comitiva de Andra que había sonreído, ahora se rió en voz alta. Ordovico se volvió hacia él con el rostro hecho una furia y comenzó a desenvainar la espada. La risa cesó de golpe.

Sarla, sin apartar los ojos del rostro de Barkas, colocó una mano sobre el brazo del trono, y Landor la cubrió con la suya, mientras continuaba examinando la escritura uncial muy abreviada del documento que tenía en la mano. Apresuradamente Sarla le hizo una pregunta por medio del código digital que usaban los bandidos de Hin en el Extranjero.

—¿No está a nombre de Andra? Landor respondió con el mismo método: —El nombre de Andra no está mencionado, aunque ella debe haberlo sugerido.

—¿Qué dice?

—Lo leeré —ofreció Landor. Hizo un gesto en dirección a Baritas y dijo en voz alta—: Con su permiso, leeré esto en voz alta.

Barkas mostró aprobación, y Landor comenzó a hablar con voz firme y controlada y un acento impecable. En los últimos días, Sarla se había preguntado varias veces cómo había hecho este hombre, que juraba que nunca en su vida había estado en Argos, para adquirir ese acento y un profundo conocimiento de los asuntos argónidas.

—Contrato de matrimonio entre el señor de Mercator y la regente de Argos, a confirmarse sobre la muerte de Andalvar y la ascensión de su hija como regente en el lugar del Príncipe Penda, por no tener éste edad suficiente para gobernar. Este matrimonio ha de ser una unión real entre los tronos y las coronas de Argos y Mercator; Mercator ocupará el lugar de Lorgis de Faidona en el Consejo de los Seis.

Un rugido de cólera surgió entre los cortesanos, y el mismo Lorgis, un hombre robusto proveniente de uno de los mundos pastorales, uno de los tres que había votado a favor de la elección de Sarla, se arrojó al piso de un salto, y gritó:

—¡Que sólo traten de ocupar el lugar de Faidona y lo pagarán muy caro!

Landor, que había levantado la mirada y esperado pacientemente que Lorgis se incorporara, permaneció en silencio hasta que este se hubo calmado, murmurando amenazas para sí, mientras Barkas de Mercator lo miraba sin ningún interés. Luego Landor reanudó la lectura:

—...Y la soberanía del Imperio, en el caso de la muerte de Penda antes de alcanzar la edad para gobernar, o de su muerte sin hijos, se transmitirá por la descendencia común de Argos y Mercator.

En medio de un profundo silencio, arrolló el pergamino otra vez, y finalizó con esta frase:

—Lleva los sellos reales de Argos y Mercator.

Barkas dijo:

—Y entonces, señora, después del lamentado entierro de vuestro padre, volveremos a hablar.

Se inclinó con ironía, y se dispuso a marcharse.

Una voz dijo:

—Espere.

Esa única palabra fue pronunciada con la misma intensidad con que uno habla con un interlocutor al otro lado de una mesa, sin embargo todos los presentes la oyeron y se volvieron para ver quién la había dicho, y vieron, en el arco de la puerta a través de la cual podrían pasar veinte combatientes en una misma línea, a un hombre pequeño y delgado, con escaso cabello negro y de tez obscura, vestido con un andrajoso traje de hilado rústico marrón, botas altas y un llamativo trozo de seda en la cabeza.

La espada de Ordovico saltó a su mano, y en tres pasos los hombres de su guardia se habían vuelto de la entrada, con las alabardas en posición de apresto. Barkas de Mercator se enderezó y levantó las cejas con curiosidad cuando el hombre delgado se adelantó hacia él a lo largo del salón.

Hacía un extraño contraste con Barkas, que era el último que había hecho lo mismo, pues era pequeño y nervudo mientras que Barkas era robusto y musculoso, y usaba ropas civiles ordinarias mientras que Barkas llevaba la vestimenta de un soldado, y Barkas tenía yelmo, espada y cuchillo, al tiempo que el otro tenía nada más que un estropeado sombrero marrón y no llevaba ningún arma.

Se adelantó entre las alabardas del cuerpo de guardia hasta el trono y después de inclinarse ante Sarla con un gesto ceremonioso se dio vuelta en dirección a Barkas y dijo:

—¡Señor de Mercator!

Con indiferencia, Barkas miró despectivamente al hombre más pequeño y dijo:

—¿Qué ocurre, atrevido?

—Señor, ¿no reparó usted en una equivocación que cometió Ser Landor al leer el contrato de matrimonio?

Sarla sintió que Landor le apretaba la mano sobre el brazo del trono.

Barkas arrugó la frente y dijo confundido:

—¿Equivocación, atrevido? Yo lo oí leer con claridad exactamente como está escrito.

—¿Quién es este hombre? — preguntó Sarla con golpecitos, y sintió que Landor respondía: —No lo sé.

—Sí, una equivocación —insistió el extraño—. Una omisión, Ser Landor —y continuó, volviéndose hacia él—. Si fuera tan amable, permita que el señor de Mercator lea el documento en voz alta.

Landor le entregó el pergamino con movimientos torpes. Barkas se lo arrebató, furioso, y lo abrió con un crujido. Comenzó a leer con una voz que ardía por la impaciencia.

—Contrato de matrimonio entre Barkas, lord de Mercator, y Andra, regente de Argos, a confirmarse sobre...

Dejó de hablar, y su rostro denotaba un gran asombro falto de dignidad. Comenzó a escudriñar el escrito, mientras Sarla, que había quedado boquiabierta por la sorpresa cuando Barkas leyó el nombre de su hermana, intercambió miradas con Landor, que parecía tan desconcertado, y al mismo tiempo aliviado, como ella.

—En efecto, usted ve, señor —dijo el hombrecito—, había una equivocación, una omisión. Ser Landor no leyó los nombres de las partes interesadas, y dado que el contrato especifica que el matrimonio es entre usted y la Princesa Andra, y puesto que la Princesa Andra no es la regente de Argos, es en efecto nulo.

Barkas hizo un gran esfuerzo para hablar, mientras sus manos temblaban sobre el pergamino. Cuando por fin lo consiguió, su voz estaba casi ahogada por la ira. Hizo una bola con el ofensivo documento y lo arrojó al suelo, y levantó la mano como dispuesto a golpear al pequeño hombre, quien con gran habilidad se colocó fuera de su alcance.

Por último, se volvió a Sarla y dijo con dificultad:

—Disculpe, señora. Parece que estaba equivocado en realidad. Pero por el viento que sopla sobre Mercator —su voz se convirtió en un grito—, ¡Argos ya sabrá quién soy yo!

Se dio vuelta rápidamente y salió con pasos largos, y todos parecieron sentirse aliviados al verlo marcharse. El heraldo dijo a grandes voces que ya no quedaba ningún capitán por atender, y con un ademán de su mano Sarla dio permiso para retirarse a los presentes, quienes salieron en fila.

Pero cuando buscó al hombre delgado, no pudo encontrarlo por ninguna parte.

El cuerpo de guardia se cuadró cuando Sarla descendió los escalones del trono, y antes de salir de prisa con Landor, dijo:

—¡Ordovico!

—¿Señora?

—¡Encuentra a ese hombre y tráelo a mis aposentos!

—Si señora —dijo Ordovico, juntando los talones.

Se dirigió a los guardias y extendió un brazo:

—Rompan filas y vayan en busca del hombre que estuvo aquí hace un momento. Preséntense con él afuera de las habitaciones de la Regente. ¡A paso ligero!

Rompieron filas, apilaron las alabardas contra la pared, y se marcharon del salón a paso vivo.

La mayoría de los cortesanos ya se encontraban en el otro extremo del salón, y sólo unos cuantos esclavos permanecían cerca, enderezando los cortinados desarreglados después de hacerlos a un lado al paso de Sarla, pero un movimiento que percibió por el ángulo del ojo llamó la atención de Ordovico. Se quedó inmóvil, como si estuviera observando la salida de los cortesanos.

Forzando la vista hacia un lado, podía ver a alguien que se inclinaba, y levantaba algo. Ahora se incorporaba...

Ordovico giró de pronto. Se trataba de un esclavo de piel muy obscura y ojos crispados, que intentaba meter algo apresuradamente en una bolsa. Ordovico lo echó a rodar con un golpe aplicado con un puño que había dado muerte a hombres mucho más grandes que este, y avanzó hasta el lugar donde se retorcía de dolor sobre la alfombra. Con sus dedos fuertes abrió el puño que oprimía lo que había levantado del piso.

Lo examinó entrecerrando los ojos. Hablaba bastante mal el idioma argónida y lo leía peor, pero sabía que esto sólo podía ser una cosa: el contrato de matrimonio entre Andra y Barkas. ¿Para qué lo querría un esclavo?

Dijo en un argónida atroz:

—¿Cómo te llamas, esclavo?

—Samsar —dijo el esclavo con malhumor.

—¿Para qué levantaste esto? — continuó Ordovico, agitando el pergamino delante del rostro de Samsar.

—Es mi deber —dijo el esclavo, frotándose al mentón—. Es mi deber no dejar basura y mantener el castillo limpio.

—No fue por eso que trataste de esconder esto —insistió Ordovico. Levantó a Samsar como si se tratara de un niño, lo puso de pie y lo sostuvo por un hombro—. ¡Un documento que lleva sellos no es una basura!

Sacudió a Samsar hasta que sus dientes resonaron, y pasando lleno de gratitud a la jerga de los ladrones, que hablaba mucho mejor que el argónida —y que, si él era quien para juzgar a los esclavos, este hombre también entendería— agregó una frase que describía una forma de tortura muy elaborada y penosa, que poca gente que no frecuentara la Ciudad Baja y no hablara con ladrones debía conocer. Samsar, sin embargo, debió haber comprendido, porque se puso pálido debajo de su piel morena, se soltó y huyó corriendo del salón.