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Era una noche tormentosa. El viento daba voces en los árboles inclinados, como el hijo de un gigante que grita su regocijo al cielo negro y cubierto de nubes, y la lluvia caía copiosamente y salpicaba sobre la tierra, agitando incluso la dura y escasa hierba de Argos, bailando como una multitud de diablos a través de los caminos desnudos, azotando el rostro de los caminantes como innumerables agujas de hielo, mojando y empapando las banderas imperiales sobre el castillo de los reyes hasta que se volvieron demasiado pesadas para sobresalir de las astas a pedido del viento, demasiado pesadas para revelar que colgaban al revés para anunciar el fallecimiento de un rey.

La gente aguardaba y observaba afuera del negro castillo. Eran gente gris, ordinaria, hombres con las rudas manos de granjeros y mecánicos, mujeres con el rostro arrugado y lleno de ansiedad y ojos como carbones extinguidos.

Se oía el tañido de una campana.

La misma tormenta azotó las ventanas de un solitario helicóptero, pero a unos cuantos kilómetros de distancia en la noche. No tenía el aspecto de un objeto fabricado con manos humanas.

Provenía de uno de los mundos de mutantes que se encontraban más allá de los límites del Imperio, donde los hijos no humanos de los hombres se habían visto obligados a huir por el flagelo del odio, y donde ellos mismos habían creado una cultura que todavía conservaba todo el saber que el Imperio había perdido en la Larga Noche, que había hundido a las estrellas diez mil años atrás.

El hombre que se encontraba al mando del vehículo manejaba los controles con delicadeza. Con todo, la máquina se sacudía como si se tratara de un objeto con vida; un movimiento algo impaciente podía separar las paletas de los estridentes rotores y lanzarlas por espació de más de un kilómetro sobre las tierras áridas que se extendían debajo. Tenía la frente ancha y calva y labios sensibles, pero la nariz y los ojos de un águila, las manos pálidas y largas y una voz que cuando hablaba era baja y agradable.

Echó una mirada rápida por encima del hombro y dijo a modo de conversación:

—¿Lindo tiempo, eh, Sarla?

Había otras dos personas en la cabina detrás suyo, incómodas en los asientos construidos para individuos más grandes que los seres humanos. La muchacha sentada a la izquierda se estremeció, se ajustó la capa, y trató de acomodarse en el rincón donde se encontraba.

—Landor, ¿falta mucho todavía? — dijo.

Landor se arriesgó a apartar la vista de la tempestad que reinaba afuera para echar una rápida ojeada al marcador de posición que brillaba como una luciérnaga en un rincón del panel de control.

—No estamos lejos —dijo—. Tal vez en diez minutos más lleguemos allí.

El tercer pasajero gruñó expresivamente y dijo:

—¡Este es el viaje de las furias, Ser Landor, sin ninguna duda!

Landor se rió brevemente, sin quitar los ojos de la tormenta ni mover las manos o el cuerpo una fracción ¡infinitesimal!

—Tienes las cualidades de un poeta, Ordovico —dijo.

—¿Un poeta? ¡No! — repuso Ordovico, y su mirada pasó de las ventanas de la nave al rostro pálido e inmóvil de Sarla, que se encontraba junto a él en el asiento.

—No soy más que un combatiente ordinario, que está más en su ambiente con una lanza que con una pluma y más feliz con una espada que con cualquiera de las dos.

Dejó caer la mano hasta tocar la empuñadura de su propia espada, y el acero produjo un sonido muy suave dentro de la vaina. Al oírlo sus ojos obscuros se llenaron de algo que contradecía su modestia.

Llevándose una mano al broche que tenía en el cuello, agregó:

—Tiene frío, mi dama. ¿Quiere ponerse mi capa?

Sarla lo detuvo con un gesto.

—Ahora no, Ordovico. Faltan sólo diez minutos de vuelo y no tengo ningún deseo de que te hieles durante ese lapso. Hará calor en el castillo.

Landor dijo sarcásticamente:

—Pueden ofrecernos una cálida recepción en más de un sentido, Sarla... Ordovico, yo no soy un hombre peleador, mi arte de espadachín desapareció con mi juventud, y dejo en tus manos nuestra seguridad.

Ordovico sacó pecho y bajo la rústica capa marrón hubo un destello de metal.

—Sólo veintiocho años, Ser Landor —se jactó—, y tan fuerte como un toro de Tanis.

Sarla le echó una mirada muy rápida y luego desvió la vista. Su hermoso rostro denotaba preocupación.

La multitud congregada delante del castillo desapareció lentamente. Muchos de ellos estaban allí desde el atardecer del día anterior, y habían visto cómo las banderas bajaban, desaparecían y volvían a subir invertidas en el pálido resplandor rojizo del sol invernal; y habían elevado el Clamor de los Difuntos por Andalvar de Argos y velado en el frío húmedo de la tormenta en honor a su soberano.

Sentados sobre una roca desnuda a la vera del camino esperaban un niño de siete años y una vieja fea de sesenta, torcida y acabada, porque la vejez llegaba rápido en este mundo cruel y desolado. El niño bostezó y se acurrucó junto a la vieja, tratando de compartir el impacto del viento. A su alrededor, los hombres golpeaban los pies sobre el suelo. Se movían y se soplaban las manos y de sus sacos de cuero empapados caían gotas.

De pronto, la vieja cerró los ojos, juntó sus manos heladas, y susurró:

—¿Ronail?

—Aquí, abuela —dijo el niño, rodeando con un brazo los hombros delgados de la mujer.

—Ronail, veo días malos —susurró la vieja; su voz parecía el crujido de las hojas secas en el viento—. Ronail, veo días malos por delante para Argos, y siento pena por ti

Uno de los hombres que se hallaba cerca se dio vuelta de pronto; las gotas de lluvia centelleaban sobre su barba como joyas diminutas. Se inclinó y preguntó intrigado al niño:

—¿Qué fue eso?

El niño respondió con indiferencia, con la inconsecuencia propia de su juventud:

—Es mi abuela. Es profetisa.

Los ojos del hombre se iluminaron, y se inclinó más cerca para oír las débiles palabras que brotaban de los labios rígidos y marchitos de la mujer. Otros hombres; se acercaron.

—Ronail... Ronail, ¿dónde estás?

—Aquí, Granny —dijo el niño con tono consolador y se apretó contra ella.

—Ronail... veo días malos para Argos pronto. Veo a la bruja negra tramando para oprimirnos y olvidar el Imperio... la gente gimiendo y los soldados sobornados... el Imperio reducido a polvo.

—¡Ay! — susurró el hombre barbudo—. La bruja negra. ¡Andra! Este es un mal día para Argos.

—¡Ssh! — dijo un hombre detrás suyo—. Puede haber más.

—La purificación del fuego y el castigo del látigo —recitó la vieja bruja entre dientes—. Los dolores y la cólera de los amos...

El hombre barbudo se persignó y el niño, después de contemplarlo con asombro por un instante, siguió su ejemplo.

—¡Ay, la obscuridad de la Larga Noche se verá pronto, y antes de que la bruja negra sea olvidada habrá días negros para Argos!

Se oyó un sonido que no era la tormenta, débilmente, a la distancia, como el zumbido de una mosca monstruosa, y la vieja abrió los ojos y fijó su mirada perdida en el castillo.

El ruido se volvió más fuerte. Hasta los sordos podían sentirlo ahora. Era un zumbido prolongado e ininterrumpido que hacía retumbar los oídos y estremecía el corazón.

Todos inspeccionaron el cielo negro y despejado.

Entonces apareció una luz que brillaba con más intensidad que todas las lunas de Argos —al que llamaban el dios de ojos múltiples debido a sus nueve brillantes satélites—, una luz que surgió de la nada en el cielo y crecía constantemente a medida que el sonido se hacía más intenso. Por encima de ella, se hizo visible un débil resplandor semejante a las alas de un insecto.

—¡Un diablo! — gritó alguien, y estuvieron a punto de salir corriendo, pero el hombre barbudo dijo con desprecio:

—¿Qué diablo se atrevería a acercarse al castillo de los reyes? No, es una máquina, una máquina voladora. He visto muchas en mis viajes, pero nunca pensé que vería una en el cielo de Argos.

Pasaron la explicación de boca en boca, se persignaron y se mantuvieron firmes. La luz comenzó a descender lentamente, aunque agitada por el viento, en dirección al espacio que los curiosos habían dejado libre cuando se hicieron a un lado. El ruido parecía el tamborileo de un demonio.

El helicóptero se apoyó sobre el suelo húmedo delante del castillo, la luz desapareció y el ruido cesó.

La puerta del aparato se abrió y emergieron tres figuras; las dos primeras saltaron con agilidad al suelo y se volvieron para ayudar a la tercera.

Los recién llegados atravesaron juntos la multitud, que retrocedió ante el aire de autoridad que ostentaba el que marchaba adelante de los tres. Era un hombre alto que llevaba un casco brillante y una capa que sobresalía por detrás como dos grandes alas. Caminaba con pasos largos en medio de las violentas ráfagas de viento, como si la tormenta no hubiera existido.

Se detuvo delante de las enormes puertas de hierro del castillo, y golpeó sobre la puerta con el revés de la espada hasta que ésta retumbó una y otra vez, al tiempo que rugía con una voz de toro que sacudió el castillo y ahogó la tormenta:

—¡Abran! ¡Abran en nombre de la hija de Andalvar, ¡la Princesa Sarla de Argos!

Senchan Var levantó la cortina que cubría la angosta abertura en la pared, y a través de ella echó un vistazo a la noche negra que reinaba afuera.

—Quedan bastantes, señora —dijo.

—Pero por supuesto, Senchan —dijo Andra lentamente, y su voz ocultaba una risita—. ¿Esperabas menos de un pueblo leal a sus reyes?

El hombre dejó caer la cortina otra vez y se volvió para recostarse contra la pared, con el rostro pensativo.

—Las cosas han ocurrido señora... más pronto de lo que esperábamos. Quizá demasiado pronto. Yo contaba con un mes más.

Andra se reclinó sobre los almohadones de seda amarilla de su diván como un gato bien alimentado. Tenía ojos de gato, además: amarillos, con párpados pesados, y el cabello negro pendía sobre sus hombros como la noche sobre el castillo.

—¿Por qué dices eso, Senchan? — dijo con indiferencia, tomando un racimo de uvas de un tazón que tenía delante y cortándolas con sus dientes perfectos—. ¿Por qué nuestros planes no pueden salir tan bien ahora como más adelante?

Arrojó una de las frutas al negro mono siriano que se encontraba encadenado a la pared opuesta de la habitación, y rió cuando el animal la agarró y la rechazó. Su especie no era vegetariana.

Senchan Var siguió el movimiento con la vista y se estremeció.

—No es que nuestro plan no esté dando resultado, señora —confesó con franqueza—. Está resultando demasiado bien. Todo sucede con tanta serenidad, que no puedo dejar de temer que haya algún defecto.

—¿Es la idea de Sarla lo que te produce temor, Senchan? Es una niña... ¿olvidada, perdida? No se la ha visto ni se tienen noticias de ella desde hace siete años, Senchan.

Senchan Var se alejó de la pared y se paseó inquieto por la habitación; sus pies desnudos, morenos y delgados, sobre la lana de la alfombra, blanca como la nieve.

—No, señora —dijo—. Sarla es el factor desfavorable que tiene menos probabilidades de aparecer. Si no está muerta, no se enterará de la muerte de su padre hasta dentro de mucho tiempo, cuando usted ya haya sido reconocida como regente.

—Entonces, ¿es Penda el que te preocupa? A propósito, ¿dónde se encuentra?

—Está durmiendo, señora. Demostró una profunda emoción más temprano... lloró, y se quedó dormido llorando.

—Sí —dijo Andra—, es natural en un niño.

—¡Natural! — dijo Senchan Var con desprecio—. Perdón, señora, pero llorar como una niña a su edad es vergonzoso. Si mi hijo, que tiene casi la misma edad que el Príncipe Penda... el Rey Penda, mejor dicho, hiciera eso, creo que... ¡me alzaría de mi lecho de muerte y le daría un golpe!

Andra curvó sus labios rojos y carnosos en una sonrisa, y levantó un hueso sangriento que había en el piso a su lado. Al percibir el movimiento, el mono, que se encontraba del otro lado de la habitación, dio un salto hasta el límite de su cadena de plata, se echó de rodillas, y llevó los gruesos labios hacia atrás, dejando al descubierto los dientes que parecían cinceles. Ella rió otra vez, muy suavemente.

—Ese es un sentimiento leal, Senchan —dijo—. Lo que me recuerda que... hoy otra vez trajo el perro; al comedor, contra las órdenes de su padre. Haz que venga Dolichec, ¿quieres? Y el maestro azotador.

Senchan Var volvió su rostro grisáceo y se topó lleno de asombro con la mirada de la mujer.

—Señora, si le interesa mi opinión, Dolichec tiene en parte la culpa de que Penda sea tan insolente. Si me permite la sugerencia, habría que despedir a Dolichec, y suspender esta costumbre.

Los dedos de Andra se cerraron como una trampa de acero sobre el hueso que sostenía, y la sangre que brotó de la carne se derramó entre sus dedos. Dijo con una especie de susurro sibilante:

—¡No, Senchan! ¡Piensa! Puede que sea malcriado... es malcriado. Pero como tal, es más conveniente para nuestro propósito. Ve a buscar a Dolichec.

Senchan se encogió de hombros, y el mono gimió, y extendió sus garras negras y sin pelos en dirección al hueso. La mujer se lo arrojó con impaciencia, y el animal lo tomó en el aire. Lleno de satisfacción se dispuso a morderlo sobre el piso.

Muy débilmente, por encima del rugido apagado de la tormenta, disminuido por casi dos metros de piedra, se oyó un zumbido como si se tratara de una mosca gigante. Senchan Var lo percibió y frunció el ceño, pero como Andra no hizo ningún comentario al respecto, él tampoco dijo nada y tiró del cordón dorado que se hallaba junto a la ventana. Una estridente campanilla sonó en algún lugar afuera de la habitación.

Un esclavo con la piel morena de un marzón y los ojos crispados del hombre nacido bajo una estrella variable entró silenciosamente y permaneció de pie aguardando órdenes.

Andra tomó otra fruta del tazón de plata y dijo, en torno a una suave ciruela sirenia:

—Trae a Dolichec y al maestro azotador, Samsar.

El esclavo hizo una inclinación y desapareció otra vez, y ella preguntó a Senchan Var, un poco malhumorada:

—Senchan, ¿qué es ese ruido?

—No sé, mi señora —le informó Senchan Var. Forzó la vista en la obscuridad que reinaba del otro lado de la ventana—. Está obscuro como la garganta de un lobo ahí afuera.

—Entonces baja la cortina —ordenó Andra—. Ya hace bastante frío aquí adentro, sin duda. Y tal vez siga así por varios días. Conoces estas tormentas.

El esclavo apareció de nuevo, silenciosamente, en el extremo de la habitación, a tres pasos del mono negro, que gruñía sobre el hueso.

—Mi señora —dijo—, Dolichec y el maestro azotador esperan.

—Hazlos pasar —dijo Andra, inclinando la cabeza. Senchan Var resopló y caminó con grandes pasos hacia la ventana. Cuando el esclavo introdujo a Dolichec y al hombre que esgrimía el látigo, estaba de pie de espaldas a la entrada.

Dolichec era un muchacho de unos quince años, de rostro delgado y puntiagudo y su cuerpo tenía más huesos que carne. Se echó hacia atrás el cabello rubio y desordenado, sucio con tierra, y ensayó una reverencia ante Andra, que sonrió lentamente, tomó otra fruta, y dijo:

—Dolichec, el Príncipe Penda —el Rey Penda, ahora—, hoy trajo el perro al comedor otra vez, contra las órdenes de su padre.

Sintió un ligero y malicioso deleite al decir esto.

Dolichec suspiró con tanta suavidad que era necesario prestar mucha atención para darse cuenta, y dijo:

—Muy bien, mi dama. La última vez fueron tres golpes.

—Esta vez cuatro, entonces —dijo Andra con indiferencia—. ¡Esclavo, cuatro latigazos!

El hombre que esgrimía el látigo era un negro de más de dos metros de altura. Era oriundo de Leontis, donde durante el gobierno del primer Rey de Argos, sus antepasados se habían esforzado por extraer platino en un mundo agonizante que se encontraba a millones de kilómetros de su planeta primario. Cuando inclinó la cabeza ante la orden de Andra, los músculos del cuello formaron ondas sobre su pecho y los hombros como olas en el agua aceitosa. Se escupió las manos y humedeció la correa del látigo, que tenía la empuñadura de plata, lo dobló, alzó el brazo...

Andra lo detuvo con un gesto.

—¡Escuchen! — dijo—. Senchan, ese ruido cesó. Mira afuera.

Senchan Var sólo tuvo que dar un paso para levantar el cortinado amarillo de la ventana. Fijó la vista en la noche y sacudió la cabeza.

—Está demasiado obscuro en comparación con la luz que hay aquí dentro —informó—. Parece haber una especie de carro o carruaje afuera, en el camino delante del castillo...

Desde abajo llegó el crash-crash-crash del hierro golpeado, y Andra se quedó inmóvil, como tocada por la varita mágica de un hechicero. En completo silencio, interrumpido por el baboseo del mono sobre su hueso, oyeron la voz de un hombre que gritaba:

—¡Abran!

—¡Abran en nombre de la hija de Andalvar, la Princesa Sarla de Argos!