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Terac se dio vuelta, y se sorprendió al encontrarse con un soldado que parecía un trueno. Era Avrid, a quien había conocido en la taberna del muelle, allá en Fillenkep.

Avrid sacó un silbato y dio tres agudos silbidos antes de dirigirse rápidamente a Terac y sujetarle el brazo con fuerza. Terac forcejeó hasta soltarse.

—¿A qué estás jugando, Avrid? — preguntó.

—¿Te acuerdas de mí, eh? — el soldado se puso las manos en las caderas e hizo frente a la mirada fija de Terac con una expresión feroz e implacable. Mientras tanto llegaron varios hombres en respuesta a los silbatos, y entre ellos venía un oficial resplandeciente con su uniforme negro y rojo.

—¿Qué significa esto, soldado? — preguntó este último. Avrid dio un paso hacia atrás e hizo un saludo.

—Este es un extranjero llamado Terac, señor —informó al oficial—. Hace pocas semanas encontraron a una mujer asesinada en una nave que había aterrizado en Fillenkep. ¡Vi a este hombre en el muelle el mismo día que aterrizó la nave!

—¿Extranjero, eh? — el oficial se frotó las mejillas abultadas—. ¿Y cuál es su historia, Terac?

—No sé nada de lo que este hombre dice —mintió Terac inflexiblemente—. Cuando nos conocimos, ya hacía cinco días que estaba en Klaret.

—¡Y en esos cinco días no habías aprendido nada sobre la moneda de Klaret! — dijo Avrid, y explicó el episodio al oficial, mientras el corazón de Terac dio un vuelco.

—Llévenlo a prisión —dijo bruscamente el oficial a los otros soldados que habían llegado—. Se le puede conceder una audiencia esta noche, si hay tiempo en la corte.

La mano de Avrid se levantó como una víbora que se dispone a morder, y Terac supo que habían sacado su espada de la vaina cuando sintió el suave siseo del metal al rozar el cuero, junto con una leve sacudida. Luego, varias manos musculosas se cerraron sobre sus brazos y lo transportaron por las calles boca abajo sostenido por las cuatro extremidades.

Fue conducido a uno de los edificios intactos que ahora servían de oficinas administrativas, y entregado a un carcelero hosco y de piel obscura, que tomó breves detalles de la acusación que pesaba sobre él. Le permitieron conservar todo lo que llevaba excepto las armas y los instrumentos para hacer fuego. Pronto comprendió el motivo de esta última precaución: lo arrojaron en una celda que, al igual que casi todos los objetos en Klaret, estaba hecha de madera. Pero se trataba de una clase de madera tan dura como la piedra y de varios centímetros de espesor.

Después de explorar la posibilidad de escapar y decidir que no existía en absoluto, Terac se sentó lánguidamente sobre el único mueble, una tosca litera cubierta por un colchón relleno de plumas, y se preguntó qué le ocurriría a continuación.

Una hora más tarde recibió parte de la respuesta. El taciturno carcelero, escoltado por dos soldados armados, entró en la celda y le dirigió una mirada lenta y penetrante. Por último, dijo:

—Le corresponde una audiencia esta noche. Antes de que oigan su caso tiene permiso para llamar a cualquier persona que pueda respaldarlo. Si no satisface al general, será enviado de vuelta a Fillenkep para ser juzgado allí. ¿Entendido?

—Yo llegué aquí como miembro de la tripulación de una nave en la cual viajaba un alto funcionario del gobierno —dijo Terac con ansiedad—. La nave se llama Aaooa, y el capitán debe estar en el muelle. Es una mujer llamada Karet Var; ella hablará por mí.

Dejó de hablar. Era evidente que, en lugar de escucharlo, el carcelero contemplaba el techo y silbaba distraídamente para sí. Terac comprendió casi enseguida, y puso una moneda de cien círculos en la mano del hombre. Obviamente esto era más de lo que el carcelero había esperado, porque brilló de alegría una vez que se hubo asegurado de que la moneda no era falsa.

—¿Quiere llamar a alguna otra persona? Podemos traer a cualquiera que usted conozca aquí.

—¿Los esclavos pueden prestar declaración? — preguntó Terac con incertidumbre. Para Perarnit él era simplemente uno más de la tripulación pero se había hecho bastante amigo de uno de los hombres de su comitiva.

El carcelero sacudió la cabeza con pesar.

—Los esclavos son capaces de hacer cualquier cosa por el precio de su libertad —dijo—, de modo que no podemos confiar en ellos. Pero voy a tratar de encontrar a esa mujer.

Cuando los visitantes se retiraron, Terac, lleno de furia, recorrió la habitación de un lado a otro durante más de una hora. Luego, la puerta de la celda se abrió otra vez, y fue escoltado a lo largo de varios corredores hasta una habitación en la cual habían instalado una especie de tribunal. El estandarte de Janlo estaba colgado en una pared detrás de una silla de respaldo alto, en frente de la cual se encontraba el banquillo del acusado custodiado por soldados. Unos cuantos curiosos y espectadores llenaban las hileras de sillas ubicadas al fondo de la sala.

Terac buscó con desesperación algún rastro de cabello rojo fuego, pero no lo encontró. ¿Dónde estaba Karet, entonces?

Un heraldo que pidió silencio distrajo su atención, y; sobre el costado de la sala se abrió una puerta y se hizo presente el juez principal. El corazón de Terac latió con violencia por un momento, y luego comprendió que estaba perdido. Era Janlo en persona.

Con una espada en la espalda, Terac fue obligado a sentarse en el banquillo, y cuando Janlo se acomodó en su asiento vio por primera vez al prisionero y lo reconoció de inmediato. Una expresión de asombro y desconcierto invadió su rostro, pero pronto dejó lugar a una sonrisa de tranquila satisfacción mientras estudiaba la situación.

Los procedimientos fueron breves.

—El acusado es un marinero —anunció el taciturno carcelero—. Un extranjero llamado Terac. Se lo acusa de violación y asesinato.

A continuación leyó, de un papel que parecía una proclama oficial de "buscado" con algunos detalles acerca del descubrimiento del crimen.

—¿Cuáles son los motivos para acusar a este hombre? — preguntó Janlo con voz suave y ronroneante.

Avrid se puso de pie en el recinto del tribunal y relató su primer encuentro con Terac. Después le siguió Qualf, y a continuación Torkenwal, sus compañeros de aquel día.

—Bastante bien —asintió Janlo—. Prisionero, ¿tiene algo que decir?

—Pedí un testigo que declarara a mi favor, pero no fue traído aquí —dijo Terac con amargura.

—Es verdad —admitió el carcelero ante la mirada interrogadora de Janlo, y describió la relación de Karet con el caso—. Pero tal vez tenga algo que temer, pues no vino.

—El prisionero está condenado a un juicio en el lugar más próximo a la ofensa —dijo Janlo brevemente—. Dispongan que sea enviado a Fillenkep mañana por la mañana.

Terac fue empujado fuera de su asiento y volvió a su celda. La cabeza le daba vueltas, y se sentía terriblemente furioso por el triunfo que ahora invadía la mente de Janlo. Sin lugar a dudas, Aldur debía haber advertido a su general títere de que Terac había escapado, y verlo llegar como prisionero ante el tribunal era un envío de los dioses. Janlo no podía haber dudado ni un instante acerca de quién se encontraba delante suyo, ya, que con bastante frecuencia se habían sentado frente; a frente en la mesa del consejo, junto con Aldur, tres años atrás.

Era peor aun imaginar cómo el mismo Aldur se reiría cuando se enterara de la noticia...

Estaba sentado en la litera con la cabeza entre las manos, cuando se abrió la puerta y apareció Janlo en persona, acompañado por un gigantesco esclavo leontino, a quien le habían cortado la lengua, a juzgar por la manera en que movía la boca.

—¿Y bien, Terac? — dijo Janlo con una risita ahogada—. ¿Qué te trae por aquí?

—Lo sabes muy bien —dijo Terac sarcásticamente, y Janlo asintió.

—Creo que Aldur le tomó cariño a esa muchacha tuya tan atractiva. ¿Cómo se llamaba? Celly, ¿no es cierto? — la mirada de Janlo era burlona—. ¡Terac, Terac, nunca sospeché que fueras tan tonto!

Terac escupió en el rostro del hombre, y el esclavo leontino le dio un golpe sobre la boca con la palma de la mano. Fue arrojado contra la pared como si lo hubiera embestido un toro de Tanis, y se tendió atontado sobre la litera.

—Sí, la saliva es la única arma que te queda —dijo Janlo con compostura, secándose el escupitajo con un pañuelo finamente bordado—. Así que te dispones a conquistar un mundo llevado por el mero resentimiento, con ningún instrumento más poderoso que la saliva. Asombroso. Eso revela una mente débil: me desconcierta pensar por qué Aldur confió en ti durante tanto tiempo.

Echó hacia atrás su hermosa cabeza y soltó una carcajada.

—¡Un príncipe de los tontos! — exclamó—. Te agrada pelear del lado de esos otros tontos que habitan Klaret, ¿no es cierto? ¡Están tan seguros de que tienen razón, son tan sensatos! Nunca se les ocurre preguntarse si un simple pescador puede en realidad conquistar medio planeta... A propósito, debo felicitarte, Terac. ¿Te acuerdas de aquellos planes para reducir una fortaleza aislada que elaboramos con Aldur cuando empezábamos a prepararnos para la conquista de Klaret? Produjeron resultados maravillosos y tu contribución en ellos no es la menos importante por cierto.

Terac hizo un esfuerzo para incorporarse sobre los codos y miró a los ojos al pretendiente al trono.

—¡Ahora hablas muy bien, Janlo! Has gobernado durante mucho tiempo. Pero me pregunto si seguirás hablando con la misma elegancia cuando Aldur venga a reclamar para sí lo que te esforzaste por ganar durante tres largos años.

La provocación dio en el blanco. El rostro de Janlo se obscureció de pronto, como las nubes de una tormenta. Dio media vuelta y salió precipitadamente de la celda. El esclavo leontino echó una prolongada mirada a Terac y lo siguió.

Terac permaneció inmóvil por un largo rato, insultándose a sí mismo. Si no se hubiera dejado arrastrar por la furia, y no hubiera escupido en el rostro de Janlo, el esclavo no lo habría atontado con el golpe, y quizás podría haber hundido los dientes en la garganta de Janlo antes de que el otro pudiera impedírselo.

El sueño lo invadió como una horda de proyectiles, pero después de un cierto límite ya no pudo resistirlo. El sonido de una puerta que se abría lo despertó de pronto, mucho después de que cayera la obscuridad.

—¡Tú, afuera! — dijo el carcelero con un susurro, y Terac obedeció antes de que su mente dormida pudiera preguntar si no se trataba de un sueño. Pero no lo era. En la débil luz de una antorcha que brillaba más allá de la celda, distinguió... ¡Karet!

—¿Por qué... por qué no viniste esta tarde? — preguntó.

—Te traía algo mejor —dijo la muchacha, y le mostró un rollo de papel—. Fui en busca de Perarnit, ¡y por él conseguí un indulto firmado por el Prestans!

—Pero... ¿cómo?

—Dice que trajo algunos documentos para poner en libertad a los prisioneros que fueron torturados para que ayudaran a los rebeldes. Pero, ven... rápido.

Terac vaciló, y dirigió una mirada al carcelero que se encontraba a sus espaldas.

—¿Janlo sabe esto? — dijo por lo bajo.

—No, está en un banquete —Karet no podía entender por qué se demoraba.

—Aquí están tus cosas —dijo el carcelero con voz apagada. Le devolvió la espada, el cuchillo y los instrumentos para hacer fuego que le había quitado antes. Terac le dio veinte círculos y le ordenó que desapareciera. En cuestión de unos minutos él y Karet estaban seguros en la ciudad y corriendo hacia el laberinto de calles angostas cercanas al muelle.

Hicieron un alto en un obscuro callejón, y la muchacha se arrojó en sus brazos.

—¡Tuve tanto miedo cuando me enteré de que te habían atrapado! — susurró contra la mejilla de Terac, y él sintió una humedad inesperada que provenía de los ojos de la muchacha.

—¿Cómo conseguiste la amnistía? — inquirió Terac suavemente, y Karet retrocedió un paso.

—Terac, tuve que contarle a Perarnit, por supuesto. ¡Tuve que contarle todo!