7

—¡Ser Landor! ¡Ser Landor!

Un ruido de pisadas, jadeos y gritos de una aguda voz femenina. Landor hizo un esfuerzo para despertarse y vio un cielo gris y lluvioso que vertía su luz apagada a través de las ventanas. La puerta se abrió precipitadamente y entró Valle con el rostro cubierto de lágrimas.

—¡Ser Landor! ¡La Regente Sarla ha desaparecido!

En un instante Landor echó afuera los cobertores y se estiró para alcanzar la ropa.

—¿Cómo? ¿Cuándo?

—Debe haber sido hoy muy temprano, Ser Landor —dijo Valle—. Cuando fue a ver a Sabura Mona, como usted sabe, nos despidió y yo por mi parte fui a Opidum. Esta mañana, cuando quise despertarla, no estaba en su cama y había signos de lucha.

Landor se ciñó el cinturón donde llevaba la espada y se calzó las sandalias.

—¡Llama a la guardia! ¡Encuentra al Capitán Ordovico! ¡Que él se ocupe de que nadie salga del castillo!

Valle se inclinó y desapareció, y Landor, con el rostro hecho una furia, atravesó a grandes pasos el corredor que conducía a los aposentos de Sarla. Allí encontró a Mershil y Lena, sus otras esclavas personales, que lloraban y se retorcían las manos. La puerta del dormitorio estaba abierta y se veía el lecho desordenado, como si hubiera habido una lucha.

—¡Cálmense! — ordenó con voz áspera—. Nadie las culpa a ustedes, la Regente las había despedido y todo está en orden. ¡Déjenme pasar!

Se abrió paso y entró en el dormitorio. Ellas lo siguieron, llorando, y él les preguntó:

—¿Alguien ha tocado esta cama desde que la encontraron así?

—Nadie —le aseguró Lena con ansiedad en medio de las lágrimas.

—Entonces hagan silencio. Tengo una cierta destreza para la adivinación.

Se volvió al lecho, y las esclavas dejaron de sollozar y observaron con interés. Acarició los cobertores con las manos, se le nublaron los ojos y sus dedos parecieron fundirse y continuarse con la tela como lo había hecho Kelab con el tazón de la pordiosera.

Por último sacudió la cabeza y se alejó, y en ese momento se oyó un ruido de pisadas y un sonido metálico, y Ordovico irrumpió en la habitación seguido de cerca por Tampore.

—La esclava Valle vino con una fantástica historia acerca de la desaparición de Sarla —dijo.

—Es verdad —dijo Landor—. ¿Apostaste guardias en las entradas del castillo?

—Sí, aunque es lo mismo que amarrar el barco cuando ya pasó la tormenta. ¿Cuándo se fue? ¿Volvió después de su entrevista con Sabura Mona?

—Estuvimos hablando cuando volvió. Pero despidió a las esclavas y no había nadie que pudiera ver u oír algo.

Ordovico lanzó un juramento.

—¡Tampore! ¿No había ningún guardia delante de la puerta?

—Sí, había uno. ¿Dónde está?

—¿Sobornado? — sugirió Landor, y Tampore exclamó:

—El hombre que puede ser sobornado no ingresa en el cuerpo de guardia. Lo mataron seguramente.

—¿Quién era?

—Un tal Elvir.

—¡Por los vientos de Argos! — dijo Ordovico, y se precipitó al corredor.

Allí había una cuadrilla de guardias. Los recorrió con la vista, y extendió un brazo musculoso y dijo:

—¡Elvir!

Un hombre grande que se encontraba en la segunda hilera se adelantó. Desde atrás oyó un furioso gruñido de asombro de Tampore.

Dijo, empleando la jerga de los ladrones:

—Elvir, ¿no estaba de guardia en el aposento real, aquí, anoche?

—Sí, señor. Vine a medianoche y cambié mi lugar a la madrugada con mi relevo.

Landor apareció detrás de Ordovico, ordenando a Tampore que permaneciera en silencio. Escuchó.

—¿Quién era su relevo? — preguntó Ordovico.

—Darbo, Capitán.

Uno de los otros guardias dijo en voz alta:

—Así es, Capitán. Fui a buscar al sargento cuando vino la esclava con la noticia de la desaparición.

—Elvir, ¿dejó entrar a alguien, cualquiera que sea, anoche después de entrar de servicio?

—Como es habitual, hice pasar a Dolichec, el sustituto de flagelación del príncipe, y al azotador, el negro gigante.

Ordovico lanzó otro juramento.

—¿Y salieron de nuevo? — preguntó Landor, dando un gran paso hacia adelante.

—¡Por supuesto, sí!

—¿Pero no sabía que Dolichec ya no es más el sustituto de flagelación del príncipe? ¿Que la regente ordenó al gigante que rompiera el látigo y volviera al servicio de la Princesa Andra?

El rostro de Elvir se puso pálido.

—No, Ser Landor, lo juro —dijo—. No sabía nada de eso. No hice más que dejar pasar a Dolichec, como de costumbre, para sufrir el castigo por las faltas del príncipe.

—Percibo que aquí hay algo mal —dijo Landor de pronto—. ¡Guardias, entren a las habitaciones interiores!

Entraron en fila y se alinearon otra vez.

—¿Con su permiso, Sargento? — dijo Landor.

Tampore asintió, y Landor continuó:

—¡Revisen esta habitación! Muevan todo. Hay algo que no funciona. Elvir, usted no tiene la culpa. Con los demás, a trabajar.

No dejaron de revisar ni un centímetro de todas las habitaciones, pero no encontraron nada que justificara las sospechas de Landor. Después de un largo rato, éste se sentó sobre la cama con la cabeza entre las manos y dijo:

—Sin embargo hay algo que anda mal. Es como si hubiera algo irreal... ¿Quién de ustedes miró debajo de la cama?

Tres de los guardias asintieron. Uno de ellos era Elvir, quien dijo:

—Ser Landor, sentí algo extraño al hacerlo, porque si bien no había nada allí, yo sentía que tenía que haberlo. Ahora recuerdo que experimenté la misma sensación, cuando vino Dolichec anoche con el azotador, y peor aún cuando salieron.

—Levanten la cama —ordenó Landor ásperamente, y seis fornidos guardias se inclinaron sobre ella y la arrastraron hasta el medio de la habitación. El lugar sobre el cual había estado apoyada se movía curiosamente, como si lo vieran a través del agua. Landor fue se agachó y registró el suelo con las manos. Tenía él rostro contraído y tenso.

Un rato después esbozó una sonrisa triunfal, y se levantó. De la nada sacó una figura inmóvil, como una muñeca, con el cabello rubio y desordenado.

—¡Sarla! — dijo Ordovico, pero Landor agitó la cabeza y salió de la irrealidad.

—Dolichec —dijo—. Así lo hicieron.

Apoyó al muchacho sobre la cama. Resultaba asombroso el parecido de ese rostro joven y viejo a la vez con el de Sarla.

—¿Vive? — preguntó Ordovico.

—Seguramente. Pero está durmiendo.

—¿Cómo lo ocultaron?

—Magia, Ordovico.

—Esto es obra de la bruja negra —dijo Tampore, dando un paso hacia adelante y con una expresión severa—. ¿No se lo advertí, Capitán Ordovico?

Pero Landor sacudió la cabeza.

—Conozco pocos magos y ninguna bruja cuyos poderes sean capaces de hacer esto. Kelab es uno de ellos, por supuesto. Espera, Ordovico —dijo, y levantó la mano al ver que Ordovico estaba a punto de decir algo—. Pero fue extraño que nos salvara del contrato de matrimonio y después se haya apoderado de Sarla.

—¿No es posible que la haya tomado para él? — dijo Ordovico lleno de furia.

—No se atrevería —dijo Landor con seguridad.

—No veo cómo puede haberlo hecho —agregó Tampore—. Cualquiera confundiría a la Regente Sarla con Dolichec si tuviera el cabello sucio, el rostro magullado y anduviera vestida con un traje parecido, pero nadie podría confundir a Kelab con el gigante Leontino.

—Es un mago, recuerde —insistió Ordovico—. Landor, creo que es probable que haya sido él. Cuando lo encontré en la Ciudad Baja esta mañana, me exigió mil círculos por haber regularizado el contrato de matrimonio y dijo que estaría en su nave hoy a las diez.

—Si acababa de robar a Sarla del castillo de los reyes, no se hubiera enfrentado contigo en la Ciudad Baja.

—¡Es tan insolente que se atrevería a hacer cualquier cosa! — dijo Ordovico.

Tampore tosió e intervino:

—Ser Landor, la princesa Andra está en la fortaleza en la Colina de los Reyes en Opidum.

—¿Y con eso qué?

—Tengo algunos amigos entre los guardias allí. Podríamos averiguar si Kelab estuvo para ver a lady Andra.

—Usted niega que haya sido obra de la bruja negra, sin embargo, ¿puede nombrarme a algún otro que pueda haber sido? Descontando a Barkas de Mercator, que no está en este mundo —dijo Ordovico acaloradamente.

Landor no lo estaba escuchando, y dijo:

—Tampore, ¿qué hacían sus guardias que los dejaron salir?

—El gigante negro es muy conocido entre mis hombres, pero es extraño que hayan dejado salir a Dolichec.

—Entonces, quizá no salieron del castillo. Tampore, organice una inspección de todas las habitaciones y agujeros dentro y debajo del castillo, y pregunte a los guardias que estaban de servicio anoche a quién dejaron pasar, sin ninguna excepción.

Tampore asintió e hizo una seña a sus hombres, pero Landor detuvo a Darbo y dejó ir a los demás.

—¿Sabura Mona está enterada de esto? — dijo dirigiéndose a Ordovico.

—No, que yo sepa no.

—¡Darbo! — dijo Landor, volviéndose al otro—. Vaya a informarle, y pídale que por favor venga. En cualquier caso, vuelva aquí de inmediato.

El soldado saludó y se retiró.

Aguardaron en silencio, Ordovico recorría la habitación de un lado al otro como un león enjaulado, con el rostro sombrío e inmóvil, mientras Landor se esforzaba por mantener su calma exterior. Pasó casi un cuarto de hora.

Por fin Ordovico dijo:

—Darbo se está demorando mucho. Me molesta estar aquí esperando sin hacer nada, voy a buscarlo.

Salió de la habitación y siguió por el corredor, preguntó cada tanto dónde podía encontrar a Sabura Mona, y por fin llegó al pasillo donde se encontraba su habitación. Echó una mirada. En efecto, allí estaba la puerta a la cual se dirigía. Y algo más.

Su corazón dio un vuelco, se llevó la mano a la empuñadura de la espada, y caminó en silencio hasta el umbral de la puerta. Darbo yacía sobre él. Tenía el rostro cubierto de sangre fresca, pero el pulso había dejado de latir.

Ordovico lo dio vuelta y en su rostro se dibujó una expresión de estupefacción: le habían aplastado y clavado en el cráneo el duro casco de metal con un golpe semejante a una embestida de un toro de Tanis.

Dejó el cuerpo a un lado, le quitó la espada de la vaina, y abrió la puerta por la fuerza.

La habitación estaba en penumbras pero pudo distinguir dos figuras, dos figuras monstruosas, entrelazadas en el centro de la habitación, luchando. Una era grande y de color ébano, el gigante Leontino, de dos metros de altura; la otra también enorme, pero más baja y más gorda. Se trataba de una mujer. Sabura Mona.

Se quedó boquiabierto, asombrado por lo que veía. Porque Sabura Mona había logrado controlar al gigante. Él tenía una enorme mano hundida en la parte blanda de su garganta, pero ella parecía no darse cuenta. Con la otra, el gigante trataba en vano de deshacerse de sus brazos que le apretaban la cintura, contrayendo los órganos vulnerables del abdomen con tanta firmeza como una banda de acero.

Y ella reía. La increíble mujer reía, silenciosamente, y en lugar de permitir que el otro la tomara con un brazo de la cabeza para quebrarle la espina dorsal, como era su intención, lo forzaba hacia adelante... adelante... El gigante logró soltar el brazo mientras todavía tenía lugar para doblarlo, justo un segundo antes de que la articulación, el músculo y los tendones se le desgarraran dobló el codo hacia atrás, y la cabeza de la mujer saltó hacia adelante y lo golpeó debajo del mentón.

Luego, en un enorme y sorprendente movimiento de piernas y brazos y cuerpo y cabeza, en ese preciso instante en que se desprendió del gigante, lo arrojó al techo.

El hombre se elevó como una nave en el aire y cayó como una montaña. Su cráneo se partió al chocar contra la piedra dura cuatro metros más arriba, y Sabura Mona, sin ni siquiera echar una mirada al cadáver, se volvió para sumergir las manos en un tazón lleno de agua, mientras Ordovico, con la espada floja en la mano, estaba boquiabierto sin poder creer lo que veía.

La increíble mujer se enjugó las manos y se volvió en dirección a él.

—¿Usted es Ordovico? — preguntó, y le clavó la mirada.

—¿Usted es Sabura Mona?

—Sí. Su mensajero me dijo que usted quería que fuera. Parece que la Regente Sarla ha desaparecido.

Ordovico asintió, y señaló con un gesto el cuerpo del gigante.

—Con él, supuestamente... si él era el azotador de Dolichec.

—Era él.

—Pero si él todavía está en el castillo, Sarla... eh... la Regente Sarla tampoco puede estar lejos.

—Es posible —asintió Sabura Mona—. Vamos, entonces. Pero primero, quiero decirle algo. No le diga a nadie que yo lo maté a él —señaló con la cabeza al gigante muerto con un estremecimiento—. Diga que usted lo hizo, si quiere, pero no le diga a nadie que fui yo. ¿Entendido?

Sus ojos tenían una extraña luminosidad, y Ordovico asintió en silencio y la siguió a lo largo de los pasillos desnudos. Al aproximarse a los aposentos de Sarla, observó que ella comenzaba a jadear como si estuviera exhausta.

Landor fue a su encuentro y preguntó:

—¿Por qué se demoró Darbo?

—Lo mató el gigante Leontino, Ser Landor, y si Ser Ordovico no me hubiera salvado, yo habría corrido la misma suerte —dijo Sabura Mona. Lanzó una mirada severa a Ordovico y éste asintió levemente.

—¡Por los vientos de Argos! — explotó Landor—. Si él estaba aquí todavía, tal vez Sarla...

Un soldado venía precipitadamente por el pasillo, y respiraba con enormes jadeos y sollozos como si hubiera corrido una gran distancia a gran velocidad.

—¡Ser Landor! — dijo, y saludó con dificultad—. Ser Landor, su máquina voladora, en la que usted llegó al castillo de los reyes, ¡desapareció!

—¿Desapareció? — dijo Landor, electrizado.

—¡Sí, desapareció! Y además, el Sargento Tampore envió un mensajero en un caballo veloz a la fortaleza de Opidum donde se encuentra lady Andra, y comunicó por medio de señales con la luz del sol sobre un espejo que Kelab el Mago la visitó anoche cerca de las doce, se quedó media hora y luego se retiró.

—Un caballo veloz —dijo Landor—, podría haber hecho a tiempo para estar aquí con el azotador a eso de la una menos cuarto, y luego se fue, llevándose el helicóptero y Sarla... ¡Por los vientos de Argos, soldado! ¡Prepare los caballos para nosotros! Hay sólo un hechicero en todo Argos capaz de ahogar el sonido de un helicóptero al despegar, y ese es Kelab.

El soldado saludó y salió por el pasillo a paso largo.

—¿Esto es obra de Andra? — preguntó Sabura Mona.

—De ella y del mago Kelab, me imagino —dijo Landor.

Sabura Mona sacudió la cabeza tristemente, con un enorme estremecimiento del mentón y las mejillas fláccidas. Ordovico se resistía a creer que esta mujer era la misma que había arrojado al gigante como un toro de Tanis.

—Ser Landor —dijo ella—, tengo ciertos espías...

—¿Entre los esclavos de la princesa Andra?

—¡Claro! — dijo Sabura Mona, levantando las cejas con una expresión de sorpresa—. En todas partes.

—Necesitaré sus consejos, entonces. En este momento lo más importante es encontrar a Sarla, lo que implica ir inmediatamente en busca de Kelab el Mago. Si todavía tuviéramos el helicóptero...

Sabura Mona se encogió de hombros.

—Todo lo que puedo hacer es quedarme aquí sentada en el castillo de los reyes y tramar planes como una liana roja trama las trampas para las bestias. Pero haré lo poco que pueda, Ser Landor. Confíe en que recibirá mi ayuda en todo momento.

—Se lo agradezco, Sabura Mona, y estoy seguro de que usted servirá a Sarla como sirvió a su padre —dijo Landor tratando de ser amable—. Si nos disculpa... Ven, Ordovico. Ya deben estar listos nuestros caballos.

Un cielo plomizo cubría la ciudad de Opidum. La lluvia que había caído al amanecer había cesado ahora, pero las calles todavía estaban desiertas en la Ciudad Baja. La alegría de la noche había pasado.

Dos cuerpos yacían en la Calle de la Mañana. Uno era el de un hombre que parecía hambriento, con el rostro semejante a un lobo. Tenía la garganta cortada en homenaje a las habilidades de Kelab para la adivinación, y una cruz tallada sobre el rostro indicaba que estaba maldecido y que no debía dejarse dinero para su entierro. El otro era Samsar, pero apenas se podían reconocer sus formas humanas.

Soplaba un viento helado, a pesar de lo cual Kelab el Mago estaba sentado en el balcón de su nave, a unos veinte metros por encima del concreto obscuro del puerto espacial, bebiendo una infusión caliente de Tanis.

Frente a él se hallaba Sarla, con el rostro sereno y reposado, y también bebía la bebida reconfortante.

De vez en cuando el mago inclinaba la cabeza hacia un lado como para escuchar, y Sarla lo contemplaba y veía el destello de oro en el lóbulo de su oreja izquierda y pensaba que ese era el broche que había recordado al ver uno idéntico que usaba Sabura Mona. Por primera vez no pensó cuan pequeño y delgado era, sino que era más grande de lo que parecía, como un volcán lleno de fuegos ocultos, como si fuera el hombre más fuerte del mundo y al mismo tiempo el más suave.

Él, por su parte, la miraba algunas veces con una leve sonrisa, y pensaba qué hermosa estaba con esa túnica blanca, el bello rostro pálido y el cabello dorado.

Pero no tenía necesidad de mirar. La conocía, directamente, del mismo modo que conocía todo lo que tenía cerca, y también algunas cosas que estaban más lejos, mucho más lejos.

Habían estado sentados en el balcón durante un largo rato, en silencio, ya que las palabras no eran necesarias, cuando él echó un vistazo al reloj que no provenía de ningún lugar del Imperio, y dijo:

—Creo que se están acercando, querida. Ve al lugar que te mostré.

Sarla se levantó con una sonrisa rápida y entró en la nave. Él quitó la bandeja que habían usado para tomar el desayuno y verificó que todo estuviera preparado.

Luego se sentó a esperar.