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Al principio Celly estuvo demasiado presente en su memoria, por supuesto. La recordó como la había visto por última vez, cuando dio un vistazo final a la cabina de su nave. En siete días la mecha se habría consumido y el fuego habría purificado el interior de la embarcación. Pero habían abierto las intrincadas cerraduras antes de eso, y otros la habían visto yacer, salvajemente atacada, sobre la litera dura y en total desorden.
Sintió que la ira ardía en su interior, al pensar que la habían conocido cuando ya estaba muerta, y no como era en vida: vivaz, con una vitalidad que brillaba a través de sus ojos como la luz del sol.
Después la recordó como era entonces, la forma en que Aldur la había visto, deseado y tomado cuando él, Terac, se encontraba lejos. Se sabía que cualquiera que hiciera algo más que mirar a Celly (¡porque todos la miraban!) tendría que vérselas con un Terac enfurecido, aunque se tratara del mismo Aldur... y los hombres que tenían que responder a Terac, por lo general lo hacían con la sangre de su vida.
Así que Aldur lo había hecho, ¿y qué había conseguido? Nada. Pero Terac juró que le costaría el imperio, por lo cual apostó.
Este era Aldur: un hombre cruel que veía más allá de los engaños.
Cuando era joven había percibido la mentira con que se alentaban las esperanzas de la población en las colonias anárquicas de hombres y mujeres nacidos en el espacio, más allá en la Gran Obscuridad; había visto que la degeneración genética no había terminado, sólo disminuido, y esto gracias a la sangre fresca que, cada vez con menos frecuencia, se agregaban a sus filas como resultado de las ventas de esclavos, y los ocasionales proscritos que venían huyendo y lograban convencer a las autoridades de su deseo de unirse a sus fuerzas.
Entonces Aldur había conspirado. Terac, que también había visto que la única vida que conocían corría peligro de extinción, lo había ayudado.
Habían hecho que los jefes piratas se pelearan entre sí, y que los negreros, que se habían puesto gordos por no hacer nada, lucharan unos contra otros, hasta que Aldur se erigió como jefe indiscutido de sus bandas salvajes.
Y luego había lanzado su plan para formar un imperio.
Demasiado tiempo habían vivido de los recuerdos de las glorias pasadas; demasiado tiempo se habían alimentado y multiplicado, sin hacer otra cosa. Aldur dijo: "La disolución del antiguo Imperio es completa.
Ningún rey poderoso flamea su estandarte sobre Argos, el Prestans del vecino mundo de Klaret fue puesto a prueba en la guerra civil... ¡La fuerza que nos empujó hacia la Gran Obscuridad ha desaparecido; pero nosotros seguimos existiendo y vamos a volver!"
La realización del plan había de ser lenta. Entre roces e irritaciones, los súbditos de Aldur se quejaban y Aldur también se aburrió de esperar. Por último, firmó el decreto de su propia destrucción... y tomó a Celly.
El recuerdo dulce y triste a la vez de su primer abrazo, la primera vez que ella se había rendido en sus brazos, llenó la mente de Terac, y también recordó cuál había sido su propósito.
Y sin embargo... Sus brazos rodeaban a otra persona, y otra cosa además. Había visto, en algunas de sus correrías, cómo era vivir bajo el cielo abierto y respirar el aire natural. Había visto a esos seres humanos a los que él siempre había considerado como animales engordados, aguardando las incursiones de los piratas. Y se había dado cuenta de que había una razón más poderosa que la simple venganza para destruir a Aldur.
Por fin, como si un viento puro hubiera quitado el olor a muerte de su memoria, miró directamente a Karet.
Podía decir sin preguntarlo que ella sabía lo que había hecho por él.
Terac durmió plácidamente por primera vez después de varias semanas.
Karet le trajo el desayuno, que consistía de pescado a la parrilla hecho con sus propias manos. Se imaginó que esta era la primera vez que la muchacha hacía tal cosa. Le dio las gracias, comió con voracidad y la estudió mientras comía. No la entendía, porque en realidad no entendía la forma de vida de la gente que vivía en un planeta, pero al menos sabía que valía la pena tomarse el trabajo de entender.
—Supongo que tu plan original consistía en matar a Janlo y apoderarte del ejército —sugirió Karet después de permanecer en silencio por un largo rato.
Terac asintió.
—No creas que soy estúpido —le dijo con ironía—. Pero en los términos a que estoy acostumbrado, era posible hacerlo. No hay nada más que trescientas o cuatrocientas mil personas allá, en la Gran Obscuridad, contando a las mujeres, los niños y los esclavos. Un hombre puede, ¡y lo hace!, gobernarlos. Aquí, debe haber muchos millones.
—¿Entonces, ahora...?
—Al menos debemos ir hasta el frente de batalla y averiguar cuál es la situación antes de tomar una decisión. Me temo que el momento está muy cerca para que Janlo mande sus correos a Aldur. Luego, con todas las defensas del otro lado del planeta y una horda de fingidos "esclavos liberados" para destruirlos desde adentro, Aldur puede descender sobre el planeta y apoderarse de él.
Terac hablaba con amargura, y se lamentó de que sus palabras provocaran una expresión de tristeza en los ojos de Karet.
¡Oh, pero ese era un plan simple, y magistral!
—Entonces debemos encontrar alguna excusa para ir hacia allá —Karet frunció las cejas—. La extensión de agua que separa este lugar del ejército de Janlo tiene que estar repleta de patrullas cuya misión es detener a los rebeldes fugitivos y a los intrusos portadores de noticias o provisiones para las fortalezas que aún se conservan. Mi contrato con el gobierno era sólo para traer provisiones hasta aquí. Yo tenía la intención de regresar con un cargamento de madera —la cual abunda aquí, porque los rebeldes construyeron muy poco en tres años—, o bien de soldados con licencia.
—Vamos a encontrar algo —declaró Terac. Sin embargo, después de mucho meditar no encontraron nada, y cuando más tarde subieron a la cubierta no había ningún signo de vida más que el mono Siriano en el muelle, que parloteaba con sí mismo de mal humor, y pasaba los eslabones de la cadena que lo sujetaba de una pata a la otra con un movimiento estúpido. El metal producía un ruido tintineante.
—¿Dónde está la tripulación? — preguntó Terac, sorprendido.
—Bozdal debe haber bajado a tierra para buscar hombres para el viaje de vuelta; debemos reemplazar a los tres que perdimos. Y los demás están abajo durmiendo.
—¿Entonces quien...?
—¿Te preparó el desayuno? Bueno, yo lo hice.
Terac no tuvo oportunidad de pronunciar su sorprendido comentario porque Bozdal venía caminando por el muelle en ese momento. Lo acompañaba un hombre alto y muy pálido, vestido de negro azabache, que hizo sonar una cuerda de reconocimiento en la memoria de Terac, aunque no podía determinar dónde se habían encontrado.
—¡Capitán Var! — dijo Bozdal con voz fuerte—. Este hombre es Ser Perarnit y desea hablarle acerca de una proposición que parece interesante.
Karet asintió.
—¡La mejor de las mañanas para usted, Ser Perarnit, y suba a bordo!
El hombre vestido de negro descendió con torpeza, como si estuviera inseguro, hasta la cubierta, y Terac vio que su rostro era viejo y arrugado.
—Lo mismo para usted, Capitán Var —replicó, con sus penetrantes ojos grises fijos en el rostro de Karet—. Tengo entendido que se encuentra libre.
—Por el momento —admitió Karet—. ¿Desea fletar mi embarcación?
—Sí —dijo Perarnit. Metió la mano en el vestido negro y tanteó dentro de una bolsa. Los dedos le temblaban un poco. Terac trató de determinar si era realmente viejo o sólo estaba muy enfermo.
Pero abrió el rollo de papel que sacó con un movimiento hábil y diestro. Karet lo leyó y luego tocó el pesado sello que tenía en la parte inferior.
—Bueno, si este papel es auténtico, ¿no podría usted comandar cualquier embarcación de la armada en Klaret? — preguntó.
—Quiero averiguar con qué eficiencia operan las patrullas, si son tan buenas como afirma el General Janlo. No tengo ninguna duda de que lo sean, en realidad, pero quiero estar seguro. Por lo tanto, en lugar de avanzar hasta el frente de batalla en un buque de la armada, tengo la intención de fletar una nave privada para ver hasta qué punto se la controla.
Ni Terac, ni Karet, recurriendo a algún esfuerzo sobrehumano, revelaron la repentina y tensa ansiedad que ambos sentían. ¡Esto era un envío de los dioses!
Karet mantuvo su voz práctica, y dijo:
—¿Cuál será mi recompensa, Ser Perarnit? Mi nave y su cargamento es todo lo que tengo para vivir.
—Su hombre —señaló a Bozdal— me dijo cuánto gana usted por un cargamento de madera en un viaje como este. Le pagaré el doble para compensar el tiempo del viaje de regreso.
—Hecho —dijo Karet, y se descubrió el pecho sobre el corazón para que Perarnit lo tocara como símbolo de un pacto sellado. El hombre vaciló un momento, como si no estuviera acostumbrado a que una mujer hiciera los gestos propios de un hombre, pero luego sus dedos delgados y marchitos se posaron en el pecho de Karet por un instante, tan ligeramente como si fueran las extremidades de un pájaro, lo que parecían en realidad.
—Soy bastante conocido dentro de la flota —dijo Perarnit después de una pausa—. Por lo tanto no voy a aparecer en la cubierta cuando reciban la voz de alto. Le mostrará esto al capitán de la nave patrullera...
Agitó un segundo rollo de papel, más pequeño que el primero. Karet lo tomó, perpleja, y dijo llena de asombro:
—Lleva la firma del Prestans, ¿no es cierto?
—Así es —dijo Perarnit, y sonrió como si estuviera gozando en secreto—. ¿Cuándo puede estar lista para zarpar?
—Nos faltan tres hombres —dijo Karet, y estaba por ordenar a Bozdal que regresa a tierra y juntara tres hombres para reemplazar a los que se habían ido, cuando Perarnit se le anticipó.
—Tengo una comitiva personal —dijo—. Tres hombres y una muchacha. Conocen perfectamente la vida de mar.
Bozdal estaba a punto de protestar cuando se dio cuenta, al igual que Terac y Karet, de que Perarnit había hablado con la voz de un hombre a quien no se desobedece.
—Entonces podremos zarpar ni bien lleguen a bordo —dijo Karet con brusquedad—. ¡Bozdal, ve a dar una reprimenda a los que están durmiendo!
La reorganización fue difícil. Los tres esclavos que vinieron con Perarnit —hombres robustos y silenciosos, con reflejos rápidos y ojos pensativos que contradecían su fuerte musculatura— se acomodaron con bastante facilidad entre la tripulación. Pero no podían destinarle a Perarnit la litera de un marinero. Por lo tanto, Karet le cedió su cabina, y con un centelleo en los ojos Perarnit decretó que no debía preocuparse por la esclava, ya que lo atendía de día y de noche y no correría peligro entre la tripulación. De modo que Karet quedó relegada al frío de la cubierta. Ya habían dejado atrás la calidez de los trópicos.
Bozdal estuvo al borde de las lágrimas cuando vio que el Aaooa llevaba una carpa en la cubierta de popa, pero valió la pena...
Perarnit no apareció para nada, excepto de vez en cuando, cuando después de la caída del sol subía a la cubierta a caminar, sumergido en sus pensamientos. Terac le llevaba la comida hasta la puerta de la cabina, y la esclava devolvía los platos más tarde; por lo general la comida apenas había sido tocada.
Terac, quien a juzgar por las apariencias externas seguía siendo el ayudante de la cocina y el marinero de cubierta de la travesía anterior, trató de hacer hablar a los hombres que formaban la comitiva de Perarnit sobre el comportamiento de su señor, pero aparte de repetidas afirmaciones al respecto de su antigüedad en el gobierno de Klaret, no obtuvo más que una sonrisa y Un gesto con la cabeza El pergamino firmado por el Prestans tema un efecto extraordinario sobre las patrullas que los detenían con monótona regularidad. Sólo tenían que aparecer como un punto en el horizonte de una nave patrullera, y en menos de una hora se encontraban frente a una ballesta cargada con suficiente fuego líquido como para empaparlos en llamas de una punta a otra, mientras varios oficiales exigían con voz furiosa una explicación por hacer uso de esta parte del océano. Entonces Karet mostraba el rollo de papel, y ellos parpadeaban, retrocedían, saludaban respetuosamente, y permitían que el Aaooa continuara su travesía.
Después de dos días vieron señales del combate. Los hombres que se encontraban en cubierta sin nada que hacer se vengaban a costas de los peces globos que emigraban hacia el norte en dirección al ecuador durante el invierno meridional; los miembros humanos aún no digeridos sobresalían de sus estómagos externos como pseudópodos adicionales. Uno de los marineros en particular —Karet explicó que pertenecía a un culto que sostenía que era necesario enterrar el cuerpo de un hombre o, al menos, rezar sobre él, para que alcanzara la resurrección—, atacaba con violencia a los abultados peces que se alimentaban de carroña.
Después de tres días, muchos de los buques de la armada que los interceptaban se dirigían hacia el norte con huellas de quemaduras y orificios causados por espolones explosivos para ser reparados en un puesto de reacondicionamiento. En dos oportunidades se cruzaron con convoyes de buques apresados; las naves patrulleras remolcaban lentamente las averiadas embarcaciones de los rebeldes, cuyas cubiertas estaban llenas de prisioneros encadenados.
Y el cuarto día Perarnit apareció en la cubierta sin advertencia previa, y les dijo dónde se encontraba el cuartel general de Janlo, lo cual constituía un secreto guardado celosamente. Estaba a menos de tres horas de distancia, y Karet viró de inmediato en esa dirección. En cuanto atracaron, los guardias del puerto vinieron a interceptarlos, pero cuando Perarnit les mostró su pergamino asumieron una actitud servil. Apostaron un guardia al costado del Aaooa para evitar nuevas averiguaciones.
Perarnit dio las gracias a su anfitriona temporaria, pagó la suma estipulada, y trepó al espigón con sumo cuidado y con bastante ayuda. Los tres esclavos lo siguieron, saludando a los amigos que se habían hecho entre la tripulación; y en último lugar, los seguía la niña esclava, a quien apenas habían visto. Escoltado por una cuadrilla de soldados, Perarnit desapareció de la vista.
No hacía mucho tiempo que esta ciudad había sido arrebatada a los rebeldes. Tenía las marcas dejadas por el fuego, que era el arma más potente en las ciudades de Klaret, construidas con madera. Los soldados y marineros que estaban aquí temporariamente vivían en carpas, aunque también había unas cuantas casas intactas que parecían estar llenas de oficiales. La ciudad era pequeña, y Terac informó a Karet que tenía una excelente posibilidad de localizar a Janlo de inmediato.
—¿Pero qué puede pasar si bajas a tierra? — preguntó Karet—. ¿No te detendrán de inmediato?
—Probablemente. En el peor de los casos, tendré que recurrir a Perarnit, pero creo que seré capaz de librarme de la mayoría de los inconvenientes que pueda tener.
Lleno de optimismo, ató la espada en su lugar habitual, sobre el hombro, y trepó a tierra.
Mientras avanzaba mantuvo los ojos y los oídos abiertos, y observó que la vida seguía su curso de un modo casi normal. Pequeños comerciantes habían fabricado puestos improvisados con restos de madera quemada, los bares estaban abiertos, las mujeres fáciles que habían sobrevivido al sitio otra vez se aplicaban a su oficio con las nuevas soldadescas, y se sorprendió al ver que al menos una escuela había reabierto sus puertas. En todo caso, veinte chiquillos sucios estaban sentados en círculo sobre el suelo escuchando a un maestro, aunque sin la ayuda de libros.
Había caminado durante casi una hora; de vez en cuando saludaba a un oficial como si fuera un mercenario en la nómina de pagos de Janlo, y se había formado una idea muy clara de la distribución de la ciudad, cuando de pronto oyó un grito de atrás.
—¡Alto, tú, Terac!