CAPITULO PRIMERO
Lax Tanner entró en San Rogelio, pueblo ubicado en la parte baja de Arizona. Era sábado y pasaban solamente unos minutos de las cuatro de la tarde.
En teoría, debía reinar la animación en un día como aquél, pero no era así. San Rogelio, pese a ser un pueblo bonito, con varias calles y un importante número de casas, se hallaba extrañamente silencioso y tranquilo.
No era normal.
Y siendo sábado, aún menos.
Lax Tanner, sorprendido por la quietud y la paz existentes en San Rogelio, detuvo su caballo frente al primer saloon que encontró. Se llamaba El Lince Rojo y parecía un buen local, aunque estaba tan tranquilo como todo lo demás.
Tras atar el caballo a la barra, Lax subió a la acera de tablones y empujó los batientes, penetrando en El Lince Rojo. Era, en efecto, un buen local, pero se hallaba totalmente vacío.
Sólo había una persona en él: el barman.
Era un tipo de mediana edad, fornido, con la cabeza redonda. Como no tenía clientes que atender, se entretenía arreglando las copas y las jarras sobre el mostrador.
Lax Tanner, que contaba veintinueve años de edad, fue hacia el mostrador. Era un hombre alto y fuerte, moreno, no mal parecido. Vestía como cualquier vaquero de la región y llevaba un Colt en el costado derecho.
El barman le recibió con una sonrisa, pues se alegraba de tener a quien servir y con quien hablar.
—Buenas tardes, amigo —dijo.
—Hola —respondió Lax, apoyando los codos en el mostrador.
—¿Qué le sirvo?
—Cerveza.
El barman cogió una jarra y la llenó hasta el borde.
—Forastero, ¿verdad? —adivinó.
—Sí —asintió Lax, tomando la jarra y llevándosela a los labios.
Ingirió un largo trago de cerveza.
Estaba fría, espumosa, apetecible...
Lax dejó la jarra por la mitad y preguntó:
—¿Qué le pasa a este pueblo? ¿Dónde está la gente? ¿Por qué no hay nadie en este saloon?
—Están todos en la pradera —respondió el barman.
—¿En la pradera...?
—Sí, todo el mundo ha ido allí.
—¿Por qué?
—Se va a celebrar un concurso de tiro al blanco. Y los que no toman parte en él, quieren presenciarlo.
—Ahora lo entiendo... —murmuró Lax.
—No tardará en dar comienzo. Nick Derek anunció que la competición se iniciaría a las cuatro y media.
—¿Quién es Nick Derek?
—El tipo que ha organizado el concurso. Llegó ayer a San Rogelio, con su carromato. Por lo visto, se dedica a eso.
—¿A organizar competiciones de tiro al blanco?
—Sí, lo hace muy bien. Sabe cómo tentar a los tiradores para que participen.
—Ofrece un buen premio, ¿eh?
—Un premio insólito, diría yo —sonrió extrañamente el barman.
—¿Por qué lo llama insólito? —preguntó Lax, dominado por la curiosidad.
—Es una rubia.
—¿Cómo?
—Que el premio para el ganador es una rubia.
Lax Tanner no podía creer lo que oía.
—Bromea, ¿verdad?
El barman se echó a reír.
—Le juro que no, amigo. Nick Derek llegó a San Rogelio acompañado de una mujer joven y hermosa, con el cabello rubio, los ojos azules, y un cuerpo sensacional. Y ella es el premio. Derek se la entregará al ganador del concurso. No para siempre, claro está. El vencedor de la competición pasará toda una noche con esa fantástica rubia y luego se la devolverá a Nick Derek.
—Así que el premio sólo durará una noche, ¿eh? —sonrió Lax.
—Si durara más, el ganador no viviría mucho, porque la rubia acabaría con él.
Lax emitió una risita.
—¿Tan tremenda está?
—Es una maravilla de mujer, créame. Aquí, en El Lince Rojo, trabajan ocho chicas y todas son atractivas, pero ninguna de ellas se puede comparar con la rubia que ofrece Nick Derek como premio, se lo aseguro.
—Me están entrando ganas de participar...
—¿Qué tal anda de puntería? —preguntó el barman.
—Muy bien.
—Entonces, participe. Aún está a tiempo de inscribirse.
—¿Cuánto cuesta la inscripción?
—Cinco dólares.
—¿Y cuántos tiradores cree usted que participarán?
—Los solteros, todos. Y también los viudos. Los casados, en cambio, tendrán que conformarse con presenciar el concurso.
—Es comprensible.
—En total, participarán más de cincuenta tiradores, calculo yo.
Lax Tanner se tironeó la oreja.
—Aunque sólo sean cincuenta tiradores, a cinco pavos por barba, suponen doscientos cincuenta dólares. No sé lo que le pagará ese Nick Derek a la rubia por pasar la noche con el ganador del concurso, pero, por muy generoso que se muestre con ella, aún le quedará una importante cantidad.
—Seguro —asintió el barman.
—No tiene un mal negocio, no.
—Los tiradores no piensan en eso. Les importa un rábano lo que pueda ganar Nick Derek a su costa. Lo único que les interesa, es pasar la noche con esa maravilla de mujer. Y pueden conseguirlo sólo por cinco dólares. Unicamente uno de ellos lo logrará, claro, pero todos aspiran a ser ese uno.
Lax apuró la jarra de cerveza y la dejó sobre el mostrador.
—¿Qué le debo, amigo?
—Veinticinco centavos.
Lax le pagó y dijo:
—Voy a acercarme a la pradera.
—Si tiene intención de tomar parte en el concurso, no se entretenga. Puede llegar tarde.
—Lo decidiré cuando vea a la rubia. Si es tan hermosa como usted asegura, lo más probable es que me inscriba.
—Si lo hace, le deseo suerte en el concurso.
—Gracias, amigo.
Lax Tanner salió de El Lince Rojo, soltó su caballo, lo montó y se dirigió al lugar en donde se iba a celebrar el singular concurso de tiro al blanco.
Se hallaba al otro lado del pueblo.
El hecho de que no se oyeran disparos daba a entender que la competición todavía no había dado comienzo. Pero debía faltar muy poco, porque eran casi las cuatro y media.
Lax Tanner alcanzó el lugar en un par de minutos.
Allí sí había animación.
Los tiradores se habían inscrito ya y tenían sus rifles preparados.
Todo estaba a punto.
Sólo faltaba que Nick Derek diera la orden de empezar a disparar sobre los blancos, igualmente dispuestos.
Lax Tanner miró el carromato del organizador del concurso.
La rubia estaba allí.
Lax la vio... ¡y corrió a inscribirse!