CAPITULO X

 

 

De regreso hacia Jonesville, el pelirrojo preguntó:

—¿Puedes decirme por qué te dejaste vencer por ese gorilesco apache, si la idea de luchar por Falk y Marley fue tuya?

—Estrategia, Cannon, pura estrategia. Ya luché una vez con Oso Furioso y le vencí, humillándole ante Toro Bravo y todos los guerreros de la tribu. Pero él fue noble y estrechó mi mano cuando se la tendí. Quise darle hoy la oportunidad de desquitarse y demostrar ante todos que es el más valiente.

—Pues tu desarrollado “sobrinito” estuvo a punto de matarte...

—Pero no lo hizo —repuso Alec, sonriendo—. Yo ya contaba con eso. La otra vez, yo pude matarle a él y tampoco lo hice. Ahora, Oso Furioso me ha devuelto el favor.

—Sin embargo, al dejarte derrotar no lograbas salvar a esos canallas del tormento...

—Estaba seguro de que sí. A los apaches no les gusta que les llamen cobardes, según pude comprobar la otra vez que traté con ellos. Y no olvides que yo les dije que torturar a Falk y Marley sería una cobardía.

Cannon silbó admirado.

—Para ser un extranjero conoces muy bien todas las reacciones de los apaches...

—Sus reacciones son humanas; ni más ni menos.

Después de una larga pausa, el pelirrojo inquirió:

—¿Cómo vamos a desenmascarar al puerco de Stanley Power, si nos hemos quedado sin los testigos de sus sucios manejos?

—Recurriré al sheriff Lake. Ha demostrado ser un hombre justo y no atemorizarse ante el poderío de Power. Sabrá cumplir con su obligación.

El pelirrojo meneó la cabeza de derecha a izquierda.

—Creo que está vez te equivocas, Alec. Si no puedes demostrar tus acusaciones, el sheriff no podrá hacer nada, aunque crea firmemente todo cuanto le contemos.

—Veremos, Cannon. De cualquier modo, se hará justicia. Si él no puede, porque la ley le impide actuar sin pruebas, yo ajustaré las cuentas a ese cobarde.

—¡Eso me parece mejor, Alec! —exclamó entusiasmado Cannon—. Cuenta conmigo y con los muchachos. Todos estamos dispuestos a jugarnos el pellejo por el viejo Monroe y su nieta.

—Lo creo, Cannon; pero quiero que vosotros quedéis al margen del asunto.

—¿Qué...? —bramó el pelirrojo.

—Es lo mejor, muchacho. Pueden salir las cosas mal... Piensa en el viejo y en Caroline. ¿Qué sería del rancho sin vuestra colaboración? ¿Cómo podrían seguir adelante?

—¡Pero no es justo que te juegues la vida tú solo!

—Aún no estoy solo, Cannon. Confío en el sheriff Lake.

—¡No me hagas reír! —exclamó el pelirrojo—. ¡Dos hombres contra más de una veintena!

—Emplearemos la astucia.

—¡Pero...!

—Deja ya de protestar, Cannon —interrumpió Alec.

Estaban cerca ya de Jonesville.

—Anda, muchacho, vuelve tú al rancho y diles a Caroline y a su abuelo que el asunto con los apaches ya está solucionado. Deben estar intranquilos.

El pelirrojo entrecerró los ojos y clavó su mirada en el escocés.

—¿Qué vas a hacer tú?

—Visitar al sheriff Lake.

—¿Nada más?

—Por hoy, nada más —respondió Alec para tranquilizar a su compañero.

—Entonces iré contigo —insistió Cannon, que no se fiaba mucho de las palabras del escocés.

—No seas tozudo, Cannon. Regresa al rancho Monroe. Y otra cosa: no digas ni una palabra a Jeff Monroe ni a Caroline sobre Stanley Power; ya lo haré yo cuando vuelva.

—¡De acuerdo, diablos...! ¡Pero como te retrases demasiado...!

Alec espoleó su cabalgadura y se alejó rápido de Cannon, en dirección a Jonesville.

Encontró al comisario en su oficina.

—¿Qué tal, sheriff?

—¡Por cien mil gallinas desplumadas...! —exclamó el de la estrella poniéndose en pie de un salto—. ¿Cómo ha salido todo, Laughlin?

—Bien, sheriff. Falk y Marley han muerto a manos de los apaches, pero sin tortura.

—¿De veras? —preguntó enarcando las cejas.

—Solicité a Toro Bravo que los liquidase rápidamente y accedió. Con una cuchillada en el corazón pagaron todas sus canalladas.

—En el fondo me alegro, Laughlin. No puedo concebir que se despelleje viva a una persona por muy ruin que sea.

—Usted piensa como yo, sheriff.

El representante de la ley se volvió a sentar y dijo:

—Stanley Power estuvo aquí esta tarde, preguntándome por esos dos fulanos.

—¿Qué le respondió?

—La verdad. Que no les he visto desde esta mañana, cuando les dejé en libertad.

—Stanley Power es una rata asquerosa —dijo Alec con el semblante serio.

Sin guardar a que el comisario hiciese comentario alguno, Alee contó con todo detalle lo que había sabido por boca de Falk y Marley.

El de la placa quedó muy impresionado.

—Siempre sospechó que Power era un mal tipo, pero nunca me dio motivos para poder meterle mano.

—Pues ahora ya los tiene, sheriff.

—Lástima que esos dos puercos hayan muerto, Laughlin... Podrían haber declarado contra Stanley Power.

—Pero ya no pueden decir ni pío.

El comisario se mordisqueó el pulgar izquierdo pensativo.

—No puedo ir por él sin pruebas —masculló con pesar.

—Podemos prepararle una trampa, sheriff, para que él mismo se delate.

—¿Cómo? —preguntó interesado.

—Power no sabe que Falk y Marley han muerto, ¿cierto?

—Cierto —admitió el sheriff,

—Pues ya está. Bastará con decirle que están presos en lugar seguro y que han hablado por los codos, para que Stanley Power intente algo y se descubra.

—¡Genial, Laughlin! —exclamó, poniéndose en pie—. Sin embargo, puede resultar peligroso. Stanley Power tiene muchos hombres y no sabemos cuántos de ellos estarán dispuestos a defenderle con el revólver.

—¿Tiene miedo, sheriff?

—¡Tengo cuernos! —rugió el de la insignia.

—¿Cuernos, sheriff...? —ironizó Alec.

—¡No sé lo que me digo, infiernos...! ¡Pero no vuelva a preguntarme si tengo miedo porque le meto seis plomos en el cuerpo!

El comisario se caló el sombrero hasta las orejas y revisó el cilindro de su revólver.

—¡Voy por ese buitre sin entrañas! —rezongó, furioso aún.

—Voy con usted, sheriff.

—¿Para qué, si no sabe manejar el revólver?

—Algo podré hacer si las cosas se ponen feas, no lo dude.

—Feas será poco... ¡Está bien, venga!

Alec y el sheriff saltaron sobre sus caballos y galoparon hacia el Doble Flecha.

Se detuvieron ante la lujosa casa de Stanley Power.

Algunos vaqueros merodeaban por los alrededores. Cuando descubrieron al escocés, varios de ellos le dirigieron miradas desdeñosas, en especial Clutter, cuyo rostro seguía siendo todo un poema.

Ataron los caballos a un poste y subieron los cuatro escalones para alcanzar el porche.

—¿Qué desea, autoridad? —preguntó un hombre joven, de unos veintiséis años, saliendo de la casa.

—¿Quién es usted? —preguntó el sheriff a su vez.

—Lon Remick; el capataz del Doble Flecha.

El representante de la Ley le echó una ojeada sin tapujos.

—Espero que no se moleste, pero tiene usted máspinta de pistolero a sueldo que de cow-boy —espetó el de la estrella.

—Hay que saber hacer de todo, autoridad —dijo sonriendo con jactancia el nuevo capataz.

—No le había visto antes...

—Lógico, autoridad; llegué ayer a Jonesville, pero todavía no me he dejado caer por el pueblo.

—Sí que ha ascendido rápido, amigo.

—Cuestión de suerte.

Quiero ver al señor Power.

—¿Para qué?

—Quiero ver al señor Power —repitió el sheriff, advirtiendo con ello al sujeto que no estaba dispuesto a darle explicaciones de ninguna clase.

—¿Su guardaespaldas también...? —preguntó mirando con desprecio al escocés.

--Cuando necesite un guardaespaldas ya le contrataré a usted, Remick —replicó el comisario.

El rostro del capataz se endureció y sus ojos destellaron, pero no perdió su despectiva sonrisa.

—Está bien, autoridad; adelante —dijo haciéndose a un lado—. Está en su despacho. Les acompañaré.

Lon Remick caminaba despacio, con los brazos caídos a lo largo de los costados, rozando las culatas de sus revólveres. El cinto lo llevaba muy bajo.

Ahora que el sheriff le veía caminar, ya no tuvo dudas. Lon Remick era un pistolero profesional, contratado por el granuja de Power para realizar alguna misión especial.

El tipo abrió una puerta.

—Pasen —autorizó Power desde el interior de la estancia.

El sheriff, Alec y Remick entraron en el despacho.

—¿Alguna noticia sobre el paradero de Falk y Marley, sheriff? —inquirió Power, sacando un cigarro de una caja y prendiéndole fuego.

—Yo no fumo, gracias —soltó Alec, echándole en cara el rico ranchero su falta de educación al no invitarles.

Stanley Power escrutó detenidamente al escocés, sonriendo sardónicamente.

—¿Usted es el gracioso forastero que inició anoche la pelea con mis muchachos?

—Gracioso no sé si soy, pero desde luego el primer puño que se puso nervioso fue el mío.

Ralph Lake hizo un esfuerzo por contenerse y no reír.

El rostro de Power acusó la respuesta del escocés.

—Tiene usted suerte de ser amigo del sheriff Lake...

—Desde luego; me siento muy orgulloso por ello. En cambio, hay otras personas a las que no vería con simpatía ni vendándome los ojos.

Los labios de Power empezaron a temblar de ira y sus ojos chispearon por la misma causa, pero logró dominarse en pocos segundos.

—No ha contestado a mi pregunta, sheriff —recordó Power.

El comisario, que lo estaba pasando en grande, dijo:

—Quiero hablar con usted a solas, señor Power.

—Remick es mi nuevo capataz. Tengo tanta confianza en él que puede hablarme de lo que quiera en su presencia.

El pistolero sonrió desagradablemente.

El sheriff comprendió que no conseguiría de Power la orden de que Lon Remick saliera del despacho.

—Es un asunto grave, señor Power —dijo colocándose al mismo tiempo y con disimulo, en un lateral de la estancia, para no dar la espalda al pistolero.

—Les ha sucedido algo a Falk y Marley?

—Sí, señor Power.

—¿Han muerto? —preguntó, temeroso.

—No..., pero morirán.

—¿Qué...?

—Los tengo encerrados en una celda.

—¿Otra vez? —rugió apretando los dientes—. ¿Por qué?

—Son responsables de varios asesinatos.

—¿Cómo...? —desorbitó los ojos el ranchero.

—Ellos mataron a dos apaches, torturándolos brutalmente. Por su causa murieron seis personas en la diligencia de Barton City.

—¡Eso es falso! —gritó Power.

—No lo es. Ellos han confesado.

—¿Que han confesado...? —preguntó pálido.

—Así es, señor Power. Han dado el nombre de la persona que les pagó para que hicieran ese “trabajo extra”: el suyo.

—¡Mienten! —bramó encolerizado.

—No mienten, y usted lo sabe mejor que nadie. También han declarado que usted hizo trampas jugando al póquer con el hijo de Jeff Monroe, para arruinarle y quedarse con el rancho.

Stanley Power no replicó esta vez.

—Por todo eso, señor Power, tendrá usted que acompañarme. En Jonesville será juzgado y se hará justicia.

—Lo que equivale a decir que sus días están contados —apostilló Alec atrevidamente.

Stanley Power atrapó de nuevo el cigarro y dio una chupada, exhalando lentamente el humo, mientras su cerebro trabajaba velozmente en busca de una salida favorable para su problema.

—No voy a ir con usted a Jonesville, sheriff —dijo con firmeza.

—¿Ah, no?

—Ya lo ha oído. Es cierto todo cuanto esos dos cobardes de Falk y Marley han confesado. Por eso no puedo acompañarle. Me declararían culpable y me ahorcarían.

—Vendrá por las buenas o por las malas.

—No, sheriff. Antes tendrá que enfrentarse con Remick. Y puedo garantizarle que es más rápido que usted con el “Colt”.

El comisario miró al pistolero, pudiendo observar que ya no sonreía. Tenía las manos muy cerca de los revólveres.

Alec dejó su derecha muy cerca del cuchillo, aprovechándose de la circunstanciade que nadie reparaba en él, por el hecho de no llevar revólver.

—No me voy a asustar por pistolero más o menos, señor Power —dijo con tranquilidad el sheriff.

—Lo siento por usted —comentó el ranchero.

—¿Listo, autoridad? —interrogó el pistolero arqueando las piernas.

—Vamos allá, hijo —dijo el de la estrella, desenfundando como una centella.

Los revólveres de Remick parecieron volar de sus fundas a sus manos, pero no llegó a disparar, porque el sheriff Lake acababa de dar una verdadera demostración de celeridad, anticipándose una fracción de segundo.

Dos manchas rojas se dejaron ver a la altura del corazón del pistolero, quien encogido como un muñeco se venció hacia delante, cayendo inerte al suelo.

—¡Cuidado, sheriff! —gritó Alec.

El representante de la ley giró rápido hacia Power, pero no fue necesario que accionase de nuevo el gatillo, porque el ranchero caía fulminado, con el cuchillo de Alec clavado en la garganta. En su diestra apretaba aún la culata de un “Colt”.

—Quiso balearle por la espalda —observó el escocés.

—Hasta el último segundo de su vida fue vil y traicionero.

Alec recuperó su cuchillo y lo limpió sobre la blanca camisa de Stanley Power, antes de enfundarlo.

—Por cierto, sheriff: usted sacó el revólver tan aprisa que no pude darme cuenta.

—Remick no era manco, Laughlin, no señor.

—Pero usted pudo con él.

—Actué con ventaja.

—¿Ah, sí? —se extrañó Alec.

—Yo sabía que ese pistolero era muy rápido, mientras que él creyó de mí todo lo contrario. Pensaba jugar conmigo como el gato con el ratón.

—Pues se le indigestó el ratón —rio Alec.

—Usted con el cuchillo debe fallar pocas...

—Las mismas que usted con el revólver.

El comisario soltó una carcajada.

—¿Qué va a pasar ahora, sheriff?

—Ahí afuera deben haber oído los disparos. Salgamos a ver qué pasa.

Con precaución salieron de la casa, deteniéndose en el porche.

Los vaqueros estaban agrupados ante ella.

—Stanley Power ha muerto —dijo el sheriff—. Y el pistolero a sueldo a quien llamaban “capataz” también. ¿Alguien tiene algo que decir?

Clutter y otros dos dieron un paso al frente.

—¿A traición? —preguntó Clutter, acercando su mano derecha al revólver, siendo imitado por los otros dos.

Los demás vaqueros se hicieron a un lado, negándose a intervenir en el duelo.

—Déjeme el de la derecha —murmuró Alec.

—¿Me has visto disparar alguna vez a traición, Clutter? —preguntó el sheriff.

Los tres sujetos tiraron del revólver con velocidad.

El sheriff Lake repitió la demostración de habilidad con efectos mortíferos.

Clutter y otro de los tipos cayeron abatidos por sendos balazos en la cabeza.

El tercero de ellos se despidió de la vida con un cuchillo clavado en el corazón: el de un escocés llamado Alec Laughlin.

—¿Alguna objeción más? —preguntó el comisario a] resto de los vaqueros.

Uno de los del grupo dijo:

—No, sheriff. En realidad no estábamos contentos con el señor Power. Trabajábamos aquí porque nos pagaba bien, pero no nos gustaban sus modales. Desde que murió Ryan Bellows, las cosas empeoraron. Esos tres que han muerto, junto con el granuja de Marley, y el fanfarrón de Falk, parecían los dueños del mundo. Y el señor Power se lo consentía todo. La llegada de Lon Remick terminó de complicarlo. No tenía idea de cómo se dirige un rancho. Para saber cuántas patas tiene una res, necesitaba agacharse y contarlas.

Algunos de los vaqueros rieron el comentario final del otro.

—Pues ya podéis buscaros trabajo en otro sitio.

Sheriff, ¿las cuatro mil reses que entregó Jeff Monroe le serán devueltas? —preguntó Alec.

—Naturalmente, puesto que Stanley Power las ganó haciendo trampas con las cartas. Mañana mismo las puede recoger.

El escocés se encaró con el grupo de cow-boys.

—¿Alguno de vosotros quiere trabajar en el rancho Monroe? De ahora en adelante se pagarán más de diez dólares al mes.

Casi todos los vaqueros respondieron afirmativamente.

 

—Pues vuestro primer trabajo será separar cuatro mil reses del ganado de Power y llevarlas al Monroe. Mañana por la mañana, tan pronto amanezca, ponéis manos a la obra.