Ya había anochecido.
Los vaqueros del rancho Monroe, tras la cena, se disponían a montar en sus caballos y enfilar hacia Jonesville.
—A ti te toca quedarte hoy, Barry —dijo el capataz—. Los viernes y los sábados por la noche, cuando vamos al pueblo —continuó, dirigiéndose ahora a Alec—, siempre se queda uno de nosotros en el rancho, vigilando. El patrón ya es viejo, y además, está la señorita Caroline. No me gusta dejarles solos.
—Me parece muy bien —respondió Alec.
—Oye, Reed, parece que te olvidas de la nueva adquisición —dijo Barry Cox, que no se resignaba a quedarse en el rancho.
—No pretenderás que Alec haga la vigilancia el primer día de trabajo... —replicó el capataz.
—Hombre, tanto como eso... —dijo pellizcándose el lóbulo de la oreja derecha—. Pero podríamos echarlo a suertes entre él y yo. ¿Qué te parece, Alec?
El escocés estaba terminando de ajustar en su caballo la silla de montar, algo desgastada, que le había proporcionado Logan. Miró discretamente hacia la casa. Allí, en el porche, estaba el abuelo de Caroline, sentado en una cómoda mecedora, llenando su pipa. Junto a él, depie, su nieta, ataviada con un vestido que a Alec le pareció precioso. Ambos miraban al grupo, y sin duda alguna oían desde allí todo lo que dialogaban los vaqueros.
—Me parece justo, Barry —reconoció Alec—. Pero no quiero que lo echemos a suertes. Yo, siempre que lo hago, pierdo. Y la verdad es que tengo deseos de ir a Jonesville y tomarme unas cervezas.
—¿Cómo lo solucionamos entonces? —indagó Barry.
—¿Ves la mancha negra que hay en ese tablón?
Barry miró hacia donde le indicaba Alec con el índice.
—Sí...
—Lanzaremos el cuchillo desde aquí. El que más se aproxime a ella, se larga al pueblo. ¿Te parece bien?
—¿Tú qué tal lanzas, Alec? —quiso saber el apuesto Barry.
—No me considero malo...
Barry, que no era un gran lanzador, se dijo que mejor sería intentarlo que nada.
—Acepto, Alec.
—Toma, lanza tú primero —dijo Alec ofreciéndole su cuchillo.
Iban a hacerlo desde unas doce yardas.
El resto de los vaqueros se mostraban muy interesados.
Barry Cox lanzó el cuchillo, clavándolo a un palmo de la mancha, que por cierto no llegaba a tener el tamaño de la yema de un dedo pulgar.
—¡Bien, Barry! —exclamó el pelirrojo Cannon—. Ha sido un buen lanzamiento.
—¡Bah! —exclamó Logan—. ¡Te apuesto un par de vasos a que Alec lo supera con creces!
—¿De whisky? —inquirió Cannon.
—¡Pues claro!
—¡Acepto!
—Ahora tú, Alec —dijo Barry—. ¿Podrás mejorarlo?
—No estoy seguro, pero voy a intentarlo.
Alec se acercó al tablón, desclavó el cuchillo y regresó al punto de lanzamiento.
Caroline, en un movimiento instintivo, se puso de puntillas, como si de esta forma pudiese verlo mejor.
Su abuelo sonrió, dándose cuenta del nerviosismo de ella. Conocía perfectamente el motivo por el cual su nieta había sustituido los pantalones téjanos y la camisa, por su mejor vestido.
Alec lanzó el cuchillo.
La hoja se clavó a más de dos palmos de la mancha negra.
—¡Perdiste, Logan! —exclamó Cannon frotándose las manos y riendo con ganas.
Logan masculló un par de blasfemias. Había supuesto que el escocés sería un experto con el cuchillo, ya que no sabía usar el revólver.
—Lo siento, Alec —dijo Barry—, pero te quedas tú.
—Así es, Barry. Tú lanzas mejor que yo, desde luego.
—Le daré a Angela un beso de tu parte —dijo Barry trepando en su montura.
Los demás rieron la ocurrencia de su compañero.
—Hasta luego, Alec —saludó Teddy Reed.
El grupo se alejó a vivo trote del rancho.
Alec dejó su caballo en los establos. Luego caminó lentamente hacia el tablón y recuperó su cuchillo, dejándolo caer en la funda.
Caroline esbozó una sonrisa de triunfo.
—¿Te alegra que haya perdido Alec, pequeña?
Ella hizo desaparecer súbitamente la sonrisa.
—¿Por qué dices eso, abuelo?
—Te he visto sonreír...
—Bueno, en el fondo sí me he alegrado. Ver cómo unextranjero vence a uno de nuestros vaqueros no debe resultar agradable.
Jeff Monroe rio alegremente.
—¿Acaso no me crees? —preguntó ella molesta.
—No...
—¡Abuelo, eres...!
Jeff Monroe se levantó veloz de la mecedora y desapareció en el interior de la casa, sin dejar de reír.