—¿Están todos, Acker?
—Según la lista falta uno, Birney.
El llamado Birney soltó una maldición antes de decir:
—Seguro que es una mujer, ¿no?
—Esta vez te equivocas, Birney. Es un hombre. Alec Laughlin, según se lee aquí.
Ahora las maldiciones salieron a borbotones.
Tras la retahíla de improperios, Birney, un individuo fornido a más no poder, sacó un reloj de su bolsillo. Consultó por enésima vez la hora y a continuación lo devolvió al bolsillo de su chaleco.
—¡Por todos los infiernos! —exclamó furioso—. ¡Ya pasan veinte minutos de las nueve!
Aclcer, sentado en el pescante de la diligencia, sonrió divertido. Era un sujeto huesudo, más viejo que el otro, pero que por lo visto no se tomaba tan a pecho el retraso del tal Alec Laughlin.
—No te sulfures, Birney; eso no conduce a nada.
—¡Al cuerno! ¡No tengo la paciencia tuya!
Un individuo de enorme cabeza asomó por una de las ventanillas.
—¡Eh, amigo! ¿Llegaremos esta noche a Jonesville opernoctaremos en la pradera? —preguntó irónicamente el cabezudo.
Birney, que aún permanecía de pie, cerca de la diligencia, mirando de un lado a otro nerviosamente, estuvo muy a punto de lanzarle un derechazo al guasón. La risa de Acker le contuvo.
—Calma, Birney... —aconsejó desde el pescante su compañero.
—¡Falta un pasajero! —rugió Birney dirigiéndose al tipo que sacaba la cabeza por la ventanilla.
—¿Y qué me importa eso a mí? —replicó engallado el pasajero—. La diligencia tiene su salida a las nueve en punto. Son casi las nueve y media. Si falta alguien, allá él. Su obligación es dar la orden de partir.
Por unos instantes pareció que Birney iba a saltar sobre el cabezón y comérselo a dentelladas. Sus ojos llameaban, y su boca se mantenía exageradamente apretada, haciendo que sus mandíbulas quedasen señaladas amenazadoramente.
Acker pateaba en el pescante, incapaz de aguantarse la risa.
Birney soltó un bufido de bisonte y trepó con un ágil salto al pescante, sentándose junto al otro.
—¡En marcha, Acker! —ladró fuera de sí.
Acker se echó un trozo de tabaco de mascar en la boca, con mucha calma, y luego hizo restallar el látigo con la zurda, sujetando con la derecha las correas del tiro.
Los seis caballos se pusieron rápidamente en marcha, enfilando la calle, en busca de la salida del pueblo,
Justo entonces, por la punta de la calle que habían dejado atrás, surgió una carreta guiada por una chica muy bonita, con el par de caballos a todo galope. Sentado junto a ella, iba un hombre joven, rubio, bien parecido, con vestimentas muy extrañas.
—¡Eh...! Alto, paren...! ¡Deténganse...! —chillaba a punto de desgañitarse el hombre.
Su bella acompañante también gritó cuanto pudo.
—¡Dale fuerte a los caballos, Patty...! ¡Que me quedo en tierra!
—¡Hago lo que puedo, Alec!
—¡Ah de la diligencia...! —volvió a chillar el llamado Alec.
Birney percibió levemente el eco de los gritos, y poniéndose en pie sobre el pescante, giró el cuerpo, divisando la carreta y a sus ocupantes.
—¡Demonios emplumados! ¡Frena, Acker!
Su compañero obedeció, logrando detener en pocos segundos la diligencia, cerca ya de las afueras del pueblo.
—¡Gracias al cielo, Patty! —exclamó Alec—, ¡Llegué a convencerme de que perdía la diligencia!
—Ojalá... —murmuró ella.
—¿Decías, Patty?
—Nada, Alec. Que me alegro mucho por ti.
La carreta llegó junto a la diligencia.
—¿Qué ocurre? —vociferó Birney desde lo alto.
—Que se iban sin mí —respondió tranquilamente Alee—. Tengo mi billete pagado, y por lo tanto, derecho a viajar hasta Jonesville, ¿no?
Birney atrapó de un manotazo la lista de viajeros.
—¿Usted es Alec Laughlin? —preguntó entre rugidos.
—Para servirles —respondió sonriente Alee.
—¿Por qué diablos no se presentó antes de las nueve? ¿Se cree el rey del “Oeste”? —espetó Birney, mirando la rara vestimenta del tardío viajero.
—Tendrán que disculparme, señores, pero surgió un imprevisto —dijo mirando acaramelado a Patty.
Ella sonrió pícaramente.
—Extravié una maleta —aclaró Alee, para que losotros dejasen de pensar lo que ya estaban pensando, al tiempo que echaba pie a tierra, con algo entre sus brazos.
—Suba de una vez. No podemos perder más tiempo —apremió Birney.
—¿Dónde pongo mi equipaje?
Birney lanzó una imprecación. Bajó del pescante y se apoderó de las dos maletas del viajero, echándolas sobre el techo de la diligencia y asegurándolas con una cuerda.
—Deme eso —pidió Birney.
—¡Ah!, no señor; esto lo llevaré yo —replicó Alee, abrazando fuertemente el objeto voluminoso y extraño que llevaba.
—¿Cómo piensa meterse ahí dentro con ese trasto? —inquirió Birney.
—Ya me arreglaré, no se preocupe.
—¿Puedo saber qué es?
—Una gaita.
—¿Una qué...?
—Una gaita —repitió Alec.
Acker alargó su delgado cuello para poder ver mejor.
Los pasajeros se abarrotaron en la ventanilla de la parte derecha, para observar, llenos de curiosidad, pero el cabezudo les dejaba poco espacio.
Birney puso los ojos en blanco, pero pronto los volvió a la normalidad. Boqueó varias veces, pero no pudo decir nada coherente.
—Adiós, Patty —dijo Alee encarándose con la rubia—. No olvidaré todo cuanto has hecho por mí.
—Adiós, Alec... Cuídate mucho. Y sí te es posible alguna vez, regresa a Barton City y ven a verme.
—Puede que sí, Patty. El mundo es una caja de sorpresas.
Alee besó fugazmente a la chica, rozándole apenas los labios, y subió a la diligencia.
—Buenos días —saludó con simpatía.
Ni uno solo de los viajeros correspondió a su saludo cordial, pero Alec no perdió por ello su jovialidad.
—Supongo que éste será mi sitio... —dijo sentándose entre el cabezón y otro individuo pequeñajo, cuyo poblado bigote tapaba el lugar donde, en buena lógica, debía tener la boca.
El hombre de la testa desarrollada era grueso, y ocupaba mucho sitio. Alec se vio muy apretujado, pero no dejó de sonreír.
Acker fustigó los caballos y la diligencia reemprendió la marcha.
Frente a Alechabían tres viajeros más, pero él prestó atención primeramente a una joven de negros y largos cabellos, que le miraba fijamente, con el rostro lleno de perplejidad, como todos los demás. Vestía pantalones y una camisa muy ceñida.
Aparte de su belleza, lo que más sorprendió a Alee fue el apreciar que llevaba un cinturón-canana repleto de municiones, con un reluciente “Colt” 45 en la funda.
—Soy Alec Laughlin —explicó—, y es un placer para mí viajar con ustedes hasta Jonesville.
—Mucho gusto, joven —respondió una vieja que ya no cumpliría los sesenta, de rostro acartonado—. Yo soy Mildred North. Disculpe nuestra extrañeza, pero es que no estamos acostumbrados a ver gentes que vistan como usted.
Alee se miró el traje gris, de moderno corte inglés, y sonrió abiertamente.
—Lo comprendo, señora. Sin embargo, en mi país las gentes visten así. Nací en Escocia, y vengo desde allí.
—¿Es usted un ricachón? —preguntó un vaquero de unos treinta y cinco años, de aspecto rudo, sentado junto a la vieja, a la derecha de Alec.
—¿Ricachón...? —se extrañó—, ¿Qué le hace suponer tal cosa?
—Su impecable traje, el brillante chaleco, la chistera... Incluso las botas de buena y cuidada piel.
—Créanme si les digo que es todo cuanto poseo. En mis maletas, además de libros y trastos, sólo llevo otro traje que ya está muy deteriorado. Voy a Jonesville en busca de trabajo.
Ahora la sorpresa de los otros cinco viajeros fue mayor aún.
—¿Bromea usted? —preguntó la joven morena agrandando los ojos. Estaba al otro lado de la vieja, a la izquierda de Alee.
—¿Por qué iba a hacerlo, señorita...?
—Monroe, Caroline Monroe —aclaró sonriendo por primera vez.
—Pues bien, señorita Monroe, es cierto lo que digo. Si en Jonesville no encuentro trabajo, me moriré de hambre. Todo mi dinero ha volado en el larguísimo viaje que he tenido que realizar desde Escocia a Texas. Para ser exactos, me quedan doce dólares y cincuenta centavos.
—Y la gaita —apostilló el cabezón, provocando la sisa de los demás.
—¡Ah!, desde luego. Es lo que más estimo de este mundo. La construyó mi abuelo. A mí me la regaló mi padre antes de morir.
Alec se entristeció ligeramente, pero al instante recobró su carácter alegre.
—¿Quieren ver cómo funciona?
Sin esperar respuesta, Alec se introdujo el cañuto en la boca y empezó a soplar, manejando las flautas con sus ágiles dedos.
Un estallido de carcajadas brotó de pronto, apagando casi el sonido de la gaita.
Alec, con las mejillas coloradas por el esfuerzo pulmonar, siguió sopla que te sopla.
Acker pegó un codazo a Birney, riendo a mandíbula abierta.
—¡Qué bueno, Birney! —dijo, para a continuación soltar un salivazo y taparle la oreja a uno de los caballos más próximos.
—¡Que me aspen, Acker, si jamás vi a un tipo tan estrafalario como ése! —gruñó Birney.
—Me cae simpático, Birney.
El corpulento Birney terminó por contagiarse de la risa de su compañero.
En el interior de la diligencia, el individuo del bigote ya se tapaba los oídos con las manos.
—¡Ya está bien, amigo...! ¡Nos va a dejar sordos? —dijo sin dejar de reír.
Alec dejó de soplar.
—¿Les ha gustado?
—Es un chisme muy original —dijo la vieja Mildred! North—; pero demasiado estridente. Por aquí no lo habíamos visto jamás.
—¿Estridente...? ¡El banjo sí que es chillón! Mucho más que la gaita, y sin embargo, a ustedes les gusta.
—No compare, amigo —terció el gordo—. Todavía existe mucha diferencia. En favor del banjo, claro.
Alec no quiso iniciar una discusión bizantina.
—Pues yo estoy dispuesto a enseñar en Jonesville a todo el que quiera aprender —afirmó sin embargo Alec.
—¿A tocar "eso”?
Después de lanzar su pregunta, cabeza-gorda rio hasta que casi se le saltaron las lágrimas.
—¿Espera ganarse el sustento así? —preguntó la vieja con algo de guasa.
—No precisamente... En lo que sea.
—No tiene usted aspecto de conocer los trabajos propios de estas tierras —expresó la joven.
—Es cierto, señorita Monroe. Pero tengo dos brazos y dos piernas, como todos los hombres de por aquí, supongo. Espero aprender. No me asusta el trabajar de sol a sol si es preciso. Lo importante es que ya estoy en Texas... Ese era el sueño de toda mi vida.
—¿Por qué? —se interesó Mildred North.
—Mi madre nació aquí, en Texas. Abandonó estas tierras para casarse con mi padre y vivir en Escocia. Me habló tanto y tan bien de ellas, que he crecido con una sola ilusión: venir a Texas tan pronto como me fuera posible. Ahora que ambos han muerto, ya nada me retenía en Escocia. Preparé las maletas y aquí estoy.
La sinceridad con que se expresaba Alec hizo que se ganara la simpatía de todos. A pesar de su vestimenta, y de la gaita, empezaba a caerles bien.
—Y... ¿por qué a Jonesville? —inquirió Caroline intrigada.
—Alguien me habló muy bien de este lugar en el barco, durante la interminable travesía. Sé que es un pueblo en vías de desarrollo y con amplio futuro. Dentro de pocos años será una gran ciudad. Espero encontrar trabajo en cuanto llegue.
—Antes debe cambiarse de ropa —aconsejó el bigotudo enano—. Con ese aspecto, nadie le ofrecerá un empleo.
—No me parece bien, señor. Si me visto como ustedes, pareceré de aquí, y eso sería tanto como engañar a la persona que me ofreciese un empleo, porque yo desconozco su forma de trabajar. Prefiero presentarme tal como voy y decir que soy extranjero.
—Su modo de proceder es elogiable, joven —manifestó la vieja Mildred North—. Empiezo a creer que encontrará lo que busca.
—No será tan fácil —dijo en plan agorero el rudo cow-boy que estaba junto a la vieja—. En los ranchos quieren gente con experiencia; no pueden perder tiempo enseñando a un escocés que por primera vez pisa las tierras del Oeste.
—¿Usted trabaja en un rancho? —le preguntó Alec.
—Sí; soy el capataz del Doble Flecha, al Este de Jonesville. Mi nombre es Ryan Bellows.
—Caramba, señor Bellows, usted podría...
—Ni lo sueñe, míster. No puedo engañar a mi patrón. Créame que lo siento.
Alec se encogió de hombros.
—Bien, no tiene importancia. Ya encontraré algo.
—Quizá yo pueda... Bueno, si no pide usted mucho.
Alec dio un respingo al oír a Caroline Monroe.
—¿Qué? —preguntó ansiosamente.
Ella sonrió con amplitud.
—Soy propietaria de un rancho. Mejor dicho: “casi” propietaria. Es de mi abuelo, y yo soy la única heredera. Actualmente no es un rancho muy boyante...
—¡No importa! —exclamó Alee, interrumpiendo las explicaciones de ella—. ¿De veras me ofrece un empleo?
—De veras, señor Laughlin. Pero sólo puedo darle diez dólares al mes, comida y techo. Trabajo, por contra, a montones.
—¡Acepto! —casi gritó Alec.
—No se precipite... Espere a que lleguemos a Jonesville. Vea primero si consigue algún empleo mejor, y si no lo encuentra, preséntese en el rancho Monroe. Está a unas tres millas del pueblo, por la parte Oeste, junto al río.
—La compadezco —dijo Ryan Bellows, esbozando una sonrisa.
—Es asunto mío —dijo Caroline tajante.
—No la defraudaré, señorita Monroe. Usted tenga paciencia conmigo y yo...
—La enseñaré a tocar la gaita —terció el cabezón, arrancando nuevas risas de la concurrencia.
Caroline Monroe y Alec Laughlin también rieron.
A mediodía se detuvieron en una posta, para almorzar y cambiar el tiro de caballos.
Media hora después reemprendían la marcha.
Los seis viajeros charlaban animadamente.
Alec era el centro de todas las conversaciones, viéndose obligado a soportar bromas y pullas, pero con buen humor. Comprendía que para aquellas gentes era
un curioso y raro ejemplar.
Cuando los bromistas se ponían excesivamente pesados, Alec soltaba un solo de gaita y los hacía callar.
—Oiga, señora North, ¿es cierto que hay indios por
estas tierras? —preguntó Alec.
—Sí, joven; apaches y comanches.
—¿Son peligrosos...?
—Desde luego. Si uno se mete en su territorio, resulta difícil que regrese con vida. No obstante, ellos no se meten con nosotros. Quiero decir que no invaden nuestras tierras. Hay espacio-suficiente para todos.
—Muy justo —opinó Alec.
—Hace mucho tiempo que no se les ve por las cercanías de Jonesville —comentó ella.
—Pues a mí me gustaría ver alguno...
—¡Indios! —bramó Birney desde arriba.
CAPITULO II
—¡Ya los tiene ahí, joven! —exclamó Mildred North.
—¡Eh, que yo lo dije en broma! —gimió Alec.
—¡Hagan fuego! —berreó Birney desde el pescante, predicando con el ejemplo, porque su rifle escupía fuego sin cesar.
—¡Joven, creo que...!
La vieja Mildred North no pudo decir nada más, por-, que una flecha le traspasó el cuello, fijándola contra la madera. Quedó con los ojos extremadamente abiertos, reflejando un espanto terrible.
—¡Malditos cerdos...! —gruñó Ryan Bellows desenfundando su revólver y haciendo fuego por la ventanilla derecha.
El cabezón le imitó al instante, en tanto que el bigotudo y Caroline Monroe abrían fuego por la ventanilla izquierda.
Acker castigó con saña a los caballos, obligándolos a galopar desenfrenadamente.
La diligencia parecía volar, pero aquella tremenda velocidad no iba para un traste semejante. Amenazaba con desmontarse de un momento a otro.
Alec se abrazaba fuertemente a la gaita. En una delas sacudidas se fue contra la vieja Mildred North y le clavó una flauta en el ojo derecho.
—¡Perdón, señora North! —se disculpó Alec, aunque la vieja, como es de suponer, no se quejó.
El cabezudo quedó colgando en la ventanilla, porque una flecha le había entrado por la boca.
—¿Por qué no dispara usted? —bramó Bellows.
—¡No tengo armas...! ¡Tampoco sé usarlas! —contestó Alec.
El pequeñajo del bigote aulló dolorosamente al sentir en su pecho la mordedura de una flecha. No sufrió mucho, porque expiró en el acto. La flecha le había partido el corazón. Cayó como un saco en el interior de la diligencia.
Caroline Monroe había palidecido intensamente. Cogió el revólver del fallecido bigotudo y se lo ofreció a Alec.
—¡Si en algo estima su vida, úselo! —aconsejó. Luego siguió disparando por la ventanilla.
Alec quedó con el revólver en la diestra, sin saber quéhacer.
—¡Han cazado a Birney! —rugió Bellows, viendo caer al bravo conductor con el pecho atravesado por dos fle- chas.
Acker se vio obligado a soltar las riendas del tiro. Sacó su revólver y, echándose sobre el techo de la diligencia, apretó con rabia el gatillo.
—¡Malditos coyotes...! ¡Si no fuerais tantos...!
La veintena de indios se acercaba cada vez más de prisa, amenazando rodear la diligencia.
Acker tumbó a dos de ellos, antes de caer del teche de la diligencia con una flecha clavada en el centro de pecho.
Los caballos, totalmente desbocados, corrían alocadamente.
—¡También han tumbado a Acker —aulló Bellows—, ¡Vamos a estrellarnos!
—¡Siempre será mejor que caer vivos en sus manos; —gritó Caroline Monroe.
—¿Qué hace usted? —chilló Ryan Bellows, dirigiéndose a Alec Laughlin—. ¿Tan cobarde es que ni siquiera por su vida es capaz de luchar?
—Oiga, señor: no soy ningún cobarde —protestó Alec.
—¡Pues lo disimula muy bien! —exclamó enfurecida la joven.
—¡No sé utilizar un revólver! —gritó Alec.
—¡Claro, usted sólo maneja la gaita —estalló Bellows.
Caroline y el rudo vaquero se desentendieron de Alec y defendieron a punta de revólver sus respectivas ventanillas.
—¡Voy a intentar alcanzar el pescante! —advirtió Bellows.
Abrió la portezuela y trató de subir a lo alto.
No menos de seis flechas se incrustaron en su espalda. Lanzó un horrendo grito y cayó sobre el polvoriento camino.
El rancho Doble Flecha acababa de quedarse sin capataz.
Caroline Monroe dejó de disparar, apoyando su espalda contra las tablas.
—Es el fin... —murmuró abatida.
—¿Por qué? Aún estamos vivos.
Ella le lanzó una mirada cargada de desprecio.
—Si todos los hombres de Escocia son como usted...
—¡Eh! —protestó Alec—. ¿Qué pretende insinuar?
Dos flechas se clavaron muy cerca de la cabeza de Alec, pero él no se movió.
—No le importa vivir, ¿eh? —dijo ella.
—¡Y un cuerno! ¡Pues claro que quiero vivir! ¡Acabo de cumplir veintiocho años!
—Puedo asegurarle que no cumplirá los veintinueve.
—¿Cómo puede estar tan segura? —preguntó serenamente Alec.
Caroline Monroe pensó que sería inútil seguir dialogando con un hombre tan raro como aquél.
Tres flechas más se incrustaron en las tablas. Una de ellas rozó el pelo de la joven.
—Adiós, señor Laughlin. Lamento mucho haberle conocido.
Caroline elevó el revólver y apoyó el cañón sobre su sien derecha. Empezó a presionar sobre el gatillo.
Alec soltó la gaita por primera vez y se lanzó sobre Caroline, atrapándole el brazo armado.
—¡Suélteme...! ¡Déjeme!
—¡Ni hablar! —respondió Alec, forcejeando con ella—. ¡Una chica tan bonita como usted no puede matarse así como así!
—¡No le importa!
—¡Vaya si me importa!
El “Colt” de Caroline Monroe se disparó y Alec sintió cómo el plomo mordía en su brazo izquierdo. Sin embargo, consiguió arrebatarle el revólver a la muchacha y tirarlo por la ventanilla, junto con el del bigotudo. Ya no quedaba arma alguna en la diligencia.
Alec se cogió el brazo lastimado.
—¿Está herido?
—Eso parece. Debió confundirme usted con un indio y ¡zas!
—Lo siento...
—No parece importante.
En aquel preciso instante el tiro de caballos se soltó, dejando correr sola a la diligencia. No tardó mucho en volcarse, dando algunas vueltas por el suelo hasta quedar inmóvil, tumbada de lado.
Alec, dolorido por muchos puntos, sacudió la cabeza. Entonces se apercibió de que Caroline estaba sobre él, abrazándole fuertemente y sollozando.
—¿Dónde está mi gaita? —fue lo primero que se le ocurrió preguntar al escocés.
—Tengo miedo, señor Laughlin... No deje que ellos me atrapen viva, por favor... Prefiero que me mate. Hacen cosas horribles con las mujeres blancas.
Alec dejó de pensar por un momento en su gaita y estrechó entre sus brazos el cálido y joven cuerpo de Caroline Monroe.
—Nadie le hará daño mientras yo esté junto a usted; se lo juro.
Caroline le miró sorprendida. ¿Cómo podía estar tan tranquilo un hombre que estaba tan cerca de la muerte? ¿O quizá no lo sabía? ¡Qué extraño era Alec Laughlin...!
El escocés se separó con delicadeza de ella y se levantó. Atrapó inmediatamente su gaita. Segundos después interpretaba una de sus melodías favoritas.
Caroline ya no sabía qué pensar. Tan pronto sentía deseos de llorar como de reír. Miraba fijamente a Alec.
El grupo de jinetes indios rodeó la diligencia. Ocho de ellos desmontaron, cuchillo en mano, y se aproximaron a ella.
Alec se dejó ver por la portezuela, sin dejar de tocar la gaita. Con algún esfuerzo logró salir de la diligencia.
Caroline se tapó los oídos, para no percibir los gritos de muerte del insensato escocés.
Pero sucedió algo insólito. Los indios, atendiendo a una señal del que mandaba en el grupo, se limitaron a cercarle, con los cuchillos en alto, amenazantes.
Alec siguió dando la lata con la gaita.
Uno de los jinetes, el que parecía el jefe, farfulló algo que Alee no logró entender.
Los indios enfundaron sus cuchillos.
Alec se dijo que aquello empezaba a funcionar bien y dejó de soplar.
—¡Bien venidos, caballeros! —exclamó haciendo una reverencia muy aparatosa—. Soy Alec Laughlin, vengo de Escocia y me alegro mucho de conocerles. Este objeto que tanto les ha impresionado se llama gaita. ¡Viva Escocia! ¡Viva América! ¡Vivan los indios!
Caroline Monroe se quitó las manos de los oídos. ¿Estaba soñando? ¿Aquél imbécil de escocés estaba realmente diciendo lo que ella oía? Se santiguó instintivamente.
—Les ruego que me lleven ante su jefe —siguió diciendo Alee—. Quiero presentarle mis respetos y ser su amigo. Y el amigo de todos ustedes. Enseñarles a tocar la gaita y contarles cosas de mi país. ¿Qué me responden?
Los dieciséis salvajes siguieron escrutándole con rostros extraños. Allí nadie decía nada.
De pronto, el que parecía el jefe, soltó una serie de palabras sin sentido para Alec.
Uno de los indios acercó un caballo a Alec. Con gestos le indicó que montara en él.
—¡Eh!, un momento, esperen. ¡Señorita Monroe, salga! ¡No tema nada! —exclamó Alec acercándose a la diligencia y asomándose por el hueco de la ventanilla.
Ella estaba acurrucada en un rincón, con el rostro lívido.
—Vamos, señorita Monroe. Estos caballeros nos esperan y no debemos contrariarles. Podría ser peligroso.
Alec ayudó a salir a Caroline. Ella caminaba como un sonámbulo. Se estremeció al ver tan de cerca al grupo de indios con los rostros pintados, los torsos desnudos.
—Es mi esposa, ¿saben? —mintió Alec, mirando al cabecilla del grupo—. Siempre viaja conmigo. Ella y la gaita son mis dos inseparables compañeras. Suba, señorita Monroe.
Alec elevó con sus fuertes brazos a Caroline y la dejó sobre el caballo.
—¿Cree que debería llamarla “mujercita adorada” para que los indios no dudaran de que efectivamente es usted mi esposa? —preguntó Alec por lo bajo.
—¡No! —respondió ella en voz alta.
—Como quiera, señorita Monroe. Ahora subiré yo —dijo tomando impulso y saltando sobre la grupa del caballo. Calculó mal y cayó de cabeza sobre el otro lado. Se levantó rápido, sacudiéndose el polvo—. ¡Ah!, los inconvenientes de que ustedes no usen sillas de montar...
El segundo intento resultó efectivo. Alec quedó sobre el caballo. Para mayor seguridad, rodeó por la cintura a Caroline.
—No quisiera caerme otra vez —murmuró al oído de la joven.
Ella no dijo nada.
—No se olviden de mi equipaje, caballeros —dijo Alec señalando las ya deterioradas maletas. La gaita la llevaba Caroline.
Los indios no hicieron el menor caso.
El jefe dio un grito y el grupo se puso en marcha, alejándose a un trote moderado.
—Bueno, tampoco se pierde mucho —comentó resignado Alec.
El caballo que sostenía a la pareja iba rodeado completamente por los salvajes.
Caroline vio que la manga izquierda del traje del escocés estaba cubierta de sangre.
—¿Le duele la herida?
—Muy poco. Sólo me alcanzó de refilón.
—Si pudiera curarle...
—No se preocupe por tan poco. Nuestras vidas están en juego y sólo debemos pensar en la forma de salvarnos.
—No se haga ilusiones.
—No debe ser tan pesimista. Estamos vivos, ¿no?
—Eso ya lo dijo antes.
—Pues ya ve que tenía razón. Según usted, ya deberíamos estar muertos.
—En buena lógica, sí. Y creo que habría sido mucho mejor. Ahora nos torturarán.
Alec rio con ganas.
—¿De qué se ríe? —preguntó ella molesta.
—De eso de torturamos.
—¿Le parece una cosa graciosa?
—No nos harán nada, ya lo verá. Son mis amigos.
—Los apaches no son amigos de nadie.
—¿Cómo sabe que son apaches?
—Esto ya es territorio apache. Los comanches y apaches están actualmente enemistados. Si no fuesen apaches, no se atreverían a cabalgar por estos parajes.
—Entonces usted y yo somos más valientes que los comanches —bromeó Alec.
—Me irrita su sentido del humor.
—Está bien, no se enfade. Pero la verdad es que a nosotros los apaches no nos han tratado mal.
—Espere un poco y verá.
—¡Caramba! ¡Es usted única dando ánimos!
—Me gustaría reírme de todo y de todos como usted, pero no puedo, porque yo conozco el terreno que piso y usted no; ésa es la diferencia.
—Yo también lo conozco, porque me lo ha dicho usted: territorio apache.
—No se haga el gracioso. Demasiado sabe que hablaba en sentido metafórico.
—Ya verá como salimos de ésta.
—Dios le oiga.
Alec acentuó la presión de sus brazos sobre la cintura de ella.
—No abuse de la situación.
—Es usted una joven muy bonita, Caroline...
—Dentro de pocas horas pareceré un monstruo.
—¡Y dale! ¿No puede olvidarse por un momento de esas cosas?
—No.
—Está bien, como quiera. Yo pensaba decirle...
—No me diga nada —atajó ella.
—Me gusta usted, Caroline.
—Usted a mí, no me gusta nada.
—Miente... —dijo Alec posando suavemente sus labios sobre el cuello de ella.
—Queda despedido.
—¿De qué? —se asombró Alec.
—Del rancho Monroe.
—¡Eh! Que todavía no estaba admitido.
Ella no dijo nada.
Alec repitió la caricia.
Caroline le pegó un codazo en el estómago.
—¡Ay...! —gimió Alec.
—Si vuelve a besarme le saco las tripas.
—Las finas y educadas chicas de Escocia se taparían los oídos para no escuchar cosas semejantes.
—¡Al diablo Escocia y todos los escoceses!
—Vaya forma de ensanchar las relaciones cordiales entre dos paises...
El grupo llegó al campamento.
Alec calculó no menos de doscientos moradores, entre hombres y mujeres, amén de los pequeñajos.
La llegada de los dos prisioneros produjo un gran alboroto en el campamento apache. Todos se acercaron para verlos mejor.
El jefe del grupo desmontó y se acercó a Caroline. De un tirón le arrancó la gaita.
—¡Eh, cuidado! —gritó Alec contrariado.
El apache sacó con felina rapidez su cuchillo y lo apoyó en el pecho del escocés.
—No se mueva o le liquida —murmuró Caroline.
—Está hien, señor; pero trátela con cuidado, que era de mi abuelo —advirtió Alec al salvaje.
Después de guardarse el cuchillo, el apache autoritario dio varios gruñidos.
Caroline y Alec fueron obligados a desmontar e introducidos en una tienda pequeña a empellones.
—¡Qué modales...! —protestó Alec, cuando ya estaban solos él y la muchacha.
—Esperarán a que amanezca y luego nos matarán.
—¡Eso parece una obsesión para usted! —censuró Alec.
Ella no quiso replicar esta vez.
—Déjeme que le dé un vistazo al brazo.
—¿Para qué? Aquí no tiene nada para curármelo.
—No sea testarudo y obedezca.
Alec la dejó hacer.
Ella arrancó la manga sin miramientos.
—¡Pero...!
—De nada le sirve una manga rota —cortó Caroline.
Luego desgarró la camisa e inspeccionó la herida.
—Efectivamente, carece de importancia. Además, ya no sangra.
—Menos mal que me anima en algo...
Caroline se quitó el pañuelo del cuello y vendó con él la herida.
—No es conveniente que se llene de polvo —dijo ella—. Así está mucho mejor.
—Gracias.
—Bueno, ¿qué hacemos ahora?
—Dormir —contestó tranquilamente Alec, doblando el brazo sano y apoyando su cabeza en él.
—¿Dormir...? ¡Lo que debemos hacer es intentar escapar!
Alec sonrió mirando a la joven.
—¿De verdad cree que podríamos burlar a dos centenares de apaches?
—No... —admitió ella.
—Pues entonces...
—¡Siempre será mejor que esperar a que nos torturen!
Alec chasqueó la lengua y movió negativamente la cabeza.
—No comparto su opinión. Además, yo no me voy de aquí sin la gaita.
Caroline apretó los puños con rabia:
—¡Estoy de usted y de su gaita hasta las narices! —explotó ella.
—Buenas noches, señorita Monroe —dijo calmosamente Alec, cerrando los ojos.
—Pero... ¿es que va a poder pegar un ojo sabiendo lo que nos espera? —preguntó encolerizada.
—Mi deseo no es otro que pegar los dos. Claro que si usted no se calla...
Caroline estuvo tentada de lanzarse sobre aquel escocés desconcertante y arañarle la cara o morderle las orejas. Pero pudo contenerse haciendo un gran esfuerzo.
Segundos después, Alec Laughlin roncaba como una res.