Caroline clavó la mirada en el escocés.
Jeff Monroe quedó inmóvil, con el brazo derecho en alto sujetando el vaso de whisky, sin decidirse a llevárselo a los labios o a depositarlo sobre la mesa.
—¿Bromea usted, señor Laughlin?
—No, señor Monroe. Jamás hablé tan en serio.
Jeff Monroe se pellizcó la nariz y dijo:
—Debo estar soñando.
—No sueña usted. Estoy decidido, al menos, a intentarlo. Si no cumplo mi promesa... habré muerto en el empeño.
—Pero... ¿qué importancia puede tener la palabra dada a un apache?
—Para mí, la misma que a cualquier otra persona. Toro Bravo confió en mí, nos dejó en libertad...
—¡Usted luchó por ella! —interrumpió Jeff Monroe.
—Porque el jefe apache me brindó esa oportunidad.
El abuelo de Caroline dejó el vaso sobre la mesa y se levantó, caminando arriba y abajo, con las manos cruzadas atrás.
—¡Por Cristo! —exclamó al fin—. ¡Las cosas que me ha contado Caroline ya daban a entender que es ustedun tipo de extrañas decisiones, pero lo que acabo de oír es lo último ya! ¿Cómo demonios espera lograrlo?
—No lo sé aún, señor Monroe.
—En el improbable caso de que lograra capturar a los hombres del Doble Flecha, y pudiera llevárselos a Toro Bravo, estoy seguro de que el apache le mataría.
—No lo creo; Toro Bravo es amigo mío.
—¡Ja! —exclamó Jeff Monroe—. ¿Por qué confía en él?
—Porque él confió en mí.
El hombre se pasó las manos por los blanquecinos cabellos. Trató de discutir al insensato escocés por otro camino.
—¿Conoce a los hombres que mataron a los dos apaches?
—Ya debe suponer que no...
—¿Sabe cuántos hombres trabajan en el Doble Flecha?
—La respuesta de antes también me sirve ahora.
—Más de veinte —aclaró Jeff Monroe—. Y le diré más: Stanley Power es uno de los rancheros más ricos de la comarca, por no decir el que más.
—No pienso pedirle ningún préstamo... —ironizó Alec.
—Lo que trato de hacerle comprender es que lo que pretende es imposible. ¿Cree usted que Power permitirá que se lleve a esos hombres? ¿Y sus compañeros? Incluso ellos mismos... ¿Cuántos son? ¿Dos, tres, cinco? Puede que más.
—Tampoco lo sé.
—Yo sí sé una cosa: usted está solo.
—¿No hay representante de la ley en Jonesville?
—Sí, un sheriff.
—Recurriré a él.
—No se lo aconsejo.
—¿Por qué?
—Ya le he dicho que Stanley Power “pesa” mucho por aquí... El sheriff defenderá a sus hombres.
—Entonces, ¿los hombres de ese potentado pueden cometer cuantos delitos quieran y quedar sin castigo?
—No es eso... ¿Cómo podría hacérselo entender? Han matado a dos indios, dos apaches, dos salvajes... De acuerdo con que los procedimientos han sido canallescos, pero... No se puede castigar a un hombre blanco por matar a un indio, siempre y cuando no exista un tratado de paz. No es ése el caso de ahora.
—A mí me han hecho saber que si no es en sus tierras, no matan a nadie.
—Como nosotros. Seguro que esos dos apaches muertos entraron en las tierras de Power, o muy cerca de ellas.
—Eso no se puede asegurar. Pero en tal caso, debieron liquidarles de un balazo, pero jamás torturarlos.
—De acuerdo con eso —admitió Jeff Monroe—. Pero ya es tarde para remediarlo.
—No para hacer justicia. Por culpa de los hombres del rancho Doble Flecha, la diligencia fue asaltada. Murieron seis personas. Nosotros también estuvimos en un hilo. Esos hombres son los culpables de esas muertes.
—Eso no se puede negar... Sin embargo, sigo pensando que es una tarea imposible para usted.
—Tengo que intentarlo. De lo contrario, puede que esos hechos se repitan.
—No me extrañaría. Anoche, al observar el retraso de la diligencia, el sheriff telegrafió a Barton City. Allí le informaron que la diligencia salió con normalidad Luego reunió a una docena de hombres y fue a ver lo que había sucedido. Encontraron los cadáveres, entre ellos el de Ryan Bellows, capataz de Power. El ranchero se puso hecho una fiera, así como los compañeros de Bellows. Si algún apache cae en sus manos, lo destrozarán.
—Ellos fueron los únicos culpables. Si torturan a nuevos apaches, otras personas inocentes de Jonesville o sus alrededores pagarán las consecuencias.
—No le quito la razón, señor Laughlin... Pero insisto en que usted solo no podrá llevar a cabo esa ardua misión.
—Podrían ayudarme algunos hombres de Jonesville...
—No lo espere. Eso supondría enfrentarse a Stanley Power y sus hombres. Ya le he dicho que es demasiado influyente. No creo que encuentre un solo hombre que quiera ayudarle.
—No me importa demasiado. Lo intentaré solo.
—-Pero si usted no sabe empuñar un revólver... —dijo Caroline, que había permanecido callada hasta entonces, pero sin perderse un solo detalle de la interesante conversación.
—No me hace falta, señorita Monroe.
—Siempre no gozará de la suerte que tuvo en su primer encuentro con los apaches.
—Es posible...
—En fin, joven, allá usted —intervino Jeff Monroe—. He tratado de convencerle porque le estoy muy reconocido por haber salvado a mi nieta, y porque además, viene usted de un país muy lejano y no conoce ni nuestras tierras ni nuestras costumbres. Pero veo que es obstinado y tenaz en sus decisiones.
—Así es, señor Monroe. De todas formas, se lo agradezco.
Caroline, búscale una camisa al señor Laughlin. Salta a la vista que la necesita.
Alec rió, afirmando con una inclinación de cabeza.
Ella desapareció por una puerta.
—¿Tiene apetito, joven?
—¡Más que un elefante! Tanto su nieta como yo, llevamos casi veinticuatro horas sin probar bocado.
—Pues ahora mismo les preparo algo.
—Gracias, es muy amable.
—Oiga, señor Laughlin: ¿por qué no se queda a trabajar en mi rancho?
Alec hizo un gesto negativo.
—No puedo, señor Monroe.
—Comprendo. Tiene ya algún compromiso.
—No.
—¿Entonces?
—Su nieta me despidió del rancho Monroe.
Jeff Monroe respingó cómicamente.
—¿Pero qué dice? ¡Si usted jamás trabajó aquí!
—Ella me ofreció el empleo en la diligencia. Diez dólares al mes, comida y techo.
—Y... ¿luego dice que le despidió?
—En efecto.
—¿Tuvo motivos para hacerlo...? —preguntó sonriendo extrañamente.
Alec se dio cuenta de que el abuelo de Caroline sospechaba parte de la verdad.
—Quizá sí... Pero toda la culpa no fue mía.
—Le creo. Caroline es una gran muchacha, pero tiene un carácter agresivo y muy especial. Sin embargo, no es rencorosa. Insisto en que acepte usted el empleo.
—Y yo le repito que no puedo aceptarlo. En contra de la voluntad de su nieta, no quiero quedarme.
Ahora Jeff Monroe rio con ganas.
—¿De qué se ríe, señor Monroe?
—Conoce usted muy poco a las mujeres, joven.
—¿Eso cree?
—Estoy seguro. Caroline quiere que usted se quede.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó incrédulo Alec.
—Porque la conozco veintidós años... No hay más que mirarle los ojos... cuando ellos le miran a usted.
—En esta ocasión, su instinto falla.
—¿Hacemos la prueba?
—¿Prueba...? —repitió Alec sin comprender.
—Ahora cuando regrese Caroline con la camisa, se la pone y se larga.
—¿Sin... almorzar? Estoy sin un centavo, señor Monroe. Los pocos dólares que me quedaban los perdí en el campamento apache y...
—No, no, no... Sólo será fingido. Verá como Caroline no consiente que usted abandone el rancho.
—Lo intentaré; pero apuesto a que me quedo sin almorzar.
Jeff Monroe volvió a reír alegremente.
Caroline apareció segundos después con una camisa a cuadros.
—Es la única que quizá le pueda servir —dijo ofreciéndosela—. Como es usted tan alto...
—Gracias, señorita Monroe.
Alec se enfundó la camisa. Le venía algo estrecha, pero no le quedaba mal del todo.
—Estupendo —comentó—. Cuando consiga otra ya les devolveré ésta. Gracias por todo, señor Monroe —dijo estrechándole la diestra—. Y a usted también, señorita. Buenos días.
—Adiós, señor Laughlin. Los agradecidos somos nosotros por todo lo que ha hecho por mi nieta.
Jeff Monroe representaba el papel magníficamente.
Alec alcanzó la puerta y salió de la casa, acercándose al caballo. Subió en él.
—¿Se va, abuelo? —susurró casi Caroline en el interior de la casa.
—Sí...
—¿Por qué?
—Ah, no sé... Yo le pedí que se quedara en el rancho a trabajar, pero no quiso aceptar. Por lo visto tiene ya algún compromiso.
—¡Naturalmente que lo tiene: conmigo! —exclamó ella corriendo hacia la puerta.
Alec, que ya se había hecho a la idea de quedarse sin almuerzo, detuvo el caballo a unas veinte yardas de la casa, porque Caroline acababa de llamarle.
Ella se acercó lentamente, retorciéndose las manos.
—¿Llamaba, señorita Monroe?
—¿Adónde va?
—A Jonesville.
—¿Sabe el camino?
—No... Pero ya preguntaré. ¿Desea alguna cosa d mí, señorita?
La joven le miraba fijamente.
—Es usted un hombre sin palabra, señor Laughlin.
—No la entiendo, señorita Monroe...
—Yo le ofrecí un empleo, ¿recuerda? Diez dólares al mes. Ya sé que no es mucho, pero usted aceptó. Sin embargo, parece que ya lo ha olvidado.
—¿Cómo iba a olvidarlo, señorita Monroe? Era el sueño de toda mi vida... Llegar al Oeste y trabajar en un rancho. Lo haría hasta gratis... Pero usted me despidió.
—¿Yo? —preguntó con naturalidad.
—Usted, señorita. Lo recuerdo perfectamente.
—¿Cómo pude despedirle sin empezar a trabajar?
—Eso mismo le pregunté yo.
—Sin duda alguna oyó usted mal.
—¿De veras?
Ella seguía seria, con aparente tranquilidad.
—Si lo desea puede quedarse en el rancho. Pero le parece pobre la paga de diez dólares mensuales, puede buscar trabajo en otro sitio.
Alec esbozó su peculiar sonrisa.
—Prefiero quedarme aquí, señorita Monroe.
—Pues baje del caballo y entre en la casa; vamos aalmorzar.
Caroline dio media vuelta y se encaminó hacia la casa.
Alec la contempló embobado. No había tenido tiempo de fijarse en ella de cintura para abajo, pero era tan perfecta como de cintura para arriba.
Jeff Monroe, espiando por una ventana, reía a mandíbula batiente.
***
Estaban terminando de almorzar cuando un hombre joven, de unos treinta y dos años, de cuerpo macizo, entró como una exhalación en la casa.
—¡Señorita Caroline! —exclamó el intruso.
—Hola, Teddy —respondió sonriente ella—, ¿Qué se dice por el pueblo?
El hombre se acercó a la mesa y ocupó una silla con la mayor familiaridad.
—¡Logan me lo acaba de decir y no podía creerlo!
—Pues ya ves que es cierto, Teddy. Estoy de regreso sana y salva.
—¡Cuánto me alegro, señorita! —dijo sin poder ocultar su emoción.
—Lo sé, lo sé... Te presento a Alec Laughlin, un nuevo empleado. Este es Teddy Reed, nuestro capataz —explicó mirando a Alec.
Los dos se estrecharon la mano.
Teddy Reed era moreno, de rostro curtido por el sol, casi tan alto como Alee, pero con algunas libras más sobre su cuerpo.
—¿Cómo no les mataron los apaches, señorita Caroline?
Alec se anticipó a la respuesta de la joven:
—Nos capturaron vivos y nos llevaron a su campamento. Allí tuvieron un descuido. Conseguimos un caballo y logramos escapar.
Con esta explicación, Alec daba a entender tanto a Jeff Monroe como a su nieta, que deseaba mantener en secreto todo lo relacionado con los dos apaches torturados por los hombres del Doble Flecha. Ellos comprendieron en el acto y no hicieron comentario alguno.
El capataz silbó admirado.
—¿De veras, señorita Caroline?
—Sí, Teddy; tuvimos muchísima suerte.
—En el pueblo todos les daban por muertos.
—¿A mí también? —preguntó sorprendido Alec.
—También. En el bolsillo de uno de los conductores de la diligencia se encontró la lista de viajeros. Todos los cuerpos aparecieron, menos el suyo y el de la señorita.
—Gracias a Dios estamos vivos, Teddy —dijo ella.
Ya hablan terminado de almorzar.
—Vaya con Reed, señor Laughlin —ordenó Jeff Monroe—. Él le presentará a sus nuevos compañeros y le enseñará las dependencias del rancho. Desde este momento, haga todo cuanto le diga.
—De acuerdo, señor Monroe —dijo Alec levantándose.
—Tú, Reed, ten pacienca con él —aconsejó Jeff Monroe—. No conoce nuestra forma de trabajar, pero es un joven valiente y decidido. Tú puedes enseñarle mucho, y los muchachos también.
—Descuide, patrón. Si Alec Laughlin ha conseguido escapar de un campamento apache, no encontrará dificultades para amoldarse a los trabajos propios del rancho —comentó sonriendo.
Jeff Monroe, Caroline y Alec también sonrieron tras las palabras de Teddy Reed.