CAPÍTULO III

 

 

Ya había amanecido.

Dos apaches de fiero aspecto entraron en la tienda de los prisioneros.

Uno de ellos propinó un puntapié en las posaderas de Alec.

El escocés se despertó inmediatamente.

—Buenos días, caballeros. ¿El desayuno está dispuesto?

Caroline se despertó también al oír la voz de Alec. Se sorprendió al ver sobre su cuerpo la levita del traje de él.

—Me desperté un instante y la vi encogida. Supuse que sentía frío y la cubrí —explicó Alec.

Los dos apaches les empujaron fuera de la tienda,

Alec no tuvo tiempo de recoger la levita.

La tribu apache estaba en pie, formando un semicírculo que se cerró tan pronto como los dos prisioneros entraron en él. En el centro del mismo estaba el jefe de la tribu, ataviado con sus mejores galas. Junto a él, el apache que dirigió al grupo durante el ataque a la diligencia. Todos, excepto el jefe supremo, llevaban el torso al descubierto.

Caroline descubrió unos palos cruzados en forma de aspa, clavados en la tierra. Casualmente eran dos...

—Ahí están los postes de tortura —dijo apenas con un hilo de voz la muchacha.

Alec dio una ojeada a los siniestros postes, pero no perdió la sonrisa.

—Seguro que está equivocada.

Ambos fueron empujados hasta quedar frente al gran jefe.

—¿Qué tal, señor? —preguntó Alec, acercándose más al jefe apache y palmeándole la ancha espalda. Tuvo la impresión de sacudir una piedra de mármol.

El jefe no se movió.

—Sepa que considero un gran honor para mí el poder saludarle y hablarle. Permítame que me presente: soy Alec Laughlin, natural de Escocia, ese país que ustedes quieren tanto.

Caroline Monroe no daba crédito a lo que estaba oyendo.

El jefe apache hizo una señal y uno de los salvajes apareció con la gaita.

—Tú hacer que saco chillar —dijo el jefe con un vozarrón que ponía los pelos de punta, señalando la gaita.

—¡Quiere que nos tuteemos...! —exclamó lleno de contento Alec, mirando a Caroline—. ¿Qué le decía yo, señorita Monroe? ¡Soy su amigo...! ¡Me aprecian!

Alec volvió a sacudir la marmoleña espalda del jefe, pero esta vez, más efusivamente.

—Tú hacer que saco chillar —insistió el jefe, con un rostro que parecía esculpido en piedra.

—Como quieras, majo; para mí será un verdadero placer.

Alec cogió la gaita y ¡hala!, a soplar.

Un murmullo grotesco salió por las gargantas de los apaches.

Alec advirtió que algunos de ellos reían de la misma forma que chillaba su abuela cuando reñía con su abuelo.

El gran jefe sonrió, enseñando dos filas de colmillos más propios de un cocodrilo.

—Tú enseñar —gruñó.

—¿A quién? ¿A ti? —se sorprendió Alec.

—Tú enseñar —repitió el jefe, cogiendo la gaita con sus enormes manos.

Alec se rascó la cabeza y miró a Caroline.

—¿Este energúmeno sabrá solfeo o tocará de oído?

Caroline no pudo responder. Tenía los ojos muy abiertos, y su expresión de incredulidad resultaba inclu-

so cómica.

—Tú enseñar —repitió por tercera vez el apache di abundante plumaje.

—¡Claro que sí, camarada...! Toma, trágate esto —dije señalando el cañuto de la gaita.

El apache se lo introdujo en su bocaza.

—Anda, no seas bruto y deja de morder o te lo cargas. Sopla fuerte, muy fuerte —ordenó Alec, apoyando las morcillas que, en número de cinco tenía el jefe apache en cada mano, sobre los agujeros de las flautas.

La gaita empezó a quejarse.

Las notas no guardaban relación alguna, pero la satisfacción de los apaches era evidente, porque no cesa- ban de ladrar, la mar de contentos. Algunos de ellos; iniciaron una danza extraña, con movimientos muy pa- recidos a los que efectuaban en Escocia los enfermos de sarna para rascarse.

Alec se acercó a Caroline.

—¿Me concede el honor de este baile?

Sin esperar respuesta, Alec enlazó la cintura de ella y se puso a danzar alegremente.

Caroline abría y cerraba la boca, tratando inútilmente de hablar. No sabía si estaba viviendo en realidad aquellos increíbles acontecimientos o si despertaría de pronto, viéndose en su mullida cama, en el rancho de su abuelo. Sin duda sucedería esto último.

—Este bestia toca fatal, pero es muy simpático —dijo Alec.

—No comprendo... —balbuceó ella.

—No se esfuerce en comprender, señorita Monroe. Disfrutemos de este maravilloso momento —sugirió acercándose más a la joven.

—Pero yo... —siguió tartamudeando.

 

—¿Se da cuenta de cómo sopla ese bisonte? Tiene unos pulmones de hierro. Seguro que anochece antes de que él deje de ser un huracán.

El rostro del jefe apache estaba ya amoratado a causa del esfuerzo, pero seguía dándole a la gaita.

Un buen rato después, cesó de soplar.

Alec, sin dejar la cintura de Caroline, se acercó al aprendiz de gaitero.

—¡Estupendo, chico! —exclamó sacudiéndole un hombro en forma de tronco—. ¡Eres un artista completo...! Te felicito muy sinceramente.

El gran jefe soltó una risotada que heló la sangre de Caroline, por lo poco humana que resultaba.

—Ahora, escocés de vocación, préstanos un caballo, devuélveme la gaita, y déjanos marchar. Tenemos que llegar hoy sin falta a Jonesville, pero te prometo hacerte una visita el próximo fin de semana.

El jefe graznó algo en dialecto apache.

Cuatro salvajes sujetaron fuertemente a Alec y Caroline, arrastrándoles hasta los postes, haciendo caso omiso de las protestas de él y de los gritos angustiosos de ella.

En pocos segundos quedaron amarrados a ellos, con los brazos y piernas muy separados.

—¡Ya se lo decía yo! —gimió Caroline.

—Quizá sólo traten de asustarnos... —dijo Alec sin mucha convicción.

—¡Oh...! ¡Estará usted exhalando el último suspiro de vida y todavía creerá que se muere en broma!

Uno de los apaches sacó su cuchillo y de varios certeros tajos dejó desnudo el torso de Alec.

—¿Qué le parece? —dijo a Caroline—. Usted sólo me arrancó una manga, pero este animal me ha despedezado mi chaleco nuevo y la camisa...

Caroline apretó los dientes, temiendo seguir la misma suerte de Alec. Pero los apaches se alejaron un poco.

—Se ha librado, ¿eh? —dijo Alee, adivinando los pensamientos de ella—. Estos apaches prefieren contemplar los bustos masculinos a los femeninos. ¡Serán idiotas...!

—¡No es momento para bromas! —chilló la joven.

Alec dio una ojeada al perfil pectoral de Caroline. No; no era ninguna broma...

El jefe apache caminó lentamente hacia ellos, deteniéndose a menos de una yarda. Sacó un reluciente cuchillo y elevó el brazo.

—¡Desagradecido! —aulló Alec.

—Vosotros morir —dijo el monstruo parlante.

—¡No señor...! ¡Muérete tú si quieres!

—Yo clavar cuchillo levemente. Todos mis guerreros hacer lo mismo. Vosotros morir lentamente.

A Caroline se le escapó un grito.

—¡No puedes matarnos! ¡Somos tus amigos...! ¡Te he enseñado a tocar la gaita...! —se desesperó Alec.

—Hombres blancos ser enemigos apaches... Morir todos.

—¡Eso no es verdad! ¡He oído decir que los apaches no matan a nadie, a menos que se introduzcan en vuestras tierras!

—Ser cierto. Pero ahora querer venganza.

—¿Por qué? —gritó Alec.

El apache hizo una señal.

Cuatro guerreros hicieron acto de presencia, llevando de brazos y piernas a dos apaches muertos. Los descargaron frente a Alec y Caroline.

—Por esto —sentenció el jefe apache.

Caroline lanzó un agudo grito, cerrando los ojos, a punto de desvanecerse.

—¡Qué horror...! —exclamó Alec, lívido también.

Los dos apaches muertos estaban brutalmente torturados. No tenían dedos en las manos ni en los pies. El pecho, y los costados, horriblemente marcados con un hierro candente. Prácticamente no había lugar para más quemaduras. El hierro debió ser de los utilizados para marcar reses, porque llevaba un claro dibujo: dos puntas de flecha encerradas en un círculo.

—¿Quién... lo hizo? —preguntó quedamente Alec.

—Hombres blancos —afirmó el jefe.

—¡Qué canallas!

—Es la marca del rancho Doble Flecha —dijo Caroline con voz apagada—, propiedad de Stanley Power...

—¿Por qué habrán cometido una brutalidad semejante?

Caroline se encogió de hombros y no respondió.

El jefe apache apoyó el cuchillo sobre la clavícula de Alec, dispuesto a realizar la primera incisión.

—¡Un momento! —gritó Alec—. ¡Esto no es justo, amigo! ¡Nosotros no hemos torturado a tus guerreros!

—Hacerlo hombres blancos... Vosotros ser hombres blancos... Tú y mujer morir.

—Siempre creí que los apaches eran más inteligentes... —dijo Alec, tratando de herir con sus palabras el orgullo del jefe—. Tú quieres matamos a nosotros lentamente mientras los autores de las muertes de tus dos guerreros se despatarran de risa. Seguro que un jefe comanche obraría con más sabiduría.

Alec logró lo que se proponía. El jefe apache le cruzó la cara con el dorso de la mano izquierda, en un acceso de cólera.

El escocés resistió el trancazo y sonrió.

—No te ha gustado, ¿eh? —dijo con calma—. Eso me demuestra que tengo razón. Tú lo que quisieras es tener en tu poder a los hombres que torturaron a tus guerreros... ¿Por qué no hacemos un trato? Tú nos dejas libres y yo te prometo traerte a los autores de esa canallada, ¿hace?

El jefe separó unas pulgadas la hoja de su cuchillo del pecho de Alec.

—Tú hablar muy de prisa... Yo no entender bien.

—Está muy claro, compadre. Tú nos sueltas ahora, nos dejas marchar a Jonesville, y yo buscaré a los hombres que torturaron a tus valientes guerreros. Los capturaré, y luego te los traigo. Tú te los comes asados si quieres, o en estofado, que tampoco quedarían mal... Me parece lo más justo.

—Pero señor Laughlin... —quiso intervenir Caroline.

—Usted a callar, señorita Monroe —cortó tajante Alec.

—¿Cómo saber yo que tú no querer engañarme? —preguntó el jefe apache.

—¡Un escocés no miente nunca! Si yo digo que te los traeré, puedes estar seguro de que será así.

El apache pareció dudar durante unos instantes.

Luego, con su propio cuchillo, cortó las ligaduras de Alec.

—Hombre blanco tener que demostrar antes que servaliente. Luchar con uno de mis guerreros. Si tú vencer, yo dejar libre y tú capturar a hombres blancos que torturar cobardemente a mis dos valientes.

—¿Luchar...? —exclamó sorprendido Alec—. Qué tal pelean estos apaches, señorita Monroe? —preguntó mirándola.

Ella no respondió, creyendo que sería mucho mejor que el escocés lo ignorase. Dentro de poco lo vería troceado a cuchillazos.

El jefe le entregó su cuchillo y dijo:

—Tú pelear con cuchillo... Si vencer a Oso Furioso, yo dejar libre.

Oso Furioso no era otro que el cabecilla que dirigió el asalto a la diligencia. Un apache corpulento, con unos músculos que acomplejaban. Se aproximó al centro del círculo y sacó un cuchillo de la funda.

El jefe supremo se hizo a un lado.

—¿No me desea suerte, señorita Monroe?

Ella le lanzó una mirada lastimosa. Hubiese debido decir: “Hasta nunca, señor Laughlin. Sin embargo le deseó:

—Buena suerte, señor Laughlin...

Tan pronto como Alec se encaró con Oso Furioso, Caroline cerró los ojos para no ver lo que iba a suceder, y se puso a rezar una plegaria por el alma del escocés.

La tribu apache vibró de júbilo, animando con sus ladridos a Oso Furioso.

Como impulsado por una fuerza misteriosa, el cabecilla apache se lanzó sobre el cuerpo de Alec con el cuchillo por delante, en busca del pecho del escocés.

Alec no era un tipo musculoso, pero sí poseía una gran agilidad. Oso Furioso debió comprenderlo así cuando se encontró en el suelo, con el cuchillo clavado sobre la tierra.

Alec, que había evitado la embestida con un inverosímil quiebro de cintura, se lanzó sobre la espalda del apache. Pudo acuchillarlo muy bien, pero no lo hizo. Se limitó a desarmar a Oso Furioso, golpeándole el antebrazo.

Tan pronto se hizo con el otro cuchillo, se levantó, dejando al apache en libertad.

Con increíble rapidez, Alec se volvió hacia Caroline, y en una fracción de segundo clavó ambos cuchillos en uno de los postes, lanzándolos con gran maestría, rozando el muslo derecho de ella.

Por fortuna, Caroline permanecía con los ojos cerrados. Se libró de un enorme susto, porque Alec los lanzó desde una distancia superior a las diez yardas, para demostrar a los apaches que de haber querido clavarlos en la espalda del cabecilla, hubiese tenido pocas dificultades.

Los guerreros apaches enmudecieron súbitamente, al ver a Oso Furioso en el suelo, desarmado, y al comprobar la enorme destreza y habilidad del hombre blanco con el cuchillo.

Caroline abrió los ojos con miedo, poco a poco. Luego los cerró y abrió varias veces más. Lo que veía no podía creerlo. ¡El escocés seguía vivo y el apache había perdido su cuchillo!

Cuando descubrió los dos cuchillos pegados a su muslo derecho se le detuvo el corazón. Uno de ellos le había cortado el pantalón, pero no debía existir herida, porque ella no sentía ningún dolor.

Oso Furioso se puso lentamente en pie, con los ojos centelleantes por el fracaso y la humillación. Ya no podría presumir ante los guerreros de la tribu de ser el luchador más bravo e invencible.

Alec se le acercó sonriente y le tendió la diestra, diciendo :

—Lo siento, hijo; unas veces se gana y otras se pierde. ¿Amigos?

Oso Furioso, tras unos dubitativos instantes, estrechó la mano de Alec.

—Hombre blanco ganarme limpiamente —reconoció Oso Furioso—. Yo ser amigo de hombre que tener saco que chillar.

El apache seguía estrujando la derecha de Alec, sacudiéndola al mismo tiempo de arriba abajo.

—Bien, bien, ya echaremos una partidita de cartas cuando tenga tiempo —dijo Alec, consiguiendo soltarse de aquella mano de hierro. Se dirigió al jefe apache y comunicó:

—Bueno, ahora espero que cumplas tu palabra...

—Tú ser libre. Montar en caballo y capturar a hombres blancos que prometer traer a campamento apache. Tú ser amigo apaches.

El gran jefe cogió el cuchillo de uno de sus guerreros e hirió la yema de su pulgar derecho, haciendo brotar unas gotas de roja y espesa sangre. A continuación hizo lo mismo con el pulgar de Alec. Luego pegó su pulgar al de él, haciendo que las heridas se uniesen.

—Tú ser hermano de Toro Bravo.

—Me alegro de tener un nuevo familiar —dijo socarronamente Alec—. Empezaba a encontrarme muy solo.

Toro Bravo dio una orden y un apache se acercó con un caballo.

Alec cogió la gaita, que se hallaba en el suelo. Cuando ya se disponía a montar exclamó:

—¡Caramba, qué distraído soy...! Me olvidaba de mi cariñosa esposa.

Caroline le lanzó una furiosa mirada.

Alec intentó dirigirse hacia ella, pero una zarpa de acero se aferró a su brazo. Se volvió y descubrió que aquella “suave y delicada” mano pertenecía a Toro Bravo el Gaitero.

—Mujer blanca se queda —dijo firmemente el jefe apache.