CAPÍTULO XIII

KATURA era una dudad pequeña, de diseño extraño, que más parecía una casa grande pues las estancias se comunicaban entre sí.

En ella, los expedicionarios encontraron infinidad de objetos, algunos de ellos muy valiosos pues eran de oro macizo. También encontraron monedas y joyas.

Una verdadera fortuna, en suma.

Lo más importante de todo, sin embargo, era el valor histórico de las cosas que durante tantos años había guardado Katura entre sus paredes, celosamente, como si no quisiera que nadie las encontrara y las diera a conocer al mundo entero.

El profesor Nolan no cabía en sí de gozo.

Se sentía el hombre más feliz de la Tierra, e iba de un lado para otro, mirando esto, observando aquello, inspeccionando lo de más allá.

Y es que había tanto que ver…

Permanecieron el resto del día en la ciudad perdida y pasaron la noche allí. Como de costumbre, Burke Stanton y Perry Tilton hicieron la primera guardia.

Cynthia Lawson estaba esperando a que Brenda Farrell se durmiera profundamente para reunirse con el explorador y hacer el amor con él, pero dio la casualidad que la reportera estaba esperando lo mismo.

Brenda creyó que Cynthia dormía y se levantó silenciosamente, yendo hacia donde se encontraba el aventurero.

—Hola, Burke —susurró.

—¿Qué quieres, Brenda?

La periodista le echó los brazos al cuello.

—Hacer el amor contigo, cariño.

—¿Aquí…?

—Sí, en Katura, en la ciudad perdida, en la morada de los duncas.

—¿Es un capricho?

—Un capricho… y una necesidad. No hemos hecho el amor desde que salimos rumbo a la selva amazónica. Y han pasado ya varios días, Burke…

—Ya lo haremos cuando volvamos, ¿de acuerdo?

La reportera arrugó la frente.

—No tienes ganas, ¿eh?

—Brenda, éste no es el lugar más apropiado para…

—Si fuera Cynthia la que te lo pidiera, la complacerías en el acto.

—Por favor, Brenda.

—Has hecho ya el amor con ella, ¿verdad?

Burke no quiso admitirlo, pero tampoco lo negó.

—¡Macúe! —barbotó, la periodista, furiosa.

—Me gusta Cynthia, es cierto —confesó el explorador, con una ligera sonrisa.

—¿Más que yo?

—Digamos que de una manera distinta.

—¿Te has enamorado de ella?

—No lo sé.

—Yo diría que sí.

—Regresa a tu sitio y duérmete, Brenda. Por la mañana saldremos temprano.

—Está bien, no te molestaré más —rezongó la reportera, y volvió a echarse junto a Cynthia.

Esta, ahora muy contenta pues creyó que Burke no había hecho el amor con Brenda, aguardó un rato y luego fue en busca del explorador.

—¿Por qué rechazaste a Brenda, Burke?

—Porque te prefiero a ti.

—¿No la quieres?

—No, y ella lo sabe. La aprecio, siento un gran afecto por ella, me gusta su cuerpo, lo paso bien cuando hacemos el amor… Pero no quiero a Brenda, para mi es sólo una amiga; una buena amiga.

—¿Y qué soy yo para ti, Burke?

—Algo muy especial.

—¿Me quieres?

—Me temo que sí.

—¿Por qué hablas de temor?

—No me gustan las ataduras, ya te lo expliqué.

—Yo no tengo intención de atarte, Burke. Sólo quiero hacerte feliz, porque tu felicidad será también la mía.

—¿Tú me quieres, Cynthia?

—Con locura, Burke.

Stanton la abrazó y la besó.

Minutos después, hacían el amor.

A Brenda, que seguía despierta, no le sorprendió en absoluto.

En realidad, ya lo esperaba.

Por eso lo tomó con calma.

* * *

En cuanto el día empezó a clarear, los expedicionarios abandonaron Katura llevándose bastantes cosas de la ciudad de los duncas para probar que habían estado en ella.

Brenda Farrell, naturalmente, había tomado infinidad de fotos con su cámara para el reportaje.

La alegría era general, pero en el fondo todos se preguntaban si conseguirían regresar sanos y salvos al hidroavión o si serían descubiertos por los macúes o los tacúes.

Y no sólo existía el peligro de ser atacados por ellos.

Tendrían que salvar muchos otros peligros, como tuvieron que salvarlos en los días que habían transcurrido antes de llegar a la ciudad perdida. De ahí la preocupación de todos.

Habían encontrado Katura, es cierto, pero no debían lanzar las campanas al vuelo hasta hallarse todos a bordo del hidroavión. Entonces, y sólo entonces, podrían considerarse a salvo.

El primer peligro de su retomo tuvieron que afrontarlo a las dos horas escasas de haber abandonado Katura. Lo creó una serpiente pitón que surgió súbitamente de entre la maleza y atacó a Cynthia Lawson, enrollándose a sus piernas con asombrosa rapidez.

La muchacha chilló aterrorizada, al tiempo que caía.

Burke, Frederick, Chester y Perry acudieron veloces en su ayuda.

Perry, el más próximo a Cynthia, propinó un culatazo a la serpiente en la cabeza, con su escopeta, dejándola momentáneamente atontada.

Chester agarró el cuello del reptil con sus dos manos, fuertemente, y rugió:

—¡El machete, Burke!

Stanton proyectó el filo del arma sobre el cuello de la pitón y le cortó limpiamente la cabeza, como días atrás hiciera con la monstruosa boa que atacó a Chester.

Cynthia seguía chillando histéricamente.

Y eso no era bueno, pues podía ser oída por los macúes o los tacúes si algún grupo de ellos andaba cerca.

Burke le cubrió la boca con su mano.

—¡No grites, Cynthia, por favor!

Frederick, Chester y Perry se apresuraron a desenroscar el cuerpo de la pitón muerta de las piernas de Cynthia, lo que ayudó a la joven a calmarse.

Stanton la abrazó.

—Ya pasó todo, Cynthia.

—Siento haber gritado, Burke, pero es que… —se disculpó la muchacha, temblorosa todavía.

—Lo comprendo, no te preocupes.

Poco después, proseguían la marcha.

* * *

Más tarde, pasando por debajo de un enorme árbol próximo a un río que debían cruzar, con apenas medio metro de profundidad, fue una enorme anaconda la que puso en peligro la vida de los expedicionarios al descolgarse repentinamente de las ramas de aquél.

La anaconda eligió como primera víctima a Brenda Farrell, que novio cómo la gigantesca anaconda se dejaba caer sobre ella.

Chester Cobb sí la vio.

—¡Cuidado, Brenda! —gritó, e instintivamente se llevó la escopeta a la cara y apretó el gatillo.

El disparo, muy certero, destrozó la cabezota de la anaconda antes de que ésta consiguiera atrapara la reportera.

Brenda vio caer al espantoso reptil con la cabeza deshecha, y no pudo reprimir un chillido de terror.

Burke lamentó tanto el disparo de Chester como el grito de Brenda, pero comprendió que ambos habían sido inevitables.

Chester, adivinando el pensamiento del explorador se mordió los labios y murmuró:

—Lo siento, Burke. Sé que no debemos utilizar las escopetas, pero vi que esta monstruosa anaconda caía sobre Brenda y…

—Me hago cargo, Chester. Ahora debemos largarnos a toda prisa de aquí. Es posible que el disparo haya alertado a los macúes o los tacúes. Y aún estamos muy lejos del hidroavión.

Cruzaron rápidamente el río y siguieron avanzando por la selva amazónica, esquivando deliberadamente los lugares por los que habían pasado a la ida por si acaso los salvajes habían encontrado los restos dejados por ellos.

* * *

El disparo efectuado por Chester Cobb había sido oído por un grupo de tacúes. Ocho, exactamente.

Los salvajes corrieron velozmente hacia el lugar en donde sonara el disparo descubriendo la anaconda muerta. Cambiaron unas palabras entre ellos, en su lengua, y se lanzaron en persecución de los expedicionarios, cuyo rastro hallaron en cuanto cruzaron el río.

Algunos minutos después divisaban a los seis componentes de la expedición avanzando con rapidez por entre la maleza.

Los tacúes tensaron sus arcos.

Como PerryTilton era quien cerraba la marcha, la primera flecha fue para él. La recibió en la espalda, cerca del hombro izquierdo, y cayó al suelo, dando un grito.

Chester Cobb se volvió en el acto.

—¡Nos atacan, Burke!

—¡Al suelo todos! ¡Rápido! —rugió Stanton.

Nuevas flechas buscaron los cuerpos de los expedicionarios.

Burke, Frederick y Chester respondieron al ataque de los tacúes disparando sus escopetas; mientras, Cynthia y Brenda atendían a Perry, que rabiaba porque la flecha le había tocado el hueso del hombro, lo que es terriblemente doloroso.

Burke afinó la puntería y abatió a un salvaje, alojándole una bala en el pecho.

Chester tumbó a otro, cuyo cuello fue atravesado con su disparo.

Un tercer indio cayó fulminado por los disparos del profesor Nolan.

Los otros cinco tacúes estaban ya muy cerca.

Parecían buscar la lucha cuerpo a cuerpo.

Y lo consiguieron, aunque sólo tres de ellos.

Los otros dos habían caído en el camino, certeramente alcanzados por los disparos de Burke y Chester.

Cynthia y Brenda gritaron al ver que los tres indios caían sobre Burke, Chester y Frederick, pero el pánico no les impidió desenfundar los revólveres y defenderse con ellos.

Burke esquivó la lanza del tacúe que pretendía atravesarle el pecho con ella, y le propinó un golpe con el cañón de la escopeta, derribándolo.

Antes de que el salvaje se incorporara, Burke le disparó y acabó con él.

Frederick Nolan no podía con el indio que le había tocado en suerte, pero Cynthia y Brenda le sacaron de apuros, metiéndole sendos plomos en la espalda al tacúe, claro está.

Burke se dispuso a ayudar a Chester, pero no fue necesario ya que éste consiguió librarse del indio que cayera sobre él y le disparó a quemarropa, haciéndole dos agujeros en el vientre.

Una vez más, los expedicionarios habían superado el peligro, pues únicamente Perry estaba herido, pero el flechazo, aunque doloroso, no era ni mucho menos mortal.

 

EPILOGO

 

Había que extraerle la flecha a Perry Tilton.

Burke Stanton se encargó de ello, curando y vendando seguidamente la herida, con mucha rapidez, pues no podían quedarse en aquel lugar mucho tiempo después de haber efectuado tantos disparos.

La herida no impidió a Perry caminar, así que reanudaron la marcha tan pronto como Burke acabó de atenderle.

Aquel día no volvieron a tropezarse con los tacúes ni con los macúes.

Ni el siguiente, aunque, naturalmente, tuvieron que superar otra clase de peligros, de los que afortunadamente salieron ilesos.

Al atardecer del otro día, alcanzaron el río en donde aguardaba el hidroavión, al cual subieron rápidamente dando todos un gran respiro cuando se vieron a bordo, sanos y salvos.

Chester Cobb se encargó de pilotar el aparato porque Perry Tilton, aunque había mejorado bastante de la herida, no se hallaba todavía en condiciones de manejarlo. Hicieron escala en la costa colombiana para repostar, como en el viaje de ¡da, y al día siguiente estaban en casa.

Brenda Farrell se puso inmediatamente a preparar su reportaje, que fue publicado poco después por su periódico, «El Heraldo de Los Ángeles».

Un reportaje magnífico, en el que no sólo se insertaban fotos de la selva amazónica y de Katura, la ciudad perdida, sino de todos los miembros de la expedición.

Burke Stanton lo estaba leyendo en su casa de Santa Mónica, cuando recibió la visita de Cynthia Lawson, que también traía un ejemplar de «El Heraldo de Los Ángeles» en las manos.

La sobrina del profesor Nolan subió al porche, se sentó en las rodillas del explorador y le dio un cálido beso en los labios.

—Buenos días, Burke.

—Hola, preciosa.

—¿Lo has decidido ya?

—¿El qué?

—Si vas a quedarte conmigo para siempre, o me echarás dentro de algunas semanas cuando te hayas cansado de hacer el amor conmigo y desees cambiar de chica.

—Quiero quedarme contigo para siempre, Cynthia, pero no quiero perder mi libertad.

—No la perderás, te lo prometo.

—Nos casaremos, pero yo seguiré emprendiendo aventuras y tú no protestarás. ¿De acuerdo…?

—Claro.

—Y no tendremos hijos hasta que yo diga. ¿De acuerdo también…?

—Lo que tú digas, cariño.

—Bien —sonrió Burke, y la besó con ganas.

Cynthia se abrazó a él con fuerza.

Se sentía inmensamente feliz por haber conseguido, que Burke se decidera a perder su soltería. Era el primer paso, y también el más difícil. De que Burke fuera, perdiendo su afición por los viajes ya se encargaría ella haciéndole la vida maravillosa cuando lo tuviera en casa.

FIN

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