CAPÍTULO V

AL atardecer divisaron el río que Burke Stanton señalara como mucho más seguro para amarar por su lejanía de los territorios en donde moraban los macúes y los tacúes.

Siguiendo el consejo del veterano explorador, Frederick Nolan indicó a Perry Tilton que hiciera descender el hidroavión y lo posara en aquel río.

El piloto realizó la maniobra oportuna y el aparato volador perdió altura hasta conseguir que sus flotadores se deslizaran sobre las aguas del río.

El hidroavión fue perdiendo velocidad y finalmente quedó quieto en el río. Un río de aguas tranquilas, no demasiado profundo, rodeado totalmente de espesura.

Los expedicionarios observaron ambos márgenes del río a través de las ventanillas del hidroavión.

—Todo parece tranquilo, ¿no, Stanton? —dijo Frederick Nolan.

—Efectivamente, profesor. Pero no hay que fiarse de las apariencias, por lo que sugiero que echemos un vistazo a los alrededores antes de descargar nuestras cosas —respondió Burke.

—De acuerdo.

—Usted y las chicas permanezcan en el hidro, profesor. Perry, Chester y yo escrutaremos los alrededores.

—Como usted ordene, Stanton. Preparad el bote, muchachos —indicó Frederick. Chester y Perry abrieron la puerta de la cabina y lanzaron el pequeño bote hinchable, que se llenó de aire con gran rapidez.

Mientras tanto, Burke desenfundó una de sus escopetas, la cargó y se colocó al cinto uno de sus machetes.

Chester y Perry prepararon también sus escopetas.

Burke miró a Brenda y Cynthia.

Como si se hubieran puesto de acuerdo ambas lucían unos brevísimos «shorts» para poder exhibir sus hermosas piernas, que podían competir con las mejores.

Por el momento, claro, sólo competían entre ellas.

—Profesor Nolan.

—¿Sí, Stanton…?

—Ocúpese de que tanto su sobrina como Brenda cambien de indumentaria, antes de descender del hidroavión.

Cynthia y Brenda se miraron.

—¿Es que no vamos bien así…? —preguntó la primera.

—Naturalmente que no. No se puede ir por la selva con las piernas al aire. Os las pondríais perdidas de arañazos. Y serían el blanco de los mosquitos y de otros insectos. Cuando más tapaditas, mejor, guapas.

Frederick sonrió.

—Stanton tiene razón, muchachas. Debéis poneros pantalones largos. Ya luciréis vuestras bonitas piernas en otra ocasión.

—Tendremos calor, tío Frederick —repuso su sobrina.

—Es preferible sudar un poco a destrozaros las piernas con el roce de la maleza. Y ya habéis oído lo que ha dicho Stanton sobre los mosquitos y otros insectos. Os llenarían las piernas de picaduras.

—Está bien, nos pondremos de largo —suspiró la periodista.

—Eso, que ya sois mayorcitas —dijo Burke, con ironía.

Después, él, Chester y Perry saltaron al bote hinchable, que podía soportar el peso de cuatro personas a pesar de su reducido tamaño.

Chester y Perry cogieron el par de cortos remos y los metieron en el agua, salpicada de hojas caídas, algunas de ellas bastante grandes. El bote se acercó a la orilla.

Burke fue el primero en pisar tierra firme, con su escopeta en las manos siempre presta. Perry y Chester saltaron también a la orilla y sacaron el bote del río.

—Seguidme, muchachos —indicó Burke, y se adentró en la espesura.

Chester y Perry fueron tras él, desapareciendo los tres.

* * *

Frederick Nolan, Cynthia Lawson y Brenda Farell los vieron perderse entre la espesa vegetación.

—No se alejarán mucho, ¿verdad, profesor? —dijo la periodista.

—Por supuesto que no —respondió Frederick—. Stanton sólo quiere echar un vistazo a los alrededores, ya lo oíste.

—¿Tienes miedo, Brenda? —preguntó Cynthia, en tono burlón.

—Yo no he dicho eso.

—Te asusta quedarte sin la protección de Burke Stanton, confiésalo.

—No es verdad. Aunque sí lo es que a su lado me siento mucho más segura. Y resulta paradójico, porque Burke tiene algo en común con los tacúes.

—¿Con los tacúes…?

—Sí.

—¿El qué?

—También él siente preferencia por las pelirrojas —respondió la reportera, ahuecándose coquetamente el cabello.

El profesor Nolan rio.

—¡Eso ha tenido gracia, Brenda!

Su sobrina, en cambio, apretó los dientes.

—A mí no me ha hecho ninguna —rezongó.

—Preferirías que compartiera los gustos de los macúes, ¿no es cierto? —preguntó Brenda.

Cynthia iba a responder airadamente, cuando escuchó un grito.

Había partido de la espesura.

Y parecía la voz de Chester Cobb.

Efectivamente, el grito lo había emitido Chester Cobb.

Y no era para menos.

Había sido atacado por una boa.

La mayor de las serpientes conocidas.

De ocho a diez metros de largo.

No es venenosa, pero tiene tal fuerza que es capaz de sujetar un toro o un tigre.

La poderosa boa había caído sobre Chester Cobb por sorpresa, arrojándose desde la rama de un frondoso árbol, en el que se hallaba perfectamente camuflada.

De ahí que Burke Stanton y Perry Tilton, que iban delante, no la hubieran descubierto, como tampoco

Chester Cobb, quien se enteró de la presencia de la monstruosa culebra cuando ya la tenía encima.

Por eso gritó.

Burke y Perry se volvieron al instante.

La boa ya estaba envolviendo a Chester, que había caído al suelo, perdiendo su escopeta.

—¡La cabeza, Chester!… ¡Sujétale la cabeza! —rugió Burke, viendo que el colosal ofidio se disponía a morderle el cuello.

Chester aferró a la boa por debajo de su aplastada cabeza.

La piel escamosa del animal le produjo una extraña sensación al tacto, muy desagradable, pero no soltó su cuello, consciente de que la serpiente pretendía hincarle los dientes en el suyo.

La boa tenía su gran boca abierta de par en par, mostrando sus afilados colmillos y su bífida lengua, con la que parecía querer azotar el rostro de su víctima.

Burke y Perry se lanzaron en ayuda de Chester.

No podían hacer uso de sus escopetas, pues sólo acertando en la cabeza de la serpiente podrían acabar con ella. Pero sería casi imposible darle en la cabeza, porque el reptil la movía furiosamente, tratando de librarse de las manos de Chester, y podrían herir a éste.

Incluso matarle, muy a su pesar.

Había que luchar cuerpo a cuerpo con la gigantesca serpiente, y eso hicieron Burke y Perry.

El explorador había empuñado su machete, con el que esperaba poder cortarle la cabeza a la boa de un solo tajo, en cuanto se le presentase la oportunidad.

El reptil se enroscó también a los cuerpos de Burke y Perry, pero sin soltar a Chester, quien lo estaba pasando francamente mal, porque la boa apretaba cada vez más, amenazando con asfixiarle.

Las fuerzas le abandonaban.

Ya no podía seguir sujetando el cuello de la enorme serpiente.

Burke se dio cuenta de ello y se decidió a soltarle el tajo a la boa, aun con riesgo de herir los brazos de Chester.

Afortunadamente, el machete cercenó la cabeza del reptil sin llegar a rozar a aquél. Brotó un gran chorro de sangre que salpicó a los tres hombres, pero a ninguno de ellos le importó.

Lo que en verdad era importante era que la monstruosa boa estaba ya sin cabeza, lo que equivale a decir que estaba muerta.

Bueno, casi muerta, porque sus muchos metros de cuerpo aún tenían vida, aunque muy poca. Apenas tenía fuerza ya para oprimir los cuerpos de sus presas, y Burke y Perry no tuvieron dificultades para librarse del cuerpo de la serpiente y librar a su vez a Chester, quien por fin pudo respirar a pulmón libre.

El cuerpo de la boa se enrolló en espiral, para morir en forma de ensaimada de Mallorca, y dejó de moverse. La cabeza, un poco más allá, seguía con las fauces muy abiertas, como si continuara con ganas de morder.

Pero ya no podía hacerlo.

Sus mandíbulas estaban totalmente rígidas.

Chester Cobb se incorporó, ayudado por Burke Stanton y Perry Tilton.

—¿Estás bien, Chester? —preguntó el explorador.

—Sí, creo que sí —respondió Cobb, cogiéndose la caja torácica—. Cómo apretaba, la condenada…

—Burke le dio lo suyo con el machete —dijo Perry.

Chester esbozó una sonrisa.

—Gracias, Burke.

—No hay de qué, muchacho. ¿Te encuentras en condiciones de seguir?

—Desde luego.

—En marcha, pues —indicó Burke.