Capítulo IV

MATT Barrows, sentado en el sofá del living, había encendido un cigarrillo. Mientras aguardaba a que el teniente Kuter saliera del dormitorio, pensó de nuevo en Francis Colman.

¿Habría llamado él a la policía?

El hecho de que no hubiera querido acompañarle, le hacía sospechar, aunque…

¿Qué ganaba Colman avisando a la policía?

En su opinión, nada.

Si acaso, que supieran que había contratado los servicios de un detective privado para que descubriera y atrapara al asesino de su esposa.

Era una forma de parecer inocente, desde luego.

Sin embargo, Matt prefería pensar que la llamada anónima la había realizado el tipo que estrangulara a Dorothy Colman, para movilizar a la policía.

Seguramente, el asesino sabía que la policía sospecharía de Francis Colman y deseaba que lo atraparan pronto, lo encarcelaran y lo condenaran por el crimen que él había cometido.

De esa manera, el tipo podría sentirse tranquilo y seguro.

Sí, esa segunda hipótesis era más lógica y tenía más base que la primera, en opinión de Matt, así que descartó casi totalmente la culpabilidad de Colman.

Estaba apurando ya el cigarrillo cuando vio salir al teniente Kuter del dormitorio. El policía fue directamente hacia él, con el ceño fruncido.

—¿Dónde está, Barrows?

—¿Quién?

—Francis Colman.

—No lo sé.

—¿Cómo que no lo sabes?

—Es la verdad.

—Es tu cliente, Barrows. Tienes que saber dónde encontrarle.

El aludido meneó la cabeza.

—No me dijo dónde pensaba ocultarse. Cuando quiera ponerse en contacto conmigo, me telefoneará. Es todo lo que puedo decirle, teniente Kuter.

—¡No te creo, Barrows!

—¿Cuándo le he mentido yo a usted, teniente?

—¡Muchas veces!

Matt tosió ligeramente.

—Reconozco que alguna vez le he ocultado algo, pero…

Kuter le apuntó con el índice.

—Tengo que hablar con Colman, Barrows. ¡Quiero interrogarle!

—Se lo haré saber cuándo me llame.

—¡No puedo esperar!

—Entonces, que sus hombres le busquen. Yo no puedo hacer nada, teniente.

—¡Maldita sea!

—¿Puedo marcharme ya, teniente? —inquirió levantándose.

—¡Sí, pero al infierno!

—No me gustan los sitios calurosos —repuso el detective, sonriendo con ironía. Y abandonó el apartamento.

* * *

Desde una cabina telefónica, Matt Barrows marcó el número que estaba escrito en la parte interior del cartón que servía de tapa a las cerillas de propaganda ofrecidas por el Royal Club.

La señal de llamada estuvo sonando casi un minuto. Por fin, alguien tomó el auricular y se dejó oír.

—Diga.

Era una mujer.

Y, por el tono de voz, parecía joven.

—¿Susana? —preguntó Matt, por decir algo.

—¿Cómo?

—¿No eres Susana, esta chica que está tan sana?

—Yo también estoy sana, pero no me llamo Susana.

—¿Cómo te llamas tú?

—¿Y a usted qué le importa?

—No te enfades, mujer. Era simple curiosidad.

—No me gustan los tipos curiosos.

—Perdona, no quería molestarte.

—Pues lo ha hecho, porque me ha despertado con su estúpida llamada.

—¿Estabas dormida, todavía…?

—Sí.

—Te acuestas tarde, ¿eh?

—Cuando me sale de las narices.

—Qué suerte la tuya.

—¿Cuelga usted o cuelgo yo?

—Yo lo haré. Pero antes dime tu nombre.

—¿Para qué?

—Me gustaría saber con quién he hablado.

—A mí, no.

—De todos modos, te lo diré. Me llamo Matt.

—Adiós, Matt.

—Adiós, Helen.

—No me llamo Helen.

—Adiós, Claudia.

—¡Tampoco me llamo Claudia!

—¿Doris, tal vez…?

—¡Me llamo Paula!

—¡Por fin!

—¿Me dejará tranquila, ahora que sabe mi nombre?

—Desde luego.

—¡Menos mal!

—Si me das tu dirección, te mandaré un ramo de flores, Paula.

—¿Flores?

—Las más bonitas que encuentre.

—¿Y por qué tiene usted que mandarme flores?

—Para que se te pase el enfado.

—Se me pasará igual, no se preocupe.

—Insisto en el ramo.

—Usted insiste en todo.

—Soy muy tenaz.

—Muy pesado, eso es lo que es.

—¿Dijiste Fulton Street…?

—¡Yo no he dicho nada!

—Espera y tomo nota.

—¿De qué?

—De tu dirección.

—¡No se la pienso dar!

—¿Y qué hago con las flores?

—¡Cómaselas! —respondió la chica, y colgó el teléfono.

Matt colgó también y sonrió.

—Conseguiré tu dirección de todos modos, preciosa.

* * *

Paula Seymur, la chica que había hablado con Matt Barrows, fue hacia el baño en cuanto colgó el auricular, lo cual, por cierto, hizo muy bruscamente.

El detective privado había logrado irritarla de verdad.

Paula, que contaba veinticuatro años de edad, era una muchacha alta y bien formada. Tenía el pelo castaño, los ojos negros, brillantes y profundos, y los labios carnosos, rojos y apetecibles.

Entró en el cuarto de baño, se despojó de la bata y, como era lo único que llevaba, se puso debajo de la ducha. Soltó el agua y atrapó la pastilla de jabón.

Diez minutos después, salía de la ducha, se secaba el cuerpo con la toalla, se enfundaba de nuevo en la bata y dejaba el baño, trasladándose a la cocina, para prepararse el desayuno.

Estaba de mejor humor que cuando terminó de hablar con Matt Barrows, aunque todavía no había olvidado algunas de las cosas que éste le dijera.

Se preparó el desayuno y empezó a dar buena cuenta de él.

Casi estaba terminando cuando sonó el timbre del apartamento.

Paula se levantó, cerró la bata un poco mejor, porque enseñaba demasiado, y acudió a abrir.

Lo primero que vio, cuando abrió la puerta, fue un precioso ramo de flores. Después, las flores bajaron un poco y dejaron ver la cara del hombre que las traía.

—Hola, Paula —dijo el tipo con una agradable sonrisa.

La joven, aunque ya lo adivinaba, preguntó:

—¿Quién es usted?

—Matt.

—El tipo que llamó por teléfono.

—Exacto.

—¿Cómo supo dónde vivía?

—Llamé a la Compañía Telefónica y pregunté a quién pertenecía el número que yo tenía anotado. Me dieron tu nombre y dirección —explicó el detective.

Paula volvió a sentirse furiosa.

—¿Cómo se atrevió a…?

—Quería conocerte personalmente. Y traerte las flores que te prometí.

—¡Le dije que se las comiera!

—Por favor, acéptalas. Y acepta también mis disculpas por haberte despertado con mi llamada telefónica. De haber sabido que dormías, no habría llamado. Claro que yo pensaba que llamaba a Susana…

—La chica sana.

—Esa.

—¿Es una conquista suya, la tal Susana?

—Bueno, yo no me atrevería a llamarlo así… Conocí a la chica, me gustó, le pedí su número de teléfono, y ella me lo apuntó aquí, en el cartón de estas cerillas.

—Matt las sacó del bolsillo—, Pero, evidentemente, se equivocó y apuntó mal el número, porque éste es el tuyo y no el de ella.

Paula cogió los fósforos y comprobó que, efectiva mente, el número anotado en la parte interior del cartón que servía de tapa era el suyo.

—Esas cerillas las dan en el Royal Club… —murmuró.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo trabajo en ese local.

—¿De veras…?

—Sí, canto y bailo.

—¡Eres artista!

—Así es.

—Ahora comprendo por qué te acuestas tarde, Paula.

La joven le devolvió los fósforos.

—Lamento que la sana Susana le apuntara mal el número, Matt, porque se ha quedado usted sin conquista.

—Yo no me lamento en absoluto, pues, gracias a su equivocación, he podido conocerte a ti.

Paula sonrió ligeramente.

—Eso suena a piropo.

—Lo es. Y muy sincero, te lo aseguro.

—Muchas gracias, pues.

—Ya no estás enfadada, ¿verdad? —preguntó el detective.

—Menos que antes.

—Entonces, acepta las flores.

—De acuerdo.

—Esta noche acudiré al Royal Club.

—¿Para verme actuar?

—Naturalmente.

—Espero que le guste mi forma de cantar y bailar.

—Me encantará, estoy seguro.

—Bien, hasta la noche, pues.

—Desearía que oscureciera ya.

—Todo llegará —sonrió Paula—, Adiós, Matt. Y gracias por las flores. Son preciosas.

—Tú aún lo eres más —repuso el detective. Y se marchó, despidiéndose con el gesto.