La alternativa primaria de las relacionadas con la muerte (aunque de nuevo una alternativa que no nos deja elegir) es: ¿ignorancia o conocimiento? ¿Preferirías recibir le réveil mortel o adentrarte dormido en una ceguera acolchada? Podría ser una pregunta fácil: en caso de duda, elige el conocimiento. Pero es éste el que causa el daño. Como dice «Thomas»/G.: «Creo que casi todos los que no tienen miedo no saben lo que la muerte significa... La teoría clásica de la filosofía moral sostiene que es un gran mal para una persona fallecer súbitamente [en la flor de la vida]; a mí, sin embargo, me parece que lo malo es saber que va a ocurrir. Si sucediera sin tu conocimiento no tendría importancia.» O, al menos, nos asemejaría aún más a esos pingüinos: el incauto que se bambolea hasta la orilla del mar y es empujado al agua por un codazo nada gratuito quizá teme a la foca, pero no puede conceptualizar las consecuencias eternas que representa la foca.
A G. no le cuesta entender, o creer, que los seres humanos, con toda su complejidad, simplemente desaparecen para siempre. Esto forma parte del «despilfarro de la naturaleza», como la microingeniería de un mosquito. «Lo veo como una especie de exceso de la naturaleza, que derrocha sus dones alrededor; los seres humanos son otro ejemplo más del mismo género de despilfarro. Esos cerebros y sensibilidades extraordinarios, producidos a millones, y que después, desechados, desaparecen en la eternidad. No creo que el hombre sea un caso especial, creo que la teoría de la evolución lo explica todo. Puestos a pensarlo, es un bella teoría, maravillosa y sugerente, aunque para nosotros tenga consecuencias aciagas.»
¡Así me gusta! Y quizá el sentido de la muerte sea como el sentido del humor. Todos creemos que el que tenemos —o no tenemos— es perfecto y adecuado para la correcta comprensión de la vida. Son los demás los que no llevan el paso. Creo que mi sentido de la muerte —que a algunos de mis amigos les parece exagerado— es muy proporcionado. Para mí, la muerte es el único hecho atroz que define la vida; sin una conciencia constante de este hecho, no puedes empezar a entender el sentido de la vida; si no sabes y sientes que los días de vino y rosas están contados, que el vino se agriará y las rosas se tornarán mustias en su agua hedionda antes de que las tiren para siempre, jarrón incluido, no hay contexto para los placeres y aficiones que surjan en tu camino hacia la tumba. Pero yo ya decía esto, ¿no? Mi amigo G. tiene una peor forma de muerte, y por eso su angustia me parece excesiva, por no decir insana (ah, la actitud «sana» ante todo esto, ¿dónde se encuentra?).
Para G., nuestra defensa contra la muerte —o, mejor dicho, contra el peligro de no poder pensar en nada más, consiste en «adquirir preocupaciones de corta duración que valgan la pena». También, a modo de consuelo, cita un estudio que muestra que el miedo a la muerte disminuye a partir de los sesenta años. Bueno, yo he llegado a esa edad antes que él y puedo informar de que sigo esperando disfrutar de esa ventaja. Sólo hace un par de noches hubo otro de esos momentos alarmados y alarmantes que te arrancan del sueño y te devuelven a la vigilia, despierto, solo, totalmente solo, golpeando la almohada con el puño y gritando «Oh, río, oh, no, OH, NO», con un gemido interminable, y en que el horror del instante —de los minutos—aplastan lo que a un espectador objetivo podría parecerle un alarde escandaloso de exhibicionista compasión por uno mismo. Y, además, incoherente, pues lo que a veces me avergüenza es la extraordinaria falta de palabras descriptivas, o reactivas, que salen de mi boca. Por el amor de Dios, eres un escritor, me digo. Creas palabras. ¿No puedes mejorarlas? ¿No puedes afrontar la muerte —bueno, nunca podrás hacerle frente, pero al menos protestar ante ella— con una actitud algo más interesante? Sabemos que el dolor físico extremado te priva del lenguaje; es desalentador saber que el dolor mental produce el mismo efecto.
Una vez leí que Zola también saltó catapultado de la cama como un proyectil, arrancado del sueño por un terror mortal. A los veinte años, cuando yo era aún un autor inédito, pensaba en él como en un hermano... y también con aprensión: si esto le sucede a un escritor mundialmente famoso a los cincuenta años, no hay muchas posibilidades de que la cosa mejore para mí con los años. La novelista Elizabeth Jane Howard me dijo en una ocasión que las tres personas más temerosas de la muerte que había conocido en su vida eran su ex marido Kingsley Amis, Philip Larkin y John Betjeman. Es tentador extraer la conclusión de que se trata de un temor de literatos, y hasta exclusivamente de literatos hombres. Amis mantenía —cómicamente, dada su biografía— que los hombres eran más sensibles que las mujeres.
Yo lo dudo mucho, tanto lo de que sea un temor masculino como lo de que sea un temor propio de escritores. Cuando yo era «sólo» un lector, creía que los escritores, porque escribían libros que contenían verdades, porque describían el mundo, penetraban en el corazón humano, captaban tanto lo particular como lo general y eran capaces de recrear ambas cosas en formas libres pero estructuradas, porque comprendían, tenían que ser, por consiguiente, más sensibles —y también menos vanidosos y egoístas— que las demás personas. Luego me hice escritor y empecé a conocer a escritores y a observarlos, y llegué a la conclusión de que la única diferencia entre ellos y los demás, el único y exclusivo aspecto en que eran mejores residía en que eran mejores escritores. Quizá, en efecto, fueran sensibles, perceptivos, sabios, capaces de generalizar y de captar lo particular, pero sólo ante sus escritorios y en sus libros. Cuando se aventuran en el mundo, suelen comportarse como si toda su comprensión de la conducta humana se hubiera quedado atascada en sus máquinas de escribir. No sólo los escritores. ¿Son muy sabios los filósofos en su vida privada?
«Ni un ápice más sabios por ser filósofos», contesta mi hermano. «Peor aún, en su vida semipública son menos juiciosos que otros tipos de académicos.» Recuerdo que una vez dejé un momento la autobiografía de Bertrand Russell, no por incredulidad, sino por una especie de creencia horrorizada. De este modo describe el principio del fin de su primer matrimonio: «Salí a pedalear en bici una tarde y de repente, cuando avanzaba por una carretera rural, comprendí que ya no amaba a Alys. Hasta aquel momento ignoraba incluso que mi amor por ella había disminuido.» La única respuesta lógica a esto, a sus repercusiones y a su forma de expresión sería: que los filósofos no monten en bicicleta. O quizá, que los filósofos se abstengan de casarse. Conservarles para que hablen de la verdad con Dios. Para esto me gustaría tener a mi lado a Russell.
El día de mi sesenta cumpleaños, almuerzo con T., uno de mis antiguos amigos religiosos. ¿O quiero decir simplemente que profesa una fe? En cualquier caso, es católico, lleva una cruz al cuello y, para alarma de algunas antiguas novias, tiene un crucifijo en la pared encima de la cama. Sí, sé que esto parece más propio de una persona religiosa y no sólo practicante. T. pronto se casará con R., que quizá tenga o no tenga el poder de retirar el crucifijo. Como es mi cumpleaños, me permito una mayor libertad inquisitoria y le pregunto por qué —aparte de haber sido educado en el catolicismo— cree en su Dios y en su religión. Piensa un momento y responde: «Creo porque quiero creer.» Asemejándome un poco a mi hermano, replico diciendo: «Si me dijeras que quieres a R. porque quieres quererla, no me impresionaría demasiado, y tampoco a ella.» Como es mi cumpleaños, T. se contiene para no arrojarme su bebida.
Cuando vuelvo a casa, encuentro un paquetito que alguien ha metido por la ranura de la puerta. Mi primera reacción es de ligera irritación, porque he expresado el deseo específico de que no me hagan regalos, y esta amiga concreta, conocida por su propensión a hacerlos, ha recibido más de una advertencia al respecto. El paquete contiene una insignia de solapa, provista de una pila, que emite destellos azules y rojos que dicen «HOY 60». Lo que lo convierte no sólo en aceptable, sino en el regalo perfecto, que transforma mi irritación en un buen humor inmediato, son las palabras del fabricante impresas en la parte posterior del cartón: «AVISO: Puede causar interferencias con los marcapasos.»
Una de las (posiblemente) «preocupaciones de corta duración que valgan la pena» después de mi cumpleaños es una gira de presentación de libros por Estados Unidos. La llegada a Nueva York —el tránsito desde el aeropuerto a la ciudad— supone pasar por delante de uno de los cementerios más grandes que he visto en mi vida. Siempre disfruto a medias de este ritual memento mori y seguramente porque nunca he llegado a amar Nueva York. Todo el bullicio en la más bulliciosa y narcisista de las ciudades se reducirá a esto: Manhattan ridiculizada por la compacta verticalidad de las lápidas. En el pasado, me limitaba a tomar nota de la extensión de los cementerios y la aritmética de la mortalidad (una tarea para el dios de la contabilidad en el que Edmond de Goncourt no creía). Ahora, por primera vez, me sorprende otra cosa: que no hay nadie en ellos. Estos cementerios son como el campo moderno: hectáreas de vacío que se extienden en todas direcciones. Y aunque no esperas ver a un aldeano con una guadaña, o a unos hombres que instalan una cerca, cavan una zanja o levantan un muro de mampostería, la absoluta ausencia de actividad humana que la industria agropecuaria ha traído a las antiguas praderas y pastos y campos cercados es otra forma de muerte: como si los pesticidas hubieran exterminado también a todos los campesinos. De un modo similar, en estos camposantos de Queens, ni un cuerpo —ni un alma— se mueve. Es normal, por supuesto: nadie visita a los ex bulliciosos muertos porque los nuevos bulliciosos que les sustituyen en la ciudad están muy ocupados armando bullicio. Pero si hay algo más melancólico que un cementerio es un cementerio sin visitantes.
Unos días después, a bordo de un tren a Washington, en alguna parte al sur de Trenton paso por otro cementerio. Aunque igualmente vacío de vivos, este último parece menos lúgubre: crece desordenada y amigablemente a lo largo de las vías, y no produce la misma sensación de fin irrevocable, de muerte definitiva. Parece que aquí los muertos no están tan muertos como para olvidarlos, no tan muertos como para que no acojan a nuevos vecinos. Y allí, en el extremo meridional de esta franja apacible, un alegre signo norteamericano: un letrero que proclama: CEMENTERIO DE BRISTOL. PARCELAS DISPONIBLES. Da la impresión de que se pretende un juego de palabras con «lotes» [7]: ven a sumarte a nosotros, tenemos mucho más espacio que nuestros rivales.
Parcelas disponibles. Publicidad, incluso de la muerte: es el estilo americano. Mientras que en Europa occidental la antigua religión se halla en una decadencia terminal, Estados Unidos sigue siendo un país cristiano, y es lógico que la fe siga floreciendo allí. El cristianismo, que zanjó la vieja disputa doctrinal judía sobre si había o no vida después de la muerte, que centralizó la inmortalidad personal como un atractivo teológico, encaja bien en esta sociedad dinámica y orientada hacia la recompensa. Y puesto que en Norteamérica todas las tendencias se llevan al extremo, actualmente se ha consolidado el cristianismo extremo. La vieja Europa adoptó una actitud más pausada ante la llegada definitiva del Reino de los Cielos: un largo enmohecimiento en la tumba antes de la resurrección y el juicio, cuando Dios lo estime oportuno. A Estados Unidos y al cristianismo extremo les gusta acelerar las cosas. ¿Por qué la entrega del producto no se efectúa más pronto que tarde, una vez formulado el pedido? De ahí las fantasías como «el rapto», en el que los justos, al tiempo que se ocupan de sus asuntos cotidianos, son al instante conducidos al cielo y desde allí arriba contemplan el combate a puñetazos de Jesús y el Anticristo en el campo de batalla del planeta Tierra. La versión cinematográfica —película de acción y de desastres, calificada X— del fin del mundo.
La muerte seguida de la resurrección: la suprema «tragedia con final feliz». Esta frase se atribuye habitualmente a uno de esos directores de Hollywood que supuestamente son la fuente de todas las agudezas; no obstante, la primera vez que la encontré fue en la autobiografía de Edith Wharton, Una mirada atrás. En este texto atribuye la réplica a su amigo, el novelista William Dean Howells, que se la dijo para consolarla después de que el público no apreciara el estreno de una adaptación teatral de La casa de la alegría. Esto remontaría la frase a 1906, antes de que todos esos cineastas hubieran empezado a hacer chistes.
El éxito de Wharton como novelista es tanto más sorprendente —y tanto más admirable— si se tiene en cuenta lo poco que su visión de la vida concordaba con el optimismo norteamericano. Ella veía escasas muestras de redención. Consideraba la vida una tragedia —o como mínimo una comedia sombría— con un final trágico. O, a veces, sólo un drama con un final dramático. (Su amigo Henry James definió la vida como «el tránsito penoso que precede a la muerte». Y el amigo de él y Turguéniev, creía que «la parte más interesante de la vida es la muerte».)
Tampoco seducía a Wharton la idea de que la vida, ya sea trágica, cómica o dramática, es necesariamente original. Nuestra falta de originalidad es algo que olvidamos provechosamente cuando nos encorvamos sobre nuestra —para nosotros— vida siempre fascinante. Mi amigo M., que dejó a su mujer por otra más joven, se quejaba: «La gente me dice que es un tópico. Pero a mí no me lo parece.» Lo era, sin embargo, y lo es. Nuestras vidas lo demostrarían, si pudiésemos verlas desde una mayor distancia, desde el punto de vista, pongamos, de ese Ser superior imaginado por Einstein.
Un día, una amiga biógrafa me propuso adoptar la visión ligeramente más larga y escribir mi vida. Su marido arguyo satíricamente que sería una obra corta, puesto que todas mis jornadas eran iguales. «Se levantó», decía su versión. «Escribió libro. Salió a comprar botella de vino. Volvió a casa, hizo la comida. Bebió vino.» Inmediatamente aprobé esta vida breve. Vale lo mismo que cualquier otra; tan verídica o tan mendaz como cualquier otra más larga. Faulkner dijo que la necrológica de un escritor debería decir: «Escribió libros y después murió.»
Shostakóvich sabía que hacer arte sobre y de la muerte «equivalía a limpiarte la manga con la nariz». Cuando el escultor Ilya Slonim le esculpió un busto, el resultado no gustó al presidente del Comité Soviético de las Artes. «Lo que necesitamos», dijo el aparatchik al escultor (y, por extensión, al compositor) «es un Shostakóvich optimista.» Al músico le encantaba repetir este oxímoron.
Además de meditar mucho sobre la muerte, también se burlaba —en privado, forzosamente— de las falsas esperanzas, la propaganda estatal y la basura artística. Una de sus dianas favoritas fue una obra de éxito de la década de 1930, escrita por el lameculos del régimen Vsevolod Vishnevski, dramaturgo olvidado hace mucho, de quien un estudioso del teatro ruso escribió recientemente: «Incluso según los parámetros de nuestro herbario literario, este autor era un espécimen muy venenoso.» La obra de Vishnevski transcurría a bordo de un barco durante la Revolución Bolchevique, y retrataba admirablemente el mundo tal como las autoridades sostenían que era. Llega una joven comisaria para explicar e imponer la línea del partido a una tripulación de marineros anarquistas y oficiales rusos de la vieja escuela. La reciben con indiferencia, escepticismo y hasta agresividad: un marinero intenta violarla y ella entonces le mata de un disparo. Este ejemplo de vigor comunista y justicia instantánea contribuye a ganarse a los marinos, que pronto serán adoctrinados para formar una unidad de combate eficaz. En la guerra contra la Alemania belicista, creyente en Dios y capitalista, acaban siendo hechos prisioneros, pero se alzan heroicamente contra sus captores. Durante la lucha cae la comisaria proselitista, que muere exhortando a los marinos ya plenamente sovietizados: «Mantened siempre... las altas tradiciones... de la armada roja.» Telón.
No era la servil trama caricaturesca de la obra de Vishnevski lo que atrajo al sentido del humor de Shostakóvich, sino su título: La tragedia optimista. El comunismo soviético, Hollywood y la religión organizada estaban más cerca entre sí de lo que pensaban ellos, eran fábricas de sueños confeccionando la misma fantasía. «La tragedia es tragedia», le gustaba repetir a Shostakóvich, «y el optimismo no tiene nada que ver con ella.»
He visto dos muertos y he tocado a uno de ellos; pero nunca he visto morir a nadie y quizá no lo haga nunca, a no ser que me vea morir yo y hasta que lo vea. Aunque dejó de hablarse de la muerte en cuanto empezamos de verdad a temerla, y más todavía cuando comenzamos a vivir más tiempo, también ha desaparecido de la agenda porque ha dejado de estar aquí, con nosotros, en casa. Hoy día hacemos la muerte lo más invisible posible, y la convertimos en parte de un proceso —del médico al hospital y del hospital a la funeraria y a la incineración— en que unos profesionales y burócratas nos dicen lo que hay que hacer, hasta el punto de que nos abandonan a nuestros propios recursos, supervivientes de pie con un vaso en la mano, aficionados que aprenden a guardar duelo. Pero no hace mucho tiempo el moribundo habría pasado los últimos días de su enfermedad en casa, habría expirado entre sus familiares, habría sido lavado y amortajado por mujeres locales, velado afectuosamente una o dos noches y finalmente habría sido introducido en el féretro por la funeraria del lugar. Como Jules Renard, habríamos recorrido a pie, detrás de un ataúd oscilante, tirado por caballos, el camino hasta el cementerio, y allí habríamos presenciado cómo lo bajaban a la fosa y habríamos visto el ufano pavoneo de un gusano gordo al borde de la tumba. Habríamos estado más presentes y prestado una mayor atención. Mejor para ellos (aunque mi hermano me remitiría a los deseos hipotéticos de los difuntos) y probablemente mejor para nosotros. El viejo sistema contribuía a crear un progreso más majestuoso desde la vida hasta la muerte, y desde el hecho de estar muerto hasta el de haberse perdido de vista. El método moderno, acelerado, está sin duda más en consonancia con la forma en que vemos la muerte hoy día: ahora mismo estás vivo y en el minuto siguiente estás muerto y requetemuerto, conque subamos al coche y despachemos el asunto. (¿Qué coche cogemos? No el que habría querido la difunta.)
Stravinski fue a ver el cadáver de Ravel antes de que lo metieran en el féretro. Yacía sobre una mesa cubierta con una tela negra. Todo era blanco y negro: traje negro, guantes blancos, turbante blanco del hospital todavía alrededor de la cabeza, arrugas negras en una cara muy pálida que tenía «una expresión de gran majestad». Y ahí terminaba la grandeza de la muerte. «Fui al entierro», rememoraba Stravinski. «Son una experiencia lúgubre estos entierros civiles en que todo está prohibido fuera del protocolo.» Fue en París, en 1937. Cuando a Stravinski le llegó su turno, treinta y cuatro años después, transportaron su cuerpo por avión desde Nueva York a Roma y de allí lo llevaron en un vehículo a Venecia, donde colocaron por todas partes proclamas negras y violetas: LA CIUDAD DE VENECIA RINDE HOMENAJE A LOS RESTOS DEL GRAN MÚSICO ÍGOR STRAVINSKI, QUE EN UN GESTO EXQUISITO DE AMISTAD PIDIÓ QUE LE SEPULTARAN EN LA CIUDAD QUE AMABA POR ENCIMA DE TODAS. El archimandrita de Venecia ofició el servicio funerario ortodoxo griego en la iglesia de San Giovanni e Paolo, y después el ataúd pasó, llevado en andas, por delante de la estatua de Colleoni y cuatro gondoleros lo transportaron en una góndola funeraria a la isla cementerio de San Michele.
Allí el archimandrita y la viuda de Stravinski arrojaron puñados de tierra sobre el féretro cuando lo bajaban al panteón. Francis Steegmuller, el gran estudioso de Flaubert, siguió las ceremonias de aquel día. Dijo que cuando el cortejo avanzaba desde la iglesia al canal, con los venecianos asomados a todas las ventanas, la escena se parecía a «un desfile de Carpaccio». Más, mucho más que el protocolo.
A no ser que me vea morir yo y hasta que lo vea. ¿Preferirías morir consciente o inconsciente? (Hay una tercera —y muy popular— opción: que te induzcan a creer en el engaño de que te estás recuperando.) Pero ten cuidado con lo que elijas. Roy Porter quería estar plenamente consciente: «Porque, verá, de lo contrario te estarías perdiendo algo.» Continuó diciendo: «Está claro que uno no quiere un dolor insoportable y todo eso. Pero creo que sí nos gustaría estar con las personas a las que queremos.» Era lo que Porter deseaba y fue lo que tuvo. Tenía cincuenta y cinco años, acababa de tomar la jubilación anticipada, se mudó a Sussex con su quinta mujer y emprendió una vida de escritor independiente. Volvía a casa en bicicleta desde su huerto (es difícil no imaginar la típica pista rural en la que Bertrand Russell tuvo su apergu conyugal) cuando fue fulminado de repente por un ataque cardiaco, y murió solo en el arcén. ¿Tuvo tiempo de verse morir? ¿Supo que se estaba muriendo? ¿Fue su último pensamiento la esperanza de que despertaría en el hospital? Había pasado su última mañana plantando guisantes (quizá lo más que podemos acercarnos a aquellas coles francesas). Y llevaba a casa un ramo de flores, que en un instante se transformaron en su propia ofrenda al borde de la carretera.
Mi abuelo dijo que el remordimiento era la peor emoción que podía deparar la vida. Mi madre no comprendió el comentario, y yo no sé con qué sucesos asociarlo.
Muerte y remordimiento 1. Cuando François Renard, desoyendo el consejo de su hijo de que se pusiera un enema, cogió la escopeta y utilizó un bastón para disparar los dos cañones y generar «un lugar oscuro encima de la cintura, como un pequeño fuego apagado», Jules escribió: «No me reprocho no haberle querido suficiente. Me reprocho no haberle comprendido.»
Muerte y remordimiento 2. Desde que la leí, me obsesiona una línea de los diarios de Edmund Wilson. Wilson murió en 1972; los sucesos a que alude ocurrieron en 1932; los leí en 1980, el año en que se publicó Los treinta.
A principios de aquel decenio, Wilson se había casado en segundas nupcias con una tal Margaret Canby. Era una mujer de la alta sociedad, baja y fornida, de cara graciosa y «aficionada al champán»: Wilson era el primer hombre que ella había conocido que trabajaba para vivir. En el volumen anterior de sus diarios, Los veinte y Wilson había dicho de ella que era «la mejor compañera de bebida que he conocido en mi vida». Aquí anotó su primera intención de casarse con ella, y también su sensata vacilación: «Por muy bien que nos llevemos, no tenemos suficientes cosas en común.» Pero se casaron, creando un compañerismo alcohólico marcado desde el principio por la infidelidad y las separaciones temporales. Si Wilson tenía dudas sobre ella, mayores aún eran las reservas que ella tenía sobre él. «Eres un leproso frío y turbio, Bunny Wilson», le dijo una vez Margaret, observación que él, con su típico tesón implacable, consignó en su diario.
En septiembre de 1932, la pareja, que llevaba dos años casada, vivía una de sus separaciones. Margaret Canby estaba en California y Wilson en Nueva York. Ella se puso tacones altos para asistir a una fiesta en Santa Bárbara. Al salir, tropezó, cayó por una escalera de piedra y murió desnucada. El suceso produjo en el diario de Wilson cuarenta y cinco páginas del duelo más sincero y autoflagelante que se haya escrito. Wilson empieza a tomar notas cuando su avión emprende lentamente el vuelo hacia el oeste, como si el obligado acto literario ayudara a contener la emoción. A lo largo de los siguientes días, estas anotaciones cristalizan en un extraordinario monólogo de homenaje, evocación erótica, remordimiento y desesperación. «Una noche horrible, pero hasta ella parece dulce en el recuerdo», escribe en algún pasaje. En California, la madre de Margaret le insta: «¡Tienes que creer en la inmortalidad, Bunny, tienes que creer!» Pero él no cree ni puede creer: Margaret ha muerto y no volverá nunca.
Wilson no se ahorra nada ni a sí mismo ni al supuesto lector. Consigna cada reproche punzante que le hizo Canby. En una ocasión dijo a su marido crítico y quejumbroso que el epitafio en su tumba debería ser: «Más vale que te arregles.» El también la festeja: en la cama, en la bebida, en las lágrimas, en la confusión. Se acuerda de cómo él espantaba las moscas cuando estaban haciendo el amor en una playa y convierte en un icono el cuerpo «taimado» de Margaret, de miembros menudos. («¡No digas eso!», protestaba ella. «Me siento como si fuera una tortuga.») Evoca las muestras de ignorancia de Margaret que a él le encantaban —«Ya sé lo que es eso que hay encima de la puerta: un dentil»—, y las confronta con las quejas continuas de Margaret: «¡Un día me vendré abajo! ¿Por qué no haces algo por mí?» Le acusaba de tratarla como a otro artículo de lujo, como al perfume Guerlain: «Te encantaría que me muriese, y sabes que es cierto.»
Lo que confiere fuerza a este flujo de conciencia elegiaca es el hecho de que Wilson trataba mal a su mujer, tanto antes como después de casarse con ella, y que su aflicción estaba contaminada por una culpa justificada. La paradoja alentadora del estado de Wilson es que la muerte de la persona que le acusaba de no tener sentimientos fue la causante de que brotaran en él. Y la frase que siempre he conservado en la memoria es: «La amé después de que ella hubiera muerto.»
No importa que Edmund Wilson fuese una persona fría, turbia, leprosa. No importa que el matrimonio con Margaret fuese un error y un desastre. Lo único que importa es que Wilson decía la verdad, y que la auténtica voz del remordimiento se oye en estas palabras: «La amé después de que ella hubiera muerto.»
Siempre podemos elegir el conocimiento en vez de la ignorancia; preferir ser conscientes de que nos estamos muriendo; confiar en que tendremos la mejor muerte posible, la de una mente serena que observa un declive gradual, quizá con un dedo volteriano sobre el pulso que se debilita. Podemos obtener todo esto, pero aun así deberíamos considerar el caso de Arthur Koestler. En Diálogo con la muerte relataba sus experiencias en las cárceles franquistas de Málaga y Sevilla durante la guerra civil española. Bien es verdad que hay una diferencia entre unos hombres jóvenes que afrontan la ejecución inmediata por parte de adversarios políticos, y hombres y mujeres más viejos, con la mayor parte de su vida a la espalda, que se enfrentan a una extinción más tranquila. Pero Koestler observó a muchos de los que estaban a punto de morir —incluido él mismo— y llegó a las conclusiones siguientes. Primera, que nadie, ni siquiera en la celda de los condenados, ni siquiera oyendo el sonido de los disparos que matan a amigos y camaradas, cree realmente en su propia muerte; en realidad, Koestler pensó que este hecho podía expresarse de una forma cuasi matemática: «La incredulidad ante tu propia muerte crece en proporción a su proximidad.» Segunda, la mente recurre a diversos ardides cuando se halla en presencia de la muerte: para engañarnos, produce «narcóticos misericordiosos o estimulantes extáticos». En especial, pensó Koestler, es capaz de dividir en dos mitades la conciencia para que una de ellas examine fríamente lo que la otra está experimentando. De este modo, «la conciencia se ocupa de que la aniquilación completa no llegue a experimentarse». Dos decenios antes, en «Consideraciones sobre la guerra y la muerte», Freud había escrito: «Es, en efecto, imposible imaginar nuestra propia muerte; y siempre que lo intentamos advertimos que de hecho seguimos estando presentes como espectadores.»
Koestler también alberga dudas sobre la autenticidad de la autoobservación en el lecho de muerte, por más lúcida y racional que aparente ser la mente. «No creo que un ser humano haya muerto conscientemente desde que el mundo es mundo. Cuando Sócrates, sentado entre sus discípulos, extendió la mano para tomar la copa de cicuta, debió de estar al menos medio convencido de que era un mero farol... Sabía, por supuesto, que teóricamente apurar la copa sería fatídico, pero tuvo que tener la sensación de que todo aquello era completamente distinto de como lo imaginaban sus fervorosos y serios discípulos; de que detrás de aquel asunto había una astuta artimaña que sólo él conocía.»
Koestler termina su Diálogo con la muerte con una escena tan cinematográfica, tan bonita y tan inverosímil que no es posible que la haya inventado. Le han liberado de la cárcel a cambio de la mujer de un as de la aviación franquista al que le han encomendado la misión de trasladar a Koestler hasta el lugar del encuentro. Cuando el avión sobrevuela una vasta meseta blanca, el piloto de camisa negra suelta la mano de la palanca de mando y entabla con su enemigo político una conversación a gritos sobre la vida y la muerte, la derecha y la izquierda, el valor y la cobardía. «Antes de estar vivos», grita el escritor al aviador en un momento dado, «todos estábamos muertos.» El piloto asiente y pregunta: «Pero entonces, ¿por qué tenemos miedo a la muerte?» «Yo nunca he tenido miedo a la muerte», contesta Koestler, «sino sólo a morir.» «En mi caso es exactamente lo contrario», le responde gritando el hombre de la camisa negra.
Sólo que es de suponer que se estaban gritando en español. ¿Qué preferirías, tener miedo a la muerte o tener miedo a morir? ¿Estás con los comunistas o con los fascistas, con el escritor o el aviador? Casi todo el mundo teme una de las dos cosas, con exclusión de la otra; es como si en el cerebro no hubiese sitio para las dos. Si temes a la muerte, no temes morir; si temes morir, no temes a la muerte. Pero no existe una razón lógica para que una bloquee a la otra; no hay motivo para que la mente, con un poco de práctica, no pueda ensancharse hasta abarcar a las dos. Como alguien a quien no le importara morir, siempre que después no acabara muerto, puedo, desde luego, elucubrar sobre cuáles serían mis miedos a morir. Temo ser como mi padre, sentado en una silla junto a su cama de hospital, que me reprende con una ira nada habitual en él —«Dijiste que vendrías ayer»—, antes de comprender por mi expresión apurada que era él el que se había equivocado de fecha. Temo ser como mi madre cuando se figuraba que aún jugaba al tenis. Temo ser como el amigo que, ansioso de morir, reiteraba la confidencia de que se las había apagado para adquirir e ingerir suficientes pastillas para quitarse la vida, pero que ahora era presa de una agitación inquieta porque temía que sus acciones pudiesen poner en un aprieto a una enfermera. Temo ser como el literato innatamente educado que conocí y que, a medida que se volvía senil, empezó a escupir a su mujer las más extremas fantasías sexuales, como si fueran lo que secretamente siempre había querido hacerle. Temo ser como el octogenario Somerset Maugham, que se quitaba los pantalones detrás del sofá y cagaba en la alfombra (aunque el episodio pudiera ser para mí un feliz recordatorio de mi infancia). Temo ser como aquel amigo anciano, un hombre tan refinado como escrupuloso, cuyos ojos expresaban un pánico animal cuando la enfermera de la residencia anunciaba delante de visitantes que era hora de cambiarle el pañal. Temo la risa nerviosa que emito cuando no capto del todo una alusión o he olvidado un recuerdo compartido o una cara conocida, y empiezo a recelar de lo que creo saber y acabo desconfiando de todo. Temo el catéter y el elevador de escalera, el cuerpo que supura y el cerebro que se deteriora. Temo la suerte de Chabrier y Ravel, no saber quién has sido y lo que has hecho. Quizá Stravinski, en la suma vejez, recordara el final de ambos músicos cuando llamaba desde la habitación a su mujer o a un miembro de la familia. «¿Qué necesitas?», le preguntaban. «Que me confirmen mi propia existencia», contestaba. Y la confirmación podía llegar en forma de un apretón de manos, un beso o la audición de un disco favorito.
Arthur Koestler, ya viejo, se enorgullecía de una adivinanza que había inventado: «¿Es mejor para un escritor que te olviden antes de morir o morir antes de que te olviden?» (Jules Renard conocía la respuesta: «Pelo de zanahoria y yo vivimos juntos, y espero morir antes que él.») Pero es una preferencia lo bastante porosa para que se cuele una tercera posibilidad: antes de morir, el escritor puede haber perdido la memoria de haber sido un escritor.
Cuando a Dodie Smith le preguntaron si se acordaba de que había sido una dramaturga famosa y contestó: «Sí, creo que sí», lo dijo exactamente de la misma manera —con una especie de concentración ceñuda, moralmente consciente de que le pedían que dijera la verdad— con que yo la había visto durante años responder a preguntas. En otras palabras, al menos ella siguió siendo la misma. Más allá de estos temores cada vez más cercanos de bajón mental y físico, es lo que esperamos y a lo que nos aferramos para nosotros mismos. Queremos que la gente diga: «Fue él mismo hasta el final, aunque no pudiera hablar, ver u oír.» Aunque la ciencia y el conocimiento de uno mismo nos han inducido a dudar de qué se compone nuestra individualidad, aún queremos seguir siendo ese personaje al que quizá hemos engañado para que crea que es nuestro, y exclusivamente nuestro.
La memoria es identidad. Lo he creído desde..., oh, desde que me acuerdo. Eres lo que has hecho; lo que has hecho pervive en tu memoria; lo que recuerdas define lo que eres; cuando olvidas tu vida dejas de ser, incluso antes de tu muerte. Una vez pasé muchos años intentando salvar a una amiga de una larga decadencia alcohólica. Vi de cerca cómo ella perdía la memoria próxima y luego la lejana y con ellas casi todo lo que había en medio. Era un ejemplo aterrador de lo que Lawrence Durrell en un poema llamaba «la lenta ignominia de la mente»: su caída en desgracia. Y aquella caída —en la cual absurdas proezas de fabulación, encaminadas a que la mente se tranquilizase a sí misma y a mi amiga, pero a nadie más, encubrían la pérdida de recuerdos específicos y generales— iba acompañada de la que sufrían quienes la conocían y la amaban. Intentábamos aferramos a nuestros recuerdos de ella —y de este modo, simplemente, a ella—, diciéndonos que «ella» seguía allí, nublada pero visible de vez en cuando, en momentos repentinos de verdad y claridad. A modo de protesta yo repetía, en una tentativa de convencerme a mí y a aquellos a los que hablaba: «Por debajo es la misma.» Más tarde comprendí que siempre me había estado engañando, y que lo de «debajo» se estaba —se había estado— destruyendo al mismo ritmo que la superficie visible. Ella se había ido, estaba desconectada de un mundo que sólo le convencía a ella; sólo que, a juzgar por su pánico, estaba claro que aquella convicción era sólo ocasional. La identidad es memoria, me decía yo; la memoria es identidad.
Morir siendo uno mismo: un caso instructivo. Eugene O'Kelly, de cincuenta y tres años, era el presidente y director del comité ejecutivo de una de las principales auditorías norteamericanas. Según su propia descripción, era el paradigma de una historia de éxito: un número uno con 20.000 empleados a sus órdenes, una agenda frenética, hijos a los que veía poco y una mujer abnegada a la que llamaba «mi sherpa personal». He aquí la crónica que hace O'Kelly de lo que denominaba «Mi día perfecto»:
Tengo un par de reuniones cara a cara con mis clientes, la tarea que más me gusta. Me reúno, como mínimo, con un miembro de mi equipo más próximo. Hablo por teléfono con socios de Nueva York y de oficinas de todo el país, para ver cómo podría ayudarles. Apago algunos fuegos. A veces converso con algún competidor sobre la manera de colaborar en la consecución de metas profesionales comunes. Despacho cantidad de puntos anotados en mi agenda electrónica. Y avanzo en al menos una de las tres áreas que resolví mejorar desde que me eligieron para el cargo directivo los socios de la empresa hace tres años: la expansión de la auditoría..., aumentar la calidad y reducir los riesgos; y, más vital para mí y para la salud a la larga de la empresa, convertirla en un lugar de trabajo aún mejor, en realmente un lugar de trabajo estupendo que permita a nuestros empleados vivir una vida más equilibrada.
En la primavera de 2005, O'Kelly fue uno de los cincuenta altos ejecutivos invitados a participar en una mesa de negocios en la Casa Blanca con el presidente Bush. «¿Había alguien con más suerte laboral que yo?»
Pero justo entonces se agotó la buena suerte de O'Kelly. Lo que él pensó que era un cansancio transitorio, tras un calendario de trabajo especialmente arduo, se transformó en una ligera caída del músculo de la mejilla, luego en la sospecha de una parálisis de Bell y luego —súbita, irreversiblemente— en un diagnóstico de cáncer cerebral inoperable. Aquello era un fuego que no podía apagarse. Los expertos más costosos no pudieron eludir la verdad creciente: tres meses de vida escasos.
O'Kelly reacciona ante la noticia como la «persona a la que mueve una meta» y, en última instancia, el competidor empresarial que es. «Del mismo modo que el ejecutivo de éxito necesita ser todo lo estratégico y estar todo lo preparado posible para "ganar" en todo, así yo me vi impulsado a ser todo lo metódico posible durante mis últimos cien días.» Proyecta aplicar el «conjunto de técnicas de un alto ejecutivo» a su calvario. Se percata de que debe «encontrar nuevas metas. Rápido». Intenta «descubrir el modo en que yo, como individuo, necesitaba reciclarme enseguida para adaptarme a las nuevas circunstancias de mi vida». Confecciona la «lista de cosas que hacer más definitiva e importante de mi vida». Prioridades, métodos, objetivos. Pone en orden sus negocios y asuntos económicos. Decide que va a «concluir» sus relaciones creando «momentos perfectos» y «días perfectos». Comienza la «transición hacia el estado siguiente». Planea su propio funeral. Siempre competitivo, quiere que su muerte sea «la mejor muerte posible», y una vez concluida su lista de cosas, declara: «Ahora estaba motivado para "tener una buena muerte".»
Para quienes piensan que todos los Cien Días conducen inevitablemente a Waterloo, el concepto de «una buena muerte» puede parecer grotesca y hasta cómica. Pero en todas las muertes habrá algo cómico para alguien. (¿Saben lo que hizo O'Kelly poco después de enterarse de que sólo le quedaban tres meses de vida? ¡Escribió un cuento! Como si el mundo necesitara uno más...) Y luego, con la ayuda de lo que es inevitable llamar un «negro», terminó el libro que uno decide escribir —el libro sobre la muerte— cuando se enfrenta con la fecha de la extinción definitiva.
O'Kelly enumera y clasifica las amistades que necesita «concluir». Antes incluso de llegar a su círculo más íntimo, hay, asombrosamente, mil nombres en su libreta. Pero con la celeridad y el ímpetu de alguien acostumbrado a cerrar tratos, cumple la tarea en tres semanas justas: a veces con una nota o una llamada telefónica, de vez en cuando con una breve reunión que podría contener un «momento perfecto». A la hora de «concluir» amistades estrechas, siempre hay una esporádica resistencia humana. Algunos amigos no se dejan engatusar con una simple despedida, un paseo por el parque evocando recuerdos compartidos. Pero como auténtico ejecutivo que es, O'Kelly hace caso omiso de estos sentimentales pegajosos. Dice con firmeza: «Me gustaría que esto fuera así. Lo he organizado específicamente para que podamos despedirnos. Y de este modo creamos un momento perfecto. Aceptémoslo y sigamos. No concertemos otro. No se puede mejorar un momento perfecto.»
No, creo que yo tampoco lo expresaría así. Claro está que dudo de que yo haya conocido a alguien como O'Kelly. La «conclusión» que proyecta para su hija adolescente incluye un viaje a Praga, Roma y Venecia. «Volaremos en un avión privado, lo que nos obligará a repostar en el extremo norte, y así Gina tendrá la oportunidad de conocer a los esquimales y comerciar con ellos.» Esto no es tanto morir siendo uno mismo como morir siendo una caricatura. Te despides de tu hija, pero ¿también le propicias una oportunidad de comerciar con los esquimales? ¿E informas a éstos de cuál será su función privilegiada en esta tesitura?
Momentos así pueden suscitar un estupor satírico e incrédulo. Pero O'Kelly seguramente se estaba muriendo tal como había vivido, y todos deberíamos ser tan afortunados como él. Que hiciera trampas o no es otra cuestión. El ejecutivo no había tenido anteriormente mucho trato con Dios, debido a lo apretado de su agenda, aunque lo utilizaba como una especie de servicio de averías de emergencia. Algunos años antes, la comerciante en ciernes con los esquimales había contraído una artritis juvenil, y su padre recordó que «Me vieron a menudo en la iglesia aquel año». Ahora que pronto va a cerrar su último trato, O'Kelly vuelve a referirse a las cosas de arriba, al cuartel general multinacional del cielo. Reza y aprende a meditar. Se siente apoyado por «el otro lado» e informa de que «no hay dolor entre este lado y el otro». Su mujer explica que «si vences el miedo, vences a la muerte», aunque, por supuesto, no te libras de acabar muerto. Cuando O'Kelly expira, lo hace, según su sherpa personal, «en un estado de tranquila aceptación y esperanza sincera».
Los psicoanalistas nos dicen que las personas a las que más les cuesta morir son las que tienen un mayor apego a su personalidad. Teniendo en cuenta que O'Kelly es un número uno, teniendo en cuenta su edad y lo rápidamente que muere, su conducta es realmente impresionante. Y quizá a Dios no le importe que se dirijan a El sólo en casos de emergencia. A los espectadores puede parecerles que cualquier divinidad sensata debería ofenderse por esta atención irregular e interesada. Pero quizá la deidad vea las cosas de otra manera. Tal vez, modestamente, no quiera ser una presencia cotidiana y obstructora en nuestra vida. Quizá le guste ser un especialista en averías, una compañía de seguros, una larga escala.
O'Kelly no quiso música de órgano en su funeral; especificó que quería flauta y arpa. Yo encargué Mozart para mi madre; ella encargó Bach para mi padre. Pasamos tiempo pensando en nuestra música de funeral; dedicamos menos a la que quisiéramos que acompañase nuestra muerte. Recuerdo al editor literario Terence Kilmartin, uno de los primeros que me alentaron, postrado en cama en el piso de abajo cuando estaba demasiado débil para subir la escalera, escuchando tardíos cuartetos de cuerda de Beethoven en una radio portátil. Los papas y emperadores moribundos llamaban a sus propios coros e instrumentistas para que les ayudaran a degustar la gloria futura. Pero la tecnología moderna nos ha convertido a todos en papas y emperadores; y aunque rechaces el cielo cristiano, puedes sentir que el Magníficat de Bach, el Réquiem de Mozart o el Stabat Mater de Pergolesi iluminan tu cerebro mientras tu cuerpo se apaga. Sydney Smith se imaginaba en el cielo comiendo foie-gras al sonido de trompetas, lo cual siempre me ha parecido una discordancia en lugar de una armonía. Aun así, podrías escuchar el concentrado clamor de metales de la Misa de Santa Cecilia de Gounod resonando en tus oídos mientras un tubo te inyecta alimento azucarado en el brazo.
Sospecho que si agonizo de alguna forma decente, preferiría música en vez de libros. ¿Habría espacio —espacio mental— para la maravillosa, aunque agotadora, labor de la ficción, el trabajo que implica: trama, personajes, situación...? No, creo que voy a necesitar música, intravenosa, como debe ser: directamente a la corriente sanguínea, derecha al corazón. «La mejor manera de digerir el tiempo» quizá nos ayude a digerir los albores de la muerte. Yo asocio la música con el optimismo. Tuve una instantánea sensación de camaradería cuando leí que uno de los placeres de Isaiah Berlín en su vejez era reservar entradas para conciertos con meses de antelación (yo le veía muchas veces en el mismo palco del Festival Hall). Comprar la entrada en cierto modo garantiza que escucharás la música, prolonga tu vida hasta que se apaga el último eco de los acordes finales que has pagado por oír. Por alguna razón, esto no vale para el teatro.
Sin embargo, dependería de hasta qué punto uno se mantiene fiel a su carácter. La primera vez que pensé en mi mejor forma de muerte (x meses, tiempo para doscientas o doscientas cincuenta páginas), di esta cuestión por sentada. Supuse que sería yo mismo hasta el final y que también, instintivamente, insistiría en ser un escritor, empeñado en describir y definir el mundo incluso mientras lo estaba abandonando. Pero el carácter puede estar sujeto a sacudidas súbitas, a magnificaciones y distorsiones en sus etapas finales. Un amigo de Bruce Chatwin fue el primero en advertir que el escritor debía de estar gravemente enfermo cuando pagó la comida, un acto hasta entonces muy raro en él. ¿Quién puede predecir la reacción de la mente ante su aniquilación en un breve plazo?
Montaigne no murió, como había soñado, plantando su parcela de coles. La muerte le sobrevino a este escéptico y epicúreo, al deísta tolerante, al escritor de curiosidad y ciencia inagotables, mientras se celebraba misa en su dormitorio: en el momento exacto (eso dijeron) de la elevación de la hostia. Una muerte ejemplar para la Iglesia católica... que no obstante puso sus obras en el índice menos de un siglo más tarde.
Hace veinte años visité su casa —o, mejor dicho, la torre del escritor— en las afueras de Burdeos. Capilla en la planta baja, dormitorio en el primer piso, despacho en el superior. Transcurridos cuatro siglos, los hechos y el mobiliario son tan poco verificables como un filósofo sabría que lo son. Había una silla rota en la que el gran ensayista podría haberse sentado; o si no, en una similar. El dormitorio, en el francés suavemente evasivo de la guía, estaba donde «nada nos impide creer que es el lugar donde podría haber muerto». El despacho aún tenía apostillas en griego y en latín pintadas en las vigas, aunque habían sido renovadas muchas veces; por el contrario, hacía mucho tiempo que se había dispersado la biblioteca de mil volúmenes que había sido el universo de Montaigne. Hasta los anaqueles habían desaparecido: lo único que quedaba eran unas piezas de metal en forma de D a las que podrían haber estado acopladas. Aquello parecía oportunamente filosófico.
Justo al salir del dormitorio donde Montaigne podría haber expirado mientras miraba quizá a la hostia en alto (aunque nada nos impide creer que estaba pensando en sus coles), había una pequeña plataforma. Desde allí el filósofo habría podido seguir la misa que se oficiaba en la capilla de abajo sin interrumpir sus pensamientos. Un túnel estrecho y torcido, compuesto de siete escalones, ofrecía una acústica excelente y una vista decente del cura. En cuanto el guía y los demás turistas siguieron avanzando, un impulso de rendir homenaje me indujo a subirme a la plataforma y a bajar sigilosamente por aquella falsa escalera. Dos peldaños más adelante resbalé y en un instante me vi despatarrado y proyectado contra las paredes laterales, tratando de no caer rodando por aquel embudo de piedra en la capilla de abajo. Allí atrapado, sentí la claustrofobia de un sueño familiar: el sueño en que estás perdido bajo tierra, en alguna cañería o tubería que se estrecha, dentro de una oscuridad cada vez más grande, presa del terror y el pánico. El sueño en que, aun sin despertar, sabes que trata directamente de la muerte.
Siempre he desconfiado de los sueños; o más bien del excesivo interés por ellos. Conocí a una pareja, larga y manifiestamente enamorados el uno del otro, cuyas jornadas empezaban siempre con la mujer contándole al marido los sueños que había tenido por la noche. Seguían practicando esta costumbre, fervorosamente, a los setenta años. Yo prefiero —en realidad adoro— el planteamiento sumamente lacónico que mi mujer aplica a la narración de sueños. Despierta y los relata, bien a modo de resumen gnómico —«un pedazo de desierto»— o de sucinta valoración crítica, algo como «Bastante confuso» o «Menos mal que he despertado de eso». A veces combina la descripción y la crítica: «Sueños indios, como una novela larga e intrincada.» Luego vuelve a dormirse y se olvida de lo que ha soñado.
Parece que esto los sitúa en su perspectiva justa. Cuando empecé a escribir narrativa me fijé dos reglas: ni sueños ni clima. Como lector, desde hacía mucho me irritaba una meteorología «significativa» —nubes de tormenta, arco iris, truenos a lo lejos—, y asimismo estaba harto de sueños «significantes», premoniciones, apariciones y demás. Incluso tenía la intención de titular Sin clima mi primera novela. Pero tardé tanto en escribirla que al final el título llegó a parecerme afectado.
Tengo sueños de muerte con tanta frecuencia como es de suponer: algunos relacionados con el enterramiento, en los que hay un encierro subterráneo y túneles que se van estrechando; otros desarrollan un guión más activo de película de guerra, en que me persiguen, me rodean, me superan en número y en armamento, me quedo sin balas, me hacen prisionero, me condenan injustamente al pelotón de ejecución, me informan de que dispongo incluso de menos tiempo del que yo pensaba. El rollo habitual. Sentí alivio cuando por fin, hace unos años, surgió una variación temática: el sueño en que me inscribo en un albergue de suicidas de un país tolerante con los que buscan la muerte. He firmado los impresos y mi mujer ha accedido a unirse a mí en la empresa o, la mayoría de las veces, a acompañarme y ayudarme. Sin embargo, cuando llego al lugar, lo encuentro infinitamente deprimente: muebles baratos, una cama astrosa que apesta a ocupantes pasados y futuros, tediosos aparatchiks que te tratan como a otro expediente burocrático. Comprendo que he tomado una decisión errónea. No quiero borrarme del libro del registro (ni tampoco apuntarme), he cometido un error, la vida sigue llena de interés y contiene algún futuro, pero incluso cuando pienso esto soy consciente de que una vez que se ha iniciado el proceso que he refrendado con mi firma ya no hay vuelta atrás, y sí, estaré muerto dentro de unas horas, o incluso unos minutos, porque ya no hay ninguna escapatoria, no hay «astuta artimaña» koestleriana que valga para sacarme de este atolladero.
Aunque no estaba orgulloso, que digamos, de este nuevo sueño, al menos me complació que mi inconsciente se pusiera al día, que siguiera el paso a los sucesos que acontecían en el mundo. Menos me agradó descubrir en el último libro del poeta D. J. Enright, Tiempo de descuento que le había visitado exactamente el mismo sueño. El establecimiento en donde había reservado habitación era un poco más elegante que el mío, pero como es típico en el paisaje onírico de un melancólico, inevitablemente algo salió mal. En su caso, el albergue de suicidas se había quedado sin gas venenoso. El nuevo plan, en consecuencia, consistía en que Enright y su mujer fueran trasladados en una furgoneta a la estafeta de correos local, donde él temía, con toda la razón, que las instalaciones serían menos humanas y menos eficaces.
Al pensar en ello, la sincronía no me importó demasiado (ser posesivo con respecto a los sueños sería una vanidad extraña). Me consternó más, en otro pasaje del libro de Enright, tropezar con la siguiente cita: «La verdad es que no pondría reparos a morir si este proceso no terminara en la muerte.» Pero yo lo he dicho antes, pensé; lo llevo diciendo años, y también lo he escrito. Mira, aquí está la primera novela mía, la no titulada Sin clima: «Morir no me importaría nada, siempre que al final no finalizase muerto.» (Al releer esta frase, me pregunto si debería molestarme la repetición de final. Aunque si me lo cuestionaran, seguramente alegaría que era un énfasis deliberado en finalización. Lo fuese o no, no me acuerdo.) En suma, ¿a quién está citando Enright? A un tal Thomas Nagel, en un libro titulado Cuestiones mortales. Lo busco en Google: profesor de filosofía y derecho en la Universidad de Nueva York; fecha de su libro: 1979; publicación del mío, 1980. Maldición. Podría replicar que yo había empezado a trabajar en mi novela unos ocho o nueve meses antes, pero sería más o menos tan convincente como un sueño de protesta en un albergue de suicidas. Y sin duda alguien llegó antes que nosotros dos. Posiblemente uno de esos griegos que mi hermano conoce tan bien.
Puede que se hayan fijado —que incluso hayan deplorado— la vehemencia con que he escrito «Pero yo lo he dicho antes». El insistente, enfático yo en cursiva. El yo por el que siento tan brutal apego, el yo del que habrá que despedirse. Y sin embargo este yo, o incluso su sombra cotidiana y sin cursiva, no es lo que yo pienso que es. Por la época en que yo aseguraba al capellán de la facultad que era un ateo feliz, había una expresión de moda: la integridad de la personalidad. En eso creemos los amantes de nuestra existencia, ¿no? Que el hijo es padre o madre del hombre o la mujer; que lenta pero inexorablemente nos convertimos en nosotros mismos, y que este ego tendrá un contorno, una claridad, un sello identificable, una integridad. A lo largo de la vida construimos y logramos un carácter único, con el cual esperamos que nos dejen morir.
Pero los investigadores que han penetrado en nuestros secretos cerebrales, que lo presentan todo en colores vivos, que siguen las pulsaciones del pensamiento y la emoción, nos dicen que no hay nadie en casa. No hay fantasma en la máquina. El cerebro, según un neuropsicólogo, es más o menos «un pedazo de carne» (no lo que yo llamo carne, pero es que no soy muy fiable hablando de despojos). Yo, o incluso yo, no produzco pensamientos; los pensamientos me producen a mí. Los que trazan mapas del cerebro, por mucho que escruten y escudriñen, sólo pueden llegar a la conclusión de que «no hay "materia del yo" que detectar». Así que nuestro concepto de un ego persistente, o de uno mismo, o de yo o yo —y mucho menos uno localizable— es otra de las ilusiones con que vivimos. La que mejor reemplaza a la teoría del ego —a la cual hemos sobrevivido tanto tiempo y tan naturalmente— es la teoría del haz. La idea del capitán del submarino cerebral, el organizador a cargo de los sucesos de su vida, debe rendirse ante la idea de que somos una mera secuencia de sucesos, enlazados por determinadas conexiones causales. Por decirlo en una fórmula definitiva y desalentadora (aunque literaria): ese «yo» al que tanto apreciamos sólo existe propiamente dicho en la gramática.
En Oxford, después de haber abandonado las lenguas modernas, mi yo anticuado estudió filosofía durante un par de trimestres, al cabo de los cuales me dijeron que carecía del intelecto adecuado para esta materia. Cada semana aprendía lo que un filósofo pensaba del mundo, y a la siguiente por qué sus creencias eran falsas. Por lo menos así me parecía a mí y quería zanjar la cuestión: ¿qué es realmente verdad, entonces? Pero la filosofía parecía versar más sobre el proceso de filosofar que sobre el propósito que yo le había atribuido de antemano: decirnos cómo es el mundo y el mejor modo de vivir en él. Sin duda eran esperanzas ingenuas, y no debería haber sucumbido a una decepción tan grande porque la filosofía moral, lejos de tener alguna aplicación inmediata, empezaba con un debate sobre si «bondad» era parecido a «amarillez». Por tanto, y juiciosamente, desde luego, dejé la filosofía a mi hermano y volví a la literatura, que era la que mejor nos decía y nos dice cómo es el mundo. También puede decirnos la mejor manera de vivir en él, aunque resulta más eficaz en esto cuando parece no estar diciéndolo.
Una de las muchas versiones del mundo correctas hasta la próxima semana que me enseñaron era la de Berkeley. Sostenía que el mundo de «casas, montes, ríos, en una palabra, todos los objetos sensibles», consiste totalmente en ideas, en experiencias sensoriales. Lo que nos gusta pensar que constituye el mundo real de ahí fuera, corpóreo, tangible, lineal en el tiempo, son sólo imágenes personales —antecedentes del cine— que se despliegan en nuestra cabeza. Tal visión del mundo, era, por su misma lógica, irrefutable. Más tarde, recuerdo que festejé la réplica de la literatura a la filosofía: el doctor Johnson da un puntapié a una piedra y dice: «¡Lo refuto así!» Das una patada a una piedra y notas su dureza, su solidez, su realidad. Te duele el pie y el dolor constituye una prueba. Al teórico le desmiente el sentido común del que estamos tan británicamente orgullosos.
Ahora sabemos que la piedra a la que el doctor Johnson asestó un puntapié no era en absoluto sólida. La mayoría de las cosas sólidas se componen principalmente de espacio vacío. La tierra misma dista mucho de ser sólida, si por ello entendemos impermeable: hay partículas diminutas llamadas neutrinos que pueden atravesarla de una parte a otra. Los neutrinos pueden atravesar —atravesaban— la piedra del doctor Johnson sin ningún esfuerzo; hasta los diamantes, nuestro arquetipo de dureza e impermeabilidad, de hecho se desmenuzan y están llenos de agujeros. Sin embargo, como los seres humanos no son neutrinos, y carecería por completo de sentido que intentáramos atravesar una piedra, nuestro cerebro nos informa de que la piedra es sólida. Para nuestros propósitos, en nuestras condiciones, es sólida. Más que la verdad, saber esto es lo que nos resulta útil. El sentido común eleva la utilidad a verdad facticia, aunque práctica. El sentido común nos dice que somos individuos con personalidad (normalmente integrada), y también lo son los que nos rodean. Vamos a tardar algún tiempo en empezar a pensar que nuestros padres, pongamos, son haces de material genético desprovistos de toda «materia del yo», en vez de verlos como personajes dramáticos o cómicos (o crueles o tediosos), infestados de materia del yo, en los relatos en que convertimos nuestra vida.
A mi padre le diagnosticaron la enfermedad de Hodgkin pocos años después de cumplir cincuenta. No preguntó a los médicos de qué había enfermado y por consiguiente no se lo dijeron. Recibió los tratamientos, acudió a las revisiones en el hospital y a los chequeos cada vez menos frecuentes durante veinte años, sin preguntar nunca nada. Mi madre sí lo había preguntado, al principio, y se lo dijeron. No tengo medios de saber si le advirtieron o no que la enfermedad de Hodgkin entonces era siempre mortal. Yo sabía que papá estaba enfermo de algo, pero su tacto inherente, su falta de melodrama o autocompasión, hicieron que no me preocupara por él ni pensara que su estado era grave. Creo que mi madre me lo dijo —y me hizo jurar que guardaría el secreto— por la época en que aprobé mi examen de conducir. Sorprendentemente, mi padre no murió. Siguió dando clases hasta la jubilación, momento en el cual mis padres se trasladaron desde la periferia exterior de Londres a una encrucijada con pretensiones en Oxfordshire, donde vivieron hasta su muerte. Mi madre llevaba a mi padre a Oxford para sus chequeos anuales. Al cabo de unos años le cambiaron de especialista, y el nuevo, hojeando el historial, supuso que como mi padre era un hombre inteligente y había sobrevivido a una enfermedad de la que morían casi todos, tenía que informarle al respecto. En el trayecto a casa, mi padre le dijo a mi madre, como de pasada: «Por lo visto esto de Hodgkin puede ser algo grave.» Mi madre, al oír de sus labios la palabra que agotadoramente había silenciado durante veinte años, estuvo a punto de meterse con el coche en la cuneta.
A medida que envejecía, mi padre rara vez mencionaba sus problemas de salud, a no ser que propiciasen una chispa irónica: por ejemplo, que el anticoagulante que estaba tomando también se utilizaba como un veneno para ratas. Mi madre fue más fuerte y franca cuando le llegó su turno, aunque también era cierto que su tema de conversación predilecto era ella misma, y la enfermedad simplemente le proporcionaba uno inédito. Tampoco le parecía ilógico reprender a su brazo aquejado por su «ineptitud». Mi padre, creo, juzgaba que su propia vida y sus penalidades eran relativamente poco interesantes: para los demás y quizá incluso para él mismo. Durante un largo tiempo yo conjeturé que no preguntar lo que te ocurría denotaba una falta de valor y también de curiosidad humana. Ahora veo que era —y quizá sólo siempre sea— una estrategia de utilidad.
Sólo durante un momento puedo pensar en mis padres como haces de material genético carentes de materia del yo. Lo útil —y por lo tanto, en términos prácticos, lo verdadero— es pensar en ellos con sentido común, al desgaire, como quien da una patada a una piedra. Pero la teoría del haz sugiere otra posible estrategia de muerte. En lugar de disponerse a llorar por un yo anticuado, edificado a lo largo de la vida, un yo que aunque no amable es al menos esencial para su dueño, consideremos el argumento de que si este yo no existe realmente tal como lo imagino y lo siento, ¿entonces por qué yo, o yo, le lloro de antemano? Sería una ilusión llorando a otra, un mero haz aleatorio innecesariamente angustiado por el temor a deshacerse. ¿Podría convencer este argumento? ¿Se mostraría capaz de atravesar la muerte como un neutrino atraviesa una piedra? Me extrañaría; tendré que darle tiempo. Aunque, como es natural, creo al instante en un argumento opuesto, basado en lo de «La gente me dice que es un tópico. Pero a mí no me lo parece». Los teóricos de la mente y la materia quizá me digan que mi muerte es, si no exactamente una ilusión, como mínimo la pérdida de algo incipiente y menos acusado personalmente que lo que finjo y deseo que sea; pero dudo de que yo me sienta así cuando llegue la hora. ¿Cómo murió Berkeley? Con el pleno consuelo de la religión, más que con el consuelo teórico de que todo eran, al fin y cabo, sólo imágenes personales.
Mi hermano señala que si yo hubiera perseverado en el estudio de la filosofía, podría haber aprendido que la teoría del haz «fue inventada por un tal D. Hume»; además, que «cualquier aristotélico» me habría dicho que no hay materia del yo, ningún fantasma en la máquina, «y tampoco máquina». Pero yo sé cosas que él ignora: por ejemplo, que nuestro padre padeció la enfermedad de Hodgkin. Me asombró descubrir que mi hermano no tuviera conocimiento o, al menos, recuerdo de este hecho. «La historia que yo me cuento (en parte como advertencia) es que gozó de salud y vigor plenos hasta que tuvo setenta o setenta y dos años, y que en cuanto los matasanos le pusieron la mano encima, fue cuesta abajo a toda velocidad.»
En esta versión divergente —o, más bien, una reinvención totalmente caprichosa— el muy viajado aristotélico da la mano al campesino local de Creuse. Uno de los más perdurables mitos rurales franceses es la historia de un paisano que baja de las colinas un día y comete el error de entrar en la consulta de un médico. Semanas después —a veces días o incluso horas, según quién lo cuente— está listo para el cementerio.
Antes de abandonar Inglaterra para vivir en Francia, mi hermano fue a que le hicieran un lavado de oídos. La enfermera se brindó de paso a tomarle la tensión. Mi hermano declinó el ofrecimiento. Ella le precisó que era gratuito. El contestó que aunque lo fuese no quería que se la tomase. La enfermera, obviamente sin saber qué clase de paciente tenía delante, explicó que a su edad debía de tener la tensión alta. Mi hermano, poniendo la voz jocosa de un programa de radio que existía mucho antes de que la enfermera hubiera nacido, insistió: «No quiero saberlo.»
«No quería», me dice. «Supón que tengo la sangre bien y entonces la prueba habría sido una pérdida de tiempo; supón que no la tengo bien, en cuyo caso no haría nada al respecto (no tomaría pastillas ni cambiaría mi dieta), pero de vez en cuando me preocuparía.» Contesté que indudablemente, «como filósofo», tenía que haberse planteado el asunto en términos de apuesta pascaliana. Visto así, existían tres resultados posibles: 1. No tienes nada malo (bien). 2. Tienes un problema pero podemos arreglarlo (bien). 3. Tienes un problema pero, lo siento, chico, no hay arreglo (malo). Sin embargo, mi hermano se resiste a esta lectura optimista de las posibilidades. «No, no. "Tienes un problema pero podemos arreglarlo" = malo (no quiero que me arreglen). Y un "problema, pero sin arreglo" es mucho peor saberlo que no saberlo.» Como decía mi amigo G.: «Lo malo es saber que va a ocurrir.» Y en el hecho de preferir la ignorancia, mi hermano por una vez se parece más a nuestro padre que yo.
Un día yo estaba hablando con un diplomático francés y trataba de explicarle quién era mi hermano. Sí, le dije, es profesor de filosofía, enseñó en Oxford hasta los cincuenta años pero ahora vive en el centro de Francia y enseña en Ginebra. «Lo curioso de él», proseguí, «es que tiene la ambición —una ambición filosófica, podríamos decir— de no vivir en ningún lugar. Es un anarquista, no en el estrecho sentido político, sino en el más amplio sentido filosófico. Así que vive en Francia, tiene su cuenta bancaria en las islas del Canal y enseña en Suiza. No quiere vivir en ninguna parte.» «¿Y en qué lugar de Francia vive?», preguntó el diplomático. «En Creuse.» Hubo una risa de regocijo en su respuesta. «¡Entonces ha realizado su ambición! ¡No vive en ninguna parte!»
¿Tienen una imagen lo suficientemente clara de mi hermano? ¿Necesitan más hechos básicos? Es tres años mayor que yo, lleva casado cuarenta años y tiene dos hijas. La primera frase completa que pronunció su hija mayor fue: «Bertrand Russell es un viejo idiota.» Mi hermano vive en lo que él llama una gentil hommiére (yo la había llamado erróneamente maison de maître: las gradaciones verbales de los tipos de viviendas en Francia es tan compleja como las que antiguamente se aplicaban a las mujeres de virtud fácil). Tiene unas dos hectáreas y media de terreno y seis llamas en un cercado: seguramente son las únicas llamas que hay en Creuse. Su especialidad en filosofía son Aristóteles y los presocráticos. Una vez me dijo, hace décadas, que había «superado la vergüenza», lo que facilita escribir sobre él. Ah, sí, y a menudo lleva una especie de traje del siglo XVIII diseñado para él por su hija menor: de cintura para abajo, calzones, medias, zapatos de hebilla; de cintura para arriba, chaleco bordado, alzacuellos, pelo largo recogido en un moño. Quizá debería haberlo mencionado antes.
Él coleccionaba el Imperio Británico, yo el resto del mundo. A él le criaron con biberones, a mí me amamantaron, de lo cual deduje la bifurcación de nuestros caracteres: él cerebral, yo sensiblero. Cuando éramos bachilleres, salíamos todas las mañanas de nuestra casa en Northwood, Middlesex, y emprendíamos un trayecto de una hora y cuarto, en tres diferentes líneas de metro, para ir al colegio en el centro de Londres; al atardecer recorríamos el mismo itinerario. En los cuatro años en que hicimos este camino juntos (1957-1961), mi hermano no sólo no se sentó nunca en el mismo compartimento que yo; ni siquiera tomaba nunca el mismo tren. Era una cosa de hermano mayor y hermano pequeño; pero posteriormente pensé que también era algo más.
¿Sirven de algo estos datos? La ficción y la vida son distintas; con la ficción, el narrador hace por nosotros el trabajo duro. Los personajes de ficción son más fáciles de «ver», si el escritor es competente y el lector también lo es. Se les coloca a cierta distancia, los mueves así o asá, los expones a la luz, les das la vuelta para revelar su profundidad; la ironía, esa cámara de infrarrojos para filmar en la oscuridad, les muestra cuando no son conscientes de que alguien les está mirando. Pero la vida es distinta. Cuanto mejor conoces a alguien, con frecuencia peor le ves (y menos fácil es, por tanto, transferirle a la narrativa). Pueden estar tan cerca que se desenfocan y no hay un novelista operador que disipe lo borroso. A menudo, cuando hablamos de una persona muy conocida, nos estamos refiriendo a la época en que, propiamente dicho, la vimos por primera vez, cuando se hallaba expuesta a la luz más propicia —y halagüeña—, a la correcta distancia focal. Quizá sea ésta la razón de por qué no se separan algunas parejas cuya relación es patentemente imposible. Sin duda son plausibles los factores habituales —dinero, poder sexual, posición social, miedo a que te abandonen—, pero también podría ocurrir que la pareja simplemente haya perdido de vista al otro y siga teniendo de él una visión y una versión desfasadas.
Algunas veces me telefonean periodistas que están haciendo una reseña de alguien que conozco. Lo que quieren es, en primer lugar, una sucinta descripción del personaje y, en segundo término, algunas anécdotas ilustrativas. «Usted conoce a fulano o mengana; ¿cómo es de verdad?» Parece sencillo, pero cada vez me cuesta más saber por dónde empezar. Ojalá un amigo fuera un personaje de ficción. Así que empiezas, por ejemplo, con una ristra de adjetivos aproximativos, como un artillero que intenta calcular la distancia al objetivo; pero inmediatamente sientes que la persona, el amigo, comienza a desaparecer de la vida para convertirse en meras palabras. Algunas anécdotas ilustran; otras permanecen aisladas e inertes. Hace unos años, un periodista que escribía una reseña biográfica sobre mí telefoneó a una fuente obvia en Creuse. «No sé nada de mi hermano», fue la respuesta que obtuvo. No creo que fuese un ánimo protector fraterno; quizá fue irritación. O quizá veracidad filosófica. Aunque mi hermano podría discrepar de que fue «como filósofo» como negó conocerme.
Una anécdota sobre mi hermano y yo. Cuando éramos pequeños, él me sentaba en mi triciclo, me vendaba los ojos y me empujaba con todas sus fuerzas hacia la pared. Me lo dijo mi sobrina O, que lo supo por su padre. Yo no conservo el menor recuerdo de este hecho, y no sé muy bien qué deducir de él, si hay algo que deducir. Pero no se apresuren a extraer una conclusión inmediata. Pienso que era un juego de los que me gustaban. Me imagino mi grito de placer cuando la rueda delantera chocaba con la pared. Quizá hasta yo propuse el juego o pedí que lo jugáramos de nuevo.
Pregunté a mi hermano cómo creía que eran nuestros padres, y cómo describiría su relación. Nunca le había preguntado nada semejante, y su primera respuesta fue típica: «¿Cómo eran? La verdad es que no tengo mucha idea: cuando yo era niño, esas preguntas no se hacían, y después fue demasiado tarde.» No obstante, asume la tarea: cree que eran buenos padres, «razonablemente afectuosos con nosotros», tolerantes y generosos; «muy convencionales en el aspecto moral; mejor aún, típicos de su clase y época». Pero, continúa, «supongo que su característica más sobresaliente —aunque no lo fuera tanto en aquel tiempo— era la completa, casi total falta de emoción o, en todo caso, falta de expresión exterior de sus emociones. No recuerdo a ninguno de los dos realmente enfadado, o asustado, o loco de alegría. Me inclino a pensar que el sentimiento más intenso que mamá se permitió en su vida fue una gran irritación, y que papá sin duda lo sabía todo del aburrimiento».
Si nos pidieran que hiciéramos una lista de las cosas que nos enseñaron nuestros padres, mi hermano y yo no sabríamos qué poner. No nos dieron normas para la vida, aunque se esperaba que siguiéramos las intuitivas. No hablaban nunca de sexo, de religión ni de política. Se suponía que sacaríamos el mayor provecho en el colegio y luego en la universidad, que encontraríamos un trabajo y, probablemente, que nos casaríamos y tendríamos hijos. Cuando busco en mi memoria instrucciones específicas o consejos impartidos por mi madre —porque ella habría sido la legisladora—, sólo recuerdo dictámenes no concretamente destinados a mí. Por ejemplo: sólo un tarambana lleva zapatos marrones con un traje azul; nunca muevas hacia atrás las manecillas de un reloj de pulsera o de pared; no metas las galletas de queso en la misma lata que las dulces. Apenas una nota urgente para el libro de recuerdos. Mi hermano tampoco recuerda nada explícito. Esto podría parecer aún más extraño, porque nuestros padres eran los dos maestros. Supuestamente todo sucedía por osmosis moral. «Por supuesto», añade mi hermano, «creo que no brindar consejo o dar instrucciones es un rasgo de un buen padre.»
En la infancia sufrimos la ilusión ufana de que nuestra familia es única. Más tarde, los paralelos que descubrimos con otras familias suelen estar relacionados con la clase social, la pertenencia racial, los ingresos, los intereses; menos a menudo, con la psicología y la dinámica. Quizá porque mi hermano vive a sólo unos ciento treinta kilómetros de Chitry-les-Mines, donde se crió Jules Renard, ahora aparecen algunas similitudes. Renard père et mère parecen una versión extrema y teatral de nuestros padres. La madre era parlanchina y fanática; el padre silencioso y aburrido. El voto trapense de François Renard era tan extremado que se interrumpía en mitad de una frase si su mujer entraba en la habitación, y sólo seguía hablando cuando ella salía; en el caso de mi padre, eran más bien la locuacidad y la afirmación de primacía de mi madre lo que le forzaban a guardar silencio.
El hijo menor de los Renard —Jules, mi mismo nombre— a duras penas soportaba la presencia de su madre; conseguía saludarla y dejaba que le diese un beso (aunque nunca lo devolvía), pero se limitaba a hablar lo mínimo indispensable, y se servía de cualquier excusa para no visitarla. Aunque dediqué más horas consecutivas a estar con mi madre que Renard con la suya, sólo lo logré adoptando una modalidad de ausencia y ensueño, y aunque la compadecí en su viudedad, nunca pude, en aquellas visitas tardías, quedarme a dormir en su casa. Me era imposible afrontar las muestras físicas del aburrimiento, la sensación de que el solipsismo incesante de mi madre me estaba minando la vitalidad, y el sentimiento de que me estaban absorbiendo tiempo de mi vida, tiempo que nunca volvería, antes ni después de la muerte.
Recuerdo un pequeñísimo incidente de mi adolescencia cuya resonancia emocional fue prodigiosamente grande. Un día, mi madre me dijo que a mi padre le habían prescrito gafas de lectura, pero que a él le cohibía usarlas, por lo que convendría que yo hiciese algún comentario de aprobación al respecto. Me armé de valor y en su momento aventuré la opinión no solicitada de que tenía un aire «distinguido» con sus nuevas gafas. Mi padre me lanzó una mirada irónica y no se molestó en responderme. Supe al instante que había captado la treta; también sentí que en cierto modo le había traicionado, que mi falso elogio le cohibiría aún más, y que mi madre me había utilizado. No era, por supuesto, más que una dosis homeopática comparada con la farmacología tóxica de la vida de algunas familias; y como transmisión de un mensaje no era nada comparable con lo que el joven Jules Renard se vio obligado a hacer. Era todavía un niño cuando su padre —reacio a romper su silencio incluso en circunstancias extremas— mandó a Jules donde su madre con un recado sencillo: preguntarle, en su nombre, si quería el divorcio.
Renard dijo: «Que te horrorice lo burgués es burgués.» Dijo: «¡Posteridad! ¿Por qué la gente habría de ser mañana menos estúpida de lo que es hoy?» Dijo: «La mía ha sido una vida feliz, teñida de desesperación.» Recuerdo que le dolió que su padre no le dijera una sola palabra sobre su primer libro. Mis padres actuaron un poco mejor, aunque pareció que se hubiesen inspirado en la máxima de Talleyrand que recomienda no denotar demasiado entusiasmo.
Les envié la novela no titulada Sin clima en cuanto la publicaron. Silencio absoluto durante dos semanas. Telefoneé; mi padre ni siquiera mencionó que habían recibido el libro. Uno o dos días después, fui a visitarles. Al cabo de una hora, más o menos, de palique —es decir, escuchando a mi madre—, ella me pidió que llevara a mi padre a hacer las compras: una petición inusual, de hecho única. En el coche, cuando el contacto visual ya no era posible, me dijo, de refilón, que pensaba que mi libro estaba bien escrito y era divertido, aunque el lenguaje le había parecido «un poco soez»; también me corrigió un error de género en mi francés. Mantuvimos la mirada en la carretera, hicimos las compras y volvimos al bungalow. Mi madre estaba ya en situación de emitir su opinión: reconoció que la novela «tenía sus aciertos», pero no había podido soportar el «bombardeo» de palabrotas (en esto coincidía con la junta de censores de Sudáfrica). Enseñaría a sus amistades la cubierta del libro, pero no les dejaría examinarlo por dentro.
«Uno de mis hijos escribe libros que leo pero no entiendo, y el otro escribe libros que entiendo pero no leo.» Ninguno de los dos escribía «lo que ella hubiera querido». Cuando yo tenía unos diez años, iba sentado con mi madre en la imperial de un autobús, desenrollando uno de esos torbellinos de fantasía moderada que tan fácilmente surgen a esa edad, y ella me dijo que yo tenía «demasiada imaginación». Dudo de que yo entendiese el término, aunque estaba claro que ella lo empleaba para designar un defecto. Años después, cuando empecé a utilizar la denigrada facultad, deliberadamente escribía «como si mis padres estuviesen muertos». Pero queda la paradoja de que, por detrás de casi todos los escritos, en algún nivel, existe un deseo residual de gustar a tus padres. Puede que un escritor no les haga caso, que incluso se proponga ofenderles, puede que escriba a sabiendas libros que ellos detestarán, pero en parte todavía sufre una decepción cuando a sus padres no les gustan. (Aunque si les gustaran, habría otra desilusión distinta.) Es un hecho común, aunque sea objeto de sorpresa constante para el escritor. Quizá sea un tópico, pero a mí no me lo parecía.
Me acuerdo de un chico de pelo rizado que indudablemente tenía «demasiada imaginación». Se llamaba Kelly, vivía en nuestra calle, más abajo, y era un poco raro. Yo tendría seis o siete años y un día en que volvía de la escuela él salió de detrás de un plátano, me puso algo en la espalda y dijo: «No te muevas o te mato.» Me quedé paralizado, tan aterrado como la ocasión requería, y estuve a su merced durante un tiempo indeterminado, preguntándome si me liberaría, sin saber qué era lo que Kelly apretaba con fuerza contra mi espalda. ¿Hubo algún otro intercambio de palabras? Creo que no. No era un robo: era la forma más pura de atraco, cuyo único objetivo consiste en atracar. Al cabo de un par de sudorosos minutos, decidí arrostrar el peligro de muerte y huí, y al hacerlo miré hacia atrás. Kelly empuñaba un enchufe eléctrico (de los antiguos, de clavijas redondas y quince amperios). Entonces, ¿por qué yo, y no él, acabé siendo el novelista?
Renard, en su Diario, expresó el complicado deseo de que su madre hubiera sido infiel a su padre. Complicado no sólo en su psicología, sino también en su motivación. ¿Pensaba que habría sido una venganza justa por los silencios punitivos de su padre? ¿Se imaginaba que así ella se habría vuelto una madre más relajada y cariñosa? ¿O bien quería que ella fuese infiel para poder tener una opinión aún peor de ella? Durante la viudedad de mi madre escribí un cuento situado en el reconocible plano del bungalow de mis padres (más tarde descubrí que era un «chalé de calidad», en la terminología de los agentes inmobiliarios). También utilicé el plano básico del carácter de mis padres y de sus modos de relacionarse. El padre, un hombre ya de edad (callado, irónico), está viviendo una aventura con la viuda de un médico en un pueblo vecino; cuando la madre (lenguaraz, irritante) lo descubre, reacciona —o al menos se nos invita a creerlo, aunque no podemos saberlo con certeza— agrediéndole con una pesada olla. La acción —el sufrimiento— se observa a través del punto de vista del hijo. Aunque basé el relato en el declive de un septuagenario del que había oído hablar en otro sitio, y que luego injerté en la vida doméstica de mis padres, no me llamé a engaño sobre mis intenciones. Estaba retrospectivamente —póstumamente— brindando a mi padre un poco de diversión, de vida adicional, a la vez que exageraba la figura de mi madre hasta atribuirle una criminalidad demente. Y no, no creo que mi padre me hubiera agradecido aquel regalo ficticio.
Vi a mi padre por última vez el 17 de enero de 1992, trece días antes de su muerte, en un hospital de Witney, a unos veinte minutos en coche desde la casa de mis padres. Había acordado con mi madre que le visitaríamos por separado aquella semana; ella iría el lunes y el miércoles, yo el viernes y ella el domingo. De modo que el plan consistía en que yo fuera en coche desde Londres, que almorzara con ella y que fuera a ver a papá por la tarde, y desde allí yo volvería a la ciudad. Pero cuando llegué a casa (como seguí llamando a la de mis padres mucho después de tener mi domicilio propio), mi madre había cambiado de opinión. Era algo relacionado con la colada, y también con la niebla, pero sobre todo algo que era puñeteramente típico de ella. En toda mi vida adulta no recuerdo ni una sola ocasión —aparte del programado trayecto literario para hacer las compras— en que mi padre y yo estuviéramos algún rato a solas. Mi madre siempre estaba presente, aunque se hubiera ausentado de la habitación. Dudo de que fuera por el temor de que hablásemos a sus espaldas (de todos modos, ella habría sido el último tema de conversación entre nosotros); era más bien que nada de lo que tuviese lugar en casa o fuera de ella tenía validez si ella no estaba. Y por eso siempre estaba.
Cuando llegamos al hospital, mi madre hizo algo —también absolutamente típico— que en aquel momento me avergonzó y que desde entonces me enfurece. Al acercarse a la habitación de mi padre dijo que entraría antes que yo. Supuse que era para comprobar que él estaba «decente», o por algún otro impreciso propósito conyugal. Pero no. Explicó que no le había dicho a papá que yo iba a verle ese día (¿por qué no? Control, control; de la información, por lo menos), y que sería una bonita sorpresa. Así que entró ella primero. Me retiré, pero pude ver a mi padre desplomado en su silla, la cabeza sobre el pecho. Ella le dio un beso y dijo: «Levanta la cabeza.» Y a continuación: «Mira a quién te he traído.» No dijo: «Mira quién ha venido a verte», sino: «Mira a quién te he traído.» Nos quedamos alrededor de media hora, y mi padre y yo compartimos dos minutos comentando un partido de la copa FA (Leeds 0 —Manchester United 1, gol de Mark Hughes) que los dos habíamos visto en la televisión. Por lo demás, fue como los cuarenta y seis años anteriores de mi vida: mi madre siempre presente, parloteando, organizando, enredando, controlando, y mi relación con mi padre reducida a un guiño o mirada ocasionales.
Lo primero que ella le dijo en mi presencia aquella tarde fue: «Tienes mejor aspecto que la última vez que vine, que tenías un aspecto horrible, horrible.» Acto seguido le preguntó: «¿Qué has hecho estos días?», lo cual me pareció una pregunta bastante tonta, y también a mi padre, que no la contestó. Siguió hablando de temas secundarios, de lo que veía en la televisión y los periódicos que leía. Pero algo había inflamado a mi padre y, cinco minutos después, exasperado —y doblemente, a causa de su habla defectuosa—, soltó su respuesta: «No paras de preguntarme qué he hecho estos días. Nada.» Lo dijo con una mezcla terrible de frustración y desesperación («La palabra más verdadera, más exacta, más llena de sentido es la palabra "nada"»). Mi madre optó por pasar por alto esta respuesta, como si papá hubiese dado muestra de malos modales.
Cuando nos marchamos, le estreché la mano como siempre hacía, y le puse la otra mano en el hombro. Al decir adiós, la voz se le quebró dos veces en un estremecedor graznido ronco de contratenor, que yo imputé a alguna disfunción de la laringe. Más tarde me pregunté si supo o si tuvo la intensa sospecha de que no volvería a ver a su hijo menor. En toda mi vida no recuerdo que me dijera una sola vez que me quería, ni yo le correspondí diciéndolo. Después de su muerte, mi madre me dijo que estaba «muy orgulloso» de sus hijos; pero esto, como tantas cosas más, había que deducirlo por osmosis. También me dijo, para mi sorpresa, que él era «un poco solitario», y añadió que los amigos de mi padre habían pasado a ser amigos de ella, y que al final ella era más amiga de ellos que él. No sé si esto era cierto o un monstruoso alarde de autobombo.
Un par de años antes de su muerte, mi padre me preguntó si yo tenía un ejemplar de las Mémoires de Saint-Simon. Sí, tenía uno en una edición de veinte volúmenes, algo pretenciosa y encuadernada en cuero de color escarlata, que nunca había abierto. Le llevé el primer tomo, que leyó de tal forma que le rompió el lomo; y luego, en visitas posteriores, a petición suya, le llevé los siguientes. Sentado en su silla de ruedas, mientras las tareas culinarias nos libraban brevemente de la presencia de mi madre, me contaba algún politiqueo sin cuartel en la corte de Luis XIV. En un determinado punto de su declive final, otro ataque le mermó algunas facultades intelectuales: mi madre me dijo que le había encontrado tres veces en el cuarto de baño, intentando hacer pis sobre su maquinilla de afeitar eléctrica. Pero siguió leyendo a Saint—Simón, y cuando murió estaba en la mitad del tomo dieciséis. Un marcador de seda roja todavía me indica la última página que leyó.
Según su certificado de defunción, mi padre murió de a) un ataque; b) una afección cardiaca; y c) un absceso en el pulmón. Pero éstas eran las cosas de las que le habían tratado en las últimas semanas de su vida (y anteriormente), y no la causa de su muerte. Murió —en términos no médicos— de extenuación y pérdida de esperanza. Y decir «pérdida de esperanza» no es juicio moral por mi parte. O, mejor dicho, sí lo es, y admirativo: su reacción fue la correcta de un hombre inteligente ante una situación irreversible. Mi madre dijo que se alegraba de que yo no le hubiese visto cuando ya se acercaba el final: estaba encogido, había dejado de comer y de beber y no hablaba. No obstante, en su última visita, a la pregunta de si sabía quién era ella, dijo quizá sus palabras finales: «Creo que eres mi mujer.»
El día en que murió mi padre, mi cufiada, que llamaba desde Francia, insistió en que no dejaran a mi madre sola aquella noche. Otras personas ratificaron lo mismo y me aconsejaron que le llevara somníferos (esto es, para dormir, no para fines de suicidio o asesinato). Cuando yo llegué —con cierta renuencia—, mi madre se mostró enérgicamente desdeñosa: «He estado sola en la casa todas las noches durante ocho semanas», dijo. «¿Qué diferencia hay ahora? Piensan que voy a...» Se detuvo, buscando el final de la frase. Sugerí: «... ¿quitarte de en medio?» Aceptó las palabras: «¿Piensan que voy a quitarme de en medio, o a llorar o a hacer alguna estupidez así?» Después expresó un rotundo desprecio por los funerales irlandeses, el número de dolientes, el llanto público y la viuda sostenida por sus allegados. (Nunca había estado en Irlanda, y no digamos en un funeral allí.) «¿Creen que voy a necesitar apoyarme en alguien?», preguntó, despectiva. Pero cuando vinieron los de la funeraria a preguntar sus deseos —el ataúd más sencillo, un ramillete de rosas, sin cinta y absolutamente nada de celofán—, se interrumpió en un momento dado para decir: «No creas que le lloro menos porque...» Esta vez no necesitó completar la frase.
Ya viuda, me dijo: «He tenido lo mejor de la vida.» No habría tenido sentido la cortesía de la contradicción, de replicarle «sí, pero». Unos años antes, ella me había dicho, en presencia de mi padre: «Por supuesto, tu padre siempre ha preferido los perros a las personas», a lo cual él, desafiado, hizo un gesto confirmatorio que yo tomé —acaso erróneamente— como un golpe contra ella. (También reflexioné que, a pesar de saber esto, ella no tendría otro perro en los cuarenta o más años transcurridos desde la desaparición de Maxim: le chien.) Y muchos, muchos años antes, cuando yo era un adolescente, ella dijo: «Si volviera a vivir mi vida, remaría en mi propia canoa», que entonces interpreté simplemente como un golpe contra mi padre, sin comprender que si ella hubiera navegado sola habría prescindido también de sus hijos. Quizá estoy reuniendo citas a las que doy una falsa coherencia.
Hablé por teléfono con mi madre unos meses después de la muerte de mi padre. Le dije que venían a cenar unos amigos y salió a colación que yo estaba cocinando un plato y mi mujer el otro. Con algo tan cercano a la nostalgia como nunca había oído en su voz, dijo: «Qué agradable debe de ser cocinar los dos.» Y a continuación, adoptando un tono mucho más típico: «Ni siquiera podía pedirle a tu padre que pusiera la mesa.» «¿De verdad?» «No, ponía las cosas de cualquier manera. Igual que su madre.» ¡Su madre! La madre de mi padre había muerto casi medio siglo antes, cuando papá estaba en la India durante la guerra. A la abuela Barnes rara vez se la mencionaba en nuestra casa; la familia de la madre, viva o muerta, tenía prioridad. «Oh», dije, intentando ocultar la intensa curiosidad en mi voz. «¿Ella era así?» «Sí», respondió mi madre, desenterrando un esnobismo de hacía cincuenta años. «Ponía los cuchillos al revés.»
Imagino la vida mental de mi hermano como una secuencia de pensamientos discretos e interrelacionados, mientras que la mía va trastabillando de una anécdota a otra. Pero él es un filósofo y yo un novelista, y hasta la novela de más intrincada estructura debe dar la apariencia de un avance a trompicones. La vida camina así. Y estas anécdotas de mi vida hay que acogerlas con suspicacia porque proceden de mí. Otro anecdotista, al rememorar los últimos años de mis padres, quizá comentase la abnegación y la eficacia con que mi madre cuidó de mi padre, que esta tarea le consumió las fuerzas y que aun así siguió todo el tiempo manteniendo impecables la casa y el jardín. Y esto también sería cierto, y no pude por menos de advertir un cambio gramatical en la manera en que cuidaba el jardín. Durante los últimos meses de papá en el hospital, los tomates, las judías y todo lo demás que había en el invernadero y en los cultivos, pasaron a denominarse «mis tomates», «mis judías», etcétera, como si mi padre hubiera sido desposeído de ellos antes de morir.
El otro anecdotista quizá se quejase de lo injusto que es este hijo con su madre, totalmente desprovista de culpa, al escribir un cuento en que la convierte en una esposa maltratadora. (Renard descubrió una edición de Pelo de zanahoria que circulaba por Chitry-les-Mines con esta inscripción anónima: «Ejemplar hallado por casualidad en una librería. Un libro en que habla mal de su madre para vengarse de ella.») Más aún, qué indecente es que un hijo describa la decadencia física de su padre; hacerlo contradice el afecto que afirma profesarle; y para afrontar verdades desagradables, el hijo busca algo indigno o risible, como la historia de un anciano confuso que intenta orinar encima de su maquinilla de afeitar eléctrica. Y en parte todo esto podría ser verdad. Aunque el asunto de la maquinilla es más complicado, y me gustaría defender aquí la conducta paterna como algo casi racional. Durante toda su vida se había afeitado con navaja y brocha, y la espuma, a lo largo de decenios, venía envasada en un cuenco o en forma de barra, de tubo o de lata. Como a mi madre le disgustaba el desorden en que dejaba el lavabo —«Puerco cachorro» era la expresión de censura en nuestra casa sin perro—, cuando aparecieron las maquinillas eléctricas no cejó en su empeño de convencer a mi padre de que se comprara una. Él siempre se negó: era un terreno en el que no se dejaba mangonear. Recuerdo que durante uno de sus primeros ingresos en el hospital, al llegar mi madre y yo le sorprendimos a medio afeitar: con una muñeca debilitada, una cuchilla sin filo y una espuma inadecuada, trataba de acicalarse para nuestra visita. Pero en algún momento de sus años de declive, su mujer debió de triunfar en su campaña, quizá porque a él las piernas le fallaban y ya no podía tenerse de pie delante del lavabo. Así que me imagino su rencor por aquella maquinilla eléctrica (que también me figuro que le compraría ella). Debió de ser tanto un recordatorio de su físico deteriorado como la prueba de una derrota definitiva en una larga discusión marital. ¿Cómo no iba a querer mear encima?
«Creo que eres mi mujer.» Sí, seguía siendo el mismo: es nuestra esperanza, a la que nos aferramos, al mirar hacia el momento en que todo se derrumbe. Por eso —y esto ha sido un largo rodeo en busca de una respuesta— dudo que cuando me llegue la hora busque el consuelo teórico de una ilusión que se despide de otra, de un haz fortuito que se deshace. Querré conservar lo que obstinadamente creeré que es mi carácter. Francis Steegmuller, que había asistido al funeral de Stravinski en Venecia, murió a la misma edad que el compositor. En las últimas semanas de su vida preguntó a su mujer, la novelista Shirley Hazzard, qué edad tenía él. Ella le dijo que ochenta y ocho años. «Oh, Dios», contestó Francis. «Ochenta y ocho. ¿Sabía yo esto?» Parece absolutamente propio de él: ese «sabía», tan distinto de un «sé».
«Si yo fuera un escritor de tres al cuarto», escribió Montaigne —aunque no está claro si se consideraba superior o inferior a un plumífero—, «escribiría un compendio de las diversas maneras en que mueren los hombres. (Quienquiera que enseñase a morir a las personas les enseñaría el modo de vivir.) Dicearco escribió un libro con un título así, pero con un propósito distinto y menos útil.»
Dicearco era un filósofo peripatético cuyo libro, La destrucción de la vida humana, tuvo el destino plenamente apropiado de no haber sobrevivido. La versión breve de la antología del plumífero Montaigne sería una colección de últimas palabras famosas. Hegel, en su lecho de muerte, dijo: «Sólo un hombre me ha comprendido», y añadió: «y no me comprendió». Emily Dickinson dijo: «Tengo que entrar. Se está levantando niebla.» El gramático Pére Bouhours dijo: «Je vas, ou je vais mourir: Vun et Vautre se dit.» (En traducción libre: «Pronto moriré o pronto voy a morir: las dos formas son correctas.») A veces una última palabra puede ser un gesto último: Mozart articuló el sonido de los timbales de su Réquiem, cuya partitura inacabada tenía abierta en la colcha de su cama.
¿Prueban estos momentos que uno muere siendo él mismo? ¿O hay algo inherentemente sospechoso en ellos: algo de comunicado de prensa, de cable de Associated Press, de improvisación preparada? Cuando yo tenía dieciséis o diecisiete años, nuestro profesor de inglés —no el que más tarde se suicidó, sino uno con el que estudiamos Rey Lear y, en consecuencia, aprendimos que «La madurez es todo»— dijo a la clase, con algo más que un deje de satisfacción propia, que él ya había redactado sus últimas palabras. Proyectaba decir simplemente: «¡Maldita sea!»
Este profesor había sido siempre escéptico a mi respecto. «Espero, Barnes», me desafió una vez, después de una tarea deficiente, «que no seas uno de esos puñeteros cínicos de la última fila.» ¿Yo, señor? ¿Cínico yo, señor? Oh, no; creo en los corderitos y los setos florecidos y la bondad humana, señor. Pero hasta yo juzgué asaz elegante la auto—despedida que proyectaba, como también Alex Brilliant. a) Nos impresionó su ingenio; b) nos sorprendió que aquel viejo maestro fracasado tuviera tanto conocimiento de sí mismo; y c) determinamos que no viviríamos nuestra vida de tal modo que llegásemos a la misma conclusión verbal.
Espero que Alex hubiese olvidado esto cuando se suicidó con pastillas a causa de una mujer, unos diez años después.
Hacia la misma época, por una extraña coincidencia social, supe que aquel profesor había llegado a la recta final de su vida. Había sufrido un ataque que le dejó paralizado y sin habla. Cada cierto tiempo le visitaba un amigo alcohólico que —creyendo, como creen los alcohólicos, que todo el mundo está mucho mejor con una copita dentro, solía entrar de matute una botella de whisky en la residencia de ancianos, y se la ponía en la boca del maestro mientras él le miraba con ojos desorbitados. ¿Habría tenido tiempo para pronunciar la última palabra antes de sufrir el ataque, o podía pensar en ella entonces, allí postrado, tras haber ingerido la bebida? No hace falta más para convertirte en un puñetero cínico de la última fila.
La medicina moderna, al prolongar el tiempo de agonía, ha propiciado bastante las últimas palabras célebres, puesto que su existencia depende de que quien las pronuncia sepa que ha llegado el momento de hacerlo. Los que están decididos a despedirse con una frase podrían enunciarla, supongo, y luego sumirse en un silencio intencionado y monástico hasta que todo acabase. Pero siempre hubo algo heroico en las últimas palabras famosas, y como ya no vivimos en unos tiempos heroicos su pérdida no será muy lamentada. Deberíamos festejar, en cambio, las últimas palabras que no son grandiosas, sino reveladoras del carácter del moribundo. Francis Steegmuller, horas antes de morir en un hospital de Nápoles, le dijo a una enfermera (es de suponer que en italiano) que le estaba subiendo la cama por medio de una manivela: «Tiene unas manos preciosas.» Una postrera y admirable captura de un momento de placer al observar el mundo, justo cuando lo estás abandonando. Las últimas palabras de A. E. Housman fueron para el médico que le estaba inyectando una dosis final —y quizá intencionadamente suficiente— de morfina: «Muy bien hecho.» No hace falta que impere la solemnidad. Renard registró en su Diario la muerte de Toulouse-Lautrec. El padre del pintor, un conocido excéntrico, fue a visitar a su hijo y, en vez de atender al enfermo, se puso inmediatamente a intentar atrapar a las moscas que circulaban por la habitación. El pintor, desde la cama, profirió: «¡Viejo estúpido de mierda!», y a continuación reclinó la cabeza y murió.
Históricamente, el Estado francés sólo admitía dos clases de seres humanos en su territorio: los vivos y los muertos. Nada más en medio. Si estabas vivo, te permitían deambular y pagar impuestos. Si estabas muerto, tenían que enterrarte o incinerarte. Cabría pensar que es una clasificación típicamente burocrática, por no decir ociosa. Pero hará unos veinte años su verdad jurídica fue causa de disputa en los tribunales.
El caso se presentó cuando una mujer apenas entrada en la mediana edad, a punto de morir de cáncer, fue congelada criónicamente y depositada en una unidad de refrigeración por su marido. El Estado francés, negándose a aceptar que ella no estaba muerta, le exigió que la sepultara o la incinerase. El marido llevó el caso a los tribunales y a la postre obtuvo el permiso de mantener a su esposa en el sótano de su casa. Un par de decenios después, él también cuasi murió y fue asimismo criónicamente congelado a la espera de la reunión conyugal que tan profundamente había previsto.
Para los tanatoliberales, que buscan una posición intermedia entre el enfoque de libre mercado de la vida —tira el producto después de usarlo— y la utopía socialista de la eternidad para todos, la criónica podría ofrecer una respuesta. Te mueres, pero no mueres. Te extraen la sangre, te congelan el cuerpo y te mantienen vivo, o al menos no totalmente muerto, hasta que llegue el momento en que tu enfermedad sea ya curable, o la esperanza de vida se haya prolongado tanto que despiertes con muchos años nuevos por delante. La tecnología reinterpreta la religión y depara una resurrección creada por el hombre.
Esta historia francesa terminó hace poco de un modo lúgubremente conocido; un fallo eléctrico elevó la temperatura de los cuerpos hasta un nivel que hizo imposible el retorno a la vida, y el hijo de la pareja tuvo que enfrentarse a la pesadilla de todos los dueños de un congelador. Lo que más me impresionó del episodio, sin embargo, fue la fotografía de periódico que lo ilustraba. Sacada en el sótano de la casa francesa, mostraba al marido —a la sazón «viudo» desde hacía muchos años— sentado junto a la obsoleta maquinaria que albergaba a su mujer. Encima del congelador había un florero y una fotografía enmarcada de la mujer en su seductora plenitud. Y allí, al lado de aquel recipiente de esperanza absurda, se sentaba un anciano demacrado y de aire deprimido.
Nunca iba a funcionar, ¿no? Y deberíamos agradecerles que no lo hiciera. ¿Detener el tiempo? ¿Dar cuerda otra vez a los relojes (o mover las agujas hacia atrás, algo que mi madre nunca habría consentido)? Imagínate que eres una joven vibrante, que «muere» en la treintena; imagina que despiertas y descubres que tu fiel marido ha consumido su lapso natural antes de ser congelado a su vez, y que ahora estás casada con alguien que ha envejecido veinte, treinta, cuarenta años en tu ausencia. ¿Reanudas tu vida donde la habías acabado? Imagínate la mejor de las posibilidades: que los dos «morís» más o menos a la misma edad, en la cincuentena, pongamos, y que resucitáis cuando existe una curación de vuestras enfermedades. ¿Qué ha ocurrido exactamente? Habéis vuelto a la vida sólo para volver a pasar por la muerte, sin revivir esta vez la juventud. Deberías haber recordado e imitado el ejemplo de Pomponio Ático.
Recobrar tu juventud, engañar no sólo a tu segunda muerte, sino también a la primera, la que Montaigne juzgaba la más dura de las dos: esto es la auténtica fantasía. Vivir en Tir Na Nog, el mítico país celta de la eterna juventud. O entrar en la fuente de la juventud: el popular atajo materialista al paraíso del mundo medieval. Mientras te empapabas en sus aguas, tu piel al instante se tornaba rosada, las bolsas se reabsorbían y esas colgaduras fláccidas se tensaban. No había nada de la burocracia del juicio divino y del previo pesado de las almas. La magia tecnológica del agua rejuvenecedora, que devuelve la juventud allí donde la tosca criónica sólo puede proporcionar una vejez aplazada. No por eso van a rendirse los crionófilos: los que actualmente se congelan contarán sin duda con la tecnología de las células madre para poner en hora el reloj biológico en cuanto les toque su propio tipo de réveil mortel: «Oh, racional criatura / que desea vida eterna.»
Juzgué demasiado deprisa a Somerset Maugham. «La gran tragedia de la vida no es que los hombres perezcan, sino que dejen de amar.» Mi objeción era la de un joven: sí, amo a esta persona y creo que durará, pero aunque no dure habrá otra para mí y también para ella. Los dos volveremos a amar y quizá, adiestrados por la desdicha, la próxima vez lo hagamos mejor. Pero Maugham no negaba esto; miraba más allá. Recuerdo una historia didáctica (quizá de Sir Thomas Browne) de un hombre que acompañaba a una serie de amigos hasta la tumba, sintiendo cada vez menos tristeza, hasta que llegaba un momento en que observaba la fosa con ecuanimidad y la veía como si fuera la propia. La moraleja no era que mirar al pozo surte efecto, que filosofar nos enseñará a morir; la historia era más bien un lamento por la pérdida de la capacidad de sentir algo, al principio por tus amigos, luego por ti mismo y al final por tu propia extinción.
Tal sería, en realidad, nuestra tragedia, de la cual la muerte bien podría ofrecernos el único alivio. Siempre he desconfiado de la idea de que la vejez depara serenidad y he sospechado que muchos viejos estaban tan atormentados emocionalmente como los jóvenes, aunque socialmente se les prohibiera confesarlo. (Esta era la razón objetiva de brindar a mi padre una aventura septuagenaria en aquel relato.) Pero ¿y si yo me equivocase —doblemente— y esta obligada fachada de serenidad enmascarase no unos sentimientos turbulentos sino lo opuesto: indiferencia? A los sesenta, miro a mis muchos amigos y reconozco que algunos de ellos son menos amistades que recuerdos de amistades. (Hay todavía placer en el recuerdo, pero aun así.) Llegan nuevas amistades, por supuesto, pero no tantas como para ahuyentar el temor de que algún terrible enfriamiento —el equivalente emocional de la muerte del planeta— nos acecha. A medida que a uno le crecen las orejas y se le parten las uñas, el corazón se le encoge. De modo que aquí topamos con otro «¿preferirías?». ¿Preferirías morir transido por el dolor de que te arranquen de aquellos a quienes has amado tanto tiempo, o morir cuando tu vida emocional toca a su fin, cuando observas el mundo con indiferencia, tanto por los demás como por ti mismo? «No hay recuerdos del éxito / que expíen el olvido posterior / ni tornen el duro final algo mejor.» Turguéniev, que acababa de cumplir sesenta, escribió a Flaubert: «Esto es el comienzo del fin de la vida. Un proverbio español dice que la cola es la parte más difícil de desollar... La vida se vuelve completamente egocéntrica, una lucha defensiva contra la muerte; y esta exageración de la personalidad significa que deja de ser interesante, incluso para la persona en cuestión.»
No sólo es arduo mirar al pozo, sino mirar a la vida. Es difícil para nosotros contemplar fijamente la posibilidad, y no digamos la certeza, de que la vida sea una cuestión de azar cósmico, que su propósito fundamental sea la mera perpetuación de sí misma, que se despliegue en el vacío, que nuestro planeta flote a la deriva un día en un helado silencio, y que la especie humana, tal como se ha desarrollado, con todo su frenesí y su complejidad extrema, desaparezca totalmente y no se note su falta, porque no habrá nada ni nadie que nos eche de menos. Esto es lo que significa crecer. Y es una perspectiva aterradora para una especie que durante tanto tiempo ha recurrido a dioses en busca de explicación y consuelo. He aquí a un periodista católico reprendiendo a Richard Dawkins por envenenar el corazón y la cabeza de los jóvenes: «Monstruos intelectuales como Dawkins, el enemigo de Dios, divulgan su evangelio desesperanzado de nihilismo, futilidad, vacuidad, el vacío de la vida, el sinsentido en cualquier parte y en cualquier momento y, por si no conocéis esta útil palabra, la flocinaucinihilipilificación.» (Significa «considerar sin valor».) Por detrás del exceso y de la tergiversación del ataque se huele el miedo. Cree en lo que yo creo —cree en Dios, y en una finalidad, y en la promesa de la vida eterna—, porque la alternativa es un puto horror. Serías como esos niños que atraviesan temerosos el bosque austríaco de noche. Pero en vez del agradable Herr Witters que te exhorta a pensar sólo en Dios, estaría el odioso tío Dawks, el profesor de ciencias, asustándote con cuentos de osos y de muerte y ordenándote que admires las estrellas para apartar el pensamiento de las cosas.
Flaubert preguntó: «¿Es estupendo o estúpido tomarse la vida en serio?» Dijo que deberíamos profesar «la religión de la desesperación» y «estar a la altura de nuestro destino, es decir, impasibles como él». Sabía lo que pensaba de la muerte: «¿Sobrevive el yo? Decir que sí me parece un simple reflejo de nuestra presunción y orgullo, una protesta contra el orden eterno. La muerte quizá no tenga más secretos que revelarnos que la vida.» Pero aunque desconfiaba de las religiones, el impulso espiritual le inspiraba ternura, y el ateísmo militante suspicacia. «Todo dogma en sí mismo me resulta repulsivo», escribió. «Pero considero que el sentimiento que los ha engendrado es la expresión más natural y poética de la humanidad. No me gustan esos filósofos que los desprecian como insensateces y patrañas. Yo les encuentro necesidad e instinto. Por tanto, respeto tanto al hombre negro que besa su fetiche como al católico que se arrodilla delante del Sagrado Corazón.»
Flaubert murió en 1880, el mismo año que la madre de Zola. No por casualidad fue el año en que Zola recibió le réveil mortel. Tenía entonces cuarenta años (así que en este sentido le llevo ventaja). En la memoria, siempre me lo he imaginado catapultado, como yo, del sueño a un miedo gemebundo. Pero esto era una asimilación posesiva. De hecho, en aquel momento estaba despierto: él y su mujer Alexandrine, los dos desvelados por un terror mortal, y los dos avergonzados de confesarlo, yacían el uno al lado del otro, con el parpadeo de una luz nocturna que mantenía a raya la oscuridad absoluta. Entonces Zola se veía proyectado fuera de la cama, y salía de aquel punto muerto.
El novelista también desarrolló una obsesión con una ventana determinada de su casa de Medan. Cuando su madre murió, como la escalera era demasiado estrecha y tortuosa para el féretro, los empleados de la funeraria no tuvieron más remedio que sacarlo por la ventana. Zola la miraba cada vez que pasaba por delante y se preguntaba de quién sería el cadáver siguiente que recorriera el mismo itinerario: el suyo o el de su mujer.
Zola confesó estos efectos de le réveil mortel el lunes 6 de marzo de 1882, cuando cenó con Daudet, Turguéniev y Edmond de Goncourt, que lo anotó todo. Aquella noche, los cuatro —el fallecimiento de Flaubert había reducido el Diner des cinq original— hablaron de la muerte. Daudet inició el coloquio admitiendo que para él la muerte se había convertido en una especie de persecución, un envenenamiento de su vida, hasta tal punto que ya no podía entrar en su nuevo apartamento sin que sus ojos buscaran automáticamente el lugar donde colocarían su ataúd. Zola hizo su confesión y le tocó el turno a Turguéniev. El afable moscovita estaban tan familiarizado con la idea de la muerte como los demás, pero tenía una técnica para lidiar con ella: la espantaba así, e hizo un pequeño gesto con la mano. Los rusos, explicó, sabían cómo hacer que las cosas desapareciesen en una «bruma eslava» que invocaban para protegerse de pensamientos lógicos pero desagradables. De este modo, si te pillaba una tormenta de nieve cegadora, evitabas adrede pensar en el frío, pues de lo contrario morías congelado. El mismo método daba resultado si lo aplicabas a un tema más amplio: lo evitabas así.
Zola murió veinte años después. No alcanzó la belle mort que una vez había elogiado: la de ser súbitamente aplastado como un insecto por un dedo gigantesco. En cambio, mostró que, para un escritor, «morir siendo él mismo» ofrece una posibilidad adicional. Puedes morir conservando tu carácter personal o tu carácter literario. Algunos consiguen morir con los dos, como Hemingway demostró cuando introdujo dos cartuchos en su escopeta favorita, una Boss (fabricada en Inglaterra, comprada en Abercrombie & Fitch) y luego se metió los cañones en la boca.
Zola murió como un escritor, en una escena de psico-melodrama digna de su narrativa más temprana. El y Alexandrine habían vuelto de París a la casa con la ventana amenazadora. Era un día glacial de finales de septiembre y ordenaron que encendiesen un fuego en su dormitorio. Mientras estuvieron ausentes habían hecho obras en el tejado del inmueble de viviendas, y aquí el relato ofrece al lector dos interpretaciones diferentes. O bien la chimenea de su dormitorio había sido obstruida por artesanos incompetentes o —como dice la teoría de la conspiración— por anti-Dreyfus asesinos. Los Zola se acostaron y cerraron la puerta con llave, fieles a su supersticiosa costumbre; el combustible sin humo de la parrilla desprendía monóxido de carbono. Por la mañana, cuando los criados tiraron la puerta abajo, encontraron al escritor muerto en el suelo y a Alexandrine —que se libró de la concentración letal de los efluvios por unos cuantos centímetros de distancia— inconsciente en la cama.
El cuerpo de Zola estaba aún caliente y los médicos intentaron revivirle mediante el procedimiento utilizado cinco años antes con Daudet: tracción rítmica de la lengua. Aunque esta técnica tenía más sentido en el caso de Zola —la habían desarrollado para las víctimas de envenenamiento por gas de alcantarillado—, no fue más eficaz. Cuando se recuperó, Alexandrine contó que se habían despertado por la noche, indispuestos por algo que atribuyeron a una indigestión. Ella había querido llamar a los criados, pero él la disuadió diciendo las que habrían de ser sus últimas palabras (modernas, poco heroicas): «Nos sentiremos mejor por la mañana.»
Zola murió a los sesenta y dos años, exactamente la edad que yo tendré cuando este libro se publique. Así que empecemos de nuevo. MUERE UN LONDINENSE: NO MUCHOS HERIDOS. Ayer murió un londinense de más de sesenta y dos años. Durante la mayor parte de su vida gozó de buena salud y no había pasado una sola noche en un hospital hasta la enfermedad definitiva. Tras un comienzo profesional lento e improductivo, alcanzó más éxito del que había esperado. Tras un comienzo emocional lento y precario, alcanzó tanta felicidad como permitía su naturaleza («La mía ha sido una vida feliz, teñida de desesperación»). A pesar del egoísmo de sus genes, no logró —o, mejor dicho, no quiso— transmitirlos a otros, creyendo además que su negativa constituía un acto de libre albedrío frente al determinismo biológico. Escribió libros y después murió. Aunque un amigo satírico pensaba que su vida estuvo dividida entre la literatura y la cocina (y la botella de vino), hubo en ella otras facetas: amor, amistad, música, arte, sociedad, viajes, deportes, bromas. Era feliz en compañía de sí mismo siempre que supiera cuándo terminaría esta soledad. Amaba a su mujer y temía a la muerte.
No está tan mal, ¿no? El mundo produce vidas mucho peores y (como supongo aquí) muertes mucho peores, conque, ¿a santo de qué tanto jaleo por su óbito? Es decir, ¿por qué lo arma él? Sin duda esto es cometer el pecado capital inglés de llamar la atención. ¿Y no se figura que los otros temen a la muerte tanto como él?
Bueno, él... no, volvamos al yo: conozco a muchas personas que no piensan tanto en ella. Y no pensar en ella es la forma más segura de no temerla hasta que sobreviene. «Lo malo es saber que va a ocurrir.» Mi amiga H., que de vez en cuando me reprende por mi morbosidad, admite: «Sé que todos los demás van a morir, pero nunca pienso en que voy a morir yo.» Lo generaliza con un tópico: «Sabemos que tenemos que morir pero nos creemos inmortales.» ¿De verdad la gente alberga en su cabeza contradicciones tan palpitantes? No le queda más remedio, y Freud lo consideraba normal: «Nuestro inconsciente, pues, no cree en su propia muerte; se comporta como si fuera inmortal.» De modo que mi amiga H. se ha limitado a ascender de rango a su inconsciente para que se ocupe de su consciente.
En algún punto, entre un distanciamiento tan útil y táctico y mi horrorizada contemplación del pozo, hay —tiene que haber— una posición racional, madura, científica, liberal, intermedia. Hela aquí, formulada por el doctor Sherwin Nuland, tanatólogo norteamericano y autor de Cómo morimos: «Una esperanza realista exige asimismo que aceptemos el hecho de que el tiempo que se nos ha asignado en la tierra tiene que limitarse a una duración coherente con la continuidad de nuestra especie... Morimos para que el mundo pueda seguir viviendo. Se nos ha concedido el milagro de la vida porque trillones y trillones de seres vivos nos han preparado el camino y después han muerto..., en cierto modo, por nosotros. Morimos, a nuestra vez, para que otros vivan. La tragedia de un solo individuo se convierte, en el equilibrio de las cosas naturales, en el triunfo de la vida en curso.»
Todo lo cual no sólo es razonable, sino sabio, por supuesto, y tiene sus raíces en Montaigne («Haz sitio para los demás, como los demás te han hecho sitio a ti»); pero para mí no es del todo convincente. No hay una razón lógica por la que la continuidad de nuestra especie dependa de mi muerte, la tuya o la de nadie. El planeta quizá esté un poquito lleno, pero el universo está vacío: PARCELAS DISPONIBLES, como nos recuerda el letrero del cementerio. Si no muriéramos, el mundo no moriría; al contrario, la mayor parte de él seguiría viva. En cuanto a los trillones de trillones de seres vivos que «en cierto modo» —una expresión de debilidad delatora— murieron por nosotros: lo siento, ni siquiera acepto la idea de que mi abuelo murió «en cierto modo» para que yo viviera, y no digamos mi bisabuelo «chino», los antepasados olvidados, los simios ancestrales, los anfibios viscosos y los primitivos organismos acuáticos. Tampoco acepto que debo morir para que otros vivan. Ni que la vida en curso sea un triunfo. ¿Un triunfo? Esto es congratularse demasiado, un toque de sentimentalismo para suavizar el golpe. Si un médico me dice, cuando yazgo en una cama de hospital, que mi muerte no sólo contribuirá a que vivan otros, sino que constituirá una prueba del triunfo de la humanidad, le observaré con mucha atención la próxima vez que venga a ajustar el gota a gota.
Sherwin Nuland, cuyo comprensivo sentido común me niego a aceptar, procede de una profesión que —para sorpresa de este profano— teme a la muerte aún más que yo. Los estudios indican que «de todas las profesiones, la medicina es, probablemente, la que más atrae a personas con una gran inquietud personal ante la muerte». Es bueno saberlo por un motivo importante: los médicos están contra la muerte; menos bueno es saber que sin querer pueden contagiar sus propios temores a sus pacientes, empecinarse en que son curables y rechazar la muerte como un fracaso. Mi amigo D. estudió en uno de los hospitales universitarios de Londres, instituciones que tradicionalmente también constituyen semilleros de rugby. Años antes había habido un alumno al que, a pesar de que suspendía repetidamente los exámenes, le permitían quedarse año tras año gracias a sus proezas en el terreno de juego. Al final esta habilidad acabó disminuyendo y le dijeron —sí, hay que hacer sitio a los demás— que abandonara tanto el pupitre como el campo de entrenamiento. De modo que en vez de llegar a médico, hizo un cambio de carrera demasiado inverosímil para una novela y se convirtió en sepulturero. Pasaron más años y volvió al hospital, esta vez como enfermo de cáncer. D. me dijo que le asignaron una habitación en el piso más alto, y que no se le acercaba nadie. No era sólo el espantoso hedor de la carne necrótica de su cáncer de faringe; era la más amplia pestilencia del fracaso.
«No entres dócil en esa buena noche», asesoraba Dylan Thomas a su padre moribundo (y a nosotros); después, repitiendo su consejo: «Rebélate, furioso, contra la luz que se apaga.» Estos versos populares revelan más una aflicción juvenil (y una personal complacencia poética) que una sabiduría basada en el conocimiento clínico. Nuland declara sin rodeos que «Por mucho que un hombre crea haberse convencido a sí mismo de que no debe temer el proceso de morir, afrontará con miedo la enfermedad final». Es difícil que la mansedumbre, así como la serenidad, prevalezcan. Además, son «abrumadoras las posibilidades» de que la muerte no se presente como esperamos (la versión en que plantamos coles): nos defraudará tanto la manera como el lugar y la compañía. Más aún, y en contradicción con la famosa teoría de los cinco pasos de Elisabeth Kübler-Ross —según la cual el moribundo pasa sucesivamente por el rechazo, la cólera, las negociaciones y la depresión hasta la aceptación definitiva—, Nuland observa que en su experiencia, y en la de los clínicos que conoce: «Algunos pacientes nunca superan, al menos abiertamente, la fase del rechazo.»
Quizá toda esta filosofía de Montaigne, la contemplación del pozo, la tentativa de convertir a la muerte, si no en tu amigo, al menos en tu enemigo familiar, la de hacer la muerte aburrida, e incluso la de aburrir a la muerte con la atención que le prestas: quizá todo eso, al fin y al cabo, no sea la actitud correcta. Quizá lo mejor sería hacer caso omiso de la muerte mientras vivimos y adoptar un rechazo estricto cuando la vida se acerca a su fin; esto podría ayudarnos, como dice grotescamente Eugene O'Kelly, a «tener una buena muerte». Aunque, por supuesto, por «lo mejor» entiendo «facilitar a nuestra vida el paso por este trance», en vez de «descubrir muchas verdades de este mundo en el momento de abandonarlo». ¿Qué es lo más provechoso para nosotros? Los que contemplan el pozo bien pueden acabar como las heroínas de Anita Brookner: esas hacendosas y melancólicas amantes de la verdad que perpetuamente salen peor paradas que las mujeres desenfadadas y vulgares que no sólo extraen de la vida un placer sin remilgos, sino que rara vez terminan pagando sus auto—engaños.
Comprendo (creo) que la vida depende de la muerte. Que, en primer lugar, no podemos tener un planeta sin la muerte previa de estrellas que se desploman, que para que organismos complejos como tú y yo habitemos en este planeta, para que exista una vida consciente y que se reproduce a sí misma, ha habido que probar y descartar una secuencia enorme de mutaciones evolutivas. Comprendo esto, y cuando pregunto «¿Por qué me incumbe la muerte?», aplaudo la escueta respuesta del teólogo John Bowker: «Porque te incumbe el universo.» Pero mi comprensión de todo esto no ha evolucionado a su vez hacia, pongamos, la aceptación, y mucho menos hacia el consuelo. Y no recuerdo haber dado mi conformidad para que el universo me concierna.
Amigos que no temen a la muerte y tienen hijos sugieren a veces que quizá mi actitud fuera distinta si yo los tuviera. Quizá; y entiendo que los hijos actúan como «preocupaciones a corto plazo que valen la pena» (y a largo plazo), de las que recomendaba mi amigo G. Por otra parte, mi conciencia de la muerte data de mucho antes de que empezara a considerar en mi vida la cuestión de la paternidad; tener hijos tampoco ayudó a Zola, Daudet, mi padre o al tanatofóbico G., que ha producido el doble de su cupo demográfico. En algunos casos, los hijos incluso pueden agravar las cosas: por ejemplo, las madres quizá sientan su mortalidad más agudamente cuando los hijos se marchan de casa; cumplida su función biológica, lo único que les pide el universo es que se mueran.
Sin embargo, el principal argumento es que tus hijos «te portarán» después de tu muerte: no te extinguirás completamente, y saberlo de antemano ofrece consuelo a un nivel consciente o inconsciente. Pero ¿portamos mi hermano y yo a mis padres? ¿Creemos esto? Y, en tal caso, ¿los portamos de una manera remotamente próxima a «lo que ellos habrían querido»? Sin duda somos malos ejemplos. Supongamos, entonces, que el propuesto «transporte» intergeneracional se produce de una forma satisfactoria para todos, que formas parte de una rara lista de generaciones que se aman recíprocamente y en la que cada una intenta perpetuar el recuerdo, la virtud y los genes del antecesor. ¿Hasta dónde llega ese «transporte»? ¿Una generación, dos, tres? ¿Qué ocurre cuando llegas a la primera generación nacida después de que tú has muerto, la que no es posible que tenga un recuerdo de ti, y para la cual eres simple folklore?
¿Te portarán ellos, y sabrán que lo están haciendo? Como dice el gran cuentista irlandés Frank O'Connor: el folklore «nunca arregla nada».
¿Cuestionó mi madre la manera en que yo pudiera «portarla» cuando publiqué el «bombardeo» de porquería que fue mi primera novela? Lo dudo. Mi libro siguiente, publicado con seudónimo, fue una novela de misterio, con un contenido notablemente más grande de palabrotas, y en consecuencia recomendé a mis padres que no la leyeran. Pero mi madre no se dejaba amilanar, y en su momento informó de que fragmentos de mi texto «me han puesto los ojos saltones como una rana». Le recordé mi advertencia. «Bueno», respondió, «no se puede dejar un libro en la estantería.»
Dudo de que viese a sus dos hijos como los futuros porteadores de los recuerdos familiares. Ella misma prefería la retrospección. Nos prefería —como a casi todos los niños— entre las edades de unos tres a unos diez años. Lo bastante mayores para no ser «puercos cachorros», pero sin haber adquirido todavía las insolentes complicaciones de la adolescencia, y no digamos la igualdad, seguida más adelante del indescriptible estado de madurez. Nada, por supuesto, podíamos hacer mi hermano y yo —aparte de una trágica muerte prematura— para no cometer el pecado vulgar de crecer.
Oí en la radio a una especialista de la conciencia explicar que el cerebro no tiene centro —no hay una ubicación del yo—, ni física ni informáticamente, y que debemos sustituir nuestro concepto de un alma o un espíritu por el de un «proceso neuronal distribuido». Además explicaba que nuestro sentido de la moralidad procede de pertenecer a una especie que ha desarrollado un altruismo recíproco; que hay que descartar la existencia de un libre albedrío, consistente en «un pequeño yo interior que toma decisiones conscientes»; que somos máquinas de copiar y transmitir fragmentos de cultura; y que las consecuencias de aceptar todo esto son «extrañísimas». Para empezar, significa, según ella, que «estas palabras que salen de esta boca en este momento no emanan de un pequeño yo aquí dentro, sino del entero universo que se limita a cumplir su cometido».
Camus pensaba que la vida carecía de sentido; «absurda» era, en efecto, el mejor término para describirla, el más enjundioso para caracterizar nuestra posición aislada de seres «sin una razonable razón de existir». Pero creía, no obstante, que mientras estuviésemos aquí teníamos que inventarnos reglas. Añadía que «lo que sé de la ética y el deber de un hombre se lo debo claramente al deporte»: en concreto, al fútbol y a su época de portero en el Racing Universitaire de Argel. La vida es como un partido de fútbol, y sus reglas son arbitrarias pero necesarias, ya que sin ellas el juego no podría jugarse y no viviríamos esos instantes de belleza y alegría que el fútbol —y la vida— nos deparan.
Cuando descubrí este símil, lo aplaudí como un hincha desde las gradas. Yo también era guardameta, como Camus, aunque no tan bueno. El último partido que jugué en mi vida fue con el New Statesman contra el Slough Labour Party. Hacía un tiempo de perros, la portería era un lodazal y yo no tenía botas adecuadas. Después de encajar cinco goles estaba tan avergonzado que no me atreví a pasar por los vestuarios y volví en coche derecho a mi casa, empapado y desolado. Lo que aprendí aquella tarde sobre una conducta social y moral en un universo sin Dios me lo enseñó un par de niños que merodeaban alrededor de mi portería y observaron brevemente mis torpes intentos de atajar los disparos del equipo adversario. Al cabo de unos minutos, uno de ellos hizo un comentario cortante: «Debe de ser un portero suplente.» Hay veces en la vida en que no sólo somos aficionados, sino que nos hacen sentirnos suplentes.
Hoy día, la metáfora de Camus se ha quedado anticuada (y no sólo porque el deporte se ha convertido en un territorio de deshonestidad y deshonra crecientes). Han desinflado las llantas del libre albedrío y la alegría que hallamos en el hermoso juego de la vida es un mero ejemplo de copia cultural. Ya no: ahí fuera hay un universo sin Dios y absurdo, así que delimitemos el campo e inflemos la pelota. En cambio: no hay separación entre «nosotros» y el universo, y es pura ilusión la idea de que actuamos ante él como una entidad independiente. En caso de que así fuera, el único consuelo que puedo extraer de todo esto es que no deberían haberme apenado tanto los cinco goles del Slough Labour Party. Fue simplemente el universo cumpliendo su cometido.
A la experta en conciencia le preguntaron también cómo veía su propia muerte. Respondió lo siguiente: «La vería con ecuanimidad, como otro paso más, ¿no? "Oh, mira, estoy en este estudio de radio contigo..., qué sitio más estupendo. Oh, ahora estoy en mi lecho de muerte..., ahora estoy aquí..." La aceptación, a mi juicio, es lo mejor que puede sacarse de esta forma de pensar. Vivir la vida plenamente, aquí y ahora: vive lo mejor que puedas, y si me preguntan por qué, no lo sé. Aquí tropiezas con la cuestión de la moral última, pero aun así es lo que produce esta actitud. Y espero que la produzca en el lecho de muerte.»
¿Es propiamente filosófica, o extrañamente despreocupada, esta presunción de que lo aceptaremos —la quinta y última etapa mortuoria de Kübler-Ross— cuando nos llegue la hora? ¿Saltarnos el rechazo, la cólera, las negociaciones y la depresión e ir directamente hacia la aceptación? Me decepciona también un poco ese «Oh, ahora estoy en mi lecho de muerte..., ahora estoy aquí...» como últimas palabras del futuro (sigo prefiriendo, por ejemplo, las de mi hermano: «Asegúrate de que Ben recibe mi ejemplar del Aristóteles de Bekker»). Tampoco estoy muy seguro de confiar totalmente en alguien que dice que un estudio de radio es «un sitio estupendo».
«Es lo que produce esta actitud. Y espero que la produzca en el lecho de muerte.» Obsérvese la supresión aquí del pronombre personal. «Mi» se ha transformado en «el» y en «esta actitud», una mutación a la vez alarmante e instructiva. Al tiempo que se repiensa la condición humana, hay que repensar el lenguaje humano. El mundo del periodista que hace un perfil biográfico —un espectro fijo de adjetivos, ilustrados por algunas anécdotas escabrosas— ocupa un extremo del espectro; el cerebro del filósofo y del científico —no hay capitán del submarino en la torreta, y todo alrededor un mar de asociaciones inconexas—, el otro. En algún lugar entre ambos se encuentra el mundo cotidiano del sentido común dubitativo, o de la utilidad común, que es donde también está el novelista, el observador profesional del amateurismo de la vida.
En las novelas (incluidas las mías), se representa a los seres humanos como dotados de una naturaleza esencialmente aprehensible, aunque a veces escurridiza, y de motivaciones identificables: para nosotros, si no necesariamente para ellos. Esto constituye una versión más sutil y auténtica de la forma de abordar un perfil biográfico. Pero ¿y si en realidad no es así en absoluto? Supongo que yo debería facilitar la defensa automática A: puesto que la gente se imagina que posee libre albedrío, un carácter formado y creencias en gran medida consistentes, el novelista debería retratarla de este modo. Pero al cabo de pocos años esto podría parecer la autojustificación ingenua de un humanista engañado e incapaz de captar las consecuencias lógicas del pensamiento y la ciencia modernos. No estoy todavía dispuesto a considerarme —o al lector, o a un personaje de una de mis novelas— «un proceso neuronal distribuido», y mucho menos a transmutar un «yo» o un «mi» en un «el» o en «esta actitud»; pero admito que la novela actualmente está rezagada con respecto a la realidad probable.