No creo en Dios, pero le echo de menos. Es lo que digo cuando se aborda el asunto. Pregunte a mi hermano, que ha ensenado filosofía en Oxford, Ginebra y la Sorbona, que le parecía esta declaración, sin revelarle que era mía. Contesto con una sola palabra: «Sensiblera.»

Hay que empezar por una persona: mi abuela materna, Nellie Louisa Scoltock, de soltera Machin. Era profesora en Shropshire hasta que se casó con mi abuelo, Bert Scoltock. No Bertram ni Albert, Bert a secas: bautizado, llamado e incinerado así. Era un director de escuela con ciertas dotes para la mecánica: un hombre de motocicleta y sidecar, más tarde propietario de una Lanchester y, después de jubilado, de un deportivo Triumph Roadster bastante pretencioso, con un asiento delantero para tres personas y dos individuales cuando se bajaba la capota. Cuando les conocí, mis abuelos se habían afincado en el sur para estar cerca de su única hija. La abuela fue al Women's Institute; encurtía y envasaba, desplumaba y asaba las gallinas y gansos que criaba el abuelo. Era menuda, de apariencia transigente, y tenía los nudillos gruesos de la vejez; necesitaba jabón para sacarse la alianza de casada. En el ropero conyugal abundaban los cárdigan tejidos en casa, y el abuelo solía ponerse suéters de ochos. Tenían citas periódicas con el callista y pertenecían a la generación a la que los dentistas aconsejaron extraer todos los dientes de una sentada. Esto era por entonces el rito de tránsito normal: pasar de un salto de una dentadura desastrosa a una enteramente de porcelana, a todo aquel deslizamiento y tableteo bucal, a la vergüenza social y al vaso espumeante en la mesilla de noche.

La sustitución de los dientes por dentaduras postizas nos parecía a mi hermano y a mí tan grave como procaz. Pero en la vida de mi abuela había habido otro cambio enorme al que nunca se aludía en su presencia. Nellie Louisa Machin, hija de un obrero de una fábrica química, se había criado como metodista; los Scoltock, por el contrario, eran anglicanos. En algún momento de su vida adulta, aún joven, mi abuela había perdido de repente la fe y, en el conciliador relato de la tradición familiar, encontró un sustituto: el socialismo. Ignoro lo firme que había sido su fe religiosa, o cuál era el credo político de la familia; lo único que sé es que la derrotaron cuando se presentó como candidata del partido socialista para el cabildo local. Cuando la conocí, a principios de los años cincuenta, había evolucionado hasta el comunismo. Debió de ser uno de los pocos pensionistas ancianos del Buckinghamshire suburbano que compraba el Daily Worker y —como nos repetíamos mi hermano y yo— distraía dinero de casa para enviar donaciones al fondo de campaña del periódico.

A finales de los cincuenta tuvo lugar el cisma chino-soviético, y comunistas de todo el mundo tuvieron que elegir entre Moscú o Pekín. Para la mayoría de los fieles europeos no fue una elección difícil; tampoco lo fue para el Daily Worker, que recibía tanto fondos como directivas de Moscú. Mi abuela, que no había pisado el extranjero en su vida, y que vivía en una cómoda casa de una planta, por motivos no declarados decidió sumarse al bando de los chinos. Yo acogí esta decisión misteriosa con un franco interés personal, ya que al Worker lo complementaba ahora el China Reconstructs, una revista herética enviada directamente por correo desde el lejano continente. La abuela me guardaba los sellos de los sobres, de un color amarillo grisáceo. Las revistas solían festejar logros industriales —puentes, embalses hidroeléctricos, los camiones fabricados en las cadenas de producción— o bien mostrar diversas variedades de palomas en pacífico vuelo.

Mi hermano no competía por esos donativos, porque unos años antes había habido en casa un cisma filatélico. Él había decidido especializarse en el Imperio Británico. Yo, para reafirmar mi diferencia, anuncié que en consecuencia me especializaría en una categoría que denominé, como me pareció de lo más lógico, «resto del mundo». Se definía exclusivamente en función de lo que mi hermano no coleccionaba. Ya no recuerdo si fue una iniciativa agresiva, defensiva o puramente pragmática. Lo único que sé es que condujo a algunos trueques frustrantes en el club de filatelia del colegio entre coleccionistas que acababan de ponerse pantalones largos. «Entonces, Barnesy, ¿de qué haces colección?» «Del resto del mundo.»

Mi abuelo usaba Brylcreem, y el antimacasar en su butaca Parker Knoll —un modelo de respaldo alto, con brazos sobre los cuales dormitar— no era meramente decorativo. El pelo se le había encanecido antes que el de la abuela; tenía un bigote recortado, militar, una pipa con boquilla de metal y una petaca que ensanchaba el bolsillo de su cárdigan. También usaba un audífono voluminoso, otro aspecto del mundo adulto —o, más bien, del mundo de la más lejana madurez— del que a mi hermano y a mí nos gustaba burlarnos. «¿Cómo dices?», nos gritábamos satíricamente, ahuecando las manos sobre los oídos. Los dos aguardábamos ansiosos el apreciado momento en que el estómago de nuestra abuela produjera un estruendo suficiente para que el abuelo sordo preguntara: «¿Teléfono, mamá?» Después de un gruñido avergonzado, volvían a enfrascarse en sus periódicos. El abuelo, en su butaca masculina, con el audífono silbando de vez en cuando y el borboteo de la pipa cuando la chupaba, meneaba la cabeza al leer el Daily Express, que le describía un mundo donde la amenaza comunista ponía constantemente en peligro la verdad y la justicia. En su butaca, más mullida y femenina —en el rincón rojo—, la abuela criticaba el Daily Worker, que le describía un mundo donde el capitalismo y el imperialismo ponían constantemente en peligro la verdad y la justicia, en sus respectivas versiones actualizadas.

Por aquella época, el abuelo había reducido su práctica religiosa a ver Songs of Praise en la televisión. Hacía trabajos de carpintería y jardinería; cultivaba su propio tabaco y lo secaba en el desván del garaje, donde también almacenaba tubérculos de dalia y ejemplares viejos del Daily Express atados con un cordel. A mi hermano, que era su favorito, le enseñó a afilar un formón y le dejaba su caja de herramientas de carpintería. No recuerdo que a mí me enseñara (o me dejara) nada, aunque una vez se me permitió presenciar cómo mataba una gallina en el cobertizo de su jardín. Se puso el animal debajo del brazo, lo acarició para que se calmase y después le colocó el cuello encima de una máquina escurridora de metal verde atornillada a la jamba de la puerta. Al bajar la manija, sujetó con más fuerza todavía el cuerpo de la gallina en sus últimas convulsiones.

A mi hermano no sólo le dejaban mirar, sino también participar. En varias ocasiones tuvo que tirar de la palanca mientras el abuelo sujetaba al ave. Pero nuestros recuerdos sobre las matanzas en el cobertizo difieren hasta ser incompatibles. Para mí, la máquina se limitaba a retorcer el cuello de la gallina; para él era una guillotina juvenil. «Tengo una imagen clara de un pequeño cesto debajo de la cuchilla. Tengo una imagen (menos clara) de la cabeza cayendo, de la sangre (no mucha), del abuelo depositando en el suelo a la gallina decapitada y de que seguía corriendo un momento...» ¿Está mi recuerdo desinfectado o el suyo infectado por películas sobre la Revolución Francesa? En ambos casos, el abuelo presentó a mi hermano la muerte —y su lado chapucero— mejor que a mí. «¿Te acuerdas de cómo el abuelo mataba a los gansos antes de Navidad?» (No me acuerdo.) «Perseguía por el corral al ganso elegido, con una barra de hierro en la mano. Cuando por fin lo enganchaba, por si acaso lo tumbaba en el suelo, le colocaba la barra encima del cuello y tiraba de la cabeza.»

Mi hermano recuerda un rito —que yo nunca presencié— que llamaba la «lectura de los diarios». Los abuelos llevaban un diario cada uno, y algunas noches se entretenían leyéndose en voz alta lo que habían anotado la misma semana de varios años antes. Al parecer, las reseñas eran de una banalidad notable, pero a menudo discrepantes. El abuelo: «Viernes. Trabajo en el jardín. Planto patatas.» La abuela: «Tonterías. Llueve todo el día. Demasiada agua para trabajar en el jardín.»

Mi hermano también recuerda que una vez, siendo él muy pequeño, entró en el jardín del abuelo y arrancó todas las cebollas. El abuelo le propinó tal tunda que mi hermano aullaba y luego se puso blanco, lo que era muy raro en él, se lo confesó todo a nuestra madre y juró que nunca volvería a levantar la mano contra un niño. En realidad, mi hermano no recuerda nada de esto: ni las cebollas ni la zurra. Se limitaba a repetir la historia que nuestra madre le había contado muchas veces. Y, en efecto, si la recordara, más le valdría ser cauteloso. Como filósofo, cree que los recuerdos son con frecuencia falsos, «hasta el punto de que, de acuerdo con el principio cartesiano de la manzana podrida, no hay que fiarse de nada que no tenga algún apoyo externo». Como yo soy más confiado, o me engaño más, continuaré con mis recuerdos como si fueran verdaderos.

A nuestra madre la bautizaron con el nombre de Kathleen Mabel. Detestaba el nombre de Mabel y se quejó al abuelo, cuya explicación al respecto fue que «una vez había conocido a una chica encantadora que se llamaba Mabel». Ignoro los avances o retrocesos de las creencias religiosas de mi madre, aunque tengo su devocionario, encuadernado junto con Himnos antiguos y modernos en ante flexible de color marrón, y los dos tomos están firmados con una tinta sorprendentemente verde y con su nombre y la fecha: «Dic: 25th-1932.» Admiro su puntuación: dos puntos seguidos y dos puntos, con el punto debajo del «th» colocado exactamente entre las dos letras. Ya no se puntúa así hoy día.

En mi infancia, los tres temas que no se podían mencionar eran los tradicionales: la religión, la política y el sexo. Cuando mi madre y yo empezamos a hablar de estos asuntos —es decir, de los dos primeros, porque el tercero estaba permanentemente excluido de la agenda—, ella era «conservadora pura» en política, como yo intuía que siempre había sido. En cuanto a la religión, me dijo firmemente que no quería «ninguna de esas paparruchas» en su funeral. De modo que cuando el hombre de la funeraria me preguntó si quería que quitasen los «símbolos religiosos» de la pared del crematorio, le dije que creía que era lo que habría deseado mi madre.

Por cierto, el condicional perfecto es un tiempo verbal del que recela muchísimo mi hermano. Mientras aguardábamos a que comenzase el funeral tuvimos no una discusión —habría sido algo opuesto a la tradición familiar—, sino un diálogo que demostró que si bien yo, según mis criterios, soy un racionalista, según los suyos soy un racionalista muy débil. Cuando un primer ataque incapacitó a nuestra madre, accedió alegremente a que su nieta C. utilizase su coche: el último de una larga serie de Renault, la marca a la que mi madre había demostrado una lealtad francófila durante cuatro decenios. De pie con mi hermano en el aparcamiento del crematorio, yo estaba buscando la conocida silueta francesa cuando mi sobrina llegó al volante del coche de su novio, R. Comenté (con suavidad, estoy seguro): «Creo que a mamá le habría gustado que C. viniera en su coche.» A mi hermano, con la misma suavidad, mi comentario le pareció una ofensa a la lógica. Puntualizó que existen los deseos de los muertos, es decir, cosas que la gente ahora difunta quiso en otro tiempo, y existen los deseos hipotéticos, esto es, cosas que la gente habría o podría haber querido. «Lo que mamá habría deseado» era una combinación de ambas: un deseo hipotético de los muertos y, por consiguiente, doblemente cuestionable. «Sólo podemos hacer lo que nosotros queremos», explicó; permitirnos el hipotético materno era tan irracional como si él mismo fuera a prestar atención a sus propios deseos pretéritos. Le respondí argumentando que deberíamos hacer lo que a ella le habría gustado que hiciéramos, a) porque tenemos que hacer algo, lo cual, en ocasiones (a no ser que simplemente dejemos que su cuerpo se pudra en el jardín trasero), implica elegir; y b) porque confiamos en que cuando muramos otras personas hagan lo que a nuestra vez habríamos querido.

No veo a mi hermano con mucha frecuencia y por lo tanto me asombra a menudo el modo en que trabaja su cerebro; pero es totalmente sincero en lo que dice. Después del funeral, cuando le llevé en mi coche a Londres, tuvimos una conversación aún más singular —para mí— sobre mi sobrina y su novio. Llevaban mucho tiempo juntos, aunque durante un periodo de distanciamiento C. había salido con otro chico. A mi hermano y a su mujer les había desagradado al instante aquel intruso, y mi cuñada, por lo visto, sólo había necesitado diez minutos para «disuadirle». No pregunté cómo lo había hecho. Pregunté, en cambio:

—Pero ¿apruebas a R.?

—Es intrascendente si le apruebo o no —respondió mi hermano.

—No, no lo es. C. quizá quiere que le apruebes.

—Al contrario, quizá quiera que no le apruebe.

—Pero, de todos modos, no es intrascendente para ella que tú apruebes o desapruebes.

Se lo pensó un momento.

—Tienes razón, dijo.

Tal vez se vea en estas conversaciones que es el hermano mayor.

Mi madre no había expresado su voluntad sobre la música que quería en su funeral. Elegí los primeros movimientos de la sonata para piano en mi bemol mayor K282 de Mozart, una de esas largas que se despliegan y se rebobinan majestuosamente, graves incluso cuando se vuelven vivaces. Pareció que duraba unos quince minutos en vez de los nueve que se indicaba en la carátula, y me pregunté a veces si era una de las repeticiones mozartianas o el reproductor de CD del crematorio que giraba hacia atrás. El año anterior yo había participado en Desert Island Discs, donde el Mozart que yo había escogido era el Réquiem. Posteriormente mi madre me telefoneó para discutir el hecho de que yo me había declarado agnóstico. Me dijo que así se declaraba mi padre: ella, por el contrario, era atea. Oyéndola, parecía que la agnóstica era una posición liberal de chichinabo, comparada con la realidad de verdad-y-fuerzas-del-mercado del ateísmo.

—¿Qué es todo eso sobre la muerte, por cierto? —continuó. Le expliqué que no me gustaba la idea de la muerte.

—Eres como tu padre —contestó ella—. Quizá sea por tu edad. Cuando llegues a la mía no te importará tanto. Lo mejor de mi vida ha pasado, a fin de cuentas. Y piensa en la Edad Media: entonces la esperanza de vida era cortísima. Hoy día vivimos setenta, ochenta, noventa años... La gente sólo cree en la religión porque tiene miedo de la muerte.

Era una típica declaración de mi madre: lúcida, dogmática, explícitamente intransigente con opiniones opuestas. Su dominio de la familia y sus certezas sobre el mundo aclararon las cosas en mi infancia, las volvieron restrictivas en mi adolescencia y machaconamente repetitivas en mi madurez.

Después de su incineración, recuperé el CD de Mozart del «organista», que, me paré a pensar, debía de cobrar actualmente sus honorarios íntegros por meter y sacar una sencilla grabación en CD. Cinco años antes, mi padre había sido despedido, en un crematorio distinto, por un organista activo que se ganó su dinero honradamente tocando a Bach. ¿Era «lo que él habría querido»? No creo que hubiese puesto reparos; era un hombre discreto, de mentalidad liberal, que no se interesaba mucho por la música. En esto, como en la mayoría de las cosas, delegaba en su mujer, aunque no sin numerosos comentarios aparte calladamente irónicos. La ropa que él se ponía, la casa en que vivían, el coche que conducían: todas estas cosas las decidía ella. Cuando yo era un adolescente implacable juzgué débil a mi padre. Más tarde le consideré dócil. Más tarde aún, autónomo en sus opiniones pero reacio a polemizar por ellas.

La primera vez que fui a la iglesia con mi familia —para la boda de un primo—, observé asombrado que mi padre se postraba de rodillas en un banco y a continuación se tapaba la frente y los ojos con una mano. Me pregunté de dónde procedía aquello, antes de hacer un desganado gesto emulador de piedad, acompañado de atisbos furtivos a través de los dedos. Fue uno de esos momentos en que los padres te sorprenden, no porque hayas aprendido algo nuevo sobre ellos, sino porque has descubierto otra zona de ignorancia. ¿Estaba siendo mi padre simplemente educado? ¿Pensaba que si se limitaba a caer de rodillas le tomarían por un ateo shelleyano? Lo ignoro.

Tuvo una muerte moderna, en el hospital, sin su familia, atendido por una enfermera en sus minutos postreros, meses —años, de hecho— después de que la ciencia médica hubiese prolongado su vida hasta el punto de ofrecerle unas mediocres condiciones de supervivencia. Mi madre le había visto unos días antes, pero después sufrió un acceso de herpes. En aquella visita última, él se había mostrado muy confuso. Mi madre le había hecho una pregunta muy propia de ella: «¿Sabes quién soy? Porque la última vez que vine, no sabías quién era yo.» Mi padre había contestado algo muy propio de él: «Creo que eres mi mujer.»

Llevé a mi madre en coche al hospital, donde nos dieron una bolsa de plástico negra y una especie de petate de color crema. Ella clasificó el contenido muy rápidamente, sabiendo exactamente lo que quería y lo que había que dejar para —o al menos en— el hospital. Era una pena, dijo, que él no llegara a ponerse nunca las grandes zapatillas marrones con los cómodos cierres de velero que ella le había comprado unas semanas antes; inexplicablemente para mí, se las llevó a casa. Expresó su horror a que le preguntaran si quería ver el cadáver de papá. Me dijo que cuando murió el abuelo, la abuela no había hecho «nada» y que ella tuvo que encargarse de todo. Salvo que en el hospital había surgido una necesidad conyugal o atávica y la abuela insistió en ver el cuerpo de su marido. Mi madre intentó disuadirla, pero ella se mostró inflexible. Las llevaron a un espacio de observación mortuorio y les mostraron el cuerpo del abuelo. La abuela se volvió hacia su hija y dijo: «¿No tiene un aspecto horrible?»

Cuando mi madre murió, en la funeraria de un pueblo vecino nos preguntaron si la familia quería ver el cuerpo. Yo dije que sí; mi hermano dijo que no. En realidad, su respuesta —cuando le telefoneé para preguntárselo— fue: «Dios Santo, no. Estoy de acuerdo con Platón en esto.» Yo no tenía inmediatamente en la cabeza el texto al que se refería. «¿Qué dijo Platón?», pregunté. «Que no era partidario de ver cadáveres.» Cuando me presenté solo en la funeraria —que no era más que una ampliación en la trastienda de una empresa local de transportes—, el director se disculpó diciendo:

—Me temo que por el momento ella sólo está en la trastienda.

Le dirigí una mirada interrogante y él completó su explicación:

—Está en un carrito.

—Oh, no era amiga de ceremonias —dije, sin pensarlo, aunque no podía afirmar lo que ella habría querido o no en aquellas circunstancias.

Yacía en un cuarto pequeño y limpio, con una cruz en la pared; estaba, en efecto, en un carro, con la cabeza vuelta hacia mí cuando entré, evitando de este modo un cara a cara instantáneo. Parecía, bueno, muy muerta: con los ojos cerrados y la boca entreabierta, más abierta en la comisura izquierda que en la derecha, lo que era muy típico de ella: con un cigarrillo colgado de la comisura derecha, hablaba por el otro lado hasta que la ceniza entraba en un equilibrio precario. Traté de imaginar su conciencia, tal como podría haber sido, en el momento del fallecimiento. Había sobrevenido un par de semanas después de su traslado desde el hospital a una residencia de ancianos. Para entonces ya sufría una demencia completa, de dos fases alternadas: en una de ellas creía aún que estaba al cargo de cosas y reñía continuamente a las enfermeras por errores imaginarios; en la otra reconocía que había perdido el control y se convertía de nuevo en una niña, y todos los familiares muertos estaban todavía vivos y tenía una importancia apremiante lo que acababa de decir su madre o su abuela. Antes de su demencia yo desconectaba muchas veces durante sus monólogos solipsistas; de repente, se había vuelto dolorosamente interesante. Yo no paraba de preguntarme de dónde salía todo aquel material y cómo el cerebro fabricaba aquella realidad falsa. Ahora tampoco podía reprocharle que sólo quisiera hablar de sí misma.

Me dijeron que había dos enfermeras con ella en el momento de la muerte, y que estaban ocupadas en darle la vuelta cuando ella acabó de «marcharse». Me gusta imaginar —porque habría sido característico, y la gente debería morir como ha vivido— que su último pensamiento fue para sí misma y algo como: «Oh, pues adelante.» Pero esto es sentimentalismo —lo que ella habría querido (o más bien lo que yo habría querido para ella)— y quizá, si es que pensó algo, se imaginó que volvía a ser niña y que, postrada por una fiebre molesta, le daban la vuelta un par de familiares muertos hacía mucho tiempo.

En la funeraria le toqué la mejilla varias veces y luego la besé en el flequillo. ¿Estaba tan fría porque había estado en el congelador o porque es natural que los muertos estén tan fríos? Y no, no tenía un aspecto horrible. No había nada exagerado en ella, y le habría complacido saber que tenía el pelo decentemente arreglado («Por supuesto que nunca me lo tino», se jactó una vez ante la mujer de mi hermano. «Es todo natural.»). Admito que querer verla muerta obedecía más a una curiosidad de escritor que a sentimientos filiales; pero tenía que despedirme de ella, a pesar del largo tiempo que me había exasperado. «Bravo, mamá», le dije en voz baja. Efectivamente, había muerto «mejor» que mi padre. Él había sobrellevado una serie de ataques y su decadencia se prolongó durante años; ella había pasado del primer ataque a la muerte de una forma en conjunto más rápida y eficiente. Cuando recogí la bolsa con su ropa en la residencia (una palabra que me indujo a preguntarme qué sería una residencia «no residencial»),[1] pesaba más de lo que me esperaba. Primero descubrí una botella de Harveys Bristol Cream, y luego, en una caja de cartón cuadrada, un pastel de cumpleaños intacto, comprado en una tienda por amigos del pueblo que la habían visitado en su ochenta y dos y definitivo aniversario.

Mi padre había muerto a la misma edad. Yo siempre me había imaginado que la suya sería para mí la muerte más dura, porque yo le había querido más, mientras que a lo sumo sentía un cariño irritado por mi madre. Pero sucedió al revés: lo que había esperado que fuese la muerte menor resultó más complicada, más peligrosa. La muerte de mi padre sólo fue su muerte; la de mi madre fue la muerte de ambos. Y la posterior limpieza de la casa se convirtió en la exhumación de lo que habíamos sido como familia; no constituíamos una de verdad desde los primeros trece o catorce años de mi vida. Ahora, por primera vez, inspeccioné el bolso de mi madre. Aparte de los objetos habituales, contenía un recorte del Guardian donde se enumeraban los veinticinco mejores bateadores ingleses de la posguerra (aunque ella nunca leía el Guardian); y una foto de nuestro perro de la infancia, Max, un golden retriever. Con una letra desconocida, estaba escrito en el reverso «Maxim: le chien» y P., uno de los assistants franceses de mi padre, debió de sacar la foto, o al menos escribir la nota, a principios de los años cincuenta.

P. era de Córcega, un tipo de trato fácil y que poseía el rasgo, para mis padres típicamente galo, de ventilarse el sueldo del mes en cuanto lo cobraba. Vino a pasar varias noches en casa hasta que encontrase alojamiento, y acabó quedándose un año entero. Mi hermano entró en el cuarto de baño una mañana y descubrió a aquel desconocido afeitándose delante del espejo. «Si te vas de aquí», le informó el hombre con la cara cubierta de espuma, «te contaré la historia de Beezy-Weezy.» Mi hermano se marchó y resultó que P. sabía una serie completa de las aventuras que le habían sucedido a Beezy-Weezy, ninguna de las cuales recuerdo. También poseía una vena artística: hacía estaciones de tren con paquetes de cornflakes y una vez regaló a mis padres —quizá en lugar del alquiler— dos pequeños paisajes que había pintado. Colgaron de la pared durante toda mi infancia y me parecían increíblemente habilidosos, pero entonces me lo habría parecido el cuadro más remotamente figurativo.

En cuanto a Max, o se había escapado o —ya que no podíamos imaginar que nos hubiese abandonado— nos lo habían robado, poco después de que le hicieran la foto; y estuviera donde estuviese, debía de llevar más de cuarenta años muerto. Aunque a mi padre le habría gustado, mi madre nunca quiso tener otro perro.

Habida cuenta de mi historial familiar de fe atenuada, combinada con irreligión enérgica, yo podría, como parte de la rebeldía adolescente, haberme convertido en un devoto. Pero ni el agnosticismo de mi padre ni el ateísmo de mi madre tuvieron nunca una expresión plena, y mucho menos fueron presentados como actitudes ejemplares, por lo que quizá no justificaban la rebelión. Supongo que de haber sido posible podría haberme hecho judío. Fui a una escuela en que, de novecientos chicos, unos ciento cincuenta eran judíos. En conjunto, tanto en el atuendo como socialmente, parecían más avanzados; llevaban mejor calzado —uno de mi edad hasta tenía un par de botas de caña corta, con los lados elásticos— y sabían de chicas. También tenían más días de vacaciones, un privilegio obvio. Y hubiera causado un provechoso escándalo a mis padres, que profesaban el antisemitismo moderado propio de su edad y de su clase. (Cuando pasaban los títulos de crédito de una obra de teatro para televisión y aparecía un nombre como Aaronson, uno de los dos comentaba irónicamente: «Otro gales.») Pero no observaban una conducta distinta con mis amigos judíos, uno de los cuales se llamaba —al parecer con motivo— Alex Brilliant. Hijo de un estanquero, Alex leía a Wittgenstein a los dieciséis años y escribía una poesía cargada de ambigüedades, dobles, triples, cuádruples como bypasses. Era mejor que yo en inglés y consiguió una beca para Cambridge, y a partir de entonces lo perdí de vista. A lo largo de los años a veces me imaginaba su éxito supuesto en una de las profesiones liberales. Tenía yo más de cincuenta años cuando me enteré de que aquella conjetura biográfica era pura fantasía. Alex se había suicidado —con pastillas, por una mujer— cuando frisaba la treintena, hace media vida mía.

Así que yo no tenía una fe que perder, sino sólo una resistencia, que parecía más heroica de lo que era, al blando régimen de referencias a Dios que entrañaba una educación inglesa: clases de historia sagrada, himnos y oraciones matutinas, el oficio anual de Acción de Gracias en la catedral de Saint Paul. Y nada más, aparte del papel de segundo pastor en una pieza navideña en la primaria. No me bautizaron ni fui nunca a la escuela dominical. No he asistido en mi vida a un oficio religioso normal. Voy a bautismos, bodas, funerales. Voy continuamente a iglesias, pero por razones arquitectónicas; y, más ampliamente, para captar un sentido de lo que fue en otro tiempo la «britanidad».

Mi hermano tenía una experiencia litúrgica ligeramente mayor que la mía. Como lobato de los exploradores, asistía a un par de servicios religiosos. «Creo recordar mi perplejidad, la de un antropólogo infantil en medio de los antropófagos.» Cuando le pregunto cómo perdió la fe, responde: «No la perdí nunca, porque nunca la tuve. Pero comprendí que todo era un timo el 7 de febrero de 1952, a las nueve de la mañana. El señor Ebbets, director de la escuela primaria de Derwentwater, anunció que el rey había muerto, que había ido con Dios a la gloria eterna y la felicidad del cielo y que en consecuencia todos llevaríamos un brazalete negro durante un mes. Me pareció que allí había gato encerrado, y cuánta razón tenía. No se me cayó la venda de los ojos, no hubo una sensación de pérdida, de que había una laguna en mi vida, etc., etc. Espero», añade, «que esta historia sea cierta. Es desde luego un recuerdo muy claro y duradero; pero ya sabes lo que es un recuerdo.»

Mi hermano tendría nueve años recién cumplidos en la época en que murió Jorge VI (yo tenía seis, pero no me acuerdo de las palabras de Ebbets ni de los brazaletes negros). Mi abandono definitivo del vestigio, o posibilidad, de la religión ocurrió en una edad más tardía. Siendo adolescente, encorvado sobre un libro o revista en el cuarto de baño, solía decirme a mí mismo que Dios no podía existir porque la idea de que pudiera estar observándome mientras me masturbaba era absurda; era más absurda aún la de que todos mis antepasados difuntos estuviesen colocados en fila y también mirando. Tenía además otros argumentos racionales, pero lo que acabó con él fue aquella sensación poderosamente persuasiva; una sensación asimismo interesada, por supuesto. La idea de que el abuelo y la abuela observaran lo que me traía entre manos me habría causado una seria zozobra.

Al recordar esto, sin embargo, me pregunto por qué no pensé en más posibilidades. ¿Por qué presupuse que Dios, si estaba mirando, desaprobaba forzosamente que yo vertiese mi semen? ¿Por qué no se me ocurrió pensar que si el cielo no se desplomaba al presenciar mi ferviente e inagotable actividad, quizá fuera porque el cielo no la consideraba un pecado? Tampoco se me ocurrió imaginar que mis antepasados sonriesen al observar mis acciones: adelante, hijo, disfrútalo mientras lo tengas, no podrás hacer eso cuando seas un espíritu incorpóreo, así que hazte otra por nosotros. Quizá el abuelo se hubiese sacado la pipa celestial de la boca y hubiera susurrado, con tono cómplice: «Una vez conocí a una chica encantadora que se llamaba Mabel.»

En la escuela elemental nos probaban la voz. Íbamos uno por uno a la pizarra e intentábamos cantar una canción fácil, acompañados por el profesor. Después nos ponían en uno de los dos grupos: las voces agudas y las voces graves (un resto del mundo musical). Estas etiquetas eran un amable eufemismo, ya que faltaban años para que nos cambiase la voz; y recuerdo la indulgencia de mis padres cuando les informé, como si fuera un logro, del grupo en que me habían incluido. Mi hermano también tenía una voz grave, aunque le esperaba una mayor humillación. En el colegio siguiente también nos sometieron a una prueba y «un hombre repulsivo, llamado Walsh o Welsh» —me recuerda mi hermano— nos dividió en los grupos A, B y C. ¿La causa de la persistente animosidad de mi hermano, más de medio siglo después? «Creó para mí un grupo especial, el D. Me costó unos años superar el odio a la música.»

En aquel colegio, la música venía todas las mañanas uncida a un órgano atronador e himnos disparatados. «Hay a lo lejos una colina verde / fuera de los muros de una ciudad / donde crucificaron al amado Señor / que murió para salvarnos a todos.» La melodía era menos monótona que la mayoría; pero ¿para qué querría alguien construir una muralla alrededor de una colina verde? Más adelante, cuando comprendí que fuera de los muros significaba «extramuros», desplacé mi perplejidad a «verde». ¿Hay una colina verde? ¿En Palestina? Ahora que llevábamos pantalón largo no estudiábamos mucha geografía (si eras listo te deshacías de ella), pero hasta yo sabía que allí todo era arena y piedras. No me sentía un antropólogo en medio de antropófagos —ahora formaba parte de un quórum de escepticismo—, pero desde luego presentía una distancia entre palabras que me eran familiares y el sentido que contenían.

Una vez al año, el día de los premios del alcalde, cantábamos «Jerusalén», que había sido adoptada como la canción del colegio. Era una tradición entre los chicos más revoltosos —una pandilla de voces graves no reformadas— lanzar en un momento determinado un fortissimo que no estaba en la partitura y que suscitaba ceños fruncidos: «Tráeme mis flechas [ligera pausa] DE-DEE-SEO.» ¿Sabía yo que la letra era de Blake? Lo dudo. Tampoco hacían ningún intento de fomentar la religión por medio de la belleza de su lenguaje (quizá lo considerasen evidente). Teníamos un profesor viejo de latín al que le gustaba desviarse del texto y exponer meditaciones personales que ahora comprendo que constituían una técnica calculada. Se presentaba como un clérigo mojigato y sobrio, pero después mascullaba, como si se le acabara de ocurrir, algo como: «Sólo era la hija de un árabe, pero deberíais haber visto la franja de Gaza»[2], un chiste demasiado escabroso para contárselo a mis padres, que también eran docentes. En otra ocasión, se puso satírico a propósito del absurdo título de un libro, La Biblia pensada para leerse como literatura. Nos reímos con él, pero desde un punto de vista opuesto: la Biblia (aburrida) evidentemente no estaba pensada para leerse como literatura (divertida), QED.

Entre nosotros, cristianos nominales, había unos cuantos chicos devotos, pero se les consideraba un poco raros, tan singulares —y raros— como el profesor que llevaba una alianza matrimonial y que se ruborizaba fácilmente (también era devoto). Al final de la adolescencia, tuve una vez una experiencia extracorpórea, y quizá dos: la sensación de estar cerca del techo, mirando desde arriba mi cuerpo deshabitado. Se lo conté al condiscípulo con las botas de lados elásticos, pero no a mi familia; y si bien encontré que esto era motivo de cierto orgullo (¡está pasando algo!), no deduje de ello ningún significado, y mucho menos religioso.

Fue probablemente Alex Brilliant el que comunicó el anuncio nietzscheano de que Dios estaba oficialmente muerto, lo que quería decir que podíamos hacernos pajas tanto más alegremente. Uno hacía su vida, ¿no?: de esto trataba el existencialismo. Y nuestro brioso profesor de inglés estaba implícitamente en contra de la religión. Al menos citó al Blake que sonaba como el opuesto de «Jerusalén»: «Pues el viejo Diosnadie en lo alto, pedorreaba y eructaba y tosía.» ¡Dios pedorrear! ¡Dios eructar! ¡Esto demostraba que no existía! (Una vez más, nunca pensé en aducir estos rasgos humanos como argumentos en pro de la existencia, de hecho la naturaleza comprensiva, de la deidad.) También nos citó el sombrío resumen que hace Eliot de la vida humana: nacimiento, copulación y muerte. A mitad de camino de su propio tránsito natural, este profesor de inglés, al igual que Alex Brilliant, se quitaría la vida, con pastillas y alcohol, en un pacto de suicidio con su mujer.

Yo fui a Oxford. Me pidieron que visitara al capellán del college, que me explicó que como becario tenía derecho a leer la lectura en la capilla. Recién liberado de las compulsiones del culto hipócrita, contesté: «Me temo que soy un ateo feliz.» No hubo consecuencias: ni truenos ni pérdida de la toga de becario ni rictus de desaprobación; terminé mi jerez y me marché. Uno o dos días después, el capitán de remo llamó a mi puerta y me preguntó si quería hacer una prueba en el río. Contesté, con quizá mayor audacia, tras haber afrontado al capellán: «Me temo que soy un esteta.» Ahora me estremezco al recordar esta respuesta (y más bien desearía haber remado); pero tampoco hubo consecuencias. No irrumpió en mi cuarto una banda de pendencieros con intención de romperme la porcelana azul que yo no poseía, o de meter mi cabeza libresca en la taza del retrete.

Pude declarar mi posición, pero la timidez me impidió defenderla. Si yo hubiera sido elocuente —o grosero—, podría haber explicado al clérigo y al remero que ser ateo y esteta iban de la mano: del mismo modo que para ellos, en otro tiempo, ser musculoso y cristiano. (Aunque el deporte quizá pudiese facilitar todavía una analogía útil: ¿no había dicho Camus que la respuesta correcta al sinsentido de la vida era inventar reglas para el juego, como nosotros habíamos hecho con el fútbol? Yo podría incluso haber citado —en mi rechazo imaginario— estos versos de Gautier: «Les dieux eux mémes meurent. / Mais les vers souverains / Demeurent / Plus forts que les airains.» [También los dioses mueren, / pero los versos soberanos / permanecen, / más fuertes que los bronces.] Podría haber explicado que el rapto religioso hacía mucho tiempo que había cedido el paso al trance estético, y quizá rematarlo con una sorna barata sobre el hecho de que era patente que Santa Teresa no veía a Dios en aquella famosa escultura extática, sino que gozaba de algo mucho más corporal.

Cuando dije que era un ateo feliz, debía entenderse que el adjetivo se aplicaba al sustantivo y nada más. Estaba contento de no creer en Dios; estaba contento de haber obtenido éxito académico hasta entonces; y eso era todo. Me consumían inquietudes que intentaba ocultar. Si bien era intelectualmente capaz (aunque sospechaba que yo era sólo alguien entrenado para aprobar exámenes), era social, emocional y sexualmente inmaduro. Y si me alegraba de haberme liberado del viejo Diosnadie, no dejaban de preocuparme las consecuencias. No había Dios, cielo ni vida de ultratumba; así pues, la muerte, por lejana que estuviera, figuraba en la agenda de un modo totalmente distinto.

En mi periodo universitario, pasé un año en Francia, dando clases en un colegio católico en Bretaña. De los curas con los que vivía me sorprendió que fuesen tan variados humanamente como los laicos. Uno era apicultor, el otro druida; uno apostaba a los caballos, el otro era antisemita; uno joven hablaba de la masturbación a sus alumnos; otro viejo era adicto a las películas de la televisión, aunque después le gustaba despreciarlas con la altiva frase de que «carecían tanto de interés como de moralidad». Algunos de los curas eran inteligentes y refinados; otros eran estúpidos y crédulos; algunos, obviamente piadosos y otros escépticos hasta un grado de blasfemia. Recuerdo la conmoción en la mesa del refectorio cuando el subversivo Pére Marais empezó a pinchar al druídico Pére Calvard sobre cuál de sus pueblos natales respectivos tendría un Espíritu Santo de mayor calidad en la Pascua de Pentecostés. Fue también allí donde vi mi primer cadáver: el del Pére Roussel, un joven cura docente. Expusieron su cuerpo en una antesala junto a la entrada principal del colegio; alentaron a visitarlo a alumnos y profesores. Yo me limité a mirar por el cristal de la puerta doble, diciéndome que era una muestra de tacto, cuando con toda probabilidad no era más que miedo.

Los curas me trataban con una amabilidad un poco burlona y un poco incomprensiva. «Ah», decían, parándome en el pasillo; me tocaban el brazo y me dirigían una sonrisa tímida: «La perfide Albion.» Entre ellos había un tal Pére Hubert de Goésbriand, un individuo corto de luces, pero de buen corazón, cuyo grandioso y aristocrático apellido bretón le pegaba tan poco que podría haberle tocado en una tómbola. Tendría poco más de cincuenta años, y era rechoncho, lento, calvo y sordo. Su placer principal en la vida era gastar bromas pesadas a la hora de las comidas al tímido secretario del colegio, Lhomer: subrepticiamente le deslizaba cubiertos en el bolsillo, le soplaba humo de cigarrillo en la cara, le hacía cosquillas en el cuello y le colocaba de improviso el tarro de mostaza debajo de la nariz. El secretario mostraba una auténtica entereza cristiana ante aquellas fastidiosas provocaciones cotidianas. Al principio, Pére de Goésbriand solía clavarme un dedo en las costillas o tirarme del pelo cada vez que nos cruzábamos, hasta que alegremente le llamé bastardo y le paré así los pies. En la guerra le habían herido en la nalga izquierda («¡Mientras huías, Hubert!» «No, estábamos rodeados»), por lo que viajaba con tarifa reducida y estaba suscrito a una revista para Anciens Combattants. Los otros curas le trataban con una indulgencia apenada. «Pauvre Hubert» era el comentario más común que se oía en las comidas, bien como un aparte mascullado o gritado directamente a la cara.

De Goésbriand acababa de celebrar sus veinte años de sacerdocio y se tomaba la fe con mucha franqueza. Le escandalizó enterarse, al escuchar una conversación que tuve con el Pére Marais, de que yo no estaba bautizado. Al Pauvre Hubert le preocupó inmediatamente mi situación y me expuso las funestas consecuencias teológicas: que sin el bautismo no tenía la posibilidad de entrar en el cielo. Quizá debido a mi condición de paria, en ocasiones reconocía ante mí las frustraciones y restricciones de la vida sacerdotal. Un día me confesó con cautela: «No pensarás que soportaría todo esto si no creyera que al final está el paraíso, ¿verdad?»

En aquel entonces, en parte me impresionaba este pensamiento práctico y en parte me horrorizaba una vida malgastada por una vana esperanza. Pero el cálculo de Pére de Goésbriand tenía una historia distinguida, y yo podría haber descubierto en ella una versión prosaica de la famosa apuesta de Pascal. Parece una apuesta sencilla. Si eres creyente y resulta que Dios existe, ganas. Si crees y resulta que Dios no existe, pierdes, pero no es ni la mitad de malo de lo que sería decidir no creer y descubrir después de la muerte que Dios sí existe. No es quizá tanto un argumento de lo que un ejemplo de posicionamiento interesado, digno del cuerpo diplomático francés; aunque la apuesta primordial sobre la existencia de Dios depende de una segunda y simultánea apuesta sobre Su naturaleza. ¿Y si Dios no es como imaginamos? ¿Y si, por ejemplo, desaprueba a los que apuestan, sobre todo a aquellos cuya supuesta creencia en Él depende de una mentalidad de juego de azar? ¿Y quién decide quién gana? No nosotros: Dios quizá prefiera al dubitativo sincero que al adulador oportunista.

La apuesta pascaliana resuena a lo largo de los siglos y siempre encuentra apostadores. He aquí una versión extrema de hombre de acción. En junio de 2006, en el zoo de Kiev, un hombre se descolgó con una cuerda en la isleta donde viven los leones y los tigres. Mientras descendía gritaba a la multitud boquiabierta. Un testigo declaró que decía: «Al que cree en Dios no le harán daño los leones»; otro, el más desafiante: «Dios me salvará, si existe.» El provocateur metafísico llegó al suelo, se descalzó y caminó hacia los animales, momento en el cual una leona irritada lo derribó y le destrozó la arteria carótida. ¿Prueba esto que: a) el hombre estaba loco?; b) ¿que Dios no existe?; c) ¿que Dios sí existe, pero que no se mostrará mediante ardides tan toscos?; d) ¿que Dios existe, y acaba de demostrar que es un irónico?; e) ¿ninguna de todas estas posibilidades?

Y he aquí la apuesta que casi no lo parece: «¡Vamos, cree! No pierdes nada.» Esta versión, parecida al té flojo, el cansino murmullo de un hombre con un dolor de cabeza metafísico, proviene de los cuadernos de Wittgenstein. Si fueras la Deidad, quizá no te impresionase mucho un respaldo tan tibio. Pero algunas veces, probablemente, que «no pierdes nada», aparte de que no es verdad, a algunos podría parecerles una pérdida irreducible, innegociable.

Sirva de ejemplo: unos veinte años antes de escribir esta nota, Wittgenstein trabajaba de profesor en varios pueblos remotos de la baja Austria. Los lugareños le consideraban austero y excéntrico, pero entregado a sus alumnos; además, a pesar de sus propias dudas religiosas, estaba dispuesto a empezar y acabar cada día lectivo con el padrenuestro. Cuando enseñaba en Trattenbach, llevó a sus alumnos a una excursión escolar a Viena. Como la estación más cercana se encontraba en Gloggnitz, a unos veinte kilómetros, la excursión comenzó con una caminata pedagógica a través del bosque que había entre las dos localidades, y pidió a los niños que identificaran las plantas y las piedras que habían estudiado en clase. En Viena pasaron dos días haciendo lo mismo con muestras de arquitectura y tecnología. Después tomaron el tren de regreso a Gloggnitz. Cuando llegaron anochecía. Emprendieron la caminata de veinte kilómetros. Wittgenstein, intuyendo que muchos de los alumnos estaban asustados, iba de uno a otro, diciendo en voz baja: «¿Tienes miedo? Pues entonces sólo tienes que pensar en Dios.» Estaban, literalmente, en un bosque oscuro. ¡Vamos, cree! No pierdes nada. Y así era, en teoría. Un Dios inexistente al menos te protegerá de los inexistentes elfos, duendecillos y demonios del bosque, aunque no de los lobos y osos (y leonas) existentes.

Un experto en Wittgenstein señala que aunque el filósofo no era «una persona religiosa», había en él, «en cierto sentido, la posibilidad de religión»; pero su idea de ella era menos la creencia en un creador que un sentimiento de pecado y un deseo de juicio. Pensaba que «la vida puede enseñarte a creer en Dios»: es una de sus últimas notas. También se imaginaba respondiendo a la pregunta de si sobreviviría o no a la muerte, y contestaba que no podía decirlo: no por las razones que tú o yo podríamos aducir, sino porque «no tengo una idea clara de lo que estoy diciendo cuando digo "No dejo de existir"». No creo que muchos de nosotros lo sepamos, salvo los fundamentalistas y los que se inmolan esperando recompensas muy concretas. No obstante, seguramente está más a nuestro alcance entender lo que esto significa que lo que podría dar a entender.

Si me declaré ateo a los veinte y agnóstico a los cincuenta, no es porque entretanto haya adquirido más conocimiento: sólo una mayor conciencia de mi ignorancia. ¿Cómo podemos estar seguros de que conocemos lo suficiente para conocer? Al igual que los materialistas neodarwinianos del siglo XXI, convencidos de que el sentido y el mecanismo de la vida sólo han estado plenamente claros desde el año 1859, nos consideramos categóricamente más sabios que aquellos crédulos postrados de rodillas que, hace un soplo de tiempo, creían en un propósito divino, un mundo ordenado, la resurrección y un Juicio Final. Pero aunque estemos mejor informados no hemos evolucionado más ni somos ciertamente más inteligentes que ellos. ¿Qué nos asegura que nuestro conocimiento es tan definitivo?

Mi madre habría dicho, y dijo, que era «mi edad»: como si, ahora que el fin se acercaba, la precaución metafísica y un miedo cerval estuviesen debilitando mi determinación. Pero se habría equivocado. La conciencia de la muerte me llegó temprano, a mis trece o catorce años. El crítico francés Charles du Bos, amigo y traductor de Edith Wharton, creó una expresión útil para este momento: le réveil mortel. ¿Cuál es la mejor traducción de esto? «El despertador mortal» suena un poco a un servicio hotelero. «¿Conocimiento de la muerte», «despertar a la muerte?»: demasiado germánico. «¿La conciencia de la muerte?»: pero esto sugiere más un estado que un particular descubrimiento cósmico. En algunos sentidos, la (primera) mala traducción de la expresión de Du Bos es la buena: es como estar en una habitación de hotel desconocida donde el despertador está puesto en la hora fijada por el ocupante anterior, y a una hora infame te saca de repente del sueño para sumirte en la oscuridad, el pánico y una atroz conciencia de que vives en un mundo alquilado.

Mi amigo R. me preguntó hace poco con cuánta frecuencia pienso en la muerte, y en qué circunstancias. Una vez al día, como mínimo, en las horas diurnas, contesté; y están los intermitentes ataques nocturnos. La mortalidad se cuela a menudo en mi conciencia cuando el mundo exterior presenta un paralelo obvio: cuando anochece, cuando los días se acortan o hacia el final de un largo día. Un poco más original, quizá, la llamada del despertador me suena al comienzo de un acontecimiento deportivo en la televisión: especialmente, por alguna razón, durante el torneo de rugby de las Cinco Naciones (ahora Seis). Le dije a R. todo esto, disculpándome por lo que podría parecer una exposición demasiado indulgente sobre el tema. El respondió: «Tus pensamientos sobre la muerte parecen SANOS. No paranoicos como los de G [nuestro amigo común]. Los míos son requetéparanoicos. Siempre lo han sido: del tipo HAZLO YA. Una escopeta en la boca. He mejorado mucho desde que la policía del valle del Támesis vino a confiscarme mi escopeta de calibre 12 porque me habían oído en Desert Island Discs. Ahora sólo tengo una de aire comprimido [de su hijo]. No vale. No hay explosión. Así que PASAREMOS LA VEJEZ JUNTOS.»

La gente se prestaba más a hablar de la muerte: no de la muerte y la vida posterior, sino de la muerte y la extinción. En la década de 1920, Sibelius iba al restaurante Kamp de Helsinki y se unía a la llamada «mesa limón»: el limón es el símbolo chino de la muerte. A él y a sus acompañantes —pintores, industriales, médicos y abogados— no sólo se les permitía, sino que se les exigía que hablaran de la muerte. En París, pocas décadas antes, el disperso grupo de escritores que asistían a las comidas del restaurante Magny —Flaubert, Turguéniev, Edmond de Goncourt, Daudet y Zola— comentaba el tema de un modo amistoso y ordenado. Todos eran ateos o agnósticos serios; temían a la muerte pero no la evitaban. «La gente como nosotros», escribió Flaubert, «debería profesar la religión del desespero. Hay que ponerse a la altura del propio destino, es decir, impasible como él. A fuerza de decirte "¡Es así! ¡Es así!", y de mirar al pozo negro que se abre a tus pies, conservas la calma.»

Nunca he deseado el sabor de una escopeta en la boca. Comparado con esto, mi miedo a la muerte es de baja intensidad, razonable, práctico. Y uno de los problemas de convocar una nueva mesa limón o comida en Magny sería que algunos de los comensales se volverían competitivos. ¿Por qué la mortalidad habría de ser un objeto de jactancia masculina menor que los coches, los ingresos, las mujeres, el tamaño de la polla? «Sudores nocturnos, gritos..., ¡ja!, eso son juegos de niños. Verás cuando tengas...» Y así nuestra angustia privada podría parecer no sólo banal sino de escaso voltaje. LA MUERTE ME DA MÁS MIEDO QUE A TI Y A Mí SE ME EMPINA MÁS VECES.

Por otra parte, sería la única ocasión en que te alegrarías de salir perdiendo en una sesión de bravatas masculinas. Uno de los pocos consuelos de la conciencia de la muerte es que siempre hay alguien —casi siempre— en peor situación que tú. No sólo R., sino también nuestro amigo común G. Es el que más pronto ganó la medalla de oro de la tanatofobia por haber experimentado le réveil mortel a la edad de cuatro años (¡Cuatro! ¡Serás cabrón!). El despertar le causó una impresión tan profunda que se pasó la infancia contemplando la inexistencia eterna y la infinitud terrible. En la madurez, sigue estando más obsesionado que yo por la muerte; además es más propenso a depresiones mucho más fuertes. Hay nueve criterios básicos para un episodio de depresión grave (desde el humor depresivo la mayor parte del día, pasando por el insomnio y los sentimientos de insignificancia, hasta los pensamientos recurrentes de la muerte y las ideas de suicidio recurrentes). Presentar cualquiera de los cinco durante un periodo de dos semanas es suficiente para un diagnóstico de depresión. Hará unos diez años, G. ingresó en el hospital después de haber obtenido un pleno de nueve criterios sobre nueve. Me lo contó sin ningún ánimo competitivo (hace mucho que he dejado de competir con él), aunque con cierta sensación de triunfo lúgubre.

Todo tanatófobo necesita el consuelo temporal de un caso peor. Yo tengo a G. y él tiene a Rachmaninov, un hombre aterrado tanto por la muerte como por la posibilidad de que se pudiera sobrevivir a ella; un compositor que introdujo el Dies Irae en su música más veces que ningún otro; un cinéfilo que salía disparado y delirando de la sala durante la escena inaugural del cementerio en Frankenstein. Rachmaninov sólo sorprendía a sus amigos cuando no quería hablar de la muerte. Una ocasión típica: en 1915 fue a visitar a la poetisa Marietta Shaginyan y a la madre de ésta. Primero pidió a la madre que le leyera la buenaventura en las cartas, a fin de averiguar (por supuesto) cuánto tiempo le quedaba de vida. Después se sentó a hablar de la muerte con la hija: el texto que había elegido aquel día era un cuento de Artzibashev. Había a mano un bol de pistachos salados. Rachmaninov se comió un puñado, habló de la muerte, desplazó la silla para arrimarse al cuenco, comió otro puñado, habló de la muerte. De repente, se interrumpió y se rió. «Los pistachos me han espantado el miedo. ¿Sabéis dónde se ha ido?» Ni la poetisa ni su madre supieron responder a esta pregunta, pero cuando Rachmaninov partió hacia Moscú, le dieron para el viaje un saco entero de pistachos, «para curarle el miedo a la muerte». Si G. y yo jugáramos a compositores rusos, yo igualaría (o subiría) su apuesta con Shostakóvich, un talento superior y que igualmente rumiaba el pensamiento de la muerte. «Deberíamos pensar más en ella», dijo, «y hacernos a la idea de su presencia. No podemos consentir que el miedo se nos eche encima por sorpresa. Tenemos que convertirlo en algo familiar, y una forma de hacerlo es escribir al respecto. No creo que escribir sobre la muerte y pensar en ella sea característico sólo de los viejos. Creo que si la gente empezara antes a pensar en la muerte cometería menos errores estúpidos.»

Dijo también: «El miedo a la muerte quizá sea la emoción más intensa que existe. A veces pienso que no hay un sentimiento más profundo.» Estas ideas no las expresaba en público. Shostakóvich sabía que la muerte —a menos que revistiese la forma de un martirio heroico— no era un tema adecuado para el arte soviético, que era «como limpiarte la nariz con la manga delante de testigos». No podía permitir que en sus partituras ardiera el fuego del Dies Irae; tenía que estar musicalmente escondido. Pero el compositor cauteloso fue juntando el valor de pasarse la manga por los orificios nasales, sobre todo en su música de cámara. Sus últimas obras a menudo contienen largas, lentas y meditabundas invocaciones a la mortalidad. El compositor aconsejó una vez lo siguiente al violinista del Cuarteto de Beethoven, sobre el primer movimiento del cuarteto número quince: «Tócalo de tal manera que las moscas caigan muertas en el aire.»

Cuando mi amigo R. habló de la muerte en Desert Island Disc, la policía le confiscó la escopeta. Cuando lo hice yo, recibí diversas cartas señalando que mis miedos se curarían mirándome interiormente, abriéndome a la fe, yendo a la iglesia, aprendiendo a rezar, etc. El cuenco de pistachos teológico. Mis corresponsales no eran precisamente paternalistas —algunos eran sensibleros, otros severos—, pero parecían dar a entender que esta solución podría parecerme nueva. Como si yo fuera miembro de una tribu de alguna selva tropical (como si de serlo no habría tenido mis propios rituales y sistema de fe), en vez de alguien que habla en un momento en que la religión cristiana se aproxima a su extinción en mi país, en parte porque familias como la mía no son creyentes desde hace más de un siglo.

Un siglo es lo máximo que consigo remontarme en lo referente a mi familia. Me he convertido, por defecto, en nuestro archivero. Un cajón de poco fondo, a unos pocos metros de donde estoy escribiendo, alberga toda la documentación: las partidas de nacimiento y los certificados de matrimonio y de defunción; los testamentos y sus copias autenticadas; las cualificaciones profesionales, referencias y recomendaciones; los pasaportes, cartillas de racionamiento, carnets de identidad (y cartes d'identité); los álbumes de recortes, los cuadernos y los recuerdos. Ahí están las letras de las canciones cómicas que mi padre escribió (para interpretarlas con esmoquin, apoyado en el piano, mientras un colega del colegio o del ejército le hacía un lánguido acompañamiento de nightclub), sus menús firmados, programas de teatro y tarjetas de puntuación de criquet a medio llenar. Ahí están el libro de anfitriona de mi madre, sus listas de felicitaciones navideñas y de acciones de bolsa. Están los telegramas y los aerogramas (pero no cartas) que se enviaron mis padres durante la guerra. Están las notas de sus hijos y los informes de desarrollo físico, los programas de los días de premios escolares, los certificados de natación y atletismo —veo que en 1955 fui el primero en salto de longitud y tercero en carreras, mientras que mi hermano una vez llegó el segundo en la carrera de carretillas con Dion Shirer—, junto con pruebas documentales de méritos olvidados hace mucho, como mi certificado de asistencia diaria durante un trimestre de la escuela primaria. Están también las medallas del abuelo en la Primera Guerra Mundial, prueba de que estuvo en Francia en 1916—1917, una época de la que nunca hablaba.

Este somero cajón también es lo bastante grande para contener el archivo fotográfico de la familia. Paquetes con la etiqueta «nosotros», «Los chicos» y «Antigüedades», con la letra de mi padre. Ahí está con su toga de director del colegio y su uniforme de la RAF, la corbata negra, los pantalones cortos de excursión y los blancos de criquet, normalmente con un cigarrillo en la mano o la pipa en la boca. Ahí está la ropa chic de mamá, de confección casera, su pudoroso bañador de dos piezas y el elegante vestido para una cena baile masónica. Ahí está el assistant francés que probablemente fotografió a Maxim: le chien y el assistant posterior que ayudó a dispersar las cenizas de mis padres en la costa occidental de Francia. Ahí estamos mi hermano y yo en tiempos más jóvenes y rubios, luciendo una gama de prendas de punto, acompañados de perro, balón de playa y carretilla juvenil; aquí, sentados de través en el mismo triciclo; ahí, en una polyphoto múltiple, amplia y dispersa, que más adelante enmarcaron en cartón como «recuerdos del campo de juego de Nestlé», Olympia, 1950.

Ahí está también el archivo fotográfico del abuelo, un álbum rojo encuadernado en tela y titulado «Escenas de carreteras y caminos», comprado en Colwyn Bay en agosto de 1913. Abarca el periodo 1912 a 1917, tras el cual, al parecer, colgó la cámara. Ahí están Bert y su hermano Percy, Bert y su novia Nell, y luego los dos el día de su boda: el 4 de agosto de 1914, el día en que estalló la Primera Guerra Mundial. Ahí, entre las descoloridas imágenes sepia de parientes y amigos inidentificables, hay una desfiguración súbita: la fotografía de una mujer con una blusa blanca, sentada en una silla plegable, fechada en «Sept. 1915». Junto a esta fecha, ha sido más o menos borrada una marca de lápiz: ¿un nombre?, ¿un lugar? La cara de la mujer ha sido rasgada y perforada con tanta malevolencia que sólo son visibles su barbilla y el pelo hirsuto, como Weetabixy. Me pregunto quién haría esto, y por qué, y a quién.

En mi adolescencia tuve mi propio periodo fotográfico, que incluía un modesto proceso casero: la cubeta de plástico para el revelado, la luz anaranjada del cuarto oscuro y el marco para los contactos. En algún momento de aquel entusiasmo, respondí a un anuncio en una revista para pedir un producto mágico, pero barato, que prometía convertir mis humildes copias en blanco y negro en fotos de colores vivos y lustrosos. No recuerdo si consulté a mis padres antes de pedirlo o si me quedé decepcionado cuando resultó que el equipo prometido consistía en un cepillito y unos rectángulos de pintura de colores que se adherían al papel fotográfico. Pero me puse a trabajar e hice más vivido el archivo gráfico de mi familia, aunque no más verídico. Ahí está papá con un reluciente pantalón amarillo de pana y un suéter verde contra un jardín monocromo; el abuelo con pantalones de un verde idéntico, la abuela con una blusa verde diluida. Los tres tienen las manos y la cara de un color rosa sofocado y sobrenatural.

Mi hermano desconfía de la verdad esencial de los recuerdos; yo desconfío del color que les ponemos. Todos tenemos nuestra barata caja de acuarelas, comprada por correo, y nuestros tonos preferidos. Así, unas páginas antes yo evocaba a la abuela como «menuda y transigente». Mi hermano, si le preguntas, saca su pincel y, por el contrario, la pinta «baja y mandona». Su álbum mental también contiene más instantáneas que el mío de una singular familia de tres generaciones durante una excursión a Lundy Island a principios de los años cincuenta. Para la abuela fue sin duda la única vez en que abandonó la masa continental británica; para el abuelo, la primera desde su regreso de Francia en 1917. El mar estaba picado aquel día, la abuela marcadísima, y cuando llegamos a Lundy nos dijeron que había demasiada marejada para desembarcarnos. Mis recuerdos de todo esto son de un sepia desvaído, los de mi hermano todavía chillones. Describe a la abuela bajo cubierta durante todo el viaje, vomitando en una serie de tazones de plástico, mientras el abuelo, con la gorra de lana calada hasta las cejas, recibía obstinadamente cada receptáculo lleno. En lugar de tirarlos, los colocaba en fila encima de una estantería, como para avergonzarla. Creo que este recuerdo de la infancia es el favorito de mi hermano.

¿Menuda o solamente baja, transigente o mandona? Nuestros diferentes adjetivos reflejan recuerdos deshilvanados de sentimientos olvidados hace mucho. No tengo modo de averiguar por qué yo prefería a la abuela, o ella a mí. ¿Temía yo el autoritarismo del abuelo (aunque nunca me pegó), y consideraba que su modelo de virilidad era más rudo que el de papá? ¿Me atraía simplemente la abuela como presencia femenina, de las que había tan pocas en nuestra familia? Aunque mi hermano y yo la conocimos durante veinte años, apenas recordamos algo que ella dijese. Los dos ejemplos que ha conservado son de momentos en que enfureció a nuestra madre; puede que sus palabras, por tanto, se hayan grabado más por su efecto delicioso que por su contenido intrínseco. El primero fue una noche de invierno en que mi madre se estaba calentando al lado del fuego. La abuela le aconsejó: «No te pongas tan cerca, te vas a estropear las piernas.» El segundo data de casi una generación más tarde. A C, la hija de mi hermano, que entonces tenía unos dos años, le ofrecieron un pedazo de pastel y lo aceptó sin dar las gracias. «Di gracias, querida», le indicó su bisabuela, ante lo cual «nuestra madre se puso hecha una fiera porque alguien había proferido una vulgaridad semejante».[3]

Fragmentos así, ¿dicen algo más sobre la abuela, nuestra madre o mi hermano? ¿Son indicios de un carácter mandón? Caigo en la cuenta de que las pruebas que tengo yo de su «transigencia» son en realidad inexistentes; pero quizá sea así por definición. Y aunque busque en mi memoria no encuentro una sola cita directa de esta mujer a la que creo que amé cuando era un niño; sólo una indirecta. Mucho después de que la abuela hubiese muerto, mamá me transmitió un retazo de su sabiduría heredada. «Solía decir: "En el mundo no habría hombres malos si no hubiese mujeres malas."» Me llegó repetida con notable desdén esta frase en que la abuela refrendaba el pecado de Eva.

Cuando estaba limpiando el bungalow de mis padres, encontré un paquetito de postales que databan desde los años treinta a los ochenta. Todas habían sido enviadas desde el extranjero; claramente las franqueadas en el Reino Unido, por sabroso que fuera su mensaje, habían sido sacrificadas en algún momento. He aquí a mi padre escribiendo a mi madre en los años treinta («Saludos cariñosos desde la fría Bruselas»; «¡Llamada desde Austria!»); mi padre en Alemania a mi madre —¿su novia entonces? ¿Su prometida?— en Francia («Me pregunto si recibiste todas las cartas que te envié desde Inglaterra. ¿Te llegaron?»); mi padre a sus hijos pequeños en casa («Espero que estéis cumpliendo con vuestro deber y escuchando el partido internacional»), anunciando que había comprado sellos para mí y cajas de cerillas para mi hermano. (Yo había olvidado las cajas de cerillas y sólo me acordaba de que él coleccionaba papeles de naranjas.) Luego están las postales de mi hermano y las mías, que rezuman jocosidad adolescente. Yo a él desde Francia: «Las vacaciones empezaron con una fantástica explosión de cinco catedrales. Mañana una rápida quema de los castillos del Loira.» El a mí desde Champéry, adonde papá le había llevado en una excursión escolar: «Llegamos aquí sanos y salvos y, exceptuando los bocadillos de jamón, el viaje nos ha gustado.»

No puedo fechar las postales más tempranas, porque los sellos estaban despegados, sin duda para mi colección, y con ellos los matasellos. Pero tomo nota de las diversas firmas de mi padre en sus cartas a su madre: desde «Leonard», «Siempre tuyo, Leonard», hasta «Con cariño, Leonard» e incluso «Con cariño y besos, Leonard». En las postales a mi madre es «Pip», «Tu Pip», «Como siempre, Pip», «Con mucho cariño, Pip» y «Con todo mi cariño, Pip»: gradaciones crecientes desde los días inalcanzables del noviazgo que condujo a mi existencia. Sigo a mi padre a través de las huellas de sus cambios de nombre. Le bautizaron con los de Albert Leonard, y sus padres y hermanos le llamaban Leonard. Cuando fue director de colegio prevaleció el Albert, y en las salas de profesores le conocieron durante cuarenta años como «Albie» o «Albie boy» —aunque quizá esto derivase de sus iniciales, A.L.B—, y algunas veces, satíricamente, le llamaban «Wally», por el defensa del Arsenal, Wally Barnes. A mi madre no le gustaba ninguno de los dos nombres (y desde luego tampoco Wally), y decidió llamarle Pip. ¿Por Grandes esperanzas? Pero él no se parecía en nada a Philip Pirrip, y ella tampoco era en absoluto Estella. Durante la guerra, cuando estuvo en la India con la RAF, mi padre volvió a cambiar. Tengo dos de sus plumillas, con el mango decorado a mano por un artesano local.

Un sol sanguinolento se pone sobre el minarete de una mezquita, y también sobre el nombre de mi padre: «Rickie Barnes 1944 Allahabad». ¿De dónde salió aquel Rickie, y adonde fue a parar? El año siguiente, mi padre regresó a Inglaterra y volvió a ser Pip. Es cierto que poseía cierto aire juvenil, pero el nombre le cuadraba cada vez menos a medida que cumplía sesenta, setenta, ochenta...

Trajo diversos artefactos de la India: la bandeja de latón, la petaca de marquetería, la plegadera de marfil con el elefante en un extremo y las mesillas plegables que a menudo se plegaban solas. Y además había una cosa que en mi infancia era muy deseable por su exotismo: el puf circular de cuero. ¿Quién más tenía en Acton un puf indio de cuero? Yo tomaba carrerilla y me zambullía en él; más tarde, cuando nos mudamos de la periferia interior a la exterior y yo había rebasado la edad de las chiquilladas, desplomaba sobre el puf todo mi peso adolescente, con una especie de afecto agresivo. Esto también producía un vago ruido de pedorreo, cuando el aire comprimido salía por las costuras de cuero. Al final, éstas empezaron a ceder por el maltrato que yo les dispensaba e hice uno de esos descubrimientos que quizá deleiten a los psicoanalistas. En efecto, lo que Rickie Barnes había traído de Allahabad o Madras no era, por supuesto, un puf lleno y orondo, sino más bien una funda de cuero decorada que él —de nuevo Pip— y su mujer tuvieron que rellenar.

La llenaron con las cartas de su noviazgo y los primeros años de su vida conyugal. Yo era un adolescente idealista, que fácilmente viraba hacia el cinismo cuando afrontaba las realidades de la vida; aquél fue uno de estos momentos. ¿Cómo pudieron haber cogido sus cartas de amor (sin duda guardadas en fajos con cintas), haberlas roto en pedazos minúsculos y ver después cómo el culo gordo de otra gente se aplastaba contra el puf? «Pudieron»: me refiero, claro está, a mi madre, puesto que un reciclaje tan práctico encajaba con mi imagen de ella, más que con lo que yo consideraba el carácter más sentimental de mi padre. ¿Cómo imaginar aquella decisión y aquella escena? ¿Rompieron las cartas juntos o lo hizo ella mientras él estaba en el trabajo? ¿Discutieron, lo acordaron, alguno de los dos guardó un rencor secreto por esta iniciativa? Y aun suponiendo que se pusieran de acuerdo, ¿cómo lo llevaron a cabo? Aquí hay un inquietante «¿qué prefieres?». ¿Habrías preferido hacer pedazos tus propias expresiones de amor o las que habías recibido?

En compañía, ahora yo descendía con suavidad sobre el puf; solo, me dejaba caer pesadamente, de tal forma que su exhalación pudiera aún expulsar un trozo de papel azul del correo aéreo que porta una u otra de las manos jóvenes de mis padres. Si esto fuera una novela, yo habría descubierto algún secreto de la familia —pero nadie sabrá que el hijo no es tuyo, o ya nunca encontrarán el cuchillo, o siempre quise que J. fuera una niña— y mi vida habría cambiado para siempre. (En la realidad, mi madre sí quiso que yo fuera una niña, y tenía preparado el nombre de Josephine, con lo que no habría habido secreto.) O —por otra parte— quizá hubiera descubierto sólo las mejores palabras que los corazones de mis padres se dedicaban el uno al otro, sus expresiones más tiernas de devoción y verdad. Y ningún misterio.

En algún momento se desprendieron del puf. Pero en vez de tirarlo al cubo de la basura, lo arrojaron al fondo del jardín, donde se volvió pesado y se quedó empapado de lluvia y cada vez más descolorido. Yo le daba al pasar alguna que otra patada, mis botas de goma arrancaban más trozos de papel azul, la tinta se corría ahora y disminuía la posibilidad de que se divulgaran secretos legibles. Mis puntapiés eran los de un romántico descorazonado. ¿O sea que todo acaba así?

Treinta y cinco años después, afronté los últimos vestigios de la vida de mis padres. Mi hermano y yo queríamos cada uno unas cuantas cosas; mis sobrinas se llevaron su lote; luego vino el liquidador de la casa. Era un tipo decente y entendido que hablaba con los objetos mientras los manipulaba. Supongo que debió de contraer esta costumbre como un modo suave de preparar al cliente para la desilusión, pero se había convertido en una especie de conversación entre él y el objeto que tenía en la mano. También comprendía que lo que pronto sería causa de frío regateo en su tienda era ahora, allí, por última vez, algo que en su tiempo había sido elegido y con lo que se había convivido, algo limpiado, desempolvado, abrillantado, reparado, amado. Por tanto, lo alababa cuando podía: «Esto es bonito; no es valioso, pero sí bonito»; o «Cristal labrado Victoriano; empieza a escasear; no es valioso, pero empieza a escasear». Escrupulosamente cortés con aquellas cosas que se quedaban sin dueño, evitaba la crítica o la aversión y en su lugar optaba por la pena o una esperanza a largo plazo. De unos vasos Melba de los años veinte (horribles, en mi opinión): «Hace diez años estaban de moda; ahora nadie los quiere.» De un simple macetero de cuadros verdes y blancos: «Para esto hay que esperar otros cuarenta años.»

Tomó lo que era vendible y se fue pelado de billetes de cincuenta libras. Después hubo que llenar el maletero del coche y hacer varios viajes al centro local de reciclaje. Digno hijo de mi madre, yo había comprado para la tarea una serie de sacos gruesos de plástico verde. Llevé el primero hasta el borde del gran contenedor amarillo y me percaté —ahora aún más digno hijo de mi madre— de que eran demasiado útiles para tirarlos. Así que en vez de dejar los últimos restos de la vida de mis padres dentro de una bolsa anónima, vertí en el contenedor los desechos de la limpieza de la casa y guardé los sacos. (¿Es lo que mi madre habría querido que hiciera?) Uno de los últimos objetos fue un absurdo cencerro de metal que mi padre había comprado en Champéry, en aquel viaje del que mi hermano informó que no le había gustado el bocadillo de jamón; cayó con un ruido hueco, talán talán, en el fondo del contenedor. Miré el revoltijo de objetos y aunque no había nada incriminador o indiscreto, me sentí ligeramente cicatero: como si hubiese enterrado a mis padres en una bolsa de papel en lugar de un ataúd como es debido.

Por cierto, esto no es «mi autobiografía». Tampoco es la «búsqueda de mis padres». Sé que ser hijo de alguien implica una sensación de familiaridad asqueada y grandes zonas prohibidas de ignorancia: al menos a juzgar por mi familia. Y si bien incluso ahora no me importaría una transcripción del contenido de aquel puf, no creo que mis padres tuvieran secretos raros. Lo que estoy haciendo, en parte —y que puede parecer innecesario—, es intentar comprobar hasta qué punto están muertos. Mi padre murió en 1992, mi madre en 1997. Genéticamente, sobreviven en dos hijos, dos nietas y dos bisnietas: un orden demográfico casi indecente. Narrativamente, sobreviven en la memoria, en la que algunos confían más que otros. Mi hermano expresó por primera vez su desconfianza de esta facultad cuando le pregunté por la comida que comíamos en casa. Después de confirmar que gachas, beicon y demás, prosiguió:

Al menos yo recuerdo así las cosas. Pero seguro que tú las recuerdas de una forma distinta, y yo aprecio mucho la memoria como una guía al pasado. Conocí a mi colega y camarada Jacques Brunschwig en 1977. Fue en una conferencia en Chantilly. Me equivoqué de parada y me apeé del tren en Créteil, y allí cogí un taxi (carísimo) y llegué tarde al lugar de la conferencia, donde Jacques me recibió. Todo esto lo tengo fresquísimo en la memoria. En una entrevista publicada en su Festschrifi [4]

, Jacques habla un poco de algunos amigos suyos. Describe cómo me conoció, en 1977, en una conferencia en Chantilly: me recibió en la estación y me reconoció cuando me apeé del tren. Todo esto está fresquísimo en su memoria.

Bueno, cabría pensar, así son los filósofos profesionales: tan ocupados en teorizar sobre abstracciones que no se fijan en la estación en que están, y no digamos en el mundo no abstracto en que vivimos todos los demás. El escritor francés Jules Renard observó una vez que «Quizá la gente con una memoria excelente no pueda tener ideas generales». De ser así, mi hermano podría tener una memoria no fidedigna y unas ideas particulares.

También me respalda la documentación familiar que guardo en el cajón de poco fondo. Ahí, por ejemplo, están las notas que saqué a los quince años en el examen de estudios secundarios. Desde luego, la memoria no me habría informado de que las mejores fueron en matemáticas, y las peores, bochornosamente, en inglés. Setenta y siete por ciento en el examen de lengua, y un humillante veinticinco por ciento en redacción inglesa.

Las siguientes notas peores, como era de esperar, fueron en ciencias. La parte de biología del examen comprendía tareas como dibujar la sección transversal de un tomate y describir el proceso de fertilización tal como lo gozaban los estambres y pistilos. Hasta ahí llegábamos también en casa: el pudeur de mis padres redoblaba el silencio del programa. En consecuencia, crecí con escaso conocimiento de cómo funcionaba el cuerpo; el que tenía de las cuestiones sexuales reflejaba el intenso desequilibrio de un autodidacta sin hermanas en un colegio en que sólo había chicos; y aunque debo a mi cerebro el calibrado progreso académico que realicé a lo largo del colegio y la universidad, no tenía ni la más mínima idea de cómo funcionaba este órgano. Llegué a la edad adulta con la suposición irreflexiva de que para vivir no necesitabas comprender la biología humana, al igual que tampoco hacía falta saber de mecánica para conducir un coche. Cuando estas cosas se averiaban, siempre había hospitales y garajes para repararlas.

Recuerdo que me sorprendió aprender que las células de mi cuerpo no duraban toda la vida, sino que se renovaban a intervalos (aun así, se puede reconstruir un coche con piezas de repuesto, ¿no?). No sabía con certeza la frecuencia con que se operaban estos recambios, pero la conciencia de la renovación celular se prestaba sobre todo a chistes del tipo «Ella ya no era la mujer de la que él se había enamorado». Apenas consideré que esto fuese un motivo de pánico: en definitiva, mis padres y mis abuelos debían de haber pasado por una, si no dos, renovaciones de este tipo, y no parecían haber sufrido una fractura sísmica; en efecto, todos ellos siguieron siendo inquebrantablemente como eran. No recuerdo haber pensado que el cerebro formaba parte del cuerpo, y que por lo tanto había que aplicarle los mismos principios. Podría haber estado un poco más predispuesto al pánico de haber sabido que la estructura molecular básica del cerebro, lejos de renovarse esmeradamente y cuando es necesario, es de hecho increíblemente inestable; que las grasas y las proteínas se deshacen en cuanto se han formado; que cada molécula alrededor de una sinapsis se reemplaza en cuestión de unas horas, y algunas moléculas en unos minutos. En realidad, que el cerebro que tenías el año pasado ha sido reconstruido muchas veces desde entonces.

La memoria en la infancia —al menos, tal como la recuerdo— rara vez es un problema. No sólo debido al lapso temporal, que es más breve entre el suceso y su evocación, sino a la naturaleza de esos recuerdos: al joven cerebro le parecen simulacros exactos de lo que ha sucedido, más que versiones procesadas y en colores. La edad adulta depara aproximación, fluidez y duda; y mantenemos la duda a raya volviendo a contar esa historia conocida, con pausas y puntos de un efecto calculado, fingiendo que la solidez de la narración es una prueba de su veracidad. Pero el niño o el adolescente raramente duda de la verdad y la precisión de las porciones brillantes y lúcidas del pasado que posee y celebra. Por tanto, a esa edad parece lógico pensar que nuestros recuerdos están guardados en una consigna y que los podemos recuperar mostrando el billete requerido; o (si esto parece una comparación antigua, que sugiere trenes de vapor y compartimentos exclusivos para mujeres) como mercancías almacenadas en uno de esos guardamuebles que hoy día son habituales en las carreteras más importantes. Tenemos conciencia de la aparente paradoja de la vejez, cuando empezaremos a recordar segmentos perdidos de nuestros años tempranos, más vividos ahora que en nuestra edad mediana. Pero esto sólo parece confirmar que todo está realmente ahí arriba, en algún ordenado almacén cerebral, podamos o no acceder a él.

Mi hermano no se acuerda de que hace más de medio siglo llegó segundo en una carrera de carretillas con Dion Shirer, y por consiguiente no puede confirmar quién de los dos era la carretilla y quién el que tiraba de ella. Ni tampoco recuerda los incomestibles bocadillos de jamón en el viaje a Suiza. Recuerda, en cambio, cosas que no mencionó en su postal: que fue la primera vez que vio una alcachofa y la primera en que fue «sexualmente abordado por otro tío». También admite que en el curso de los años ha transferido toda la acción a Francia: una confusión, quizá, entre el menos conocido Champéry de Suiza (origen de los cencerros) y el más familiar Chambéry de Francia (origen del aperitivo). Hablamos de nuestros recuerdos, pero quizá deberíamos hablar de nuestros olvidos, aunque sea una hazaña más difícil, o lógicamente imposible.

Tal vez debería advertir al lector (especialmente si se trata de un filósofo, un teólogo o un biólogo) de que partes de este libro le parecerán cosas de aficionado, material de bricolaje. Pero es que todos somos aficionados en y sobre el tema de nuestras vidas. Cuando invadimos el terreno de las profesiones ajenas, confiamos en que el gráfico de nuestra comprensión aproximada refleje más o menos el gráfico del conocimiento que esas personas poseen; pero no podemos darlo por hecho. También debería advertir al lector de que habrá un montón de escritores en este libro: la mayoría han muerto, y bastantes son franceses. Uno es Jules Renard, que dijo: «Es al afrontar la muerte cuando leemos más libros.» Habrá asimismo algunos compositores. Uno es Stravinski, que dijo: «La música es nuestra mejor manera de digerir el tiempo.» Tales artistas —artistas muertos— son mi compañía diaria, pero también mis antepasados. Son mi auténtico linaje (espero que mi hermano piense lo mismo de Platón y Aristóteles). Puede que la descendencia no sea directa ni demostrable —hijo ilegítimo, y todo eso—, pero de todos modos la reclamo.

Mi hermano se olvida del bocadillo de jamón, recuerda la alcachofa y la solicitación sexual y ha suprimido Suiza. ¿Presienten que se avecina una teoría? Quizá la repugnancia de la alcachofa semejante a un cardo se asoció al recuerdo del acercamiento sexual. De ser así, este vínculo podría haberle hecho aborrecer las alcachofas (y Suiza). Salvo que mi hermano come alcachofas y trabajó en Ginebra varios años. Aja: ¿o sea que quizá acogió bien aquel acercamiento? Preguntas ociosas, interesantes, respondidas por medio de un e-mail. «Que yo recuerde, no lo recibí con agrado ni con repulsión; simplemente me resultó extraño. Después de aquello, en la Metropolitan [línea de metro], yo adoptaba la estrategia de los deberes de geometría.»

Desde luego parece más flemático y práctico que yo cuando, en los apretujones del metro por la mañana, un animal vestido con traje encajó el muslo entre mis piernas como si realmente no hubiera otro sitio donde colocarlo. O cuando Edwards (como no se llamaba), un chico más mayor, con la tez llena de pústulas, intentó algo que fue más una agresión que una seducción en un compartimento del Southern Región al regreso de un partido de rugby. Me resultó desagradable y, si no repugnante, desde luego alarmante, y siempre he podido recordar las palabras exactas que empleé al rechazar su insinuación. «No te pongas sexy, Edwards», dije (aunque no se llamaba Edwards). Las palabras surtieron efecto, pero las recuerdo no tanto por su eficacia como por el hecho de que aun así no parecían del todo las correctas. Lo que él había hecho —un rápido impacto con los dedos en mis huevos tapados por el pantalón— no era ni de lejos lo que yo entendía por sexy (que implicaba pechos, para empezar), y pensé que mi respuesta había aludido a algo que no venía a cuento.

Leí a Montaigne por primera vez en Oxford. En él comienza nuestro pensamiento moderno sobre la muerte; es el vínculo entre los sabios modelos de la antigüedad y nuestro intento de encontrar una moderna, madura y no religiosa aceptación de la muerte inevitable. Philosopher, cest apprendre a mourir. Filosofar es aprender a morir. Montaigne está citando a Cicerón, quien a su vez cita a Sócrates. Sus doctas y famosas páginas sobre la muerte son estoicas, librescas, anecdóticas, epigramáticas y consoladoras (en su intención, al menos); también son urgentes. Como señaló mi madre, la gente no vivía ni la mitad en los viejos tiempos. Llegar a los cuarenta no estaba nada mal, habida cuenta de la peste y de la guerra, y con médicos que lo mismo mataban que curaban. Morir de un «agotamiento de las fuerzas causado por la suma vejez» era en la época de Montaigne una «muerte rara, singular y extraordinaria». Hoy día la consideramos un derecho.

Philippe Aries observó que cuando la muerte empieza a ser temida de verdad, se deja de hablar de ella. La mayor longevidad ha acrecentado esto: puesto que la cuestión parece menos inmediatamente apremiante, suscitarla se ha convertido en una mala educación morbosa. La vehemencia con que postergamos pensar en la muerte me recuerda a un anuncio muy duradero de Pearl Insurance que a mi hermano y a mí nos gustaba repetirnos. Las pensiones, como la dentadura postiza y los podólogos, eran algo tan lejano que resultaba en gran medida cómico. Confirmaban esto en cierto modo los ingenuos dibujos lineales de un hombre con una cara cada vez más preocupada. A los veinticinco años, la cara es alegremente satisfecha: «Me dicen que el empleo no genera derecho a pensión.» A los treinta y cinco, una pequeña duda ha empezado a insinuarse: «Por desgracia, mi trabajo no da derecho a pensión.» Y así sucesivamente —con la palabra «pensión» insertada cada vez entre un rectángulo gris admonitorio— hasta los sesenta y cinco: «Sin pensión, la verdad es que no sé qué voy a hacer.» Sí, diría Montaigne, ciertamente deberías haber empezado un poco antes a pensar en la muerte.

En su época, tenías esta cuestión siempre delante: a no ser que adoptaras el remedio de la gente ordinaria que, según Montaigne, fingía que no existía. Pero los filósofos, y los intelectualmente curiosos, consultaban la historia y a los antiguos para encontrar la mejor forma de morir. Hoy día nuestras ambiciones se han vuelto más raquíticas. «El valor», escribió Larkin en «Aubade», su gran poema fúnebre, «significa no asustar a los demás.» No, por entonces no era eso. Significaba mucho más: mostrar a los demás el modo de morir honorable, sabia y lealmente.

Uno de los ejemplos claves de Montaigne es la historia de Pomponio Ático, un corresponsal de Cicerón. Cuando Ático cayó enfermo, y los intentos médicos de alargarle la vida sólo servían para prolongarle el dolor, decidió que la mejor solución era dejarse morir de hambre. En aquel tiempo no hacía falta pedírselo a un tribunal, alegando el deterioro terminal en tu «calidad de vida»: Ático, que era un antiguo liberto, se limitó a informar de su intención a familiares y amigos, y a continuación rechazó la comida y se dispuso a esperar el fin. Su plan se vio frustrado. Milagrosamente, la abstinencia resultó ser la mejor cura de su mal (no identificado); y pronto el enfermo empezó a mejorar a ojos vistas. Hubo mucho regocijo y fiestas; quizá los médicos incluso retiraron sus honorarios. Pero Ático interrumpió la alegría. Puesto que todos debemos morir algún día, anunció, y puesto que ya he dado tan buenos pasos en esa dirección, no deseo volverme atrás ahora, sólo para tener que empezar de nuevo. Y así, para admirada consternación de todos los que le rodeaban, Ático siguió negándose a comer hasta que sobrevino su muerte ejemplar.

Montaigne creía que como no podemos vencer a la muerte, la mejor manera de contraatacar es tenerla constantemente presente: pensar en la muerte cada vez que tu caballo tropieza o cae una teja de un tejado. Deberíamos tener el sabor de la muerte en la boca y su nombre en la lengua. Prever la muerte de este modo es liberarte de su servidumbre: más aún, si enseñas a morir a alguien, le enseñas también a vivir. Tal conciencia continua de la muerte no vuelve melancólico a Montaigne, más bien le hace propenso a soñar fantasías, a ensueños. Confía en que la muerte, su compañera, su familiar, hará su llamada definitiva cuando él esté haciendo algo habitual: como plantar sus coles.

Montaigne cuenta la instructiva historia del soldado viejo y decrépito que aborda a un cesar romano. El hombre había servido en otro tiempo a sus órdenes y ahora pide permiso para liberarse de su penosa vida. El cesar mira al soldado de arriba abajo y le pregunta, con el áspero ingenio que parece inspirar la jefatura: «¿Qué te hace pensar que es vida lo que tienes en este momento?» Para Montaigne, la muerte de la juventud, que a menudo pasa inadvertida, es la muerte más dura; lo que normalmente entendemos por «muerte» no es más que la muerte de la vejez (unos cuarenta años en su época, setenta y más en la nuestra). El salto desde la supervivencia atenuada de la senilidad a la inexistencia es mucho más fácil que la transición de la juventud inconsciente a la edad rezongona y quejosa.

Pero Montaigne es un escritor sucinto, y si este argumento no convence, tiene muchos más. Por ejemplo: si has vivido bien, si has gozado de la vida plenamente, estarás contento de perderla; si la has desperdiciado y te ha parecido desgraciada, no lamentarás que pase. (Una proposición que me parece totalmente reversible: las personas incluidas en la primera categoría quizá quisieran que su vida feliz continuase indefinidamente; los de la segunda quizá confiasen en un cambio de suerte.) O bien: si has vivido auténticamente un día entero, en su sentido más pleno, entonces lo has visto todo. (¡No!) Pues entonces, si has vivido así un año entero, lo has visto todo. (No, tampoco.) De todos modos, tienes que dejar sitio a otros en la tierra, al igual que otros te lo han dejado a ti. (Sí, pero no se lo pedí.) ¿Y por qué quejarse de la muerte si todos mueren? Piensa en cuántas personas morirán el mismo día que tú. (Cierto, y algunas estarán tan cabreadas como yo.) Además, y finalmente, ¿qué estás pidiendo exactamente cuando te quejas de la muerte? ¿Quieres pasar la inmortalidad en esta tierra, en las determinadas condiciones actualmente aplicables? (Entiendo el argumento, pero ¿qué tal un poquito de inmortalidad? ¿La mitad? Vale, me conformo con una cuarta parte.)

Mi hermano señala que el primer chiste sobre la renovación celular se hizo en el siglo V a. C, y trataba de «un tipo que se niega a saldar una deuda arguyendo que él ya no es la persona que la había contraído». Señala además que he malinterpretado la coletilla philosopher, c'est apprendre a mourir. Lo que Cicerón quería decir no era que pensar asiduamente en la muerte te enseña a temerla menos, sino más bien que el filósofo, cuando filosofa, está ejercitándose para la muerte, en el sentido de que dedica tiempo a su mente y no hace caso del cuerpo que la muerte destruirá. Para los platónicos, después de la muerte te conviertes en un alma pura, liberada del impedimento corporal y por lo tanto más capaz de pensar libre y claramente. Así pues, el filósofo, en vida, tenía que prepararse para aquel estado posmortal, mediante técnicas como el ayuno y la autoflagelación. Los platónicos creían que después de la muerte las cosas empezaban a mejorar. Los epicúreos, por el contrario, creían que después de la muerte no había nada. Cicerón, parece ser (empleo «parece ser» en el sentido de «mi hermano también me dijo»), combinó las dos tradiciones en una alegre disyuntiva antigua: «Después de la muerte, o nos sentimos mejor o no sentimos nada.»

Me pregunto qué se supone que le ocurre a la muy vasta población de no filósofos en el más allá platónico. Al parecer, todas las criaturas con alma, entre ellas los animales y las aves —y quizá también las plantas— son juzgadas por su conducta en la vida que acaban de terminar. Las que no superan la prueba vuelven a la tierra para otra ronda corporal, quizá subiendo o bajando en la escala de especies (transformadas, pongamos, en un zorro o un ganso), o sólo sufren un ascenso o descenso dentro de la misma especie (por ejemplo, pasar de hembra a macho). Mi hermano explica que los filósofos no obtienen automáticamente la condición de incorpóreos: para eso tienes que ser también buena persona. Pero si la obtienen se colocan por delante de las multitudes de no filósofos, y no digamos de los nenúfares y los dientes de león. Asimismo, por supuesto, sacan más partido de las cosas en esta vida, gracias a su mayor cercanía a ese estado ideal definitivo. «Sí», continúa. «Hay algunas cuestiones que se podrían plantear (por ejemplo, ¿de qué sirve estar en cabeza de una carrera que dura eternamente?). Pero realmente no vale la pena pensar en este tema: es (en la jerga técnica filosófica) un absoluto montón de chorradas.»

Le pido que explique por qué tilda de «sensiblera» la frase «No creo en Dios, pero le echo de menos». Admite que no sabe muy bien cómo tomarse mi declaración: «Supongo que es una manera de decir "No creo que haya dioses, pero ojalá hubiera (o quizá: ojalá yo creyera)". Entiendo que alguien pueda decir algo así (pon "dodos" o "yetis" en lugar de "dioses"), aunque por mi parte me conformo con las cosas como son.» Se nota que enseña filosofía, ¿no? Le pregunto sobre una cuestión concreta y él descompone la proposición lógicamente y me ofrece sustantivos alternativos para demostrar su absurdidad, debilidad o sensiblería. Pero su respuesta me parece tan extraña como mi pregunta se lo parece a él. Yo no le había preguntado qué pensaba de alguien que echa de menos a los dodos o los yetis (o ni siquiera a los dioses, en plural con minúscula), sino a Dios.

Investigo si alguna vez ha tenido sentimientos o anhelos religiosos. NO y NO, me responde. «A no ser que tengas en cuenta que me emociono con el Mesías, o los sonetos sacros de Donne.» Me pregunto si habrá transmitido esta certeza a sus dos hijas, ahora en la treintena. Ningún sentimiento/fe/ansia sobrenatural, les pregunto. «No, no», responde la más joven. «A no ser que consideres un ansia sobrenatural no pisar las rayas que hay en la acera.» Convenimos en que no. «Tuve un anhelo breve de ser religiosa hacia los once años», reconoce su hermana. «Pero fue porque mis amigas lo eran, porque quería rezar como un medio de conseguir cosas, y porque las Girl Guides [5] te presionaban para que te hicieras cristiana. Aquello pasó bastante deprisa, en cuanto vi que mis oraciones no eran escuchadas. Supongo que soy agnóstica o incluso atea.»

Me alegra que ella haya mantenido la tradición familiar de abandonar la religión por motivos triviales. Mi hermano porque sospechaba que Jorge VI no se había ido al cielo, yo con objeto de que no me distrajera de la masturbación; mi sobrina porque no le concedían de inmediato lo que pedía en sus oraciones. Pero sospecho que esta actitud de ilógica despreocupación es totalmente normal. Tomemos, por ejemplo, el caso del biólogo Lewis Wolpert: «Yo era un niño muy religioso, que rezaba mis oraciones todas las noches y pedía ayuda a Dios en diversas ocasiones. No parecía que sirviese de mucho y abandoné todo aquello hacia los dieciséis años, y desde entonces he sido ateo.» Ninguno de nosotros hizo una reflexión ulterior sobre que la tarea principal de Dios, en caso de que exista, quizá sea la de ayudar a un adolescente, conceder mercedes o ser un azote de la masturbación. No, acabemos con El de una vez por todas.

Una respuesta común en las encuestas sobre las creencias religiosas es algo como: «No voy a la iglesia, pero tengo mi propia idea personal de Dios.» Este tipo de respuesta me produce a su vez una reacción de filósofo. Sensiblera, exclamo. Puede que tengas una idea personal de Dios, pero ¿tiene Dios una idea personal de ti? Porque esto es lo que cuenta. Sea Dios un viejo de barba blanca sentado en el cielo, o una fuerza vital, o un promotor desinteresado, o un relojero, o una mujer o una nebulosa fuerza moral o Nada en absoluto, lo que cuenta es que El, Ella, Ello o Nada piense en ti más que tú en ellos. La idea de redefinir la deidad como algo que funciona para ti es grotesca. Tampoco importa que Dios sea justo, o benevolente o incluso observador —de lo cual, asombrosamente, parece haber pocas pruebas—, sino sólo que exista.

El único viejo de barba blanca que conocí cuando yo estaba creciendo fue mi bisabuelo, el padre del padre de mi madre: Alfred Scoltock, oriundo de Yorkshire y (inevitablemente) director de un colegio. Hay una foto de mi hermano y de mí a ambos lados de él, en un jardín trasero ahora irreconocible. Mi hermano tendrá quizá siete u ocho años, yo tengo cuatro o cinco y el bisabuelo es tan viejo como las colinas. Su barba no es larga y suelta como en las tiras cómicas de Dios, sino muy recortada e hirsuta. (No sé si aquella barba raspó realmente mi mejilla infantil o si es simplemente el recuerdo de una aprensión.) Mi hermano y yo estamos elegantes y sonrientes —yo más risueño que él—, con camisas de manga corta maravillosamente planchadas por mi madre; mi pantalón corto todavía conserva unos pliegues decentes, aunque los de mi hermano presentan arrugas escandalosas. El bisabuelo no sonríe, y yo le veo un poco dolorido, como si supiera que le están retratando para una posteridad al borde de la cual se encuentra. Un amigo, al ver esta foto, le apodó mi «antepasado chino», y hay algo en él ligeramente confuciano.

Ignoro hasta qué punto era juicioso. Según mi madre, que tenía preferencia por los varones de su familia, era un autodidacta muy inteligente. Ritualmente ofrecía dos ejemplos de este hecho: que había aprendido a jugar al ajedrez por su cuenta y que tenía un nivel muy alto; y que cuando mi madre, que estudiaba lenguas modernas en la Universidad de Birmingham, hizo una visita de intercambio a Nancy, el bisabuelo le había enseñado francés con un libro, a fin de que pudiera conversar con su corresponsal francesa cuando las dos jóvenes volvieran a sus casas respectivas.

Mi hermano le vio varias veces, pero sus recuerdos son menos halagüeños y quizá expliquen por qué su sonrisa en la fotografía es más contenida que la mía. El Confucio de la familia «apestaba horriblemente» y estaba acompañado por su «hija (la tía Edie), que era soltera, un poco tonta y estaba cubierta de eczemas». Mi hermano no recuerda nada de que jugara al ajedrez o hablase francés. En su recuerdo, sólo hay una habilidad para hacer el crucigrama del Daily Mail sin rellenar una sola casilla. «Se adormilaba después de comer, y de vez en cuando farfullaba desmaña o cebú.»

«No sé si Dios existe, pero sería mejor para su reputación que no existiera.» «Dios no cree en nuestro Dios.» «Sí, Dios existe, pero no sabe más sobre El que nosotros.» Son las diversas conjeturas de Jules Renard, uno de mis parientes no carnal, francés y difunto. Nacido en 1864, se crió en el Niévre, una zona rústica y poco visitada del norte de Borgoña. Su padre, François, fue un constructor que llegó a ser alcalde de su pueblo, Chitry-les-Mines. Era taciturno, anticlerical y rígidamente veraz. Su madre, Anne-Rose, era parlanchina, fanática y mentirosa. La muerte de su primogénito amargó tanto a François que apenas se ocupó de los tres siguientes, Amélie, Maurice y Jules. Tras el nacimiento del más pequeño, François dejó de hablar con su mujer y no volvió a dirigirle la palabra durante los treinta años restantes de su vida. En este silencio, Jules —cuyas simpatías recaían en su padre— fue utilizado a menudo como intermediario y portavoz: un papel nada envidiable para un niño, pero instructivo para un futuro escritor. Gran parte de esta infancia se refleja en la obra más conocida de Renard, Pelo de zanahoria. A muchos de Chitry no les gusta este roman-á-clef: Jules, el pueblerino pelirrojo, se había ido a París, se había refinado y había escrito un libro sobre un chico de pueblo pelirrojo que denunciaba a su propia madre. Lo más importante es que Renard estaba denunciando y ayudando a poner fin a toda la imagen sentimental, hugoliana, de la infancia. La injusticia rutinaria y la crueldad instintiva son lo normal aquí; los momentos de dulzura bucólica, la excepción. Renard nunca permite a su álter ego infantil una autocompasión retrospectiva, esa emoción (que suele surgir en la adolescencia, aunque puede durar todo la vida) que ofrece muchas manipulaciones de una infancia falseada. Para Renard, un niño era «un animalillo necesario, menos humano que un gato». Este comentario procede de su obra maestra, el diario que escribió desde 1887 hasta su muerte, en 1910.

A pesar de su fama en la capital, estaba arraigado en el Niévre. En Chitry, y en el pueblo vecino de Chaumot, donde residió de adulto, Renard conoció a campesinos que seguían viviendo como lo habían hecho durante siglos: «El campesino es la única especie de ser humano al que no le gusta el campo y nunca lo contempla.» Allí estudiaba pájaros, animales, insectos, árboles, y presenció la llegada del tren y del automóvil, dos inventos que lo cambiarían todo. En 1904 fue a su vez elegido alcalde de Chitry. Le agradaban sus funciones cívicas: entregar premios escolares, oficiar matrimonios. «Mi discurso ha hecho llorar a las mujeres. La novia me ha ofrecido las mejillas para que las bese, e incluso la boca; me ha costado 20 francos.» Políticamente era socialista, dreyfusista, anticlerical. Escribió: «Como alcalde, soy responsable del mantenimiento de las carreteras rurales. Como poeta, preferiría que las descuidaran.»

En París conoció a Rodin y a Sarah Bernhardt, a Edmond Rostand y a Gide. Bonnard y Toulouse-Lautrec ilustraron sus Historias naturales, y Ravel, por su parte, puso música a algunas. En una ocasión fue padrino de un duelo en el que el padrino del adversario era Gauguin. Pero podía ser una presencia sombría en semejante compañía, pesimista e implacable. Un día le dijo a Daudet, que había sido amable con él: «No sé si le quiero o le aborrezco, mon cher maitre.» «Odi et amo» y contestó Daudet, impertérrito. La sociedad parisina a veces le consideraba incomprensible. Un refinado le describió como un «criptograma rústico»: como una de esas marcas secretas que los vagabundos escribían con tiza en edificaciones secundarias y que sólo otros vagabundos descifraban.

Renard empezó a escribir prosa en una época en que parecía que la novela podría estar acabada, en que el gran proyecto descriptivo y analítico de Flaubert, Maupassant, Goncourt y Zola había consumido el mundo y no había dejado nada por hacer a la narrativa. Renard llegó a la conclusión de que el único camino posible consistía en la compresión, la anotación, el puntillismo. Sartre, en un grandioso y bastante mezquino homenaje al Diario, aclamó el dilema de Renard más que la solución que brindaba: «Es el origen de muchas más tentativas modernas de captar la esencia de la cosa simple»; y «Si empieza en él la literatura moderna es porque tuvo la vaga sensación de un territorio donde se prohibió a sí mismo entrar». Gide, cuyo diario es contemporáneo del de Renard durante muchos años, se quejó (quizá con rivalidad) de que el de Renard no era «un río, sino una destilería», aunque posteriormente admitió que lo leía «embelesado».

¿Quieres una destilería o un río? ¿La vida en forma de unas cuantas gotas de licor fuerte, o de un litro de sidra normanda? El lector decide. El escritor tiene poco control sobre el temperamento personal, ninguno sobre el momento histórico, y sólo en parte gobierna su propia estética. La destilación fue tanto la respuesta de Renard a la literatura que se había hecho antes como una expresión de su carácter poco expansivo. En 1898 anotó: «De casi todas las obras literarias puede decirse que son demasiado largas.» Este comentario se encuentra en la página 400 de un Diario de mil páginas, una obra que habría tenido mil quinientas de no haber quemado la viuda de Renard las páginas que no quería que leyesen extraños.

En el Diario, se ocupa del mundo natural con una precisión intensa, y lo describe con una admiración sin sentimentalismo. Se ocupa del universo humano con igual precisión, y lo describe con escepticismo e ironía. El 26 de diciembre de 1899, cuando estaba a punto de empezar el siglo que más la necesitaría, escribió: «La ironía no seca la hierba. Sólo quema los hierbajos.»

Tristan Bernard, amigo de Renard, dramaturgo y persona ingeniosa, una vez paró un coche fúnebre como si fuera un taxi. Cuando el vehículo se detuvo, preguntó como si nada: «¿Está libre?» Renard había estado en varias ocasiones al borde de la muerte antes de que le sorprendiera a los cuarenta y seis años. He aquí las veces en que habla de ella con el mayor cuidado:

1) En mayo de 1897, su hermano Maurice coge el revólver de su padre de la mesilla de noche so pretexto de limpiarlo. Surge un altercado familiar. A François Renard no le impresionan ni la acción de su hijo ni la excusa que alega: «Está mintiendo. Tiene miedo de que me mate. Pero si quisiera hacerlo, no usaría un instrumento así. Probablemente sólo serviría para dejarme tullido.» La mujer de Jules está escandalizada: «No hables así», protesta. Pero el alcalde de Chitry es implacable: «No, yo no me andaría con chiquitas. Cogería mi escopeta.» Jules sugiere, sardónicamente: «Sería mucho mejor que te pusieras un enema.»

François Renard, sin embargo, sabe o cree que está incurablemente enfermo. Cuatro semanas después, cierra con llave la puerta del dormitorio, saca la escopeta y utiliza un bastón para apretar el gatillo. Consigue disparar los dos cañones, para cerciorarse. Llaman a Jules; echa la puerta abajo; dentro hay humo y olor a pólvora. Al principio piensa que es una broma de su padre; luego no tiene más remedio que rendirse a la evidencia de la figura despatarrada, los ojos sin visión, y el «punto oscuro encima de la cintura, como un pequeño fuego extinguido». Toma las manos del padre; aún están calientes, flexibles.

François Renard, anticlerical y suicida, es la primera persona enterrada en el cementerio de Chitry sin el concurso del clero. Jules considera que su padre ha muerto como un héroe, demostrando virtudes romanas. Anota: «En conjunto, esta muerte ha aumentado mi sentimiento de orgullo.» Seis semanas después del entierro, concluye: «La muerte de mi padre me inspira la sensación de haber escrito un hermoso libro.»

2) En enero de 1900, Maurice Renard, de treinta y siete años, un hombre aparentemente saludable que trabaja de funcionario en el departamento de Obras Públicas, se desploma en su despacho de París. Siempre se ha quejado del sistema de calefacción a vapor del edificio. Una de las tuberías principales pasa justo por detrás de su escritorio, y muchas veces la temperatura asciende a 20 grados. «Me matarán con su calefacción central», vaticinaba el pueblerino; pero la mayor amenaza resultó ser la angina de pecho. Maurice se dispone a abandonar su despacho al final de la jornada cuando se desmaya sentado a su escritorio. Le llevan de su silla a un sofá, le cuesta respirar, no emite una sola palabra y muere al cabo de un par de minutos.

Llaman de nuevo a Jules, a la sazón en París. Ve a su hermano tendido de través en el sofá, con una rodilla flexionada; la postura exhausta le recuerda a su padre muerto. El escritor no puede no advertir el cojín improvisado sobre el que descansa la cabeza del difunto: una guía telefónica de París. Jules se sienta y llora. Su mujer le abraza y él intuye en ella el miedo de que Jules sea el siguiente. Le llama la atención un anuncio impreso en negro a lo largo del lomo de la guía telefónica; a distancia, intenta leerlo.

Jules y su mujer velan el cuerpo esa noche. De cuando en cuando, Jules levanta el pañuelo que cubre la cara de su hermano y mira la boca entreabierta, esperando que vuelva a respirar de nuevo. A medida que pasan las horas, la nariz parece volverse más carnosa, mientras que las orejas se tornan duras como conchas. Maurice se queda muy rígido y frío. «Su vida se ha transmitido ahora al mobiliario, y nos estremecemos cada vez que emite el más ligero crujido.»

Tres días más tarde, Maurice es sepultado en Chitry. El cura aguarda a que le llamen, pero en vano. Jules camina detrás del coche fúnebre, observa cómo se mueven las coronas, piensa que al caballo parece que le han dado esa mañana una capa especial de sucia pintura negra. Cuando bajan el féretro a la profunda fosa de la familia, se fija en un gusano gordo que parece regocijarse al borde de la tumba. «Si un gusano pudiera pavonearse, sería éste.»

Jules concluye: «Lo único que siento es una especie de rabia contra la muerte y sus estúpidas mañas.»

3) En agosto de 1909, un niño encaramado en un carro en mitad de Chitry ve a una mujer sentada en el brocal de cantería del pozo del pueblo y después, de repente, la ve caer hacia atrás. Es la madre de Renard, que en los últimos años ha ido perdiendo el juicio. Llaman a Jules por tercera vez. Llega corriendo, tira al suelo el sombrero y el bastón y escudriña el pozo: ve unas faldas flotando y «el suave remolino conocido por quienes han ahogado a un animal». Trata de bajar usando el cubo; cuando introduce el pie, ve que sus botas parecen ridículamente largas y que sus puntas se doblan hacia arriba como peces en un balde. Entonces llega alguien con una escalera; Jules sale del cubo, desciende los peldaños, sólo consigue mojarse los pies. Dos lugareños eficientes bajan y recuperan el cuerpo; en él no hay ni un rasguño.

Renard no puede determinar si ha sido un accidente u otro suicidio; califica de «incomprensible» la muerte de su madre. Razona: «Quizá el hecho de que Dios sea incomprensible es el más sólido argumento a favor de su existencia.» Su conclusión: «La muerte no es una artista.»

Durante mi estancia con los curas en Bretaña, descubrí la obra del gran cantautor belga Jacques Brel. En sus primeros años le llamaban el «Abbé Brel» por su tendencia a la prédica; y en 1958 grabó un tema titulado «Dites, si cétait vrai» («¿Y si fuera verdad?»). Es menos una canción que un poema-oración temblorosamente recitado contra el gruñido de fondo de un órgano. Brel nos pide que imaginemos cómo serían las cosas «si fuesen ciertas». Si Jesucristo hubiera nacido de verdad en aquel establo de Belén... Si fuera verdad lo que escribieron los evangelistas... Si aquel coup de théatre en las bodas de Canaán hubiera ocurrido realmente..., o aquel otro golpe, el rollo de Lázaro... Brel acaba diciendo que si todo esto fuera cierto diríamos «Sí», porque todo es bellísimo cuando uno cree que es verdad.

Ahora esta pieza me parece una de las peores que Brel grabó en su vida; y el cantante maduro habría de convertirse en tan burlonamente irreligioso como en su juventud había estado preocupado por Dios. Pero esta canción temprana, dolorosamente sincera, da en la diana. Si fuera verdad sería hermoso; y por ser hermoso sería aún más verdadero; y cuanto más verdadero tanto más hermoso, etc. SÍ, PERO NO ES VERDAD, IDIOTA, oigo terciar a mi hermano. Esas divagaciones son todavía peores que los deseos hipotéticos que atribuyes a nuestra difunta madre.

Sin duda; pero la religión cristiana no ha durado tanto simplemente porque todos los demás creían en ella, porque la impusieron los gobernantes y el clero, porque era un medio de control social, porque era la única versión disponible y porque si no creías en ella —o descreías de un modo demasiado altisonante— podrían truncarte rápidamente la vida. Duró también porque era una hermosa mentira, porque los personajes, la trama, los diversos coups de théátre, el supremo combate entre el bien y el mal constituían una gran novela. La historia de Jesús —una misión altruista, enfrentarse al opresor, la persecución, la traición, la ejecución y la resurrección— es el ejemplo perfecto de aquella fórmula que furiosa e incesantemente persigue Hollywood: una tragedia con un final feliz. Leer la Biblia como «literatura», tal como intentaba inculcarnos aquel viejo maestro picarón, no tiene punto de comparación con leerla como una verdad, la verdad refrendada por la belleza.

Fui a un concierto en Londres con mi amigo J. La obra de coral sacro que escuchamos se me ha borrado de la memoria, pero no la pregunta que me hizo después: «¿Cuántas veces durante el concierto has pensado en nuestro Señor resucitando?» «Ninguna», contesté. Me pregunté si el propio J. habría estado pensando en nuestro Señor; al fin y al cabo, es hijo de un clérigo, y tiene la costumbre —única entre mis conocidos— de decir «Dios te bendiga» cuando se despide. ¿Podría ser esto indicio de una fe residual? ¿O es sólo un vestigio lingüístico, como decir «Grüss Gott» en algunas regiones de Alemania?

Mi añoranza de Dios se manifiesta en la falta de un sentimiento subyacente de interés y fe cuando afronto el arte religioso. Es una de las hipótesis obsesivas de los no creyentes: ¿qué pasaría «si fuera verdad»...? Imagina que escuchas el Réquiem de Mozart en una gran catedral —o, en realidad, la misa de los pescadores de Poulenc en una capilla en la cima de un acantilado, húmeda por las salpicaduras de salitre— y que tomas el texto como un evangelio; imagina que lees como verídica la sagrada historieta de Giotto en la capilla de Padua; imagina que consideras un Donatello como la faz auténtica de Cristo sufriente o de Magdalena llorando. Sería —por decirlo suavemente— añadirles una pizca más de encanto, ¿no?

Puede parecer un deseo intrascendente o vulgar: de más gasolina en el depósito, de más alcohol en el vino; de una mejor (o en cierto modo más grande) experiencia estética. Pero es algo más. Edith Wharton comprendió el sentimiento —y la desventaja— de admirar iglesias y catedrales cuando ya no crees en lo que representan estas construcciones; y describió el proceso de intentar remontarte a través de los siglos para comprenderlo y sentirlo. Pero ni el más imaginativo puede acabar reviviendo exactamente lo que un cristiano habría sentido contemplando la vidriera recién instalada de la catedral de Bourges, o escuchando una cantata de Bach en la catedral de Santo Tomás de Leipzig, o releyendo un episodio bíblico reproducido en un grabado de Rembrandt. Es de suponer que a este cristiano le hubiese preocupado más la verdad que la estética; o, al menos, que su apreciación de la grandeza de un artista la habrían determinado la eficacia y la originalidad (o, en realidad, la familiaridad) con que estuvieran expuestos los principios de la religión.

¿Tiene importancia que saquemos la religión fuera del arte religioso, que la reduzcamos a la categoría estética de simples colores, estructuras, sonidos, y cuyo significado esencial es tan lejano como un recuerdo de la infancia? ¿O es una pregunta ociosa, puesto que no tenemos alternativa? Fingir creencias que no profesas durante el Réquiem de Mozart es como fingir que te parecen graciosos los chistes de cuernos de Shakespeare (aunque algunos espectadores siguen riéndose sin parar). Hace unos años yo estaba en la galería de arte municipal de Birmingham. En una esquina, dentro de una vitrina, hay un cuadro pequeño e intenso de Petrus Christus en el que Cristo muestra sus heridas: con el índice y el pulgar extendidos indica el lugar traspasado por la lanza; hasta nos invita a medir el corte. Su corona de espinas se ha convertido en una dorada aureola de gloria, como de azúcar hilada. Dos santos le escoltan, uno con un lirio y el otro con una espada, y retiran las cortinas verdes de terciopelo de un proscenio extrañamente doméstico. Cuando yo retrocedía después de mi inspección, advertí que un padre y un niño con chándal corrían hacia mí a un trote vivo de gente que odia el arte. El padre, provisto de mejores zapatillas y mayor resistencia, llevaba un metro o dos de ventaja cuando doblaron la esquina. El chico echó una ojeada a la vitrina y preguntó, con un fuerte acento de Birmingham: «Papá, ¿por qué ese hombre se agarra el pecho?» El padre, sin reducir la marcha, lanzó un vistazo rápido hacia atrás y una respuesta instantánea: «No sé.» Por mucho placer y verdad que extraigamos del arte no religioso creado especialmente para nosotros, por muy intensamente que atraiga nuestra sensibilidad estética, sería una lástima que nuestra reacción a lo que ha precedido se redujera finalmente a un «no sé». Pero es lo que está sucediendo, por supuesto. Leyendas cada vez más frecuentes en las paredes de los museos explican acontecimientos tales como la Anunciación o la Asunción de la Virgen, aunque rara vez la identidad de todos esos escuadrones de santos que simbolizan algo. Habría necesitado mi diccionario iconográfico si alguien me hubiese pedido que nombrara a los dos que aparecen en el cuadro de Petrus Christus.

¿Qué pasará cuando el cristianismo se sume a la lista de religiones muertas y se enseñe en las universidades como una parte del programa de estudios sobre el folklore; cuando la blasfemia no sea legal o ilegal, sino simplemente imposible? Pasará algo como lo siguiente: hace poco estuve en Atenas y por primera vez empecé a buscar estatuillas cicládicas de mármol. Databan de alrededor de los años 3000-2000 a. C., la mayoría son femeninas y hay dos tipos principales: formas de violín semiabstractas y representaciones más naturalistas de un cuerpo estilísticamente alargado. Lo típico es que estas últimas presenten: una nariz larga en una cabeza similar a un escudo y desprovista de otros rasgos; un cuello estirado, los brazos cruzados sobre el estómago, con el izquierdo invariablemente encima del derecho; un triángulo púbico bosquejado; una división cincelada entre las piernas; los pies de puntillas.

Son imágenes de una pureza, una gravedad y una belleza singulares, que te llegan como una nota tranquila y sostenida que oyes en una silenciosa sala de concierto. Desde que ves erguirse ante ti una de esas formas, la mayoría de las cuales miden menos de un palmo, tienes la impresión de comprenderlas estéticamente; y ellas parecen coincidir en esto y te apremian a saltarte cualquier información mural histórico-arquitectónica. Esto se debe en parte a que evocan muy claramente a sus descendientes modernistas: Picasso, Modigliani, Brancusi. Los evocan y los superan: es bueno ver cómo a estos admirables tiranos del modernismo les roba originalidad una comunidad de anónimos escultores de las Cicladas; bueno también que te recuerden que la historia del arte es tan circular como lineal. Cuando ha pasado este breve momento de autosatisfacción vagamente pugilística, te asientas y percibes la serenidad y la retención simbólica de las figuras. Te vienen a la mente distintas comparaciones: Piero o Vermeer. Tienes delante una simplicidad majestuosa, y una calma trascendente que parece contener todas las profundidades del Egeo y formular una reprimenda a nuestro frenético mundo moderno. Un mundo que cada vez ha admirado más estas piezas y por tanto deseado más de las que podrían existir. La falsificación, como la hipocresía, es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, y en este caso el tributo rendido ha sido grande. Pero ¿qué has estado contemplando exactamente tú? O, mejor dicho, yo: más vale que asuma yo toda la culpa. ¿Y mis reacciones, por mucha autenticidad resollante que hayan tenido, guardaban relación con los objetos que veía? (¿O bien los objetos estéticos, con el tiempo, se convierten en o se reducen a las reacciones que suscitan en nosotros?) Esa integral cremosidad pálida que confiere tal aire de serenidad no habría existido originalmente: las cabezas, al menos, habrían estado pintadas con vigor. La talla minimalista —y protomodernista— es en parte, como mínimo, una consecuencia práctica de que el mármol resulta sumamente duro de tallar. La presencia vertical —el modo en que esas figurillas se alzan para recibirnos de puntillas, y en consecuencia parecen dominarnos sosegadamente— es una invención de conservadores de museos, puesto que la mayoría estaban concebidas para tenderlas horizontalmente. En cuanto a la serenidad reprensora que emanan, es más bien la inmovilidad y la rigidez de la tumba. Podemos contemplar estéticamente las estatuillas cicládicas —no podemos hacer otra cosa—, pero su función era la de objetos que acompañan a los muertos. Las valoramos exhibiéndolas en museos bajo una luz cuidadosamente dispuesta, sus creadores las valoraban enterrándolas en el suelo, invisibles para todos salvo para los espíritus de los difuntos. ¿Y qué creían exactamente —o incluso aproximadamente— las personas que crearon estos objetos? No lo sé.

El arte, por supuesto, es sólo un comienzo, es sólo una metáfora, como siempre. Larkin, al visitar una iglesia vacía, se pregunta qué pasará cuando «las iglesias caigan completamente en desuso». ¿Tendremos que «mantener / unas pocas catedrales crónicamente expuestas» (ese «crónicamente» siempre produce un escozor de envidia en este escritor), o «tendremos que evitarlas como lugares infaustos»? Larkin decide que seguirán atrayéndonos —siempre— esos parajes abandonados, porque «alguien eternamente sorprenderá / en sí mismo un ansia de ser más serio».

¿Es esto lo que subyace en el sentimiento de añoranza? Dios ha muerto y sin El los seres humanos pueden por fin abandonar su posición genuflexa y asumir su altura plena; y sin embargo esta altura resulta ser bastante enana. Emile Littré, lexicógrafo, ateo, materialista (y traductor de Hipócrates), llegó a la conclusión de que «el hombre es un compuesto muy inestable, y la tierra sin duda un planeta inferior». La religión ofrecía consuelo por las penalidades de la vida, y recompensa a los fieles al final de la misma. Pero por encima y más allá de estas mercedes, daba a la vida humana un sentido de contexto, y por consiguiente de seriedad. ¿Hacía que la gente se comportase mejor? A veces; a veces no; creyentes e incrédulos han sido en sus delitos igual de ingeniosos y de viles. Pero ¿era verdad? No. Entonces, ¿por qué añorarla?

Porque era una ficción suprema, y es normal sentir una pérdida al cerrar una gran novela. En la Edad Media se procesaba a animales. A langostas que destruían las cosechas, a carcomas que se comían vigas de iglesias, a cerdos que se zampaban a borrachos tendidos en cunetas. A veces los animales comparecían ante el tribunal, a veces (a los insectos, por ejemplo) se les juzgaba in absentia. Había una vista judicial completa, con acusación, defensa y un juez togado que podía imponer toda una lista de castigos: libertad condicional, destierro y hasta excomunión. En ocasiones había incluso una ejecución judicial: un funcionario del tribunal, con guantes y capucha, colgaba a un cerdo por el cuello hasta la muerte.