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ALAS, POOR RICHARD
I. OCHO HOMBRES
A menos que un escritor sea viejísimo cuando muere, en cuyo caso se ha convertido probablemente en una institución olvidada, su muerte tiene que parecer siempre prematura. La razón es que un escritor auténtico está siempre desplazándose y mudando y buscando. El mundo le ofrece muchas etiquetas, la más traicionera de las cuales es la del Éxito. Pero el hombre que está detrás de la etiqueta conoce la derrota mucho más íntimamente de lo que conoce el triunfo. Nunca puede estar absolutamente seguro de haber logrado su intención.
Esta tensión y esta autoridad —la autoridad del muchas veces derrotado— se reconocen en la obra del escritor, y nos hacen sentir que en el momento de su muerte se acercaba a sus logros supremos. Y creo que la culpabilidad interviene algo en esta reacción, a la vez que un cierto alivio no reconocido. Culpabilidad por no haber logrado establecer relación con él, porque es muy difícil tratar a los escritores como personas. Se dice que los escritores son muy egoístas y exigentes, y sí lo son, pero esto no los diferencia de cualquiera. Lo que les distingue es lo que James describió una vez como una especie de «santa estupidez». La codicia del escritor es aterradora. Desea, o parece desearlo, todo, y a casi todo el mundo; en otro sentido, y a la vez, no necesita a nadie; y a los familiares, los amigos y los amantes esto les resulta difícil de tragar. Mientras vive, su obra está fatalmente enredada con sus fortunas y desgracias personales, con su personalidad, con los hechos sociales y las actitudes de su época. El inconfesado alivio de que hablaba, pues, resulta de un cierto bajón en la intensidad de nuestra estupefacción, ya que el asombroso creador no se interpone ya entre nosotros y su obra.
Él no, pero muchas otras cosas se interponen, sobre todo nuestras propias preocupaciones. En el caso de Richard Wright, muerto en París a los cincuenta y dos años, un juicio adecuado sobre su obra se hace tanto más difícil porque vivió en una desconcertada y desmoralizadora época de la historia occidental. En Ocho hombres, el cuento más antiguo, «El hombre que vio el diluvio», se sitúa en el Profundo Sur y se escribió en 1937. Uno de los dos relatos antes inéditos que el libro contiene, «Te digo que Dios no es así», empieza en África, alcanza su siniestro final en París, y nos lleva, con un sarcasmo irónico y apropiado, hasta alrededor de 1960. A causa de este cuento, que es muy notable, y de «Trabajador para todo», que es una obra maestra, no puedo dejar de sentir que Wright, cuando murió, iba alcanzando una tonalidad nueva, una distancia estética más precisa, y una nueva profundidad.
Poco después de que supimos que Wright había muerto, una mujer negra que releía Native Son me dijo que el libro la afectaba más que cuando lo leyó por primera vez. Se debía, me dijo, a que el específico clima social que produjo el libro, o con el que se identificaba, parecía ahora arcaico, se nos desvanecía de la memoria. Ahora no quedaba ya más que el libro mismo, porque ya no era posible leerlo, como se le leyó en 1940, como un manifiesto racial militante. Los manifiestos raciales de hoy están escritos de modo muy distinto, y en muchos lenguajes diferentes: lo que hoy importa en el libro es la precisión y la hondura con que retrata la vida en el South Side de Chicago.
Sospecho que mi amiga tendrá razón. Desde luego, los dos relatos más antiguos del presente libro, «El hombre que era casi un hombre» y «El hombre que vio el diluvio», ambos de la época de la depresión, ambos situados en el Sur, y ambos, naturalmente, sobre negros, no parecen anticuados. Tal vez sea raro, pero no me han hecho pensar en los años treinta y tantos, y ni siquiera, particularmente, en los negros. Me han hecho pensar en lo perdido y desvalido del hombre. En «El hombre que era casi un hombre» se encuentra un humorismo seco, salvaje, folklórico. Cuenta la historia de un muchacho que quiere una escopeta, al fin la consigue y, por un error atroz, mata la mula de un blanco. Y tiene que huir del país, porque necesitaría dos años para pagar la mula. No hay nada divertido en «El hombre que vio el diluvio», un relato tan sobrio y conmovedor como el que presenta Bessie Smith en Backwater Blues.
Es curioso que ahora uno empiece a sospechar que Richard Wright nunca fue, en realidad, el escritor social y polémico que él creía ser. En mi trato con él, siempre me exasperaron sus ideas sobre la sociedad, la política y la historia, porque me parecían una pura fantasía. Nunca creí que tuviera ningún sentimiento real de lo que aglutina una sociedad. Pero no se me había ocurrido, y tal vez no se le había ocurrido a él, que lo que le interesaba y era la base de su talento estaba en otra parte. O tal vez sí se me había ocurrido a mí, porque siempre desconfié de sus relaciones con los intelectuales franceses, Sartre, Simone de Beauvoir, y compañía. No quiero ser ni vengativo con ellos ni desdeñoso con Richard Wright al decir que me parecía le podían dar muy poco que a él le fuera útil. Siempre me pareció que para ellos las ideas tenían más realidad que las personas; pero en todo caso, y lo digo con todo el amor y el respeto, en Richard Wright siempre vi escondido un niño negrito del Mississippi, travieso, astuto y con aguante. Este personaje me parecía estar en el fondo de todo lo que él decía y hacía, como una joya fantástica enterrada entre la alta hierba. Y era lamentable ver que las gentes de su país de adopción no eran más capaces de ver la joya que las gentes de su país natal, y que a su manera les intimidaba igualmente.
Más penosa todavía era la sospecha de que Wright no quería darse cuenta de aquello. Una de las cosas sobre las cuales Richard Wright y yo teníamos desavenencias más vehementes era lo que Europa significa para un negro americano. Le gustaba referirse a París llamándola «la ciudad del refugio» —lo que Dios sabe que en verdad era para nosotros y nuestros semejantes. Pero no era una ciudad del refugio para los franceses, ni mucho menos para nadie sometido a Francia; y no hubiera sido una ciudad del refugio para nosotros de no ir armados con pasaportes americanos. No me parecía merecer la pena, para mí, el haber huido de la fantasía nacional para arrojarme a una fantasía extranjera. (Alguien, algún día, tendría que hacer un estudio en hondura del papel del negro americano en la mente y la vida de Europa, y de los extraordinarios peligros, diferentes de los de América pero no menos graves, que el negro americano corre en el viejo mundo.)
Pero ahora que ha pasado la tormenta de la vida de Wright, y para él la política ha terminado para siempre, junto con el problema negro y el tremendo enigma de África, da la impresión que lo que se manifestó siempre fue el Richard Wright duro e intuitivo, el verdadero. Ahora empieza a parecer, por ejemplo, que el implacable y sórdido paisaje de Wright no era meramente el del Profundo Sur, o el de Chicago, sino el del mundo, el del corazón humano. El paisaje no cambia en ninguno de estos relatos. Incluso el cuento de mejor humor que el libro contiene, de buen humor sólo por comparación, «Buen negro grande», se sitúa en Copenhague en invierno, y en las mucho más glaciales regiones de los miedos de un portero de hotel danés.
En «Trabajador para todo» (un ejercicio de ironía denso, furioso, duro como un diamante), un negro que no encuentra trabajo se viste con la ropa de su mujer y se emplea como cocinera. («¿Quién —pregunta a su horrorizada mujer, enferma en cama— se fija de todos modos en nosotros, los negros?») El hombre obtiene el empleo, y Wright usa la increíble situación para revelar, con hermosa malignidad y exactitud, las vidas privadas de la raza de los señores. El cuento está hecho enteramente de diálogo, un diálogo que ejecuta perfectamente su función, avanzando como una locomotora y sugiriendo mucho más de lo que dice.
Sin parecerlo, el cuento cala muy hondo en la desmoralización del varón negro y la fragmentación de la familia negra que se produce cuando es la mujer la que tiene que asumir el papel viril, el de ganar el pan. Es también una denuncia, maliciosamente divertida, del terror y la hostilidad sexual de los blancos norteamericanos, y el humorismo del cuento acrecienta su horror.
«Te digo que Dios no es así», es una fábula sobre el descubrimiento de Dios por los africanos. Es un relato mucho más horrible que «Trabajador para todo», pero también logra su efecto mediante un humorismo de Gran Guiñol, y es también una denuncia sin tapujos de la frivolidad, el egoísmo y la insensatez de los blancos, en este caso un artista francés y su amante. También está hecho todo en diálogo, y cuenta como un artista francés de viaje por África emplea a un criado africano, lo usa como modelo y, para escandalizar y excitar a sus depravados amigos franceses, se lo lleva consigo a París.
Si la visión que tiene Wright de la sensibilidad africana será aceptada por los africanos, no lo sé. Pero ciertamente ha compuesto un comentario espantoso y verídico sobre las relaciones, inexorablemente misteriosas y peligrosas, entre maneras de vivir que son a la vez maneras de pensar. Este cuento y «Trabajador para todo» me hicieron meditar sobre lo mucho más rico que sería nuestro mísero teatro si Wright hubiera decidido dedicarse a él.
Pero, por otra parte, «El hombre que mató a una sombra» es algo muy distinto: aquí tenemos a Wright abandonado a merced de su tema. Su gran talento, me parece ahora, era la capacidad de comunicar estados internos mediante hechos externos: «El hombre que vivía en el subterráneo», por ejemplo, comunica el horror espiritual de un hombre y de una ciudad mediante una implacable acumulación de detalles, y por una serie de cuadros breves, recortados, vistos por rendijas y grietas y ojos de cerradura. No es procedimiento para expresar el específico horror sexual con que se enfrenta un negro. «El hombre que mató a una sombra» es un cuento de violación y asesinato, y ni el asesino ni su víctima cobran vida nunca. No sé por qué, parece que todo el cuento esté recubierto de algodón. Son muchas las razones para ello. En la mayoría de las novelas escritas por negros hasta ahora (con la excepción de If He Hollers Let Him Go de Chester Himes) hay un gran espacio donde tendría que encontrarse la sexualidad: y lo que acostumbra a rellenar este espacio es la violencia.
Esa violencia, como en buena parte de la obra de Wright, es gratuita y compulsiva. Es una de las críticas más severas que se pueden hacer contra su obra. La violencia es gratuita y compulsiva porque nunca se examina la raíz de la violencia. La raíz es la rabia. Es la rabia, casi literalmente el aullido, de un hombre al que castran. No creo ser la primera persona que lo nota, pero probablemente por el mundo de hoy no circula ningún cuerpo mayor (o más engañador) de mitos sexuales que el que ha proliferado alrededor de la figura del negro americano. Esto significa que él tiene que pagar por la culpable imaginación de los blancos que le han investido con sus odios y sus deseos, y que es el blanco principal de la paranoia sexual de ellos. Así, cuando en las páginas de Wright encontramos a un negro que hace trizas a una mujer blanca, la misma fruición con que lo cuenta, y la gran atención que dedica a los detalles de la destrucción física, revela una terrible tentativa por romper los barrotes de la jaula en la que la imaginación americana le ha encarcelado por tanto tiempo.
Entretanto, el hombre con quien tanto me peleé y que tanto contaba para mí, se ha ido. Primero América, luego Europa, luego África, le decepcionaron. Vivió lo bastante para ver que se volvían anticuadas todas las fórmulas dentro de las cuales nació; al fin, todas sus actitudes parecían históricas. Pero cuando su vida claudicaba, tengo la impresión de que se acercaba a un nuevo comienzo. Había sobrevivido, por así decir, a su propia antigualla, y su imaginación empezaba a enfrentarse con lo que para él era el más oscuro de todos los oscuros extranjeros, el africano. La hondura que esto tocó en él hizo brotar una nueva fuerza y un nuevo tono. Había sobrevivido al destierro en tres continentes, y había vivido lo bastante para empezar a contar la historia.
II. EL DESTERRADO
Cuando acepté el escribir esta nota de recuerdos, no imaginé que resultara una tarea tan penosa y difícil. ¿Qué, después de todo, puedo decir sobre Richard…? Todo se hunde en el mar de lo que pudo ser. Pudimos ser amigos, por ejemplo, pero con toda honestidad no puedo decir que lo fuéramos. Pudo existir algún modo de evitar nuestra pelea, nuestra ruptura; sólo sé decir que no lo encontré. Producida la pelea, tal vez pudo haber algún modo de reconciliarnos. Y, en realidad, creo que yo contaba con que la reconciliación acontecería en alguna forma misteriosa e irrevocable, tal como un niño sueña en ganar, mediante alguna hazaña deslumbradora, el amor de sus padres.
De todos modos, ahora está muerto, y nunca nos reconciliaremos ya. La deuda que le debo no puede ya pagarse, por lo menos como yo esperaba poder pagarla. De hecho, lo más triste de nuestra relación es que mi único medio de pagar mi deuda con Richard era el convertirme en un escritor de verdad; y este esfuerzo revelaba, con mayor claridad a medida que pasaban los años, las hondas e irreconciliables diferencias entre nuestros puntos de vista.
Pudo no hacerse tan grave, si yo hubiera sido menos joven cuando nos conocimos… Si hubiera estado menos inseguro de mí mismo, y hubiera sido menos monstruosamente egoísta. Pero cuando nos conocimos yo tenía veinte años, una edad carnívora; él tenía entonces la edad que tengo ahora, treinta y seis. Había sido mi ídolo desde que yo hacía el bachillerato, y yo, el polluelo de escritor negro, me convertí pronto en su protegido. La posición no era del todo justa ni para él ni para mí. En tanto que escritores, diferíamos todo lo que pueden diferir dos escritores. Pero nadie puede leer el futuro, y ni él ni yo lo sabíamos entonces. Lo que nos unía, en realidad, era que los dos éramos negros. Yo peregriné hasta conocerle porque él era para mí el mayor escritor negro del mundo. En Uncle Tom’s Children, en Native Son y, sobre todo, en Black Boy, encontré expresadas, por vez primera en mi vida, la tristeza, la rabia, la amargura asesina que devoraban mi vida y las de quienes me rodeaban. Su obra fue para mí una liberación inmensa y una revelación. Se convirtió en mi aliado y mi testigo, y —¡ay!— en mi padre.
Recuerdo muy bien nuestro primer encuentro. Fue en Brooklyn. Era invierno, yo naturalmente no tenía ningún dinero, y estaba sucio, hambriento y asustado. Él apareció desde las honduras de un piso que recuerdo como si fuera larguísimo. Ahora su cara, su voz, sus gestos, su figura, son muy tristemente familiares para mí. Pero entonces me impresionaron, y no en el buen sentido. Es siempre una impresión desagradable la de conocer a hombres famosos. El encuentro encierra siempre una injusticia irreductible, porque no es posible que el hombre famoso encaje en la imagen que uno se ha formado de él. Es casi seguro que mi propia imagen de Richard se basaba en la aterradora actuación escénica de Canada Lee, en el papel de Bigger Thomas. Richard no se parecía a aquello en nada. Su voz era ligera e incluso algo dulce, con un deje de melodía del Sur; tenía el cuerpo más redondo que cuadrado y más cuadrado que alto; y la sonrisa era más juvenil de lo que yo esperaba, y más tímida. Al saludarme, tenía una forma de decir: «¡Hola, chico!», con una especie de expresión satisfecha y sorprendida. Todo muy amistoso, y a la vez con un ligero y burlón tono de conspiración: como si fuéramos dos niños negros, coaligados contra el universo, y hubiéramos logrado hacernos con unas cuantas carretillas de sandías.
Nos sentamos en la sala, y Richard trajo una botella de bourbon, con hielo y copas. Ellen Wright andaba por el fondo del piso con el niño, y sólo hizo una breve aparición tardía. Yo no bebía por aquellos días, no sabía beber, y tenía miedo de que el licor, en mi estómago vacío, produjera las consecuencias más desastrosas. Richard me habló o, mejor dicho, consiguió hacerme hablar de la novela que yo escribía entonces. Me sentía tan asustado de caerme de la butaca, y tan deseoso de interesarle, que le dije sobre la novela mucho más de lo que yo mismo sabía en realidad, improvisando locamente, con el bourbon pisándome los talones, sobre todos los temas que se me agolpaban en la cabeza. Estoy seguro de que Richard se daba cuenta, porque parecía divertirse conmigo. Pero creo que le resulté simpático. Y sé que él me resultó simpático, entonces, y más adelante, y siempre. Pero sé también que, más adelante, él por su parte no lo creía ya así.
Aquella noche accedió a leer las cincuenta o sesenta páginas que yo tenía escritas de mi novela, en cuanto se las mandara. No tardé, naturalmente, en echarlas al correo, y Richard las comentó con mucha amabilidad y muy favorablemente, y su recomendación me ayudó a obtener la beca Eugene F. Saxton. Él estaba entonces muy orgulloso de mí, y yo hinchado de contento porque él estaba orgulloso, y decidido a darle todavía más orgullo.
Pero no fue así, porque, como ocurre tan a menudo, mi primer triunfo auténtico resultó ser el heraldo de mi primera auténtica derrota. De bien poco sirve, creo, el lamentar nada, pero, sin embargo, tiendo a lamentar que Richard y yo no fuéramos ya amigos por entonces, porque las cosas hubieran podido marchar de modo muy distinto. Podíamos, al menos, obtener un atisbo de la diferencia entre su mente y la mía; y si lo discutíamos entonces, nuestra pelea posterior hubiera podido ser menos penosa. Pero no éramos todavía amigos, supongo que precisamente por culpa de aquella diferencia, y también porque yo en realidad era demasiado joven para ser su amigo y lo adoraba demasiado y me asustaba demasiado. En resumen, que cuando me expuse por vez primera a los vientos glaciales de la edición y el resultado fue la ruina irreparable —causada por mí— de mi primera novela, apenas me vi con valor para mirarle a la cara a nadie, y mucho menos a Richard. Me sentía demasiado avergonzado de mí mismo y estaba seguro de que también él se avergonzaba de mí. Eso era una completa necedad por mi parte, porque Richard estaba más que enterado de lo que son las primeras novelas y los polluelos de novelista: pero yo me había arrojado a buscar su aprobación. En aquellos días, ni siquiera se me ocurría que alguien podía aprobarme si yo intentaba algo y fracasaba. Los jóvenes creen que el fracaso es el campo de concentración de Siberia, el destierro lejos de todo ser viviente, y tienden a hacer lo que entonces hice, o sea esconderme.
De todos modos, le vi unos días antes de que él se marchara a París, en 1946. Fue una entrevista extraña, melancólica como es melancólico un teatro cuando una pieza no se representará ya más y la compañía va a dispersarse. Todas las relaciones tan laboriosamente creadas dejan de existir, parecen no haber existido nunca, y el futuro presenta un aspecto gris y problemático en verdad. El piso de Richard —entonces vivía en el Village, en Charles Street— parecía así de desmantelado, con todo oscilando al borde del olvido. Se precipitaban personas entrando y saliendo —amigos, suponía yo, pero por desgracia la mayoría eran sólo admiradores—, y Richard y yo parecíamos haber llegado al cabo de nuestra calle personal, porque él había hecho por mí cuanto había podido, y no había salido bien, y entonces se marchaba. A mí me parecía que se embarcaba para el más espléndido de los futuros, porque se iba nada menos que a Francia, e invitado por el gobierno francés. Pero Richard, aunque animado, no parecía rebosar de gozo. Aquel día tenía una impresionante sobriedad de expresión. Habló largamente de un amigo suyo que tenía líos en la Oficina de Inmigración de los Estados Unidos, y que iba a ser, o había sido ya, deportado. A Richard no lo deportaban, desde luego, sino que se iba a un país extranjero como huésped de honor; y tenía suficiente vanidad y juventud y vitalidad para encontrarlo muy agradable y divertido. Pero sabía muy bien lo que es el destierro, lo saben todos los artistas, especialmente los artistas americanos, especialmente los artistas americanos negros. Ya había soportado, a despecho de todos los liberales y de todos los críticos literarios, un largo destierro en su propio país. Forzosamente tenía que pensar en lo que significaría el destierro auténtico. Y tenía que pensar en cuál sería el inimaginable efecto sobre su hija, que iba a criarse en un país que no la castigaría por el color de su piel.
Y aquel día fue muy aproximadamente el último en que Richard y yo nos hablamos antes de la terrible guerra posterior. Dos años más tarde, yo también dejé Norteamérica, sin intención de volver. El día en que llegué a París, incluso antes de que tomara habitación en un hotel, me llevaron a los Deux Magots, y allí estaba Richard con los directores de la revista Zero. «¡Hola, chico!», gritó, con un aspecto más sorprendido y contento y conspirador que nunca, y más joven y más feliz. El encuentro me pareció de buen agüero, y nunca en mi vida me he equivocado más.
Fui haciéndome amigo de la gente de Zero, y, al fin, escribí para ellos el ensayo titulado «Cada cual su novela de protesta». El día en que salió la revista, incluso antes de que yo la viera, entré en la Brasserie Lipp. Richard estaba allí, y me llamó. Nunca olvidaré aquella conversación, pero dudo de que consiga alguna vez contarla bien.
Richard me acusó de haberle traicionado, y no sólo a él sino a todos los negros americanos, al atacar la idea de la literatura de protesta. A mí no se me había ni siquiera ocurrido que el ensayo pudiera interpretarse de aquel modo. Me hallaba todavía en la edad en que creía que todo lo que a mí me parecía claro bastaba con señalarlo para que inmediatamente lo vieran todos con claridad. Era lo bastante joven para sentirme más bien orgulloso de mi ensayo y, por muy triste e incomprensible que ahora parezca, creo realmente que esperaba me acariciaran todos felicitándome por mi original punto de vista. No se me había ocurrido que el tal punto de vista, al cual, después de todo, yo había llegado con cierto esfuerzo y cierto dolor, pudiera considerarse traicionero o subversivo. Por otra parte, mencioné Native Son hacia el fin del ensayo porque era la más importante y más célebre novela sobre la vida negra aparecida en América. Richard creía que la había atacado, mientras que, desde mis intenciones, apenas la había ni siquiera criticado. Y Richard pensaba que yo pretendía destruir su novela y su reputación, cuando no se me había pasado por la mente que ni una ni otra pudieran ser destruidas, y mucho menos por mí. Sin embargo, lo espantoso de aquella conversación no eran ni los antecedentes ni el hecho de que yo no supiera encontrar palabras para defenderme. Lo que lo hacía más doloroso era que Richard tenía razón al sentirse herido, que yo no debía herirle. Él veía con bastante claridad, con mucha más claridad de la que yo me había atrevido a permitirme, lo que yo había hecho: usar su obra como una especie de trampolín para saltar dentro de la mía. Su obra era un obstáculo en mi camino: en realidad, la esfinge cuyos enigmas yo tenía que contestar antes de poder ser yo mismo. Entonces yo pensaba confusamente, y ahora lo siento muy definitivamente, que esto era el mayor tributo que yo podía rendirle. Pero no es un tributo fácil de recibir, y no sé cómo lo tomaré cuando me llegue el día, ya que, en definitiva, Richard se sentía herido porque yo no le había concedido derecho a tener sentimientos y flaquezas humanos. Y no se los había concedido, era cierto, porque él nunca fue para mí un ser humano, fue un ídolo. Y los ídolos son creados para ser destruidos.
La pelea no se arregló nunca de verdad, aunque hay que decir que pasamos años intentándolo. «¡Qué quieres decir con eso de protestar!», gritaba Richard. «Toda la literatura es de protesta. No puedes citarme ni una sola novela que no sea una protesta». A lo cual yo no sabía oponer más que la débil réplica de que tal vez toda la literatura fuera protesta, pero no toda protesta era literatura. «Oh», lanzaba entonces él, con su frecuente aspecto de sorprendente juventud, «ya vuelves a salirme con la mierda esa del arte por el arte». Lo cual no dejaba nunca de ponerme furioso, y mi cólera, sabe Dios por qué, parecía siempre divertirle. Nuestros mejores momentos eran los pocos en que conseguíamos exasperarnos el uno al otro hasta llegar a un punto de hilaridad incontenible «Carajo», gruñía Richard, cuando al fin yo había dado la vuelta al ruedo de aquel tema mortalmente aburrido, «qué carajo. Ahora vas a salirme con que todos los negros tenemos ritmo». Un día, o mejor una noche, logramos mandar al diablo todo aquel aterrador asunto, y Richard, Chester Himes y yo salimos y nos emborrachamos. Fue una buena noche, tal vez la mejor que recuerdo de todo el tiempo en que traté a Richard. Él y Chester, en efecto, eran amigos, cada cual hacía salir a la superficie lo mejor del otro, y la atmósfera que creaban hacía salir a la superficie lo mejor de mí. ¡Tres personas desesperadamente intranquilas, implacablemente egoístas, y posesas, libres en París pero lejos de casa, con tanto que decirse y tan poco tiempo para decirlo!
Y el tiempo huía. Buena parte de las dificultades entre Richard y yo, después de todo, se debía a que yo era cerca de veinte años más joven y nunca había visto el Sur. Tal vez ahora soy más capaz que entonces de imaginar la odisea de Richard, pero no pasa de ser imaginación. Nunca he viajado en mi propia carne, y pagado el precio de ese viaje, de el Profundo Sur a Chicago y luego a Nueva York y luego a París; y el mundo que produjo a Richard Wright se ha desvanecido y nadie lo verá nunca más. Ahora, y parece un tiempo no más largo que el de un parpadeo, casi veinte años han pasado desde que Richard y yo estábamos sentados, nerviosos, en la sala de su piso de Brooklyn, con la botella de bourbon entre nosotros. Estos años han visto derribar de un puntapié casi todos los puntales que aguantaban la realidad occidental, todas las capitales del mundo han cambiado, el Hondo Sur ha cambiado, y África ha cambiado.
Durante mucho tiempo, me parece, Richard fue una víctima de este cruel huracán. Creo que tenía los oídos casi ensordecidos por el estrépito, por todos los costados, no sólo de ídolos que caían sino también de enemigos que caían. Gentes en verdad extrañas cruzaban océanos, desde África y desde América, y llamaban a su puerta; y él realmente no sabía quiénes eran aquellas gentes, y ellos se daban cuenta muy de prisa. No fue hasta el ultísimo momento de su vida, a juzgar por algunos de los relatos en su último libro, Ocho hombres, que su imaginación empezó realmente a evaluar el nuevo y terrible oscuro forastero del siglo. Bueno, lo que cuenta es que trabajó hasta el fin, que murió, como espero morir, en mitad de una frase, y que su obra es ahora una parte de la historia de nuestra veloz y terrible época. Quienquiera que Él pueda ser, y dondequiera que tú puedas encontrarte, que Dios esté contigo, Richard, y ojalá me ayude Él a no dejar por resolver aquella discusión que tú iniciaste en mi interior.
III. ALAS, POOR RICHARD
Y hoy tengo las cuentas limpias, cantaban los hermanos y hermanas de la iglesia, porque Él me ha limpiado de pecados, y hace tiempo se saldó la vieja deuda. Bueno, tal vez fuera cierto, para ellos: se hacían la ilusión de que eran capaces de echar sus cuentas sin error. Lo que es yo, ando muy lejos de estar seguro de que sé echar mis cuentas, y ciertamente vacilaría mucho antes de decir que las sé echar sin error. Y en cuanto a deudas, es muy dudoso que haya «saldado» una sola deuda en mi vida.
No por falta de esforzarme. En mis relaciones con Richard, siempre anduve procurando llevar las cuentas «limpias», «saldar» la deuda. Lo cual no es sino otro modo de decir que yo quería que Richard me viera no como el muchacho que fui cuando nos conocimos, sino como un hombre. Yo quería sentir que él me había aceptado, que había aceptado mi derecho a tener mi visión propia, mi derecho, de igual a igual, a no estar de acuerdo con él. Durante mucho tiempo albergué la ilusión de que se acercaba el día. Un buen día Richard se volvería a mirarme, con una luz de súbita comprensión en la cara, y me diría: «Ah, de modo que es eso lo que tú quieres decir». Y entonces, según proseguía el sueño, se habría iniciado un diálogo de inmensa grandeza y valía. Y la valía del diálogo no iba a consistir sólo en su capacidad de instruirles a todos ustedes, a todas las épocas. Su gran valía consistiría en la capacidad de instruirme a mí, de instruir a Richard: porque el diálogo iba a ser nada menos que aquélla tan universalmente deseada y tan raramente lograda reconciliación entre el padre espiritual y el hijo espiritual.
Ahora bien, desde luego no era culpa de Richard el que mis sentimientos fueran aquéllos. Pero, por otra parte, tampoco lleva muy lejos el descartarlo todo diciendo que era culpa mía, o ilusión mía. Me había identificado con él mucho antes de conocernos: en un sentido que no tiene nada de metafísico, su ejemplo me había ayudado a sobrevivir. Era un negro, era joven, había salido de la pesadilla del Mississippi y de los siniestros suburbios de Chicago, y era un escritor. Él demostraba que era factible: me lo demostraba a mí, y me daba un arma contra todos los demás, que me aseguraban que no era factible. Y creo que yo había esperado que Richard, el día en que nos conoceríamos, lo comprendería como por milagro, y se llenaría de gozo. Tal vez esto parezca necio, pero sinceramente no puedo decir, no puedo decirlo ni siquiera ahora, que realmente yo lo juzgue necio. Richard Wright hizo un tremendo efecto a innumerables personas que nunca conoció, a multitudes que ahora ya no conocerá nunca. Esto significa que sus responsabilidades y sus riesgos eran grandes. No creo que Richard me considere nunca a mí como una de sus responsabilidades —bien au contraire!—, pero ciertamente parecía, muy a menudo, preguntarse qué había hecho él para merecerme.
Nuestra reconciliación, en todo caso, nunca se logró. Esto fue una gran pérdida para mí. Pero muchas de nuestras pérdidas van acompañadas de una ganancia que compensa. En mis esfuerzos por atravesar lo que me separaba de Richard, me vi obligado a pensar por qué él se erguía tan rígidamente frente a mí. Nunca pude creer (especialmente si uno da fe a mi propia versión de nuestra relación) que se debiera sólo a las críticas que hice a su obra. Me parecía entonces, y me parece ahora, que uno necesita realmente a las pocas personas que se toman bastante en serio a sí mismas y a su obra para que no les impresione ni el hervidero social que rodea a la persona ni la solemnidad sin crítica que amenaza a la obra desde el instante en que, por cualquier razón, se pone de moda.
No, tenía que tratarse de algo más, especialmente en vista de que su actitud frente a mí no se había formado, según resultó, para mi provecho particular. Parecía aplicarse, con igual rigor, contra muchos otros. Se aplicaba contra viejos amigos, con quienes trataba incontestablemente de igual a igual, que le habían ofendido, y siempre resultaba que del mismo modo: no tomando como palabra de evangelio su opinión sobre todo lo que él se imaginaba, o le habían hecho creer, que su mundo podía abarcar. Se aplicaba contra los negros americanos más jóvenes que él que pensaban que Joyce, por ejemplo, y no él, era el maestro; y también contra los jóvenes negros americanos que opinaban que Richard no entendía nada de jazz, o que sostenían que el Mississippi y el Chicago que él recordaba no eran precisamente el Mississippi y el Chicago que ellos conocían. Se aplicaba contra los africanos que se negaban a aceptar todo lo que Richard decía de África, y se aplicaba contra los argelinos que no encontraban París idéntico al montaje que Richard había elaborado con la ciudad. Se aplicaba, en suma, contra todo el que pareciera amenazar el sistema de la realidad de Richard. A medida que pasaba el tiempo, me parecía que tales personas se iban haciendo más numerosas y que Richard tenía cada vez menos amigos. Por lo menos, la mayoría de los que yo había conocido como amigos de Richard parecían entristecidos con él, y se alejaban con pesar. Ha estado lejos demasiado tiempo, decían algunos. Se ha cortado las raíces. Yo me resistía con todas mis fuerzas contra tales juicios, más por defenderme a mí que por defender a Richard, porque era más que fácil apuntar el juicio contra mí. Por la misma razón, defendí a Richard una vez que un africano me dijo, con una risita burlona: «Me parece que se figura que es blanco». Yo, de verdad, no pensaba que él se hubiera alejado del país demasiado tiempo, pero no pude dejar de ponerme, muy a pesar mío, a reflexionar sobre la utilidad y los peligros de la expatriación.
Tampoco creía yo ser blanco, o por lo menos no pensaba creerlo. Pero los africanos podían pensar que yo lo creía. ¿Y quién iba a echárselo en cara? A los ojos de ellos, y en los términos de mi historia, no era fácil considerarme como el más puro de los negros, o el más merecedor de confianza.
Y me parece que fue aproximadamente por ese estadio cuando me puse a observar a Richard como si fuera una especie de ejemplo viviente. No sabía dejar de pensar si él, al enfrentarse con un africano, sentía como yo la misma angustiosa tensión entre la envidia y la desesperación, la atracción y la repulsión. A mí se me había tenido siempre por muy oscuro de piel, tanto los negros como los blancos me habían despreciado por ello, y yo me había despreciado a mí mismo. Pero los africanos eran mucho más oscuros que yo: entre ellos yo era un rostro pálido, y también lo era Richard. Y la inquietud así creada hacía aflorar a la superficie de mi mente toda mi extremada ambivalencia sobre la cuestión racial. Los africanos parecían a la vez más sencillos y más tortuosos, más directamente eróticos y al propio tiempo más sutiles, y eran orgullosos. Si alguna vez se habían despreciado a sí mismos por el color de su piel, no se notaba, o por lo menos no lo notaba yo. Los envidiaba y los temía: temía que tuvieran razón al despreciarme. ¿Qué sentía Richard? ¿Y qué sentía Richard sobre los otros negros americanos en el extranjero?
Por ejemplo: uno de mis amigos más queridos, un escritor negro que ahora vive en España, pasó meses dando vueltas a mi alrededor, y yo dándolas a su alrededor, antes de que nos hablásemos. Cuando un negro encuentra a otro en un cocktail-party para blancos, o en éste más vasto cocktail-party que es la colonia norteamericana en Europa, no puede menos de preguntarse cómo logró el otro meterse allí. La pregunta es: ¿puedo fiarme de él? ¿O anda lamiendo culos? Casi todos los negros, como observó Richard una vez, están casi siempre haciendo comedia, pero la hacen ante un público blanco —que es completamente incapaz de juzgar al actor: e incluso un «negro malo», inevitablemente, representa una especie de comedia, aunque toda la finalidad de su representación sea el aterrar o extorsionar a los blancos.
Los negros saben unos de otros lo que en este caso podemos llamar los secretos de familia, y esto significa que un negro, si se lo propone, puede siempre poner al descubierto la comedia de otro negro. No es todavía posible exagerar el precio que un negro paga por encaramarse y salir de la oscuridad —porque es un precio particular, implicado en el hecho de ser un negro; y no hay modo de calcular las grandes heridas, cortes, amputaciones, pérdidas y cicatrices que un tal viaje acarrea. Pero ni siquiera es eso lo peor, ya que el negro tiene que entendérselas con dos jerarquías, una blanca y otra negra, la segunda modelada según la primera. Cuanto más alto sube el negro, menos merece la pena, ya que (de no ser él enérgico y anárquico en extremo, un auténtico «negro malo» en el más positivo sentido del término) todo lo que puede abrirse ante él es la amarga vacuidad del mundo blanco —que no vive según las normas de que se vale para atormentar al negro— y la todavía más espantosa vacuidad de los negros que quisieran ser blancos. Por consiguiente, un negro «excepcional» observa a otro negro «excepcional» queriendo descubrir si se da cuenta de la medida en que la broma ha tenido éxito, y de lo amargamente divertida que ha sido. En el gran cocktail-party del mundo del hombre blanco, las alianzas entre negros se cimientan casi exclusivamente sobre esta base, porque si los dos son capaces de reírse, tienen abundancia de material risible. Por otra parte, si sólo uno es capaz de reírse, se ríe, inevitablemente, del otro.
En el caso de mi nuevo amigo, Andy, y de mí, éramos, por fortuna, capaces de reírnos juntos. A los dos nos desconcertaba Richard, pero todavía le respetábamos y le queríamos (o sea que aceptábamos de Richard frases y actitudes que no nos hubiéramos aceptado el uno del otro, ni de nadie más) cuando Richard volvió de no sé qué lugar adonde había ido a filmar Native Son. (Película en la que, según nos enteramos con un horror que luego se justificó copiosamente, él interpretaba el papel de Bigger Thomas.) Volvió echando chispas de una idea brillante que se le había ocurrido, y que me esbozó una clara tarde soleada, en la terraza del Royal Saint-Germain. Quería hacer algo por proteger los derechos de los negros americanos en París: en definitiva, formar una especie de grupo de presión que obligara a las empresas americanas en París, y a las dependencias gubernamentales americanas, a dar empleo a negros sobre una base proporcional.
Aquello me pareció poco realista. En primer lugar, le pregunté, ¿cómo vamos a enterarnos de cuántos negros americanos hay en París? Richard soltó no sé qué cifra aproximada, semi-oficial, que no recuerdo, pero no bastó para satisfacerme. ¿De entre este número, cuántos hay que buscan empleo? Richard parecía creer que todos ellos pasaban el día saliendo de puertas por las que los echaban unos fariseos americanos, pero realmente yo no tenía la misma impresión. No estoy seguro de haberlo dicho, sin embargo, porque Richard me hacía creer muchas veces que el adjetivo «frívolo» se había inventado para describirme a mí. Sin embargo, mis objeciones iban llenándole de impaciencia contra mí, y yo empecé a sentirme casi culpable de una gran deslealtad e indiferencia sobre la suerte de los negros americanos en el extranjero. (Y me doy cuenta de que mi tono, ahora, cuando escribo esto, tiene un algo de irremediablemente sardónico, que también me dominaba en aquella lejana tarde. Richard, más que ninguna otra persona que yo haya conocido, hacía aflorar en mí esta tendencia. Siempre sentí deseos de pegarle un puntapié y decirle: «Déjalo, hombre, ningún blanco nos está escuchando, ya podemos cantar de plano».)
Lo cierto es que la mayoría de los negros que yo conocía habían ido a París a cualquier cosa menos en busca de empleo. Eran escritores o bailarines o compositores, vivían de pensiones militares o de becas o de más misteriosos enchufes, o trabajaban de músicos de jazz. No sé que nadie pusiera en duda que el sistema de empleo de las empresas americanas funcionaba en París exactamente como en los Estados Unidos, pero ¿cómo íbamos a demostrarlo, con un puñado, en el mejor de los casos, de negros problemáticos, esparcidos por París? A diferencia de Richard, yo no tenía razón para suponer que ninguno de ellos ardiera en deseos de trabajar al servicio de americanos: mis datos, en realidad, indicaban que era lo que menos deseaban en el mundo. Pero, incluso si lo deseaban, e incluso si estaban calificados en un oficio, ¿cómo demostrar que si la TWA no había empleado a Fulano se debía a que era negro? En los propios Estados Unidos me había parecido casi imposible demostrarlo. ¿No era un asunto, insinué, que tenía que gestionarse desde Washington? A Richard, sin embargo, no había quien lo parara, y me hizo sentirme tan culpable que me comprometí a averiguar cuántos negros trabajaban para la ECA.
Resultó que eran dos o tres o cuatro, ya no me acuerdo. En todo caso estábamos al cabo de la calle, porque no había procedimiento humano de demostrar que tenían que ser seis o siete. Pero todos los embarcados habíamos hecho demasiado trayecto para volvernos atrás, y, por consiguiente, se celebró una reunión inaugural de aquella extraordinaria organización, me acuerdo que a una hora muy tardía de la noche, en una sala privada encima de un bistró. Caía en un barrio muy a trasmano, e íbamos llegando solos o por parejas. (Circulaba una vaga consigna, me parece, de despistar a los omnipresentes agentes de la CIA, quienes ciertamente hubieran debido tener cosas mejores en que ocuparse, pero quienes, por otra parte, muy probablemente no las tenían.) Puede ser que evitáramos que nos siguieran por el camino, pero desde luego no había modo de evitar que nos notaran cuando llegábamos y nos deslizábamos, haciéndonos el distraído, frente a las abiertas bocas y los ojos atónitos de un bistró de obreros, treinta o cuarenta que éramos, y entrábamos por una puerta trasera y subíamos las escaleras. Mi amigo y yo llegamos un poco tarde, tal vez un poco bebidos, y desde luego con ganas de reírnos, porque nos sentíamos enjaulados dentro del más verosímil y anticuado de los melodramas ingleses.
Pero Richard estaba en la gloria. Se sentaba en un estrado algo elevado, y me parece que estaba solo allí. En la sala no había más que negros. Los resultados de las investigaciones de otros no eran más concluyentes que los míos, y desde luego, basándose en nuestros descubrimientos, era de todo punto imposible definir una política o trazar una estrategia; pero aquello no pareció sorprender a Richard, o ni siquiera molestarle. Se decidió que, en vista de que no podíamos constituir un grupo de presión, formaríamos un club de camaradería, con el fin de que nosotros conociéramos a los franceses y los franceses nos conocieran. Dados nuestros temperamentos, ni Andy ni yo necesitábamos hacernos socios de un club para lograr tal finalidad, todo nos iba como una seda: pero, con alguna sorpresa por mi parte, resultó que conocíamos a muy pocos de los reunidos en la sala, de modo que nos callamos y escuchamos. Si sólo se trataba de fundar un casino, el problema, obviamente, no nos afectaba ya.
El discurso de Richard, aquella noche, me hizo una enorme impresión. Me aterró. Yo sentía, pero reprimía el sentimiento, que él se mostraba altanero y condescendiente con los reunidos. Reprimía el sentimiento porque en realidad la mayoría de ellos me interesaban muy poco; pero yo me encontraba todavía en el período en que me sentía culpable por no ser capaz de querer a todos los negros que conocía. De todos modos, y tal vez precisamente por la misma razón, no pude dejar de sentirme ofendido por el aspecto y el tono de Richard. No me acuerdo de cómo empezó su discurso, pero nunca olvidaré cómo terminó. Las noticias de esta asamblea, dijo, han causado una gran conmoción en los círculos intelectuales franceses. Todos estaban llenos de asombro (y ya lo creo que podían estarlo) ante el futuro de semejante grupo. Muchos blancos querían acudir, Sartre, Simone de Beauvoir, Camus, «y», dijo Richard, «mi propia esposa. Pero les he dicho: antes de permitiros que vayáis tenemos que preparar a los negros para recibiros».
Aquella revelación, que fue pronunciada con una sonrisa, produjo el más tenso, atónito y embarazado de los silencios. Miré a Andy, y Andy me miró. Todo era terriblemente cómico, y lo era todo menos cómico. Me pregunté cuál habría sido la reacción si Richard se hubiera atrevido a lanzar semejante frase en, pongamos, una barbería negra; o me preguntaba más bien, en realidad, cuál habría sido la probable reacción si cualquiera otra persona se hubiera atrevido a lanzar la frase a cualquiera de los presentes en la sala, en otras circunstancias. («Oye, negrito, he recibido a blancos toda mi vida. ¿A quién preparas tú? ¿Quieres preparar? ¿Ya sabes a quién?») Me pareció, en todo caso, que por lo menos la preparación tenía que concebirse como un asunto mutuo: no había razón para suponer que los intelectuales parisinos estaban mejor «preparados» para «recibir» a negros americanos que los negros americanos para recibirlos a ellos, más bien, mirando la cuestión bajo todos sus aspectos, al contrario.
Hasta allí llegó mi contacto con el Club de Camaradería Franco-Americana, aunque al parecer el club llevó una vida algo anémica durante cierto tiempo. No sé lo que realizó, muy poco, me figuro; pero pronto dejó de existir porque nunca tuvo razón alguna para adquirir existencia. A juzgar por quejas que oí, el interés que Richard se tomó por el club, una vez que éste quedó (por decirlo de algún modo) fundado, fue mínimo. Una vez me dijo él que el asunto le había costado mucho dinero: lo cual se refería, según creo, a cierto desastroso proyecto emprendido por el club, involucrando una factura de imprenta. En verdad parecía como si Richard creyera que, una vez establecido aquel club, había pagado su deuda con los negros americanos del extranjero, y con los de casa, y para siempre; había pagado su deuda, y quedaba libre, ya que una vez más se habían mostrado incapaces de ir adonde él les guiaba. Después, durante uno o dos años todavía, jóvenes negros cruzaban el océano y llamaban a la puerta de Richard, ávidos de su simpatía, su ayuda, su tiempo, su dinero. Dios sabe lo fatigante que debió de ser. Y, sin embargo, no es posible que le ocuparan más tiempo que el que le ocupaban los sórdidos sicofantes que, por lo que yo podía juzgar, le rodeaban progresivamente. Richard y yo, naturalmente, fuimos separándonos cada vez más (nuestras conversaciones se hacían demasiado exasperantes y agrias), pero, desde mi distancia irremediablemente sardónica, sólo conseguía divisar, por encima de lo que parecía un indescriptible cacofónico desfile de mediocridades, y de un par de los más huecos y pomposos escritores negros del mundo, la sólida y leal figura de Chester Himes. Se produjo un notorio enfriamiento en el idilio que se había desarrollado entre Richard y los intelectuales franceses. En cuanto a los intelectuales americanos, él los había embarazado siempre, y entonces se sintieron aliviados al descubrir que les aburría, y todavía más aliviados al decirlo. Por aquel tiempo, él había conseguido distanciarse de todos los jóvenes escritores negros americanos de París. Muchas veces coincidían en un café, y Richard jugaba compulsivamente con un tragaperras de bola, mientras ellos, maliciosos e insolentes, se negaban a mirarle. Lejos estaban los días en que sólo tenía que entrar en un café para que le saludaran con el equivalente negro americano del «cher maître» («Eh, Richard, hombre, ¿cómo te anda? Siéntate y cuenta algo») y para que todas las luminosas caras alrededor de la mesa se volvieran hacia él. Entonces, las más luminosas caras se apartaban, y entre ellas se contaban las caras de los africanos y los argelinos. No confiaban en él, y su desconfianza era venenosa porque pensaban que él les había prometido tanto. Cuando el africano me dijo «Me parece que se figura que es blanco», quería decir que a Richard le importaban más su seguridad y su comodidad que la condición de los negros. Pero precisamente a esta condición, por lo menos en parte, debía él seguridad y comodidad y poder y fama. Si una décima parte del sufrimiento que se daba (y se da) entre los africanos y argelinos de París hubiera ocurrido en Chicago, no podemos dejar de creer que Richard hubiera hecho saltar el tejado de la casa. La verdad es que nunca paró de hacer saltar el tejado, en lo que concernía al problema racial americano. Pero el tiempo pasa de prisa. Los negros americanos habían descubierto que Richard no sabía en realidad gran cosa sobre las dimensiones y complejidades actuales del problema en los Estados Unidos, y que, en lo hondo, no quería saber. Y una de las razones por las que no quería saber era que su impulso real hacia los negros americanos, individualmente, era el de despreciarlos. Ellos, en consecuencia, desdeñaban su furia y sus declaraciones públicas como un reflejo poco viril; en cuanto a los africanos, por lo menos los más jóvenes, se daban cuenta de que él no los conocía ni quería conocerlos, y eran ellos los que le despreciaban a él. Tuvo que ser muy difícil de soportar, y ciertamente era muy aterrador de observar. Se me hacía imposible no pensar: Anda con cuidado. El tiempo pasa también para ti, y esto puede ocurrirte a ti algún día.
Porque, ¿quién no ha odiado a su hermano negro? Simplemente porque es negro, porque es el hermano. ¿Y quién no ha tenido sueños de violencia? Aquella fantástica violencia que no sólo ahogará en sangre, lavará en la riada de sangre, generación tras generación de horror, sino que a la vez le libertará a uno del horror individual, metido en todos los rincones del corazón. ¿Quién de nosotros ha superado su pasado? Y el pasado de un negro es sangre que gotea de hojas, órbitas de ojos vaciadas, escrotos abiertos y testículos arrancados con un cuchillo. Pero este pasado no es particular del negro. Este horror es también el pasado, y el perpetuo potencial o la tentación, de la raza humana. No saber esto, me parece, es no saber nada de nosotros, nada uno de otro; y haberlo aceptado es también haber encontrado una fuente de fuerza, la fuente de todo nuestro poderío. Pero primero hay que aceptar la paradoja, con gozo.
El negro norteamericano ha pagado un oculto y terrible precio por su lento ascenso hacia la luz; como, por ejemplo, Richard que, por fin, pudo vivir en París exactamente como habría vivido, de ser un blanco, aquí, en Norteamérica. Esto puede parecer deseable, pero me pregunto si lo es. Richard pagó el precio que requiere una tal ilusión de seguridad. Y el precio es desviar la mirada de todo lo que son los poderes de las tinieblas, ignorarlo. Lo que digo suena a místico, pero no lo es: es un hecho oculto. El fallo de la imaginación moral de Europa ha creado las fuerzas ahora decididas a destruir a Europa. Ningún europeo soñó, mientras duró el auge de Europa, que muy lejos, en un oscuro continente, estaban sembrando las semillas de un huracán. Durante la segunda guerra mundial, no se soñó que las resonantes palabras de Churchill, dirigidas a los ingleses, eran escuchadas por esclavos de los ingleses, quienes, ahora, llegando a miles a la metrópoli, turban el sueño inglés. Sólo ahora, en Norteamérica (y nada tendría de sorprendente que fuera demasiado tarde), la mente colectiva empieza vagamente a sentirse turbada por un atisbo de la angustia, sin hablar de la rabia, con que el negro americano ha vivido tanto tiempo. Se ha implantado la sospecha —y el efecto mayor, por ahora, ha sido el pánico— de que tal vez el mundo sea más sombrío y, por consiguiente, más real de lo que nos habíamos permitido imaginar.
El tiempo llevó a Richard, como ha llevado al negro norteamericano, a un lugar extraordinariamente desconcertante y peligroso. Un negro norteamericano, por muy hondas que sean sus simpatías, o por centelleante que sea su furor, deja de ser simplemente un negro en cuanto se encuentra frente a un negro de África. Cuando digo «simplemente un negro», no quiero decir que el ser negro sea cosa simple, en ninguna parte. Pero insinúo que uno de los precios que un negro norteamericano paga —o puede pagar— por eso que llaman su «aceptación», es un profundo odio hacia sí mismo, casi imposible de eliminar. Esto le corrompe todos los aspectos del vivir, nunca recobra la paz, ha perdido para siempre el contacto consigo mismo. Y al encontrarse frente a un africano, tiene ante sí el pasado —indeciblemente oscuro, culpable, erótico— que los padres protestantes le hicieron enterrar a fin de conservar ellos la paz de espíritu y el poderío, pero que vive en su personalidad y todavía obsesiona al universo. Lo que ve un africano cuando se enfrenta con un negro americano, realmente no lo sé todavía; y es demasiado pronto para decir con qué cicatrices y complejos ha salido el africano del fuego. Pero la guerra interior entre el ser blanco y el ser negro, que tanta pena causó a Richard, no necesita ser una guerra. Es una guerra que, precisamente porque niega tanto las alturas como las honduras de nuestra naturaleza, cuesta, y ha costado de modo visible e invisible, tantas vidas blancas como negras. Y, según yo lo veo, Richard fue una de las víctimas más ilustres de esa guerra. Es por esto que, me parece, al fin se encontró errando por una tierra de nadie entre el mundo negro y el blanco. Ya no importa el ser blanco, gracias a Dios. La cara blanca ya no está investida del poder de este mundo: y hay que desear fervientemente que pronto no importe ya el ser negro. La experiencia del negro norteamericano, si algún día la miramos de frente y la valoramos, hace posible la esperanza de tal reconciliación. La esperanza y la efectividad de esta fusión en el seno del negro norteamericano es una de las pocas esperanzas que tenemos de sobrevivir al caos que ahora nos rodea.