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NADIE SABE MI NOMBRE:
CARTA DESDE EL SUR

Anduve calle abajo, no llevaba sombrero,

preguntando a todo el mundo:

¿por dónde para mi hombre?

MA RAINEY

Los negros del Norte tienen razón cuando al Sur le llaman «el viejo país». Un negro nacido en el Norte, al encontrarse en el Sur se parece al hijo de un emigrante italiano que se encuentra en Italia, cerca de la aldea donde su padre vino al mundo. Ambos están en tierras que nunca han visto, pero que no pueden menos de reconocer. El paisaje ha sido siempre familiar; la lengua es arcaica, pero despierta ecos; y asimismo los modos de obrar de la gente, aunque no son los modos del recién llegado. A dondequiera que se vuelva, el parecido se encuentra reflejado. Se ve a sí mismo tal como era antes de nacer, tal vez; o como el hombre en que se habría transformado de nacer efectivamente allí. Ve, acaso desde un punto de vista realmente raro, el mundo en que sus padres esperaron a que él llegara, tal vez en la casa misma en que por poco se salvó de nacer. Ve, en efecto, a sus antepasados que, en todo lo que hacen y son, le declaran su identidad inevitable. Y el negro norteño en el Sur ve, sea lo que sea lo que él u otros deseen creer, que sus antepasados son unos blancos y otros negros. Precisamente por esto le odian los blancos, carne de su carne. Por otra parte, apenas le resulta posible integrarse en la comunidad negra del Sur: porque tanto él como dicha comunidad son presa de la inmensa ilusión de que el estado de ellos es peor que el de él.

Tal ilusión deriva enteramente de la gran ilusión americana, de que nuestro estado merece ser envidiado por otros: somos poderosos, y somos ricos. Pero nuestro poderío nos desazona y lo usamos con muchísima inepcia. El principal efecto de nuestro bienestar material ha sido el de que todos los niños tienen dentera, se desviven por adquirir más. Si esa ilusión no nos ilusionara tanto, nos entenderíamos a nosotros y entenderíamos a las otras naciones mucho mejor, y podríamos ayudarlas a entendernos. A menudo me siento tentado de creer que esa ilusión es todo lo que queda del gran sueño que hubiera podido llegar a convertirse en Norteamérica. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la ilusión es lo que nos impide convertir a Norteamérica en lo que decimos que deseamos que sea.

Pero dejemos a un lado, por el momento, tan subversivas especulaciones. En otoño del año pasado, el avión en que yo iba planeó por encima de la tierra de Georgia, de un rojo de herrumbre. Tengo más de treinta años, y nunca había visto antes aquella tierra. Pegaba la cara a la mirilla, viendo acercarse la tierra. Pronto tocamos casi las copas de los árboles. No pude dejar de pensar que el color de la tierra venía de la sangre que había goteado de aquellos árboles. Me obsesionaba la imagen de un negro, más joven que yo o de mi edad, que pendía de un árbol, mientras unos blancos le miraban y le cortaban el sexo con un cuchillo.

Mi padre tuvo que ver espectáculos tales (era muy viejo cuando murió) o debieron de contárselos, o tal vez sintió que el peligro se le acercaba. Aquel poeta negro con quien hablé en Washington, mucho más joven que mi padre, tal vez veinte años mayor que yo, recordaba cosas así con mucha vividez, tenía un largo cuento que contar, y me aconsejó recordar aquellos días como un medio de confortarme el alma. Yo debía recordar que el tiempo, si no había hecho otra cosa, por lo menos había pasado, y que la situación, mejor o no, en todo caso no era la misma. Debía recordar que los negros sureños habían soportado cosas que yo no era siquiera capaz de imaginar, pero esto realmente no me daba ningún complejo de inferioridad, porque estaba claro que ellos no habían sido siquiera capaces de imaginar lo que les esperaba en Harlem. Me acordé del caso de Scottsboro, del que tuve noticias cuando niño. Me acordé de Angelo Herndon, y una vez más me pregunté qué habría sido de él. Me acordé del soldado negro al que un blanco iracundo dejó ciego, al terminar la segunda guerra mundial. Después de la primera guerra hubo muchos casos parecidos, lo cual es una de las razones por las que nací en Harlem. Me acordé de Willie McGhee, Emmett Till y tantos otros. Mis hermanos más jóvenes estuvieron en Atlanta unos años antes. Me acordé de lo que me contaron. A uno de ellos, de uniforme, la patada de un oficial blanco le saltó los dientes. Recordé a mi madre contándome cómo lloró y rezó y, a fuerza de besos, intentó vaciar de rabia a su hijo, presa de un frenesí suicida. (Y lo consiguió: sólo el cielo sabe lo que sentiría ella misma, cuyo padre y cuyos hermanos vivieron y murieron allí.) Me recordé a mí mismo cuando era muy chiquillo, ya tan amargado que apenas lograba repetir el juramento patriótico que recitábamos en la escuela, y nunca, lo que se dice nunca, lo hice con auténtica convicción.

En suma, sólo una generación me separa del Sur, la región ahora convulsa otra vez por la cuestión de si los niños negros tienen, para recibir instrucción, los mismos derechos o capacidades que los hijos de los blancos. Es ésta una disputa criminalmente frívola, absolutamente indigna de esta nación. Y la prolongan, con una total mala fe, personas salvajemente incultas. (Aquí no nos fiamos de la gente con cultura y raras veces, por desgracia, la producimos, porque no nos fiamos de la independencia de espíritu, que es lo único que hace posible la cultura.) Las gentes instruidas o cultas, de cualquier color, son tan raras que indiscutiblemente una de las primeras obligaciones de una nación es la de abrir todas sus escuelas a todos sus ciudadanos. Pero en realidad la disputa no tiene nada que ver con la cultura, como saben algunos entre los incultos espesos. Tiene que ver con el poder político, y tiene que ver con la sexualidad. Y estamos en una nación que, desafortunadamente, sabe muy poco de uno y de otro asunto.

La ciudad de Atlanta, según mis apuntes, es «grande, enteramente segregada, dispersa. Las cifras de población varían entre seiscientos mil habitantes o un millón, según que uno se limite a la ciudad en sentido estricto o se salga de ella. Los negros son el 25 o el 30 por ciento. Las relaciones raciales, según los archivos, pueden describirse como tolerables, teniendo en cuenta que estamos en Georgia. Ciudad industrial en crecimiento. Relaciones raciales manipuladas por el alcalde y por una clase media negra bastante fuerte. La cosa opera en las zonas de la transacción y la concesión, tiene muy poco efecto sobre el grueso de la población negra, y absolutamente ninguno en el resto del Estado. Nada de integración, ni prevista ni realizada». También me pareció que los negros de Atlanta eran «muy vívidamente negros de ciudad»: parecían menos pacientes que sus hermanos rurales, más peligrosos, o por lo menos más capaces de dar sorpresas. Y: «He visto un barrio negro rico, muy bonito, pero con la carretera sin pavimento… El barrio en que vivo yo se compone de casitas en varios estados de dilapidación y ruina, donde viven dos o tres familias, a menudo con un solo retrete. Estamos al otro lado de la vía; literalmente, quiero decir. Nos situamos, según me dicen que es el caso en muchas ciudades del Sur, más allá de los terraplenes que delimitan la ciudad en sentido estricto». Atlanta contiene una alta proporción de negros que son dueños de sus casas y que existen, en todo caso exteriormente, con independencia del mundo blanco. Las pequeñas ciudades del Sur desconfían de esta clase y hacen todo lo que pueden por impedir que aparezca. Pero la clase tiene una cierta utilidad para las grandes ciudades. De hecho, se da una guerra incipiente entre las ciudades grandes y pequeñas del Sur —o sea, entre la ciudad y el Estado— que luego discutiremos. Little Rock es un ejemplo de mal agüero y es probable (en realidad, es seguro) que veremos muchos otros ejemplos antes de que concluya la crisis presente.

Antes de llegar a Atlanta pasé unos días en Charlotte, Carolina del Norte. Es una pequeña ciudad burguesa, presbiteriana, bonita —si a uno le gustan las pequeñas ciudades—, y socialmente tan hermética que apenas tiene un restaurante tolerable. Me dijeron que a los negros no les dan siquiera licencia para ser electricistas o fontaneros. También me dijeron muchas veces, siempre blancos, que las «relaciones raciales» eran excelentes. No logré encontrar ni un solo negro que estuviera de acuerdo, lo cual es generalmente el caso de las «relaciones raciales» en este país. Charlotte y sus 165.000 habitantes estaban en agitación cuando llegué porque, de sus 50.000 negros, cuatro habían sido destinados a sendas escuelas antes reservadas a blancos. En realidad, a mi llegada ya sólo quedaban tres. Dorothy Counts, hija de un ministro presbiteriano, después de varios días dejándose apedrear y escupir (una mujer me dijo: «la saliva goteaba del vestido de Dorothy»), se había retirado de su escuela. Algunos estudiantes blancos habían telefoneado a Dorothy (pero no la habían visitado) pidiéndole que no se retirara. Harry Golden, el director de The Carolina Israelite, escribió que «el elemento gamberro» no habría avergonzado a la ciudad y a la nación si alguno de los más destacados miembros de negocios de la ciudad hubiera escoltado personalmente a la señorita Counts hasta la escuela.

Visité las escuelas negras en Charlotte, vi por las esquinas de las calles a algunas de sus alumnas, y leí de alumnos a los que acababan de condenar a trabajos forzados. Lo cual resuelve el misterio de por qué los padres negros mandan a sus hijos a enfrentarse con pandillas asesinas. Los blancos no lo entienden porque no saben, y no quieren saber, que la alternativa de aquel tormento es un tormento para toda la vida. Los padres negros que pasan los días temblando por sus hijos y las noches rezando porque el niño no haya quedado demasiado estropeado, no lo hacen por «ideal» o por «convicción», ni porque les haya entrado un deseo insensato de ver que sus hijos están «donde no les quieren». Lo hacen porque quieren que los hijos reciban instrucción suficiente para superar el ambiente asfixiante en que tantos otros niños perecen cada día, tal vez la instrucción suficiente para huir del ambiente, y tal vez la suficiente para ayudar algún día a abolirlo.

Ciertamente no es ésta la finalidad, y mucho menos el efecto, de la mayoría de las escuelas negras. Dios sabe que, en las mejores circunstancias, ya es difícil obtener una buena enseñanza en este país. Cada año terminan la enseñanza secundaria chicos blancos que no saben ni leer, ni escribir, ni pensar, y andan sumidos en el estado de la más abismal ignorancia sobre el mundo que les rodea. Pero por lo menos son blancos. Les ciega la ilusión (que, como son blancos, a veces tiene una tenacidad fatal) de que pueden hacer todo lo que quieren. Y posiblemente es exactamente lo que están haciendo, en cuyo caso lo mejor que podemos hacer todos es arrojarnos al suelo y levantar nuestras preces.

El nivel de la enseñanza negra, evidentemente, es incluso más bajo que el nivel general. El nivel general es bajo porque, como he dicho, los norteamericanos tienen poco respeto por el auténtico esfuerzo intelectual. El nivel negro es bajo porque la enseñanza negra se da en una sociedad segregada, y se destina a perpetuarla. Ya éste solo hecho, y por mucho dinero que el Sur se envanezca de gastar en las escuelas negras, desmoraliza por completo. Crea una situación en la que el maestro negro tiene pronto tan poco poder como sus alumnos. (Hay excepciones entre los maestros como las hay entre los estudiantes, pero no me parece que en este país las escuelas se destinen a gentes de excepción. Y, aunque a veces los blancos parecen esperar que los negros sólo producirán excepciones, la verdad es que los negros son como todo el mundo. Algunos son excepcionales y la inmensa mayoría no lo son.)

Los maestros son responsables ante el director negro, cuyo poder es absoluto frente a los maestros, pero muy pequeño frente a los administradores de la escuela. Y en cuanto al tal director, ha llegado a la cumbre de su carrera: pocas veces podrá ya ascender. Tiene que pensar en su retiro, y entretanto se consuela pensando que pertenece a la «clase alta entre los negros». Esta clase incluye a pocos estudiantes o a ninguno, y no a todos los maestros ni mucho menos. Los maestros, mientras no se salgan del sistema, para lo cual bien pocas posibilidades tienen, sólo pueden aspirar a llegar a directores. Como no todos llegarán, buena parte de la energía que deberían consagrar a su vocación se pierde en la acostumbrada rivalidad necia. Están mal pagados y mal tratados por el mundo blanco, que cada día les rasca la piel con papel de lija. Y es muy comprensible que pronto no puedan ni ver a sus alumnos. Los chicos se dan cuenta: no es fácil engañar a los jóvenes. Y también se dan cuenta de que están en un local atestado y sin condiciones, en clases tan numerosas que incluso el estudiante más atento y el profesor más dotado no podrían menos de sentir que se hunden poco a poco en un mar de impotencia general.

Nada tiene de sorprendente, pues, que los violentos sacudimientos de la pubertad, ocurriendo en semejante jaula, cobren su tributo cada año, mandando a chiquillas a las clínicas de maternidad y a chiquillos a la calle. Nada tiene de sorprendente el que un chico, un buen día, viendo que tanto estudiar le llevará a portero o a mozo de ascensor (o a ser un maestro como el suyo), decida que vale más irse al infierno. Y al infierno van todos, con un resentimiento que disimularán toda su vida, con un esfuerzo incesante que termina de destruirles. Son los sirvientes o los delincuentes o los vagos, los negros que la segregación ha producido y que el Sur alega para demostrar que la segregación es acertada.

También en Charlotte adquirí ciertas nociones sobre lo que el Sur entiende por eso del «tiempo para adaptarse». Por seis años antes del «lunes negro», la Asociación Nacional para el Progreso de los Negros había intentado que los dignos concejales cumplieran el estatuto de «separación pero igualdad» e hicieran algo por remediar el estado de las escuelas negras. No hicieron nada. Después del «lunes negro», el municipio de Charlotte pidió «tiempo»: y utilizó este tiempo elaborando estratagemas legales para obtener un mínimo de integración con un máximo de dilación. En agosto de 1955, el gobernador Hodges, un moderado, amaneció con la sugestión de que los negros se segregaran ellos mismos voluntariamente: por el bien, según dijo, de ambas razas. Como a los negros no pareció conmoverles aquella moderada propuesta, el Klan reapareció por los distritos rurales, y cuando yo me fui todavía proseguía sus actividades. Como me figuro que prosiguen las suyas los chicos condenados a trabajos forzados.

Pero me dijeron: «Charlotte no es el Sur». Me dijeron: «No ha visto el Sur todavía». A mí Charlotte me parecía muy sureña para mi gusto, pero la verdad es que las gentes de Charlotte tenían razón. Una de las causas es que el Sur no es la estructura monolítica que desde el Norte parece ser, sino una región muy variada y dividida. Se agarra al mito de su pasado, pero entretanto lo cambia, inexorablemente, un presente que no tiene nada de mítico: sus hábitos y sus intereses han entrado en conflicto. Todo habitante del Sur lo siente, y por esto hay tal pánico abajo y tal impotencia arriba.

Hay que decir también que, para un negro, la situación racial no es, en el Sur, muy diferente de la del Norte. Lo que desconcierta es la etiqueta, no el espíritu. La segregación no es oficial en el Norte y lo es en el Sur, diferencia crucial que, de todos modos, poco alivia la suerte de la mayoría de negros del Norte. Pero volveremos a esta cuestión tras comentar la peculiar relación imperante entre las diversas ciudades y estados del Sur.

Atlanta, por su parte, es el Sur. Es el Sur en tanto que tiene una muy amarga historia interracial. Esto se ve escrito en las caras de la gente, y uno lo huele en el aire. En los suburbios de Atlanta sentí por primera vez hasta qué punto el paisaje sureño (los árboles, el silencio, el calor líquido, y el hecho de que siempre parece que uno recorra grandes distancias) parece diseñado para la violencia, parece, casi, exigirla. ¡Qué pasiones pueden desatarse en una carretera oscura, en una noche del Sur! Todo parece tan sensual, tan lánguido y tan secreto. El deseo puede realizarse aquí, pasada esta valla, bajo este árbol, en la tiniebla, allá: y nadie lo verá, nadie lo sabrá. Sólo vigila la noche, y la noche se hizo para el deseo. El protestantismo es una mala religión para los habitantes de climas así: América es, tal vez, el último país con el que un clima así pegaba. En la noche del Sur todo parece posible, las nostalgias más privadas e indecibles, pero luego llega el día del Sur, tan duro y metálico como la noche era suave y oscura. El día saca a la luz lo hecho en la oscuridad. Una cosa así debió de parecerles a los que hicieron de esa región lo que es ahora. Debieron de sufrir mucho. Tal vez el dueño que se había ayuntado con su esclava vio su culpabilidad, por la mañana, en los ojos pálidos de su esposa. Y la esposa veía los hijos dé él en las cabañas de los esclavos, veía como la concubina, la negrita sensual, la miraba a ella: otra mujer, después de todo, y apenas menos sensual, pero blanca. El chico, mecido y criado por el ama negra en cuyos brazos se encerraba todo el calor y el amor y el deseo del mundo, y todavía desconcertado por los terribles tabús que le separaban de la progenie de ella, tuvo que preguntarse, tras su primer experimento con carne negra, dónde podría esconderse, bajo aquel cielo resplandeciente. Y el hombre blanco tuvo que ver su culpa escrita en otra parte, tuvo que verla en todo momento, incluso si la culpa no era más que lujuria, incluso si en él no había más pecado que su propio poder: tuvo que verlo en los ojos del hombre negro. Tal vez no le robó la mujer, pero ciertamente le robó la libertad: a aquel hombre negro, con un cuerpo como el suyo, con pasiones como las suyas, y con una hermosura más ruda y erótica. ¡Cuántas veces el cielo del Sur ha amanecido para ver a aquel hombre negro, sin sexo, colgado de un árbol!

Un viejo negro de Atlanta me miró a los ojos y me guió al primer autobús segregado al que he subido. He pasado muchos ratos pensando en aquel hombre. Nunca lo he vuelto a ver. No sé describir la mirada que intercambiamos, pero me recordó en seguida aquello de Shakespeare, «los viejos son los que han aguantado más». Me hizo pensar en el blues:

Sí, cuando una mujer cae en el blues,

Señor, agacha la cabeza y llora.

Pero cuando un hombre cae en el blues,

Señor, pilla un tren y se marcha.

De pronto concebí por qué tan a menudo aquellos hombres habían pillado trenes de mercancías cuando se ponía el sol. Y tal vez porque yo subía a un autobús segregado y me preguntaba cómo los negros habían aguantado aquella y otras indignidades tanto tiempo, me impresionó tanto aquel viejo. Parecía comprender lo que yo sentía. Su mirada parecía decir que lo que yo sentía lo había sentido él, a mucha mayor presión, toda su vida. Pero mis ojos nunca verían el infierno que los suyos habían visto. Y el infierno era, simplemente, que nunca en su vida poseyó nada, ni a su mujer, ni a su casa, ni a su hijo, que podían serle arrebatados a cada instante por el poderío de los blancos. El paternalismo significa esto. Y todo el resto del tiempo que pasé en el Sur estuve acechando los ojos de los viejos negros.

Los negros acomodados de Atlanta nunca suben a autobuses, porque todos tienen coche. El barrio donde viven está muy lejos del barrio de los negros pobres. Son propietarios de sus casas, o por lo menos van pagando los plazos. Van a su trabajo y vuelven en coche, y se invitan unos a otros a cocktails y a cenas. Ven muy poco el mundo blanco, pero también están aislados del mundo negro.

Naturalmente, esta última afirmación no es literalmente cierta. Los profesores enseñan a negros, los abogados los defienden. Los ministros les predican y los entierran, y otros les colocan seguros de vida, les arrancan las muelas, y les curan las dolencias. Algunos abogados colaboran con la Asociación Nacional para el Progreso de los Negros, y ayudan a plantear «casos de prueba» ante los tribunales. (Por cierto que si se quiere una refutación del alegato de «extremismo» tantas veces hecho contra aquella organización, ninguna mejor que los fantásticos cuidado y paciencia requeridos por tales esfuerzos legales.) Muchos profesores trabajan tenazmente por levantar los ánimos de sus alumnos y prepararlos para las nuevas responsabilidades que les esperan, y los profesores con quienes hablé no se engañan acerca del asqueroso sistema dentro del cual trabajan. De modo que cuando digo que aquellos negros están separados del mundo negro, no me pongo sarcástico, cosa a la cual por otra parte bien poco derecho tendría. Hablo de su posición en cuanto clase (suponiendo que, en realidad, formen una clase), y de su papel en una estructura social muy compleja y frágil.

Por el momento, los negros más prósperos son muy útiles para los organismos de gobierno de la ciudad de Atlanta, porque representan allí la potencialidad, por lo menos, de la comunicación interracial. Que esta frase es un eufemismo, en Atlanta como en otras partes, resulta claro si uno considera cuán asombrosamente poco ha sido lo comunicado en tantas generaciones. Aquello a que la frase se refiere casi siempre es que, en un momento y un lugar dados, el voto de los negros tiene bastante valor para que los políticos se vean forzados a regatear por obtenerlo. Lo de la comunicación interracial se refiere también al hecho de que Atlanta realmente crece y prospera, y como desea ganar todavía más dinero, quisiera evitar los incidentes que turban la paz, desaniman las inversiones, y permiten que lleguen a los tribunales los «casos de prueba», que el ayuntamiento de Atlanta perdería con seguridad. Una vez que ocurra todo esto, como ocurrirá con seguridad algún día, el Estado de Georgia se levantará en armas y destituirá al actual ayuntamiento de la ciudad. No encontré a un solo habitante de Atlanta (claro que no me encontré con ningún miembro del Consejo de Ciudadanos Blancos, o en todo caso no tan de cerca como para hablarle) que no rece porque el actual alcalde sea reelegido. No es que le tengan ningún cariño especial, pero su concejo es lo que mantiene a distancia el holocausto.

Ahora bien, esto coloca a los negros ricos de Atlanta en una posición verdaderamente siniestra. Aunque tanto ellos como el alcalde se consagran a conservar la paz, los fines de ellos y los de él no son ni pueden ser los mismos. Muchos abogados trabajan día y noche en casos que el alcalde hace todo lo que puede por impedir que lleguen a los tribunales. Los maestros emplean sus jornadas intentando destruir en sus alumnos (y no es exagerado decir que en sí mismos) esos hábitos de inferioridad que constituyen una de las piedras angulares de la segregación según se practica en el Sur. Cuando oyen discursos de gentes como el senador Russell, muchos padres no pueden dormir en toda la noche. Todos ellos se encuentran en la inaudita situación de tener que colaborar a la destrucción de todo lo que tan caro han comprado: sus hogares, su comodidad, la seguridad de sus hijos. Pero la seguridad de los hijos no es más que relativa, y es todo lo que su relativa fuerza en cuanto clase ha podido obtener: pero no están realmente seguros, ni lo estarán, mientras la masa de los negros de Atlanta viva en una tal tiniebla. Cualquier noche, en aquel otro barrio de la ciudad, puede ser que un policía se exceda al apalear a un negro más, o simplemente puede ser que un negro o un blanco entren en frenesí. No se necesita más para sumir en la locura a una ciudad tan delicadamente equilibrada. Y entonces, la isla en la que aquellos negros han construido sus hermosas casas desaparecerá pura y simplemente.

Esto no interesa a Atlanta, y prácticamente todos los habitantes lo saben. Abandonada a sí misma, es posible que la ciudad, avaramente, se aproxime a concesiones destinadas a reducir la tensión y a levantar el nivel de vida de los negros. Pero no está abandonada a sí misma: pertenece al Estado de Georgia. El voto de los negros no tiene ninguna fuerza a nivel estatal, y el gobernador de Georgia («esa vulgaridad», le llaman los de Atlanta) acumula un gran capital político a base de mantener a los negros en su lugar. Cuando seis ministros negros intentaron organizar un «caso de prueba» desdeñando la segregación en los autobuses, el gobernador estaba dispuesto a proclamar el estado de guerra y a encerrar a los ministros y guardarlos incomunicados. Fue el alcalde quien lo impidió, quien se las arregló para ahogar la publicidad, quien trató a los ministros con todas las muestras externas de respeto —fueron sus asesores los que evitaron que el «caso» llegara a los tribunales. Y recuerden ustedes que fue el gobernador de Arkansas, en un demencial acceso de ambición política, el que montó el actual drama de Little Rock, contra la voluntad de la mayoría de ciudadanos, y contra la voluntad del alcalde.

Esta guerra entre las ciudades y los Estados del Sur es de importancia suprema, no sólo para el Sur sino para la nación en general. Los Estados del Sur están todavía en una gran proporción gobernados por gentes cuyas vidas políticas (en la medida, se entiende, en que son capaces de tener alguna noción sobre la vida o sobre la política) dependen de los habitantes de los sectores rurales. Desde luego que sería más honrado el intentar sacar a estos habitantes de su pena y su ignorancia en vez de encerrarlos dentro de ella y aprovecharse, pero no cabe duda de que es tarea difícil el probar a decir la verdad a las gentes, y salta a la vista que la mayoría de los políticos del Sur no piensan emprenderla. La actitud de todos esos personajes no puede tener otro efecto que el de endurecer la ya implacable resistencia negra, y es absolutamente seguro que tal actitud, más pronto o más tarde, causará un gran desorden en las ciudades. En cuanto un motín racial ocurra en Atlanta, no se extenderá meramente a Birmingham, por ejemplo. (Birmingham es una ciudad condenada.) Se extenderá a todo centro metropolitano de la nación que tenga una población negra considerable. Y ello no se deberá sólo a que los lazos entre los negros del Norte y los del Sur son todavía muy estrechos. Se deberá a que la nación, la nación entera, ha pasado cien años esquivando la cuestión del puesto que el hombre negro ocupa en ella.

Que esto ha causado efectos terribles sobre los negros no puede ni discutirse. «La integración», me decía en Alabama un negro de piel muy clara, «siempre ha funcionado muy bien en el Sur, en cuanto se pone el sol». Otro negro me decía: «No hay mezcla de razas, siempre que el negro no sea el hombre». Ahora bien, conozco a varios liberales del Sur que hacían todo lo que podían por introducir la integración en el Sur, pero apenas he encontrado en el Sur a un solo blanco que no llorara porque el antiguo orden se esfuma. Señalaban que negros y blancos del Sur se habían querido, me contaban relatos de lealtad y de heroísmo producidos por el viejo orden, y que nunca se repetirán. Pero nunca he visto llorar por eso a los viejos de allá, a los mismos negros que el liberal del Sur había querido, y por quienes, hasta ahora, el liberal del Sur (y no sólo el liberal) ha afrontado de buen grado grandes molestias y peligros. A los hombres no les gusta que les protejan: esto los castra. Es lo que saben los negros, es la realidad con la que han vivido, y es lo que los blancos no desean saber. No es agradable ser padre de familia y depender en último término del poderío y la bondad de otro hombre para que la casa no se derrumbe.

Pero de lo que muchos no se dan cuenta es del efecto que ha producido en la nación este disimulo de la humanidad de los negros. Para mí, la cosa realmente impresionante del Sur es esta paradoja absurda: que los negros son más fuertes que los blancos. No sé cómo se las arreglaron, pero estoy seguro de que se relaciona con la historia, todavía no escrita, de la mujer negra. Pero, en definitiva, todo va a parar en que la nación ha gastado buena parte de su tiempo y su energía desviando la mirada de uno de los hechos fundamentales de su vida. Éste no mirar la realidad cara a cara disminuye a una nación como disminuye a una persona, y hay que decir que es muy poco viril. Del mismo modo como el Sur se figura que «conoce» al negro, el Norte se figura que lo ha libertado. Ambos campos se engañan. La libertad humana es un asunto complejo, difícil y muy privado. Si, por un momento, se me permite comparar la vida a un horno, entonces la libertad es el fuego que volatiliza la ilusión. Y un examen sincero de la vida nacional muestra lo lejos que estamos del ideal de libertad humana con que empezamos. Para recuperar aquel ideal se necesita que toda persona que ama al país se examine a sí misma sin disimulos, porque los mayores logros tienen que empezar por alguna parte, y siempre empiezan por la persona. Si no somos capaces de tal examen, todavía estamos a tiempo de convertirnos en uno de los más excelsos y monumentales fracasos en la historia de las naciones.