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LA PRISION MASCULINA

Hay algo que nos llena de una inmensa humildad en este último documento (Et nunc manet in te… de André Gide) de la pluma de un escritor cuyos elaboradamente elegantes relatos me pareció muchas veces que eran simplemente fríos, solemnes, y piadosos de modo irritante, y cuyas explícitas memorias me llevaron a acusarle del más exasperante egocentrismo. Desde luego, este Et nunc no le presenta como menos egocéntrico, pero nos vemos forzados a reconocer que este egocentrismo era una de las condiciones de su vida y uno de los elementos de su dolor. Tampoco puedo decir que la lectura de Et nunc me haya llevado a reevaluar sus novelas (aunque L’Immoraliste me gusta más ahora de lo que me gustó cuando lo leí hace algunos años); a lo único que me ha llevado es a pensar que tal re-evaluación tiene que hacerse. Porque, cualesquiera que pudieran ser las insuficiencias de Gide, pocos escritores de nuestra época pueden igualar su devoción a un alto ideal.

Ahora me parece que los dos rasgos que contribuyeron con más fuerza a mi desagrado por Gide (o, mejor, al embarazo que me causaba) eran su protestantismo y su homosexualidad. Yo veía con evidencia que no había superado su protestantismo ni se había puesto de acuerdo con su naturaleza. (Porque en un tiempo yo creía —más bien extrañamente, dados los ejemplos que me rodeaban, por no decir nada del espectáculo que yo mismo ofrecía— que las personas realmente «superan» sus primeras impresiones, y que el «ponerse de acuerdo» consigo mismo no requiere más que un endurecimiento algo más persistente de la voluntad.) Su protestantismo, me parecía, era lo que le hacía tan piadoso, que derramaba por toda su obra una atmósfera de invierno interminable, y que a mí me hacía tan difícil interesarme por lo que les pudiera ocurrir a sus personajes.

Y en cuanto a su homosexualidad, me parecía que era asunto suyo y que no tenía por qué contárnoslo, o que, si sentía necesidad de ser tan explícito, podía al menos componérselas para ser un poco más científico (sea lo que fuere que este término pueda significar en el dominio de la moral), menos ilógico, menos romántico. No tendría que haber sacado tanto partido de los ejemplos de los muertos, grandes hombres, culturas desvanecidas, y sin la menor duda tendría que haberse dado cuenta de que los ejemplos sacados de la historia natural sirven de muy poco para iluminar las complejidades físicas, psicológicas y morales con que los seres humanos se enfrentan. En una palabra, si se decidía que en efecto íbamos a hablar de homosexualidad, por lo menos él no tenía que dar la impresión de estar tan conturbado.

No es éste el lugar, y ciertamente no soy yo la persona, para sacar el balance de la obra de André Gide. Además, confieso que buena parte de lo que sentía años atrás sobre esta obra sigo sintiéndolo. Y que, por ejemplo, toda aquella discusión sobre si la homosexualidad es o no natural me parece completamente sin sentido —sin sentido porque, en verdad, no alcanzo a ver qué diferencia resulta de una u otra respuesta. Parece estar claro, en todo caso, por lo menos en el mundo que conocemos, que por muchas enciclopedias de conocimiento fisiológico y científico que se aduzcan, la respuesta nunca podrá ser un sí. Y una de las razones de este hecho es que él sí despojaría a los normales (que son simplemente los muchos) de su muy necesario sentimiento de seguridad y de orden, tal vez de su sentimiento de que la especie está y debe estar consagrada a escapar a la extinción, y que seguramente lo logrará.

Pero hay muchas maneras de escapar a la extinción o al olvido, y el preguntar si la homosexualidad es natural o no, es realmente como preguntar si era o no natural para Sócrates el beber la cicuta, si era o no natural para San Pablo el sufrir martirio por el evangelio, si era o no natural para los alemanes el mandar a más de seis millones de personas a una muerte muy del siglo veinte. No me parece que la naturaleza nos ayude mucho cuando necesitamos iluminación sobre los asuntos humanos. Y ciertamente estoy convencido de que uno de los mayores impulsos de la humanidad es el de llegar a algo más alto que un estado natural. No me parece que el cómo ser natural constituya un problema: todo lo contrario. El gran problema es el de cómo ser (en el mejor sentido de esta caleidoscópica palabra) un hombre.

Este problema estaba en el corazón de toda la angustia de Gide, y resultó que, como la mayoría de los problemas reales, era insoluble. Él murió, por así decir, con el diente de aquel problema todavía clavado en la garganta. Lo que descubrimos en Et nunc es lo que le costó, en términos de sufrimiento incesante, el resistir la vida con el problema al lado. En cuanto a lo que le costó a ella, a su mujer, es imposible hacer conjeturas. Pero ella no fue tanto una víctima de la naturaleza sexual de Gide (los homosexuales no escogen mujeres para víctimas, y el convertirse en víctima no es para una mujer tan difícil que necesite recurrir a un homosexual para lograrlo) como del abrumador sentimiento de culpabilidad que él tenía, y que al parecer encajaba muy bien, y muy desgraciadamente, con el sentimiento de culpabilidad y la vergüenza que sentía su mujer.

Si esto significaba, según dice Gide, que «la fuerza espiritual de mi amor inhibía todo deseo carnal», significaba también que alguna inhibición correspondiente en ella le impedía el buscar satisfacción carnal en otra parte. Y si en toda aquella espantosa carta no hay apenas ninguna indicación de que Gide comprendiera nunca realmente que se había casado con una mujer o que tuviera algún barrunto de lo que una mujer es, tampoco se encuentra ninguna indicación de que ella, alguna vez y de algún modo, afirmara su feminidad o fuera capaz de creer que existía y que tenía derecho a florecer.

El acto más definido y a la vez más desesperado que ella realizó nunca fue el de quemar las cartas de su marido. Y el tormento que su propio acto tuvo que costarle, y el hecho de que con aquel holocausto expresaba lo que debió de sentir como los monumentales fracaso y desperdicio de la vida, son cosas que Gide, característicamente (y, en verdad hay que decirlo, inevitablemente), es incapaz de penetrar y entender. «Eran mi posesión más preciosa», le dice ella, y tal vez no podamos reprocharle a Gide el que se protegiera contra el cuchillo de esta terrible confesión conyugal. Pero él, por su parte, nos dice: «Desaparece lo mejor de mí, y ahora ya no podrá equilibrar lo peor» (el subrayado es mío). Él, por así decir, le había confiado a ella su propia pureza, la parte no carnal en él; y resulta obvio que, aunque lo presentía, él no se resignaba a reconocer que sólo cuando en ella terminara la pureza podría la vida empezar, que la clave para la liberación de la esposa estaba en manos del marido.

Pero de abrir aquella puerta, Gide se hubiera encontrado sumido en la locura y la desesperación, con su mundo oscurecido por completo, cortado el hilo que le unía al cielo. Porque entonces ya no hubiera podido seguir amando a Madeleine como un ideal, como Emmanuèle, «Dios con nosotros», y hubiera tenido que amarla como a una mujer, lo cual no podía hacer si no era corporalmente. Y entonces hubiera tenido que odiarla, y a partir de aquel momento se abrirían las compuertas que, según a él le parecía, le preservaban de la corrupción total. El hecho es que él la amaba como una mujer, pero sólo en el sentido de que en el negro cielo de Gide ningún hombre podía ocupar el lugar de Madeleine. Ella era el Cielo que tenía que perdonarle su Infierno y ayudarle a soportarlo. Lo que en realidad ella fue, y desempeñó su función del modo más extraño posible (permitiéndole a él sentir culpabilidad por ella, en vez de sentirla por los chiquillos de la Piazza di Spagna), con el resultado de que, en la obra de Gide, tanto el Cielo como el Infierno adolecen de una cierta imprecisión.

Las relaciones de Gide con Madeleine sitúan a una luz más bien sórdida sus relaciones con los hombres. Como está claro que nunca pudo perdonarse a sí mismo su anomalía, a la fuerza tiene que haberlos despreciado, lo que casi con certidumbre explica la fascinación de Gide y de tantos de sus personajes por países como África del Norte. No es necesario despreciar a las gentes que son inferiores a uno: cuya inferioridad, precisamente, queda más que demostrada por el hecho de que parecen gozar de su sensualidad sin el menor sentimiento de culpa.

Es posible, en cierto modo, obtener el propio placer sin pagar por él. Pero obtener placer sin pagar moralmente es precisamente el camino para verse reducido a una búsqueda del placer que se va volviendo cada vez más desesperada y más grotesca. No se necesitan muchos años, después de todo, para descubrir que la sexualidad no es más que sexualidad, y que pocas cosas hay en el mundo más fútiles y más insensibilizadoras que una colección de conquistas sin sentido. Lo realmente horrible en el fenómeno de la homosexualidad de hoy, lo que se esconde replegado como un gusano en el corazón del problema y de la obra de Gide, y es la razón por la que se agarraba a Madeleine, es que el desgraciado aberrante de hoy tiene que poner en tremenda tensión todas sus fuerzas para no caer en unos bajos fondos en los que nunca encontrará ni a hombre ni a mujer, donde es imposible tener ni amante ni amigo, donde ha cesado por completo la posibilidad de una relación y un compromiso auténticamente humanos. Cuando cesa esta posibilidad, cesa también la de todo crecimiento.

Y, además: uno de los hechos básicos de la vida es que hay dos sexos, hecho que ha dado al mundo la mayor parte de su hermosura, que le ha costado no poca parte de su sufrimiento, y que encierra su esperanza y su gloria. Y con este hecho, que tal vez sería mejor llamar un misterio, todo ser nacido tiene que acostumbrarse a vivir. Porque, por muchos demonios que les arrastren, los hombres no pueden vivir sin mujeres y las mujeres no pueden vivir sin hombres. Y esto es lo que más claramente comunica el tormento de este último diario de Gide. Por muy poco que él lo comprendiera, o (lo que es acaso más importante) por muy poco que se hiciera responsable de ello, el caso es que Madeleine le dejaba abierta una especie de puerta de esperanza, de posibilidad, la posibilidad de entrar en comunión con otro sexo. Esta puerta, que es la puerta hacia la vida y el aire y el libertarse de la tiranía de la propia personalidad, tiene que quedar abierta, y nadie lo siente con más acuidad que aquéllos para quienes la puerta amenaza siempre cerrarse o parece haberse cerrado ya.

El dilema de Gide, su lucha, su peculiar, notable y extremadamente valioso fracaso atestiguan (lo cual no debería parecer extraño) una poderosa masculinidad, y que no encontró modo de huir de la prisión de dicha masculinidad. Y el hecho de que soportara su prisión con tanta dignidad es precisamente lo que debería enseñarnos humildad a todos nosotros, viviendo como vivimos en una época y en un país en que la comunión de los sexos está tan lamentablemente amenazada que cada vez dependemos más de la explotación estridente de las exterioridades, tales como los pechos de las hermosas de Hollywood y el cretino gruñir y brabuconear de los machotes de Hollywood.

Es importante tener presente que la prisión en que Gide se debatía no es realmente tan única como, desde luego, nos resultaría consolador creer, que no es muy diferente de la prisión habitada por los héroes de Mickey Spillane, pongamos. Tampoco ellos consiguen llegar hasta las mujeres, lo cual es la única razón por la que han adquirido tan fantástica importancia sus músculos, sus puños y sus pistolas ametralladoras. Merece la pena observar, también, que cuando los hombres no son ya capaces de amar a las mujeres dejan también de quererse o respetarse o tenerse confianza unos a otros, con lo cual su aislamiento es total. Nada hay más peligroso que este aislamiento, porque los hombres cometerán cualquier suerte de crimen antes de soportarlo. En beneficio nuestro, tendríamos que sentirnos humillados por la confesión de Gide, tal como él se sintió humillado por su tormento, y tendríamos que hacer un esfuerzo generoso para comprender que su pena no era distinta de la pena de todo hombre nacido. Y si no aprendemos esta humildad, puede muy bien ser que nos estrangule el más petulante y menos viril de los orgullos.