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EN BUSCA DE UNA MAYORÍA:
UNA CONFERENCIA

El programa trae que les voy a hablar de las metas de la sociedad norteamericana en lo que concierne a los derechos de las minorías, pero lo que haré es invitarles a lanzarse conmigo a una serie de especulaciones. Algunas peligrosas, algunas penosas, y todas imprudentes. Me parece que antes de que podamos empezar a hablar de derechos de las minorías en este país tenemos que hacer algún esfuerzo para aislar o definir la mayoría.

Puede presumirse que la sociedad en que vivimos sea, en algún sentido, expresión de la voluntad de la mayoría. Pero no es tan fácil localizar a esta mayoría. En cuanto nos ponemos a definir la mayoría, nos salen al paso enigmas variados. La mayoría, por ejemplo, no es sinónimo de la cantidad, de la fuerza numérica. Se puede ser numéricamente mucho más fuerte que la oposición, y, sin embargo, encontrarse incapacitado para imponerle la propia voluntad, o incluso para modificar el rigor con que la oposición impone la suya, como les ocurre a los negros en África del Sur o en ciertos condados, ciertas regiones, del Sur americano. Puede uno tener en su mano todo el aparato del poder político y militar y estatal, y, sin embargo, verse incapaz de usarlo para imponer sus fines, lo cual es el problema con que se encuentra De Gaulle en Argelia o el mismo con que se encontró Eisenhower cuando, en gran parte de resultas de su propia inacción, no tuvo más remedio que mandar paracaidistas a Little Rock. Por dar otro ejemplo, los más despiadados observadores de lo que ocurre en el Sur, los que están en primera línea del combate, no piensan que los blancos amotinados expresen la voluntad de la mayoría blanca en el Sur. Su impresión es que aquellos terroristas amotinados llenan, por así decir, un vacío moral, y que desearían mucho despojarse de su dolor y su ignorancia, si alguien les enseñara cómo hacerlo. Me inclino a creerlo, simplemente por lo que sabemos de la naturaleza humana. No tengo la impresión de que las personas deseen volverse peores de lo que son: realmente desean volverse mejores, pero muy a menudo no saben cómo. Casi todo el mundo se instala, en cierto modo, en la posición de los judíos en Egipto, que realmente querían llegar a la Tierra Prometida pero temían las penalidades del camino. Y, naturalmente, antes de que uno parta para un viaje, el terror de todo lo que pueda acechar le llena a uno la imaginación y lo paraliza. Gracias a Moisés, según la leyenda, los judíos descubrieron, emprendiendo el viaje, lo que eran capaces de soportar.

Estas especulaciones me han llevado ya a terrenos que no son los míos. Supongo puede decirse que en este país hubo un tiempo en que existía una entidad a la que podía llamarse una mayoría: una clase, digamos a falta de un término mejor, que creaba los criterios según los cuales el país vivía, o los criterios a que el país aspiraba. Me refiero a, o pienso en, tal vez con alguna arbitrariedad, las aristocracias de Virginia y de Nueva Inglaterra. Se componían principalmente de gentes anglosajonas, y crearon aquello a que, no mucho más tarde, Henry James iba a referirse llamándolo nuestra herencia angloamericana, o nuestro parentesco angloamericano. Ahora bien, en ningún momento formaron aquellas gentes nada que se pareciera a una mayoría popular. Su importancia derivaba de que daban vida y guardaban lealtad a dos elementos del vivir humano que hoy día no son mayormente respetados entre nosotros: l.º, las formas sociales, llamadas modales, que impiden que nos hagamos demasiado daño al frotarnos unos con otros, y 2.º, la vida interior, o la vida del espíritu. Estas cosas eran importantes, estas cosas eran para ellos realidades y, por muy tosco y oscuro que fuera entonces el país, conviene recordar que eran los tiempos en que las personas pasaban largas horas, en cabañas de troncos, estudiando esforzadamente a la luz de una vela o de un candelabro. Que tenían más cultura que nosotros puede comprobarse comparando los discursos políticos de entonces con los de hoy día.

Ahora bien, todo lo que he estado intentando insinuar es que la única definición útil de la palabra «mayoría» no se refiere al número, ni se refiere al poderío. Se refiere a la influencia. Alguien ha dicho, y con mucha justicia, que un país cultiva lo que honra. Si aplicamos esta piedra de toque a la vida norteamericana, difícilmente podremos no formarnos de ella una visión muy desagradable. Pero pienso que tenemos que mirar de frente los hechos desagradables, porque de no hacerlo nunca podremos esperar cambiarlos.

Aquellas desvanecidas aristocracias, aquellos desvanecidos portaenseñas de ideales, tenían varias limitaciones, y no era la menor el hecho de que sus ideales eran esencialmente nostálgicos. Derivaban de condiciones pasadas, derivaban de los logros, los laboriosos logros, de una sociedad estratificada. Y lo que se desarrollaba en América no tenía nada que ver con el pasado. De modo que inevitablemente lo que ocurrió, expresándolo en forma muy excesivamente simplista, fue que las viejas formas cedieron ante la marea europea, cedieron ante la avalancha de italianos, griegos, españoles, irlandeses, polacos, persas, noruegos, suecos, daneses, judíos errantes de toda nación bajo el cielo, turcos, armenios, lituanos, japoneses, chinos e indios. Todo el mundo se encontró de pronto aquí, en el horno de fusión, según nos gusta decir, pero sin ninguna intención de dejarse fundir. Llegaron aquí porque querían dejar el lugar donde habían vivido, y llegaron para formar sus propias vidas, para alcanzar su futuro, y para establecer una nueva identidad. Dudo si la historia ha visto nunca semejante espectáculo, un tal conglomerado de esperanzas, miedos y deseos. Me atrevo a apuntar, también, que presentaron un problema para el Dios Puritano, quien nunca había oído hablar de ellos y de quien nunca habían ellos oído hablar. En cuanto llegaban, casi siempre ocupaban un lugar de minoría, de minoría porque su influencia era tan escasa y porque tenían necesidad de acomodarse a la imagen de su nuevo e informe país. Ya no había formas o criterios universalmente aceptados, y habiéndose esfumado todos los caminos que llevaban hasta la consecución de una identidad, en la vida norteamericana se hizo agudo el problema del status social, de la clase, y sigue siéndolo. En cierto modo, la clase se convirtió en una especie de sustituto de la identidad personal, y como el dinero y lo que el dinero puede comprar son aquí el símbolo de clase universalmente aceptado, a menudo se nos condena como materialistas. En realidad, estamos mucho más cerca de ser unos metafísicos, porque nadie ha esperado de las cosas los milagros que nosotros esperamos.

Ahora bien, creo puede darse por sentado que a los irlandeses, los suecos, los daneses, etc., aquí llegados, no se les puede ya considerar como minorías en ningún sentido serio; y la cuestión del antisemitismo presenta demasiados rasgos especiales para que sea de ningún provecho discutirla aquí esta noche. Las minorías norteamericanas pueden situarse en una especie de espectro de colores. Por ejemplo, cuando imaginamos el típico joven americano, no pensamos ordinariamente en un tipo español, turco, griego o mexicano, y mucho menos en un tipo oriental. Ordinariamente, pensamos en algo así como un cruce entre el teutón y el celta, y me parece interesante considerar lo que esta imagen sugiere. Por muy disparatada que pueda ser en la mayoría de los casos, es la auto-imagen nacional. Es una imagen que evoca asiduidad en el trabajo, buen humor decente, y castidad y piedad y éxito. Naturalmente, excluye a la mayoría de los habitantes del país, y a la mayoría de los hechos de la vida nacional, y no merece la pena comentar las virtudes evocadas, que, en general, brillan por su ausencia. Lo decisivo es que la tal imagen apenas tiene ninguna relación con qué o quién es realmente un norteamericano. No guarda ninguna relación con la vida. Debajo de aquella imagen benévola y a la vez conquistadora, se esconden muchas desesperaciones y confusiones no-reconocidas, y miedos y crímenes inconfesos y fracasos. Hablando en mi propio nombre, en tanto que miembro de la más oprimida minoría del país, de la más antigua minoría oprimida, quiero afirmar con toda seriedad que, antes de que podamos encaminarnos hacia ninguna idea clara o ninguna acción limpia acerca de las minorías de este país, lo primero es romper la imagen americana, ver lo que guarda dentro y entendérnoslas con ello. No podemos discutir el estado de nuestras minorías hasta adquirir algún sentimiento de lo que somos, de quiénes somos, de cuáles son nuestros fines, y de lo que creemos que es la vida. La cuestión que importa no es lo que podemos hacer ahora por el hipotético mexicano, por el hipotético negro norteamericano. La cuestión que importa es lo que realmente queremos obtener nosotros de la vida, lo que nosotros creemos auténticamente real.

Pues bien, creo que hay razones muy serias para que en este país el negro haya sido tratado por tanto tiempo de una manera tan cruel, y que algunas razones son económicas y otras políticas. Hemos pasado mucho tiempo discutiendo sobre estas razones, sin llegar nunca a ninguna especie de resolución. Otras razones son sociales, y éstas tienen alguna mayor importancia porque se relacionan con el pánico social, con nuestro miedo a bajar de clase. En verdad, esto alcanza a veces el grado de una especie de paranoia social. Uno no puede bajar ni un peldaño en esta escalera de clase, porque la noción predominante de la vida norteamericana parece consistir en una ascensión, peldaño tras peldaño, hasta un estado horrendamente apetecible. Si tal es el concepto que uno tiene de la vida, es evidente que uno no puede bajar un peldaño. Si uno resbala, no resbala hasta un peldaño más abajo, sino hasta el caos, y deja de saber quién es. Y esta razón, este miedo, me sugieren una de las motivaciones reales para la situación del negro en este país. En cierto sentido, el negro nos enseña dónde está el fondo: porque él está allí, y estando donde está, debajo de nosotros, sabemos dónde se encuentran los límites y hasta dónde no debemos caer. No debemos caer más abajo que él. Nunca tenemos que permitirnos el caer tan abajo: y conste que no pretendo ponerme cínico o sardónico. Creo que si examinamos los mitos que acerca del negro han proliferado en este país, descubrimos debajo de los mitos una especie de dormido terror de alguna condición de vida que nos negamos a imaginar. En cierto modo, si el negro no estuviera aquí tal vez nos veríamos obligados a enfrentarnos con nosotros y con nuestras personalidades, con todos esos vicios, esos secretos y esos misterios de que hemos investido a la raza negra. El tío Tom, por ejemplo, en cuanto se le llama tío es una especie de santo. Ahí lo tenemos, él aguanta, nos perdonará, y ésta es la clave de la imagen. Pero si no es el tío, si es meramente Tom, se convierte en un peligro para todo el mundo, destrozará la idílica vida rural. Cuando es el tío Tom no tiene sexo, cuando es Tom lo tiene, y evidentemente esto revela mucho más sobre los que inventaron el mito que sobre los que son su objeto.

Si ustedes han estado mirando la televisión últimamente creo que lo han visto con una claridad insoportable en las caras de esos aulladores del Sur, completamente incapaces de decir de qué tienen miedo. No saben realmente de qué tienen miedo, pero tienen miedo de algo, y están tan asustados que lindan con la locura. Y el mismo miedo se da, en uno u otro nivel, en grados variables, por todo el país. Nunca, nunca permitiríamos que los negros pasen hambre, se llenen de resentimiento, y mueran en ghettos por todo el país, si no nos empujara algún miedo sin nombre que nada tiene que ver con los negros. Nunca convertiríamos en víctimas, como hacemos, a niños cuyo único crimen es el color de su piel, ni los mantendríamos, según decimos, en su sitio. No volveríamos locos a los negros aceptándolos en salas de baile y en escenarios de concierto, pero no en nuestras casas y nuestros vecindarios y nuestras iglesias. Está más claro que, incluso con la más infernal malevolencia del mundo, los negros no lograrían nunca hacer la décima parte del daño que tememos. Este miedo no es cosa del negro, sino exclusivamente nuestra, y he aquí una de las razones por las que, durante tantas generaciones, hemos disfrazado el problema con el más increíble galimatías. Uno de los motivos por que somos tan aficionados a los informes sociológicos y las estadísticas y los comités de encuesta es que esconden algo. En tanto que podamos mirar al negro como un objeto de estadística, algo que se puede manipular, algo de que se puede huir, o simplemente algo al que puede darse algo, siempre quedará algo que podremos esquivar, y lo que podremos esquivar es lo que en verdad, en verdad, él representa para nosotros. La pregunta con que concluyen siempre las discusiones sobre el tema es una pregunta extraordinaria: ¿dejarías que tu hermana se casara con uno? Pregunta que, dicho sea de paso, deriva de varias premisas extraordinarias. En primer lugar presupone, con permiso, que yo deseo realmente casarme con su hermana, y, además, presupone que si yo pidiera a su hermana que se casara conmigo, ella diría que sí sin pensarlo un instante. No hay razón alguna para adoptar ni una ni otra premisa, que son obviamente irracionales, y la clave de la adopción de las premisas no la encontrará nadie preguntando a los negros. La clave se relaciona con determinada inseguridad en la gente que adopta las premisas. Después de todo, está claro que todo ser nacido lo pasará bastante mal en el viaje de la vida. Está claro que las personas se enamoran siguiendo cierto principio que hasta ahora no hemos sido capaces de definir, descubrir o aislar, y que el matrimonio depende exclusivamente de las dos personas afectadas: de modo que la «objeción matrimonial» no es muy sólida. Y ciertamente, no es ninguna justificación para las escuelas segregadas o los ghettos o las pandillas subversivas. Sospecho que el papel del negro en la vida americana tiene alguna relación con nuestro concepto de lo que es Dios, y para mi gusto este concepto no es bastante ancho. Hay que ensancharlo muchísimo, porque Dios, después de todo, no es un juguete con el que pueda jugar cualquiera. Estar con Dios significa realmente ser presa de un deseo y una dicha y un poderío enormes e indomeñables, que uno no puede gobernar, sino que le gobiernan a uno. Yo concibo mi propia vida como un viaje hacia algo que no comprendo, pero que mientras me acerco me mejora. Concibo a Dios, en efecto, como un medio de liberación y no como un medio para controlar a otros. El amor no empieza ni termina de la manera que parecemos creer. El amor es batalla, el amor es guerra: el amor es crecimiento. Nadie en el mundo, en el mundo entero, sabe más de los norteamericanos, los conoce mejor o, por extraño que pueda parecer, los ama más que el negro norteamericano. Y es que él ha tenido que vigilaros, engañaros, trataros y aguantaros, y a veces incluso sangrar y morir con vosotros, en cada momento desde que llegamos aquí, o sea desde que ambos, blancos y negros, llegamos aquí: y esto significa una boda. Tanto si a mí me gusta como si no, y tanto si a ustedes les gusta como si no, estamos unidos para siempre. Somos parte unos de otros. Lo que le ocurre a cada negro del país en cada momento, les ocurre también a ustedes. No hay modo de rehuir el hecho. Y sugiero que estos muros, estos muros artificiales que hemos levantado por tanto tiempo para protegernos de algo que tememos, estos muros tienen que caer. Creo que lo que realmente debemos hacer es crear un país donde no haya minorías, por vez primera en la historia del mundo. Lo único común a todos los americanos es que no poseen más identidad que la que logran crearse en este continente. No es ésta una necesidad del inglés, ni una necesidad del chino, ni una necesidad del francés, pero es que ellos han nacido dentro de un marco que les dota ya de su identidad. La necesidad que tienen los norteamericanos de alcanzar una identidad es un hecho personal histórico y actual, y éste es el enlace entre ustedes y yo.

Lo cual, en cierto modo, me sitúa de nuevo en mi punto de partida. Dije que no podríamos hablar sobre minorías hasta haber hablado de mayorías, y dije también que las mayorías no son asunto de números o de poderío, sino de influencia, influencia moral, y ahora deseo apuntar esto: que la mayoría que todo el mundo anda buscando tiene que examinar de nuevo nuestro pasado y valorarlo y libertarnos de él, y enfrentarse con el presente y forjar una escala de valores digna de lo que un hombre puede ser. Esta mayoría son ustedes. Nadie más puede hacerlo. El mundo está ante ustedes, y no hay necesidad alguna de tomarlo o dejarlo según lo encontraron hecho cuando llegaron a él.