16. La búsqueda de una ley del Progreso:
II.) Comte
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Augusto Comte hizo más que ninguno de los pensadores precedentes para situar la idea del Progreso como una luminaria que no pudiese ocultarse a la mirada de los hombres. Las brillantes sugerencias de Saint-Simon, los escritos de Bazard y de Enfantin, las vaguedades de Fourier pueden ser arrumbadas como especulaciones más curiosas que serias, pero el sistema imponente elaborado por el genio especulativo de Comte —su esquema orgánico del saber humano, su elaborado análisis de la historia, su nueva ciencia: la sociología— fue un gran hecho que el pensamiento europeo tuvo que tener en cuenta. El alma de este sistema era el Progreso y el problema más importante que trató de resolver fue la determinación de sus leyes.
Su originalidad no desaparece ante el hecho de que debía a Saint-Simon más de lo que posteriormente reconoció o de lo que sus discípulos admitieron. Colaboró con él durante varios años y en ese tiempo reconoció con entusiasmo el estímulo intelectual que había recibido del viejo sabio. Pero del sistema de Saint-Simon había tomado mucho más que un simple estímulo intelectual en un sentido determinado. Le debía también alguno de los rasgos característicos de su propio sistema. Estaba en deuda con él por el principio que se encuentra en la base misma de su sistema: que los fenómenos sociales de un período determinado y el estado intelectual de la sociedad están unidos y se corresponden. La idea de que la época venidera habría de ser un período de organización como la Edad Media y la idea de un gobierno de los científicos son pura doctrina saint-simoniana. Y la idea fundamental de una filosofía positiva había sido expresada por Saint-Simon mucho antes de que se relacionara con su joven discípulo.
Pero Comte tenía una mente más metódica y científica y pensó que Saint-Simon se había adelantado al proponer conclusiones para la reforma de la sociedad y de las industrias sin haber construido una filosofía positiva. Publicó en 1822 —con veintidós años— un Plan de las operaciones científicas necesarias para la reorganización de la sociedad, que, al ser publicado dos años más tarde bajo otro título por Saint-Simon, fue la causa de la disputa entre ambos. Esta obra contiene los principios de la filosofía positiva que pronto comenzaría a elaborar y en ella se anuncia ya la «ley de los tres estadios».
El primer volumen del Cours de philosophie positive apareció en 1830; la exposición completa de su sistema le llevó aún doce años más[131].
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La «ley de los tres estadios» es conocida por muchas personas que no han leído siquiera una línea de sus escritos. Que los hombres habían tratado, en primer lugar, de explicar los fenómenos naturales recurriendo a imaginarias divinidades, luego mediante abstracciones y, finalmente, llegando a comprender que sólo podrían ser captados a través de métodos científicos como la observación y la experimentación, era una generalización que ya había sido realizada por Turgot. Comte la adoptó como una ley psicológica fundamental que ha dominado todos los terrenos de la actividad espiritual y que explica toda la historia del desarrollo humano. Cada una de nuestras principales concepciones, cada rama del saber pasa sucesivamente por esos tres estadios que Comte denomina teológico, metafísico y positivo o científico. En el primero, la mente inventa; en el segundo, abstrae; en el tercero se somete a los hechos positivos. La prueba de que ninguna rama del saber ha llegado a este tercer estadio es el reconocimiento de que existen leyes naturales invariables.
Pero, aun concediendo que ésta sea la clave de la historia de las ciencias, de la física o la botánica, ¿cómo puede explicarse la historia del hombre, la secuencia de los acontecimientos históricos? Comte contesta que la historia ha sido dirigida por las ideas; «la totalidad del mecanismo social se basa, en última instancia, en las opiniones». Así, la historia del hombre es esencialmente una historia de sus opiniones; opiniones que están sometidas a aquella ley psicológica fundamental.
Conviene observar, sin embargo, que no todas las ramas del saber se encuentran en el mismo estadio de desarrollo. Algunas han llegado al metafísico mientras que otras permanecen aún en el teológico; algunas han alcanzado el científico mientras que otras no han pasado del metafísico. Por ejemplo, el estudio de los fenómenos físicos ha alcanzado ya el estadio positivo a diferencia del estudio de los fenómenos sociales. El deseo radical de Comte y su gran obra, según su propia opinión, fue la de elevar el estudio de los fenómenos sociales desde el segundo hasta el tercer estadio.
Cuando aplicamos la ley de los tres estadios al curso general del desarrollo histórico nos encontramos con la dificultad de que el avance no es simultáneo en todos los terrenos de la actividad humana. Si en un período determinado el pensamiento y las opiniones están en parte en el estadio teológico, en parte en el metafísico y en parte en el científico, ¿cómo hemos de aplicar la ley al desarrollo general? Debemos tomar una clase de ideas como criterio, dice Comte, y esa clase ha de ser la de las ideas sociales y morales por dos razones. La primera es que la ciencia social es la de mayor rango en la jerarquía de las ciencias, lo que Comte subrayaba vigorosamente. La segunda porque esas ideas tienen un papel fundamental para la mayoría de los hombres y precisamente son los fenómenos más comunes los que hemos de tomar en consideración. Cuando, en otra clase de ideas, el avance es más rápido en cualquier momento, significa tan sólo que ese avance era una preparación indispensable para el período siguiente.
El movimiento de la historia se debe a un instinto, profundamente enraizado y complejo, que impulsa al hombre a mejorar constantemente su situación, a desarrollar por todos los medios su vida física, moral e intelectual. Además todos los fenómenos de su vida social se hallan estrechamente interrelacionados, como señaló Saint-Simon. En virtud de esta cohesión, el progreso político, moral e intelectual son inseparables del progreso material, por lo que las fases de desarrollo material se corresponden con cambios intelectuales.
El principio de unanimidad o «solidaridad» que asegura la armonía y el orden del desarrollo es tan importante como la ley de los tres estadios que condiciona el movimiento progresivo. Movimiento que no hay que confundir con una progresión lineal sino sometida a oscilaciones, desiguales y variables, en torno a una frecuencia media que tiende a imponerse. Las tres causas generales del cambio, según Comte, son la raza, el clima y la acción política consciente (por ejemplo, la política retrógrada de Juliano el Apóstata o la de Napoleón). Pero a pesar de que causan inflexiones y oscilaciones, su poder se halla estrictamente limitado; pueden acelerar o retrasar el movimiento pero no pueden invertir su orden; pueden afectar a la intensidad de las tendencias en determinadas situaciones pero no cambiar su naturaleza.
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Al demostrar la existencia de sus leyes mediante el curso real de la historia, Comte adopta lo que llama «el feliz artificio de Condorcet» y trata a los diferentes pueblos que se pasaron la antorcha de la civilización como si fueran un único pueblo entregado a una única carrera. Esto es una «ficción racional», ya que los verdaderos sucesores de un pueblo son quienes prosiguieron sus esfuerzos. Al igual que Bossuet y Condorcet, Comte circunscribió su perspectiva a la civilización europea; se fijó tan sólo en la élite, en la vanguardia de la Humanidad. Desechó la inclusión de China o la India, por ejemplo, por considerarla una confusa complicación. Olvidó el papel del brahmanismo, el budismo y el islam. Por tanto, su síntesis no puede ser considerada como una síntesis de la historia universal, sino como una síntesis del movimiento de la historia europea.
Según la ley de los tres estadios, el desarrollo puede agruparse en tres grandes períodos. El primero o teológico llegó a su fin hacia el año 1400 después de Cristo y el segundo o metafísico se encontraba finalizando su vida en el siglo XIX, para dejar paso al tercero o positivo, del que Comte era el nuncio o mensajero cuyo camino preparaba.
El período teológico tiene también tres estadios en los que prevalecen sucesivamente el fetichismo, el politeísmo y el monoteísmo. Las principales características sociales del período politeísta fueron la institución de la esclavitud y la coincidencia o «confusión» del poder espiritual y temporal. Esta confusión se realiza en dos etapas: la teocrática, representada por Egipto, y la militar, representada por Roma. Grecia se encuentra entre ambas, en una postura complicada y difícil.
La iniciativa para el paso al período monoteísta partió de Judea, y Comte trata de demostrar que no pudo ser de otra manera. Su análisis de este período es la parte más interesante de su estudio. El rasgo principal del sistema político correspondiente al monoteísmo es la separación del poder espiritual y temporal; la función del poder espiritual consistía en la educación y la del temporal en la acción, tomando esos dos términos en su sentido más amplio. Los defectos de este sistema dual se debían a la teología irracional. Pero la teoría de la infalibilidad papal fue un gran paso hacia el progreso intelectual y social, al proveer de una jurisdicción suprema, sin la cual la sociedad se hubiera visto incesantemente perturbada por las distintas posiciones debido a las fórmulas vagas en que se expresaban los dogmas. Esto lo había aprendido Comte de De Maistre. Pero este pensador no se hubiera sentido muy satisfecho al ver que Comte continuaba diciendo que en el paso del politeísmo al monoteísmo el espíritu religioso había sufrido un declive y que uno de los méritos del catolicismo había consistido en aumentar el dominio del saber racional a expensas de la inspiración divina[132]. Si se le dijera que el sistema católico había promovido el poderío del clero en vez de los intereses de la religión, Comte quedaría aún más satisfecho, ya que ello significaba el uso práctico de la religión para «la elevación provisional de una noble corporación especulativa eminentemente apta para dirigir las ideas y la moral».
Pero el monoteísmo católico no podía escapar a la corrosión. El espíritu metafísico comenzó a operar poderosamente sobre las nociones de la filosofía moral tan pronto como llegó a su plenitud la organización católica; y el catolicismo, al no poder asimilar ese movimiento intelectual, perdió su carácter progresivo y se estancó.
La decadencia comenzó en el siglo XIV, en el que Comte coloca el comienzo del período metafísico, un período de revolución y desorden. En los siglos XIV y XV el movimiento es espontáneo e inconsciente; del XVI al XIX ha estado bajo la dirección de un espíritu filosófico negativo y no constructivo. Esta filosofía crítica tan sólo ha conseguido acelerar una descomposición que comenzó espontáneamente. A medida que la teología progresa, se hace menos consistente y duradera y a medida que sus concepciones son menos irracionales, decrece la intensidad de las emociones que suscita. El fetichismo tenía raíces más profundas que el politeísmo y duró más, y el politeísmo superaba al monoteísmo en vigor y en vitalidad.
Sin embargo, la filosofía crítica era necesaria para que se mostrase la creciente necesidad de una sólida reorganización y para probar que aquel sistema monoteísta, en decadencia, no podía ya dirigir el mundo ni un instante más. Esta filosofía era muy imperfecta desde una perspectiva lógica, pero se justificaba por sus aciertos prácticos. La obra destructiva se había realizado principalmente en el siglo XVII, con Hobbes, Spinoza y Bayle, de los cuales el primero había sido el más eficaz. En el siglo XVIII todos los pensadores prominentes participaron en el desarrollo de este movimiento negativo y Rousseau le dio su impulso práctico, lo que le salvó de degenerar en una agitación estéril. De especial importancia fue la gran mentira, propagada por Helvetius, de que todos los intelectos humanos son iguales. Sin embargo, el desarrollo integral de la doctrina crítica necesitaba de este error, pues defendía los dogmas de la soberanía popular y la igualdad social, al tiempo que justificaba el derecho al juicio individual.
Estos tres principios —soberanía popular, igualdad y lo que Comte llama derecho al libre examen— son en su opinión viciosos y anárquicos[133]. Pero su enunciación era necesaria, porque la transición de un sistema social organizado a otro distinto no puede hacerse directamente, requiere un interregno anárquico. La soberanía popular se opone a las instituciones establecidas y condena a las personas superiores a depender de la masa de los inferiores. La igualdad, obviamente anárquica en sus tendencias y obviamente errónea (ya que, como los hombres no son iguales, ni siquiera equivalentes unos a otros, sus derechos no pueden ser idénticos), era igualmente necesaria para romper con las instituciones antiguas. El deseo universal de tener derecho al libre examen consagra únicamente un estado de transición en la libertad ilimitada, al pasarse de la decadencia de la teología a la aparición de la filosofía positiva. Comte hace notar además que la decadencia del poder espiritual ha llevado a la anarquía en las relaciones internacionales y que, si hubiera de prevalecer el espíritu nacionalista, su resultado sería un estado de cosas inferior al existente en la Edad Media.
Pero Comte señala que el espíritu metafísico en Francia, con todos sus defectos, estaba más libre de prejuicios que el antiguo régimen teológico y más cerca de un verdadero positivismo racional que el misticismo alemán o el empirismo inglés del mismo período.
La Revolución era una necesidad para erradicar la descomposición crónica de la sociedad en que surgió y para liberar a los elementos sociales modernos de las garras de los poderes anticuados. Comte alaba a la Convención como opuesta y superior a la Asamblea Constituyente, plagada de ficciones políticas y de inconsecuencias. Señaló que el gran vicio de la «metafísica» de la crisis —es decir, los principios de los revolucionarios— estribaba en concebir a la humanidad fuera de toda relación con el pasado, en ignorar la Edad Media y en recoger los ideales retrógrados y contradictorios de la sociedad griega y romana.
Napoleón restauró el orden pero fue más perjudicial para la humanidad que cualquier otro personaje histórico. Su naturaleza moral e intelectual era incompatible con la auténtica dirección del progreso, que entraña la extinción del régimen teológico y militar del pasado. Así, su obra, como la de Juliano el Apóstata, tiende a separarse de la línea del progreso. Luego vino el restaurado sistema parlamentario de los Borbones, que Comte considera una utopía política, carente de principios sociales, loca tentativa de combinar la reacción política con un estado de paz permanente.
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La doctrina crítica ha cumplido ya su misión y ha llegado el tiempo de que el hombre penetre en el estadio positivo de su curso histórico. Para facilitarle que dé este paso es necesario que el estudio de los fenómenos sociales se convierta en una ciencia positiva. Como la ciencia social es el escalón más alto en la jerarquía de las ciencias, no pudo desarrollarse hasta que no lo hubieron hecho las dos ciencias que le siguen inmediatamente, Biología y Química. Estas dos ramas del saber se han convertido en científicas recientemente, por lo que ahora es posible fundar una sociología científica.
Esta ciencia, como la mecánica y la biología, tiene su estática y su dinámica. La primera estudia las leyes de coexistencia; la segunda, las de sucesión. La primera contiene la teoría del orden; la segunda, la del progreso. La ley de la unanimidad o la cohesión es el principio fundamental de la estática social; la ley de los tres estadios, la de la dinámica social. El estudio de la historia por Comte, cuyo carácter general he señalado brevemente, es una aplicación de estas leyes sociológicas.
El rasgo fundamental del tercer período, al que nos estamos aproximando, será la organización de la sociedad mediante la sociología científica. El mundo se guiará por una teoría general, lo que significa que ésta debe de ser controlada por aquellos que la entienden y saben aplicarla. Pero la sociedad resucitará aquel gran principio que se realizó en la etapa monoteísta: la separación del poder espiritual y del poder temporal. El orden espiritual se compondrá de sabios que dirigirán la vida social mediante las verdades positivas de la ciencia y no mediante ficciones teológicas. Impondrán un sistema de educación universal y perfeccionarán hasta el fin el código ético. Serán más capaces que la Iglesia de defender los intereses de las clases humildes.
La convicción de Comte de que el mundo está preparado para una transformación de este género se basa principalmente en las muestras de decadencia del espíritu teológico y del espíritu militar, que eran para él los dos grandes obstáculos para el reinado de la razón. El catolicismo, dice, no es ya más que una «impresionante ruina histórica». En cuanto al militarismo, ha llegado la hora en que se extinguirá la continua belicosidad entre la élite de las naciones. La última causa general de guerra ha sido la competición por las colonias. Pero la política colonial se encuentra en decadencia (con la excepción temporal de Inglaterra), de modo que no hemos de tener preocupaciones por este motivo en el futuro. El sofisma que a veces se ha esgrimido en favor de la guerra —que es un instrumento de la civilización— es un homenaje a la naturaleza pacífica de la sociedad moderna.
No necesitamos extendernos en más detalles sobre el estadio positivo de Comte, excepto en lo que se refiere a la no necesidad de una federación política. Las grandes naciones europeas se desarrollarán según las exigencias respectivas, según organizaciones «temporales» distintas. Sin embargo, Comte esperaba en la actuación de un poder «espiritual» común, de modo que todas las naciones «bajo la dirección de una clase especulativa homogénea contribuyan a una misma obra, con espíritu de patriotismo europeo, no con un estéril cosmopolitismo».
Comte sostenía, como Saint-Simon, que las fechas históricas, científicamente interpretadas, son medios de previsión. Sin embargo, es interesante observar que Comte falló como profeta; no llegó a comprender la vitalidad del catolicismo y su profecía de la desaparición de las guerras fue totalmente desmentida por los acontecimientos. La guerra de Crimea estalló antes de su muerte[134]. Como profeta, falló tan rotundamente como Saint-Simon y Fourier, cuyos sueños de que el siglo XIX vería el comienzo de una época de armonía y felicidad terminarían con una lucha a muerte entre el capitalismo y los trabajadores, la guerra civil norteamericana, la guerra de 1870, la Comuna, los pogroms rusos, las matanzas en Armenia y, finalmente, la catástrofe universal de 1914.
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Las leyes positivas de Comte nos han ayudado a comprender la historia tan poco como las categorías metafísicas de Hegel. Ambos pensadores habían estudiado los hechos históricos superficial y parcialmente y este defecto fue lo que les permitió imponer sus propias especulaciones con gran facilidad. El método hegeliano de la síntesis a priori fue subrayado por su teoría filosófica; en Comte encontramos también la tendencia a un tratar las cosas apriorísticamente. Expresamente dice que los grandes rasgos característicos del período monoteísta casi podrían ser construidos a priori.
La ley de los tres estadios está desacreditada. Se puede sostener que el Progreso general depende del progreso intelectual y que la teología, la metafísica y la ciencia tienen raíces comunes y son idénticas en última instancia, por ser meras fases del movimiento de la inteligencia. Pero la ley de un movimiento semejante, para llegar a ser una hipótesis científica, debe de deducirse claramente de causas conocidas y, por tanto, ha de poder comprobarse comparándola con los hechos históricos. Comte pensaba que su pensamiento cumplía esos requisitos, pero lo cierto es que su demostración era defectuosa.
La mayor debilidad, quizá, de su visión histórica se encuentra en la afirmación gratuita de que el hombre, en los primeros estadios de su desarrollo, tenía creencias animistas y que la primera fase de su evolución estuvo dominada por el fetichismo. No hay evidencia válida de que el fetichismo no sea un estadio relativamente tardío o que, en los miles de años que han transcurrido desde nuestros primeros balbuceos, en los cuales los hombres decidieron el futuro de la especie humana con sus invenciones técnicas y el descubrimiento del fuego, hayan tenido opiniones que puedan denominarse religiosas o teológicas. La psicología de los modernos salvajes no puede servirnos de clave para interpretar su pensamiento pues los antiguos eran gentes que fabricaban sus armas de piedra en el mundo del mamut y del Rhinoceros tichorhinus. Si el primer estadio de desarrollo humano, de tan grande importancia para su destino, ha sido preanimista, falla la ley del progreso de Comte, ya que ésta no cubriría la totalidad del cuadro histórico.
Desde otra perspectiva puede criticarse también el sistema de Comte por fallar en su intento de explicación histórica y es la de la filosofía de la historia. Según «el feliz artificio de Condorcet: », Comte sostiene que el crecimiento de la civilización europea es la única parte de la historia que puede tener interés, descartando así civilizaciones enteras como la de la India y China. Esta forma de posición significa algo más que un artificio y Comte no llegó nunca a justificarla científicamente.
El lector de la Philosophie positive observará igualmente que Comte no ha tocado una cuestión fundamental que es necesario afrontar para explicar el curso de la historia o para buscar una ley universal del acontecer. Me refiero al tema de la contingencia. Hay que señalar que la contingencia no afecta ni en lo más mínimo a la doctrina del determinismo; es compatible con la más estricta interpretación del principio de causalidad. Podemos tomar un ejemplo particular para mostrar lo que decimos.
Se puede argüir plausiblemente que la dictadura militar era una consecuencia inevitable de la Revolución Francesa. Ello puede no ser cierto, pero tomémoslo como tal. Supongamos además que, dada la existencia de Napoleón, era inevitable que éste se convirtiese en un dictador. Pero la existencia de Napoleón se debía a una causa independiente que no tenía nada que ver con el curso de los acontecimientos políticos. Podría haber muerto siendo adolescente de enfermedad o por un accidente y el hecho de que sobreviviera se debía a causas que eran igualmente independientes de la cadena causal que, como hemos supuesto, había de llevar necesariamente a una época de gobierno monárquico. La existencia de un hombre de su genio y carácter justamente en ese momento fue una contingencia que afectó profundamente al curso de la historia. Si Napoleón no hubiese existido, otro dictador hubiese ocupado el trono, pero indudablemente no hubiese hecho las mismas cosas que hizo él.
Es claro que la totalidad de la historia humana se ha modificado en todos y cada uno de sus estadios por contingencias semejantes que pueden ser definidas como colisiones de dos cadenas causales independientes. Voltaire tiene toda la razón cuando subraya el papel del azar en la historia, aunque en su momento no se hubiese dado cuenta de lo que estaba diciendo. Este factor explicaría las oscilaciones y los zigzagueos que Comte admite en el movimiento de progresión histórica. Pero vuelve a surgir el tema de que la contingencia puede haber alterado definitivamente, una y otra vez, la dirección del movimiento. ¿Pueden decir aquellos que, como Comte, se preocupan de las grandes líneas del desarrollo humano y no de los detalles de un episodio concreto que ese factor es despreciable? ¿O tenía razón Renouvier cuando mantenía que «la posibilidad real de que la secuencia de acontecimientos que llevaron desde Nerva hasta Carlomagno podría haber sido radicalmente distinta de lo que realmente fue»[135]?.
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No nos toca ahora examinar los defectos en la concepción comtiana del desarrollo de la historia europea. Pero es conveniente señalar que su síntesis del Progreso humano, como la de Hegel, es lo que yo he llamado hasta aquí un sistema cerrado. De igual modo que su filosofía absoluta marcaba para Hegel el estadio más alto y término final del desarrollo humano, para Comte la sociedad futura que él había hecho posible era el estadio final de la humanidad, más allá del cual no había movimiento posible. Perfeccionar su organización llevaría un cierto tiempo y el período se caracterizaría por un crecimiento continuo del saber, pero sus rasgos principales ya estaban definitivamente fijados. Comte no concebía que el futuro lejano, aunque pudiese llegar a ser vivido por él, pudiese reservarle sorpresa alguna. Su teoría del Progreso difería así de las ideas del siglo XVIII, que contemplaban vagamente un indefinido desarrollo futuro y solamente trataban de señalar algunas tendencias generales. Comte repudió expresamente la idea de un progreso indefinido; las fechas, decía, justifican solamente la inferencia de un progreso continuo, lo que es algo diferente.
Hay un segundo punto en el que Comte difería de los filósofos franceses en su concepción del Progreso. Condorcet y sus seguidores lo consideraban exclusivamente desde una perspectiva eudemonista. El fin del Progreso, según ellos, estriba en la consecución de la felicidad humana. Comte se preocupa tan poco como Hegel de la felicidad. La consecución de una más plena armonía entre los hombres y su entorno durante el tercer estadio significará, sin duda, la felicidad. Pero esta opinión está fuera de la teoría e introducirla sería introducir un elemento no científico en el análisis. El curso del desarrollo está determinado por las ideas intelectuales y Comte las considera independientes e indiferentes con respecto a los valores eudemonistas.
Un tercer punto a señalar es el carácter autoritario del régimen futuro. El estado ideal de Comte sería un estadio en el que el desgraciado que amase la libertad personal viviría tan oprimido como en una teocracia o en la utopía socialista. Comte sentía tan poca simpatía por la libertad como Platón y Bossuet y menos que los filósofos del siglo XVIII. Este rasgo común a Comte y a los saint-simonianos es producto, en parte, de la reacción frente a la Revolución, pero era también un resultado de la lógica del hombre de ciencia. Si las leyes sociológicas se establecen positivamente de un modo tan cierto como la ley de la gravedad, no hay lugar para las opiniones individuales; la conducta social recta es una, definitivamente fijada; las funciones adecuadas a cada miembro de la comunidad no admiten discusión; por tanto, la petición de libertad es mala e irracional. Es el mismo argumento que algunos de los modernos defensores de la eugenesia exponen para pedir la tiranía estatal en la cuestión de la procreación humana.
Cuando Comte estaba escribiendo, el movimiento progresista europeo se dirigía cada vez más hacia una ampliación de la libertad en todas sus formas, tanto nacional, cívica, política como económica. Existía por un lado la agitación para la liberación de las nacionalidades oprimidas y, por otro, el crecimiento del liberalismo en Francia y en Inglaterra. La meta del liberalismo de este período era restringir las funciones del gobierno; su espíritu desconfiaba del Estado. Como teoría política era defectuosa, como lo reconocen los liberales modernos, pero era una importante manifestación del sentimiento de que los intereses de la sociedad se realizan más plenamente mediante el libre intercambio de acciones y anhelos humanos. Así, implícitamente, contenía o apuntaba a una teoría del Progreso totalmente contrapuesta a la de Comte: esto es, que la realización de una más plena libertad individual es la condición para asegurar un máximum de energía y efectividad en la mejora de nuestro entorno y, por tanto, la condición para que llegue a alcanzarse la felicidad pública. Verdadera o falsa, esta teoría utiliza hechos fundamentales de la naturaleza que Comte había descuidado.
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Comte dedicó los últimos años de su vida a otra voluminosa obra sobre la reorganización social. En ella se incluía una nueva religión cuyo objeto de culto era la humanidad pero que no añadía nada valioso o notable a las especulaciones anteriores.
El Curso de Filosofía Positiva no fue un libro que cogió por sorpresa al público. Un competente estudioso de las teorías sociales en Francia nos dice que el nombre del autor era poco conocido en su propio país hasta 1855, cuando su grandeza empezó a ser reconocida y su influencia a ser notable[136]. Incluso entonces su obra llegó a ser escasamente leída. Sus principios fundamentales, separados de su sistema, empezaron a ser moneda diaria en el mundo de la especulación a través de hombres como Littré y Taine, cuyas concepciones de la historia se moldearon en su enseñanza, y otros como Mill, a quien Comte había estimulado, así como por otros discípulos que adoptaron el positivismo como una religión.
Comte colocó los cimientos de la sociología al convencer a muchas inteligencias de que la historia de la civilización se encuentra sometida a leyes generales o, en otras palabras, que es posible una ciencia de la sociedad. Esta idea era aún una novedad en Inglaterra cuando apareció en 1843 el System of Logic de Mill.
La publicación de esta obra, que trataba de definir las reglas para la investigación de la verdad en todos los campos de la investigación así como suministrar pruebas para las hipótesis científicas, fue un acontecimiento considerable, ya consideremos su valor y calidad, ya su prolongada influencia sobre la pedagogía. Mill, que había seguido el pensamiento contemporáneo francés, particularmente influido por el sistema de Comte, reconoció que aquellos pensadores que trataron de descubrir la «ley» del Progreso humano habían iniciado un nuevo método en el estudio de los fenómenos sociales. Mill lo proclamó y saludó como superior a todos los métodos anteriores, señalando al tiempo sus limitaciones.
Hasta hace unos cincuenta años, decía, las especulaciones sobre el hombre y la sociedad se han equivocado al sostener implícitamente que la naturaleza humana y la sociedad evolucionarán para siempre dentro de una misma órbita y mostrarán siempre la misma tendencia. Ésta es aún la opinión de los defensores del sentido común en Gran Bretaña; por el contrario, las inteligencias más especulativas del tiempo presente, al analizar con más detalle los hechos humanos, han adoptado la teoría de que la especie humana se encuentra en un estadio de progresión necesario. La interacción entre las circunstancias y la naturaleza humana, de la que resultan los fenómenos sociales, tiene que producir bien un ciclo, bien una trayectoria lineal. Mientras que Vico defendía la concepción de los ciclos periódicos, sus sucesores han adoptado universalmente la idea de una trayectoria o un progreso y se afanan por descubrir sus leyes.
Pero han caído en una concepción equivocada al pensar que, si pueden encontrar una ley de uniformidad en la sucesión de los acontecimientos, pueden prever el futuro desde los términos rebasados de la serie. Pues tal ley debe de ser una «ley empírica»; no puede ser una ley causal o una ley finalista. Por muy rígidamente uniforme que sea, no hay garantía de que pueda aplicarse a fenómenos diferentes de aquellos de que se deriva. Tiene que depender de las leyes de la mente y del carácter (psicología y etnología). Cuando esas leyes sean conocidas y se explique la naturaleza de la dependencia, cuando las causas determinantes de todo cambio que constituye el progreso se comprendan, entonces la ley empírica se convertirá en ley científica y sólo entonces será posible realizar predicciones.
Así, Mill sostenía que si los pensadores avanzados que estaban comprometidos en el tema llegasen a descubrir una ley empírica a partir de las fechas históricas, esa ley podría llegar a convertirse en una ciencia que se dedujese a priori de los principios de la naturaleza humana. Entre tanto, afirmaba, lo que ya nos es conocido de esos principios justifica la importante conclusión de que el orden de la progresión general humana dependerá principalmente del orden de avance de las convicciones intelectuales de la humanidad.
A través de su exposición, Mill usa el «progreso» en un sentido neutral, sin afirmar que necesariamente implique una mejoría. La ciencia social ha de demostrar aún que los cambios producidos en la naturaleza humana suponen una mejora. Pero al advertir de ello al lector declara que él es personalmente un optimista y cree que la tendencia general, con excepciones temporales, se encuentra en la dirección hacia un estado mejor y más feliz.
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Veinte años después[137], Mill pudo decir que la concepción de la historia como algo sujeto a leyes generales había «pasado al terreno de los periódicos y a la discusión política ordinaria». La Historia de la civilización de Inglaterra, de Buckle[138], que gozó de un éxito inmediato, tuvo una gran importancia para popularizar esta teoría. En este sugestivo trabajo, Buckle tomó como un hecho el Progreso y su propósito fue analizar sus causas. Al considerar las dos condiciones generales de las que dependen todos los sucesos, la naturaleza humana y la naturaleza externa, llegó a dos conclusiones: 1), en el estadio primitivo de la historia, la influencia del entorno del hombre es el factor más decisivo; pero a medida que pasa el tiempo se invierten gradualmente los papeles y en estos momentos el responsable de su desarrollo es su propia naturaleza; 2), el Progreso está determinado por el intelecto[139] y no por las facultades emocionales y morales; éstas son estacionarias y, por tanto, la religión no tiene influencia en el movimiento progresivo de la humanidad.
Trato de demostrar que el progreso realizado por Europa desde la barbarie a la civilización se debe por entero a su actividad intelectual… Por lo que sabemos, no hay progreso en lo que podemos denominar cualidades morales innatas y específicas de la humanidad.
Buckle estaba convencido de que los fenómenos sociales tienen la misma rígida regularidad que los naturales. Esta opinión la basaba especialmente en las investigaciones del estadístico belga Quetelet (1835). «La estadística ha aportado —decía— más luz que todas las demás ciencias juntas para el estudio de la naturaleza humana». Deducía que todas las acciones de los individuos son resultados del estado de la sociedad en que viven a partir de la regularidad con la que ocurren los mismos crímenes en los mismos estadios de la humanidad y a partir de otras magnitudes medias, y mantenía que existen determinadas leyes cuyas manifestaciones apenas sufren perturbaciones sensibles[140] si tomamos en cuenta números suficientemente grandes. Así, la evidencia de la estadística nos lleva a la conclusión de que el Progreso no está determinado por actos individuales, sino que depende de las leyes generales del intelecto que rigen los estadios sucesivos de la opinión pública. La totalidad de las acciones humanas en un momento dado depende de la totalidad del saber y la extensión de su difusión.
Aquí encontramos la teoría de que la historia está sujeta a leyes generales en su forma menos calificada, y basada en una opinión equivocada sobre la significación de los hechos estadísticos. La tentativa de Buckle para demostrar la existencia de leyes generales en la historia del hombre fue decepcionante. Cuando pasó revista a los hechos concretos del proceso histórico, aparecieron sus propios principios políticos y se preocupó más por denunciar las tendencias que no aprobaba que por investigar las leyes generales del acontecer histórico. Sus comentarios sobre las persecuciones religiosas y el oscurantismo de los gobiernos y de las iglesias eran instructivos y adecuados, pero no demostraban que un conjunto de rígidas leyes gobernasen y explicasen el curso del desarrollo humano.
La doctrina de que la historia se halla bajo el irresistible control de una ley fue popularizada también por un fisiólogo americano, J. W. Draper, cuya Historia del Desarrollo Intelectual de Europa apareció en 1864 y tuvo amplia audiencia. Su punto de partida era una superficial analogía entre la sociedad y el individuo. «El progreso social está bajo el control de la ley natural de igual modo que el crecimiento natural. La vida de un individuo es la vida de una nación en miniatura», y «las partículas» del organismo individual se corresponden con las personas en el organismo político. Ambos pasan por las mismas épocas —infancia, adolescencia, juventud, madurez, vejez— y, por tanto, el progreso europeo tiene cinco fases que podemos designar como credulidad, curiosidad, fe, razón, decrepitud. La conclusión de Draper era que Europa, ahora en su cuarto período, se está acercando rápidamente a la decrepitud. Esta perspectiva no le hizo desmayar; la decrepitud es la culminación del Progreso y significa la organización de la inteligencia nacional. Esto es lo que ya ha sido realizado en China, y este país le debe a ello su bienestar y su longevidad. «Europa se está acercando rápida e inevitablemente a ser lo que China es. En ella podemos ver lo que seremos cuando seamos viejos».
Desde cualquier punto de vista la obra de Draper es inferior a la de Buckle, pero ambos libros, a pesar de sus amplias diferencias en concepción y tratamiento, desempeñaron un mismo papel. Cada uno a su modo difundió la idea originada en Francia de que la civilización es una progresión y que, al igual que la naturaleza, está sujeta a leyes generales.