8. Enciclopedistas y economistas

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El movimiento intelectual que preparó la opinión francesa para la Revolución y que dio nuevos principios para la reconstrucción de la sociedad puede ser descrito como un movimiento humanista en el sentido de que el hombre era el centro del interés especulativo.

Una idea que nunca hemos de perder de vista —dice Diderot— es que si alguna vez desterráramos al hombre, es decir, al ser pensante y contemplativo, de la faz de la tierra, este patético y sublime espectáculo de la naturaleza se convertiría en una escena de melancolía y de silencio. Es la existencia del hombre la que da interés a la existencia de otros seres… ¿Por qué no habríamos de convertirle en el centro común? El hombre es el término único del que debemos partir.

De aquí que la psicología, la moral, la estructura de la sociedad fueran los temas que atraían la atención, en vez de aquellos más amplios problemas supra-humanos que habían ocupado a Descartes, Malebranche y Leibniz. Poco importaba saber si nuestro mundo era el mejor de todos los mundos posibles; lo que interesaba era la relación entre el pequeño mundo del hombre y su voluntad y capacidades. La ciencia natural interesaba solamente en cuanto podía servir de ayuda a la ciencia social y subvenir a las necesidades humanas. La mejor analogía para este movimiento intelectual no la ofrece el Renacimiento, al que convencionalmente se le ha otorgado el título de humanista, sino la edad de la ilustración griega en la segunda mitad del siglo V antes de Jesucristo, cuyos representantes son Protágoras, Sócrates y algunos otros que abandonaron los problemas de las causas últimas del cosmos, que hasta entonces habían sido el gran tema de estudio de los filósofos, para dirigir su atención hacia el hombre, su naturaleza y sus obras.

En esta nueva forma de «antropocentrismo» podemos comprobar cómo el movimiento general del pensamiento se ha adaptado instintivamente a la revolución astronómica. Dentro del sistema de Tolomeo no era incongruente o absurdo que el hombre, señor del centro del Universo, se considerase como la más importante de las criaturas del cosmos. Ésta es la concepción, implícita en el esquema cristiano, que había sido construido sobre la antigua y errónea cosmología. Cuando se descubrió el verdadero lugar de la tierra y el hombre se encontró en un pequeño planeta, parte de uno de los innumerables mundos solares, ya no fue posible sostener su importancia cósmica. Fue reducido a la condición de un insecto que se arrastraba en un «tas de boue», tan vivamente descrito por Voltaire en su Micromegas. Pero el hombre es una fuente de recursos; ᾄπορος ἐπ᾽ οὐδέν ἔρκχεται. Desplazado, junto con su morada, del centro de las cosas, descubre un nuevo modo de restaurar su propia importancia; interpreta su humillación como una liberación. Al encontrarse flotando como una isla insignificante en la inmensidad del espacio, decide que, por fin, se ha convertido en el dueño de su propio destino; puede liberarse del antiguo fardo de las causas finales, del pecado original y de todo lo demás; puede construir su propio mapa y, libre de todo esquema cósmico, no necesita contar con el universo más que cuando lo juzgue conveniente. O, si es un filósofo, puede decir que, después de todo, su universo está constituido por sus propias sensaciones y que, gracias a esta relatividad, el «antropocentrismo» ha sido restaurado de una nueva y más efectiva forma.

Constituido por sus propias sensaciones: la filosofía de Locke triunfaba ahora en Francia. He utilizado el término «cartesianismo» para describir no las doctrinas metafísicas de Descartes (ideas innatas, dos sustancias, etcétera), sino los grandes principios que subsistieron una vez que su sistema metafísico fue superado: supremacía de la razón e inmutabilidad de las leyes naturales, libres de toda intervención providencial. Estos principios estaban aún en vigor, pero las opiniones particulares de Descartes acerca de los fenómenos mentales fueron superadas en Francia por la psicología de Locke, cuya influencia fue impuesta por Voltaire y Condillac. La doctrina de que todas nuestras ideas derivan de los sentidos subyace en toda la teoría acerca del hombre y de la sociedad, a cuya luz los pensadores revolucionarios, Diderot, Helvetius y sus seguidores, criticaron el orden existente y denunciaron los prejuicios vigentes. Este sensismo (que iba más allá de lo que Locke había querido decir) encerraba una estricta relatividad del conocimiento y desembocaba inmediatamente en la vieja doctrina pragmática de Protágoras de que el hombre es la medida de todas las cosas. Y el espíritu de los filósofos franceses del siglo XVIII era claramente pragmático. El interés del hombre era su principio y el valor de la especulación se juzgaba por su utilidad para la humanidad. «El valor y los derechos de la verdad se fundan sobre su utilidad», que es «la única medida de los juicios humanos», mantiene determinado pensador; otro declara que «la utilidad lo abarca todo», l’utile circonscrit tout; otro dice que «ser virtuoso es ser útil; ser vicioso es ser inútil y dañino; éste es el resumen de toda moralidad». Helvetius, anticipando a Bentham, elabora la teoría de que la utilidad es la única base posible de la ética. Bacon, el utilitarista, fue tan alabado como Locke. De igual modo que, un siglo antes, su influencia había inspirado la fundación de la Royal Society, su nombre ahora también fue invocado por los fundadores de la Enciclopedia.

Por debajo de toda la especulación filosófica, hay una corriente subterránea de emoción que en los pensadores franceses del siglo XVIII era fuerte e incluso violenta. Se prefería llegar a resultados prácticos. Su obra era una calculada campaña para transformar los principios y el espíritu de los gobiernos y destruir el sacerdotalismo. Puesto que el problema del género humano consistía en alcanzar un estado de felicidad por su propios medios, estos pensadores creían que podría resolverse mediante el triunfo gradual de la razón sobre los prejuicios, del saber sobre la ignorancia. La revolución violenta estaba lejos de sus pensamientos; esperaban crear, mediante la difusión del saber, una opinión pública que obligase a los gobiernos a cambiar el tenor de su legislación y de su administración, y hacer de la felicidad del pueblo su principio rector. La confianza optimista en que el hombre es perfectible, es decir, capaz de un progreso indefinido, inspiró la totalidad del movimiento, por muy grandes que fuesen las discrepancias entre las opiniones de algunos pensadores particulares. La creencia en el Progreso era la fe que los mantenía, aunque, preocupados por los problemas de mejoras inmediatas, dejaran aquella noción más bien vaga y poco definida. La palabra misma aparece poco en sus obras. La idea recibe un tratamiento subordinado a otras ideas entre las que había crecido: Razón, Naturaleza, Humanidad, Ilustración (lumieres). Todavía no ha empezado una vida independiente ni ha recibido una definición clara, aunque sea ya una fuerza vital.

Al repasar las influencias que contribuyeron a formar una nueva opinión pública durante los cuarenta años que precedieron a la Revolución, nos conviene, para nuestros propósitos, agrupar a los pensadores (incluyendo a Voltaire) relacionados con la Enciclopedia, que representaban una fuerza crítica y conscientemente agresiva contra las teorías tradicionales y las instituciones existentes. Rousseau, pensador constructivo, no era menos agresivo, pero debe ser considerado aparte y como opuesto, por su hostilidad hacia la civilización moderna. En tercer lugar, hemos de distinguir la escuela de los economistas, también reformadores y optimistas, pero con un carácter más conservador que los enciclopedistas típicos.

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La Enciclopedia (1751-1765) ha sido señalada con razón como la obra principal del movimiento racionalista que convirtió a la Francia de 1789 en una Francia muy diferente de la de 1715. Era la sección organizada de una vasta propaganda, especulativa y práctica, realizada por hombres de las más varias opiniones, la mayoría de los cuales estaban directamente asociados con ella. Como se ha observado con razón, la Enciclopedia fue para el racionalismo francés del siglo XVIII algo muy semejante a lo que la Fortnightly Review, bajo la dirección de Mr. Morley (de 1868 a 1882), fue para el inglés del XIX, como órgano de crítica penetrante de las creencias tradicionales. Si Diderot, que dirigió la Enciclopedia con la ayuda de d’Alembert, el matemático, hubiera vivido cien años más tarde, probablemente habría dirigido un periódico.

Vimos que la «solidaridad» de las ciencias era una de las concepciones asociadas a la teoría del progreso intelectual y que la otra era la popularización del saber. Ambas ideas inspiraron a la Enciclopedia, que debía recoger y concentrar la ilustración de la Edad Moderna. Trataba de establecer líneas de comunicación entre todas las ramas de la ciencia, «para encerrar en la unidad de un sistema la infinita variedad de las ramas del conocimiento». Y debía ser una biblioteca de instrucción popular. Pero también estaba pensada como órgano de propaganda. Dentro de la historia de la revolución intelectual es, en algunos aspectos, la sucesora del Diccionario de Bayle, que, dos generaciones antes, recogió material de guerra para demoler las doctrinas tradicionales. La Enciclopedia realizó la campaña contra la autoridad y la superstición por medios indirectos, pero no fue obra de hombres escépticos como Bayle, sino llenos de ideales, propósitos positivos y esperanzas sociales. No sólo confiaban en la razón y en la ciencia, sino que la mayoría de ellos tenían también una idea más o menos definida acerca de la posibilidad de un avance de la humanidad hacia la perfección.

Como uno de los enciclopedistas señaló más tarde, estaban menos ocupados en ensanchar las fronteras del conocimiento que en difundir la luz y hacer la guerra a los prejuicios[64]. Las opiniones individuales de los diferentes colaboradores diferían en gran medida, por lo que no podían ser considerados como una escuela, pero concordaban hasta tal punto en las tendencias comunes que pudieron formar una alianza de cooperación.

La propaganda de la que la Enciclopedia era el centro, era reforzada por publicaciones independientes de algunos notables que colaboraron o estuvieron íntimamente conectados con su círculo, especialmente las del propio Diderot, el Barón d’Holbach y Helvetius.

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El optimismo de los enciclopedistas estaba basado realmente sobre una intensa conciencia de la ilustración de sus propios tiempos. Se tomaba la progresividad del saber como axiomática, pero ¿existía alguna garantía de que las luces, hasta el momento confinadas en pequeños círculos, pudieran alguna vez iluminar al mundo y regenerar a la humanidad? Los enciclopedistas encontraron la garantía que requerían, no en una inducción de la experiencia pasada de la humanidad, sino en una teoría a priori: la infinita maleabilidad de la naturaleza humana mediante la educación y las instituciones. Esto, como ya hemos visto, había sido supuesto por el Abbé de Saint-Pierre. La idea invadió la especulación de su tiempo, deducida expresamente de la psicología sensista de Locke y Condillac. Fue desarrollada en forma extrema por Helvetius en su obra De l᾽esprit (1758).

En este libro, que habría de ejercer una amplia influencia en Inglaterra, Helvetius trataba, entre otras cosas, de demostrar que la ciencia de la moral equivale a la de la legislación y que en una sociedad bien organizada todos los hombres son capaces de alcanzar el punto máximo de desarrollo mental. Las desigualdades intelectuales y morales entre los hombres nacen en su totalidad de las diferencias de educación y circunstancias sociales. El genio mismo no es un don de la naturaleza; el hombre genial es un producto de las circunstancias sociales, no físicas, ya que Helvetius rechaza la influencia del clima. De donde se sigue que si se cambian la educación y las instituciones sociales, se puede cambiar el carácter de los hombres.

El error de Helvetius al ignorar las ineludibles diferencias físicas entre los individuos, la variedad de organizaciones cerebrales, fue inmediatamente apuntado por Diderot. Este error, sin embargo, no era esencial para la teoría del poder inconmensurable de las instituciones sociales sobre el carácter humano, y otros pensadores no cayeron en él. Sin embargo, todos por igual se mantuvieron ciegos ante el factor hereditario. Pero la teoría, en su aplicación colectiva, contiene una gran verdad que los críticos del siglo XIX, influidos por sus estudios sobre la herencia, olvidaron con cierta facilidad. La herencia social de ideas y emociones a las que el individuo se encuentra sometido desde su infancia es más importante que las tendencias transmitidas de padres a hijos por la vía física. El poder de la educación y de la política en el moldeo de los miembros de una sociedad ha sido elocuentemente demostrado a gran escala por la transformación psicológica del pueblo alemán en una sola generación.

Se seguía de la teoría expuesta por Helvetius que no existe una barrera infranqueable entre las razas avanzadas de la tierra y las estacionarias o regresivas.

La verdadera moralidad —escribía el barón d’Holbach— debería ser igual para todos los habitantes del globo. El salvaje y el civilizado; el blanco, el piel roja y el negro; indios y europeos, chinos y franceses, negros y lapones, todos ellos tienen una misma naturaleza. Las diferencias que hay entre ellos son tan sólo modificaciones de la naturaleza común producidas por el clima, la política, la educación, las opiniones y otras causas que actúan sobre ellos. Los hombres difieren tan sólo en la idea que se forman sobre la felicidad y los medios que creen necesarios para conseguirla.

De nuevo, los pensadores del siglo XVIII tienen una teoría que no puede ser descartada como absurda. Algunos empiezan a formular la teoría de que las enormes diferencias de capacidad que parecen fundamentales son un resultado de las diferencias en la herencia social y que éstas, a su vez, se deben a un largo proceso de circunstancias históricas; por lo tanto, ninguno de los pueblos del mundo ha sido castigado por la naturaleza a mantenerse en una perpetua inferioridad o irrevocablemente descalificado por su raza para representar un papel útil en el futuro de la civilización.

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Esta doctrina sobre la posibilidad de moldear indefinidamente el carácter de los hombres mediante las leyes y las instituciones —combinada o no con una creencia en igualdad natural de las facultades humanas— era uno de los cimientos sobre los que podía levantarse la teoría de la perfectibilidad de la humanidad. Marcaba, por tanto, un hito importante en el desarrollo de la teoría del Progreso.

Además, otorgaba un nuevo y más amplio contenido a esta doctrina por su aplicabilidad no sólo a los pueblos que se hallaban en la vanguardia de la civilización, sino también a aquellos que permanecían retrasados y podían parecer irremediablemente bárbaros, incluyendo así potencialmente a toda la humanidad en los prospectos del futuro. Ya Turgot había pensado en «la totalidad de la especie humana moviéndose siempre lentamente hacia adelante»; había sostenido que la inteligencia humana contiene en todas partes los gérmenes del progreso y que la desigualdad de los pueblos se debe a una infinita variedad de circunstancias. Esta amplia concepción estaba pensada para añadir nueva fuerza a la idea del Progreso, elevándola a una síntesis que no sólo comprendía a las naciones civilizadas de Occidente, sino a todo el mundo humano.

El interés por los pueblos remotos de la tierra, por las civilizaciones desconocidas del Oriente, por las razas salvajes de América y de África, era enorme en la Francia del siglo XVIII. Todo el mundo sabe que Voltaire y Montesquieu utilizaron a los hurones y a los persas para estudiar las costumbres y la moral del Occidente, del mismo modo que Tácito utilizó a los germanos para criticar la sociedad romana. Pero muy pocos estudiaron los siete volúmenes de la Historia de las dos Indias del Abbé Raynal, publicada en 1772. Sin embargo, es uno de los más notables libros del siglo. Su inmediata importancia práctica radicó en el apoyo que impuso, gracias a su enorme acopio de hechos, a las gentes humanitarias en su movimiento contra la esclavitud de los negros. También era un ataque a la Iglesia y a la autoridad sacerdotal. El método del autor era el mismo que el que su gran contemporáneo Gibbon empleó a mayor escala. Una historia de los hechos era una acusación más formidable que cualquier ataque declamatorio. Raynal recordó a los europeos las desventuras que habían tenido que soportar los nativos del Nuevo Mundo por los conquistadores cristianos y sus sacerdotes. No era, de hecho, un predicador entusiasta del Progreso. Es incapaz de decidirse por las ventajas relativas del estado salvaje de naturaleza y las de la sociedad más cultivada. Pero señala que «la especie humana es lo que nosotros queremos hacer de ella», que la felicidad del hombre depende por completo del perfeccionamiento de la legislación; y en el balance de la historia de Europa, al que dedica el último libro de su obra, su opinión es generalmente optimista.

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El Barón d’Holbach tenía una inteligencia más poderosa que la de Helvetius, pero sus escritos tuvieron probablemente menos influencia, a pesar de ser el padre espiritual de dos conocidos revolucionarios, Hébert y Chaumette. Su Sistema de la Naturaleza (1770) desarrolla una teoría puramente naturalista del Universo, en la que se abandona el deísmo que había prevalecido hasta entonces: no hay Dios; la Naturaleza material se basta a sí misma, es autosuficiente, dominis privata superbis. El libro esboza el modo en que la teoría lucreciana del desarrollo hubiera podido conducir a la idea del Progreso. Pero fue acogido fríamente por la mayoría y probablemente convenció a muy pocos. Su parte que tuvo más efecto fue el claro y apasionado ataque a los gobiernos y a las religiones como causas de la mayor parte de las desgracias humanas.

Sus opiniones sobre el Progreso han de buscarse en otras obras, especialmente en su Sistema social. El hombre es tan sólo una parte de la Naturaleza; no tiene una posición privilegiada y no es ni bueno ni malo por naturaleza. Como dijo Séneca, Erras si existumas vitia nobiscum esse: supervenerunt, ingesta sunt[65]. La educación, la opinión pública, las leyes, el sistema político es lo que nos hace buenos o malos; y aquí, el autor señala la importancia del instinto de imitación como fuerza social, teoría sobre la que un autor moderno, Tarde, ha elaborado un sistema.

Los males, que se deben a los errores de la tiranía y de la superstición, disminuirán gradualmente por la fuerza de la verdad, si es que ésta no puede terminar completamente con ellos; pues nuestros sistemas políticos, al igual que las leyes, pueden ser perfeccionados por el progreso del saber práctico. Pero este proceso será largo; se necesitarán siglos de esfuerzo mental continuo para extirpar las causas del malestar social así como repetidos experimentos para determinar sus remedios (des expériences réitérées de la société). De cualquier modo, no podemos esperar el advenimiento de una felicidad inmutable o absoluta. Eso sería una pura quimera

incompatible con la naturaleza de un ser cuya débil maquinaria está sujeta a desórdenes y cuya ardiente imaginación no estará siempre dispuesta a someterse a la guía de la razón. Gozar unas veces, sufrir otras, tal es el destino del hombre; gozar más veces que sufrir es lo que constituye el bienestar.

D’Holbach era un estricto determinista; no dejaba sitio para el libre albedrío en la sucesión rigurosa de causa y efecto, y todavía hoy merece la pena leer las páginas en las que describe la teoría de la necesidad causal. Partiendo de sus principios naturalistas, dedujo que la distinción entre la naturaleza y el arte no es fundamental; la civilización es tan racional como el estado salvaje. En ello estaba de acuerdo con Aristóteles.

Todas las invenciones sucesivas de la inteligencia humana para cambiar o perfeccionar el modo de existencia del hombre y hacerlo más feliz han sido solamente la consecuencia necesaria de su esencia y la de las existencias que obran sobre él. Todo lo que hacemos o pensamos, todo cuanto somos o seremos es solamente un efecto de lo que la naturaleza universal ha hecho de nosotros. El arte es sólo naturaleza que actúa mediante los instrumentos que ella misma ha formado.

El Progreso, por tanto, es natural y necesario, y criticarlo o condenarlo apelando a la naturaleza equivale a enfrentar el reino de la naturaleza consigo mismo.

Si d’Holbach hubiese llevado su lógica hasta sus últimas consecuencias hubiera tenido una opinión más indulgente y menos apasionada de la historia pasada de la humanidad. Habría reconocido que las instituciones y opiniones a las que una mentalidad moderna da poco crédito fueron naturales y útiles en su día, y habría reconocido que, en cualquier estadio de la historia la herencia del pasado no es menos necesaria para el progreso que el poder disolvente de las nuevas ideas. La mayor parte de los pensadores de su tiempo se inclinaban a juzgar el pasado de la humanidad de forma anacrónica. Todas las cosas que se habían hecho o pensado y no podían ser justificadas en la nueva era de la Ilustración se consideraban gratuitos e inexcusables errores. Las tradiciones, supersticiones y costumbres, la totalidad del «código del fraude y la calamidad» legados del pasado, pesaban entonces demasiado en Francia para permitir que los reformistas pudieran hacer justicia a sus orígenes. Sentían una especie de resentimiento contra la historia. D’Alembert decía que no sería mala cosa que la historia pudiese ser destruida; y la tendencia general era ignorar la memoria social y la herencia común de las experiencias pasadas que moldean la sociedad humana y hacen de ella algo muy diferente de una mera colección de individuos.

La creencia en el progreso, pese a todo, no adoptó formas extravagantes. No indujo a d’Holbach ni a ningún otro de los pensadores descollantes de la época de la Enciclopedia a entregarse a sueños optimistas respecto del futuro que aguardaba a la humanidad. Tenían una concepción de los obstáculos mucho más clara que la del buen Abbé Saint-Pierre. Helvetius se muestra de acuerdo con d’Holbach en que el progreso será lento y Diderot se muestra vacilante y escéptico en cuanto al problema de una evolución social indefinida.

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Los reformadores del grupo de la Enciclopedia no eran los únicos que se esforzaban en difundir la idea del Progreso. Otro grupo de pensadores, que diferían ampliamente en cuanto a sus principios, aunque algunos de ellos hubiesen contribuido a la redacción de algunos artículos de la Enciclopedia[66], trabajaron de firme para dar a conocer la idea. El surgimiento de la economía como estudio especial fue uno de los hechos más significativos en la tendencia general del pensamiento a analizar la civilización. Los estudiosos de la economía se dieron cuenta de que, tratando de descubrir una teoría válida de la producción, la distribución y el empleo de la riqueza, no podían evitar el problema de la constitución y los fines de la sociedad. Los problemas de la producción y la distribución no podían separarse de los de la teoría política: la producción plantea el problema de las funciones del gobierno y los límites de su intervención en el comercio y la industria; la distribución implica problemas de propiedad, justicia e igualdad. El empleo de la riqueza nos lleva a los terrenos de la moral.

Los economistas franceses o «fisiócratas», como se les llamó después, que formaron una escuela bien delimitada antes de 1760 —Quesnay era el maestro y el resto lo constituían Mirabeau, Mercier de la Rivière y otros—, enfocaron su tema específico desde una amplia perspectiva filosófica; su teoría económica general equivalía a una teoría acerca de la sociedad humana. Formularon la doctrina de un Orden Natural en las comunidades políticas y de él dedujeron sus enseñanzas económicas.

Daban por sentado, al igual que los enciclopedistas, que el fin de la sociedad es la obtención de la felicidad terrestre por sus miembros y que ésta es la única razón de ser de los gobiernos. El objeto de un tratado de Mercier de la Rivière[67] (adecuada exposición de las opiniones de la escuela) es, según sus propias palabras, descubrir el orden natural para el gobierno de los hombres que viven en comunidades organizadas, capaz de asegurarles la felicidad temporal: un orden en el que todo esté bien, necesariamente bien, y en el que los intereses de todos se hallen tan perfecta e íntimamente consolidados que todos sean felices, desde el gobernante hasta el último de sus súbditos.

Pero ¿en qué consiste esta felicidad? Su respuesta es que «hablando humanamente, la mayor felicidad posible consiste para nosotros en la mayor abundancia posible de objetos capaces de darnos satisfacción y en la máxima libertad para gozar de ellos». Y la libertad no sólo es necesaria para disfrutar de estos objetos, sino también para producirlos en mayor cantidad, ya que la libertad estimula los esfuerzos humanos. Otra condición de la abundancia es la multiplicación de la especie; de hecho, la felicidad de los hombres y su número se hallan íntimamente ligados en el sistema de la naturaleza. A partir de estos axiomas puede deducirse el Orden Natural de una sociedad humana, los recíprocos derechos y deberes cuya puesta en práctica es necesaria para la mayor multiplicación posible de productos a fin de procurar a la especie la mayor cantidad de felicidad con el máximo de población.

Ahora bien, la propiedad individual es la condición indispensable para el goce total de los productos del trabajo humano; «la propiedad es la medida de la libertad y la libertad es la medida de la propiedad». De ahí que para realizar la felicidad general baste con mantener la propiedad y, consecuentemente, la libertad en toda su extensión natural. El error fatal que ha convertido a la historia en lo que actualmente es ha sido la incapacidad de reconocer un hecho tan simple; pues la agresión y la conquista, causas de las miserias humanas, violan la ley de la propiedad que es el fundamento de la felicidad.

La deducción práctica era que la función principal del Estado consistía en la protección de la propiedad y que había de otorgarse total libertad a la empresa privada para que explotase los recursos de la tierra. Todo marcharía bien si se permitía que la industria y el comercio siguiesen sus tendencias naturales. Esto es lo que se entendía por Fisiocracia, supremacía del Orden Natural. Si los gobernantes se mantuviesen dentro de los límites de sus verdaderas funciones, el efecto moral sería inmenso, pensaba Mercier. «El sistema público de gobierno es la verdadera educación del hombre moral. Regis ad exemplum totus componitur orbis[68]».

Aunque abogaban por una reforma total de los principios rectores de la política fiscal de los Estados, los economistas no eran idealistas, a diferencia de los filósofos de la Enciclopedia; no sembraban las semillas de la revolución. Su punto de partida era lo realmente existente y no lo que debía ser. Y, aparte de su más estrecho horizonte, diferían de los filósofos en dos puntos verdaderamente importantes. No creían que la sociedad fuese una institución humana y, por tanto, tampoco que pudiera existir una ciencia deductiva de la sociedad basada simplemente en la naturaleza humana. Además, sostenían que la desigualdad de condiciones era uno de los rasgos inmutables de aquélla; inmutable porque es consecuencia de la desigualdad de los poderes físicos.

Pero creían en un progreso futuro de la sociedad hacia un estado de felicidad mediante el crecimiento de la opulencia que dependería del aumento de la justicia y de la «libertad»; también insistían en la importancia de la ampliación y difusión del saber. Su influencia en la formación de la creencia en el Progreso la atestigua Condorcet, amigo y biógrafo de Turgot. Como Turgot se mantiene separado de los fisiócratas (con los que, de hecho, él no se identificaba) por sus más amplias perspectivas acerca de la civilización, podría sospecharse que Condorcet estaba pensando principalmente en él. Sin embargo, no debemos limitar el alcance de su aserción si recordamos que, como escuela, los economistas tuvieron como primer principio el valor eudemonístico de la civilización, mantuvieron que la felicidad temporal es alcanzable y lanzaron todo su peso en la balanza en contra de las doctrinas regresivas que habían encontrado un poderoso defensor en Rousseau.

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Por libertad, los economistas entendían la libertad económica. Ni ellos, ni tampoco los filósofos ni Rousseau, padre de la democracia moderna, tenían una clara idea de lo que significa la libertad política. Contribuyeron en gran medida a su realización, pero sus ideas propias al respecto eran estrechas e imperfectas. Nunca discutieron la validez del gobierno despótico, sino que mantuvieron sólo que el despotismo debería de ser ilustrado. El gobierno paternalista de un José o de una Catalina, que obraban por consejo de los filósofos, les parecía la solución ideal para los problemas de gobierno; por eso, cuando el progresista y desinteresado Turgot, al que podían considerar como uno de los suyos, fue nombrado ministro de finanzas al subir al trono Luis XVI, parecía que su ideal estaba a punto de ser realizado. Su rápida caída destruyó sus esperanzas, pero no les enseñó el secreto de la libertad. No se quejaban de la validez de la censura, aunque sufrieron bajo su tiranía; no deseaban aboliría. Solamente se quejaban de que fuera usada contra la razón y las luces, es decir, contra sus propios escritos; y si el Conseil d’État o el Parlamento hubieran suprimido las obras de sus adversarios oscurantistas, se hubiesen congratulado de que el mundo marchase rápidamente hacia su perfección.