4. La doctrina de la degeneración: los antiguos y los modernos

Fuera del círculo de pensadores sistemáticos, la teoría común de la degeneración había sido discutida ya desde el principio del siglo XVII. Su discusión condujo a una guerra literaria, que duró cerca de cien años en Francia y en Inglaterra, acerca de los méritos relativos de los antiguos y de los modernos. El combate fue más agudo en el terreno de la literatura, y especialmente en el de la poesía, y fue mayor en él el interés del público, pero los polemistas más hábiles extendieron el debate a la totalidad del saber. La querella de los antiguos y los modernos fue más tarde desechada como un curioso y más bien ridículo episodio en la historia de la literatura[38]. Augusto Comte fue en mi opinión uno de los primeros en llamar la atención sobre algunos de sus aspectos de mayor alcance.

La discusión, en efecto, tiene una considerable significación en la historia de las ideas. Forma parte de la rebelión contra el yugo intelectual del Renacimiento; el bando de los modernos, que fueron los agresores, representaba la liberación de la crítica respecto de la autoridad de los muertos; y, pese a las perversiones del gusto de que fueron culpables, su polémica, incluso en su aspecto puramente literario, fue particularmente importante, como lo ha demostrado convincentemente M. Brunetière[39], en la evolución de la crítica francesa. Pero el modo en que se suscitaron los problemas críticos obligó al debate a tocar un problema de mayor impacto. La pregunta: ¿Puede el hombre de hoy luchar en igualdad de condiciones con los ilustres escritores antiguos, o son acaso intelectualmente inferiores?, implicaba un tema más amplio: ¿Ha agotado la naturaleza sus poderes?, ¿acaso no es ya capaz de producir hombres de inteligencia y vigor semejantes a los de aquellos que produjo en otros tiempos?, ¿está exhausta la humanidad, o, por el contrario, son permanentes e inagotables sus fuerzas?

La afirmación de la permanencia de los poderes de la naturaleza por los defensores de los modernos era la contradicción directa de la teoría de la degeneración e, indudablemente, contribuyeron en gran medida a desacreditar esa teoría. Una vez que nos hayamos dado cuenta de esto, no será sorprendente ver que las primeras afirmaciones claras de una doctrina del progreso en el conocimiento fueron provocadas por la controversia en torno a los antiguos y los modernos.

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Aunque el escenario más importante de la controversia fue Francia, la cuestión había sido ya expresamente planteada por un italiano, nada menos que Alejandro Tassoni, el famoso autor del gran poema irónico «La Secchia rapita», que caricaturizaba a los poetas épicos de su tiempo. En él se dedicó a criticar los prejuicios de su tiempo y a exponer la nueva doctrina, originando con ello un gran escándalo en Italia por sus ataques contra Petrarca y contra Homero y Aristóteles. La primera comparación de los méritos de los antiguos y de los modernos se encuentra en un volumen de Miscelánea de Pensamientos diversos que publicó en 1620[40]. Habla de la cuestión como de un tema de discusión común[41], sobre el cual se propone dar un juicio imparcial por medio de una amplia comparación en todos los terrenos, tanto teóricos como imaginativos y prácticos.

Comienza criticando el argumento a priori de que, como las artes alcanzan su perfección a través de la experiencia y un largo trabajo, la edad moderna tiene necesariamente la ventaja. Este razonamiento, afirma, es erróneo, porque las mismas artes y estudios no han sido ejercitados siempre ininterrumpidamente por los más poderosos intelectos, sino que han pasado a manos inferiores y, así, han declinado o incluso se han extinguido, como sucedió en Italia durante la decadencia del Imperio Romano, cuando las artes fueron menos que mediocres durante varios siglos. O, para decirlo de otra forma, este argumento sólo sería admisible si no existiese una solución de continuidad[42].

Al hacer su comparación, Tassoni busca legitimar su afirmación de que no es un abogado de ninguna de las dos partes. Pero a pesar de que aquí y allá concede alguna superioridad a los antiguos, piensa que los modernos en general se llevan la mejor parte. Su examen es bastante amplio, llegando a incluir el lado material de la civilización, incluso la forma de vestir, en contraste con algunos de los polemistas posteriores, que limitaron el terreno del debate a la literatura y al arte.

Los Pensamientos de Tassoni fueron traducidos al francés, y la obra fue probablemente conocida de Boisrobert, un dramaturgo cuyo mayor mérito estriba en su participación en la fundación de la Académie Française. Este autor pronunció un discurso ante aquella corporación inmediatamente después de su constitución (26 de febrero de 1635), en el cual realizó un violento y aparentemente precipitado ataque a Homero. Este discurso encendió la controversia en Francia, e incluso le llegó a dar una nota característica. Homero —ya severamente tratado por Tassoni— había de convertirse en el blanco preferido de las flechas de los modernos, quienes pensaban que si lograban desacreditarle, habrían ganado su pleito.

Así se lanzó el guante —y es importante anotarlo— antes de la aparición del Discurso del Método (1637); pero la influencia de Descartes se hizo sentir a través de toda la controversia y los más prominentes de los modernos fueron hombres que habían asimilado las ideas cartesianas. Esto parece ser cierto incluso en el caso de Desmarets de Saint Sorlin, quien, bastantes años después del discurso de Boisrobert, volvió a abrir fuego. Saint Sorlin se había convertido en un cristiano fanático, lo que era una de las razones para odiar a los antiguos. También, al igual que Boisrobert, era un mal poeta; ésta era otra razón. Su tesis era que la Historia de la cristiandad ofrecía temas mucho más capaces de inspirar a un poeta que los tratados por Homero y Sófocles y que la poesía cristiana tenía que ganar la palma que hasta entonces se había dado a la pagana. Su propio Clodoveo y su María Magdalena o el Triunfo de la Gracia eran la demostración de la derrota de Homero. Pocos son los que han oído hablar de estas obras; ¿cuántos las habrán leído? Curiosamente, casi al mismo tiempo se estaba componiendo en Inglaterra una épica que podría haber dado alguna plausibilidad ilusoria a las locas ideas de Saint Sorlin.

Pero la disputa literaria no nos interesa aquí. Lo que nos ocupa es que Saint Sorlin era consciente de los aspectos más amplios de la cuestión, aunque no estaba seriamente interesado por ellos. La Antigüedad, dice, no era tan feliz, ni tan culta, ni tan rica, ni tan noble como la Edad Moderna, que es realmente la edad de la madurez, una especie de otoño del mundo, que posee los frutos y los desechos de los siglos pasados, con poder para juzgar los inventos, experiencias y errores de sus predecesores y para sacar provecho de todo ello. El mundo antiguo era tan sólo una primavera que produjo unas pocas flores. La naturaleza, en efecto, produce en todas las épocas obras perfectas; pero no sucede así con las creaciones del hombre, que necesitan correcciones; y los hombres que viven en una época posterior deben aventajar a sus predecesores en felicidad y en saber. Aquí encontramos la afirmación de la permanencia de las fuerzas de la naturaleza, así como la idea, ya expresada por Bacon y otros, de que la Edad Moderna tiene unas ventajas sobre la antigua, comparables a las de la vejez sobre la infancia.

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La seriedad con que fue tomada la disputa entre modernos y antiguos —por cuya causa Boileau había intervenido y luchado con Saint Sorlin— lo muestra el hecho de que Saint Sorlin, antes de su muerte, legó solemnemente a un hombre más joven, Charles Perrault, la defensa de la causa de los modernos. Más adelante veremos cómo realizó el encargo. También está demostrada en un libro aparecido en los años 70, Les Entretiens d’Ariste et Eugène, de Bouhours, un padre jesuita mundano y popular.

En uno de estos diálogos surge la cuestión, si bien tratada con un curioso cuidado y evasivamente, lo que nos hace pensar que el autor no quería comprometerse; no quería crearse enemigos[43].

El clima general de Francia, en el reinado de Luis XIV era favorable a la causa de los modernos. Se consideraba una época de grandeza, comparable a la de Augusto, y pocos hubiesen preferido vivir en cualquier otra época. Sus literatos, Corneille, y más tarde Racine y Moliére, respondían tan perfectamente a sus gustos que no hubiesen podido otorgarles otro puesto que no fuesen los primeros. Los hombres de aquel tiempo se impacientaban ante las pretensiones de que el grado de excelencia al que habían llegado los griegos y los romanos era inasequible. «Los antiguos —dijo Moliére— son antiguos, nosotros somos los hombres de hoy». Esta frase podría ser perfectamente la enseña de Descartes y, probablemente, expresaba un sentimiento ampliamente extendido.

En 1687 Charles Perrault —quien es más conocido por su colección de cuentos que por el papel principal que asumió en esta controversia— publicó su poema sobre «la época de Luis el Grande». La ilustración de la Edad Moderna sobrepasa a la de la Antigüedad: éste es el tema del poema:

La docte Antiquité dans toute sa durée

A l’égal de nos jours ne fut point éclairée.

Perrault adopta una actitud más cortés con respecto a «la belle antiquité» que Saint Sorlin, pero su crítica es más insidiosa. Los genios griegos y romanos, afirma, estaban muy bien en su propio tiempo y podían ser considerados divinos por nuestros antepasados. Pero hoy en día, Platón es más bien aburrido; y el «inimitable Homero» habría escrito un poema épico mucho mejor si hubiese vivido durante el reinado de Luis el Grande. El pasaje más importante del poema, sin embargo, es aquel en el que el autor afirma tajantemente el permanente poder de la naturaleza para producir hombres de talento semejante en cada edad.

A former les esprits comme à former les corps

La Nature en tout temps fait les mesmes efforts;

Son être est immuable, et cette force aisée

Dont elle produit tout ne s’est point épuisée,

.............................................

De cette mesme main les forces infinies

Produisent en tout temps de semblables génies.

«La Época de Luis el Grande» era una breve declaración de fe. Perrault la continuó con una obra más amplia, su comparación entre los antiguos y modernos (Parallèle des Anciens et des Modernes) que apareció en cuatro partes a lo largo de los años 1688 a 1699. Arte, oratoria, poesía, ciencias y sus aplicaciones prácticas son ampliamente discutidas; y la discusión aparece bajo la forma de una serie de conversaciones entre un defensor entusiasta de la Edad Moderna que dirige el debate, y un devoto de la Antigüedad, a quien le resulta difícil no admitir los argumentos de su oponente, aunque persista obstinadamente en mantener sus propias opiniones.

Perrault basa su tesis en consideraciones generales que ya hemos encontrado incidentalmente en escritores anteriores, y que en su tiempo eran casi lugares comunes entre quienes se ocupaban en alguna manera de esta cuestión. El saber avanza con el tiempo y la experiencia; la perfección no está necesariamente asociada con la Antigüedad; los que han llegado más tarde han heredado el saber de sus predecesores y le han añadido nuevas adquisiciones específicamente suyas. Pero Perrault ha pensado metódicamente sobre este tema y llega a conclusiones que no tienen más que ser ampliadas para llegar a equivaler a una clara teoría del progreso del saber.

Una dificultad particular había contribuido en gran medida a impedir que se admitiese generalmente una mejora progresiva en el pasado. El argumento de que lo posterior es mejor y de que los hombres que vienen después tienen ventaja sobre los antiguos parecía incompatible con un hecho histórico evidente. Somos superiores a los hombres de las edades oscuras en el saber y en las artes. Concedido. Pero ¿se atrevería alguien a sostener que los hombres del siglo X eran superiores a los griegos y a los romanos? A esta pregunta —sobre la que ya había reflexionado Tassoni— responde Perrault: por supuesto que no. Hay solución de continuidad. Las ciencias y las artes son como ríos, que en una parte de su curso caminan subterráneamente para, después, al encontrar una abertura brotar tan abundante como cuando se sumergieron bajo la tierra. Un período de largas guerras, por ejemplo, puede forzar a los pueblos a que abandonen los estudios y dediquen toda su fuerza a otras necesidades más urgentes como la autoconservación; puede sobrevenir un período de ignorancia; pero tras la paz y la felicidad, el saber y las invenciones comenzarán de nuevo y harán nuevos progresos.

Conviene observar que nuestro autor no pretende que los modernos tengan ninguna superioridad en talento o en facultades intelectuales. Por el contrario, se mantiene en su postura con el principio, que ya había afirmado en «La Época de Luis el Grande», que la naturaleza es inmutable. La naturaleza produce ahora tan grandes hombres como siempre, pero no mayores. Los leones de los desiertos de África en nuestros días no difieren en fuerza de los de tiempos de Alejandro Magno, y los mejores hombres de todos los tiempos son iguales en fortaleza. Lo que es distinto son sus producciones y sus trabajos y, en condiciones igualmente favorables, el trabajo de los últimos debería de ser el mejor, ya que las ciencias y las artes dependen de la acumulación del saber y el saber se acrecienta necesariamente a medida que el tiempo pasa. Pero ¿podría aplicarse este argumento a la poesía y a la literatura, el caballo de batalla de los beligerantes, incluyendo al propio Perrault? Podría probar que la edad moderna era capaz de producir poetas y literatos tan excelentes como los maestros antiguos, pero ¿podría probar que sus obras tenían que ser superiores? La objeción no pasó desapercibida, y respondió ingeniosamente. La función de la poesía y de la oratoria consiste en complacer al corazón humano, y, para ello, tenemos que conocerlo. ¿Será acaso más fácil o más corto penetrar los secretos del corazón humano que los de la naturaleza? Continuamente realizamos nuevos descubrimientos sobre sus pasiones y sus deseos. Si nos fijamos tan sólo en las tragedias de Corneille, encontramos en ellas mejores y más delicadas reflexiones sobre la ambición, la venganza y los celos que en todos los libros de la Antigüedad. Sin embargo, Perrault, en la conclusión de su Comparación, a pesar que declara la superioridad general de los modernos, hace una reserva en lo que se refiere a la poesía y a la oratoria «deseando conseguir la Paz».

La discusión de Perrault está lejos de contener una idea total de Progreso. Pues no solamente se ocupa del progreso en el saber —aunque implique, de hecho, sin desarrollarla, la doctrina de que la felicidad depende del saber—, sino que no tiene una visión del futuro ni le interesa. Está tan sumamente impresionado con el avance del conocimiento en el pasado inmediato que es casi incapaz de pensar en una progresión ulterior.

Léanse los periódicos de Francia e Inglaterra —dice— y véanse las publicaciones de las Academias de estos dos grandes reinos, y se llegará a la convicción de que en los últimos veinte o treinta años se han realizado más descubrimientos en Ciencias Naturales que a lo largo de todo el período de la antigüedad culta. Reconozco que me considero afortunado al ver la felicidad de que gozamos. Experimento un gran placer al inspeccionar las edades pasadas, en las que vemos el nacimiento y el progreso de todas las cosas, pero no hay nada que no haya recibido nuevo incremento y nuevo brillo en nuestro tiempo. En cierto modo, nuestro tiempo ha llegado a la cima de la perfección. Y puesto que durante algunos años la tasa del progreso es mucho más lenta y parece casi imperceptible —del mismo modo que los días parecen cesar de alargarse cuando se acerca el solsticio—, es agradable pensar que probablemente no hay muchas cosas en las que podamos envidiar a las generaciones futuras.

La indiferencia hacia el futuro, o incluso un cierto escepticismo respecto a él, es la clave de este pasaje que expresa la opinión, ya expuesta anteriormente, de que el mundo ha alcanzado su madurez. La idea del progreso en el saber, que expone Perrault, es aún incompleta.

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Independientemente de su desarrollo en Francia, la doctrina de la degeneración había sido también atacada en Inglaterra en donde también había surgido incidentalmente la comparación entre antiguos y modernos.

Un teólogo llamado George Hakewill publicó en 1627 un tomo de seiscientas páginas para refutar «el error muy extendido respecto a la perpetua y universal decadencia de la naturaleza[44]». Tanto él como su pedante libro, que respira la atmósfera del siglo XVI, están hoy completamente olvidados; y aunque llegó a la tercera edición, seguramente no interesó a muchas personas salvo a algún que otro teólogo. El propósito del escritor consiste en probar que el poder y la providencia de Dios en su gobierno del mundo no son compatibles con la opinión general de que el universo físico, el cielo y los elementos de la tierra están sufriendo un proceso de decadencia, ni con la de que el hombre está degenerando física, mental y moralmente. Sus argumentos, en general, son tan útiles como aburridos. Pero ha sacado provecho de su lectura de Bodino y Bacon, cuyas ideas, por lo que parece, ya agitaban las mentes teológicas.

En una refutación general de la doctrina de la decadencia, la comparación entre antiguos y modernos surge en forma tan natural como el tema de la estabilidad de los poderes de la naturaleza en una comparación entre antiguos y modernos. Hakewill protesta contra la excesiva admiración por la Antigüedad sólo porque semejante admiración alimenta la opinión de la decadencia del mundo. Da a su argumentación una mayor amplitud que la que le otorgaron los polemistas franceses. Para él, el debate debe incluir no sólo la ciencia, las artes y la literatura sino también las cualidades físicas y morales. Trata de mostrar que mental y físicamente no ha habido decadencia y que la moral de la moderna cristiandad es inmensamente superior a la de los tiempos paganos. Ha habido progreso social debido a la cristiandad; y ha habido un avance en las artes y en el saber.

Multa dies mariusque labor mutabilis aeni

Bettulit in melius.

Hakewill, al igual que Tassoni, estudia todas las artes y las ciencias y concluye que los modernos son iguales a los antiguos en poesía, y que en casi todas las demás cosas son superiores.

Uno de los argumentos que invoca contra la teoría de la degeneración es de carácter pragmático: su efecto paralizador sobre la energía humana. «La opinión de la decadencia universal del mundo debilita las esperanzas y mella el filo de los afanes humanos». Y el esfuerzo para mejorar el mundo, diré implícitamente, es un deber para con la posteridad.

No dejemos que las vanas sombras de una fatal decadencia del mundo nos impidan mirar hacia atrás para imitar a nuestros nobles precedesores o hacia adelante para ayudar a la posteridad, sino que, de igual modo que nuestros antepasados nos ayudaron valiosamente, hagamos que nuestra posteridad nos bendiga por haberles ayudado, pues es aún tan incierto para nosotros cuántas generaciones han de sobrevenir como lo era para nuestros antepasados en su tiempo.

Notamos la sugerencia de que la historia puede ser concebida como una serie de progresos en la civilización, pero notamos también que Hakewill se enfrenta aquí con el obstáculo que la teología cristiana ofrecía a la expansión lógica de la idea. No sabemos cuántas generaciones han de sobrevenir. Roger Bacon se encontró en el mismo callejón sin salida. Hakewill piensa que está viviendo los últimos años del mundo; pero cuánto durará es un problema irresoluble «ya que éste es uno de los secretos que el Todopoderoso ha reservado para el gabinete de Su propio consejo». Sin embargo, se consuela a sí mismo y a sus lectores con una consideración de que el fin no se halla aún demasiado cerca.

Todos los teólogos están de acuerdo en que por lo menos dos de los signos que anunciarán el fin del mundo no se han realizado todavía: la subversión de Roma y la conversión de los judíos. Sólo Dios sabe cuándo se realizarán, aunque por el momento, según el juicio de los hombres, hay pocas apariencias de que uno u otro puedan suceder.

Bien estaba asegurar que la naturaleza no se halla en decadencia y que el hombre no degenera. Pero la doctrina de que el fin del mundo no «depende de la ley de la naturaleza» y de que el crecimiento de la civilización humana puede ser cortado en cualquier momento por un fíat de la Divinidad, ¿no significaba igualmente «debilitar las esperanzas y mellar el filo de los afanes humanos»? Hakewill afirmaba con gran confianza que el universo desaparecerá repentinamente bajo las llamas. Una Dies dabit exitio. ¿Puede inducir a los hombres a trabajar para la posteridad una perspectiva de que cualquier día el mundo puede desaparecer?

La importancia de Hakewill estriba en el hecho de que hizo objeto a la teoría de la degeneración —que era un obstáculo para toda posible teoría del progreso— de un análisis especial. Y su libro muestra la íntima conexión entre esta teoría y la disputa entre antiguos y modernos. No se puede decir que haya añadido nada valioso a lo que ya habían dicho Bodino y Bacon en lo referente al desarrollo de la civilización. La síntesis general de historia que trata de realizar es equivalente a la de estos autores. Describe la historia del saber y de las artes y de todo lo demás como «una especie de progreso circular», entendiendo por esto que nacen, crecen, florecen, se marchitan y mueren, y que, después, vuelve a suceder lo mismo tras un período de resurrección y reflorecimiento. En este método de progreso, la antorcha de la sabiduría pasó de las manos de un pueblo a otro. Pasó de los orientales (caldeos y egipcios) a los griegos. Cuando estaba a punto de extinguirse en Grecia, empezó a brillar de nuevo entre los romanos. Y tras haber sido apagada por los bárbaros durante un espacio de mil años, fue reanimada por Petrarca y sus contemporáneos. Al mantener esta perspectiva del «progreso circular», Hakewill se acerca peligrosamente a la doctrina de los ricorsi o retornos que ya había sido denunciada severamente por Bacon.

Sin embargo, en un punto, Hakewill va mucho más allá que Bodino. El pensador francés, como hemos visto, sugirió que en ciertos aspectos la Edad Moderna es superior en su conducta y su moral a la Antigüedad, pero se extendió poco sobre el tema. Hakewill desarrolla esta sugerencia extensamente, realizando una severa y parcial crítica de las costumbres y la moral de los antiguos. Aunque sus argumentos son injustos y poco convincentes, y aunque se hallen inspirados por motivos teológicos, sin embargo su tesis merece ser resaltada como una afirmación del progreso del hombre en moral social. Bacon y en general los pensadores del siglo XVII se limitaron en su teoría del progreso al terreno intelectual. Hakewill, aunque erró el blanco y no dijo nada verdaderamente digno de recordarse, anticipó, sin embargo, el más amplio problema del progreso social que había de ser uno de los más importantes a lo largo del siglo XVIII.

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Durante los cuarenta años siguientes a la aparición del libro de Hakewill sucedieron muchas cosas en el mundo de las ideas, y cuando tomamos el libro de Glanvill Plus Ultra, o el progreso y avance del saber desde los días de Aristóteles[45], respiramos una atmósfera diferente. El libro se publicó en 1668 y tenía como propósito defender la recientemente fundada Royal Society que recibió muchos ataques basados en que era perjudicial para los intereses de la religión y de la sana cultura. Ello a causa de que la tradición aristotélica se hallaba aún profundamente enraizada en la Iglesia y las universidades inglesas, a pesar de la influencia de Bacon. La Royal Society, que realizaba el «modelo romántico» de la sociedad de investigadores de Bacon, repudiaba los principios escolásticos y los métodos relacionados con el nombre de Aristóteles.

Glanvill era uno de esos clérigos liberales, tan comunes en la Iglesia anglicana durante el siglo XVII, que estaban convencidos de que la fe religiosa debe estar de acuerdo con la razón y se negaba a desconocer cualquiera de las exigencias de la razón en favor de la religión. Glanvill estaba influido por Bacon, Descartes y los platónicos de Cambridge y había pocas personas más entusiastas que él sobre los nuevos descubrimientos científicos de su época. Desgraciadamente para su reputación, tenía un lado débil. A pesar de ser un hombre ilustrado, creía firmemente en la brujería y se le recuerda principalmente no como un admirador de Descartes o de Bacon, ni como defensor de la Royal Society, sino como el autor del Saducismus Triumphatus, un monumento de superstición que probablemente contribuyó a frenar el gradual crecimiento de la incredulidad con respecto a brujas y apariciones.

Su Plus Ultra es una revisión de los adelantos modernos en el conocimiento práctico. Se limita a las matemáticas y a la ciencia, de acuerdo con su propósito de justificar a la Royal Society, y los descubrimientos de los sesenta años anteriores permiten al autor presentar un cuadro mucho más impresionante del moderno progreso científico de lo que había sido posible para Bodino o Bacon[46]. Glanvill había absorbido totalmente la doctrina baconiana de la utilidad. Su actitud se manifiesta en la afirmación de que debemos más gratitud al desconocido inventor de la brújula marina

que a mil Alejandros o Césares o a diez mil Aristóteles. E hizo realmente más por el aumento del saber y el adelanto del mundo con este experimento que los numerosos polemistas sutiles que han vivido desde la creación de la escuela de oratoria.

Glanvill, sin embargo, en su complacencia por lo que ya ha sido realizado no comete el error de sobrestimar su importancia. Sabe que, de hecho, esto es aún poco comparado con el ideal del saber alcanzable. La empresa humana a la que es función de la Royal Society contribuir es tan profunda, dice, como las más hondas profundidades de la naturaleza y llega tan alto como la más alta cumbre del universo, se extiende a todas las variedades de nuestro gran mundo y aspira a realizar beneficios para la totalidad del género humano. Un trabajo semejante sólo puede llevarse a cabo lentamente, a pasos imperceptibles. Es una empresa en la que todas las generaciones humanas están comprometidas y nuestra propia edad puede esperar hacer poco más que quitar la basura inútil, colocar materiales y preparar las cosas para la construcción. «Debemos buscar y recoger, observar y examinar, y poner los cimientos para las épocas que nos han de seguir».

Estas líneas acerca de «la amplitud de la tarea» sugieren al lector que un vasto futuro es la condición de hecho para su realización. Glanvill no se detiene en esto, pero lo da por supuesto. Evidentemente, está libre de las consideraciones teológicas que pesaron tanto sobre Hakewill. No se preocupa del problema de si el Anticristo ha de aparecer aún. La diferencia en la perspectiva general entre dos clérigos es una muestra de lo que el mundo había cambiado a lo largo de cuarenta años.

Hay otro punto en el librito de Glanvill que merece atención. Toma en consideración a los habitantes del otro lado del Atlántico y dice que ellos también han de participar en los beneficios que puedan resultar del sometimiento de la naturaleza.

Al ganar este poderoso continente y sus numerosas y fructíferas islas más allá del Atlántico, hemos obtenido un mayor espacio natural del que sacaremos ventaja en más fenómenos y más ayuda tanto en el saber como en la vida de la que posiblemente las edades futuras harán mejor uso, para propósitos semejantes a los que las hemos usado hasta ahora; y no es improbable que la ciencia pueda finalmente viajar a esos territorios y enriquecer al Perú con un tesoro más precioso que el de sus minas de oro.

Sprat, obispo de Rochester, en su interesante Historia de la Royal Society, tan sensata y libre de prejuicios —publicada poco antes de la obra de Glanvill—, también se ocupa de la difusión de la ciencia en el mundo. Hablando de las perspectivas de futuros descubrimientos, piensa que dependerán en parte de la expansión de la civilización occidental «si el genio mecánico que prevalece actualmente en estas partes de la cristiandad llega a esparcirse entre nosotros y otras naciones civilizadas o si por alguna feliz coincidencia llega a pasar a otros países que hasta el momento nunca han estado completamente civilizados».

Suponiendo que esto fuera así, que pueda difundirse por esas tierras aún salvajes una afortunada ola de civilización, entonces se dará una doble mejora, tanto respecto a nosotros como a ellos. Pues incluso las actualmente industriosas partes de la humanidad se harán más hábiles, y las otras no sólo acrecentarán las artes que les demos, sino que también se aventurarán por sí mismas en nuevas investigaciones.

Sprat espera mucho de los nuevos conversos sobre la base de que las naciones que han sido enseñadas se han mostrado más capaces que sus maestros, recordando el caso de los griegos que superaron a sus maestros orientales y el de los pueblos de la Europa moderna que recibieron su luz de los romanos, pero que han «prácticamente doblado la antigua provisión de bienes entregada a su custodia».

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La creación de la Royal Society en 5660 y de la Academia de Ciencias en 1666 pusieron a las ciencias naturales de moda tanto en Londres como en París. Macaulay, con su estilo característico, describe cómo

los sueños de perfectas formas de gobierno dieron paso a sueños de alas con las cuales los hombres podían volar desde la torre hasta la abadía y de barcos de doble quilla que no pudieran hundirse nunca ni siquiera en la más violenta tormenta. Todas las clases compartían ese sentimiento predominante. Realistas y parlamentarios, anglicanos y puritanos, por una vez, estaban aliados. Teólogos, juristas, hombres de estado, nobles, príncipes, amplificaron el triunfo de la filosofía baconiana.

Las semillas sembradas por Bacon comenzaron finalmente a madurar y se le concedió un amplio crédito por quienes fundaron y aclamaron la Royal Society. La oda que Cowley dedicó a esta institución podría haber sido titulada «Oda en honor de Bacon» o, mejor aún —ya que el poeta captó el punto esencial de los trabajos de Bacon—, «Himno a la liberación de la mente humana del yugo de la Autoridad».

Bacon ha roto ese terrorífico ídolo.

Dryden mismo, en su Annus Mirabilis había dejado a un lado su tema (La derrota de los holandeses y el dominio inglés de los mares) para cumplimentar a la Society, y profetizar el dominio humano del universo.

Barcos instruidos navegarán en un rico comercio,

mediante el cual las más remotas regiones se acercarán;

lo que hará del Universo una sola ciudad

en la que algunos pueden ganar y todos serán bien provistos.

Entonces caminaremos sobre el fin del Universo

y veremos el Océano apoyándose sobre el cielo,

entonces conoceremos a nuestros vecinos en este mundo circular,

y miraremos con seguridad hacia el mundo lunar.

Los hombres no miraban hacia un futuro muy lejano; no soñaban en lo que podría ser el mundo mil o dos mil años más tarde. Parece que esperaban resultados inmediatos. Incluso Sprat piensa que «la absoluta perfección de la verdadera filosofía» no se halla lejana, en vista de que «esta primera grande y necesaria preparación para su venida» —la institución de la cooperación científica— se ha realizado ya. Aunque el entusiasmo popular era superficial y transitorio, no dejaba de ser un signo de que había comenzado una era de optimismo intelectual, en la cual la ciencia de la naturaleza iba a desempeñar un papel primordial.