2. La utilidad como finalidad del saber: Bacon
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Entre los grandes precursores de una nueva forma de pensar, Francis Bacon ocupa una posición privilegiada. Elaboró un programa bien definido para una «gran renovación» del saber; Bacon era más consciente que sus contemporáneos de la necesidad de romper con el pasado y empezar de nuevo, y su método de pensamiento nos es más próximo intelectualmente que las especulaciones de un Bruno o de un Campanella. Por ello es fácil comprender que se le considere a menudo, especialmente en su país, como algo más que un precursor, como el primer filósofo que se encuentra claramente dentro de los linderos de la Edad Moderna.
Evidentemente, no es una cuestión de fundamental importancia el modo en que clasifiquemos a los hombres que se encuentran en el límite entre dos mundos, pero hay que reconocer que en muchos aspectos Bacon había superado a sus contemporáneos, a los que no podemos disociar del Renacimiento, aunque en otros, por ejemplo la fe en la astrología y en los sueños, esté al mismo nivel e incluso haya sido superado en un punto esencial —que podríamos tomar como referencia para comprobar el progreso mental en este período— por Bruno y Campanella. Para Bacon, Copérnico, Kepler y Galileo habían trabajado en vano, ya que él se adhería obstinadamente al viejo sistema geocéntrico.
Hemos de recordar también que el principio sobre el cual basó su ambicioso programa de reforma de la ciencia —que la experimentación es la clave para descubrir los secretos de la naturaleza— no era nada nuevo. No necesitamos insistir en el hecho de que esto lo había anticipado Roger Bacon; sin embargo, las ideas de ese maravilloso pensador no habían cobrado vigencia en una edad inmadura para comprenderlas. Pero la interrogación directa a la naturaleza ya estaba reconocida tanto en la teoría como en la práctica en el siglo XVI. Bacon no hizo sino insistir con mayor fuerza y más explícitamente sobre ese principio, formulándolo con mayor precisión. Esclareció y explicó las ideas progresistas que inspiraron el pensamiento científico del último período del Renacimiento europeo, del cual, en mi opinión, no puede ser disociado.
Pero al esclarecer y definir esas ideas progresistas, hizo una contribución al desarrollo del pensamiento humano que tuvo gran importancia y reviste especial significación para nuestro tema. En la esperanza de un gradual crecimiento del saber había sido precedido por Roger Bacon, y antes por Séneca. Pero con Francis Bacon esa idea adquiere un valor completamente distinto. Para Séneca, la exploración de la naturaleza constituía el medio de escapar a las sórdidas miserias de la vida. Para el fraile de Oxford, la principal aplicación de la extensión del saber era prepararse para la venida del Anticristo. Francis Bacon dio el tono moderno; para él, el fin del conocimiento es la utilidad.
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El principio de que el verdadero fin del saber es mejorar la vida humana, acrecentar la felicidad de los hombres y mitigar sus sufrimientos —commodis humanis inservire— fue el norte y guía de Bacon a lo largo de toda su labor intelectual. Declaró que el avance de la «felicidad del género humano» era el propósito principal de las obras que había escrito o pergeñado. Consideraba que todos sus predecesores se habían equivocado porque no cayeron en la cuenta de que el finis scientiarum, el verdadero y legítimo fin de las ciencias es «dotar a la vida humana de nuevas invenciones y riquezas», e hizo de este propósito el punto de referencia para comparar el valor de las diferentes ramas del saber.
El verdadero objeto, por tanto, de la investigación de la naturaleza no es, como pensaban los griegos, la satisfacción especulativa, sino el establecimiento del dominio humano sobre la naturaleza; y Bacon consideraba que ello era posible, con tal de que se introdujesen nuevos métodos para afrontar los problemas. Aparte de lo que podamos pensar de su osado acto de hacer descender a la ciencia natural desde las nubes y destinarla a la función de atender a las conveniencias materiales y al bienestar humano, podemos criticar a Bacon por su doctrina de que cada rama de la ciencia debería ser estudiada con la vista puesta exclusivamente en su finalidad práctica. Pensaba que las matemáticas deberían comportarse, en caso necesario, como humildes sirvientes sin aspiraciones propias. Sin embargo, no ha sido éste el rumbo que ha tomado el dominio del hombre sobre la naturaleza desde tiempos de Bacon. La mayor parte de las cosas valiosas y sorprendentes que ha logrado la ciencia para la civilización no se habrían realizado nunca si cada rama del saber no hubiera estado guiada por su propio ideal, independiente de la totalidad especulativa[30]. Pero ello no invalida el principio pragmático de Bacon ni disminuye la importancia del hecho de que, al sostener la perspectiva utilitaria del conocimiento, contribuyó a la creación de un nuevo clima mental sobre el que habría de desarrollarse posteriormente la teoría del Progreso.
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El respeto de Bacon hacia los antiguos y su familiaridad con sus escritos aparecen casi en todas sus páginas. Sin embargo, una de sus principales tareas consistía en sacudir el yugo de su autoridad que consideraba un obstáculo fatal para el desarrollo de la ciencia. «La verdad no ha de buscarse en la buena suerte de una determinada coyuntura temporal»; alcanzarla depende de la experiencia y la de los antiguos era muy limitada. En su tiempo,
el conocimiento del tiempo y del mundo era estrecho y escaso, no tenían ni siquiera mil años de historia dignos de ese nombre, sino meras fábulas y tradiciones antiguas, no conocían más que una pequeña porción de las regiones y países del mundo.
En todos sus sistemas y especulaciones científicas «apenas si hay un solo experimento que tenga por fin ayudar a la humanidad». Sus teorías se fundaban sobre la opinión y ésta es la razón de que la ciencia haya estado paralizada durante los últimos dos mil años, mientras que las artes mecánicas, fundadas en la naturaleza y en la experiencia, crecen y aumentan.
En conexión con esto, Bacon señala que la palabra «antigüedad» es equívoca y hace una observación sobre la cual volverán una y otra vez los escritores de las generaciones posteriores. Antiquitas seculi inventus mundi, lo que denominamos antigüedad y reverenciamos como tal, era la juventud del mundo. Pero es al ir pasando los años y envejeciendo el mundo, es decir, el tiempo en que vivimos, cuando realmente puede hablarse de antigüedad. Los verdaderos antiguos somos nosotros, pues los griegos y los romanos eran mas jóvenes que nosotros en cuanto a edad del mundo. Y de igual modo que esperamos de un anciano mayor conocimiento de las cosas que de un joven, igualmente tenemos buenas razones para esperar mucho mejores cosas de nuestro tiempo que de la Antigüedad, pues, en el ínterin, el bagaje de conocimientos se ha enriquecido con un interminable número de observaciones y de experimentos. El tiempo es el gran descubridor y la verdad es hija del tiempo, no de la autoridad.
Tomemos tres inventos desconocidos para los antiguos: la imprenta, la pólvora y la brújula…
Estos han cambiado la apariencia y el estado del mundo entero, primero en literatura, luego en la guerra y finalmente en la navegación; de ellos se han derivado tantos cambios, que no parece que ningún imperio, secta o estrella hayan ejercido mayor influencia sobre las cosas humanas que estos descubrimientos mecánicos[31].
Tal vez lo que más impresionó a Bacon, igual que a Bodino, fueron los resultados de la navegación y la exploración de tierras desconocidas. Citaré un pasaje:
Se puede afirmar en honor de estos tiempos y en virtuosa emulación con la antigüedad, que este gran edificio del universo careció de ventanas hasta nuestro tiempo y el de nuestros padres. Pues aunque ellos (los antiguos) tenían conocimiento de los antípodas… era sólo por intuición, y no de hecho, pues el viaje hubiese requerido atravesar la mitad de la tierra. Pero dar la vuelta a la tierra como lo hacen los astros, no se ha logrado ni emprendido hasta estos últimos años, por lo que estos tiempos pueden con toda justicia tener como divisa… plus ultra en contra del antiguo non ultra… Y esta habilidad en la navegación y en los descubrimientos puede fundar la esperanza de una habilidad mayor y de una ampliación de todas las ciencias porque parece que Dios les ha ordenado ser coetáneas, es decir, coincidir en una misma edad. Pues predijo el profeta Daniel, al hablar de los últimos tiempos: Plurimi pertransibunt et multiplex erit scientia, como si la apertura y penetración del mundo y el crecimiento del saber estuviesen destinadas a una misma edad; como vemos ya se ha realizado en gran medida: el saber de estos últimos tiempos no cede en un punto a los dos grandes períodos anteriores del saber: el de los griegos y el de los romanos.
En este pasaje encontramos un claro reconocimiento del hecho de que el saber progresa. Bacon no llegó a familiarizarse con la historia de la civilización, pero expuso varias observaciones que equivalen a una síntesis aproximada. Al igual que Bodino, dividía la historia en tres períodos: 5), las épocas antiguas del mundo; 2), la parte media, que comprendía dos etapas: la griega y la romana; 3), la «historia moderna», que incluía lo que nosotros llamamos ahora Edad Media. En esta serie se distinguen tres épocas como particularmente fértiles para la ciencia y favorables al progreso —la griega, la romana y la nuestra propia—, «a cada una de las cuales pueden atribuirse escasamente dos siglos». Los otros períodos son un desierto en lo que se refiere a la filosofía y a la ciencia. Roma y Grecia son «dos estados ejemplares en el mundo en lo que respecta a las armas, el saber, las virtudes morales, la política y las leyes». Pero incluso en esas dos grandes épocas no hubo un gran progreso en cuanto a filosofía natural. En Grecia la especulación política y moral absorbió la mente de los hombres, y en Roma, la meditación y el trabajo fueron malgastados en filosofía moral y los mejores cerebros se dedicaron a los asuntos públicos. Después, en el tercer período, la tarea más absorbente de las naciones de Europa occidental fue el estudio de la teología. Los descubrimientos para el bienestar humano se realizaron de hecho en el período más antiguo, «de suerte que, a decir verdad, el descubrimiento de cosas útiles cesó cuando comenzó la contemplación y la ciencia doctrinal».
Esto por lo que se refiere a la historia del pasado humano, durante la cual se conjugaron muchas cosas para conseguir un lento, vacilante, incierto y fortuito dominio de la naturaleza. ¿Qué decir del futuro? Ésta es la respuesta de Bacon: si se comprenden y evitan los errores del pasado en la Edad Moderna, tendremos todas las promesas de un progreso continuo.
Pero podría preguntarse: ¿no hay algo en la naturaleza de las cosas que determina la existencia de etapas de estancamiento y de avance, alguna fuerza contra la cual el entendimiento y la voluntad humana son impotentes? ¿No es cierto que en las revoluciones de los tiempos hay flujos y reflujos en las ciencias, que primero florecen y luego declinan, y que éstas no pueden ir más allá de un punto determinado? Esta doctrina de los retornos o ricorsi[32] es denunciada por Bacon como el mayor obstáculo para el progreso del saber, al crear, como de hecho lo hace, desconfianzas y desesperación. No la refuta formalmente, pero expone las razones para tener un punto de vista optimista y estas razones constituyen el mentís de aquella teoría. Los hechos en que se basa la doctrina fatalista del Retorno pueden ser explicados sin necesidad de recurrir a ninguna ley misteriosa. El Progreso no ha sido ni estable ni continuo a causa de los prejuicios y errores que impidieron a los hombres trabajar en sentido adecuado. Las dificultades en el progreso no se deben a causas que escapen a nuestro poder, sino al entendimiento humano, que perdió tiempo y trabajo dedicándose a cosas baldías. «Los errores que en el pasado impidieron los avances, ahora nos permiten tener esperanza en el futuro».
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Pero ¿será de una duración indefinida el nuevo período de avance que Bacon esperaba y se esforzaba en asegurar? No se plantea el problema. Su opinión de que vivía el crepúsculo del mundo implica que no pensaba que quedase un gran lapso de tiempo hasta el fin de la carrera del hombre sobre la tierra. Pero no se podía esperar que un cristiano ortodoxo de aquel tiempo se atreviese a hacer predicciones. La impresión que nos da es que, en su confiado entusiasmo, creía que un «prudente interrogatorio» a la naturaleza podría arrancarle todos sus secretos en unas pocas generaciones. Como reformador, estaba tan comprometido en el logro de resultados inmediatos que su imaginación no se dirigía a las posibilidades de un futuro más remoto, aunque ello debiera desprenderse lógicamente de su reconocimiento de que «la propiedad esencial del tiempo consiste en descubrir cada vez más verdad». Lo espera todo de su tiempo, en el cual la sabiduría ha venido por tercera vez al mundo; un período que, en su opinión, sobrepasará al de los griegos y romanos. Si pudiera haber vuelto a visitar Inglaterra en 1700 y hubiese comprobado los progresos de la ciencia después de su muerte, sus esperanzas hubiesen quedado más que colmadas.
Pero pese a estar animado de un espíritu progresista, como lo había estado antes Leonardo da Vinci, todo lo que Bacon dice sobre las perspectivas de un aumento del saber no llega a constituir una teoría del Progreso. Bacon prepara el camino, lleva a él, pero la creencia de que su tiempo era la vejez de la humanidad excluye el concepto de un progreso indefinido en el futuro, lo que es esencial para que la teoría cobre su verdadero significado y valor. Con respecto al progreso en el pasado, si bien es más claro y concluyente que Bodino, apenas añade cosa alguna a las observaciones de éste. La novedad de su concepción estriba no en su reconocimiento del saber y de su poder para avanzar aún más, sino en la finalidad que él le atribuía. La finalidad de las ciencias es su utilidad para el género humano. Aumentar el conocimiento equivale a extender la soberanía del hombre sobre la naturaleza, aumentando al mismo tiempo su bienestar y su felicidad, en cuanto dependan de circunstancias externas. Para Platón o para Séneca o para un cristiano que sueñe con la Ciudad de Dios esta doctrina parecerá material y vulgar; su enunciado fue revolucionario porque implicaba que la felicidad en la tierra era un fin que había que perseguir por sí mismo y que debía realizarse mediante la cooperación de la humanidad en su conjunto. Esta idea constituye un axioma para la doctrina general del Progreso y es la mayor contribución de Bacon al conjunto de ideas que, posteriormente, hicieron posible la aparición de dicha doctrina.
Finalmente hemos de recordar que para Bacon, como para la mayor parte de sus contemporáneos isabelinos, la doctrina de una intervención activa de la Providencia, la Providencia de San Agustín, era algo indiscutible que incidía en mayor o menor medida sobre sus concepciones de la historia de la civilización. Pero, en mi opinión, se puede mantener que aunque Bacon la conocía, no la acentuó ni insistió sobre ella.
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Bacon ilustró su visión de la importancia social de la ciencia en su esbozo de un estado ideal, la Nueva Atlántida. Sólo escribió una parte de la obra y ese fragmento fue publicado después de su muerte[33]. Es evidente que el interés primordial que le movió a escribir era diferente del que movió a Platón. Mientras que Platón quería asegurar un orden permanente y sólido, fundado en principios inmutables, el fin de Bacon consistía en posibilitar el dominio de su imaginaria comunidad sobre la naturaleza mediante descubrimientos progresivos. Los jefes de la ciudad platónica son metafíisicos que regulan el bienestar del pueblo mediante doctrinas abstractas establecidas de una vez por todas. Por el contrario, en la Nueva Atlántida la característica más importante es el colegio de investigadores científicos que descubren continuamente nuevas verdades que pueden alterar las condiciones de vida. Aquí aparece, si bien en un terreno restringido, la idea de una mejora progresiva, característica de la Edad Moderna, que modifica la idea de un orden prefijado, prevaleciente de modo exclusivo en el pensamiento antiguo.
Por el contrario, no podemos ignorar el hecho de que la sociedad ideal de Bacon se establece mediante la misma clase de acción que las sociedades ideales de Platón y de Aristóteles. No se ha desarrollado; la sociedad fue acuñada por la sabiduría de Solón, un legislador originario. En este punto nos recuerda las otras comunidades imaginarias de los siglos XVI y XVII. La organización de la Utopía de Moro fue fijada inicialmente de una vez para siempre por el legislador Utopo. No se afirma expresamente el origen de la Civitas Solis de Campanella, pero no hay duda de que, para él, sus instituciones fueron creadas por el fiat de un legislador único. Harrington, en su Oceana, arguye al igual que Maquiavelo que una comunidad, para estar bien formada, debe ser obra de un solo hombre, como un libro o un edificio.
No podemos asegurar qué medida de libertad hubiera otorgado Bacon al pueblo de su estado perfecto; su obra acaba antes de llegar a este punto. Pero nos da la impresión de que el gobierno que concebía era estrictamente paternalista, aunque quizá menos riguroso que el despotismo teocrático que Campanella, bajo la influencia de Platón, había instaurado en su Ciudad del Sol. Pero incluso Campanella tenía en común con la concepción de Moro —y podemos estar seguros de que la concepción de Bacon se hubiera mostrado de acuerdo con ello— que no existían líneas rígidas de separación entre las diferentes clases y que el bienestar y la felicidad de todos los ciudadanos se mide con el mismo rasero, en contraste con la idea de Platón en las Leyes, en donde los artesanos y trabajadores manuales son una casta inferior que existe menos para su propia felicidad que para el bien de la comunidad como un todo[34].
Finalmente, podemos señalar que estas tres comunidades imaginarias forman un grupo, marcado por un carácter más humano que las antiguas y también por otra característica común que las distingue, de un lado, del estado ideal de Platón, y de otro, de los esbozos modernos de sociedades deseables. Platón y Aristóteles concibieron sus comunidades dentro de los límites geográficos de la Hélade, tanto para el pasado como para el presente. Moro, Bacon y Campanella colocaron las suyas en mares lejanos y esa distancia espacial ayudó a darles una cierta impresión de realidad. El plan moderno es proyectar la sociedad perfecta en un período del futuro. El artificio de Moro y sus sucesores fue sugerido por las exploraciones marítimas de los siglos XV y XVI. El último método fue el resultado de la aparición de la idea del Progreso.
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Podemos añadir algo más sobre la Ciudad del Sol. Campanella creía tanto como Bacon en la interrogación directa a la naturaleza y el lugar que la ciencia y el saber ocupaban en su estado (aunque la importancia de la investigación no fuera tan primordial como en la Nueva Atlántida) y la preparación científica de todos sus ciudadanos son rasgos fundamentales. Aparece sugerido el progreso en las invenciones, a las que la ciencia puede aspirar. Los hombres de la Ciudad del Sol
han descubierto ya el arte de que el mundo parecía carecer —el arte de volar—, y esperan inventar pronto instrumentos oculares que les permitan ver las estrellas invisibles, e instrumentos auditivos para escuchar la armonía de las esferas.
La visión de Campanella respecto de las condiciones presentes y las perspectivas del saber no es menos pletórica que la de Bacon y, de modo característico, confirma su optimismo recurriendo a los datos astrológicos.
Si usted supiera lo que los astrólogos dicen de la edad venidera. Afirman que nuestros tiempos han hecho más historia en cien años que la totalidad del mundo en cuatro mil. Se han publicado más libros en nuestro siglo que en los cinco mil años que le han precedido. Insisten sobre las maravillosas invenciones de la imprenta, de la artillería y del uso del imán —claros signos de los tiempos— y también sobre los instrumentos para reunir a todos los habitantes del mundo en un solo rebaño.
Y Campanella trata de mostrar que esos descubrimientos estuvieron condicionados por influencias estelares.
Pero Campanella no está muy seguro, no ve con demasiada claridad el futuro. La astrología y la teología le hacen dudar. Como Bacon, sueña con una gran renovación y ve que las condiciones para realizarla son propicias pero su fe no está segura. Los astrónomos de su estado imaginario escrutan las estrellas para descubrir si el mundo perecerá o no y creen en la predicción de Jesús de que el final llegará como un ladrón en la noche. Por lo tanto, esperan una nueva edad y, quizá, también el fin del mundo.
La nueva edad del saber estaba a punto de comenzar. Campanella, Bruno y Bacon están, por así decirlo, en la orilla del río fronterizo, tenduntque manus ripae ulterioris amore.