9. ¿Fue la civilización un error? Rousseau, Chastellux

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La teoría optimista de la civilización fue discutida por los racionalistas. En el mismo año (1750) en que Turgot trazó un esquema del Progreso histórico en la Sorbona, Rousseau mantuvo ante la Academia de Dijon una teoría sobre el regreso histórico. Esta Academia había ofrecido un premio para el mejor ensayo sobre el tema de si el renacer de las ciencias y de las artes había contribuido a mejorar la moral. El premio fue concedido a Rousseau. Cinco años después, la misma entidad académica propuso otro tema de investigación: el origen de la desigualdad entre los hombres. Rousseau volvió a competir, pero no llegó a alcanzar el premio, aunque su segundo ensayo constituía una contribución mucho más notable.

La idea común a esos dos ensayos, que el desarrollo social había sido una equivocación gigantesca, que cuanto más se había apartado el hombre de su simple estado primitivo tanto más desgraciada había sido su suerte, que la civilización está viciada en su origen, no era original. Esencialmente el mismo tema había sido planteado en Inglaterra, si bien en forma diferente, por Mandeville en su Fábula de las Abejas, el escandaloso libro que se proponía demostrar que los cimientos de la sociedad civilizada no estaban constituidos por las virtudes y las cualidades positivas del hombre, sino por los vicios de sus miembros, que constituyen la base de todo comercio y todas las ocupaciones[69]. En estos vicios, escribía, «debemos buscar el verdadero origen de todas las artes y las ciencias»; «en el momento en que el mal cese, la sociedad habrá de estropearse, si es que no llega a disolverse totalmente».

La significación del libro de Mandeville estriba en el reto que lanza a las doctrinas optimistas de Lord Shaftesbury acerca de la bondad de la naturaleza humana y de que todo es óptimo en este mundo armonioso.

Las ideas que se formó —escribía Mandeville— acerca de la bondad y excelencia de nuestra naturaleza eran tan románticas y quiméricas como bellas y agradables; trabajó de firme para unir dos contrarios que nunca podrán reconciliarse: la inocencia de las costumbres y la grandeza mundana.

De estas dos ideas, Rousseau aceptó una y rechazó la otra. Estaba de acuerdo con Shaftesbury en cuanto a la bondad natural del hombre; concordaba con Mandeville en que la inocencia en las costumbres es incompatible con las condiciones de una sociedad civilizada. Era un optimista con respecto a la naturaleza humana y un pesimista en cuanto a la civilización.

En su primer Discurso empieza por ensalzar el especioso esplendor de la ilustración moderna, los viajes del intelecto humano entre las estrellas, y después pasa a sostener que, en primer lugar, los hombres, mediante su civilización, han perdido la libertad original para la que fueron engendrados, y que las artes y las ciencias, colocando guirnaldas de flores en las cadenas de hierro que les aherrojan, les hacen amar su esclavitud; en segundo lugar, que existe una real depravación tras su bella apariencia y que «nuestras almas se corrompen a medida que nuestras ciencias y artes avanzan hacia la perfección». Pero éste no es solamente un fenómeno moderno; «los males debidos a nuestra vana curiosidad son tan viejos como el mundo». Pues es una ley de la historia que la moral declina y se eleva en relación con el progreso y la decadencia de las artes y de las ciencias, tan regularmente como las mareas corresponden a las fases de la luna. Esta «ley» la ejemplifican los destinos de Grecia, Roma y China, a cuyas civilizaciones el autor opone la relativa felicidad de los ignorantes persas, escitas y antiguos germanos.

El lujo, la disolución y la esclavitud han sido siempre el castigo de los ambiciosos esfuerzos que hemos llevado a cabo para salir de la feliz ignorancia en que nos había colocado la Eterna Sabiduría.

He aquí la doctrina teológica del árbol del Edén bajo nueva forma.

La tentativa de Rousseau para mostrar que el cultivo de la ciencia produce males morales específicos es débil y tiene poco de ingeniosa; es una declamación más que un argumento; y finalmente hace concesiones que estropean el efecto de su perorata. El ensayo no llegaba a establecer un solo caso plausible, pero era paradójico y sugestivo y atrajo más la atención que el sesudo discurso de Turgot en la Sorbona. D’Alembert lo juzgó digno de una cortés muestra de desacuerdo[70] y Voltaire lo satirizó en su Timón.

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En el Discurso sobre la desigualdad, Rousseau trataba más directamente del efecto de la civilización sobre la felicidad. Se proponía explicar el modo en que el derecho se sobrepuso al reinado primitivo de la fuerza, en que los fuertes fueron obligados a servir a los débiles y el pueblo a perseguir una tranquilidad ficticia al precio de la felicidad real. Así planteó su problema; y para resolverlo tenía que considerar el «estado de naturaleza» que Hobbes había concebido como un estado de guerra y Locke como un estado de paz. Rousseau imagina a nuestros primeros salvajes antepasados como seres que vivían aislados, se paseaban por los bosques, colaboraban de vez en cuando y diferían de los animales únicamente por la posesión de la facultad de mejorarse a sí mismos (la faculté de se perfectionner). Tras una etapa en que las familias habían vivido separadas, en condiciones de mayor asentamiento, se formaron grupos de familias, en condiciones de mayor o menor asentamiento, se formaron grupos de familias que vivían juntas en un territorio definido, unidas por un medio de vida y de mantenimiento común y por la común influencia del clima, si bien desprovistas de leyes y de órganos de gobierno, así como de cualquier otro tipo de organización social.

Este estadio, que sólo se alcanzó tras un largo período, y no el estadio original de naturaleza, es el que Rousseau considera como el más feliz de la especie humana.

Este período de desarrollo de las facultades humanas, justo medio entre la indolencia de la etapa primitiva y la petulante actividad de nuestro egoísmo, debió ser la época más feliz y más duradera. Cuanto más pensemos en ello, más veremos que este estadio fue el menos expuesto a las revoluciones y el mejor para el hombre; y que el hombre sólo puede haberlo abandonado por alguna fatal ocurrencia que, para el bien común, nunca debería haberse producido. El ejemplo de los salvajes, la mayoría de los cuales han sido descubiertos en este estadio, parece conducirnos a la conclusión de que la humanidad fue hecha para permanecer en él para siempre, que fue la verdadera juventud del mundo y que todo el progreso sucesivo han sido pasos aparentes hacia la perfección del individuo, aunque realmente haya llevado a la decrepitud de la especie.

Atribuye a la metalurgia y a la agricultura la resolución fatal que dio al traste con esta existencia arcádica. La agricultura originó la propiedad sobre la tierra. La desigualdad moral y social fueron introducidas por el hombre, que por primera vez puso una cerca a un terreno y dijo: «Esto es mío», y encontró gente lo suficientemente simple para creerle. Éste fue el fundador de la sociedad civil.

La argumentación general puede resumirse así: La facultad de perfeccionamiento propia del hombre es la fuente de sus demás facultades, incluyendo su sociabilidad, y ha sido fatal para su felicidad. Las circunstancias de su vida primitiva favorecían el crecimiento de esta facultad y, al hacer al hombre sociable, le hicieron también malo; desarrollaron la razón del individuo y, por ende, causaron el deterioro de la especie. Si el proceso se hubiese detenido en un punto determinado, todo habría ido bien; pero las capacidades del hombre, estimuladas por circunstancias fortuitas, le impulsaron hacia adelante y, dejando tras sí la pacífica Arcadia, en la que debía haber permanecido a salvo y satisfecho, se lanzó al fatal camino que condujo a las calamidades de la civilización. No vamos a seguir a Rousseau en su descripción de las calamidades que atribuye a la riqueza y a las condiciones artificiales de la sociedad. Su acusación era demasiado general y retórica para causar gran impresión. En realidad, un ataque mucho más poderoso y amplio contra la sociedad civilizada estaba siendo lanzado al tiempo, si bien por motivos diferentes, por otra persona cuyo pensamiento representaba todo lo opuesto a Rousseau y a su doctrina. La obra de Burke Reivindicación de la Sociedad Natural[71] fue escrita para demostrar que todas las objeciones que los deístas como Bolingbroke proponían contra la religión artificial podían volverse aún con mayor fuerza contra la sociedad artificial y realizó una descripción histórica detallada de los males de la civilización, mucho más elocuente que las generalizaciones de Rousseau.

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Si la civilización ha sido una maldición para el hombre, podría pensarse que la consecuencia lógica del pensamiento de Rousseau es recomendar su destrucción. Ésta era la deducción que Voltaire daba por supuesta en su Timón, para burlarse de la teoría. Pero Rousseau no propuso un movimiento para la destrucción de todas las bibliotecas y todas las obras de arte sobre la faz de la tierra, ni sugirió la muerte o la reducción al silencio de los científicos, la destrucción de las ciudades y la quema de los buques. No era un simple soñador y su Arcadia no era más que un ideal utópico, a cuya luz pensaba que podría reformarse y transformarse la sociedad de su tiempo. Ponía sus esperanzas en la igualdad, la democracia y un cambio radical en la educación.

Igualdad: esta idea revolucionaria era, evidentemente, compatible con la teoría del Progreso y se asoció rápidamente con ella. Pero es fácil comprender que, en un principio, ambas ideas hayan aparecido como antagonistas. El progreso en el saber y el aumento del poder del hombre sobre la naturaleza habían beneficiado prácticamente tan sólo a una minoría. Cuando Fontenelle o Voltaire alababan la ilustración de sus tiempos y magnificaban la revolución moderna en el pensamiento científico, tomaban en cuenta sólo a una pequeña porción de gente privilegiada. La educación superior, observaba Voltaire, no está hecha para los zapateros remendones o las criadas; «on n’a jamais prétendu éclairer les cordonniers et les servantes». La teoría del Progreso no había contado hasta el momento con las masas. Rousseau hacía contrastar el esplendor de la corte francesa, el lujo de los opulentos, la ilustración de quienes tenían posibilidades de educarse con la dura suerte de las masas de campesinos ignorantes, cuyas fatigas pagaban el lujo de la mayoría de los ilustrados y ociosos que se divertían en París. El horror por este contraste, que dejaba frío a Voltaire, fue el motivo acuciante que inspiró a Rousseau, un hombre del pueblo, para construir su nueva doctrina. La desigualdad existente parecía una injusticia capaz de hacer repugnante la autocomplacencia de la época. ¿Si tal era el resultado de una civilización progresiva, de qué valía el progreso? El paso siguiente conducía a declarar que la civilización es la causa malorum y que el llamado progreso es en realidad una regresión. Pero Rousseau halló una vía para evitar el pesimismo. Se preguntaba, ¿no puede obtenerse la igualdad dentro de un estado organizado, fundado sobre el derecho natural? El Contrato Social era la respuesta a este interrogante y en él podemos ver la idea viviente de la igualdad destacándose de la teoría muerta de la degradación.

El arcadianismo que, por tanto, era tan sólo una cuestión secundaria para Rousseau, fue la expresión extrema de tendencias que aparecieron en otros pensadores de la época. Morelly y Mably se mostraron favorables a una vuelta a modos de vida más sencillos. Planearon fundar comunidades socializadas poniendo de nuevo en práctica instituciones y modos de vida que pertenecían a un período ya superado de evolución social. Mably, inspirándose en Platón, creía posible construir mediante la legislación un estado al estilo antiguo. Atribuían los males de la sociedad a la desigualdad que había brotado de la existencia de la propiedad privada, pero Morelly rechazaba la idea del «osado sofista» Rousseau, que echaba la culpa de ello a la ciencia y el arte. Pensaba que ayudado por la ciencia y la educación, el hombre podría alcanzar un estado basado en el comunismo, parecido al estado de naturaleza pero más perfecto, y esbozaba una constitución ideal de su novela Islas flotantes[72]. A pesar de ser distintas, estas opiniones representan la idea de la regresión; suponen una condena de las tendencias del desarrollo social actual y recomiendan la vuelta a condiciones más simples y primitivas.

Incluso Diderot, poco amigo de las especulaciones utópicas, fue atraído por la idea de simplificar la sociedad y se mostró tan de acuerdo con Rousseau como para llegar a declarar que el estado más feliz sería un término medio entre la vida salvaje y la civilizada.

Estoy convencido —escribía— de que la industria del hombre ha ido demasiado lejos y que si se hubiese detenido hace tiempo y fuera posible simplificar sus resultados, no estaríamos en peor situación. Creo que hay un límite para la civilización, un límite más conforme con la felicidad de los hombres en general y mucho menos distante del estado salvaje de lo que imaginamos; pero ¿cómo volver a él, una vez que lo hemos abandonado, o cómo no salir de él una vez allí? No lo sé.

Su descripción de los indígenas de Tahití en el Supplément au voyage de Bougainville no estaba hecha en serio, pero ilustra el hecho de que en cierta forma sintió la fascinación de la Arcadia rousseauniana.

D’Holbach se enfrentó con estas teorías señalando que el desarrollo humano, desde el «estado de naturaleza» hasta la vida social y las ideas y las comodidades de la civilización es en sí mismo natural, dada la tendencia innata en el hombre a mejorar su suerte. Volver a la más sencilla vida de los bosques —o a cualquier otro estadio superado— equivaldría a dénaturer l’homme, sería contrario a la naturaleza; y si se pudiese hacer, no sería más que volver a empezar la carrera que sus antepasados habían comenzado para pasar de nuevo por las sucesivas fases de la historia.

Había, en efecto, un tema que causaba algunas dificultades a los que creían en el Progreso. El crecimiento de la riqueza y del lujo era evidentemente uno de los rasgos sobresalientes de los estados modernos y progresistas; y estaba claro que existía una íntima conexión entre el aumento del saber y el del comercio y las artes industriales, así como que el progreso natural de éstos suponía una siempre creciente acumulación de riquezas y la práctica de un lujo refinado. El problema, pues, de si el lujo es perjudicial para la felicidad general ocupó la atención de los filósofos. Si es perjudicial, ¿no habrá de deducirse que las fuerzas de las que, según se admite, el Progreso depende, nos conducen en una dirección indeseable? ¿Deberían ser obstaculizadas o es más sabio dejar que las cosas sigan sus tendencias naturales (laisser aller les choses suivant leur pente naturelle)? Voltaire aceptaba la riqueza con todas sus consecuencias. D’Holbach demostró satisfactoriamente que el lujo había conducido siempre a la ruina de las naciones. Diderot y Helvetius expusieron los argumentos que podían defenderse desde ambos lados. Quizá la más razonable contribución al tema fue un ensayo de Hume.

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Es obvio que Rousseau y los demás teóricos del regreso quedarían definitivamente refutados si se pudiese probar por medio de la investigación histórica que la suerte del hombre era ahora más feliz que nunca. Tal investigación es la que emprendió el Caballero de Chastellux. Su obra Sobre la felicidad pública o Consideraciones sobre la suerte del hombre en las diferentes épocas de la Historia apareció en 1772 y tuvo una amplia difusión[73]. Es un examen de la historia del mundo occidental y se propone demostrar la certidumbre del Progreso futuro. En ella se deja traslucir la influencia de los enciclopedistas y la de los economistas. Chastellux está convencido de que la naturaleza humana puede ser indefinidamente moldeada por las instituciones; de que la ilustración es una condición necesaria de la felicidad general; de que la guerra y la superstición, de las cuales son responsables los gobiernos y los sacerdotes, son sus principales obstáculos.

Pero intentó hacer lo que ninguno de sus maestros había hecho: cotejar metódicamente el tema con los datos de la historia. Turgot, y Voltaire a su modo, habían trazado el desarrollo de la civilización; la originalidad de Chastellux consiste en concentrar su atención sobre el polo eudemonístico, en examinar cada período histórico para descubrir si los hombres habían sido en general felices y envidiables. ¿Ha existido alguna vez, se preguntaba, una época en la que la felicidad pública fuese mayor que en la nuestra, en la que hubiese sido deseable permanecer para siempre y a la que sería deseable volver?

Comienza por refutar por completo la hipótesis de una Arcadia. No sabemos nada con exactitud acerca del hombre primitivo y no hay base suficiente para aventurar conjeturas. Sólo conocemos al hombre tal y como ha existido en las sociedades organizadas y, si hemos de condenar la civilización moderna y sus perspectivas, hemos de buscar nuestro punto de comparación no en una imaginaria edad de oro, sino en una época conocida históricamente. Y debemos tener cuidado para no caer en la equivocación de confundir prosperidad pública y felicidad general o de considerar tan sólo la duración o la grandeza de los imperios, ignorando la suerte de la gente común.

Su resumen de la historia es sumario y bastante superficial. Da razones para pensar que ningún pueblo, desde los antiguos egipcios y asirios hasta los europeos del Renacimiento, puede ser considerado feliz. Pero ¿y los griegos? La suya fue una época de ilustración. En unas pocas páginas examina sus leyes y su historia, concluye: «Nos vemos obligados a reconocer que la llamada bel age de Grecia fue una época de sufrimiento y torturas para la Humanidad». Y en la historia antigua, generalmente, «sólo la esclavitud bastaba para hacer la condición humana cien veces peor de lo que es en el presente». Las calamidades de la vida en la época romana son aún más visibles que en Grecia. ¿Qué inglés o francés soportaría una vida semejante a la de la antigua Roma? Es interesante recordar que cuatro años más tarde, un inglés que tenía una visión de la historia incomparablemente mayor y un conocimiento mucho más profundo de la misma, declaraba que era probable que, en la era de los Antonio, la Europa civilizada hubiese disfrutado de una felicidad mayor que en cualquier otro momento de su historia.

Roma decayó y apareció el cristianismo. Su finalidad no era hacer que los hombres fuesen felices en la tierra. Con ella, los gobernantes no fueron menos avariciosos o sanguinarios ni los pueblos más pacíficos y menos agresivos, ni los delitos menos numerosos, los castigos menos crueles, los tratos observados con mayor escrupulosidad, ni las guerras llevadas más humanamente. Su conclusión es que sólo quienes tienen un profundo desconocimiento del pasado pueden añorar «los buenos tiempos pasados».

A lo largo de su trabajo, Chastellux, a diferencia de Turgot, no hace ningún intento para mostrar que la humanidad, por muy lentamente que sea, va progresando. Por el contrario, coloca los comienzos del Progreso continuo en el Renacimiento, concordando en esto con d’Alembert y Voltaire. El movimiento intelectual que se originó en aquella época y del que provenía la ilustración de la suya, fue una condición para el progreso social. Pero ese movimiento no habría bastado, como demuestra que la brillantez intelectual del siglo de Pericles en Grecia no se tradujo en resultados beneficiosos para el bienestar del pueblo. Y de hecho tampoco hubo un aumento, por imperceptible que fuera, en las posibilidades de felicidad del pueblo en general a lo largo de los siglos XVI y XVII, a pesar del progreso de las ciencias y las artes. Las terribles guerras de entonces dejaron exhausta a Europa y su postración financiera proporcionó los requisitos para alcanzar una medida de felicidad desconocida en el pasado.

La paz es una condición ventajosa para el progreso de la razón, especialmente cuando resulta del agotamiento de los pueblos y de la saciedad de guerras. Las ideas frívolas desaparecen; las corporaciones políticas, al igual que los organismos, aumentan su instinto de conservación, inculcado por el dolor y el sufrimiento; la mente humana, que hasta el momento se había ocupado de temas agradables, se vuelve con mayor energía hacia los asuntos útiles; se puede apelar con mayor éxito a los derechos humanos; y los príncipes, que se han convertido en acreedores y deudores de sus súbditos, les permiten ser felices para que sean más solventes o más pacientes.

Este argumento no es demasiado lúcido ni convincente; pero el punto principal es que la ilustración intelectual no sería efectiva sin la cooperación de acontecimientos políticos y que éstos no ayudarían permanentemente a la humanidad si no hubiese progresado en el saber.

La felicidad pública consiste —en este punto Chastellux sigue a los economistas— en la paz externa y doméstica, la abundancia y la libertad, la libertad de poder gozar tranquilamente cada uno de lo suyo; y los signos normales de esa felicidad son una agricultura floreciente, población elevada y crecimiento de la industria y el comercio. Chastellux se esfuerza por demostrar la superioridad de la agricultura moderna sobre la antigua y se sirve de las investigaciones de Hume para probar la comparativamente mayor densidad de población de los países europeos modernos. En lo que se refiere a la paz, sostiene unos puntos de vista curiosamente optimistas. Un sistema de alianzas ha convertido a Europa en una especie de república confederada y el equilibrio de poderes ha convertido los proyectos de una monarquía universal, como la que trató de realizar Luis XIV, en una quimera. Todas las naciones poderosas se hallan gravadas por deudas. La guerra, igualmente, es una empresa mucho más difícil de lo que solía ser; cada campaña del rey de Prusia ha sido más difícil que todas las conquistas de Atila. Parece como si la paz de 1762-1763 contuviese los elementos para ser definitiva. Chastellux piensa que el mayor peligro se encuentra en la política de ultramar de los ingleses —auri sacra fames—. Las predicciones de este tipo no han sido nunca demasiado acertadas; un pensador importante, Augusto Comte, se aventuraría a su vez a hacer predicciones más dogmáticas sobre el fin de las guerras, predicciones no menos desmentidas por los hechos.

En cuanto a la igualdad entre los hombres, Chastellux admite que es deseable, pero señala que más o menos existe la misma cantidad de felicidad (le bonheur se compense assez) en las diversas clases sociales. «Los cortesanos y los ministros no son más felices que los agricultores y los artesanos». Las desigualdades y las desproporciones en la suerte de cada individuo no son incompatibles con una cantidad positiva de felicidad. Son inconvenientes incidentales para la perfectibilidad de la especie y sólo serán eliminados cuando el Progreso alcance su meta definitiva. Lo mejor que se podría hacer para remediarlos sería acelerar el Progreso que conducirá algún día al género humano a la mayor felicidad posible; no restaurar un estado de ignorancia y simplicidad, del cual volvería a evadirse.

La idea general del libro puede resumirse brevemente. La felicidad no ha sido realizada en ningún momento del pasado. Ningún gobierno, sea cual fuere la estimación que nos merezca, se propuso realizar lo que debería ser su única razón de ser; «la mayor felicidad para el mayor número de individuos». Ahora, por primera vez en la historia humana, la ilustración intelectual, junto con otras circunstancias afortunadamente concurrentes, ha preparado unas condiciones en las que no puede ignorarse por más tiempo esa finalidad y hay esperanzas de que gane ascendiente. Mientras tanto, las cosas han mejorado; la difusión del saber mejora cada día el destino del hombre y, lejos de tener que envidiar a ningún tiempo pasado, debemos considerarnos mucho más felices que los antiguos.

Nos asombra la fácil confianza con que el escritor aplica el criterio de la felicidad a diferentes sociedades. Sin embargo, la dificultad de semejantes comparaciones fue apuntada por primera vez, me parece, por Comte. Es imposible, afirma éste, comparar dos tipos de sociedad y decir que en uno se gozaba de mayor felicidad que en el otro. La felicidad de un individuo requiere un cierto grado de armonía entre sus facultades y su medio. Pero siempre hay una tendencia natural hacia el establecimiento de ese equilibrio y no hay medios de descubrir, mediante argumentación o experiencia directa, la situación de una sociedad a este respecto. Por tanto, concluye, el tema de la felicidad debe ser eliminado de cualquier investigación realmente científica de la civilización.

Chastellux obtuvo un notable éxito. Su obra fue ampliamente alabada por Voltaire y fue traducida al inglés, al italiano y al alemán. Condensaba, en una sola obra, las doctrinas optimistas de los filósofos y pareció dotarlas de una fundamentación histórica más sólida que la de Voltaire en su Ensayo sobre las costumbres. Proporcionó a los optimistas nuevos argumentos contra Rousseau, y seguramente tuvo una gran influencia en la expansión y la confirmación de la fe en la perfectibilidad.