Casete 4: Cara B

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¿Os gustaría tener la capacidad de oír los pensamientos de otras personas?

Claro que os gustaría. Todo el mundo responde que sí a esta pregunta, hasta que lo piensan detenidamente.

Por ejemplo, ¿qué pasaría si las demás personas pudiesen oír tus pensamientos? ¿Qué pasaría si pudiesen oír tus pensamientos… ahora mismo?

Oirían confusión. Frustración. Incluso un poco de ira. Oirían las palabras de una chica muerta pasando por mi cabeza. Una chica que, por alguna razón, me culpa a mí de su suicidio.

A veces tenemos pensamientos que ni tan solo nosotros comprendemos. Pensamientos que ni tan siquiera son ciertos —ya que en realidad no nos sentimos así—, pero que se nos pasan por la cabeza de todas formas porque es interesante pensar en ellos.

Coloco el servilletero que tengo delante para que la mesa de Tony se refleje en el metal pulido. Él se recuesta hacia atrás y se limpia las manos en una servilleta.

Si pudiésemos oír los pensamientos de otras personas, oiríamos cosas ciertas y también cosas que se les pasarían por la cabeza de manera completamente aleatoria. Y no podríamos diferenciar las unas de las otras. Nos volveríamos locos. ¿Qué será cierto? ¿Qué no lo será? Un millón de ideas, ¿pero qué significan?

No tengo ni idea de qué estará pensando Tony. Y él no tiene ni idea de lo que me pasa a mí. No tiene ni idea de que la voz que hay en mi cabeza, la voz que sale de su walkman, es la de Hannah Baker.

Eso es lo que me encanta de la poesía. Cuanto más abstracta sea, mejor. Los momentos en los que no estás segura de sobre qué está hablando el poeta. Puedes hacerte una idea, pero no puedes estar segura. No al cien por cien. Cada palabra, elegida específicamente, puede tener un millón de significados diferentes. ¿Es un sustituto —un símbolo— de otra idea? ¿Encaja dentro de una metáfora más grande y más escondida?

Esta es la octava persona, Hannah. Si trata de poesía, entonces no soy yo. Y solo quedan cinco nombres más.

Yo odiaba la poesía hasta que alguien me enseñó a apreciarla. Me dijo que tenía que ver la poesía como un rompecabezas. Descifrar el código, o las palabras, depende del lector, basándose en todo lo que sepa sobre la vida y las emociones.

¿Ha utilizado el poeta la palabra rojo para simbolizar la sangre? ¿La ira? ¿El deseo? ¿O será el timón rojo sencillamente porque rojo suena mejor que negro?

Recuerdo aquello, de la clase de Inglés. Tuvimos una gran discusión sobre el significado de rojo. No tengo ni idea de qué habíamos decidido al final.

La misma persona que me enseñó a apreciar la poesía también me enseñó el valor que tiene escribirla. Y, sinceramente, no hay ninguna forma mejor de explorar tus emociones que a través de la poesía.

O las cintas de casete.

Si estás enfadada, no tienes que escribir un poema en el que trates de la razón de tu enfado. Pero tiene que ser un poema furioso. Así que adelante… escribid uno. Sé que, por lo menos, estáis un poco enfadados conmigo.

Y cuando acabéis vuestro poema, descifradlo como si lo acabaseis de encontrar impreso en un libro de texto y no supieseis absolutamente nada de su autor. Los resultados pueden ser sorprendentes… y aterradores. Pero siempre es más barato que un psicólogo.

Yo lo hice durante un tiempo. Escribir poesía, no ir al psicólogo.

Quizá un psicólogo te hubiera ayudado, Hannah.

Me compré una libreta de espiral para guardar todos mis poemas en el mismo lugar. Un par de días a la semana, después del instituto, me iba al Monet y escribía un poema o dos.

Mis primeros intentos fueron un poco tristes. No tenían demasiada profundidad o sutileza. Bastante sencillos. Pero aun así, algunos me salieron bastante bien. O, por lo menos, creo que así fue.

Después, sin tan siquiera intentarlo, me aprendí de memoria el primer poema de la libreta. Y no importa lo mucho que lo intente, parece que no puedo quitármelo de la cabeza incluso hoy mismo. Así que aquí lo tenéis, para que lo apreciéis… o para que os riais de él.

Si mi amor fuese un océano,

no habría más tierra firme.

Si mi amor fuese un desierto,

solo verías arena.

Si mi amor fuese una estrella,

por la noche solo habría luz.

Si a mi amor pudiesen crecerle alas,

yo estaría alzando el vuelo.

Venga, adelante. Reíos. Pero sabéis que lo compraríais si lo vierais en una postal de felicitación.

Siento una repentina punzada en lo hondo de mi pecho.

Solo el hecho de saber que iría al Monet a escribir poesía hacía que los días fuesen más soportables. Si ocurría algo divertido, chocante o hiriente, yo pensaba: esto se convertirá en un poema fascinante.

Por encima de mi hombro veo a Tony saliendo por la puerta. Lo cual me resulta raro.

¿Por qué no se ha parado a decirme adiós?

Para mí, supongo, estas cintas son una forma de terapia poética.

Veo a Tony meterse en su coche a través de los cristales del bar.

Mientras os cuento estas historias, voy descubriendo ciertas cosas. Cosas sobre mí misma, sí, pero también sobre vosotros. Todos vosotros.

Enciende las luces.

Y cuanto más nos acercamos al final, más conexiones estoy descubriendo. Conexiones profundas. De algunas ya os he hablado, unen una historia con la siguiente. Pero hay otras que no os he contado.

El Mustang tiembla cuando Tony enciende el motor. Después, lentamente, el coche arranca.

Quizá hayáis descubierto algunas conexiones que yo no he encontrado. Quizá vayáis un paso por delante de la poetisa.

No, Hannah. Apenas puedo seguirte.

Y cuando diga mis últimas palabras… bueno, probablemente no serán mis últimas palabras, pero las últimas palabras de estas cintas… todo será una apretada y bien interconectada pelota emocional de palabras.

En otras palabras, un poema.

Mirar el coche de Tony a través de los cristales del bar es como ver una película, con el Mustang saliendo de escena lentamente. Pero las luces no se van desvaneciendo poco a poco, lo que debería ocurrir si continuase dando marcha atrás o girase. En cambio, se detienen.

Como si se hubiese parado.

Al mirar atrás, veo que dejé de escribir en mi libreta cuando dejé de querer conocerme más a mí misma.

¿Está ahí fuera, sentado en el coche, esperando? ¿Por qué?

Si escuchas una canción que te hace llorar y no quieres llorar más, no vuelves a escuchar esa canción.

Pero no puedes huir de ti misma. No puedes decidir no verte más. No puedes decidir apagar el ruido de tu cabeza.

pausa

Con los faros de Tony apagados, los ventanales del bar no son más que una línea de cristal oscuro. Muy de vez en cuando, al final del aparcamiento, se ve algún coche pasar por la carretera y un resplandor brilla de un extremo al otro del ventanal.

Pero la única fuente de iluminación fija, a pesar de la distancia, aparece en la esquina superior derecha. Una difusa luz rosa y azul. La punta del cartel de neón del Crestmont que asoma sobre los tejados de las tiendas que lo rodean.

Dios. Qué no daría yo por revivir aquel verano.

Cuando estábamos solos, era tan fácil hablar con Hannah. Era tan fácil reír con ella. Pero siempre que había gente alrededor, me volvía tímido. Me echaba atrás. Ya no sabía cómo actuar.

En aquella minúscula taquilla-pecera, mi única conexión con los demás trabajadores que estaban en el recibidor era un telefonito rojo. No había ningún botón para apretar, solo un receptor. Pero siempre que lo cogía y Hannah respondía al otro extremo, me ponía nervioso. Como si no estuviese llamando desde unos diez metros de distancia, sino llamándola a casa.

—Necesito cambio —decía.

—¿Otra vez? —respondía ella. Pero siempre con una sonrisa en la voz. Y cada vez sentía que la cara me ardía de vergüenza. Porque la verdad era que yo pedía cambio bastantes más veces cuando ella estaba trabajando que cuando no estaba.

Un par de minutos más tarde se escuchaba un golpecito en la puerta y yo me alisaba la camisa y le abría. Ella se apretaba contra mí, en una proximidad agónica, con una minúscula cajita de cambio en la mano, para cambiarme algunos billetes. Y a veces, en las noches tranquilas, se sentaba en mi silla y me decía que cerrase la puerta.

Siempre que ella decía aquello, me costaba mantener mi imaginación bajo control. Porque a pesar de que las ventanas hacían que estuviésemos al descubierto por tres lados, como las atracciones en un espectáculo de carnaval, y aunque ella solo lo dijese porque no podíamos dejar la puerta abierta, cualquier cosa podría pasar en aquel estrecho espacio.

O eso deseaba yo.

Aquellos momentos, aunque fuesen breves o poco frecuentes, me hacían sentirme muy especial. Hannah Baker había elegido pasar sus ratos libres conmigo. Y como estábamos trabajando, nadie sospecharía nada. Nadie podía ver nada más en ello.

Pero ¿por qué? ¿Por qué, siempre que alguien nos veía, yo hacía como que aquello no significaba nada? Estábamos trabajando, eso es lo que yo quería que creyesen. No estábamos juntos. Solo estábamos trabajando.

¿Por qué?

Porque Hannah tenía una reputación. Una reputación que a mí me asustaba.

Esa verdad salió a la luz hace unas semanas, en una fiesta, estando Hannah delante de mí. Un momento increíble en el que todo pareció ponerse en su sitio.

Al mirarla a los ojos, no pude evitar decirle que lo sentía. Que lo sentía por haber esperado tanto tiempo para contarle mis sentimientos.

Durante un breve instante, fui capaz de admitirlo. Ante ella. Ante mí mismo. Pero no pude volver a admitirlo nunca. Hasta ahora.

Pero ahora es demasiado tarde.

Y esa es la razón por la que, exactamente en este momento, siento tanto odio. Hacia mí mismo. Me merezco estar en esta lista. Porque si no hubiese tenido tanto miedo de todos los demás, le habría dicho a Hannah que a alguien le importaba. Y tal vez Hannah todavía estuviese viva.

Aparto la mirada del cartel de neón.

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A veces me paraba en el Monet para tomar un chocolate caliente de camino a casa. Comenzaba a hacer los deberes. O a veces leía. Pero ya no escribía poesía.

Necesitaba un descanso… de mí misma.

Me deslizo la mano desde la barbilla hasta la nuca. Las puntas de mi cabello están empapadas de sudor.

Pero a mí me encantaba la poesía. La echaba de menos. Y un día, varias semanas más tarde, decidí volver a ella. Decidí utilizar la poesía para hacerme feliz.

Poemas felices. Poemas alegres y felices y luminosos. Felices, felices, felices. Como las dos mujeres que aparecían en el folleto del Monet.

Impartían un cursillo gratuito llamado «Poesía: amar la vida». Prometían enseñar no solo a amar la poesía, sino a, mediante la poesía, amarte más a ti misma.

¡Me apunto!

Punto D-7 en vuestro mapa. La sala comunitaria de la biblioteca pública.

Está muy oscuro para ir allí ahora.

La clase de poesía comenzaba a la misma hora que sonaba el timbre final en el instituto, así que corría hasta allí para intentar no llegar demasiado tarde. Pero incluso cuando llegaba tarde, todo el mundo parecía contento de tenerme allí —para proporcionarles la «perspectiva adolescente femenina», como decían ellos.

Al mirar a mi alrededor, veo que soy la única persona que queda en el Rosie. No cierran hasta dentro de treinta minutos. E incluso aunque no esté comiendo ni bebiendo nada más, el hombre que está detrás de la barra no me ha dicho que me marche. Así que me quedo.

Imaginaos diez o doce sillas de color naranja colocadas en círculo, con las mujeres felices del folleto sentadas en los extremos opuestos. El único problema era que, desde el primer día, no eran felices. Alguien, quien hubiera hecho el folleto, debía de haber digitalizado la expresión caída de sus bocas para que apareciese al revés.

Escribían sobre la muerte. Sobre la maldad de los hombres. Sobre la destrucción de —cito textualmente— «el orbe verdoso y azulado con volutas blancas».

En serio, así era como la describían. Continuaban llamando a la Tierra «alienígena gaseoso preñado que necesita un aborto».

Otra razón por la que odio la poesía. ¿Quién dice «orbe» en vez de «pelota» o «esfera»?

—Descúbrete —decían—. Déjanos ver lo más profundo y oscuro de ti.

¿Lo más profundo y oscuro de mí? ¿Y tú quién eres, mi ginecóloga?

Hannah.

Hubo tantas veces en las que quise levantar la mano y decir:

—Esto, bueno, ¿y cuándo llegamos a lo de la felicidad? ¿Lo de amar la vida? Ya sabéis, «Poesía: amar la vida». Eso era lo que decía el folleto. Por eso estoy aquí.

Al final, solo conseguí ir a tres de aquellas sesiones de poesía en grupo. Pero saqué algo de ellas.

¿Algo bueno?

No.

Mmm… me lo pregunto.

En aquel grupo había alguien más. Otro estudiante de instituto con una perspectiva que los poetas mayores adoraban. ¿Y quién era? Pues el editor de la revista de nuestro insti, Objetos perdidos.

Ryan Shaver.

Ya sabéis de quién os hablo. Y estoy segura de que tú, señor Editor, no puedes esperar a que diga tu nombre en alto.

Así que ahí va, Ryan Shaver. La verdad os hará libres.

El lema de Objetos perdidos.

Ya llevas un rato sabiéndolo, Ryan. Estoy segura. Cuando mencioné la poesía por primera vez, sabías que esta cinta sería sobre ti. Tenías que saberlo. Aunque estoy segura de que debes de haber pensado, no puede ser este el motivo por el que estoy en las cintas. Tampoco fue para tanto.

El poema de la escuela. Dios, era de ella.

Recuerda, lo que estoy construyendo aquí es una apretada y bien interconectada pelota emocional de palabras.

Cierro los ojos apretándolos mucho, cubriéndomelos con la mano.

Aprieto mucho los dientes, tenso todo lo que puedo los músculos de la mandíbula para no gritar. Para no llorar. No quiero que ella lo lea. No quiero escuchar ese poema en su voz.

¿Os gustaría escuchar el último poema que escribí antes de dejar la poesía? ¿Antes de dejar la poesía por mi bien?

¿No?

Vale. Pero es que ya lo habéis leído. Es muy famoso en nuestro instituto.

Les permito a mis pestañas, a mi mandíbula, que se relajen.

El poema. Lo habíamos tratado en clase de inglés. Lo habíamos leído en voz alta muchas veces.

Y Hannah estaba allí presente todo el tiempo.

Algunos lo recordaréis ahora. No palabra por palabra, pero sabéis de qué estoy hablando. La gaceta de los objetos perdidos. La colección semianual de Ryan de objetos que se encontraban perdidos por el instituto.

Como una carta de amor tirada bajo un pupitre, que nunca había sido descubierta por la persona a la que iba destinada. Si Ryan la encontraba, tachaba los nombres y la escaneaba para utilizarla en la próxima revista.

Fotografías que se caían de las carpetas… también las escaneaba.

Apuntes de Historia que un estudiante extremadamente aburrido había cubierto de garabatos… los escaneaba.

Habrá quien se pregunte cómo es que encontraba Ryan tantas cosas interesantes para escanear. ¿En realidad las encontraba todas? ¿O las robaba? Le hice exactamente esta misma pregunta después de uno de nuestros encuentros de poesía. Y me juró que todo lo que imprimía lo había encontrado por pura casualidad.

A veces, admitía, algunas personas metían cosas que habían encontrado dentro de su taquilla. Sobre aquellas, decía, no podía responder al cien por cien. Por eso tachaba los nombres y los números de teléfono. Y las fotografías, por norma, no podían ser demasiado comprometedoras.

Reunía cinco o seis páginas de material curioso y estrafalario e imprimía hasta cincuenta copias.

Después las grapaba y las dejaba tiradas en lugares al azar por todo el instituto. Lavabos. Vestuarios.

En el camino de entrada.

—Nunca en el mismo lugar —me dijo. Pensaba que lo propio sería que la gente se encontrase con su revista de objetos perdidos.

¿Pero a que no sabéis qué? ¿Mi poema? Lo robó.

Saco una servilleta del servilletero y me paso el papel abrasivo por los ojos.

Cada semana, después del grupo de poesía, Ryan y yo nos sentábamos en los escalones de la biblioteca y hablábamos. Aquella primera semana simplemente nos reímos de los poemas que había escrito y leído el resto de la gente. Nos reíamos de lo deprimentes que eran todos.

—¿No se suponía que esto nos tenía que hacer felices? —preguntó él. Parecía ser que se había apuntado por la misma razón que yo.

Levanto la vista. El hombre de detrás de la barra está atando una pesada bolsa de basura. Es hora de cerrar.

—¿Puedo tomar un vaso de agua? —pido.

Después de la segunda semana de clase, nos sentamos en los escalones de la biblioteca y nos leímos el uno al otro algunos de nuestros poemas. Poemas que habíamos escrito en diferentes momentos de nuestras vidas.

Me mira a los ojos, a la piel irritada por la servilleta.

Pero solo poemas felices. Poemas sobre amar la vida. Poemas que nunca leeríamos en aquel grupo de tristes poetas amantes de la depresión.

Y, como nunca hacen los poetas, nos explicamos. Línea a línea.

La tercera semana, corrimos el riesgo más grande que se podía correr y nos dimos el uno al otro nuestras libretas de poesía enteras.

Me coloca delante un vaso de agua helada. Aparte del vaso y los servilleteros, la barra está vacía en toda su longitud.

¡Uau! Nos hizo falta mucho valor para hacer aquello. Para mí, sin duda. Y estoy segura de que también para ti, Ryan. Y durante las siguientes dos horas, mientras se ponía el sol, continuamos sentados sobre aquellos escalones de cemento, pasando páginas.

Su letra era horrible, así que me llevó un poco más leer sus poemas. Pero eran increíbles. Mucho más profundos que cualquiera de los míos.

Lo suyo sonaba a poesía real. Poesía profesional. Y algún día, estoy segura, se obligará a los niños a analizar sus poemas sacados de un libro de texto.

Toco el vaso helado, lo rodeo con los dedos.

Por supuesto, yo no tenía ni idea de qué significaban sus poemas. No exactamente. Pero sentía las emociones con precisión. Eran absolutamente bellos. Y casi me sentí avergonzada por lo que debería estar pensando él mientras iba pasando páginas de mi libreta. Porque al leer la suya, me di cuenta del poco tiempo que yo le había dedicado a la mía. Debería haberme tomado el tiempo de elegir mejor las palabras. Palabras más emotivas.

Pero uno de mis poemas le llegó. Y quiso saber más… como por ejemplo cuándo lo había escrito yo.

Pero no se lo dije.

No me bebo el agua. Miro cómo una gota se desliza por el vaso y choca con mi dedo.

Lo escribí el mismo día en el que un grupo de estudiantes se había enfadado con alguien que había tenido el valor de pedir ayuda en relación al suicidio. ¿Os acordáis de por qué se habían enfadado?

Porque quien fuese que había escrito la nota no la había firmado.

Qué insensible.

Era un anónimo. Igual que el poema que había aparecido en Objetos perdidos.

Así que Ryan quería saber por qué había escrito yo aquel poema.

Aquel poema, le dije, tenía que hablar por sí mismo. Pero a mí me interesaba saber qué interpretación le daba él.

Superficialmente, dijo, el poema trataba sobre la aceptación, la aceptación por parte de mi madre.

Pero además de eso, yo quería su aprobación. Y quería que algunas personas —en este caso un chico— dejasen de pasar de mí.

¿Un chico?

En la base del vaso, el agua crea una delicada succión y después la suelta. Le doy un sorbo y dejo que un pequeño cubito de hielo se me cuele en la boca.

Le pregunté si pensaba que tenía un significado más profundo.

Mantengo el hielo sobre mi lengua. Está helado, pero quiero que se disuelva ahí.

En parte estaba bromeando. Creí que había comprendido mi poema exactamente. Pero quería saber lo que un profesor que utilizase aquel poema querría que descubriesen sus alumnos. Porque los profesores siempre exageran.

Pero tú lo encontraste, Ryan. Encontraste el significado oculto. Encontraste lo que yo nunca podría haber encontrado en mi propio poema.

El poema no trataba de mi madre, me dijiste. Me puse a la defensiva, incluso me enfadé. Pero tenías razón. Y yo sentí miedo, y tristeza, ante mis propias palabras.

Me dijiste que había escrito aquel poema porque tenía miedo de enfrentarme a mí misma. Y había utilizado a mi madre de excusa, acusándola de no apreciarme o aceptarme, cuando en realidad debería estar diciendo aquellas palabras ante un espejo.

—¿Y el chico? —pregunté—. ¿Qué representa?

Soy yo. Oh, Dios. Soy yo. Ahora lo sé.

Me cubro las orejas. No para bloquear cualquier ruido del exterior. El bar está completamente en silencio. Pero quiero sentir sus palabras, todas ellas, tal y como las dice.

Mientras esperaba una respuesta, busqué un pañuelo de papel en mi mochila. Sabía que en cualquier momento podría echarme a llorar.

Me dijiste que no había ningún chico que estuviese pasando de mí más de lo que yo estaba pasando de mí misma. Por lo menos, aquello era lo que tú pensabas que significaba. Y por eso me preguntaste por el poema. Sentiste que era incluso más profundo de lo que podías imaginar.

Bueno, Ryan, tenías razón. Era bastante, bastante más profundo que aquello. Y si sabías aquello —si aquello fue lo que pensaste—, ¿por qué me robaste el cuaderno? ¿Por qué imprimiste mi poema, el poema que tú mismo llamaste «aterrador» en Objetos perdidos? ¿Por qué dejaste que otras personas lo leyesen?

Y lo diseccionasen. Y se riesen de él.

Aquel poema nunca se perdió, Ryan. Y tú nunca lo encontraste, así que no formaba parte de tu colección.

Pero fue en tu colección exactamente en donde otras personas lo encontraron. Fue allí en donde los profesores se dieron de narices con él antes de sus clases sobre poesía. Y fue allí en donde aulas llenas de estudiantes despedazaron mi poema, buscándole un significado.

En nuestra clase nadie acertó. Ni tan siquiera se acercó. Pero en aquel momento todos pensamos que lo habíamos hecho. Incluso el señor Porter.

¿Sabes lo que dijo el señor Porter antes de repartir mi poema? Dijo que leer un poema escrito por un miembro desconocido de nuestro instituto era lo mismo que leer un poema clásico escrito por un poeta muerto. Correcto: un poeta muerto. Porque no podíamos preguntarles a ninguno de los dos por su verdadero significado.

Entonces el señor Porter esperó, deseando que alguien confesase haberlo escrito. Pero como recordaréis, aquello no ocurrió nunca.

Así que ahora ya lo sabéis. Y para los que necesitéis un recordatorio, aquí está. «Solo alma», de Hannah Baker.

Me encuentro con tus ojos

ni tan siquiera me ves

apenas respondes

cuando susurro

hola

Podría ser mi alma gemela

dos espíritus similares

Quizá no lo seamos

supongo que nunca

lo sabré

Mi propia madre

me llevaste dentro de ti

Ahora no ves nada

más que lo que llevo puesto

La gente te pregunta

qué tal me va

Sonríes y asientes

no dejes que acabe

ahí

Ponme

bajo el cielo de Dios y

conóceme

no me veas solo con tus ojos

Quita

esta máscara de carne y hueso y

mírame

por mi alma

solo

Y ahora ya sabéis por qué.

Bueno, ¿me diseccionaron adecuadamente vuestros profesores? ¿Tenían razón? ¿Teníais idea de que era yo?

Sí, algunos sí que lo sabíais. Ryan se lo debió de contar a alguien —orgulloso de que su colección hubiera entrado en el currículo escolar. Pero cuando la gente me lo preguntaba directamente, me negaba a confirmarlo o a negarlo. Y a algunos eso les fastidiaba.

Hubo incluso quien escribió parodias de mi poema, y me las leían con la esperanza de provocarme.

Yo había visto aquello. Había visto a dos chicas en la clase del señor Porter recitando una versión antes de que sonase el timbre de entrada.

Todo era tan estúpido e infantil… y cruel.

Eran implacables, no paraban de traer poemas nuevos cada día durante una semana entera. Hannah había intentado ignorarlos por todos los medios, haciendo como que leía mientras esperaba a que llegase el señor Porter. A que la clase comenzase para rescatarla.

No parece que sea algo tan importante, ¿verdad?

No, quizá para vosotros no lo sea. Pero la escuela ya no era un refugio seguro para mí desde hacía tiempo.

Y después de tus aventuritas fotográficas, Tyler, mi casa tampoco era ya segura.

Ahora, de repente, incluso mis propios pensamientos se exponían para ridiculizarlos.

Una vez, en clase del señor Porter, cuando aquellas chicas la estaban picando, Hannah había levantado la vista. Sus ojos se cruzaron con los míos durante un instante. Un flash. Pero ella sabía que yo la miraba.

E incluso aunque nadie más lo viese, me di la vuelta.

Se había quedado sola.

Muy bonito, Ryan. Gracias. Eres un verdadero poeta.

stop

Me quito los auriculares de las orejas y me los dejo colgando en el cuello.

—No sé qué es lo que te pasa —dice el hombre desde el otro lado de la barra—. Pero no voy a aceptar tu dinero. —Sopla dentro de una pajita y aprieta los dos extremos cerrándolos.

Niego con la cabeza y busco mi cartera.

—No, pagaré.

Aprieta y aprieta la pajita.

—Lo digo en serio. Solo era un batido. Y como ya te he dicho, no sé qué es lo que te pasa y no sé si te puedo ayudar, pero está claro que en tu vida hay algo que va mal, así que quiero que te guardes tu dinero. —Busca mi mirada con la suya, y sé que lo dice en serio.

No sé qué decir. Incluso aunque se me ocurriesen las palabras, tengo la garganta tan tensa que no las dejaría salir.

Así que asiento, agarro mi mochila y cambio la cinta mientras me dirijo a la puerta.