Casete 2: Cara A
Antes de que aparezca la voz de Hannah hay una pausa.
Paso a paso. Así es como lo haremos. Con un pie delante del otro.
Al otro lado de la calle, detrás de los edificios, el sol continúa cayendo. Todas las farolas están encendidas, en la parte de arriba y en la de abajo de la calle. Cojo la chocolatina que tengo sobre la rodilla y el refresco que está a mi lado y me pongo en pie.
Ya hemos acabado una cinta —por las dos caras—, así que quedaos conmigo. Las cosas se pondrán mejor, o peor, según vuestro punto de vista.
Cerca de la puerta del Blue Spot Liquor hay un contenedor de basura, un barril de gasolina pintado de azul con spray. Tiro dentro la chocolatina todavía sin abrir, incapaz de imaginar mi estómago con algo sólido dentro, y me voy.
Sé que puede parecerlo, pero no estaba completamente sola al comienzo de mi primer año de instituto. Había otros dos estudiantes, y los dos aparecen aquí en los Grandes Éxitos de Hannah Baker, que también eran nuevos. Alex Standall y Jessica Davis. Y aunque nunca nos hicimos grandes amigos, durante las primeras semanas de escuela realmente confiábamos los unos en los otros.
Desenrosco el tapón de mi refresco de naranja. Este emite un silbido y le pego un trago.
Cuando solo quedaba una semana de vacaciones de verano, la señorita Antilly me llamó a casa para ver si podía reunirme con ella en el instituto. Una pequeña sesión de orientación para estudiantes nuevos, dijo.
Por si no la recordáis, la señorita Antilly era la orientadora de los estudiantes con apellidos de la A a la G. Aquel mismo año se cambió a otra escuela del distrito.
Recuerdo que la sustituyó el señor Porter. Se suponía que debía de ser un puesto temporal, pero continúa en él. Profesor de Inglés y orientador.
Lo cual acabó siendo funesto, pero eso lo dejo para otra cinta posterior.
Un sudor helado brota en mi frente. ¿El señor Porter? ¿Es que tiene algo que ver con esto?
El mundo a mi alrededor empieza a dar vueltas. Me agarro al tronco de un fino arbolito de la acera.
Si me hubiera dicho que el propósito real de nuestro encuentro era presentarme a otra alumna nueva, no habría ido. ¿Qué pasaría si no teníamos nada en común? ¿Y si yo creía que no teníamos nada en común pero la otra chica creía que sí? ¿Y si ocurría lo contrario y yo pensaba que nos podíamos hacer amigas pero ella no?
Había tantas cosas que podrían haber salido terriblemente mal.
Presiono la frente contra la corteza suave e intento que mi respiración se calme.
Pero la otra chica era Jessica Davis, y a ella no le apetecía estar allí más de lo que me apetecía a mí.
Las dos esperábamos que la señorita Antilly nos diese una gran charla llena de palabrería psicológica. Lo que significa —lo que conlleva— ser una gran estudiante. Que en este instituto están los mejores y los más brillantes del estado. Que a todo el mundo se le dan las mismas oportunidades siempre y cuando quiera intentarlo.
Pero en vez de eso, nos dio una coleguita.
Cierro los ojos. No quiero verlo, pero aparece demasiado claro. Cuando los rumores sobre la ausencia inexplicada de Hannah comenzaron a extenderse por la escuela, el señor Porter preguntó en nuestra clase por qué no paraba de escuchar su nombre por los pasillos. Parecía nervioso, casi mareado. Como si supiese la respuesta pero quisiera que alguien le convenciese de lo contrario.
Entonces una chica susurró:
—Alguien vio una ambulancia salir de su casa.
En el momento en el que la señorita Antilly nos dijo por qué estábamos allí, Jessica y yo nos miramos. Ella tenía los labios separados como si fuese a decir algo. Pero ¿qué iba a decir si me tenía sentada allí delante? Se sentía como si la hubiesen pillado desprevenida. Confundida. Engañada.
Sé que se sentía así porque yo me sentía igual.
Y nunca olvidaré la reacción de la señorita Antilly. Dos palabras breves a las que les costó salir:
«O… no».
Aprieto bien los ojos, intentando con todas mis fuerzas recordar aquel día con la mayor claridad posible.
¿Era dolor lo que se reflejaba en el rostro del señor Porter? ¿O era miedo? Se limitó a quedarse allí de pie, mirando el pupitre de Hannah. A través del pupitre. Y nadie dijo nada, pero miramos a nuestro alrededor. Nos miramos unos a otros.
Y entonces se marchó. El señor Porter salió de la clase y no volvió hasta al cabo de una semana.
¿Por qué? ¿Lo sabía? ¿Lo sabía por alguna cosa que había hecho?
Y aquí, la mejor parte de mi recuerdo, está lo que dijimos:
Yo: Lo siento, señorita Antilly, solo es que no pensaba que fuese por esto por lo que me había llamado.
Jessica: Yo tampoco. No hubiera venido. Vaya, que estoy segura de que Hillary y yo tenemos cosas en común, y estoy segura de que es una gran persona, pero…
Yo: Me llamo Hannah.
Jessica: Te he llamado Hillary, ¿verdad? Lo siento.
Yo: No pasa nada. Pero deberías aprenderte mi nombre si vamos a ser tan buenas amigas.
Y entonces las tres nos echamos a reír. Jessica y yo teníamos una risa muy parecida, lo que nos hizo reír todavía más. La risa de la señorita Antilly no era tan sentida… más bien era una risa nerviosa… pero aun así, era una risa. Nos confesó que no había intentado hacer amigas a dos personas antes, y que dudaba que lo volviese a hacer nunca.
Pero después del encuentro, Jessica y yo nos quedamos un rato juntas.
Muy astuta, señorita Antilly. Muy, pero que muy astuta.
Salimos del instituto y, al principio, la conversación era torpe. Pero estaba bien tener a alguien con quien hablar que no fuesen mis padres.
Un autobús urbano se para al lado del bordillo, delante de mí. Es plateado con rayas azules.
Nos pasamos el cruce que tenía que tomar yo, pero no dije nada. No quería detener nuestra conversación, pero tampoco quería invitarla a casa porque en realidad todavía no nos conocíamos.
Así que seguimos caminando hasta llegar al centro de la ciudad. Más tarde supe que ella había hecho lo mismo, había pasado de largo la calle en la que vivía para seguir hablando conmigo.
¿Y a dónde fuimos? E-7 en vuestros mapas. La cafetería El jardín de Monet.
Las puertas del autobús resuellan al abrirse.
Ninguna de las dos tomaba café, pero parecía un lugar bonito para charlar.
A través de las ventanas empañadas veo que casi todos los asientos están vacíos.
Las dos tomamos un chocolate caliente. Ella lo pidió pensando que sería divertido. ¿Y yo? Yo siempre pido chocolate caliente.
Nunca me he subido a un autobús urbano. Nunca he tenido ningún motivo para hacerlo. Pero cada vez está más oscuro y hace más frío.
Por la noche no se paga el autobús, así que me subo en él. Paso al lado de la conductora sin que ninguno de los dos digamos ni una palabra. Ni tan siquiera me mira.
Continúo por el pasillo central, mientras me abrocho el abrigo para protegerme del frío y le presto a cada botón más atención de la que sería necesaria. Cualquier excusa es válida para esquivar con la mirada a los demás pasajeros. Sé la cara que debo de tener para ellos. Confundido. Culpable. En proceso de ser aplastado.
Elijo un asiento que, mientras no se suba nadie más, está rodeado por tres o cuatro asientos libres. El cojín de vinilo azul está rasgado en el medio, y el relleno amarillo está a punto de salirse. Me acerco a la ventana.
El cristal está frío, pero apoyar la cabeza contra él me ayuda a relajarme.
Sinceramente, no recuerdo mucho de lo que nos dijimos aquella tarde. ¿Y tú, Jessica? Porque cuando cierro los ojos, todo ocurre en una especie de montaje. Reímos. Intentamos no derramar las bebidas.
Movemos las manos en el aire mientras hablamos.
Cierro los ojos. El cristal enfría un lado de mi cara que está excesivamente caliente. No me importa a dónde vaya el autobús. Me pasaré horas en él si me lo permiten. Me quedaré aquí sentado y escucharé las cintas. Y quizá, sin intentarlo, me quede dormido.
Entonces, en un determinado momento, te inclinaste sobre la mesa.
—Creo que ese tío te está mirando —susurraste.
Sabía exactamente de quién hablabas porque yo también le había estado mirando. Pero él no estaba mirándome a mí.
—Te está mirando a ti —dije.
En un concurso de «quién las tiene más grandes», todos los que estáis escuchando deberíais saber que es Jessica la que gana.
—Perdón —le dijo a Alex, por si no os habéis imaginado el nombre del hombre misterioso—, pero ¿a cuál de las dos estás mirando?
Y unos meses más tarde, después de que Hannah y Justin Foley rompiesen, después de que comenzasen los rumores, Alex hace una lista. Las que están buenas. Las que son feas. Pero allí, en el Monet, nadie sabía a donde llevaría aquel encuentro.
Quiero darle al botón de «Stop» del walkman y rebobinar toda la conversación. Para rebobinar en el pasado y advertirlas. O evitar que tan siquiera se conozcan.
Pero no puedo. No puedo reescribir el pasado.
Alex se puso rojo. Se puso tan rojo como si toda la sangre del cuerpo se le hubiera subido a la cara.
Y cuando abrió la boca para negarlo, Jessica le cortó.
—No mientas. ¿A cuál de las dos estabas mirando?
A través del cristal helado entra la luz de las farolas y las luces de neón del centro. La mayoría de las tiendas están cerradas de noche. Pero los bares y restaurantes siguen abiertos.
En aquel momento hubiera pagado muchísimo por tener la amistad de Jessica. Era la chica más sociable, más sincera, más «te digo las cosas como son» que había conocido nunca.
En silencio, le di las gracias a la señorita Antilly por habernos presentado.
Alex tartamudeó y Jessica se inclinó hacia él mientras apoyaba sus dedos graciosamente sobre la mesa en la que estaba.
—Oye, he visto que nos mirabas —dijo—. Las dos somos nuevas en la ciudad y nos gustaría saber a cuál de las dos estabas mirando. Es importante.
Alex balbuceó:
—Yo solo… he escuchado… es solo que yo también soy nuevo.
Creo que tanto Jessica como yo dijimos algo por el estilo de «Oh». Y entonces nos llegó a nosotras el turno de ponernos rojas. El pobre Alex solo quería tomar parte en nuestra conversación. Así que le dejamos. Y creo que hablamos por lo menos durante una hora más, seguramente fuese más tiempo.
Solo tres personas, felices porque no pasarían el primer día de instituto dando tumbos solos por los pasillos. O comiendo solos. O perdiéndose solos.
No es que me importe, pero ¿adónde va este autobús? ¿Es que sale de nuestra ciudad y va a otra? ¿O simplemente da vueltas sin fin por estas calles?
Quizá debería haberlo mirado antes de subirme.
Aquella tarde en el Monet fue un alivio para los tres. ¿Cuántas noches me había quedado dormida aterrorizada, pensando en aquel primer día de instituto? Demasiadas. ¿Y después de lo del Monet?
Ninguna. Ahora estaba emocionada.
Y solo para que lo sepáis, nunca he considerado a Jessica y Alex mis amigos. Ni tan siquiera al principio, cuando me hubiera encantado tener de pronto dos amistades.
Y sé que ellos se sentían igual, porque habíamos hablado de ello. Habíamos hablado de nuestros viejos amigos y de por qué se habían hecho amigos nuestros. Habíamos hablado de lo que buscábamos en los amigos nuevos que íbamos a hacer en la escuela nueva.
Pero durante aquellas primeras semanas, hasta que cada uno se fue separando, El jardín de Monet era nuestro paraíso seguro. Si alguno de nosotros lo pasaba mal a la hora de integrarse o conocer gente, íbamos al Monet. De espaldas al jardín, en la mesa más alejada a la derecha.
No estoy segura de quién comenzó aquello, pero quien fuese que hubiera tenido el día más agotador ponía la mano en el centro de la mesa y decía: «Por mí y por todos mis amigos». Los otros dos ponían sus manos encima y se echaban hacia adelante. Después escuchábamos, mientras bebíamos con la mano libre. Jessica y yo siempre tomábamos chocolate caliente. Con el tiempo, Alex se fue conociendo todo el menú.
Solo he estado en el Monet unas cuantas veces, pero creo que está en la calle por la que está bajando ahora el autobús.
Sí, éramos unos cursis. Y lo siento si este episodio os está poniendo enfermos. Si os sirve de ayuda, para mí es casi demasiado empalagoso. Pero el Monet llenaba sinceramente cualquier vacío que necesitase llenarse en aquellos tiempos. Para todos nosotros.
Pero no os preocupéis… no duró mucho.
Me deslizo por el asiento en dirección al pasillo, y después me pongo en pie con el autobús en marcha.
El primero en caer fue Alex. Nos saludábamos amistosamente si nos cruzábamos por el pasillo, pero nunca fue más allá de aquello.
O por lo menos, no conmigo.
Me agarro con las manos al respaldo de los asientos y me abro paso hacia la parte delantera del autobús en movimiento.
Ahora que solo quedábamos nosotras dos, Jessica y yo, las cosas cambiaron bastante rápido.
Nuestras conversaciones se convirtieron en pura cháchara y poco más.
—¿Cuál es la próxima parada? —pregunto. Siento cómo las palabras salen de mi garganta, pero apenas son un murmullo por encima de la voz de Hannah y el ruido del motor.
La conductora me mira por el espejo retrovisor.
Entonces Jessica dejó de ir, y aunque yo continué yendo al Monet unas cuantas veces más con la esperanza de que apareciese alguno de los dos, al final también dejé de ir.
Hasta que…
—Los únicos que quedan en el autobús están dormidos —dice la conductora. La miro atentamente a los labios para asegurarme de que la entiendo—. Puedo parar en donde quieras.
Mirad, lo chulo de la historia de Jessica es que la mayor parte de ella ocurre en un punto, lo cual os hace la vida mucho más fácil a los que estéis siguiendo las estrellitas.
El autobús pasa al lado del Monet.
—Aquí está bien —digo.
Sí, vi a Jessica por primera vez en el despacho de la señorita Antilly. Pero nos conocimos en el Monet.
Me voy preparando mientras el bus va desacelerando y se detiene al lado del bordillo.
Y conocimos a Alex en el Monet. Y entonces… y entonces ocurrió esto.
La puerta se abre con un zumbido.
Un día, en la escuela, Jessica se me acercó en el pasillo.
—Tenemos que hablar —me dijo. No dijo en dónde ni por qué, pero sabía que se refería al Monet… y creía que sabía por qué.
Bajo las escaleras y doy un paso hasta el bordillo. Me recoloco los auriculares y comienzo a retroceder media manzana.
Cuando llegué allí, Jessica estaba desmoronada sobre una silla, con los brazos colgándole a los lados como si llevase esperando mucho rato. Y quizá fuera cierto. Quizá hubiese querido que yo me saltase la última clase para unirme a ella.
Así que me senté y coloqué la mano en el centro de la mesa:
—¿Por mí y por todos mis amigos?
Levantó una mano y con un golpe dejó un papel sobre la mesa. Entonces lo empujó hacia mí y le dio la vuelta para que pudiese leerlo. Pero yo no necesitaba que se la diese, porque la primera vez que había leído aquel papel estaba boca abajo sobre el pupitre de Jimmy: las que están buenas / las que son feas.
Yo recordaba en qué lado de la lista estaba (según Alex). Y mi supuesta contraria estaba sentada delante de mí. En nuestro paraíso seguro, ni más ni menos. El mío… el suyo… y el de Alex.
—¿Y esto a quién le importa? —le dije—. No significa nada.
Trago saliva. Cuando leí la lista, la pasé por el pasillo sin pensar. En aquel momento me había parecido divertida.
—Hannah —me dijo—, no me importa que te haya puesto a ti por delante de mí.
Sabía exactamente el rumbo que estaba tomando aquella conversación y no iba a dejar que nos llevase por ahí.
¿Y ahora? ¿Cómo lo veo ahora?
Debería haber cogido cada copia que pudiese encontrar y haberlas tirado todas.
—No me prefirió a mí antes que a ti, Jessica —le dije—. Me eligió a mí para recuperarte a ti, y lo sabes. Él sabía que mi nombre te haría más daño que el de cualquier otra persona.
Cerró los ojos y dijo mi nombre casi en un susurro.
—Hannah.
¿Lo recuerdas, Jessica? Porque yo sí.
Cuando alguien dice tu nombre en ese tono, cuando ni tan siquiera te miran a los ojos, ya no hay nada que tú puedas hacer o decir. Ya ha tomado una decisión.
—Hannah —me dijiste—, sé lo de los rumores.
—No puedes «saber» rumores —dije yo. Y quizá me estuviese poniendo un poco sensible, pero había tenido la esperanza (tonta de mí) de que no habría más rumores cuando mi familia se mudase aquí. De haber dejado atrás los rumores y los cotilleos… para bien—. Puedes escuchar rumores, pero no puedes saberlos.
Otra vez, volviste a decir mi nombre.
—Hannah.
Sí, yo sabía lo de los rumores. Y te juré que no había visto a Alex ni una sola vez fuera del instituto.
Pero no me creíste.
¿Y por qué ibas a creerme? ¿Por qué iba alguien a no creerse un rumor que encajaba tan bien con otro rumor antiguo? ¿Eh, Justin? ¿Por qué?
Jessica podía haber escuchado muchos rumores sobre Alex y Hannah. Pero ninguno era cierto.
Para Jessica era más fácil pensar en mí como Hannah la Mala que como Hannah la que había conocido en el Monet. Era más fácil de aceptar. Era más fácil de comprender.
Para ella, los rumores tenían que ser ciertos.
Recuerdo a un grupo de chavales bromeando con Alex en los vestuarios. Le cantaban una canción infantil: «Amasa la tarta, amasa la tarta, panadero[3]». Después alguien le había preguntado: «¿Has amasado ese pastelito, panadero?» y todo el mundo sabía a qué se referían.
Cuando se acabó el jaleo, nos quedamos solos Alex y yo. Una diminuta punzada de celos me hizo retorcerme por dentro. Desde la fiesta de despedida de Kat, no podía quitarme a Hannah de la cabeza.
Pero no era capaz de preguntar si lo que decían era verdad. Porque si lo era, yo no quería escucharlo.
Mientras se ataba los cordones de los zapatos, y sin mirarme, Alex negó el rumor.
—Solo para que lo sepas.
—Vale —dije—. Vale, Jessica. Gracias por ayudarme durante las primeras semanas de instituto.
Ha sido muy importante para mí. Y siento que Alex se lo haya cargado con esa estúpida lista suya, pero lo ha hecho.
Le dije que lo sabía todo de su relación. Aquel primer día en el Monet, él nos miraba a una de nosotras. Y no era yo. Y sí, aquello me hizo ponerme celosa. Y si aquello la ayudaba a superarlo, acepté cualquier tipo de culpa de la que ella quisiese acusarme por la ruptura de ellos dos. Pero… aquello… ¡no… era… cierto!
Llego al Monet.
Hay dos tipos de pie ante la puerta, apoyados contra la pared. Uno está fumando un cigarrillo y el otro está enterrado dentro de su abrigo.
Pero lo único que Jessica escuchaba era cómo me echaba yo las culpas.
Se levantó y se puso al lado de su silla, mirándome, y se me tiró encima.
Dime, Jessica, ¿qué pretendías hacer? ¿Pegarme o arañarme? Porque parecía un poco las dos cosas. Como si no pudieses decidirte.
¿Y qué fue lo que me llamaste? No es que importe, pero solo es para la grabación. Porque yo estaba demasiado ocupada levantando la mano y escondiéndome —¡pero me pillaste!— y me perdí lo que dijiste.
Esa pequeña cicatriz que todos habéis visto encima de mi ceja tiene la forma de la uña de Jessica… que me arranqué yo misma.
Yo me había dado cuenta de la cicatriz hacía unas semanas. En la fiesta. Una pequeña imperfección en una cara preciosa. Y le dije lo mona que era.
Unos minutos más tarde, ella se había puesto fuera de sí.
O quizá nunca la hayáis visto. Pero yo la veo cada mañana cuando me preparo para ir a la escuela.
«Buenos días, Hannah», me dice. Y cada noche cuando me preparo para ir a la cama: «Que duermas bien».
Empujo la pesada puerta de madera y cristal del Monet. El aire caliente del interior me abraza y todo el mundo se vuelve, enfadado con la persona que está dejando que entre el frío. Me deslizo hacia el interior y cierro la puerta detrás de mí.
Pero es más que un simple arañazo. Es un puñetazo en el estómago y una bofetada en la cara. Es un cuchillo en mi espalda porque preferiste creerte un rumor inventado que lo que sabías que era la verdad.
Jessica, querida, me encantaría saber que has ido a mi funeral. Y si lo has hecho, ¿te has fijado en tu cicatriz?
Y vosotros —todos los demás—, ¿os habéis dado cuenta de las cicatrices que habéis dejado a vuestro paso?
No. Seguramente no.
Aquello no era posible.
Porque la mayoría de ellas no se pueden ver a simple vista.
Porque no hubo funeral, Hannah.