DE LA EGREGIA FIGURA.

Luego del paso por las calles de Agreste de la voluminosa y sudada imponencia del doctor Hélio Colombo, los acontecimientos se precipitaron, adquirieron vertiginoso ritmo, envolvieron el tranquilo pueblo en confusión y alboroto.

Sin embargo, la estadía de la egregia figura fue una de las más breves. Sólo se demoró unas horas, contados ciudadanos trabaron conocimiento con el gran jurisconsulto y supieron cuáles eran los motivos que lo habían llevado a esos lejanos confines. No por eso se puede quitar significado ni negar las consecuencias del histórico viaje, pues en el encuentro del doctor Colombo con Ascanio Trindade en la sala de despachos de la Municipalidad reside la explicación de todo atropello posterior, del apuro, la violencia, la desesperación. Días tumultuosos y de espanto: en menos de dos semanas, el pueblo asistió a diversos acontecimientos, que por numerosos y de tal calibre parecía que había llegado el fin del mundo. Con lo cual se cumpliría la profecía del beato Possidonio.

El ruido inusitado de un automóvil estacionado frente a la notaría, hizo salir al doctor Franklin a la puerta, justo a tiempo para ver y reconocer al glorioso maestro dedicado a la ruda tarea de extraer su vasto corpachón del asiento del auto y con ayuda del chofer. Al notario se le salían los ojos de las órbitas: bendito cocotal, ¡válgame Dios! Esta vez, quien se aventura en las precarias rutas del interior no es ningún vulgar abogaducho de Esplanada o Feira, ningún viejo truhán de las tierras del cacao. Ante el notario, se yergue la vasta humanidad del doctor Hélio Colombo, ciento y tantos kilos de astucia y saber. El doctor Franklin se adelanta, extiende la mano, efusivo e indagador:

—¡Bienvenido a Sant’Ana do Agreste, querido maestro! Soy el doctor Franklin Lins, notario, a sus órdenes. ¿A qué debemos la honra de tan ilustre visita?

El emérito catedrático de la Facultad de Derecho de la Universidad Federal de Bahía, jefe del más grande estudio de derecho del Estado, corresponde al apretón de manos pero decepciona la curiosidad del amable conciudadano, no formula la sensacional declaración, digna de su fama, ni esboza ningún gesto capaz de caracterizar el rumbo de los acontecimientos que van a conmover a la ciudad y al municipio. Bufa y gime:

—Gracias, mi querido colega. Siento que después de este viaje jamás volveré a ser el mismo. Tengo el alma envuelta en polvo, para siempre.

Se sacude el saco, metros y metros del mejor casimir inglés, se limpia la cara inundada de sudor, mira a su alrededor con tristeza: los canallas de la Brastanio se lo pagarán caro. No se trata de una amenaza gratuita. Tareas de ese tipo no están incluidas en el acuerdo de consultoría jurídica. Fue el maldito Mirko, quien le exigió que fuese en persona a examinar el problema y a encontrarle solución, y a cambio le prometió una secretaria atrayente para amenizar el viaje, además de haber elogiado la belleza del lugar. La atrayente no apareció en el momento de partir, el lugar es una tapera y la ruta, ¡una mierda! ¡Ah! este último pedazo… Cobrará cada metro, cada pozo, cada sacudida, la ausencia de la secretaria, el sudor, la polvareda, la sed, la pila de incomodidades. Después del apretón de manos, el doctor Franklin arriesga:

—¿Puedo preguntarle si su presencia se debe a las ventajas del clima o si vino a Agreste traído por intereses profesionales? Pero, por favor, entre.

—Antes, acláreme una cosa, mi querido colega: ¿existe por aquí cerveza helada? —parecía dudar—. Si por milagro existe, dígame dónde. Me estoy muriendo de sed.

—En el bar.

—Indíqueme el camino.

—Entre, siéntese, doctor. Le mando a buscar una cerveza.

Se da vuelta para llamar a Bonaparte, descubre al hijo atrás de la puerta, con el oído atento.

—Corre al bar, trae unas botellas de cerveza bien helada. En un abrir y cerrar de ojos. Volando.

Lento por naturaleza, el rotundo Bonaparte, en la aurora de los nuevos tiempos, se revela a la altura de la situación. Parte con paso acelerado, seguido por el chofer, vuelve largando los bofes por la boca. Actúa así no sólo por obediencia al padre sino sobre todo para no perderse ni un detalle de la visita del ínclito abogado, merecedor de tantas adulaciones. ¿Qué otro interés profesional podría traer a Agreste al famoso letrado, a no ser el cocotal de tantos herederos? ¿Quién podría ser el cliente del maestro Colombo sino la Brastanio? Bonaparte es un amigo leal, cómplice devoto: el doctor Marcolino colabora con admirable generosidad con los parcos vicios del joven notario —cigarrillos, copas, mujeres. Bonaparte tratará de corresponder a tales pruebas de consideración.

DE LAS PRECIOSAS RAREZAS.

Mientras la esposa se disculpa, por no servir un almuerzo digno del famoso comensal, el doctor Franklin siembra verde para recoger maduro:

—Evidentemente para usted no existen problemas difíciles, pero éste, el del cocotal, es una encrucijada de los mil demonios, ¿no cree? Si no fuese por la intransigencia de Fidelio, o mejor dicho, del comandante… ¿Ya se le ocurrió alguna salida, doctor?

El doctor Hélio Colombo levanta el tenedor:

—Mi querida señora, si este banquete es lo corriente en esta casa, ¿cómo será un almuerzo de fiesta? Es una delicia, mi señora.

De todo el viaje, ése fue el recuerdo que el abogado conservó: la mesa repleta de exquisiteces. Los pitús, la cazuela de pescado, los guaiamus fritos, el lomo de cabrito. Al llegar a los postres, el mal humor del gran hombre se había desvanecido; se había vuelto amable y miraba al matrimonio con simpatía (y al hijo del matrimonio, necio y silencioso, cara de retardado pero respetable compañero). Sincero en los elogios y en los agradecimientos a la dueña de casa por el almuerzo, emplea mucha cautela en la respuesta al indiscreto anfitrión:

—El problema, hum… Ya tengo cierta opinión, pero es muy temprano para cualquier afirmación. Quiero reflexionar sobre algunos detalles antes de dar mi parecer.

El doctor Franklin no se deja engañar. El maestro le había pedido un relato minucioso, lo acribilló a preguntas, no dejó un solo hilo suelto, estudió los libros antiguos y examinó documentos recientes. Mientras sacudía la cabezota, había encargado algunos certificados a Bonaparte, quería llevarlos consigo. Por fin había sonreído, ladino, y el doctor Franklin estuvo seguro de que el maestro había encontrado la solución, pues existe una solución capaz de resolver el impasse que al mismo tiempo beneficia a la Brastanio y si él, pobre notario del interior, la había descubierto, ¿cómo escaparía a la experiencia del gran abogado? No le sorprende la reserva del invitado, ¿por qué habría de poner las cartulinas sobre la mesa y revelar sus triunfos?

El doctor Colombo suspira al probar la primera cucharada de ambrosía: ¡incomparable! Mientras se dedica al placer de la degustación, empieza a dirigir las preguntas en busca de informaciones sobre los próceres de Agreste:

—El candidato a alcalde, ¿qué tal es?

—Un joven honrado.

Una fugaz sombra de duda atraviesa los ojos del doctor Colombo, en seguida desaparece.

—Me refiero al que es candidato de la Brastanio, un tal… —retira un papel del bolsillo, lee la anotación— Ascanio Trindade. Recientemente estuvo en Salvador.

—Ese mismo. No sabía que era candidato de la Brastanio.

—Es una manera de decir. Me expresé así porque ese joven se revela como administrador visionario, demostró públicamente que estaba de acuerdo con la instalación de la Brastanio en el municipio. Es natural que la Brastanio vea su candidatura con simpatía. Nada más que eso.

La explicación no convence al doctor Franklin, cada vez más aprensivo: durante los últimos días había oído sorprendentes comentarios sobre Ascanio. Se decía que después del viaje a la capital, estaba muy cambiado, que hablaba haciéndose el importante, lleno de sí, que dictaba reglas. El doctor Marcolino Pitombo se había referido a lo de Leonora: realmente tal como había averiguado el doctor Franklin, Ascanio le arrastra el ala a la paulista rica, hijastra de doña Antonieta Cantarelli. ¿Qué habrá de cierto en todos esos chismes? Hablar de la vida ajena siempre fue la principal diversión del pueblo, pero con el debate sobre la industria del titanio, las alcahueterías se impregnan de maldad, dejan de ser risueñas o con ese toque de pimienta para convertirse en cínicas e impías. Tal vez Ascanio siga siendo el mismo de antes, un muchacho honesto y derecho, entusiasmado con la posibilidad de grandes progresos para el municipio resultantes de la instalación de la fábrica. El notario juzgaba al joven como entusiasta y trabajador, tal vez porque había sido amigo del finado Leovigildo, padre de Ascanio. Cuando el coro de Artur da Tapitanga propuso su nombre para ocupar el puesto de alcalde, vacante por la muerte del doctor Mauritônio, Dantas, aplaudió la elección. No sólo él, toda la población. De repente, Ascanio surge como candidato de la Brastanio y el maestro Colombo parece tener motivos para poner en duda su honestidad.

Al repetir una abundante porción de ambrosía, el eminente catedrático indaga:

—Según tengo entendido, la elección de ese joven es un hecho pacífico, él se presenta solo, no surgieron otros candidatos, ¿no es así?

—Hasta el momento, es el único. Es cierto que no existe candidatura propiamente dicha, pues la fecha de elección todavía no fue fijada.

—Está equivocado, mi querido amigo. La fecha de las elecciones fue fijada en la reunión de ayer del Tribunal Electoral.

Un escalofrío recorre la columna del doctor Franklin. Había leído en un diario de la capital una referencia al interés de la Brastanio en las elecciones para la Municipalidad de Agreste. Presionaba al tribunal para fijar fecha. Antiguamente nadie se preocupaba por las elecciones del perdido municipio, feudo inmemorial del coronel Artur da Tapitanga. Ahora se levanta otra fuerza política, tan poderosa que está a punto de traer a Agreste, a su servicio, al propio profesor Hélio Colombo, invencible en los Tribunales y, por lo que se ve, en la mesa.

Bonaparte, derrotado, abandona la competencia, deja los cubiertos. El egregio maestro es único: impávido, ataca el araça, golosina muy rara actualmente, tan difícil de encontrar como un hombre honrado, mi querido notario.

DE LA NOTORIEDAD DE AGRESTE.

A la entrada de la Municipalidad, colgado en un lugar de honor, el vistoso dibujo de Rufo, la «deslumbrante visión de futuro», atrae curiosos. Sacuden la cabeza, unánimes en la admiración por las cualidades artísticas del decorador, divergentes en lo referente al contenido. ¡Formidable! apoyan algunos, con entusiasmo: Ascanio es un tipo de avanzada, va a levantar a Agreste, va a transformar la región. Otros, más prudentes, repiten argumentos del comandante y de doña Carmosina: si esa industria fuese tan benéfica, ¿por qué habría de instalarse en un área tan pobre y lejana, desprovista de recursos? Dicen que echa a perder el agua, envenena el aire. Está en los diarios. No la quieren en ninguna parte del mundo, la prohibieron en São Paulo y Río. Trataron de instalarla entre IIhéus e Itabuna, el pueblo se levantó. Ascanio, está siendo envuelto o…

¿O qué? Ascanio es un hombre íntegro, su vida es un libro abierto, ciudadano por encima de cualquier sospecha, de cualquier insinuación…

Nadie está insinuando nada, pero es de dominio público que él anda detrás de la paulista rica, heredera del comendador, hijastra de doña Antonieta. Un postulante pobre, en este caso, paupérrimo, a la mano de la millonaria, pierde la cabeza con facilidad y en estas grandes empresas corre dinero en abundancia. A Ascanio, la instalación de la fábrica en el municipio le viene como anillo al dedo, ¿quién puede negar la evidencia?

Se suceden las discusiones. Crece el número de lectores de los diarios de la capital, antes reducidos a los privilegiados suscriptores de A Tarde. Por encargo de Chalita, siempre dispuesto a aumentar sus fuentes de información, llegan en la «marineti» de Jairo, ejemplares de los diversos diarios de Salvador.

Si el dueño del cine tiene un juicio formado sobre el problema de la industria de titanio, no hace alarde. Sólo vende los pro y los contra para recoger la escasa ganancia. La polémica en tomo de la Brastanio se alimenta de noticias y chismes, de difamaciones y se difunde por todos lados.

Leyeron y comentaron la grandilocuente entrevista de Ascanio: «La Brastanio significa la redención de Agreste; riqueza y progreso para el litoral norte del Estado». Las muchachas admiraron su retrato a dos columnas, aparece con el dedo levantado, joven líder político de gran futuro, candidato del pueblo a la Municipalidad, según decía el reportero. También causó sensación el severo artículo en que la sección editorial de A Tarde comentó tales declaraciones. Bajo el título de «¿Candidato del pueblo o de la Brastanio?». Califica a Ascanio como «astuto play boy rural, huésped de la Brastanio en un hotel de lujo». En cuanto a la riqueza y al progreso anunciados por el «imprudente y gracioso personaje», no pasarían de contaminación y miseria en la opinión responsable de intelectuales sergipanos que firmaron un memorial de apoyo al telegrama del alcalde de Estancia, figuras relevantes: el pintor Jenner Augusto, el escritor Mario Cabral, el profesor José Calasans, el periodista Junot Silveira.

Las confusas noticias sobre la amenaza a la vida de los componentes de un equipo de técnicos de la Brastanio, imposibilitados de desembarcar en Mangue Seco, causó espanto e incredulidad, La población indignada se unió para defender el medio ambiente —aplaudía Giovanni Guimaraes. Fueron agentes internacionales de la subversión al servicio del comunismo ateo, comandados por una rusa que no era otra sino la bolchevique Alexandra Kolontai, cuya presencia en Brasil había sido señalada por servicios competentes— denunciaba el mismo diario donde había salido la entrevista a Ascanio.

Por fin, para culminar con el abundante noticiero, el pueblo tomó conocimiento de la fecha fijada para las elecciones. ¿Por qué tan próximas? —preguntaba el articulista de A Tarde. Porque la Brastanio tiene apuro— respondía él mismo. Pese a las divergencias, y reservada la opinión de cada uno sobre el problema de la industria de titanio, había un punto en torno del cual todos se habían puesto vanidosamente de acuerdo: Agreste jamás había merecido tantos comentarios de la prensa. No menos vanidoso se sentía el Magnífico Doctor. Angelo Bardi lo había llamado por teléfono desde São Paulo para saludarlo.

DE LOS ESCRÚPULOS DE CONCIENCIA (APREMIANTES E IMPROCEDENTES).

Al oír al doctor Colombo, se apodera de Ascanio una sensación idéntica a la que había sentido en Bahía, la semana anterior. Inoportuno impedimento, como si no anduviera por sus propios pies, como si fuese conducido, sin opción, debiendo ejercitar decisiones tomadas por otros, sin su consentimiento. Pero la voluntad de oponerse, de exigir explicaciones, de no dejarse envolver, de averiguar el porqué de cada cosa, no llega a expresarse. Se siente incómodo, pero oye y calla.

Una vez más comprueba el poder de la Brastanio, al recibir en la Municipalidad de Agreste al egregio profesor Hélio Colombo, de quien no había llegado a ser alumno pero en cuyo estudio, igual que los demás colegas, había soñado con iniciarse cuando se recibiera. Allí estaba el doctor, en persona, recuperado después del almuerzo y la siesta, exponía y solucionaba el terrible problema del cocotal que había causado tanta preocupación a Ascanio. Portador de la auspiciosa noticia de la decisión del Tribunal sobre la fecha del pleito, antes de que el joven terminara de decirle cuánto lo admiraba, el eminente abogado comenzó a poner en claro la confusión causada por Fidelio, a sugerir el procedimiento de Ascanio.

Ascanio había bajado victorioso de la «marineti» de Jairo, empuñaba el tubo de metal y el portafolios de cuero, en el bolsillo estaba el anillo de compromiso y el pecho inflado de ambición y amor. La decisión de la Compañía Brasileña de Titanio, al elegir a Sant’Ana do Agreste para instalar allí sus fábricas, cambiaba el destino del municipio y la vida del futuro alcalde. Con los argumentos del doctor Lucena y el feérico dibujo de Rufo, esperaba conquistar la buena voluntad de la madrastra de Leonora. Sólo sobrarían los discursos del comandante, las censuras de doña Carmosina, los versos, en su mayoría inéditos de Barbozinha. Palabrería ruidosa e inconsecuente.

La euforia duró poco. En Mangue Seco, la firme negativa de Tieta fue un rudo golpe. Después, los motivos de aprensión y los disgustos se sucedieron: obstáculos e injusticias, inseguridades y sufrimiento.

En la agencia de Correos, doña Carmosina le tiró a la cara la opción concedida por Fidelio al comandante, con lo cual se vengó de aquella ofensa con que él se había despedido al embarcar en el jeep. Además se burló:

—Quiero ver cómo van a hacer tus amigos para, instalar la fábrica en el cocotal. Por suerte, todavía hay gente que vale en este mundo.

Ascanio no respondió, dejó a doña Carmosina hablando sola. Quería evitar discusiones capaces de terminar en una ruptura con la vieja amiga cada vez más exaltada. Pero la información, confirmada luego, demostraba que no todo era palabrerío. No encontró respuesta a la pregunta de la agente del Correo: ¿cómo se las arreglaría la Brastanio para adquirir las tierras del cocotal? Los problemas de propiedad de tierras generalmente se arrastran interminables por los tribunales, duran años y años, y éste recién se inicia: el juez de Esplanada ni siquiera había dado curso a la escritura, requerida por el doctor Marcolino, en nombre de Jarde y Josafá Antunes.

El doctor Hélio Colombo salva el obstáculo y declara que para encontrar una solución ideal no hubiera sido necesario emprender ese pavoroso viaje, sólo amenizado por el almuerzo con que el notario lo había homenajeado —el doctor todavía se relame. En la sala, Bonaparte ronca tirado en un banco en la pesadez de la tarde. A su lado, los certificados y una lata de dulce de araçá, destinada al doctor. El doctor Colombo mira con simpatía al dormilón: sueño merecido, el joven había sacrificado la siesta para tener listos los certificados. Idiota, pero gentil. Ordena a Ascanio:

—Sea reservado en cuanto a lo referente a nuestra conversación. Mirko me dijo que puedo confiar en usted.

Es una solución simple y perfecta. Ascanio, ni bien sea elegido y haya tomado posesión, como medida de utilidad pública expropiará toda el área del cocotal. ¿De dónde sacar dinero para pagar la expropiación? Los terrenos expropiados serán vendidos a la Brastanio. La Municipalidad tendrá dinero para pagar y además embolsará un poco más con el lucro del negociado. Negocio limpio.

—¿Y si los herederos no aceptan?

—¿Cómo no van a aceptar? Todavía ni siquiera existen como herederos. La expropiación, a precio razonable, es un verdadero regalo para ellos.

—Pero el comandante no aceptará, a ningún precio.

—Él no puede impedir la expropiación por motivo de utilidad pública. Puede recurrir a la justicia, pero después. Perderá tiempo y dinero. No se preocupe por él y siga adelante. Yo me ocuparé de todo. El día en que usted asuma el cargo, mandaré en mano, por un colega, uno de mis auxiliares del estudio, el decreto de expropiación con los considerandos perfectamente fundamentados. Usted sólo deberá firmar.

Su único trabajo: firmar. Siente una sensación desagradable, incómoda. Mete la mano en el bolsillo, toca la pequeña cajita donde está el anillo de compromiso. ¿Cuándo lo pondrá en el dedo de Leonora? El tiempo urge. ¿Qué puede hacer sino seguir adelante? Además, al colaborar con la instalación de la Brastanio en Mangue Seco, sólo está sirviendo a los intereses del municipio y del pueblo. ¿Pensándolo bien, cuáles son los motivos para tener escrúpulos de conciencia?

MUESTRA DE LAS APRENSIONES DE UN CANDIDATO A LÍDER Y A MARIDO, O DEL CARÁCTER SUJETO A DURAS PRUEBAS.

Joven, sano, enérgico, enamorado. Enamorado es poco decir: loco de amor y correspondido. Sin sombra de duda. Había recibido la indiscutible (y celestial) prueba que no fue sino la mayor de todas: su bienamada le había abierto las piernas, se entregó, sin pedir nada a cambio. Como él era pobre y ella rica, jamás había osado hablarle de casamiento, no hizo ni propuestas ni promesas. Ese gesto de Leonora en las dunas fue prueba de infinito amor.

Galán principal de la historia que se está contando, goza de envidiable salud, potencia sexual recientemente comprobada (y de sobra) en la capital del Estado. ¿Cómo explicar que ese joven gallardo y varonil, al tener a su disposición, sumisa y ardiente, a la más inaccesible de las mujeres, la mujer de su vida, no se aproveche, no sólo que no se aproveche sino que además trate de evitar (o por lo menos postergar) la repetición de la exaltante noche de amor? ¿Cuáles son los motivos de semejante demencia? ¿Será posible que exista, en los confines del mundo, o sea en Agreste, tamaño imbécil?

El domingo, al desembarcar de la lancha, Ascanio acompañó a Leonora hasta la puerta de la casa de Perpetua. Le tomó las manos y con la ternura a flor de piel, le dijo:

—Me voy a casa, me despido por hoy. Necesitas descansar, casi no has dormido, debes de estar cansada. Si me permites, mañana cuando vaya a la Municipalidad, paso para darte los buenos días.

Permitirá todo lo que Ascanio pida y desee, lo ideal sería que la deseara y la poseyera esa misma noche, en los recovecos del río. No está tan cansada, y si lo estuviese, ¿qué mejor lugar para descansar sino en los brazos de su amor, sin un ápice de tristeza? Sin embargo se calla. Nuevamente intimidada, a la espera de que Ascanio tome la iniciativa, se anime y proponga. Aprovecha, cabrita, haz tu reserva de recuerdos, el tiempo es corto, había recomendado su madrecita. Esa noche de domingo se desperdicia envuelta en prejuicios y escrúpulos.

Él se acerca para darle el beso de despedida. Leonora se atraca en su pescuezo, le apoya los senos prominentes. Los cuerpos se unen, las piernas se encuentran, un calor nace del largo y desesperado beso, de labios, lenguas y dientes. Ascanio se zafa y huye calle afuera, bajo la débil luz de los viejos postes.

Sus pasos, en lugar de llevarlo a su casa, lo conducen a la pensión de Zuleika Cinderela, donde María Inmaculada sonriente lo recibe:

—Don Ascanio… Hace tanto que lo espero… Me alegro de que haya venido.

El estar con la muchacha, inquieta y linda, no tranquiliza a Ascanio, sólo comprueba que el cuerpo de Leonora, y ningún otro, le puede dar esa sensación de plenitud que lo hace sentir invencible, dueño del mundo.

Pero para merecerla otra vez, debe esperar. El gesto de Leonora es prueba de infinito amor y de desmedida confianza. Ella es pura e íntegra, ni la dolorosa experiencia anterior la hizo dudar de los sentimientos y de la seriedad del nuevo pretendiente: se puso en sus manos por considerarlas limpias, honradas. El deseo consume al joven enamorado, pero él se controla, debe comportarse a la altura de la confianza de Leonora.

En el bolsillo guarda un anillo de compromiso. Ni bien doña Antonieta vuelva de Agreste, él hablará franca y decididamente: amo a su hijastra y la quiero por esposa. Soy pobre, pero ambicioso. Confíe en mi, llegaré a ser alguien. Con el anillo en el dedo de Leonora y fijada la fecha del casamiento, tal vez quién sabe… Pero antes, sería un desleal abuso, un vil comportamiento.

Doña Antonieta le había negado su apoyo en la campaña de la instalación de la Brastanio. ¿Cómo reaccionará ante el pedido de casamiento? Parece ver el asunto con simpatía, tal vez por juzgarlo inconsecuente distracción de veraneo. Pero de ahí a casamiento la distancia es grande. ¿Cómo actuar, si la omnipotente madrastra se opone?

Ascanio no admite el pensamiento de no volver a tener en sus brazos, rendido y vibrante, el cuerpo de Leonora. Ahora que lo había conocido y tocado, ya no puede vivir sin poseerlo. Sin embargo es necesario esperar. No es fácil ser un hombre digno, acarrea esfuerzos.

DE LOS DÍAS VENTUROSOS.

Los días que siguieron al frustrado domingo de la inauguración del Curral do Bode Inácio, a la desesperante noche de los cuernos sagrados, fueron los más felices de las vacaciones de Tieta, casi los más felices de su vida.

Al proyectar su regreso a Mangue Seco, soñaba con reencontrar la belleza y la paz. La suertuda hasta obtuvo una pasión devoradora, insólita en su abundante colección de festejantes. Por primera vez dejó de ser chiva mañera requerida y conquistada, rendirse sumisa al llamado, a la codicia, a la seducción del macho. De repente, le era restituido el paisaje de su adolescencia, cabra de prominentes ubres, deseo con ansia irreprimible, sedujo y conquistó a un cabrito apenas destetado, lo derribó en las dunas y lo violentó. Además de la paz y la belleza, tuvo la timidez y la furia del mancebo. Como si no bastara esto, además sobrino y seminarista. Loca, absurda, incomparable aventura, disputando con Dios los preciosos minutos.

Días de plenitud, de pasión decantada un amor único e inmortal, cuando la existencia se hace inconcebible sin la presencia del ser amado. Serían perfectos si no estuviesen llegando a su término. Se le ocurre llevar a Ricardo a São Paulo. Sabe que no puede y que no debe hacerlo: antes o después se quebrará la magia y proyectará en el deseo la sombra del hastío y del tedio. Por eso mismo, no admite perder ni un solo instante de esa ventura sin par que ese amor inmenso y eterno le da. Una vez prohibidas las idas a Agreste, suspendidos los encargos del monaguillo, las obligaciones del diácono del templo, el seminarista se saca la sotana, y se exhibe casi desnudo en su traje de baño.

Tieta no piensa en cumplir las promesas hechas a doña Carmosina y al comandante, está dispuesta a permanecer en Mangue Seco hasta el día de la fiesta de la luz, víspera del viaje de regreso. En la fiesta se despedirá de todo el mundo, adiós mi gente, hasta la próxima vez, los voy a extrañar, todo estuvo muy lindo.

No ve motivo para sacrificarse. Nada válido puede hacer para impedir la instalación de la fábrica, su presencia en Agreste sólo representará tiempo y esfuerzos perdidos. Alegre y libre, vive días incomparables, charla con pedro y Marta, con Jonás y los pescadores. Gime y ríe en los brazos de Ricardo, en lo alto de las dunas, a orillas del mar, en la hamaca, en la arena, en la espuma de las olas, en la canoa, de noche, de madrugada, al atardecer. La luna creciente se establece en las dunas y entra por la ventana del Curral.

Sería bueno quedarse para siempre, envejecer allí y esperar la muerte, sin preocupaciones ni compromisos. ¿Por qué ha de abandonar el paraíso? Urge regresar a São Paulo, ganar dinero y emplearlo bien. Además, dentro de muy poco tiempo, Mangue Seco, sólo será un triste paisaje de cemento, humo y detritos. Mejor no pensar en eso, aprovechar mientras todavía existen paz, belleza, amor.

La plenitud dura desde la mañana del lunes, cuando por fin llegó Ricardo y Tieta lo recibió con reprimendas:

—Si lo hiciste a propósito para aguar mi fiesta, lo conseguiste. ¿Por qué no viniste?

—Pero usted dijo que no habría fiesta.

—¿Desde cuando soy usted de nuevo? ¿Estamos rodeados de gente?

—Discúlpame, pero nunca te vi tan enojada, el padre Mariano me retuvo por el inventario. El cardenal…

—Quiero que el cardenal se pudra en el infierno. Él, el padre y toda su corte. ¿A qué hora terminó el inventario?

—Casi a la hora de misa.

—¿Y por qué te quedaste ahí y no viniste ayer mismo?

—Cuando terminó la misa, ya era de noche, no se me ocurrió —lo que no se le ocurre es una buena excusa—. Comí, recé un rosario con mamá y me fui a acostar. Soñé… —alza los ojos hacia Tieta— soñé contigo toda la noche. ¡Tuve cada sueño!

Justamente por no existir ninguna excusa, Tieta creyó en él:

—Si llegas a hacerme otra de ésas, vas a ver. De ahora en adelante, no sales más de aquí, ni para ir a misa ni para ninguna otra cosa. Hasta que yo me vaya, se acabó Dios. —La voz se endulza—. ¿Es cierto que soñaste conmigo?

—Soñé que eras jovencita como antes de irte. Eras igualita a como me contaste, igualita, sin poner ni sacar nada. —¿Acaso no era verdad? A María Inmaculada sólo le faltaba el cayado de pastora.

—Cuéntame cabrito, con puntos y comas.

DONDE FINALMENTE LA BELLA LEONORA CONOCE LOS RECOVECOS DEL RÍO.

Confusamente, Leonora se da cuenta de los sentimientos de Ascanio. En ningún trance de su vida se encontró con un hombre como él y tiene miedo de lastimarlo, desilusionarlo y perderlo. Se intimida y no tiene coraje para defender el poco tiempo que le resta.

Primero el joven la había creído virgen, casta hija de buena familia, de esmerada educación, riquísima, a la espera de un casamiento acorde con su situación social. Después, la madrecita le había inventado esa historia del novio canalla, desenmascarado antes de birlarle la plata, pero después de haberle robado el himen. Y esa historia fue inventada para convertir en audacia la timidez de Ascanio, para colocar a su alcance a la paulista evolucionada, sin prejuicios provincianos ni virginidad, y así transformar al platónico y deprimente festejo de caboclo en un exaltado romance, lírico y ardiente, agradable pasatiempo de vacaciones. La madrecita la había llevado consigo para curarle el pecho y el corazón. En el sertão vas a respirar aire puro y vas a apreciar el placer de un amor romántico, de esos que te dejan llena de recuerdos nostálgicos. ¿Sabes lo que es hacer el amor oyendo versos? Sólo en Agreste, cabrita. Aire puro para los pulmones debilitados por la contaminación de la metrópoli, sentimientos para el corazón herido por la aridez y la violencia. Carga de recuerdos para las horas de soledad.

La intriga de la madrecita obtuvo éxito, pero sólo parcialmente. Ascanio continuó imaginándola ingenua hija de buena familia, todavía más digna y necesitada de respeto por haber sido engañada y por haber sufrido tanto. Pero ¡ay! no era ninguna hija de buena familia, digna de respeto. El secreto no le pertenece, no puede abrir la boca y decir: llévame a la cama sin vacilar, no te pido nada, nada merezco, soy una mujer de la vida, una cualquiera. Una infeliz. Además de los clientes, que no cuentan, tuve otros hombres antes de ti; pero sólo ahora, aquí en Agreste, amé como se debe amar. Yo te amo, quiero ser tuya y quiero que seas mío. ¡No importa por cuánto tiempo!

No puede contarle la verdad, pero nada le impide extenderle los brazos y pedir: vamos a la orilla del río, derríbame en la oscuridad, a la sombra de los sauces. Agarra a tu chivo por los cuernos, le había enseñado la madrecita. En lo alto de las dunas, Leonora había seguido el consejo. Y todo salió bien.

Mientras andan despaciosamente por la vereda de la Plaza de la Matriz, recorrido habitual de los enamorados, entre tiernas miradas, fugaces apretones de mano, rápidos besos, y al ver que el tiempo pasa sin que Ascanio se decida, antes de encontrarse con otra noche perdida, Leonora vence el recelo, supera la inhibición y se atreve:

—Nunca hemos salido de aquí, de la Plaza. Tengo ganas de ir hasta la Bacia de Catarina. Es un lindo paseo.

—Es cierto, es lindo, iremos un día de éstos…

—¿Por qué no vamos hoy?

—No hay nadie para que nos acompañe.

—¿Compañía? ¿Para qué? Quiero ir contigo, los dos solos.

—¿Solos? —Le acaricia el rostro: —Agreste no es São Paulo, Nora, mañana tu nombre estaría en boca de todo el mundo.

Dando el asunto por terminado, Ascanio vuelve al tema de sus proyectos como administrador y a las perspectivas abiertas para el municipio con la llegada de la Brastanio.

Leonora escucha distraída, oye resonar a lo lejos la voz de la madrecita: agarra a tu chivo por los cuernos, cabrita. Interrumpe el paseo y el discurso:

—¿Tú me amas, Ascanio? ¿Me amas de verdad?

—¿Lo dudas? Yo…

—Entonces, ¿por qué huyes de mi? ¿O es que no te gusté?

—¿Yo huyo de ti? ¿No me gustaste? No digas eso nunca más. Yo te amo y no quiero que hablen mal de ti, ¿entiendes?

Leonora sonríe y prosigue, mansa y firme:

—Claro que entiendo, era lo que yo pensaba. Deja que hablen, no me importa, no me va ni me viene. —Lo toma de la mano—. Llévame, amor, a la orilla del río. Adonde tú quieras, mi señor.

Ascanio siente el sudor que invade todo su cuerpo, sus pensamientos se atropellan, es imposible ordenarlos.

DE CÓMO FUE PERTURBADA LA PAZ POR UN SANTO VARÓN.

Ricardo había salido a pescar en la canoa con el ingeniero y Budião. Tieta descansa en la hamaca y de pronto percibe un ruido de pasos en la arena. Se incorpora y ve a un forastero que se acerca. A pesar de no haberlo visto nunca, reconoce a Fray Timoteo, con su sombrero de paja, sonriente.

Tieta corre a ponerse un vestido sobre el traje de baño. Vuelve a tiempo para saludar al franciscano.

—¿Doña Antonieta Cantarelli? Todos hablan mucho de usted, no quise irme sin conocerla. Mucho gusto.

—Yo también quería conocerlo. Mi sobrino Ricardo dice que usted es un santo.

—¿Un santo? —ríe, le parece gracioso—. Soy un pobre pecador. ¿Por dónde anda Ricardo? No lo he visto en los últimos días.

—Estuvo en Agreste, ayudando al padre Mariano pero ya volvió. Se fue a pescar, no tardará en volver.

—Es un buen muchacho. Dios se encargará de indicarle el camino. Si usted me permite, voy a esperarlo para despedirme. Terminaron mis vacaciones, mañana estaré de nuevo en São Cristóvão.

—La casa es suya. Voy a buscar una silla.

El fraile no quiere silla, se sienta al lado de Tieta en la balaustrada de la terraza, todavía tiene agilidad, a pesar de los cabellos blancos. Sus ojos están fijos en las dunas:

—São Cristóvão es una ciudad antigua, bonita, los hombres que la construyeron honraron al Señor…

—No la conozco, pero he oído hablar de ella.

—Sin embargo, nada se puede comparar a Mangue Seco. Esta región es privilegiada, es lindísima, es como un don de Dios a los hombres. Sé que usted ha hecho lo imposible para impedir el crimen que quieren cometer al instalar aquí una fábrica de dióxido de titanio.

Tieta se siente enrojecer. No merece elogios. El comandante reclama su presencia en Agreste y ella allí, disfrutando de la vida y deleitándose con el sobrino.

—No hice nada o casi nada. El comandante Darío vive pidiéndome que vaya a Agreste para darles una mano pero prefiero quedarme aquí para aprovechar esta maravilla mientras puedo. Carmosina me acusa de egoísta, pero dígame Fray Timoteo, ¿qué se ganaría con que yo fuera a Agreste para pedirle al pueblo que firme contra la fábrica y que proteste? La fábrica terminaría por instalarse igual, eso no depende de mí, ni de Carmo, ni del comandante. ¿No tengo razón?

—Creo que no, doña Tieta. Permítame que la trate así. Es muy difícil que las protestas del pueblo de Agreste, solas; puedan impedir la instalación de la fábrica, es cierto, pero pueden ayudar. De cualquier manera debemos hacer todo lo que esté a nuestro alcance para impedir el crimen, sin preguntamos si vamos a obtener éxito o no. —Una breve pausa, antes de agregar—. Cuando usted se metió en la lancha, con Jonás y los pescadores, no preguntó si valía la pena.

Sorprendida, Tieta trata de explicar:

—Recordé mis tiempos de niña traviesa, me encantaban las peleas…

—No la estoy juzgando ni acusando, pero ¿de qué otra manera ellos podrían protestar? Pero usted puede ayudar, sin recurrir a la violencia. El pueblo de Agreste necesita enterarse de cómo son las cosas, una palabra suya es capaz de convencer a los indecisos. Dios nos confió el cuidado de estos bienes, nuestra obligación es defenderlos. Si no lo hacemos, somos cómplices de los criminales: los índices de contaminación de esa industria son terribles. Discúlpeme, doña Tieta, que hable de esta manera, pero usted me pidió mi opinión…

En la infinita paz de la tarde, la voz del fraile, tierna y fervorosa, la sonrisa tímida y apaciguante, perturban a Tieta. No llega a responder —¿responder qué?— debido a la aparición de Ricardo. Al avistar al fraile, el seminarista deja al ingeniero atrás y aparece corriendo:

—¿Por aquí, Fray Timoteo? ¡Qué sorpresa!

—Vine a despedirme, hijo, y tuve el placer de conocer y de conversar con doña Tieta. Mañana regreso al convento.

El ingeniero se acerca al grupo con una canasta llena de pescados:

—Marta y yo también tenemos las valijas hechas, sólo nos quedan dos días. Volveremos dentro de un año, si es que para esa fecha no está todo arruinado por aquí. Cuando pienso en eso, se me revuelve todo…

—Estábamos hablando de eso, doña Tieta y yo. Están planeando un crimen, un gran crimen.

Ricardo acompaña al fraile hasta la canoa. Fray Timoteo comenta:

—¡Qué simpática que es tu tía! Sé cuánto la estimas, vas a sentir su ausencia. Cuando ella se haya ido, ven a pasar unos días conmigo, al convento.

En la cama, por la noche, Tieta comenta la visita:

—¿Te parece que sospecha algo de nosotros dos?

—Nunca lo dio a entender.

—Sabía lo de las lanchas, me lo dijo pero no me lo recriminó. Pucha con ese cura. Acabó con mi tranquilidad.

—¿Qué?

—Con esa historia de que tenemos obligaciones por cumplir. No quiero irme de aquí hasta el día de la fiesta y de la partida…

Felipe acostumbraba a decir que para vivir feliz antes que nada es necesario abolir la conciencia. Tú tienes problemas de conciencia, vas a terminar mal… prevenía al saberla preocupada por algunas de las muchachas del Refugio. Tieta abraza a Ricardo contra su pecho, y trata de olvidar las palabras del fraile, no percibe la vislumbre de esperanza que hay en los ojos del muchacho.

DEL MISTERIOSO CORRESPONSAL.

¿Cómo había podido suceder tal infidencia? El doctor Hélio Colombo no había hablado con nadie sobre la expropiación, a no ser con el propio candidato. Ascanio Trindade, a su vez, guardó absoluto silencio acerca de la conversación con el abogado. Sin embargo, a los pocos días, A Tarde publicaba una «Correspondencia de Agreste», donde se relataba la estadía del ilustre jurisconsulto, en calidad de defensor de la Brastanio. Se refería a la mañana que pasó en la notaría, inclinado sobre libros y documentos, y al encuentro, por la tarde, en el edificio de la Municipalidad con Ascanio Trindade, cuando había ordenado al candidato a alcalde que expropiara la inmensa área del cocotal, para revenderla, totalmente o en parte, a la Compañía Brasileña de Titanio S. A., y obtuvo inmediato acuerdo del obediente funcionario. La expropiación por utilidad pública fue la solución encontrada por el abogado para garantizar a su cliente la posesión del área, ante la intransigencia de algunos herederos, irreductibles en su disposición de abstenerse de cualquier negocio con la controvertida empresa, considerando que las emanaciones provenientes de la industria de titanio podrían causar irreparables daños a la región. El corresponsal usaba el verbo ordenar y el adjetivo obediente. Los ejemplares de la gaceta pasaron de mano en mano.

Jamás se supo quién fue el misterioso corresponsal. El doctor Hélio Colombo, al recordar su corta visita a Agreste, la pavorosa travesía de ida y vuelta, el camino de mulas, el polvo y la sed, la abundante mesa, el sabor y el tamaño de los pitús, el color dorado y el incomparable sabor de la ambrosía, reflexiona sobre las mañas y sabidurías de la gente del interior, campesinos, pajueranos. Parecen ingenuos y tontos. Pero como se ve, son sagaces, con su pachorra engañan a los sabihondos de las metrópolis. El doctor rememora la evidente curiosidad del escriba. No, las preguntas capciosas hechas durante el almuerzo. Pensó que lo había engañado. Vuelve a oír los ronquidos del simpático gorducho, su inexpresiva cara de luna llena, su aire de pavote, semimuerto en la sala de la Municipalidad, portador de los certificados y de la lata de dulce de araçá. ¡Padre e hijo, qué dúo!

DEL BRINDIS CON LICOR DE VIOLETAS.

Lo que aumenta la depresión de doña Carmosina es el hecho de que todos piensen en ella cuando tratan de identificar al anónimo e informado corresponsal. Aminthas va a felicitarla:

—Prima, eres un fenómeno. ¿Cómo descubriste la trama?

No había descubierto nada, no le cabe ningún mérito en la denuncia, ni siquiera se había enterado del paso por la ciudad del doctor Hélio Colombo, está completamente aparte de todo, apesadumbrada. Además de la conmoción causada por la noticia —el triunfo conquistado con el noble gesto de Fidelio se perdió—, se vio dejada al margen de los acontecimientos. Antes, en Agreste, no se movía ni una pajita de su lugar sin su conocimiento. Ahora, la tomaban de sorpresa, es un absurdo. Los pequeños ojos de doña Carmosina se opacan:

—Me enteré por el diario, como tú, y pensar que me reí en las narices de Ascanio… Ahora ya da lo mismo. Estoy desmoralizada.

El comandante se une a ellos, está deprimido, larga sobre el mostrador las hojas de papel con las firmas del memorial de protesta. Quien tiene razón es Tieta: memorial o nada, da lo mismo. El comandante llega de la notaría donde conversó con el doctor Franklin y obtuvo confirmación de la noticia. Aunque actúa en representación del presunto heredero, no podrá hacer nada para impedir el acto de expropiación por motivo de utilidad pública. Cualquier acción en la justicia tendrá que ser a posteriori, ¿para qué sirve? La cuestión del cocotal está liquidada. Un clima de desolación se extiende en la agencia de Correos. Sólo Aminthas no se deja abatir y, con sus moditos burlones, trata de levantar el ánimo de los amigos:

—El barco todavía no naufragó, comandante. ¿Dónde está ese ánimo, Carmo? Nunca vi a nadie que se entregara tan rápido. A pesar de todo, yo sigo pensando que esa fábrica no va a instalarse aquí…

—¿Qué no? Han mandado a Agreste a un abogado de la envergadura de Hélio Colombo, llevan a Ascanio a la capital…

Playboy provinciano… —se divierte Aminthas.

—… arreglan todo con él, fijan fecha para las elecciones ¿y tú todavía dudas de la intención que tienen?

—Estoy de acuerdo en que existen razones para creer. De cualquier manera, tenemos que actuar como si fuese cierto.

Repentinamente cambia de tema al ver acercarse unos curiosos que vienen del bar y de la tienda, interesados en la charla: Agreste anda con las orejas paradas y la noticia de la próxima expropiación de las tierras despertó un interés inusual. Chalita, el primero en llegar, se apoya en la puerta, se está hurgando los dientes con un palillo.

—Buen día, mis amigos.

—Buen día, pashá de los pobres. —Aminthas no se inmuta—: Como estaba diciendo, en mi opinión, los Beatles todavía no han sido superados… Después de almorzar paso por tu casa, Carmina, te llevo el disco, van a ver que tengo razón. Hasta luego, comandante.

En la puerta se cruza con Edmundo Ribeiro; el recaudador pregunta:

—¿Qué me dicen de la noticia? ¿Será cierto? Por la forma como marchan las cosas, dentro de dos años nadie va a reconocer a Agreste.

En lo de doña Carmosina, mientras doña Milu sirve dulce de cáscara de naranja, Aminthas asume posición de orador:

—Nobles correligionarios, respóndanme: Para poder decretar la expropiación del área, Ascanio tiene que ser elegido, ¿no es cierto?

—Ya fue fijada la fecha de las elecciones.

—Ya lo sé, leo los diarios y me llegan las habladurías. Pero, que yo sepa, nuestro playboy rural todavía no fue elegido.

—Falta poco. —Constata el comandante.

—Falta poco o falta mucho, todo depende.

—¿Depende de qué? ¿Por casualidad, tú dudas, de que él sea elegido?

La voz del comandante Darío refleja impotencia y desánimo, doña Carmosina oye en silencio.

—Claro que puedo dudar, ¿por qué no? Según las circunstancias, hasta puedo apostar a que no será elegido.

—¿Cómo no va a ser elegido? Es el único candidato, es el candidato del coronel Artur…

—Basta con que no sea candidato del coronel o, en último caso, que no sea el único…

—Estás queriendo decir… —interrumpe, interesada, doña Carmosina.

—Que basta con que aparezca otro candidato, capaz de destronar a Ascanio, ya sea en la preferencia del coronel, ya sea en las urnas…

—Ya me estaba dando cuenta de que querías llegar ahí. Pero no se puede. El coronel es padrino de Ascanio, confía en él, el día de entierro de Mauritônio, dijo que Ascanio sería alcalde y todo el mundo estuvo de acuerdo. No veo por qué ha de cambiar de idea.

—Qué sé yo… El viejo está medio loco, nadie todavía trató de saber qué es lo que el cacique piensa sobre la instalación de la fábrica, si está a favor o en contra. Nada cuesta conversar, tratar de convencerlo. Pero si él mantiene su opinión respecto a Ascanio, entonces nosotros iremos a las urnas.

—¡Ascanio es invencible en las urnas!

—¿Invencible? Tal vez lo haya sido, Carmo, pero ya no lo es. Antes todo el mundo veía en él a un joven trabajador y honesto, no había duda en las opiniones sobre Ascanio y todos lo querían como alcalde. Hoy, justa o injustamente, se transformó en un hombre pagado por la Brastanio, interesado en el dinero de Leonora. Aquí, entre nosotros, yo creo que no pasa de un bobo alegre. Pero por ahí, lo menos que dicen es que él anda con pajaritos en la cabeza. ¿No te diste cuenta que se terminó la unanimidad, Carmo? Empezando por nosotros, los que estamos aquí. Antes, todos éramos electores de Ascanio, electores firmes. Hoy, mi voto no está con él.

—Ni el mío. —El comandante está de acuerdo.

—Asimismo no veo quién puede competir con él.

—Estás ciega del todo, prima.

—¿Quién? Dime.

—El eminente ciudadano, preclaro hijo de Agreste, oficial de nuestra gloriosa armada: ¡el comandante Darío de Queluz!

—Tú estás loco. No soy político ni quiero serlo.

—Exactamente. Los políticos andan por el suelo, quienes mandan actualmente en el país son los militares. ¿O no? ¡Comandante, asuma su puesto!

—¿Yo? ¡Jamás!

Aminthas no le presta atención:

—Va a ser duro, pero yo creo que podremos ganar si…

—¿Si?

—Si contamos con el apoyo de doña Antonieta. Con Santa Tieta do Agreste a nuestro favor, si ella pidiera votos para el comandante, está hecho.

—De ninguna manera voy a aceptar… —recomienza el comandante, y se yergue para corroborar su decisión.

Doña Carmosina se vuelve hacia él, nuevamente está al pie del cañón:

—¿Cómo no va a aceptar? El patriotismo se prueba en estos momentos, comandante.

Doña Milu trae copas, sirve licor de violetas. La ocasión impone un brindis. La vieja señora, en épocas remotas, fue un eficiente caudillo electoral:

—¡Salud, comandante! Voy a empezar a hacerle propaganda hoy mismo. Ya tengo una divisa para la campaña: «Abajo la podredumbre». —Doña Milu saborea el licor, se lame los labios.

CAPÍTULO DE MEMORABLES ACONTECIMIENTOS DURANTE LOS CUALES ASCANIO TRINDADE PERDIÓ LA ELOCUENCIA Y LA CARAMBOLA. PRIMERA PARTE: EL CASO DEL DISCURSO.

Entre la visita del doctor Hélio Colombo a Agreste y la publicación de la noticia en un diario de la capital, dos veces estuvo Ascanio a punto de perder la cabeza: en la primera, perdió el hilo del discurso; en la segunda la carambola.

Lo del discurso fue en una asamblea improvisada a raíz de la llegada de los postes de la Hidroeléctrica a las calles de la ciudad. Cuando el jefe de los ingenieros bajó del jeep y subió las escaleras de la Municipalidad, Ascanio Trindade, en la sala de despachos, solo, busca digerir recientes y embarazosas actitudes, tomadas en su contra, impuestas por terceros sin que le hubiesen permitido opinar o discutir sobre ellas. Sin embargo, eran satisfactorias.

Sin tener en cuenta los escrúpulos, pisoteando los prejuicios locales, el atraso pueblerino, Leonora lo transporta cada noche al paraíso, o sea a la Bacia de Catarina. Una vez solucionado el intrincado problema, el famoso abogado le ordenó expropiar las tierras del cocotal, ni bien asuma el cargo de alcalde. Había acatado las dos soluciones, ambas lo complacen; Pero todavía persiste en su interior un dejo de disconformidad, como si, al estar de acuerdo con tales iniciativas y participar de ellas, cometiese un acto reprobable. Al analizarlas, no encuentra en ellas nada sucio o deshonesto. ¿Por qué entonces ese miedo y esas dudas? Exclusivamente porque le falta pasta de líder. Está enredado en melindres, en resistencias y susceptibilidades provincianas, mentalidades estrechas, se asusta y vacila cuando la coyuntura exige firmeza y audacia. El doctor Colombo y Leonora representan la mentalidad abierta y avanzada de las grandes ciudades. Leonora es sorprendente, ¡tan frágil y tan dispuesta, tan discreta y tan atrevida!

La voz del ingeniero interrumpe sus cavilaciones:

—Vine a invitarlo para asistir a la colocación del primer poste de la ciudad. También me gustaría que estuviera esa ricachona, la que manda en el gobierno. Así, tendré el placer de conocerla.

Entusiasmado con la noticia, Ascanio salta de la silla, se pone el saco y:

—Ella está en Mangue Seco, la va a conocer el día de la fiesta. ¿Ya podemos fijar la fecha?

—Digamos… entonces… El primer domingo de aquí a quince días.

Ascanio hace cuentas, exactamente dentro de diecisiete días. Al fijar la fecha para el gran festejo, el ingeniero determina el día del regreso a São Paulo de las Cantarelli, la viuda y la heredera. Ascanio se estremece: ese poco tiempo del que tanto han hablado deja de ser una expresión vaga para transformarse en un plazo fatal. Dentro de dieciocho días, en la «marineti» de Jairo, la más bella y pura de las mujeres partirá de Agreste.

La noticia se extiende por la ciudad y la saca de su inercia. En las manos festivas de Vavá Muriçoca, la campana de la Matriz resuena anunciando augurios. El padre Mariano surge en el atrio. Por obra y gracia de la devota feligresa, generosa oveja del rebaño del Señor, comendadora del Papa, llena de méritos, fue instalada una nueva red eléctrica en el templo, cuya fachada, recubierta de lámparas de colores, aguarda la luz de Paulo Manso. El padre Mariano acelera el paso para alcanzar a Ascanio y al jefe de los ingenieros.

Los obreros manejan palas y picos, cavan el pozo donde será instalado el primer poste, en el antiguo Caminho da Lama, futura calle Doña Antonieta Esteves Cantarelli. De los callejones y calles, va llegando gente. Los últimos escépticos se rinden ante la evidencia: dentro de dos semanas Agreste estará consumiendo luz y fuerza de la Hidroeléctrica de São Francisco. Energía capaz de mover industrias, luz fuerte y brillante, veinticuatro horas por día, se acabó la opaca y débil iluminación del motor, limitada a tres horas, cuando no hay fallas. La luz de Tieta. El nombre de la bienhechora pasa de boca en boca, entre alabanzas y admiración. Todos se sienten orgullosos de la riqueza e importancia, del prestigio y poderío de la coterránea, patrona de la ciudad y del municipio, hija pródiga y predilecta. Ese milagro se debe a ella y sólo a ella —ésta es la verdad proclamada por el propio jefe de los ingenieros.

Milagro increíble, como él mismo lo define subido al cajón de kerosene. Al ver a un montón de ciudadanos comprimidos alrededor de los ingenieros y obreros (todos comentan y están listos para aplaudir), Ascanio manda al chico Sabino en busca de un cajón; un momento tan solemne en la vida de Agreste no puede pasar así nomás. Improvisa una tribuna y una asamblea y para iniciarla, invita al jefe de los ingenieros, «comandante invicto de esa batalla épica del progreso, a quien manifestamos nuestra gratitud». Falto de dotes oratorias, el ingeniero se reduce a cuatro frases rápidas. Felicita al pueblo de la región pero rechaza agradecimientos, él y su equipo sólo cumplieron órdenes de la compañía, órdenes que desde el principio les parecieron absurdas pues la extensión de los cables eléctricos a Agreste fue un «auténtico e increíble milagro». Debían agradecer exclusivamente al poderoso personaje que lo había hecho posible y a quien no había tenido el placer de conocer todavía. Al bajar, es presentado a algunos familiares de ese poderoso personaje: la hermana Perpetua, el sobrino Peto, la hijastra Leonora, a quien desnuda con la mirada hambrienta y competente. Material de primerísima, cosa como la gente.

Leonora cree que Ascanio merece parte de los aplausos y de la gratitud pues se había batido con desesperada pertinacia; para poder obtener esa victoria hasta sumó humillaciones. Es cierto que no había conseguido nada, pero no por eso su esfuerzo debe ser olvidado.

Por otro lado no le regatean aplausos cuando sucede al ingeniero sobre el cajón. Sobre todo cuando se refiere a la situación de doña Antonieta Esteves Cantarelli, a quien el pueblo de Agreste estará eternamente agradecido. Si estuviese allí seguramente compartiría la gratitud expresada por los presentes a los responsables de los cables, postes, lámparas e iluminación. El error de Ascanio fue querer aprovechar la ocasión para hacer propaganda de la Brastanio. En un gesto imperativo señaló el suelo y preguntó: ¿a quién se debe el asfalto sobre el cual estamos paradas, y que cubre para siempre el barro secular de la entrada de la ciudad? ¿Quién envió máquinas, técnicos, obreros? La Brastanio, cuya presencia en el municipio significa la redención de Agreste —dice y repite la frase de la entrevista. Aplausos y bravos se mezclan con silbidos y gritos, las opiniones están divididas.

—¡Abajo la contaminación! —grita doña Carmosina.

Ascanio no presta atención, prosigue entusiasta y elocuente pero en seguida una voz anónima, en falsete, evidentemente disfrazada, se alza en medio de la confusión:

—¡Cállate la boca, playboy rural! ¡Eres un vendido!

Ascanio se atraganta en el medio de una frase, no puede localizar al canalla —si eres hombre, aparece y repite lo que has dicho—, pierde la seguridad y la elocuencia, apura el discurso.

Al bajar del cajón, atruenan aplausos y vivas: dirigidos al poste que los obreros acaban de colocar, maravilla del siglo. Altísimo, de cemento, se bifurca en brazos, donde irán las lámparas, elegantísimo.

SEGUNDA PARTE DEL CAPÍTULO DE MEMORABLES ACONTECIMIENTOS DURANTE LOS CUALES ASCANIO TRINDADE PERDIÓ LA ELOCUENCIA Y LA CARAMBOLA. EL CASO DEL BILLAR.

El incidente del billar tuvo por escenario el Bar dos Açores, donde los partidos decisivos del torneo anual, finalmente se realizaron. Atrasados, pues el Taco de Oro debería haber sido proclamado en diciembre. En Agreste, últimamente, todo anda desacompasado y en discordia. La rutina y la armonía ceden lugar a lo imprevisto y a las contiendas. La desconfianza y la irritación se desparraman y a cada paso manifiestan un evidente espíritu bélicoso.

La presencia de la crema de la sociedad, señoras y señoritas, da un carácter festivo a la disputa. Hay un desfile de esmeradas toilettes, como si en la misma ocasión fuesen elegidos el Taco de Oro y la Reina de la Elegancia. Las damas comparecen para acompañar, para respirar la excitante atmósfera del boliche, sobre todo para exhibir los vestidos, cada cuál más pretencioso. En años anteriores, cuando ostentaba vestidos mandados por Tieta, modas del sur, Elisa se destacaba entre las demás. Tampoco Asterio había tenido dificultades para derrotar a sus compañeros. La pareja arrasaba con todos los aplausos: él, tricampeón; ella, ¡absoluta! Las cosas cambiaron. Asterio, muy ocupado con el criadero de cabras y la plantación de mandioca, descuida sus entrenamientos mientras Seixas y Fidelio se pasan horas y horas entrenándose. En cuanto a Elisa, encuentra una rival a la altura de su belleza y elegancia: Leonora Cantarelli, de vacaciones por la ciudad.

La primera partida fue ganada por Fidelio, perdida por Seixas. En puntaje y partidarios. Las primas de Seixas, habían reclutado colegas y amigas para aumentar la fila de las incentivadoras del primo. Fidelio, hosco, no reclutó a nadie, las fans comparecieron motu proprio, numerosas. Inclusive, se verificaron deserciones en las filas de Seixas, en nítida prueba del deterioro de las costumbres locales. La fiebre de la traición alcanzó a una de las primas, la miope, la más linda. Al perder el control, la falsa aplaudió de pie una sensacional jugada del adversario. Una vergüenza.

Doña Edna, cuyos campeones, el fiel Terto (no por manso y cornudo y menos por buen marido) y el voluble Leléu, se encuentran descalificados desde hace mucho, no puede esconder el despecho por no poder competir con Elisa y Leonora. Galante y osada, no le faltan gracia y porte, buen gusto en el vestir; le falta dinero o una hermana generosa. Para compensar, donde quiera que sea, recorre con la vista a los hombres presentes, habla hasta por los codos, criticando a medio mundo. Tiene una lengua prolífica en más de mi arte, eximía en el de meterse en la vida ajena, destila veneno, llega a transformarse en arma mortal. Si la reprenden, explica: por más que saque el cuero a los otros, nunca podré cobrar todo lo que dicen de mí. Durante el torneo, ni Peto escapa a las miradas dulces y a la ácida malicia de doña Edna. Peto, hecho un hombrecito, con pantalones largos, zapatos lustrados y bien peinado.

—¿Qué ha pasado contigo, Peto? Estás hecho un hombre…

Ojos dolientes, seductores, la punta de la lengua roza los labios, para dejar al niño con el pito parado. Qué amoroso el chico, apesta a brillantina. Pero quien quita el sueño a doña Edna es el otro, el hermano, el padrecito que está tan a punto. De Peto, doña Edna pasa a Elisa, a quien critica solemnemente: la muy presuntuosa ahora vive en una de las mejores residencias de la ciudad sin pagar alquiler, lo cual la hace más insoportable todavía con ese aire complaciente y superior que exhibe permanentemente. Doña Edna vino dispuesta a sacarle el cuero y a molestar al mismo tiempo a la otra antipática, la hipócrita entrometida de Leonora. ¿Cuál de las dos es más detestable?

—¿Me permites, Elisa, que haga fuerza por tu rico maridito? No tengas miedo, no le voy a sacar un pedazo… —sonríe, desafiante.

No importa el motivo por el cual Asterio cuenta con el privilegio de doña Edna, la verdad exige que se diga que se debe a ella la victoria del tricampeón cuando, al considerarse derrotado, depositó el taco.

Al contrario de lo sucedido en la apasionante disputa entre Fidelio y Seixas en la cual se sucedieron brillantísimas jugadas, la partida entre Ascanio y Asterio se prolongó pesada y cansadoramente. Sin embargo, equilibrada en cuanto a errores y metidas de pata. Los adversarios demostraron falta de entrenamiento y nerviosismo. Al estar fuera de forma, decepcionaron al público y a los apostadores.

Durante el desarrollo de la monótona competencia, Elisa finge no entender las provocaciones de doña Edna —críticas a las elegantes de segunda mano, palabras cariñosas de incentivo a Asterio como si él fuese su marido o amante. Para no oírla, se concentra en la partida. No entiende mucho de billar, pero se da cuenta de la pésima actuación de Asterio. Si por casualidad consigue ganarle a Ascanio, igualmente malo, sin duda perderá contra Fidelio, cuya exhibición había despertado entusiasmo general. Es gracioso lo sorprendente que son los hombres. Fidelio había vivido hasta entonces retraído en su rincón, no se oía ninguna referencia a su persona. De repente, debido al asunto del cocotal, se transformó en una de las personas más nombradas de la ciudad. Según dicen, su terquedad no pasa de prudencia y estupidez; un libertino encubierto. Sí, los hombres son imprevisibles: si doña Carmosina no le hubiese contado tantas historias de Fidelio, Elisa jamás hubiera creído que era un don Juan. ¿Y qué decir de Asterio, de sus gustos y preferencias? Por lo visto, la atorrante de Edna, con ese culo malhecho, está perdiendo el tiempo, no le llegará el turno.

En un gesto brusco, Osnar, al ver a Asterio tira lejos el cigarro de paja. Desperdiciar la única posibilidad de victoria —le había apostado fuente—. La última, porque la partida había terminado, a Asterio le faltaban tres tantos y a Ascanio sólo uno. La diferencia, para un tricampeón, dueño de varios records de carambolas, significaba poco, pues le tocaba jugar. Pero Asterio se aturdió, perdió la tacada y dejó la bola a medida para Ascanio: bastaría calcular con precisión la fuerza de la tacada para conseguir el tanto del triunfo. Asterio apoya el taco, ya no puede hacer nada, es un día negro para él. Siente una contorsión en el estómago, la primera después de comprar las tierras de Jarde; creyó que estaba curado.

Ascanio contempla la mesa de billar, sonríe victorioso a Leonora, pasa la tiza por el taco, se acerca sin apuro, se considera vencedor. Se hace silencio total en la sala. La estridente voz de doña Edna interrumpe:

—Osnar, tú que eres el presidente del club de la Bacia de Catarina, dime si es verdad lo que se está diciendo por ahí…

Ascanio se inclina sobre el borde del brunswick, coloca el taco, acomoda el brazo, listo para jugar.

—… que la orilla del río nunca estuvo tan frecuentada, que sólo se ven caras nuevas, caras de forasteros… que la forastera no pierde ni una noche…

El taco resbala, apenas mueve la bola, y la acomoda para Asterio. En el eco de la voz de Doña Edna, Ascanio pierde la carambola y el partido.

DE LA PRIMERA VICTORIA DEL CANDIDATO ECOLÓGICO, DONDE SE CONCEDE AL LECTOR EL PRIVILEGIO DE VER AL COMANDANTE DARÍO DE QUELUZ LUCIENDO SU UNIFORME DE GALA.

—Dios mío, ¿qué habrá sucedido? Míralo, Cardo… —Tieta señala al comandante Darío de Queluz, que está sentado en la proa de la embarcación anclada en la arena. Se pone medias y zapatos blancos antes de pisar la playa.

—Ni que hoy fuese Siete de Setiembre… —comenta el seminarista, no menos asombrado.

Una vez por año, el siete de setiembre, en homenaje a la fiesta de la independencia, el comandante Darío retira el uniforme del armario y de la naftalina, se mete en él y así engalanado asiste a la conmemoración en el Grupo Escolar. Durante el resto del año, sólo usa pantalón y camisa sport en la ciudad, short y remera en la playa. ¿Por qué diablos aparece de uniforme, reluciendo al sol de Mangue Seco? Tieta jamás lo había visto así. Está diferente, soberbio y austero, parece otro, impone respeto. Debe de haber sucedido algo muy grave para que el comandante se haya puesto la casaca de gala y ostente la medalla al mérito naval. Tieta y Ricardo acuden a su encuentro:

—¿Dónde está Laura? ¿Está bien? —pregunta Tieta, preocupada.

—Está bien, mandó saludos. Se quedó en Agreste, vuelvo en seguida. Sólo vine para conversar contigo, Tieta. —La voz es severa—. Es un asunto serio y reservado.

Inquieto, Ricardo mira a la tía: ¿será algo relacionado con ellos dos? Se va alejando, el comandante lo retiene:

—No es necesario que te vayas, Ricardo, ya no eres un niño. Pero nada de lo que se diga aquí puede trascender. Es una conversación secreta.

El uniforme establece compostura y distancia, firmeza y arrogancia. Llegan al Curral, donde Tieta sirve agua de coco —una de las preferencias del comandante: ¡no existe diurético igual, mi querida amiga!, Tieta pone la olla al fuego para hacer un café.

—La fecha de las elecciones ya fue fijada, Tieta.

—Era previsible, ¿no? Carmo me contó que los diarios decían…

El comandante Darío relata la visita del doctor Hélio Colombo, profesor de derecho, abogado famosísimo, un cerebro, una capacidad, enviado a Agreste por la Brastanio. ¿Saben para qué? —pregunta, los ojos indignados, la voz fúnebre como si denunciase una monstruosa conspiración, una trama siniestra. Por otro lado, es lo que se está haciendo: están tratando de desenmascarar y derrotar una sombría maquinación, una abominable intriga. Ricardo escucha atento, con los ojos bien abiertos, indignado y solidario; Tieta todavía no entiende el motivo del uniforme y del énfasis, de la actitud heroica y dramática del comandante.

—¿Sabes, mi querida amiga, cuál será el primer paso de Ascanio después, de hacerse cargo de la Municipalidad? ¿No lo sabes? Voy a decírtelo: va a expropiar al área del cocotal para cederla a la Brastanio. Por eso estoy aquí, Tieta, vine a buscarte.

Todavía confundida, Tieta fuerza una sonrisa:

—¿Para eso se puso el uniforme? ¿O va a llevarme presa?

El comandante no se hace eco de la broma:

—No juegues con cosas serias, Tieta. La única manera de prevenir la catástrofe, de salvar a Agreste, es impedir la elección de Ascanio.

—¿Impedir? ¿Cómo?

—Eligiendo otro candidato.

—¿Quién? —una repentina sospecha le altera la voz—. No me vengas a decir que tú y la loca de Carmo me eligieron a mí…

—Ésa sería la solución ideal si tú no vinieses de São Paulo. —El comandante se quita la gorra, se seca el sudor, se rasca la cabeza—. Tú me conoces, Tieta, sabes que no soy mentiroso. Dejé la Marina y volví a Agreste porque deseo vivir en paz el resto de mi vida, tranquilo, al lado de mi mujer, en este pedazo de paraíso. Tú bien sabes que no tengo otras ambiciones, así soy feliz. —Era como si se hubiese quitado el uniforme, nuevamente simple y cordial, sin pretenciones.

—¿Y quién no lo sabe? Yo también, en ciertos días, en São Paulo, tengo ganas de largar todo y volver a Agreste para siempre. Por eso compré el terreno y la casa. Un día voy a hacer lo mismo que usted.

—Con una fábrica de dióxido de titanio aquí, ni vale la pena pensar en eso, nuestro paraíso se va a transformar en tacho de basura, como sucedió en Italia. Enfrentamos una situación excepcional, Tieta. —La voz se compone, se hace más formal, el gesto firme, la mirada decidida—. Tan excepcional que estoy dispuesto a aceptar mi candidatura, propuesta por un grupo de amigos. De patriotas. Para que esa candidatura deje de ser sólo un gesto, para que tenga posibilidad de victoria, es necesario que estés dispuesta a ponerte al frente de la campaña. Todos opinan que el pueblo apoyará a tu candidato. Todo depende de ti. Vine a convocarte, en nombre del futuro de Agreste, para luchar por una causa sagrada.

Tieta escucha, sus ojos están fijos en el rostro crispado del amigo. Pobre comandante que comanda una batalla perdida. Fanático por el clima de Agreste, por la belleza salvaje de Mangue Seco, había largado su carrera, su uniforme, para esperar la muerte en esos lugares, para disfrutar por muchos y muy largos años de una vida sana y tranquila. Todo eso terminó, comandante. No se gana nada con sacar el uniforme del ropero y ponerse una medalla.

—¿Tú crees que nosotros, en Agreste, podemos influir para que la fábrica no se instale aquí? Yo no lo creo. Sé como suceden esas cosas. Son decisiones tomadas sin pensar en el pueblo, no nos piden opinión. Vas a tener que irte de tu dunas, vas a…

—Voy a cumplir con mi deber. Es nuestra obligación, la mía, la tuya, la de los que saben qué significa esa industria. Aunque tuviera que luchar solo… Yo ya te dije, no sé si te acuerdas, que haré todo cuanto esté a mi alcance para evitar la contaminación de Agreste.

—Me acuerdo…

Ricardo interviene, su voz sale a los borbotones:

—Discúlpame, tía, pero el comandante tiene razón. Fray Timoteo dijo que debemos actuar sin preguntarnos cómo será el resultado. Pedro piensa de la misma manera.

Tieta recuerda la figura del fraile, su fisonomía franca y simpática, vuelve a oír su tierna y ferviente voz de religioso y el acento vibrante y apasionado del ateo, uno y otro, al referirse al crimen y a la obligación; ambos perturbaron su dolce far niente y la hicieron sentir como la última de las ociosas, de las inútiles, de las inservibles. Ahora, aparece el comandante, de uniforme, solemne y le exige el cumplimiento del deber. Para vivir bien, repetía Felipe, hombre sabio, es necesario, antes que nada, abolir la conciencia. La mierda es que no siempre se consigue.

El agua hierve, Tieta hace el café, pone tazas en la mesa. Allí es donde Ascanio Trindade había extendido el dibujo en colores de Rufo, la deslumbrante visión de futuro. Nuevamente se oscurecen los ojos de Tieta al recordar el asfalto derramado, arruinado el manglar, las viviendas erguidas sobre los escombros del pueblo. Chozas, cangrejos, pescadores, sueños adolescentes, días de pasión, enterrados en la podredumbre del dióxido de titanio. Nunca más otra pastora de cabras volverá a subir las dunas, nunca más.

DE CÓMO PERPETUA, MADRE DEVOTA, CIERRA LOS OJOS PARA NO VER Y HACE DE TRIPAS CORAZÓN.

El inesperado regreso de Tieta, llevada por los deberes cívicos que interrumpen su paradisíaca temporada de playa —pasa cada cosa en este mundo que hasta Dios se pone a dudar—, fue ovacionado con vivo entusiasmo y abundantes adulaciones de Perpetua, quien estaba dispuesta a ir a Mangue Seco para mantener una conversación decisiva con la hermana sobre el futuro de los hijos, Cardo y Peto, en la cual se concretaran proyectos y se pusieran los puntos sobre las íes. Si fuese posible, en la notaría, con firma legalizada.

Recibe al hijo y a la hermana con una efusividad exagerada, cosa rara en ella:

—Dios te bendiga, hijo mío, y te mantenga en el buen camino para que continúes mereciendo la protección de la tía. —¡Ah! quien la vio y quien la ve: antes seca y distante, ahora abre los brazos a Tieta, calurosamente, casi servil—. Gracias a Dios que volviste, querida. Te extrañé mucho. Peto también, él te adora, vive hablando de ti, pregúntale a Leonora.

—Claro que sí, Peto fue un amor… —confirma Leonora, todavía sorprendida por el cambio de planes de Tieta.

—Tenemos mucho de qué hablar antes de tu viaje, querida. No quiero ni pensar en ese día. No se imaginan cuánto las voy a extrañar… —hace de tripas corazón, extiende la adulación a la hijastra de la hermana—. A ti también, Nora.

—No hable de cosas tristes, doña Perpetua.

Al oír el lamento de la impúdica, Perpetua, con un nuevo esfuerzo, sacude la cabeza en un gesto de lástima, su voz presunta una afectuosa reprimenda:

—Imagínate, Tieta, esta boba está loca por Ascanio… Linda y rica como es, podría elegir en São Paulo al novio que se le ocurriera y pierde el tiempo con ese pobretón de Agreste. No digo que sea mala persona, pero no tiene dónde caerse muerto. No es un buen partido para ella, ya se lo dije mil veces.

Está vibrando de interés por la felicidad de Nora. De tripas corazón, Perpetua se aguanta el deseo de bramar contra la falta de vergüenza de la muy caradura, que llega a horas inapropiadas todas las noches, excitada, con el vestido arrugado, sabrá Dios de dónde viene. ¿De dónde? De hacer porquerías a orillas del río, noche tras noche; todo el mundo lo comenta. Perpetua se traga la indignación, el asco, el futuro de los hijos exige elogios, sonrisas, silencio, ella está pagando el precio. Cuando llegue el momento de ajustar cuentas, el Señor Todopoderoso, con quien estableció un trato, le acreditará todo lo que tuvo que aguantar, todas las veces que tuvo que hacer de tripas corazón. Como ahora, al recibir al hijo y a la hermana, llegados de Mangue Seco, quemados por el sol, oliendo a mar, respirando salud y satisfacción.

—Feliz de la joven que se case con Ascanio, doña Perpetua. Es un hombre maravilloso.

—Te juro que es un pobretón.

—Menos mal que te encuentro tan dispuesta, Perpetua, pues estoy pensando en prolongar un poco más mi estadía… Iba a irme al día siguiente de la fiesta, tal vez me quede un poco más…

Tieta va a su cuarto a arreglar sus cosas. Leonora la acompaña. Perpetua se vuelve hacia su hijo, antes de actuar debe hablar con él, saber si la tía había vuelto a decir algo sobre un posible viaje a São Paulo, si le había hecho promesas, cuáles y cuándo, si insinuó que podría llegar a adoptarlo. ¿Por qué si la fecha para viajar estaba fijada había decidido demorarse? Pero Ricardo, apurado, deja un paquete con ropas y libros, sale a la calle con el pretexto de ir a saludar al padre y ver al comandante.

—¿Al comandante? —Perpetua se espanta.

—Voy a trabajar con él en el tiempo que me queda de vacaciones.

—¿Qué historia es ésa?

—Después la tía te explica, mamá. Ahora no puedo, no tengo tiempo.

Se escapa, sin pedir permiso. Perpetua, atónita, reconoce el tono de voz, la mirada, la sonrisa, el atrevimiento: hace mucho que le son familiares. Tono de voz, miradla, sonrisa, atrevimiento —era ver a Tieta cuando niña, a la edad de Ricardo, ajena a las órdenes del padre, a la violencia, a los gritos y castigos, al cinto y al cayado. Rebelde, dueña de su voluntad.

—¡Válgame Dios! —gime Perpetua, mete la mano en el bolsillo de la pollera negra y toca las cuentas del rosario.

DE LOS BUITRES EN DESCOMPASADO BALLET.

Abogados y herederos, trotan por las calles de Agreste (pocas y solitarias) y se agrupan para cuchichear; hay acuerdos y desacuerdos, descompasado ballet. De la pensión de doña Amorzinho a la notaría, de la notaría a lo de Modesto Pires, en la curtiembre de allí a la Municipalidad. A veces juntos, solidaria patota, combatientes por la misma causa incierta, aliados en la decisión de obtener el máximo por los terrenos del cocotal, heredados de un vago tatarabuelo. A veces, cada uno por su lado, a escondidas, tratando de sacar provecho por sobre los demás, guerrilleros en patrañas y trampas, en el ansia de engullir el mejor bocado. Bandada de buitres en torno de la carroña, según la definición de Modesto Pires.

El doctor Marcolino Pitombo no se parece a un buitre, muy por el contrario. Está impecable con su traje blanco, sombrero panamá, bastón, y su sonrisa no demuestra irritación o espanto, cuando Josafá, a los gritos, exhibe el ejemplar de A Tarde con la noticia de la presencia del profesor Colombo y de la tramoya con Ascanio para la expropiación del cocotal. La controvertida solución dejó a los herederos perplejos y afligidos. El doctor Marcolino no pierde la flema:

—Es un golpe magistral, es justamente lo que yo haría si fuese abogado de la empresa. Me quito el sombrero ante el doctor Colombo, dio en el blanco. ¿Acaso yo no lo dije, Josafá, que ese joven, el candidato a alcalde, es un vendido a la Brastanio? Y además es un tonto. —Revela, con cierta satisfacción—. Yo ya estaba al tanto de esas noticias.

—¿Ya lo sabía? ¡Cómo!

—Lo supe el mismo día. Por nuestro insuperable Bonaparte. Le largué unas moneditas. ¿Se acuerda? Dinero bien empleado.

Durante esos días había analizado el problema, había trazado nuevo esquema de acción y se lo propone a sus clientes. En realidad sólo a uno, a Josafá. El viejo Jarde, encerrado en la pensión, no se interesa por nada de este mundo, Josafá escucha, de capa caída. Anda medio molesto con este asunto: la escritura se eterniza en manos del juez de Esplanada. El dinero obtenido con la venta de la plantación está desapareciendo, Josafá teme que la indemnización a pagar no llegue a cubrir la cantidad ya gastada. Había soñado con multiplicar ese dinero con un negocio espectacular y ahora sería feliz si llegara al final sin perjuicio.

—Debemos ser realistas. La maniobra del doctor Colombo nos reduce a una pequeña área de posibilidades…

El doctor Marcolino sólo ve una escapatoria capaz de proporcionar mejor precio por los terrenos y evitar al mismo tiempo, nuevos gastos: buscar un acuerdo directo con la Brastanio para ceder inmediatamente a la Compañía los derechos a la herencia del legendario Manuel Bezerra Antunes. Una vez transferidos los derechos, cabrá a la Brastanio seguir adelante con la escritura. Para eso, los herederos deberían actuar en conjunto. Ante la amenaza de expropiación, la propia intransigencia del joven Fidelio pierde su razón de ser.

Josafá aprueba la idea, seducido sobre todo por la perspectiva de liquidar la cuestión cuanto antes, terminar el capítulo de los gastos, incluyendo los honorarios y estadía del doctor Marcolino. Le hace justicia: es un enredador competente y honrado. Si fuera otro, trataría de prolongar al máximo estas vacaciones bien pagadas, dejaría que la causa se arrastrara por el tribunal mientras quedara: dinero de Jarde y Josafá.

¡Sí, adorables días, inolvidable temporada! En Agreste, el doctor Marcolino recuperó salud, engordó, se libró de los calambres en manos y brazos, que tanto lo asustaban, estableció amables relaciones con los habitantes de la ciudad. En el bar, conversa con Osnar y Aminthas, juega gamão con Chalita; en la agencia de Correos, lee los diarios, cambia ideas con doña Carmosina, persona de mucha instrucción a quien no esconde su opinión sobre la industria de dióxido de titanio; en el atrio de la Matriz discute sobre religión con el padre Mariano, se revela francmasón; frecuenta la pensión de Zuleika Cinderela, donde acostumbra ir al anochecer —el clima de Agreste, como se sabe de sobra, realiza prodigios.

Mientras explica, el doctor Marcolino siente compasión y rabia —maldita fábrica, va a acabar con el milagroso clima y con la alegría de vivir:

—Don Josafá, le digo que todos nosotros somos cómplices de un crimen. Esta profesión es de lo más desgraciada…

—Ni piense que es un crimen, doctor. Todo esto no vale nada, el lugar se está acabando. Hasta puede ser que mejore con la fábrica…

DE LAS RAZONES DIFÍCILES DE EXPLICAR Y DE ENTENDER.

En el cuarto, a solas con Tieta, Leonora narra las alegrías y tristezas, exaltada:

—Madrecita, no sé cómo agradecerle por haberme traído. Ha sido todo tan lindo. ¿Es cierto que nos vamos a quedar un poco más?

Toma la mano de Tieta, la besa y apoya en ella su cabeza, agradecida y tierna.

—Es muy probable, algunas semanas más, todavía no se cuántas. Pero, cabrita, deja de pensar en la separación, déjalo para cuando estés en la «marineti». Hasta entonces aprovecha cuanto puedas, olvida que tienes que irte…

—Si pudiera…

—Ya te he dicho que tienes que hacerlo. ¿Y el río? Cuéntame.

—No puedes ni imaginar, madrecita, lo difícil que fue convencer a Ascanio. Ni quería hablar del tema, fue arrastrado por mí. Tiene miedo de que mi nombre esté en boca de todo el mundo, que hablen, que hablen de mí… Pobre, hasta me da remordimientos. El otro día, en el billar, perdió una partida contra Asterio porque creyó que doña Edna se estaba refiriendo a mí, en una conversación con Osnar.

—Quién sabe, a lo mejor sí se refería a ti, la muy puta y descarada.

—Para decirte la verdad, no lo sé. Nos cuidamos mucho. Ascanio es muy cauteloso. Madrecita, ¿sabes de qué tendría ganas? De dormir una noche entera con él, por lo menos una antes de irme. En una cama de verdad, sobre un colchón, los dos desnudos, sin apuro, sin sustos, sin tener que hablar despacio, Sólo que no sé dónde.

—¿No sabes? En la casa de él por lo que tengo entendido, vive solo.

—Solo no. Está Rafa.

—¿La criada? ¿Acaso no es una vieja gagá, sorda, casi ciega? ¿Entonces, cabrita? No sé cómo te arreglarías sin mí…

—¿Y él querrá? ¡Es tan escrupuloso! Ay, madrecita no me conformo cuando pienso que me tengo que ir. Me voy a morir lejos de él.

—Eso es amor. Nora, no mata, ayuda a vivir.

Leonora no se limita al relato de las cosas agradables, fugas nocturnas hacia los recovecos del río, poemas susurrados, suspiros contenidos. Se refiere también a episodios desagradables: Ascanio no tiene un minuto de sosiego por culpa de esa historia de la expropiación del cocotal. Lo más triste de todo fue la ruptura de sus relaciones con Carmosina. Ascanio hizo lo posible y lo imposible para evitarlo, incluso dejó de aparecer en la agencia de Correos para no oír provocaciones e indirectas. Pero, al saber de la visita de la cuentera a la hacienda Tapitanga, a donde había ido con el objetivo de hacerlo quedar mal con su padrino y protector, Ascanio no pudo contenerse. La muy pérfida habló pestes de la Brastanio, leyó recortes de diarios, criticó el apoyo de la Municipalidad a los planes de la compañía, dijo que era un abuso de confianza. El coronel, sorprendido, mandó llamar a su ahijado, exigió explicaciones, le preguntó qué había ido a hacer a Bahía, qué era ese asunto de la expropiación, Ascanio indignado y herido, sin atender a los ruegos de Leonora, había dirigido una carta, conmovedora, madrecita, hasta lloré cuando me la leyó, a la intrigante, por la cual rompía relaciones y ponía punto final a una amistad «que yo creía que estaba por sobre toda divergencia». No menos competente, doña Carmosina se mantuvo firme en sus acusaciones de calumnia e insidia, en una misiva de estilo y contenido igualmente dramáticos: «Has tirado mi amistad, probada en momentos cruciales, al tacho de basura de la Brastanio».

—¡Qué pelea horrible, madrecita! Antes todos estaban tan unidos… Me muero de pena porque quiero mucho a doña Carmosina.

Tieta acaricia la rubia cabellera de la joven:

—Todavía no sabes por qué volví a Mangue Seco.

—Me sorprendió. Pensé que vendrías el día de la fiesta.

—Ésa era mi intención. Si tú estás contenta aquí, mucho más lo estaba yo en Mangue Seco. Podía gozar de las delicias del paraíso cuidada por mi arcángel. Pero ya ves, largué todo y vine.

—¿Y por qué, madrecita?

—Porque no pude dejar de hacerlo. Traté de no venir, y aquí estoy. Lo peor es que yo sé que al final no se va a ganar nada. Y no es madrecita la que vino, sino Tieta, aquella niña de las cabras que peleaba contra la policía, del lado de los pescadores. No puedo explicártelo mejor, pero si no hubiese venido, creo que nunca más hubiera tenido coraje de poner los pies aquí.

Leonora no está muy segura de entender. Tieta se levanta, va hasta la ventana, mira hacia el callejón, ¡pobre Leonora!

—Vine para terminar con la candidatura de Ascanio. Para bien o para mal.

—¡Ay, madrecita! ¿Qué va a ser de mí?

—Eso no tiene nada que ver contigo. No te metas en nuestra pelea, tú no eres de aquí, estás sólo de paso, ése es un asunto que sólo interesa a quien es de Agreste. Trata de amparar a tu hombre, si es que lo quieres tanto como dices, lo va a necesitar.

DONDE LA CARROÑA EMPIEZA A APESTAR.

Al borde de la apoplejía, Modesto Pires, grita, fuera de sí:

—¡Bandada de buitres!

Canuto Tavares (dos veces Antunes), enfrenta al dueño de la curtiembre:

—¡Y usted es el buitre más inmundo de todos!

Los doctores Baltazar Moreira y Gustavo Galvão, casi siempre de común acuerdo, intercambian insultos:

—¡Desleal! ¡Hipócrita! ¡Sinvergüenza!

—¡Ignorante! ¡Burro! ¡Analfabeto!

El doctor Franklin, en cuyo estudio sucede la riña, trata de apaciguarlos:

—Señores, mis queridos señores, cálmense…

Teme que pasen de los insultos a los sopapos. Doña Carlota, directora de colegio, habituada al respeto, casi se desmaya y el doctor Marcolino se vale de la histeria de la solterona para obtener calma y silencio:

—Vamos a oír lo que nos tiene que decir el doctor Baltazar. Ya que fue él quien tuvo la iniciativa de buscar a la Brastanio…

—La tuve y no tengo que pedir permiso a nadie para actuar en defensa de los intereses de mis clientes… Si quieren oír, los informaré, pero no tengo ninguna obligación de hacerlo…

La discusión comenzó cuando estaban reunidos en la notaría a pedido del doctor Marcolino y en medio de la explicación dada por él, el doctor Baltazar lo interrumpe y anuncia:

—A medida que el colega propone, yo ya tomé, por cuenta propia, otras decisiones. No vale la pena perder el tiempo para repetir lo mismo.

Por cuenta propia o sea por cuenta de doña Carlota y de Modesto Pires, a escondidas de los demás, por la espalda, traición, vil puñalada. La asamblea se hizo tumultuosa. Pero el doctor Marcolino, siempre sonriendo, logra calmarlos, lo cual decepciona al joven Bonaparte, aficionado a filmes de violencia: tenía fundadas esperanzas de asistir a una escena de ésas, entre Canuto y Modesto Pires, lo cotidiano de Agreste se está poniendo excitante. El doctor Marcolino propone que sean retirados los epítetos, de ambos lados; doña Carlota, atendida por el notario, vuelve en sí, todavía temblorosa.

Insultos, amenazas, desmayo, como si el doctor Baltazar hubiese acaparado para doña Carlota todo el dinero de la Brastanio. Sin embargo, conforme explica el abogado, los resultados de su contacto con la dirección de la empresa habían sido negativos. Para empezar, al saberlo padrino de un heredero del cocotal, lo mandaron al estudio del doctor Colombo, que fue lo que hizo. No se refirió a la larga y humillante espera en la antesala, al contrario, resaltó la cortesía con la que el doctor lo había tratado. Cordial pero categórico. Según dijo, el interés de la Brastanio por Agreste hasta ese momento era puramente teórico, pues el Gobierno del Estado todavía no se había pronunciado sobre la localización de la industria. Es cierto que había posibilidades de que la fábrica se instalara en Agreste, pero antes de cualquier decisión de las autoridades competentes, la Brastanio estaba impedida de establecer acuerdos, discutir precios, adquirir terrenos. Allí o en cualquier otro lado. ¿Cómo pasar por encima del gobierno, adelantarse a una decisión oficial, todavía en estudio? Además, ¿cómo tratar con personas faltas de cualquier condición jurídica, seudos herederos, sin derechos garantizados? Antes de proponer acuerdos, deben tratar de hacer reconocer sus pretensiones, pues la compañía, en el caso de poder conversar y llegar a un acuerdo, sólo tratará con herederos proclamados como tales por la justicia. En cuanto a la alardeada expropiación, declaró que no sabía nada, no debe pasar de especulaciones de la Prensa:

—Pero, si el alcalde piensa en expropiar el área tratando de conseguir una futura valorización, eso es problema de él y no mío…

Con esa afirmación, evidentemente falsa, el doctor Colombo había despedido al colega tan apreciado. El doctor Baltazar termina afirmando, conciliatorio, que su intención siempre fue relatar todo a los demás herederos. Sigue un silencio de meditación, interrumpido por Canuto Tavares:

—Por lo visto estamos en un callejón sin salida.

No es ésa la opinión del doctor Marcolino, que trata de conseguir una reconciliación general ya que tiene en vista una actuación colectiva junto al futuro alcalde. Bien conducida, la expropiación podrá revelarse como una solución aceptable. No se gana nada con tratar de impedirla por ser una medida legítima; deben aprovecharla. ¿Qué piensan al respecto los queridos colegas?

Al calor de la tarde, salen por ahí, trotando por las calles de Agreste. En la notaría, el doctor Franklin se aprieta la nariz con los dedos y murmura:

—Qué mal huele…

Bonaparte se lamenta:

—Pensé que Canuto le iba a pegar a don Modesto. Hubiera sido sensacional… ¿Se imagina, padre?

—Ni quiero pensar.

DONDE EL LECTOR TOMA CONOCIMIENTO DE LA EXISTENCIA DE UN COMITÉ ELECTORAL TODAVÍA CLANDESTINO.

Apto para todo servicio, Ricardo se transforma en importante pieza del esforzado equipo que trabaja en secreto en el fondo del chalet del comandante, transformado en sede del comité electoral. Clandestino por ahora, pues la candidatura permanece secreta, sólo es conocida por algunos conspiradores. El comandante estuvo de acuerdo con un pedido de Tieta: no levantes la perdiz antes de que yo haya conversado con Ascanio y con el coronel Artur.

Ricardo ayuda en los trabajos de carpintería y pintura, y va a hacer compras a la tienda del tío Asterio. Es un elemento de unión entre los cómplices, circula entre la agencia de Correos, el bar, la casa de doña Milu, sin olvidar las sagradas obligaciones para con la iglesia. En la iglesia reencuentra a Cinira, que se esfuerza por poder llegar a beata; saltan los escalones de la torre ella adelante, él atrás para contemplar.

En sus correrías por la ciudad, seguramente con la intención de acortar camino, se mete en callejones y desvíos, cae en los brazos de María Inmaculada, toda ella se deshace en mimos y quejas: pensé que no ibas a aparecer nunca más, mi amor. Por la noche, participa de la conferencia del Estado Mayor —doña Carmosina, Aminthas, el comandante—, vibra con los planes de la campaña, antes de recogerse en los senos de Tieta. En la furia de los diecisiete años, incansable y devoto, cumple con brillo los deberes de ciudadano y de hombre, apto para todo servicio.

Portador de una pieza de algodón, en el fondo de la casa, a la hora de la siesta, Ricardo oye un discreto siseo pero no ve a nadie. El llamado se repite más fuerte, proveniente del otro lado de la cerca.

El fondo del chalet limita con el fondo de la casa donde vive, sumisa pero no resignada, la codiciada Carol. Garantía de tranquilidad para Modesto Pires, a quien el destino injusto y el poder del dinero concedieron derechos exclusivos sobre la veldad en cautiverio; imposible mejores vecinos. La incurable monogamia del comandante es pública y notoria; el mismo Osnar perdió la esperanza de poder llevarlo algún día a la pensión de Zuleika. Además en Carol existe un profundo sentimiento de gratitud, que la hace devota de doña Laura. Las señoras de Agreste evitan cualquier contacto con la amante del ricachón. Todas, con excepción de doña Laura de Queluz, nacida y criada en el sur, liberal. También doña Milu le dirige la palabra y la trata como a un ser humano pero doña Milu no cuenta: es viuda, provecta y partera, está por encima de los cánones locales, está más allá del bien y del mal.

Una florida cerca de alambre donde trepan enredaderas azules y amarillas, separa los fondos. Por las hendijas de la cerca, Carol espía el jardín del vecino, casi siempre silencioso y tranquilo. Hasta cuando los dueños de casa están en la ciudad. A veces Gripa, la sirvienta, recoge limones. De mañana temprano, el comandante se dedica a hacer gimnasia que, sumada al mar de Mangue Seco, lo ayuda a mantener su forma atlética. Admirarlo es un placer platónico, sin consecuencias, por las razones ya expuestas. La integridad del comandante y la gratitud de la manceba reducen el espectáculo a una emoción puramente sintética.

Siendo así, imagínense la sorpresa de Carol al comprobar ese movimiento inhabitual del otro lado de la cerca. Se pone al acecho, al notar la existencia de un extraño material de trabajo. Tablas, géneros, cartulinas, pintura y la presencia de una «troupe». La participación de los galantes jóvenes del bar —Aminthas que le guiña el ojo y la saluda de lejos, Seixas, el de los profundos suspiros al pasar por debajo de su ventana, Fidelio, que es el más buen mozo de los cuatro, reservado y despierto, está esperando una oportunidad propicia, y el descarado de Osnar. De repente, acompañados por doña Carmosina, invadían el jardín, desenrollaban géneros y cartulinas, golpeaban, con martillos, mezclaban pinturas, El comandante daba órdenes. Don Modesto dijo recientemente que el pueblo de Agreste anda medio enloquecido.

La excitación de la opípara y prohibida Carol llega al máximo cuando percibe, a través de las hojas de las enredaderas, el bulto inesperado y angélico del adolescente Ricardo, de piernas ágiles y peludas. Con él se adormece en las noches de agonía y desamparo, acariciando la almohada. Ahora allí lo tiene, al alcance de la mano. Don Modesto sabe lo que dice, Agreste repentinamente está ganando encanto.

Repite el siseo, Ricardo se adelanta, apoya la cara en la rendija; una corona de flores adorna su cabeza.

DEL BANZO, DIAGNOSTICADO POR OSNAR…

En la pensión de doña Amorzinho, vegeta el viejo Jarde Antunes, otrora laborioso agricultor, jovial criador de cabras. Se pasa la mayor parte del día tirado en la cama, somnoliento, no hay nada en el mundo que le interese. De vez en cuando, Josafá trata de reanimarlo:

—Padre, dentro de algunos días, cuando se venda el terreno y embolse unos cobres, nos vamos a Itabuna. Usted va a ver lo que es una tierra fértil, ganado gordo, hay cada res que se le llenan los ojos, va a conocer una plantación de cacao. Eso sí que vale la pena, no es como estos animales de aquí, secos, contrahechos. Tenga un poco de paciencia.

Los ojos del viejo continúan fijos en las vigas del techo, Josafá se gasta inútilmente:

—¿Se siente mal, padre? ¿Quiere que llame a un médico?

—No hace falta, no tengo nada.

Buen hijo, Josafá pierde tiempo al contarle detalles sobre la marcha de la demanda, las idas y venidas de los abogados, las astucias de Modesto Pires, las dudas sobre Ascanio, cuando no describe las opulencias del sur del Estado, la grandeza del cacao. Ni siquiera tiene seguridad sobre si el viejo lo escucha.

—¿Me oye, padre?

—Claro que sí, hijo.

Con el calor de la tarde aumenta el desgano, Jarde cierra los ojos, indiferente a todo. O a casi todo, pues sucede que, de tanto en tanto, se pone las alpargatas, sale del cuarto y de la pensión, cruza la calle en dirección a la tienda de Asterio. Va en busca de noticias de Vista Alegre, de las cabras, de Seu Mé. Las noticias son buenas, Jarde cobra aliento al oírlas, hasta llega a sonreír. No está de acuerdo con Asterio y Osnar sobre las costumbres de las cabras; no existe animal doméstico o salvaje que se pueda comparar con ellas. En cuanto a Seu Mé, ni el coronel Artur da Tapitanga posee un macho de tantas virtudes y altivez. Es un chivo como pocos, confirma Osnar.

Al despedirse, el viejo vuelve a desalentarse, se queda melancólico. Se pone de pie, lívido, cabizbajo, torpe, es piel y huesos. Asterio siente pena y lo invita a acompañarlo en su caminata matinal a la plantación. Jarde, se niega, con un gesto resignado, en un hilo de voz:

—¿Para qué? ¿Para ver lo que ya no me pertenece? Sólo pido que el Señor cuide de esos animalitos.

Se arrastra para cruzar la calle. Osnar diagnostica:

—Está con banzo.

—¿Banzo? —Asterio duda—. Nunca oí decir que alguien pudiera estar atacado de banzo por aquí. Eso era una enfermedad de esclavos.

—Claro que sí, se había terminado con el trece de mayo de 1886, cuando fue abolida la esclavitud en Brasil. Volvió con la fábrica. Capaz que se nos viene una epidemia.

DE LOS ÚLTIMOS RETOQUES EN LA FORMACIÓN DE UN LÍDER O DE COMO ASCANIO QUEDA CON LOS HUEVOS LLENOS.

Un líder se forja en el fragor de la batalla, venciendo adversidades —había leído Ascanio en el volumen A Trajetória dos Líderes, de Tiradentes a Vargas. Comprueba personalmente la verdad de la afirmación. En el fragor de la batalla, en medio de agravios y decepciones, insolencias y amenazas. Ascanio se modifica, madura, reformula su escala de valores, crece en ambición («un hombre sin ambición jamás saldrá victorioso», le había enseñado Rosalvo Lucena, el triunfador), se hace fuerte. Convencido del acierto de sus actitudes, dispuesto a seguir hasta el final. Según el autor de los esbozos biográficos, casi siempre una fuerza misteriosa sostiene al líder en el combate, una estrella guía sus pasos, un sol ilumina su camino. Correcto. En el caso del joven líder de Agreste, esa misteriosa fuerza proviene de Leonora Cantarelli, estrella y sol, inspiración y desiderátum.

Es en ella donde se alimenta el coraje y la disposición. Un líder debe soportar mucho si desea vencer y mandar. ¿Si no fuese por ese aliento de amor, renovado cada noche, cómo tolerar abogados y herederos? Tiene que aguantar juntos o a cada cual por su lado, a quienes suben y bajan las escaleras de la Municipalidad, para joderlo. Joder es un verbo crudo y grosero, nunca había sido empleado por el antes educado Ascanio, poco afecto a expresiones vulgares. Pero ahora, con los huevos llenos, se le escapan malas palabras a diestra y siniestra.

Solos o en grupo, aparecen siempre en su escritorio, hacen de su vida un infierno, le agotan la paciencia. Exigen definiciones, promesas, garantías. ¿Va a expropiar o no? ¿El área entera o sólo una parte? ¿Sobre qué bases será fijada la indemnización? ¿Peritos? ¿Quiénes? A pesar de haber abandonado la facultad de derecho en segundo año, Ascanio enfrenta los argumentos de los abogados, la presión de los herederos. De nada vale irritarse. No puede mandarlos a la puta que los parió como tanto desearía hacerlo. Debe consideración a Modesto Pires, a doña Carlota, es amigo de Canuto Tavares y ahora necesita el apoyo de todos ellos, pues la elección puede dejar de ser un simple referéndum de la voluntad del coronel Artur da Tapitanga y del pueblo.

Aparentando no darse cuenta de las insinuaciones, de las medias palabras, de las advertencias, consigue apaciguarlos sin comprometerse. Tan rígido antes, aprende a ser maleable. Ante la intransigencia de Fidelio, no existe otra alternativa para el problema de los terrenos, además de la expropiación. Si existe, me gustaría conocerla, quién sabe tal vez ustedes… La expropiación, en consecuencia, beneficia a los herederos. La Municipalidad no desea perjudicar a nadie, la instalación de la fábrica debe ser motivo de riqueza para los ciudadanos del municipio, ésa es su forma de pensar. ¿Por qué no tratar de legalizar sus derechos? Así, en el momento preciso, si Fidelio no se vuelve atrás, podrán arreglar los detalles de la expropiación con la Municipalidad. Navega entre herederos y abogados, evita tener encontronazos con los cabecillas de su candidatura. A pesar de eso, tuvo una agarrada con el doctor Marcolino Pitombo, y ¡justamente con quién!

—Una sola palabra más, doctor y lo invito a retirarse de la sala. —Cuando es necesario y útil, un líder debe saber imponerse.

Una vez, en presencia de Josafá, el abogado, en medio de una conversación difícil, se refiere de repente a «compensaciones en el caso de que…». Insultado, Ascanio no le permite terminar la frase, se sienten en el aire indefinidas intenciones. ¿Tentativa de soborno? Ante la indignada reacción, el doctor Marcolino Pitombo no pierde la calma ni la sonrisa: este querido amigo anda con la susceptibilidad a flor de piel: sólo así se explica que dé sentido equivocado a las inocentes palabras —cálmese, por favor. Las explicaciones fueron aceptadas, lo dicho quedó como no dicho.

A la salida, Josafá recordó a su impulsivo patrocinante una conversación anterior:

—¿No le avisé que Ascanio es un hombre decente? Casi mete la pata…

—Confieso que me equivoqué, sí pero al afirmar que el joven es un tonto. Ni tonto ni honesto. Puede que lo haya sido, antes de verse en una de éstas. Mi querido Josafá, ya le dije que toda honestidad tiene su precio. El nuestro es bajo, no vale la pena, no se compara con el de la Brastanio. No se olvide que el doctor Colombo pasó por aquí antes que yo.

Ascanio no se enteró de este diálogo pero tomó conocimiento de variadas opiniones sobre los motivos determinantes de su posición. Su carácter y su honestidad son discutidos, apasionadamente —como siempre sucede con los líderes. Jamás había imaginado que la redención de Agreste («La presencia de la Brastanio significa la redención de Agreste» según proclama el titular del diario mural) le podría costar tanta vergüenza, tanta mortificación. A pesar de las excusas del doctor Marcolino, persisten en sus oídos las frases capciosas, la palabra «compensaciones» junto con el aparte insultante escupido en su cara en el improvisado mitin del primer poste: «¡Enviado de la Brastanio! ¡Vendido!». No había conseguido nada negándose a la ayuda ofrecida por el doctor Mirko para las elecciones, exactamente para quedar a cubierto de cualquier sospecha: igualmente lo acusan.

En el transcurso de esos agitados días, se habitúa a las situaciones equívocas que al principio le parecían intolerables. Al oír el insulto, se había puesto como loco, desafió al cobarde a repetir la injuria. Durante el torneo del Taco de Oro perdió la cabeza, al oír a doña Edna aludir a la Bacia de Catarina. Terminó por no dar importancia a esos dimes y diretes, un líder debe colocarse por encima de tales mezquindades. Sobre todo cuando suceden hechos realmente graves, ante los cuales nada significan el insulto anónimo, la frase incompleta del abogado, las torpezas de doña Edna.

Doña Carmosina, fraternal amiga, en cuyo seno había encontrado consuelo en el fatal momento de la traición de Astrud, madrina de su noviazgo con Leonora, se había comportado de manera insólita, para no decir indigna. Trató de enemistarlo con el coronel Artur, a quien Ascanio debía empleo y candidatura. Y lo peor es que con buenos resultados.

Predispuesto contra la Brastanio, el hacendado lo mandó llamar. No quiero inmundicias en Agreste, le había dicho. Ascanio rebatió afirmaciones y argumentos de la agente de Correos, cuya posición tan efervescente se debía a la amistad que la unía a Giovanni Guimaraes. Repitió frases y conceptos de Mirko Stefano y Rosalvo Lucena, bramó en contra de los enemigos del progreso de la patria brasileña. El coronel, con los ojos semicerrados, el rostro cansado, oyó su cantinela pero no se dio por satisfecho, le leyó artículos publicados en el O Estado de São Paulo, la sentencia del juez italiano; O Estado de São Paulo no miente ni se equivoca. Levantó la vista:

—Yo fui quien promocionó tu candidatura cuando murió Mauritonio. Pero están diciendo por ahí que eres el candidato de esa fábrica.

—Todo lo que yo soy, se lo debo a usted, padrino. Pero no me importa que me señalen como el candidato de la Brastanio, no es una deshonra. Al contrario, pues tenemos el mismo ideal: el progreso de Agreste. Digan lo que digan, hagan lo que hagan, no me echaré atrás. Seguiré hasta el final. Le agradezco todo lo que usted ha hecho por mí, pero no me pida, padrino, que cambie de opinión. Un líder se forja en el fragor de la lucha.

Ni bien se repuso de la entrevista, difícil y dolorosa pues el padrino estaba cada vez más desmejorado, recibió otro golpe, el peor de todos. Al volver de Mangue Seco, la madrastra de Leonora, la benemérita ciudadana, la Juana de Arco del sertão, doña Antonieta Esteves Cantarelli le propone una conversación. Nosotros dos y nadie más. Se moría de susto pues pensaba que Tieta sabía lo que pasaba entre Leonora y él, a orillas del río; debía de haber llegado a sus oídos lo que se murmuraba en la ciudad. No lo negará; aprovechará la oportunidad para confesar su amor honesto y prohibido, su deseo de casarse. Es pobre, pero ambicioso y capaz, sabrá conquistar un lugar en la tierra. Así resolverá de una vez esa situación. En su bolsillo está el anillo de compromiso. Sea cual fuere la reacción de doña Antonieta no piensa renunciar a Leonora. Se prepara para el encuentro.

El nombre de Leonora ni siquiera fue pronunciado durante la conversación. No hubo ninguna referencia al noviazgo. Doña Antonieta le informó que había regresado a Agreste debido al asunto de la Brastanio. Ella y algunos amigos tenían una opinión negativa sobre la instalación de la Brastanio en el municipio, como era de conocimiento de Ascanio, y estaban dispuestos a luchar para impedirla. Sin embargo, no querían actuar antes de oírlo, para eso es que ella solicitó esa entrevista. Lo estimaba, lo creía honrado. Honrado pero ingenuo, se dejó envolver por empresarios sin entrañas, ella conocía bien esa raza. Para Tieta y sus amigos, lo ideal sería dar un apoyo total a la candidatura de Ascanio. Para eso sería necesario que él cambiara de posición, debía oponerse a la industria de dióxido de titanio, mortalmente contaminadora. Si actuase así, todo estaría en paz. A Ascanio le cabe decidir, entre ellos y la Brastanio. No le pide una respuesta inmediata pero la desea a corto plazo, el tiempo apremia.

—Le agradezco que haya venido a hablar conmigo, antes de hacer cualquier cosa. Pero no se lo agradezco a los otros. En la ciudad, todo el mundo ya sabe que el comandante quiere ser candidato. Sobre Carmosina…

—Basta que tú me digas que sí y todos estaremos de tu lado. Vine a conversar contigo en nombre de todos. Piénsalo y después me respondes.

—No tengo nada que pensar, doña Antonieta. La última cosa que yo quiero es disgustarla. Pídame lo que quiera, que lo haré volando. Pero no me pida que cambie de opinión. Aunque tenga que quedarme solo para luchar por el progreso de Agreste, aunque usted no me lo perdone nunca más y se convierta en mi enemiga…

—¡Epa! ¡Calma! ¿Quién dijo algo de enemistad? No tengo nada que perdonarte. Tú piensas de una manera, yo pienso de otra, vamos a decidirlo en la elección, pero no somos enemigos. Tú eres demasiado joven todavía, te ahogas en un vaso de agua. Felipe era el adversario número uno del doctor Ademar, pero se llevaba muy bien con él. No hay que confundir las cosas.

Se separaron con expresiones de amistad, pero Ascanio sentía resentimiento y rencor. Esperaba que Tieta no se metiera en el asunto, que se mantuviera distante de la contienda, que se demorara en Mangue Seco, tal como había dicho, hasta el día de la fiesta. Ni siquiera le había dicho nada del homenaje, receloso de que ella lo tomara a mal, que viera en la placa de la calle una forma de soborno. Soborno, terrible palabra, andaba en el aire.

Después de comer, como de costumbre, Ascanio fue a buscar a Leonora a la puerta de la casa de Perpetua. Rondaron por la plaza mientras duró la cansada iluminación del motor, antes de tomar los atajos hacia la oscuridad de los sauces. Le contó a Leonora toda la conversación. Ella ya lo sabía, madrecita se lo había contado.

—¿Tú también vas a pedirme que cambie mis ideas y que me entregue? Después de mi padrino y de doña Antonieta, sólo quedas tú… —su acento encierra amargura.

—Sólo te pido que me ames, nada más. —Le besó la mano en ese gesto sumiso de ternura y devoción—. Madrecita me dijo: tú no eres de aquí, no te metas en esta pelea. Puede ser egoísmo mío, Ascanio, pero hasta me sentí contenta porque, con este lío, madrecita postergó el viaje a São Paulo. Debía ser al día siguiente de la fiesta, ahora va a quedarse más tiempo para ayudar al comandante. Mi abuela decía que todo en el mundo tiene su lado bueno.

No deja de ser cierto, reflexiona Ascanio. Si la conversación con doña Antonieta lo dejó fastidiado, el encuentro con el padrino lo asustó. El coronel estimaba a su ahijado, pensó darle a su hija en casamiento, lo nombró secretario de la Municipalidad, lo proclamó candidato cuando murió el doctor Dantas. No le retiró el apoyo, a pesar de la intriga de Carmosina, pero tampoco quedó convencido de las ventajas de la Brastanio. La candidatura del comandante va a irritar al coronel, lo hará olvidar exigencias sin sentido y todo su prestigio recaerá en la elección de Ascanio. El coronel Artur da Tapitanga no está acostumbrado a soportar oposición, inexistente en el municipio desde hace muchos y muchos años.

Menos mal, porque si no Ascanio estaría obligado a recurrir a la Brastanio para enfrentar los gastos de la campaña, pequeños pero obligatorios; él no tiene ni un cobre partido en dos. No desea pedir auxilio a los industriales: en esa oportunidad, su orgullo está en juego. Le había dicho al doctor Mirko: no necesito nada, estoy elegido. Sin embargo, más tarde, ¿quién sabe? Tal vez mañana, después del pleito, la posesión, la expropiación, cuando el complejo fabril erguido en Mangue Seco produzca riqueza y prestigio para Agreste, todos lo comprenderán, harán justicia al líder forjado en la lucha y en la adversidad. Hasta doña Carmosina y doña Antonieta. Una vez comprobado lo justo de su actitud, podrá aceptar cualquier oferta de ayuda que la Brastanio le proponga para las elecciones legislativas. El marido de Leonora Cantarelli no puede reducir sus aspiraciones al cargo de alcalde Municipal y el prestigio del coronel Artur de Figueiredo, aunque el cacique viva hasta ese entonces, no es suficiente para elegir a un diputado.

DE CÓMO UN VIEJO CAUDILLO, ARTUR DA PITANGA, QUEDÓ SIN CANDIDATO.

Sentado en un banco de madera en la terraza de la casa de su hacienda, solo, el coronel Artur de Figueiredo se calienta al sol. Las cabras pastorean en las inmediaciones, el corral está más adelante. Una fuerte voz de mujer pide permiso en la entrada, le corta la modorra. Qué problema que es la vejez: se debilitan las piernas, la comida pierde el sabor, los oídos se endurecen y los sonidos llegan débiles y distantes, las personas y cosas se mueven entre nubes ante los ojos. Tiene dificultad para reconocer a la visita que se acerca, que camina entre patos, gallinas y gansos.

—¿Quién anda por ahí?

—Es de paz, coronel.

La voz le suena familiar. Se pone de pie, se apoya en el bastón y fuerza la vista;

—¿Eres tú, Tieta? ¡Loado sea Dios! Casi te mando un mensaje, pero supe que andabas por Mangue Seco.

—Volví, coronel, y en seguida vine a verlo. No me olvidé de la promesa.

Al acercarse, Tieta constata lo mucho que había decaído el octogenario en poco más de quince días. Cuando la visitó, la noche de Año Nuevo, para darle el pésame por la muerte de Zé Esteves, era un anciano dispuesto y alegre, que desfilaba recuerdos; pícaro, malicioso, exigía su ida a la hacienda para que reconociera al chivo Ferro-em-Brasa, padre del rebaño, sin rival en la historia. Se había transformado en un anciano escuálido, encorvado sobre el bastón, su voz cascada, los ojos sin brillo, piel y huesos.

Sin embargo, parece conservar la fuerza del carácter, los antiguos hábitos y determinados intereses —públicos y privados. Al abrazar a Tieta, palpa con manos trémulas esas carnes abundantes, ¡ay en mis tiempos!

—Vamos a sentarnos, hijita, quiero que me expliques qué está sucediendo en Agreste.

Riendo, con picardía, Tieta se refiere al vacilante manoseo:

—El tiempo pasa, pero la mano del coronel no pierde tacto.

Cuando era niña, pastora de cabras, huía al verlo en el camino. Si la alcanzaba, le pasaba la mano por los pechos y por las piernas.

—Ya perdí el gusto por casi todo, sólo me queda el vicio de las mujeres. Soy como un chivo viejo, que ya no sirve para nada, pero que todavía va a oler el rabo de las cabras. —Golpea con el bastón en el suelo, llama: Merencia.

La criada, ser informe, jorobado, sin edad, de pelo blanco, espía desde la puerta, aguardando órdenes, reconoce a Tieta:

—¿Eres tú Tieta? ¿Te volviste rubia o te dio por usar peluca?

—Soy la misma, Merencia. Después voy adentro a charlar contigo.

—¿Qué edad tiene Merencia, coronel?

—Si no pasó los cien, debe estar llegando. Cuando yo nací, ella ya era una muchacha fogosa. Tieta, ahora dime qué está pasando. Nunca oí tantas locuras en mi vida.

—¿Qué, coronel?

—Ascanio, mi ahijado, mi brazo derecho en la Municipalidad, no parece el mismo joven sensato, anda metido en una industria que pretende instalarse en Agreste, cerca de Mangue Seco, según me dijo. Ascanio cree que con eso el municipio va a prosperar otra vez, que va a correr dinero. Estuvo en la capital, conversó con los capitalistas, pone las manos en el fuego por ellos. La primera vez que vino a hablarme, pensé que la limosna era demasiado grande, pero me callé la boca, porque estos tiempos modernos son medio raros, suceden cosas que ni el diablo las puede explicar… —hace una pausa, cambia de tema—: ¿Cómo conseguiste que dieran luz en Agreste? Aquí también levantaron un poste. Ni el diablo lo puede explicar… —un resto de malicia se dibuja en los ojos sin brillo, en la voz acatarrada—. No se cómo puedes tener tanta influencia en esos políticos de São Paulo…

Tieta se ríe, mete leña en la hoguera del anciano;

—Tengo mis recursos, coronel, mis armas secretas…

—Eso ya lo sé. Desde jovencita que los tienes. —Los ojos se pasean del busto al traste de Tieta—. Bien servida de lechería y panadería. Que Dios te conserve los encantos que te dio. Tu finado debía ser un tipo acomodado, de buen genio… Era conde, ¿no?

—Comendador, coronel.

—Todo es lo mismo. Estos monarquistas son todos mansos. Raza de cornudos. Pero volviendo atrás: doña Carmosina, otra persona correcta, se aparece por aquí, cargada de diarios, las gacetas que yo recibo y que ella lee, y me recita artículos de O Estado de São Paulo y de A Tarde, dos diarios serios que dicen que esa fábrica es una desgracia, que sólo vienen a Agreste porque no la quieren en ninguna parte del mundo, acaba con todo. Empecé a pensar si no estarán engañando a Ascanio, él todavía es muy joven, fácil de engañar. Lo mandé llamar aquí, le comenté lo de los artículos, de la inmundicia, de esa historia de contaminación. Cuando el cargo quedó vacante, hablé con Ascanio: mantén la ciudad limpia, ya que no puedes traer nuevamente la animación de antaño. Entonces, ¿qué significa eso de instalar una fábrica que nadie quiere en ningún lugar? Me respondió que con la fábrica volvería el progreso, Agreste va a conocer de nuevo la prosperidad. Que esa historia de contaminación no pasa de ser un invento de unos sujetos que no quieren que Brasil progrese, están en contra del gobierno, fueron enviados de Rusia, como ese tal Giovanni, que anduvo por aquí y se hizo muy amigo de Carmosina. Pero yo le hice ver que también O Estado de São Paulo le daba con todo a esa industria y yo nunca supe que el Estado de São Paulo tuviese algo que ver con Rusia, el Estado no es un diario de inventar cosas. Él se sintió confundido, pero me pidió que no fuera receloso, que sólo desea el beneficio de Agreste. Y se lo creo, Ascanio es una buena persona. Pero puede que lo estén embaucando. Tú debes saber la verdad y vas a decírmela.

Tieta oye sin interrumpir. El viejo habla despacio, corta las frases por la mitad, su respiración es breve. Casi ni probó el café que sirvió Merencia. De tanto en tanto una cabra se dispara por el campo, el coronel levanta la vista.

—Vine para verlo a usted y para hablar de esas cosas, coronel. Ascanio también me gusta mucho, creo que es un joven correcto. Vive soñando con los tiempos pasados, los de su abuelo y los suyos, piensa que la Brastanio va a hacer volver ese movimiento y es ahí donde se engaña. Si fuera una fábrica de tejidos, todo el mundo estaría de acuerdo. Pero la Brastanio va a fabricar dióxido de titanio…

—¿Y qué diablos es ese dióxido de titanio?… Carmosina me lo explicó, pero ella es demasiado erudita para mi entendimiento…

—En realidad no sé bien qué es eso, coronel, no voy a mentirle. Pero sé que es la peor industria del mundo en lo referente a contaminación. Va a destruir nuestro clima que es tan bueno, va a apestar el agua del río y del mar, va a acabar con los pescadores.

—¿Es verdad que envenena a los peces?

—Envenena todo, coronel, hasta a las cabras.

—¿A las cabras también?

—Es por eso, coronel, que estoy aquí, para decirle que, si Ascanio continúa apoyando la instalación de Brastanio, nosotros vamos a proclamar la candidatura del comandante Darío como alcalde.

El coronel Artur da Tapitanga se estremece, se indigna como si Tieta lo hubiese abofeteado. Hay un dejo de cólera en los ojos; la voz, en un esfuerzo supremo, se afirma violenta:

—¿Quiénes son «nosotros»? ¿Cómo se atreve nadie a hablar de candidatura sin consultarme?

—Nadie, coronel, no se altere. Todavía no hay ninguna candidatura, el comandante, Carmosina, yo y otros amigos queremos obtener su consentimiento, por eso estoy aquí. Usted es el padrino de Ascanio, patrocinador de su candidatura. Nosotros no estamos en contra de Ascanio, estamos en contra de la fábrica de dióxido de titanio. Si Ascanio dijera que no tiene nada que ver con la fábrica, que no está dispuesto a favorecerla, se acabó la pelea. Pero si él no acepta, no hay otra solución, coronel, porque no queremos que Agreste se convierta… como dice el diario… en un tacho de basura…

El viejo apoya el mentón en el cayado, ya no queda nada de la cólera, sus ojos están apagados y con voz lenta y baja repite:

—Un tacho de basura… eso mismo. Carmosina me lo leyó. ¿Ya te conté que hablé con Ascanio? Hace algunos días. ¿Sabes qué me respondió? Que a mucha honra era el candidato de la fábrica, y que de cualquier manera seguiría hasta el final. Que nadie podría impedir que él saque a Agreste de su inercia.

La mano descarnada busca la mano de Tieta, toca los dedos, repletos de anillos, de piedras preciosas:

—Oye, hijita: estás hablando con un chivo ya inútil, uno de esos que se sueltan en el campo para que muera. El infeliz piensa que todavía es el padre del rebaño, pero no lo es, hasta los cabritos jóvenes le faltan el respeto. El coronel Artur de Figueiredo, que mandaba y desmandaba, se acabó. No nombro a ningún candidato ni disputo la elección. ¿No te das cuenta? Por un lado, los capitalistas de la fábrica, que ni siquiera son de aquí. Del otro tú, Tieta, a quien yo conocí siendo una niña, descalza, arreando cabras, ahora cubierta de brillantes. Ya no cuento para nada. —En su voz hay cansancio y amargura.

Conmovida, Tieta le aprieta la mano cariñosamente:

—No diga eso, coronel. Si usted no apoyara a Ascanio, no habría fábrica que lo eligiera. Usted es el dueño de estas tierras, usted manda aquí. Y eso es cierto hasta tal punto que si me lo pidiera u ordenara, termino con la candidatura del comandante en este mismo instante, ya. Contra usted no me levanto ni por salvar a las cabras.

Una sonrisa despunta en los labios marchitos del anciano:

—No creo que ese titanio mate cabras, Tieta, tú lo dices para convencerme. Pero no te pido ni te ordeno nada. No me meto más, que cada cual haga lo que quiera. Ascanio piensa que está actuando bien, él sabrá lo que hace. Carmosina, el comandante, tú, y no sé quién más, creen lo contrario. Si yo todavía tuviese ambiciones de dinero, sería capaz de apoyar a esa industria, me asociaría a los forasteros, por dinero se vende hasta el alma. Si todavía tuviese amor a la vida, los apoyaría a ustedes; el peor de los hombres puede tener un gesto noble. Pero yo ya no tengo nada que ganar o perder en este mundo, Tieta, hasta perdí el gusto de mandar. Pero te agradezco por lo que has dicho, la consideración que has tenido con un viejo. Tus palabras pusieron miel en mi boca, cerca de la hora de la muerte.

—Coronel, antes de irme, querría una cosa.

—Entonces ordena.

—Quiero conocer a Ferro-em-Brasa, aquel famoso chivo. Para compararlo con Inácio, uno que fue del Viejo Zé Esteves.

—Voy a mandar que te lleven al corral.

—¿No me acompaña? Vamos, déme el brazo, levántese… —toma el brazo del coronel y lo apoya contra su seno.

Bajan juntos los escalones de la terraza:

—Tú no eres un ser humano. Tú eres el diablo con cuerpo de mujer. —Suspira hondo—. Si yo tuviese diez años menos, si anduviese por los setenta y cinco, ¡ah! no ibas a continuar viuda porque no te dejaría.

DEL DESVELO CÍVICO Y DE LA JUSTICIA DIVINA.

El sábado, la ciudad amaneció en plena campaña electoral. VOTE CONTRA LA CONTAMINACIÓN VOTANDO AL COMANDANTE DARÍO DE QUELUZ, ésa es la recomendación escrita en grandes letreros colocados en puntos estratégicos, en los lugares de mayor circulación. Uno de ellos está frente a la Municipalidad. También invitan a la población a que comparezca en masa al día siguiente, domingo, a eso de las cinco de la tarde, después de la matiné y antes de misa, al gran mitin de lanzamiento de la candidatura del comandante Darío de Queluz. El candidato usará de la palabra y el poeta Matos Barbosa declamará los Poemas de la maldición.

Los letreros fueron fabricados en el fondo del bungalow del comandante, por el eficiente equipo cuyo desvelo cívico fue presenciado por la bella Carol, placentera y esperanzada. En casa de doña Milu, doña Carmosina y Aminthas, dos cráneos, redactaron una especie de manifiesto al pueblo, en el cual exponían las razones de la candidatura del comandante. Impreso en Esplanada, en papel amarillo, el volante se destina a ser distribuido en Agreste, sábado y domingo. Fueron días de agitación subterránea, sábado de ocurrencias sensacionales.

¡Bendita agitación! En las idas y venidas, el polifacético Ricardo se las ingenia para hacer todo. Del otro lado del jardín, la oprimida manceba desfallece a la hora de la siesta. A través de las enredaderas, intercambian juramentos y promesas, hacen planes; el señor de esclavos pasará el fin de semana en Mangue Seco, con la esposa y los nietos. En la torre de la iglesia, al anochecer, Cinira mira el tranquilo paisaje del burgo, con un pie en un reclinatorio: el otro levantado (para facilitar). Por detrás de la mangueira, María Inmaculada es infalible a las nueve en punto, hora en que se apaga la luz. Las barrancas del río se adornan con la romántica circulación de innúmeras parejas. Rápido, rápido, muy rápido, que el tiempo es corto. Tieta espera en casa, impaciente. En cuanto a doña Edna, también aguarda. Al final de cuentas nadie es de hierro, ni siquiera un seminarista adolescente, ávido de acción, casi fanático.

El sábado, el silencio del motor no interrumpió las tareas de los devotos partidarios del comandante. Ricardo no corrió al encuentro de Maria lmaculada. Como lo supo con anticipación, la niña estuvo de acuerdo en sacrificar, por una vez, el medido momento de placer en aras de una causa loable. Fidelio, Seixas, Ricardo, Peto, Sabino, se pasaron la noche colocando carteles bajo el comando de Aminthas y la fiscalización de Osnar. Contrario a cualquier esfuerzo físico —reservo mi físico para los embates de amor—, Osnar dicta órdenes, establece reglas. El comandante supervisa los trabajos con el rostro grave, preocupado por la elaboración del discurso para el mitin, tremenda responsabilidad. Bafo de Bode, desde el principio concedió el apoyo de su presencia a los militantes el medio ambiente. Pero, ni bien consiguió substraer de los cuidados de Osnar una botella de pinga casi llena, desapareció.

Terminaron todos en la pensión de Zuleika, donde los aguardaba una cazuela de pescado preparada por encargo del benemérito Osnar. Todos, menos el comandante, por incorruptible, y Ricardo, por seminarista. Pero el joven no se apura en irse a dormir. Como la vigilia cívica coincide con la partida de Modesto Pires para el regazo de la familia, en la playa, sucede que hay una puerta apenas entreabierta en la soledad de Agreste, a la espera de un valiente justiciero.

Entre los sucesos de esos días agitados, prevaleció el desentendimiento, se dividieron las envenenadas opiniones. Pero cuando ciertos hechos fueron aclarados y los cuernos de Modesto Pires se hicieron públicos y aceptados, hubo un acuerdo unánime, no se oyó ni acusación ni crítica en contra de los autores de la hazaña.

Autores, ésa es la palabra, lo que no quita a Ricardo la gloria de haber sido el primero que venció las barreras aparentemente infranqueables del respeto a los poderosos, del miedo de la venganza de los prepotentes —y que hizo justicia—. Justicia divina, según el pueblo, cansado de esperar ese auspicioso evento desde que, hace aproximadamente seis años, el dueño de la curtiembre había importado de los confines de Sergipe las muchas virtudes de Carol, con las que enriqueció el patrimonio de Agreste. Sin embargo, limitó el valor del gesto con la práctica de mezquina y egoísta exclusividad.

Bafo de Bode, al volver con la esperanza de conseguir más cachaça, encuentra la plaza vacía. Se dirige hacia los escondites solitarios, distingue en el primer albor de la madrugada, la robusta sombra del buen samaritano al trasponer la puerta de la esclavitud para proclamar la abolición. Enemigo de tiranías y de la propiedad privada, Bafo de Bode exclama para el escaso auditorio de dos perros vagabundos y una perra:

—¡Que se haga la justicia de Dios! ¡Dale nomás, padrecito!

DE LA VUELTA DE LA ANIMACIÓN O DE CÓMO LLOVIERON PALOS.

Con la fábrica, va a volver la animación, había prometido Ascanio Trindade al coronel Artur de Figueiredo. Transcurridos algunos días, los acontecimientos le dieron la razón; ni siquiera fue necesario el establecimiento de la industria para que la feria de Agreste recuperara el movimiento y el entusiasmo dignos de los tan nombrados tiempos de antaño. El alborozo era de tal magnitud que el beato Possidônio, convencido de que había llegado el día del juicio final, abandonó las limosnas para entregarse por entero a la salvación de pecadores, blandiendo el cayado redentor.

El sábado, los puesteros de la feria arribaron a la mañana a la Plaza del Mercado (Plaza Coronel Francisco Trindade —Intendente Municipal, según la placa—; el pueblo, rebelde, no aprende) y se encontraron con algunas novedades, entre ellas, un cartel de género estirado entre dos varas enterradas en el suelo que proponía la candidatura del comandante y otro donde eran convocados para el mitin. Este último, junto a un poste ubicado en el centro de la plaza, donde se anunciaba una sensacional película de tiros para el fin de semana: «Puñetazos a montones», promete.

Al principio los carteles despertaron poco interés. La curiosidad de los pajueranos se volvía hacía novedades mayores y más vistosas: los nuevos postes de luz de la Hidroeléctrica del São Francisco, gigantescos, lindos, impresionantes. Dos de ellos ya estaban de pie; los concurrentes estiraban el pescuezo tratando de divisar las lámparas. Un tercero, extendido en el suelo, reunió un montón de curiosos que lo admiraban con exclamaciones de asombro.

Algunos, más cultos, deletreaban las palabras del cartel, la mayoría no sabía leer. Así, la feria comenzó normalmente y sólo ganó animación cuando Ricardo y Peto comenzaron a distribuir los volantes. Ahí fue un sálvese quien pueda.

Gumercindo Sarué pequeño productor de harina de mandioca, contemplaba los postes boquiabierto; casi no reparó en los carteles. Era hombrón con fama de valiente, afecto a peleas. Había sido detenido en domingo de borrachera. Armado con una hoz, se puso a correr a los dos hijos de doña Jesuína, viuda de pelo en pecho. La viuda no se quedó tranquila hasta que no vio a Sarué preso —la prisión de Agreste, casi permanentemente vacía, ocupa una de las salas del fondo de la Municipalidad, tiene barrotes en la ventana. Ascanio, al tomar conocimiento del incidente, abandonó el billar, calmó a la madre ofendida, abrió la puerta del calabozo y dejó libre a Gumercindo. El gigante, agradecido, juró:

—Cuente conmigo, seu doctor, en la vida y en la muerte.

Como se verá de inmediato, no fueron palabras vanas pues Ricardo y Peto habían aparecido en la feria y comenzaron con la distribución de los panfletos redactados por la indignada doña Carmosina en colaboración con el Sardónico Aminthas. Mientras que los letreros y carteles se limitaban a anunciar la candidatura del comandante, breve referencia a la contaminación, el panfleto explicaba haciendo las razones de la campaña destinada a salvar a Agreste, paraíso amenazado por la podredumbre. Citaba párrafos de la crónica de Giovanni Guimaraes, le daba con todo a la Brastanio, «empresa multinacional destinada a llenar los bolsillos de los extranjeros a costa de la miseria del pueblo». Igualmente se refería a Ascanio: «al aprovecharse del puesto que ocupa, se presta al sucio juego de esos criminales que quieren transformar a Agreste en un tacho de basura». «Impedir la elección de ese playboy astuto, agente a sueldo de los empresarios de la muerte», era obligación de todos los ciudadanos del municipio.

Ricardo cumplía con el deber dictado por el más puro idealismo; Peto, trabajaba por el pago prometido por Osnar, uno de los financistas de la candidatura del comandante, pero los dos hermanos, el abnegado y el mercenario, cumplían conscientemente la tarea encomendada, iban, de persona en persona, puesteros y clientes, distribuyendo los volantes de mano en mano. Sabino, ocupado en el mostrador de la tienda, no tuvo participación al comienzo de la fiesta.

Ante las bolsas de harina de Gumercindo Sarué, Peto entregó un prospecto al vendedor, otro a la compradora, doña Jacinta Freire, beata de lo más entremetida: Gumercindo, pensando que se trataba de un anuncio cinematográfico, lo tiró al suelo. Sin embargo, doña Jacinta, interrumpió la compra, se dedicó a la lectura en voz alta; el puestero no tuvo otro remedio que oír. Al escuchar el nombre de Ascanio, se interesó y pidió explicaciones. Doña Jacinta satisfizo su curiosidad con placer. Le indicó el cartel que estaba en el centro de la plaza, releyó los insultos con la voz gorjeante, estaba encantada. Incrédulo, Gumercindo preguntó:

—¿Quieren sacar al doctor Ascanio de la Municipalidad?

—Para poner al comandante Darío. Se dice que Ascanio…

Hombre de acción, Sarué busca con los ojos al niño que distribuye ese papel inmundo y lo ve más adelante, descansando de la ardua tarea mientras chupetea un helado. Gumercindo se dirige a Peto, extiende las manos para sacarle los volantes, consigue algunos y los rompe con rabia, quiere el resto:

—Entrégame esas porquerías, muchacho.

Bueno, como se sabe Peto es único. Une la acción a la palabra, le mete un puntapié en la pierna e insulta a su madre.

—¿Qué es eso, compadre? —Nhô Batista, otro labriego de Rocinha, interviene al ver al amigo ciego de odio que trata de agarrar al mocoso.

—¡Quieren sacar al doctor Ascanio de la Municipalidad!

La noticia corre como la pólvora, o sea, rápida y ponzoñozamente, conmueve a la feria. La mayoría de los vendedores, procedentes casi todos del distrito de Rocinha, estiman mucho a Ascanio. Los habitantes de las márgenes del río, proveedores de pescado, mariscos y guaiamuns[45], estaban del lado del comandante y aunque numéricamente eran minoría se habían hecho temer, pues algunos tenían fama de contrabandistas y tradición por sus luchas contra la Policía.

La caza de Peto a través de la feria produjo situaciones espectaculares. Hubo mucha mercadería por el suelo. Había comenzado el desorden. Peto se zafó, desató una piara de chanchos en las narices de Sarué y sus secuaces y fue al bar en busca de refuerzos; lo último que vio en medio de toda esa confusión, fue a Ricardo cuando un grupo lo prendía y los volantes se perdían con el viento. El bar estaba lleno y acudieron todos.

Jamás hubo feria tan animada. Desbancó a la del 4 de junio de 1938, en la cual el cabo Euclides, autor de muchas hazañas, trató de capar, ante la vista del pueblo, al violeiro[46] Ubaldo Capadócio porque había deshonrado su cama al fornicar con Adélia, su esposa. Capadócio escapó por milagro. Los que no escaparon fueron los carteles, los dos, pues el del cine que proféticamente anunciaba golpes, fue igualmente destruido. Sucedió que los pescadores, ignorantes del motivo del conflicto, tardaron en participar de la fiesta. Pero, cuando se dieron cuenta de la insolencia que se cometía contra el comandante, llovieron palos.

Hubo palos de todos lados, muchos ni supieron los motivos de la pelea, pero todos participaron. El perjuicio fue general: bolsas y bolsas de harina, de feijão, de arroz, de maíz, frutas y legumbres derramadas y pisadas, deshechas, cantidad de carne seca por el suelo, pescados usados como arma de combate y cangrejos sueltos entre los campeones. El profeta Possidonio, que había proclamado el fin del mundo más de una vez, bajó el cayado sobre unos y otros, indiferente a las posiciones políticas; todos eran condenados pecadores.

Ni Ascanio, que llegó de la Municipalidad a las corridas, pudo terminar con la pelea. Tampoco el comandante, a quien le fue robado tiempo para dedicar a su redacción. Ni siquiera el padre Mariano, cuya intervención sólo impidió que el comandante y Ascanio se agarraran.

Pero cuando Tieta, alertada por Sabino, apareció en la Plaza, empuñando el cayado del viejo Zé Esteves, semejando la Senhora Sant’Ana, se metió entre la multitud gritando: ¡paren de una vez! Todos le abrieron paso y se serenaron. Era demasiado tarde para salvar los carteles pero pudieron recoger los escombros de Ricardo. Justo a tiempo, porque ni bien lo levantó y lo llevó a la rastra (con esquimosis en la cara y en las piernas), en la Plaza aparecieron en son de guerra, la pequeña Maria Inmaculada; Cinira, la devota; Edna, la pretenciosa y Carol, la liberal. También Ricardo, el glorioso sobrino, tiene su electorado propio. Reducido, pero de calidad.

DE TIETA TODA ADORNADA DE CUERNOS.

Los gritos de Tieta despertaron a Perpetua. Se pone la pollera negra sobre el camisón, toma el candelero, abre la puerta justo a tiempo para ver a Ricardo que huye por el corredor, mientras recibe golpes sin soltar un mu, desnudo, ay. ¡Señor Dios mío! En total desatino la tía manda al diablo contención, decoro y conveniencias, desprecia cualquier tipo de cautela y lo persigue hasta la puerta de calle; el cayado resuena en la espalda del sobrino. El cayado del viejo Zé Esteves, el mismo que se descargó sobre Tieta cuando el padre supo, por intermedio de Perpetua, lo del viajante.

Ricardo trata de volver a buscar un pantalón pero la furia del cayado, en el auge del dolor de cuernos, lo alcanza en la cara, esa cara angelical y pérfida, tal como Zé Esteves la había alcanzado en otra distante madrugada —ella también tenía cara de ángel—. Cierra la puerta del corredor, vibra el cayado, amenaza a las celestiales y traicioneras bolas del descarado, a la divina y falsa cachiporra. De un salto, Ricardo gana la calle, salva sus preciosos bienes. Todavía no repuesto de la sorpresa, medio trastornado, se ve en la Plaza, en cueros, vistiendo sólo el anillo de jade y la vergüenza, la puerta fue cerrada con violencia sobre la voz colérica que lo expulsa.

—¡Desaparece de mi vista!

Tieta adornada con cuernos. Ella misma los fue a recoger a la orilla del río. Cuando la luz del motor marcó la hora de la cita, estaba en su puesto: presenció el encuentro atrás de la mangueira, acompañó al maldito y a la joven hasta la oscuridad de la Bacia de Catarina. Sujetó su orgullo a dura prueba, y se escondió en un lugar donde pudiera oír mientras se llenaba de indignación, gota a gota sudaba celos. Abierta en llagas, humillada, cubierta de barro, abyecta, ridícula, cuerneada. Oyó las risas, perdió la cuenta de los suspiros, midió el silencio de los besos, aprendió los mil matices de la palabra amor, repetido refrán: bésame de nuevo, amor; muérdeme, amor; ahora, amor; no te vayas, amor; demora un poco más, amor; ay, amor.

Ni bien regresó de Mangue Seco empezó a sospechar la existencia de otro rival además de Dios: humano y hembra. Estuvo alerta, recogió informaciones, pero quiso estar segura, sacar sus propias conclusiones, de tan imposible que le parecía. Era verdad. Se había dejado engañar, ella, Tieta, vanidosa y segura de sí, como si fuera la más tonta y confiada de las mujeres.

Tal como lo hacía todas las noches, se desvistió y perfumó en su cuarto. Así lo esperó para que los últimos destellos de pasión se extinguiesen cuando él la tocara con las manos todavía tibias por el calor del cuerpo de la otra y quedaran sólo humillación y rabia.

Jamás le había pasado. Lucas huyó por temor a engancharse, no por otra. Tuvo que volver a Agreste para que un hombre osara meterle los cuernos. ¿Un hombre? Un cabrito recién destetado, vestido con sotana, inocencia y miedo, un niño doncel, virginidad cuya flor ella recogió en las dunas, una noche de luna.

DEL DIÁLOGO DE LAS DOS HERMANAS SOBRE ASUNTOS DE FAMILIA, CAPÍTULO UN TANTO SÓRDIDO DONDE SE LAVA ROPA SUCIA Y SE PONE MIERDA EN EL VENTILADOR.

Desnuda, florecida de astas, recubierta de cuernos —y eso que no sabe ni la mitad—, Tieta enfrenta a la hermana. Se había desvestido para esperar al maldito, para saborear todos los condimentos de la traición, recorrer hasta el final la escala de la vileza, sentir la desesperación transformarse en odio en el momento en que pusiera su mano, todavía con el calor de la otra, sobre su cuerpo. Y así fue como sucedió.

Desnudez agresiva, bella y opulenta, el vigor de los senos arrogantes, de las largas piernas, del altanero traste bamboleante, de la negra y copiosa mata de pelos —además de los cuernos, sólo el cayado. Al verla de tal suerte, impúdica y colérica, Perpetua decide postergar la inevitable explicación, la difícil confrontación. Para hablar de sutilezas y medias palabras, de sobreentendidos, se necesita tranquilidad y ánimo sereno. Es desaconsejable hacerlo en momentos de rabia y orgullo herido. Al ajustar cuentas, Tieta puede decidir cobrar injurias del pasado.

Perpetua intenta cerrar la puerta del cuarto, acostarse, borrar de sus ojos lo que ha visto. Pero no puede completar la maniobra de huida. Tieta percibe el resplandor de la llama del candelero, adivina que la hermana ha estado espiando y la rabia culmina:

—¿Qué haces ahí, escondida y espiando?

Descubierta, Perpetua se muestra, avanza un paso:

—¿Qué pasó? ¿Qué significa esto?

La chillona no refleja escándalo y furor, sólo espanto. Todavía puede salvar la moralidad, mantener la decencia. Dispuesta a colaborar, Perpetua deja margen a cualquier explicación satisfactoria: Ricardo está muy desobediente, no cumple horarios, merece reprimendas y castigos. En cuanto a la desnudez de los personajes, puede explicarla por el calor del verano o mejor ni hablar del asunto, es un detalle secundario. Salvadas las apariencias, las negociaciones serán más fáciles. Pero Tieta, descontrolada, desprecia la oportunidad, pone mierda en el ventilador.

—Significa que el sinvergüenza de tu hijo se atrevió a meterme los cuernos con una putita descarada, cosa que ningún hombre me había hecho.

Perpetua ahoga un grito, con la mano. Avanza otro paso, se apoya en la pared:

—Quiere decir que tú y Cardo… ¡Qué horror, Dios mío! —repulsión y asombro se estampan en la severa cara, pero nuevamente la mano impide un lamento. En Agreste, el sueño de los vecinos es liviano: los que se han despertado por el estruendo, deben estar alerta.

Tieta arrasará el pesado fardo de la traición, la abundante cosecha de cuernos. Se encamina a su cuarto, se sienta en la cama con las piernas dobladas en indecente postura. La indignación y la rabia prosiguen implacables, ahora en contra de la hermana:

—No vengas a hacerte la inocente, la que no sabe nada cuando en realidad estabas al tanto de todo.

—¿Qué quieres decir con eso? ¡Estás loca! Te recibí en mi casa, con los brazos abiertos, pensé que habías cambiado. No cambiaste nada, eres la misma depravada de antes. Llevaste por mal camino a un niño inocente, temeroso de Dios, mancillaste su vida. Iba a ser cura, ahora está excomulgado… —ahoga un sollozo, es una madre empavorecida, aterrorizada—. Y tienes coraje de decir que yo lo sabía. ¡Vade retro! —Como no hay más remedio, sólo le resta enfrentar la situación, tomar la ofensiva.

—¡Claro que lo sabías, cínica! —Tieta desearía cachetear a la hipócrita, descargar el bastón en su espalda como hizo con el inmundo—. ¿Quién mandó a tu hijo de noche a Mangue Seco sabiendo que estaba perdida por él? Estabas atrás de mi dinero, ¿piensas que no me di cuenta? Pero te olvidaste de explicarle que no nací para ser cornuda. No sé como me aguanto para no pegarte.

Está en el corredor, ante la puerta del cuarto, con el candelero en la mano, encogida contra la pared, un sudor frío en la frente, Perpetua reacciona:

—Estás inventando calumnias para huir de la responsabilidad. —La voz agresiva, el dedo en un gesto acusador—. No puedes desviar a un niño inocente del sagrado camino del sacerdocio, cortar su carrera, sin…

—Sin pagar, ¿no? Tú sólo piensas en dinero. Antes, sólo pensabas en conseguir un hombre dispuesto a acostarse contigo, ¿no es cierto?

—Nunca tuve esos pensamientos, no soy igual a ti.

—¿Entonces por qué prometiste tu hijo a Dios? Para conseguir un hombre con quien fornicar. Tú no eres igual a mí, eres peor. Tramaste todo esto para sacarme dinero. Todo fue planeado. Cuando me cediste la alcoba y armaste la cama de él enfrente. Yo debí haber sospechado.

—¡Mentira! Ni se me pasaba por la cabeza…

—Después, cuando viste que me gustaba, armaste todo, ¿o no?

—No ganas nada inventando embustes. Quiero saber qué vas a hacer para recompensar a mi hijo. Y lo quiero saber ahora mismo.

—¿Recompensar a tu hijo? ¿De qué? Era un doncel, capaz de terminar siendo maricón, andando con cualquiera y en cambio hice de él un hombre. Como si tú creyeras que un cura debe ser virgen.

—Era un niño inmaculado, bien educado, respetuoso, sólo pensaba en sus deberes. Ahora ya no parece el mismo, tomó la sartén por el mango. Has hecho de él tu igual. ¡Es como tú, maldita! Abusaste de él. ¿Tienes coraje de negarlo?

—Lo que tú quieres es que pague el desvirgue de tu hijo, ¿no?

Se levanta, baja de la cama, su cuerpo es lascivo e ignominioso. Provocativa, se dirige al ropero, busca la valija donde guarda el dinero, levanta la tapa, la abre, separa un montón de billetes y los tira en dirección a la hermana. Se desparraman por el suelo:

—Toma, yo pago lo que hice. Valió la pena, me encantó. Recoge el pago, zorra de mierda. Me das asco.

Perpetua deja el candelero, entra al cuarto, se agacha, recoge los billetes. La voz se eleva desde el piso, gangosa pero ablandada, conciliadora:

—Lo que deberías hacer sería adoptar a los dos…

—¿Adoptarlos? ¿Como hijos? —de nuevo sobre la cama, Tieta observa a Perpetua que está en cuatro patas, juntando y recogiendo billetes—. Es eso lo que quieres… Para que sean mis únicos herederos, ¿no? ¿No importa que yo pase a ser la madre de mi macho? Tú eres el colmo.

Al verla gateando, con el brazo extendido bajo la cama, en busca de otro billete extraviado, con los pechos marchitos, que se balancean bajo el camisón, con el rodete deshecho, el pelo que le tapa esa cara ácida de beata; la fealdad de bruja y los ojos encendidos, se apodera de Tieta un sentimiento, mezcla de amor y pena, que se une a la rabia —¡qué mujer ésta, es capaz de cualquier cosa por los hijos!

—Y pensar que tuviste un hombre que te quiso, que te deseó, que durmió contigo y que te hizo hijos. Si me lo hubieran contado, no lo habría creído.

Entonces recuerda una idea loca, la grotesca imagen que en cierta ocasión se atravesó en su pensamiento: imagina a Perpetua en esa misma cama, sobre el mullido colchón de lana, enroscada con el marido en el momento del festín, ¡espantosa visión! De golpe desaparece su rabia. Tieta comienza a reír:

—Si tú me dices una cosa, pero tiene que ser la verdad, yo te prometo que te pongo en mi testamento.

Perpetua alza la vista, interesada y desconfiada, ávida.

—Dime, en «ésos» momentos, ¿el mayor y tú se quedaban en lo tradicional o hacían porquerías? ¿Alguna vez probaste el sesenta y nueve?

Al pensar en la hermana tratando de hacer el «ipicilone» con el marido, Tieta es sacudida por un incontrolable ataque de risa. Quiere parar y no puede, la risa termina en una carcajada descomunal: ve a Perpetua aferrada al miembro del Mayor bien servido, a juzgar por el hijo—. Entre risas, desaparecieron los cuernos, todos, los que le fueron clavados por Maria Inmaculada a orillas del río y los otros, de los cuales nunca tuvo conocimiento.

—¡Respeta a los muertos, desgraciada! —Perpetua se levanta hecha una loca, sus manos se aferran a los billetes, los ojos se le salen de las órbitas al mirar el lecho, vuelve a sentir olores y ver gestos.

Ruido de llave en la puerta, pasos leves en el corredor. Perpetua trata de recomponerse mete el dinero en los bolsillos de la pollera para que la otra desvergonzada, al volver del pecado —cada noche llega más tarde—, no se entere de lo sucedido. Al percibir movimiento, luz y risas en la alcoba, Leonora se acerca:

—Buenas noches, doña Perpetua. ¿De qué se ríe tanto mi madrecita?

La madrecita no puede contener las carcajadas. ¡Qué imagen tan cómica! Al borrar la visión del Mayor, viril y apasionado, mientras se saca el pijama de rayas amarillas, Perpetua explica:

—Estábamos charlando. Tieta se tentó con una tontería que dije… —levanta el candelero—. Mañana la seguimos hermana.

Si Tieta cree que ha puesto punto final al asunto con esos billetes, está muy equivocada, no conoce a su hermana mayor. Perpetua quiere y está dispuesta a conseguir un papel salido de la notaría, con firma reconocida; no lo hará por menos. Sale, pero se vuelve, rápida, para recoger un billete que quedó al lado del ropero. Debe de haber otros. Mañana volverá, antes de que Araci barra el cuarto.

Tieta todavía ríe cuando Leonora comienza con voz desconsolada:

—¡Madrecita, ay, madrecita! Pobre Ascanio. El pobre está desesperado…

DE LA ALPARGATA DEL DIABLO, OJO Y LENGUA DE LA CIUDAD.

AL amanecer, Bafo de Bode abre los ojos en el mismo lodazal donde la cachaça lo había tumbado la noche anterior. Lodazal es una manera folletinesca de hablar —se había dormido en la puerta del cine Tupy, abrigado contra viento y lluvia. Al levantarse toma el camino de Buraco Fundo. Al cruzar la plaza de la Matriz, percibe movimiento en la puerta de la casa de Terto. Se detiene para identificar al apurado que sale tan temprano aunque tranquilamente podría demorarse más. A Terto, el abnegado marido, le encanta dormir hasta tarde en la hamaca que está colgada en la galería, duerme el sueño pesado y plácido de los buenos cornudos, satisfechos de su estado (aquellos que se asumen, como escribiría un joven escritor moderno).

Al encontrarlo deambulando por las calles y callejones de la ciudad, en horas tardías, viendo y comentando todo, Amélia Dantas (actualmente Régis), de sobrenombre Mel, ex Primera Dama del Municipio, había apodado al mendigo «Alpargata del Diablo». Según Barbozinha, Bafo de Bode es el ojo de la ciudad. El ojo que todo lo ve, agrega Aminthas. Vio tantas cosas que ya nada lo espanta. Sin embargo no puede esconder el asombro al reconocer que el ciudadano que está metido en un par de pantalones de Terto es el seminarista Ricardo. En camisón y colgada al cuello del muchacho, doña Edna se despide con un chupón de los bravos. Los pantalones de Terto, apretadísimos, le quedan mal, ¿por qué será que el padrecito los usa?

Cuando Bafo de Bode lo sorprendió acompañado por esa jovencita, inquilina de lo de Zuleika, andaba de sotana, se dirigía a las barrancas del río. Vestía shorts y camisa al atravesar la prohibida puerta de la casa de Carol; no habían pasado cuatro días desde entonces. También de sotana lo había visto en la víspera, cuando saltaba los escalones de la torre para consolar a la indócil solterona. Sin hablar… Cállate boca.

Al retomar la marcha, corifeo de la ciudad, Bafo de Bode revela y aconseja:

—¡Pueblo, vamos a resguardar nuestros culos en lugar seguro porque la Paloma de Dios está suelta en Agreste!

DE LA PASTORA Y DEL MACHO CABRÍO JOVEN.

Ricardo cruza el jardín de la plaza, los pantalones ajustados no le permiten correr. Golpea la puerta del fondo, Araci abre, se tienta: don Cardo está tan gracioso, ¡ay qué joven tan bonito! Un día se va a fijar en ella, si Dios quiere.

Entra, se pone la sotana, está terminando de hacer la valija cuando siente que alguien lo observa, levanta la vista. Con su vestimenta negra, el rosario en la mano, Perpetua está preparada para ir a la iglesia. Amenazante, lista para acusación y castigo, su rostro refleja indignación y asco, los ojos relampagueantes, la voz terrible —pero contenida para no despertar a las dos malditas:

—¿Qué estás haciendo, excomulgado?

—Dentro de un rato voy a tomar la «marineti» para ir a Esplanada.

—¿Tomar la «marineti»? ¿Con orden de quién?

—De nadie, mamá. En Esplanada, tomo el ómnibus a Aracajú y me bajo en la ruta que va a São Cristóvão.

—¿Pero qué te has creído?, ¿ya no tienes madre para obedecer? Guarda tus cosas y acuéstate. Más tarde tendrás que rendirme cuentas, prepárate.

—Voy a pasar unos días con fray Timoteo en el convento. Me invitó. Después que Tieta… que la tía se vaya, vuelvo.

—No vas a irte a ninguna parte. Haz lo que te dije.

Sabe que no va a ser obedecida, que nunca más podrá darle órdenes. La hermana mayor jamás pudo mandar a Tieta, jamás fue obedecida.

—Mamá, ya le dije que voy a São Cristóvão. No soy mayor de edad pero soy hombre, ¿no lo ve? No trate de impedirlo, no quiero ser un fugitivo. Quédese tranquila, volveré.

—Ya no pareces mi hijo. Estás igual a ella. Era nuestra vergüenza: de día con las cabras, de noche pecando. Tú quieres ocupar su lugar. ¿No tienes miedo al castigo de Dios?

Por primera vez desde la muerte del Mayor tiene ganas de llorar.

—También mi Dios ha cambiado, mamá. Ya no se parece al suyo. Mi Dios perdona en vez de castigar.

—Pero tú no puedes irte, así, antes de arreglar las cosas. Ella te llevó por mal camino, te pervirtió, acabó con mi promesa. Tiene que compensar el mal que cometió. Trajo el pecado a esta casa, la muy maldita, te echó a perder.

—No, mamá. Yo estaba ciego, ella me ayudó a ver. No sé si voy a ser cura o no, es muy pronto para saberlo. Pero esté segura de que si no me ordeno será porque Dios no lo quiere, cuando lo sepa, se lo diré. Pero voy a seguir estudiando, no se preocupe.

—¿Me juras que vas al convento?

—Ya se lo dije. Ahora, óigame: la tía fue requetebuena conmigo. Nunca podré pagarle lo que le debo.

Toma la valija y sonríe a su madre, sereno y tierno:

—Adiós, mamá.

—¡Ay, Dios mío! —la mártir eleva los ojos al cielo.

Al volverse en dirección a la salida, Ricardo ve a Tieta en la puerta de la alcoba, el cuerpo bienamado vestido con un reflejo de luz de la mañana naciente.

—Adiós, tía… ¡Tieta!

—Adiós, Cardo. Me puedes llamar tía. Dile a fray Timoteo que estoy en Agreste, que va a haber una pelea terrible.

Tras Ricardo la puerta de calle se cierra. Sin mirar a la hermana, Tieta vuelve a su cuarto. La pastora de cabras siente orgullo de su sobrino. Es igual a ella, sin poner ni sacar nada, Perpetua tiene razón. Es un chivo joven, sin mañas, está libre en los montes, va con la cabeza erguida; es el heredero de su rebeldía. Lo que pasó, pasó, fue un capricho loco, y la nostalgia va a ser tanta…

DE HECHOS Y RUMORES, CAPÍTULO DONDE EL ÁRABE CHALITA EXPRESA VAGA ESPERANZA.

Los diez días que sacudieron a Agreste, ésa fue la definición de Aminthas, lector de autores prohibidos (parafrasea a John Reed al referirse a ese breve y tumultuoso período). Él mismo contribuyó en ese clima de grotesca pesadilla: maniobró cuerdas invisibles, estuvo por detrás de algunos hechos graves. Si bien la mayor responsabilidad era atribuida a doña Carmosina.

—Fíjate lo que has conseguido, Carmosina —la acusa el recaudador Edmundo Ribeiro, mientras se sienta en una silla, en la agencia de Correos—. Cada día una novedad, una pelea, un escándalo, un lío…

—Cuando no son dos son tres. A veces ni terminamos de comentar un incidente, que ya empieza otro. Y cada plato tan suculento… —apoya Chalita, el árabe, sentado en el escalón de la puerta—. Todo el mundo perdió la cabeza, quisiera ver cómo va a terminar esto.

Doña Carmosina se desliga de toda responsabilidad:

—¿Yo? ¿Quién soy yo? Parece que van a terminar acusándome por haber inventado la fábrica de dióxido de titanio. Estábamos bien aquí, cada uno en lo suyo y en paz.

—Si tú no te lo pasaras leyendo y desparramando las noticias de los diarios… —el recaudador señala el diario mural, que ahora cubre la pared principal del recinto.

—… serían capaces de vender Agreste impunemente…

El tono y lenguaje de los diálogos cambió. Desaparecieron la cordialidad, el buen humor, los ritos de gentileza que hacían de la conversación —principal diversión de la comunidad, gratuita, al alcance de todos— un motivo de placer. El tono se hizo áspero, la injuria reemplazó a la malicia.

—¡Basta con eso! —exclama Edmundo Ribeiro—. No estoy vendiendo nada.

—Porque no pudiste meter la mano en el cocotal, no por falta de ganas. Pero vives apoyando a esa banda de ladrones. ¿O te crees que no lo sabemos?

—¿Qué es lo que saben?

—Que firmaste la lista de contribuciones para la candidatura de Brastanio Trindade…

—¡Brastanio Trindade! Eso sí que estuvo bueno… el árabe ríe. Nada se compara a una charla con personas inteligentes como doña Carmosina, la muy pícara tiene cada salida… Hablando de eso, ¿qué fue a hacer a Esplanada?

—¿Ascanio viajó? —doña Carmosina se interesa, se preocupa—: ¿cuándo?

—Hoy. Me dijo que estaría de vuelta mañana.

La «marineti» de Jairo tiene su parada frente al cine, al lado de la casa de Chalita, presencia infalible en la partida (horario rígido) y en la llegada (horario imprevisible) del vehículo, para controlar a los viajeros.

—¿Qué chanchullo habrá ido a tramar? ¿Dijo que volvía mañana? Entonces fue sólo a Esplanada, no tendría tiempo de llegar a Salvador. Anda medio desorientado. Pensó que la elección era cosa hecha, se quedó de capa caída con el comicio.

—Pero yo todavía creo que él gana. —Considera el recaudador—. No niego el prestigio del comandante pero, ya se sabe cómo son esas cosas… Ascanio ya está en la Municipalidad y lo más importante de todo es que es hombre del coronel Artur… Porque en realidad el que tiene prestigio es el coronel.

—Fue hombre del coronel, ya no lo es. ¿Quién no sabe que el coronel se desentendió de la candidatura del «doctor Dióxido»?

—El doctor Dióxido, pero qué ingenio… —Chalita se retuerce de risa.

—Dígame una cosa, seu Edmundo: ¿fue por generosidad que Modesto Pires inauguró esa lista de contribuciones, esa que usted firmó? ¿O fue después de que el candidato volvió de Tapitanga, con la cola entre las piernas? ¿Sabe qué respondió el coronel cuando él le pidió dinero para la campaña? Que recurriera a la Brastanio. No venga a decirme que no lo supo.

—Sí, lo supe. Carmosina. Pero actualmente se dicen tantas cosas que no se puede creer así porque sí, sin más ni menos. Es muy posible que el coronel haya negado ayuda a Ascanio, el viejo está acabado, cada vez más decrépito. Pero también es verdad que no le ha dicho a nadie que no votara a Ascanio. ¿O estoy mintiendo? Si miento, corríjame.

—A los que fueron allá para saber, el coronel Artur les ha dicho que cada uno vote a quien quiera, de acuerdo con su conciencia. Él no tiene nada de acabado y no fue por avaricia que no contribuyó con dinero. Y es más: el coronel no apoya de frente a la candidatura del comandante porque tiene pena de su ahijado. Pero pregúntale a Vadeco Rosa qué es lo que ha oído en Tapitanga, y no olviden que Vadeco es edil y tiene un montón de votos en Rocinha. Él mismo me lo contó. Fue a pedir instrucciones, y el coronel le dijo que apoyara a quien quisiera o a quien mejor le pareciera, que no tenía órdenes para dar, ni candidato para proponer, está retirado de la política.

—A pesar de eso, casi todos en Rocinha comen gracias a Ascanio, empezando por Vadeco.

—Comían, pero todo cambió. Después de conversar con Tieta, Vadeco quedó muy impresionado. En Rocinha estaban pensando que Ascanio, después de elegido, iba a comprar las tierras del municipio a precio de oro. Cuando vieron que él sólo quiere expropiar los terrenos del cocotal, se pusieron furiosos. ¿Usted sabe que Tieta va de casa en casa? Dentro de una semana vamos a hacer un comicio en Rocinha, ella va a hablar.

—No hay duda… —reconoce el recaudador—. Doña Antonieta es un gran triunfo, es la única que mete miedo. El comandante, como vemos, fue candidato a disgusto, por imposición y yo sé de quién…

—¿Mía, no es cierto? Pero esa acusación me honra mucho.

—Pobre, ni bien tiene un día libre se escapa a Mangue Seco. Ahora creo que está en la playa, ¿no?

—Para asegurarse los votos de los de allá. Pero volverá pronto.

—¿Los votos de Mangue Seco? No llegan a diez o doce… Pero Tieta puede desequilibrar la balanza, si se queda hasta el final… Qué gracioso: a pesar de combatir la candidatura de Ascanio, parece que ella no se opone al noviazgo de su hijastra. Por otro lado, Carmosina, en materia de noviazgos, ése es para sacarse el sombrero…

Doña Carmosina evita el tema, la vida particular de Ascanio no está en discusión, Leonora es un amor de criatura. Pero, ya que el recaudador desvió la conversación de los temas políticos, por lo menos le gustaría saber…

—¿Qué, Carmosina?

—Si es verdad lo que andan diciendo por ahí… Que Modesto Pires admitió un socio…

—¿En la curtiembre?

—No, seu Edmundo. En la cama de Carol.

Quien responde es Chalita, el árabe, mientras se alisa los bigotes:

—Uno solo no. Yo supe por lo menos de dos. —Un resplandor se asoma en sus ojos llenos de gula—. Estoy esperando que se transforme en sociedad anónima… Para comprar una acción.

DE LA CONVERSACIÓN FINAL SOBRE EL DESTINO DE LAS AGUAS, DE LOS PECES Y DE LOS HOMBRES, CUANDO LA BRASTANIO ELIGE NUEVO DIRECTOR, Y EN EL ELEGANTE AMBIENTE DEL «REFUGIO DE LOS LORES», SE SIRVE ¡HORROR! WHISKY CON GUARANÁ.

En el equipo elegido con esmero, se destaca, por la elegancia de porte, una joven espigada de piernas largas. Más que esbelta, es flaca, modelo en desfiles de haute-couture, bien al estilo del magnate Angelo Bardi. Fue convocada especialmente para él; la administración del «Refugio de los Lores», a la par del gusto de los clientes tradicionales (sustentáculos de la casa) trata de satisfacer sus caprichos. El doctor Mirko Stefano se alegra al comprobar la presencia de la pelirroja ondulante y pícara, parecida a Bety; en el encuentro anterior, Su Excelencia la confiscó y dejó al Magnífico un poco frustrado. El Viejo Parlamentario, no fue olvidado: es una muchachita con fisonomía y modos tan infantiles que en ciertas ocasiones la hacían pasar por virgen y con éxito. En atención al novato (para quien fue recomendada la mayor deferencia), la gerente, como no conocía sus antojos, le mostró tres muchachas, de tipos diferentes, pero todas excelentes, il n’aura que l’embarras du choix. Mientras sirven whisky a los poderosos señores, las seis bellas exhiben sus encantos —la más vestida usa bikini, la flaca agita un vaporoso velo que le realza los huesos. La gerente con su tailleur de medida, gordota y baja, parece directora de un internado de mujeres.

Mirando de reojo la desnudez de las muchachas, el ciudadano de postura rígida y pelo mota, (es la primera vez que se encuentra en tal ambiente), trata de vencer la timidez. En su juventud había frecuentado prostíbulos, en cierta ocasión festiva fue a una casa de citas, en Botafogo (Río de Janeiro); después se casó. No corre peligro de ser identificado, está de incógnito y así nomás, anónimo compañero que participa con los amigos de un programa alegre. Al ser servido por la pelirroja, desvía la mirada y anuncia:

—Quiero mi whisky con guaraná.

¡Con guaraná! Se hace un silencio de espanto. La flacucha, que está al lado de Bardi, contiene la risa. Whisky de esa marca poco común y preciosa, sólo se sirve en São Paulo: en el Jockey Club y en el «Refugio de los Lores». En Inglaterra, lo beben puro, sin hielo. Pero el Viejo Parlamentario, todo un lord, aclara con flema británica e impávida adulación:

Whisky and guaraná, fórmula brasileña, está muy de moda. Para mí también.

«Hay gustos para todo», piensa la gerente. Al rehacerse del sacrilegio, vence la repugnancia y ordena:

—¡Rápido, guaraná!

El doctor Angelo Bardi desvía la atención de los presentes al pedir noticias de su querida amiga a quien no ve desde hace mucho tiempo:

—Nuestra querida madame Antoinette, ¿no vuelve más?

—Todavía está en Francia. Cuando iba a embarcarse, murió el padre, el general. Pobre, del corazón.

—¿General? —el del cabello rizado, que miraba de costado a las mujeres, superando el embarazo, demuestra repentino interés.

—Madame Antoinette es hija de un general francés con una nativa de La Martinica… —la gerente repite la clásica información, pone aire de profesora de historia dando clase.

—¿Cómo? —el del cabbello rizado se espanta.

—Como la emperatriz Josefina, la de Napoleón Bonaparte —ilustra el Magnífico Doctor.

—¡Ah! ¡Figura histórica! Muy interesante. —Se siente más a gusto y se sirve guaraná en abundancia.

—¿Quieren alguna otra cosa? —Ante la respuesta negativa, la gerente manda—: ¡Vamos, niñas! —y marcha al frente del alegre pelotón.

El Viejo Parlamentario deja el vaso:

—Pues aquí estamos, victoriosos. Dio trabajo y requirió mucha habilidad, es un asunto explosivo. No lo digo por adulación, pero si no fuera por el parecer de nuestro amigo aquí presente… Los de la línea dura torcían la nariz y las autoridades bahianas se habían emperrado: en cualquier lugar menos en Arembepe, y de ahí nadie los sacaba. Pero, finalmente, cedieron, abandonaron la posición de intransigencia ante la argumentación presentada por nuestro prestigioso paraninfo.

—El desarrollo nacional es prioritario, contra él no pueden prevalecer razones sentimentales, mucho menos irrelevantes detalles de localización. Estuve allá, personalmente, comprobé lo absurdo de los alegatos, mi parecer se basó en un estudio directo del problema. Haré un rápido bosquejo para ponerlos al tanto de mis consideraciones y de mis conclusiones. —El prestigioso paraninfo se aclara la voz con un largo trago de whisky con guaraná.

No pidió anuencia, siguió adelante con el rápido bosquejo, en verdad casi una conferencia. Angelo Bardi oye con los ojos semicerrados, cada palabra vale oro. El Viejo Parlamentario parece beber las frases del conferenciante, está de acuerdo y aprueba con la cabeza. Atento, el Magnífico Doctor, asume una actitud de discreta reverencia: ¿qué pecado había cometido para soportar semejante castigo? Nadie osó interrumpir.

En Bahía, en ese mismo momento, Rosalvo Lucena, en el gabinete del secretario, recibe la buena noticia: nuevos estudios, realizados a alto nivel, llevaron a una reconsideración del problema. Poderosas razones de orden económico, social y político determinaron la localización de la industria de dióxido de titanio en Arembepe, el Gobierno Estatal cambia de idea, se somete y aprueba el pedido de la Brastanio. En el «Refugio de los Lores», al callarse la voz autoritaria y metálica, el magnate Bardi aprueba:

—Menos mal que tenemos estadistas de visión amplia, capaces de imponer las supremas razones de interés nacional, acabando con prejuicios, derrotando a la subversión. Mis felicitaciones, ilustre amigo.

El Viejo Parlamentario deja de lado el vaso de whisky con guaraná, horrenda mezcla:

Caro Bardi, un último detalle antes de que nos separemos. ¿En qué fecha se realizará la asamblea para la ampliación de la dirección de la Brastanio?

—Ya. Mañana estaremos en Salvador, haremos publicar inmediatamente los edictos de convocación. —Se vuelve al autor del informe que se deleita con un whisky and guaraná—. Para nosotros va a ser un gran placer incorporar a la dirección de la Brastanio al doctor Gildo Veríssimo, de cuya capacidad tenemos las mejores referencias…

—No es porque sea mi yerno… —concuerda el ilustre amigo— pero le sobra competencia. Tienen un excelente servidor.

—Está todo dicho. —Concluye el Viejo Parlamentario.

Angelo Bardi agita una pequeña campana de plata, la gerente se presenta comandando a las niñas. El de postura rígida y cabello rizado, prestigioso paraninfo, ilustre amigo, se curva al lado del Magnífico Doctor y pregunta en voz baja:

—¿Todos los gastos están pagos?

—Claro…

—¿Todos? Incluyendo…

—Incluyendo.

—Entonces, avísele a ella —ordena, señalando a la gerente, que yo quiero a aquella de pelo de fuego…

Y por segunda vez se le escapaba la pelirroja, contingencias de director de relaciones públicas, repleta de esos inconvenientes. Pero también gratificante, reflexiona Mirko. Saber que Agreste había desaparecido del mapa, que nunca más tendría que atravesar aquellos caminos para mulas y soportar el calor senegalesco, la polvareda, el barro, la incomodidad, la cerveza caliente, sin hablar de los bandidos y los tiburones de la costa desierta, miserias y peligros que lo rodeaban y amenazaban, merecía cualquier sacrificio —pelirroja o castaña, rubia o trigueña.

En ningún momento, mientras recordó a Agreste y Mangue Seco, pensó en Ascanio Trindade. Para el doctor Mirko Stefano, Agreste y su gente, pobre y fea, había acabado para siempre.

DONDE REAPARECE EL AUTOR CUANDO YA NOS IMAGINÁBAMOS LIBRES DE ESE PESADO.

Era mi intención no interrumpir el relato hasta llegar al epílogo de este monumental folletín (monumental, sí, basta con atenerse al número de páginas). Por ser neutral en la contienda trabada en Agreste, deseaba mantenerme al margen como simple espectador. Pero me veo obligado a abandonar mi propósito, una vez más tengo que defenderme de críticas imputadas contra la forma y contenido de mi trabajo por Fulvio D’Alambert, fraternal y áspero. Llego a suponer que un sentimiento menos digno, como puede ser la envidia, le dicta las restricciones, al comprobar que me aproximo al final de esta empresa literaria. Nunca creyó que la terminaría.

Ni pienso responder a una cantidad de reproches menores de orden gramatical o estilístico, para no alargar mi intervención, sólo citaré uno de ellos, D’Alambert critica ásperamente la forma en que empleé el verbo «contemplar». Cuando Ricardo sube en compañía de Cinira la escalera que lleva a la torre de la iglesia, «ella va adelante, él detrás para contemplar». Contemplar, me enseña Fulvio, es un verbo transitivo, exige un objeto directo: quien contempla, contempla alguna cosa. Según él, escondí de los lectores el blanco de la jubilosa contemplación del seminarista.

Me defiendo preguntando si los lectores realmente necesitan de ese objeto directo para darse cuenta de cuál es el paisaje contemplado por el joven, ya que no existía otro en la estrecha y sombría escalera además de las piernas y el traste de la doncellota, Además, esos detalles de la anatomía de la beata, si bien excitaban al adolescente, no son de calidad como para merecer el interés de los lectores.

Una acusación más seria se refiere al atropello final del relato. Antes, las acciones se sucedían, pocas y lentas, diseminadas en hojas y hojas de papel con una notable falta de apuro, con lujo de detalles, continuamente se repetían minucias, hubo una total ausencia de economía literaria, durante cinco largos episodios de lectura cansadora. Abruptamente, en el epílogo se modifica el ritmo, se rompe la medida del tiempo y del espacio, se pierde la unidad del relato.

Según Fulvio, el autor se apuró tanto que dejó a los lectores en la ignorancia de hechos de mucho interés, reducidos a una simple referencia casual. Cita el mitin de la plaza de la Matriz y la cuestión de los socios de Modesto Pires a cuidado de Carol. Se sabe de Ricardo, ¿quiénes son los otros?

No me cabe culpa por la modificación del ritmo del relato, si es que existe. Los acontecimientos se precipitaron y se atropellaron sin que yo tuviera nada que ver. Fueron muchos en poco tiempo, para poder seguirlos tengo que dejar de lado aquellos que no me parecen fundamentales, aunque sean pomposos y divertidos.

Es el caso de la asamblea. Como se realizó al día siguiente del conflicto en la feria, atrajo numeroso público. El vate Barhozinha fue el primero en ocupar la tribuna y elevar la voz (el verbo en este caso debe ser interpretado en su sentido literal pues, como no había ni micrófono ni altoparlante, los oradores usan la fuerza de los pulmones). El bardo tiene sus incondicionales, sobre todo entre las solteronas —les encanta verlo recitar poemas de amor, con el brazo extendido, los ojos entornados hacia el cielo, la voz temblorosa al pronunciar las rimas ricas, deshilachando emociones románticas y sensuales de promesas y amores eternos. Las musas inspiradoras de Barbozinha habían sido, en su mayoría, putitas de las casas de citas de Salvador, festejos de su época de bohemio. En los Poemas de la maldición, sin embargo, como él mismo lo explicó, hizo vibrar las cuerdas del civismo y de la indignación, en una lira patriótica y acusadora. Obtuvo aplausos, pero al final, las fanáticas exigieron, a los gritos, que declamara unos versos famosos, ya recitados miles de veces en las fiestas locales: la Balada del triste trovador. Si no fuese por la enérgica oposición de doña Carmosina —¡esto es un comicio político, hombre!—, el poeta todavía estaría recitando la Elegía oscura de la calle San Miguel, o el Poema de los labios de Luciana, el Soneto escrito en los senos de Isidora y otros por el estilo.

Doña Carmosina hizo buen papel en su primer mitin. Rápidamente sacó ventaja a Ascanio en el debate por lengua suelta y atrevida. La única interrupción que la perturbó, por poco pierde la compostura, que más bien fue un comentario y no una interrupción no provino de Ascanio. Partió de Bafo de Bode, tan borracho que no podía mantenerse de pie. Al oír que doña Carmosina hablaba «en nombre de las madres de familia preocupadas por el futuro de los hijos y maridos», el mendigo protestó:

—¡Ah! No, eso no puede ser… Una solterona de ley no puede hablar en nombre de mujeres casadas, no tiene experiencia de alcoba.

La protesta arrancó risas de la asistencia, compuesta en buena parte por oyentes más interesados en intercambiar acusaciones e injurias que en los graves asuntos a debatir, datos sobre el problema de contaminación y grado de peligro de las emanaciones de dióxido de titanio, manejados con evidente competencia por doña Carmosina. No porque ella sea aficionada a tramoyas y maquiavelismos le voy a negar capacidad y osadía.

La asamblea se transformó en fiesta ya que es una novedad para el pueblo, donde las elecciones prescindían de agitación y propaganda, donde bastaba la palabra del coronel Artur de Figueiredo para que el electorado tuviera todo en claro. Y con tanto éxito que, allí mismo, en la Plaza, Ascanio Trindade decidió realizar una el sábado siguiente, en la plaza del Mercado por llamarse, realmente, Plaza Coronel Francisco Trindade, en honor a su abuelo, el laborioso alcalde, y por asegurarle el apoyo de los puesteros. Necesitaba dinero para la asamblea, carteles, volantes, para enfrentar la campaña del comandante, pero le parecía que eso no constituía problema por ser candidato del coronel. El padrino nunca le había fallado. Esta vez, falló, como ya se sabe y se vio obligado a recurrir a la Brastanio. Fue a Esplanada para poder hablar por teléfono desde allí, al Magnífico Doctor.

El comandante terminó la asamblea presentando su plataforma electoral. No permitió interrupciones por miedo a perder el hilo de la improvisación aprendida a duras penas. Se pasó noches en blanco, declamando párrafos, bajo la vigilancia y el aplauso de doña Laura. Declaró que había abandonado la tranquilidad y el reposo que tanto merecía luego de una vida consagrada a la Patria (aplausos) para volver a vestir el uniforme de la Marina de Guerra (repetidos aplausos) y colocarse al servicio del pueblo de Agreste (muchos aplausos). Aunque en ese momento estuviera vestido así nomás, estaba moralmente de uniforme, preparado para la lucha en la trinchera (ruidosos aplausos; gritos de ¡Bravo! y ¡Muy bien!). Lo acusaban de enemigo del progreso, vil calumnia. Estaba en contra del falso progreso, en contra de aquello que no beneficia a la comunidad, lo que contamina, ensucia, apesta y llena los bolsillos de los industriales de la muerte (gritos de ¡A favor! y de ¡En contra! «Brastanio es la redención de Agreste»). Pero sí apoyaba con entusiasmo al verdadero progreso, aquel que beneficia no sólo a un grupo de aprovechadores, sino a todo el pueblo, progreso simbolizado por los postes de la Hidroeléctrica del São Francisco (ruidosos aplausos), conquista que el pueblo debe a nuestra benemérita e influyente coterránea, doña Antonieta Esteves Cantarelli, nuestra querida Tieta… (aplausos, bravos, vivas, ¡Viva Tieta! ¡Viva! ¡Vivaaaaa!, en la ovación se pierden las últimas palabras del orador). Fue apoteósico.

En cuanto a los socios de Modesto Pires, socios de industria, sin capital, siendo el ricachón el único capitalista, exclusivamente en comandita —sobre ellos tengo poco para decir. ¿Se puede considerar al seminarista Ricardo un socio, en el sentido lato de la palabra? No lo creo. Abrió camino a la liberación de la empresa antes individual, cerrada y prohibida, y ahí terminó su participación. Si hubiese permanecido en Agreste, seguramente ocuparía un lugar importante en la firma, o sea, en la cama de Carol. Quién sabe, tal vez al volver…

En cuanto a los demás socios, sólo sé de Fidelio, el actual Taco de Oro. Sí, no lo puedo negar: el resultado del torneo de billar, acontecimiento de la mayor importancia, no fue consignado a su debido tiempo en las tumultuosas páginas de este folletín. No hay mucho que contar. Fidelio derrotó a Asterio en la partida final, disputada punto por punto, taco por taco. Asterio volvió a entrenarse, vendió caros derrota y título. Como de costumbre, una numerosa hinchada femenina apoyó al rebelde heredero del cocotal, a Asterio sólo le quedó el apoyo de una Elisa melancólica y casi indiferente al resultado de la disputa. Doña Edna no compareció, ya se sabe debido a qué o a quién. Tampoco Leonora. Como Ascanio estaba eliminado, ella no tenía nada que hacer en el bar donde circulaban cuchicheos e indirectas.

Varias admiradoras de Fidelio esperaban que el nuevo campeón les dedicase la victoria, tenían razones para ello. Sin embargo, él prefirió festejarla con Carol. Apenas tuvo que empujar la puerta mal cerrada, pues Modesto Pires continuaba en Mangue Seco. Por falta de dinero —¡ah! ¡la pobreza de Agreste!— el Taco de Oro no pasa de ser un título abstracto, no se concreta en trofeo, ni siquiera en diploma. Sin embargo, Carol con la sabiduría y la malicia de las amantes de ricos de pequeñas ciudades, concretó fácilmente la abstracción, el Taco de Oro tuvo forma, volumen y sabor. Así entregados a tan meritoria tarea los encontró el ricachón, cuando fue llamado urgentemente debido a las alarmantes noticias sobre la inesperada neutralidad del coronel; se desprendió de los brazos tiernos (e insulsos) de doña Aída y fue a la ciudad para enterarse qué estaba pasando. Supo, demasiado.

Como Modesto Pires es uno de los más irreductibles guardianes de la moral pública de Agreste y si tomamos en cuenta la naturaleza introvertida de Fidelio, se desconoce el tenor de la conversación de la cual nació la sociedad. Si empezó, como se comenta, turbulenta y agresiva, terminó en armonía y acuerdo pues Fidelio salió, según varios testigos, por la puerta de calle, calmo, decentemente vestido, con una sonrisa. Al contrario de lo que pensaron que iba a suceder, Carol no se embarcó en la «marineti» de Jairo ni fue restituida a la región de Sergipe; en la tarde de ese mismo día hizo compras en la tienda, desparramó dinero. Cuernos caros, los de Modesto Pires, cuernos de oro, como compite a un ciudadano rico y virtuoso. Las acciones de la sociedad andan en alza, los candidatos para integrarla son varios pero no creo que las esperanzas de Chalita se puedan concretar. Sociedad limitada, sí. Anónima, seguro que no.

Modesto Pires, luego de analizar la coyuntura política, cumplió con un deber cívico y abrió con una cantidad módica una suscripción de ayuda a la campaña de Ascanio Trindade. Espera recuperar la inversión (con intereses) después del pleito.

Un detalle más y me voy, dispuesto a no volver. Fulvio D’Alambert, preocupado por la semejanza de los personajes, cree que a veces pierdo la medida al modelar el barro de esos humildes campesinos. Como ejemplo de irrealidad, señala la figura del seminarista. La actividad sexual de Ricardo, su competencia física, le parecen totalmente exageradas, al punto de que hasta Bafo de Bode se sorprende.

La restricción revela un desconocimiento de lo cotidiano de los pueblitos muertos, de la carencia y ansia de las mujeres condenadas al marasmo y a las novelas de radio, a la falta de hombres. Por otro lado, no sé cual era la capacidad de los queridos lectores a los dieciocho años. A mí, no me parecen anormales las actitudes del adolescente impetuoso, rebosante de vida, invencible guerrero. Además, como seguramente se habrán dado cuenta, los diáconos participan de la gloriosa naturaleza de los arcángeles.

DEL CONTAMINADO VÍA CRUCIS EN LA LARGA NOCHE DE AGRESTE. PRIMERA ESTACIÓN: EL MENOSPRECIO EN LOS CABLES TELEFÓNICOS.

La «marineti» se encuentra parada, es una tarde calurosa, los pasajeros sufren la expectativa del encendido del motor, el padre Mariano arrastra a Ascanio a la sombra del vehículo, el sudor cae por su sotana —no había adoptado la moda moderna de pantalón y camisa sport, tan en boga entre los curas de la capital:

—Me parece, Ascanio, que esta elección es una lotería. Si el coronel Artur se empeñara, sería una pelea entre gigantes, él de un lado, doña Antonieta del otro. Pero hasta eso consiguió nuestra comendadora: sacar al coronel de la lucha, un verdadero milagro —sacudió la cabeza, con mirada compasiva, sólo le falta decir que la candidatura de Ascanio ya no tenía posibilidades—. Conversando sobre la nueva instalación eléctrica de la Matriz, le dije al Obispo Auxiliar: apareció una santa en Agreste, en carne y hueso, hace milagros.

Ascanio traga en seco, no puede contestar, se trata de la madrastra de Leonora. ¿Santa? Es el diablo en persona, enemiga declarada de su candidatura a alcalde y de sus proyectos de noviazgo y casamiento. Siempre que se habla del asunto, Leonora cambia de tema, se evade, reticente. Es imposible dudar del amor de la muchacha, ella le había concedido las mayores pruebas. ¿Qué podía ser sino un desacuerdo categórico de la madrastra, deseosa de un casamiento millonario, digno de la hijastra? Tieta se había convertido en la pesadilla de Ascanio, le complicaba la vida y a cada instante se cruzaba en su camino. Dos días antes, Vadeco Rosa, dueño de algunos votos, le dijo tímidamente mientras se rascaba la cabeza:

—Para mí, el candidato tiene que tener un aval de peso, como el coronel Artur o doña Antonieta. Trae el aval del coronel o el de Tieta y cuenta con mis votos.

Enemiga declarada, ángel de la maldad, pesadilla de Ascanio; comendadora, santa, aval del comandante. La conversación del padre Mariano aumenta las preocupaciones del candidato. Regresa de Esplanada desanimado e inquieto. Una vez ya se había sentido así: cuando fue a Paulo Afonso a luchar por la energía de la Hidroeléctrica para el municipio. Los mandamás lo trataron con desprecio, se rieron de él. Después, con dos simples telegramas, doña Antonieta resolvió el caso. Siempre ella.

Ahora, es peor todavía. No sólo vuelve cabizbajo sino más temeroso, carcomido por las sospechas. Nada en concreto, pero no le había gustado el trato que le dieron por teléfono los empleados de la Brastanio. Sobre todo lo había sorprendido Bety, amable y bromista en la víspera, cuando llamó por primera vez. Distante, seca y apurada cuando volvió a llamar. Se quedó con la sangre en el ojo.

Cuatro veces se había comunicado con Salvador, tratando de hablar con el Magnífico para exponerle la situación, la lucha electoral, la necesidad de ayuda de la Brastanio. Tal vez el doctor Mirko ya estaba al tanto, A Tarde anunció el lanzamiento de la candidatura del comandante. El doctor estaba ausente, le habían dicho el día anterior y lo pusieron en contacto con Bety esa misma noche. La secretaria ejecutiva confirmó la noticia, el Magnífico Doctor había ido a São Paulo pero volvería a Bahía esa misma noche. Propuso que volviese a llamar al día siguiente. Gentil, con voz amable, le decía amorcito y pedía noticias del lindo —el lindo era Osnar. Hasta ahí, ningún problema.

Al día siguiente, o sea esa mañana, Ascanio llamó primero al hotel y, luego de identificarse, supo que el doctor Stefano había regresado la noche anterior pero había salido temprano para su escritorio. Entonces llamó a la Brastanio —cada pedido de comunicación significaba una absurda manipulación, una interminable espera; por suerte la telefonista de Esplanada conocía a Canuto Tavares y tuvo la mejor voluntad. Al pedir por el doctor Mirko Stefano —soy Ascanio Trindade, de Sant’Ana do Agreste, estoy hablando de Esplanada—, le dijeron que iban a pasar la comunicación a la sala del doctor, un momentito. El momentito duró algunos minutos, Ascanio preocupado para que no se cortara. Por fin volvió la voz anónima. El doctor Stefano estaba ausente, había tenido que viajar, sin fecha de regreso. Ascanio quiso hablar con Bety, nueva demora antes de que la voz anunciara: la secretaria está ocupada, no podía atenderlo en ese momento. Media hora después, Ascanio insistió y luego de muchos ruegos pudo hablar con Bety, impaciente y brusca: el doctor Mirko estaba en São Paulo. ¿En el hotel le informaron que ya había llegado ayer a la noche? En la oficina no sabían nada, no había andado por allí, ni lo esperaban. ¿Si valía la pena volver a llamar más tarde? Ese día, no. ¿Por qué no mandas una carta por correo? ¿El asunto es urgente e importante? Ella no puede hacer nada y va a cortar, no tiene tiempo para charlar. Trata de retenerla: oye, Bety, por favor… La muy apurada ni siquiera oyó la última frase, después el clic. Todo eso le había parecido raro, le causó una impresión desagradable, se sentía abatido. Escribió la carta, pedía respuesta urgente, la puso en el correo.

Esa misma tarde la «marineti» se paró tres veces. Jairo usó todo el repertorio: los más tiernos sobrenombres, las palabrotas más groseras. Llegaron a Agreste al anochecer, Chalita los recibió con una noticia triste, la muerte del Viejo Jarde Antunes: se acostó después de almorzar, cerró los ojos y no los abrió más.

—Cuando se dieron cuenta el cuerpo ya estaba frío. El velorio es allí mismo, en la pensión de Amorzinho.

DEL CONTAMINADO VÍA CRUCIS EN LA LARGA NOCHE DE AGRESTE. SEGUNDA ESTACIÓN: EL ANILLO DE COMPROMISO Y LA COPA DE HIEL.

Quiere darse un baño antes de ir al velorio. Sentado en el umbral de la puerta, con la pipa en la boca, Rafa dice:

—Hay gente.

—¿En casa? ¿Quién?

—Una tipa. Llegó y entró.

¿Leonora? ¿Quién sino ella?

Hace días que Leonora está tratando de convencerlo para que se encuentren en su casa, cansada por cierto de la imprudente e incómoda incursión nocturna por las barrancas del río. Pero Ascanio quiere que la bienamada transponga la puerta de la tradicional residencia de la familia en calidad de señora de Trindade, a pleno día, recién salida del altar, esposa. Quiere que ella se acueste en esa cama de jacarandá donde durmieron sus padres sólo cuando las leyes de los hombres y de Dios hayan consagrado sus relaciones.

Pero he aquí que Leonora lo pone ante un hecho consumado. Se levanta de la cama donde estaba tirada, se arroja a sus brazos y le ofrece la boca para un beso:

—El ómnibus andaba con demora, madrecita fue al velorio, vine a esperarte aquí. Si hice mal, perdóname. Te estaba extrañando mucho, amor.

—Yo también. No veía la hora de volver. Pero, tú no…

—¿Qué hay? —interrumpe la reprimenda con un beso.

Los besos se repiten, se hacen cada vez más largos y ardientes, Ascanio siente que el cuerpo de Leonora se estremece, pegado al suyo. Le gustaría darse un baño, librarse del polvo y del enojo del viaje, pero ella lo conduce a la cama, acaricia su rostro fatigado.

—Mi amor, estás triste. ¿No pudiste arreglar lo que querías?

Ascanio descansa la cabeza en el hombro de Leonora:

—No pude hablar con el doctor Mirko. No está en Bahía, por lo menos eso fue lo que me dijeron. Fue un asunto medio oscuro que me dejó de lo más irritado.

Más que irritado —ofendido, herido, con la moral por el suelo. Leonora cubre su cara de besos, trata de reanimarlo. Ascanio toma las manos de la muchacha:

—Sólo te tengo a ti en el mundo, Nora. A ti y a nadie más.

Al tocarle los dedos se acuerda del anillo de compromiso, obsequio de la Brastanio en aquellos días alegres de intimidad y confianza entre él y los directores de la compañía. Estaba en el bolsillo del otro saco, va a buscarlo:

—Quiero darte una cosa…

Había pensado ofrecérselo en una ceremonia festiva, en presencia de la madrastra y de algunos amigos, al pedir la mano de Leonora en casamiento, Resuelve desistir de la solemnidad y del protocolo. Para tener derecho a entrar a esa casa, por lo menos debe ser su novio oficial. Por otro lado, él merece una alegría que compense el menosprecio de los empleados de la Brastanio.

Pone el anillo en el dedo anular de la mano derecha de Leonora, es ése el que corresponde al anillo de noviazgo. Por segunda vez ejecuta el mismo gesto de amor y compromiso. La primera, depositó anillo y confianza, promesa y corazón en manos de una novia indigna. Había pagado caro su error, quedó destrozado por la traición y muerto para el amor. Pero un día sucedió lo imposible: de la «marineti» de Jairo bajó la más linda y pura de las mujeres, ésa que a partir de ahora es su prometida:

—Traje este anillo de Bahía para ti, un anillo de noviazgo. Era para entregártelo en un día especial, pero no encuentro el momento de poder hablar sobre el asunto con tu madrastra. Dime, Nora, ¿quieres casarte conmigo?

Los ojos de Leonora no se apartan del anillo, perfecto en su dedo, antigua alhaja. ¡Pobre Ascanio por creerla joven de buena familia! ¿Cuánto le habrá costado la alhaja? Con voz entrecortada le dice casi en un susurro:

—No hables de eso…

—¿De qué?

—De noviazgo, de casamiento. ¿No basta con que sea tuya? —Ascanio empalidece, su mano temblorosa se desprende de la mano de la joven:

—¿No aceptas? Debí saberlo. Rica como eres, ¿por qué habrías de querer casarte conmigo?

—Yo te amo, Ascanio. Tú eres todo para mí. Nunca amé a nadie antes. Con los otros, me engañé.

—Es lo que yo pensaba. Entonces, ¿por qué me rechazas?

—No puedo casarme contigo. Tengo motivos…

—¿Por estar débil? Con el clima de aquí, te curas en un instante.

—No, no estoy enferma, pero no puedo…

—Ya sé. Porque ella no lo consiente, ¿no? Siendo tan importante no puede permitir que la hijastra se case con un pobretón, que además quiere tener opinión propia…

—Madrecita no se mete en esto.

—Entonces ¿por qué?

Leonora se cubre la cara con las manos para esconder las lágrimas. Ascanio se exalta, el rostro desfigurado, el corazón herido:

—Un pobre diablo del sertão, sin ningún futuro… Sirvo para una aventura de vacaciones pero nada más. Para casamiento los ricachones de São Paulo.

—No es así, amor, no seas injusto. Yo te amo, estoy loca por ti. ¿Quieres que sea tu amante o tu criada? Eso sí puedo ser. Tu esposa no.

—¿Pero por qué diablos?

—No te lo puedo contar, es un secreto sólo mío…

Ascanio vuelve a tomarle la mano, la acaricia y le besa los ojos húmedos:

—¿No tienes confianza en mi? ¿Ni eso? ¿No te probé ya cuánto te amo? Cuando supe lo que te pasó con el otro…

—Todo eso es mentira, mi amor. La verdad…

—Dime. Confía en mí.

—No soy rica, ni hija de comendador, ni hijastra de madrecita.

—¿Cómo? ¿Quién eres entonces?

Entre sollozos, cuenta todo. El barrio miserable, el conventillo, el hambre, la sordidez, la calle, el Refugio. Ascanio se va alejando, se levanta, la máscara de espanto y muerte, ¡cómo pudo ser tan imbécil! Oye fulminado, bebe la copa de hiel. Peor que la primera vez, cuando lo supo por carta. El lodo se desparrama por el cuarto, cubre la cama, crece en inmensas olas que lo ahogan. Aquella boca, que había imaginado pura, inocente, está llena de pus.

Al final, Leonora se calla. Eleva una mirada suplicante a Ascanio, lista para ofrecerse nuevamente como amante o criada. Pero un bramido lacerante, de animal herido de muerte, escapa de la boca de Ascanio. Leonora comprende que todo terminó, en la cara del amante sólo ve odio y asco. El dedo señala la calle:

—¡Fuera de aquí, puta! ¡Los machos se buscan en la calle!

Aunque no ha oído nada de lo hablado allí adentro, cuando Leonora pasa, presa de desvarío y llanto, y se pierde en la noche, Rafa escupe saliva negra:

—Tipa inmunda.

DEL CONTAMINADO VÍA CRUCIS EN LA LARGA NOCHE DE AGRESTE. TERCERA ESTACIÓN: LA SANTA DESPOJADA DE LA TÚNICA Y DEL ESPLENDOR.

Hay mucha gente en lo de Jarde pero falta la animación de los buenos velorios. A pesar de la calidad de los saladitos y las masas preparados por doña Amorzinho, de la cantidad de cachaça y cerveza que Josafá mandó traer del bar, el ambiente no está animado. En los diferentes grupos que están reunidos en la sala de adelante, donde reposa el cuerpo, no estallan risas. Los temas serios dominan las insípidas conversaciones. Tieta dialoga con el padre Mariano, quien pide noticias de Ricardo: está en São Cristóvão, en el convento de los franciscanos, por invitación de Fray Timoteo. Su sobrino, mi queridísima doña Antonieta, va a ser una luminaria de la Iglesia. Con la ayuda de Dios, el ejemplo materno, las enseñanzas de fray Timoteo y la generosidad de la tía. El reverendo aprovecha para lisonjear a la benemérita, le coloca en la graciosa cabeza un resplandor de santa: figura de proa, pilar de la iglesia, símbolo de preciadas virtudes, Tieta, cubierta con la túnica de elogios, bosqueja una modesta sonrisa. ¡Ah! ¡Si el padre supiera cuáles son los ejemplos dados por la madre, las virtudes inculcadas por la tía! Menos mal que le quedan la ayuda de Dios y las enseñanzas de Fray Timoteo.

Osnar se esfuerza en animar la vigilia para honrar la memoria del difunto como es debido. Les cuenta al doctor Marcolino Pitombo y al gordo Bonaparte la conocidísima historia de la polaca. Inédita para el abogado, repetida a menudo a Bonaparte, que no se cansa de oírla, cada versión tiene nuevos detalles, el notario se deleita.

En el cajón, el cuerpo flaco de Jarde, la cara de cera. En una silla a su lado, Josafá recibe los pésames. Lauro Branco, capataz de la hacienda de Osnar, vecino de Vista Alegre, íntimo del finado, vino a despedirse del amigo.

—Vine por mí y por las cabras —dice a Josafá—. Ojalá que él encuentre un rebaño grande para cuidar en el cielo. Era lo único que le gustaba.

Se oyen las nueve campanadas, se apaga la luz de los postes, se calla el desacompasado ruido del motor. Termina el día de las familias, comienza la noche de los perdidos. Doña Amorzinho enciende las lámparas. Surge un bulto en la oscuridad, ¿está borracho, enfermo o loco?

Aunque esté oscuro, todos se dan cuenta del estado de desorden y confusión de Ascanio Trindade. Osnar interrumpe el relato:

—¿Qué pasa, capitán Ascanio?

El capitán de la aurora del poema de Barbozinha entra en la sala, desfigurado, con ojos de demente. Localiza a Tieta al lado del padre, estira el brazo para señalarla, grita las palabras que brotan con esfuerzo, con voz ronca, terrible, de ultratumba:

—¿Saben qué es ella? ¿Creen que es viuda, dueña de fábricas, madre de familia? No es más que una rufiana tiene una casa de citas en São Paulo, vive de eso. Me lo contó la otra. Pedí su mano en casamiento, me contestó: no puedo, soy puta. Hace la vida en lo de esta asquerosa que está ahí y pasa por santa. Dos rameras y un payaso.

DEL CONTAMINADO VÍA CRUCIS EN LA LARGA NOCHE DE AGRESTE. CUARTA ESTACIÓN: LA CONDENADA POR VIDA.

En la lancha de Eliezer, Tieta pide rapidez. La luna se refleja en las aguas del río, el cuerpo de Tieta se inclina hacia adelante como si así pudiera dar mayor velocidad al barco.

Peto, en la plaza, le había indicado el rumbo de Leonora. Casi sin poder hablar, deshecha en lágrimas, la prima lo había mandado buscar a Pirica, salió en el bote de motor, debería de estar por llegar a Mangue Seco.

Eliezer ve una luz en el río, un ruido distante, es el bote que está de vuelta. A una seña de Tieta, Pirica hace una maniobra y las dos embarcaciones quedan lado a lado.

—¿Dónde está Leonora?

—Se quedó allá. Le pregunté si quería que la esperara, dijo que no, que se quedaría unos días. ¿Qué pasó con ella? No para de llorar, se me partía el corazón.

En Mangue Seco, Eliezer encalla la lancha en la arena, acompaña a Tieta que desembarcó con el mayor apuro. A la luz de la luna ven a un grupo que está en el extremo de la playa, al lado de las inmensas dunas. La noche es infinitamente dulce y bella, las aguas están calmas. Tieta corre, seguida por Eliezer.

Jonás levanta la cabeza y dice:

—Se tiró desde arriba, subió cuando nadie la veía. La suerte que tuvo fue que Daniel y Budião habían salido a pescar. Oyeron el golpe del cuerpo, Budião la trajo a la canoa.

Extendida en la arena, sostenida por dos mujeres, Leonora se debate y suplica que la dejen morir. Tieta se curva sobre ella:

—¡Idiota!

Al reconocer la voz, Leonora vuelve la cabeza:

—Perdóname, madrecita. Diles que me suelten, quiero morir, nadie lo puede impedir.

Tieta se arrodilla, sostiene a Leonora por la espalda y la abofetea. La mano cae pesada, con rabia, en una y otra mejilla de la joven, los pescadores no intervienen, la dejan hacer. Tampoco Leonora reacciona. El comandante Darío se acerca corriendo, se acaba de enterar. Tieta suspende el castigo, trata de levantar a la protegida:

—Vámonos.

—¿Qué pasó, Tieta? —el comandante la ayuda a ponerse de pie.

—Nora se peleó con Ascanio, trató de ahogarse —extiende la mano para despedirse. Despídame de doña Laura, comandante.

—¿Despedida? ¿Por qué?

—Mañana vuelvo a São Paulo.

—¿Y la campaña, Tieta? ¿Nos vas a abandonar?

—Ya no puedo serle útil, comandante. Pero no se eche atrás, salve a los cangrejos, si puede.

En la lancha, Tieta advierte a Leonora:

—Si vuelves a hablar de morir, te reviento a golpes.

Mangue Seco se pierde en la distancia, aguas y arena envueltas por la luz de la luna. Tieta contempla con los ojos secos.

Por las hendijas de las ventanas, en la plaza, hay quien observa a las dos mujeres, llegadas del embarcadero. Doña Edna, por ejemplo. Pero, en lo de Perpetua, puertas y ventanas están cerradas. En la vereda están tiradas las valijas, las bolsas y los paquetes de Tieta y Leonora.

DEL CONTAMINADO VÍA CRUCIS EN LA LARGA NOCHE DE AGRESTE — QUINTA ESTACIÓN: ENTRE LA CRUZ Y LA DILIGENCIA.

Doña Milu y doña Carmosina se ocuparon de Leonora, le cambiaron la ropa, la obligaron a acostarse. En la casa de la vieja partera crece el bullicio de tisanas y remedios —té de yuyos para calmar los nervios, yema de huevo para calentar el cuerpo y rehacer las fuerzas—. Sabino llega con las bolsas y maletines, las valijas más grandes fueron llevadas a la «marineti» que está en el garaje.

Tieta anuncia:

—Voy y vuelvo.

Doña Milu se preocupa:

—¿A dónde? ¿Qué vas a hacer?

—No tenga miedo, madre Milu, no voy a agredir a nadie.

En las casas aparentemente adormecidas, los moradores están despiertos, atentos. Haces de luz se escapan de las hendijas de las puertas, por las mirillas. Alguna que otra palabra, dicha en voz más alta, llega a la calle. Hasta el velorio de Jarde ganó en animación. Hay discusiones en el bar. La voz de Osnar denota un acento amargo:

—Esa fábrica del diablo, todavía no llegó y ya está pudriendo todo.

Al paso de Tieta se entreabren ventanas. Cruza la ciudad, entra en las callejuelas, va hasta las barrancas del río, no tiene apuro, tal vez se esté despidiendo. Despidiéndose e inspeccionando, no anda al tuntún. Madame Antoinette, voilà! tiene destino y objetivo.

DEL CONTAMINADO VÍA CRUCIS EN LA LARGA NOCHE DE AGRESTE — SEXTA ESTACIÓN: EL AYUNO Y EL ALELUYA.

—Dicen que su negocio consiste en una casa de putas.

—Asterio llega del bar, trastornado.

Elisa se levanta de la cama, los senos saltan del camisón corto y transparente, heredado de Tieta, medio traste a la vista. Asterio desvía la mirada. Noche de novedades funestas, propia para la aflicción y la ignominia, no caben en ella los honestos deberes matrimoniales, mucho menos los pensamientos depravados.

—¡Mentira! ¿Casa de putas?

—Eso mismo, un burdel, un prostíbulo.

—¿Qué otra cosa supiste?

—Las dos están en lo de Carmosina. Mañana se van a São Paulo.

—¿Cómo? ¿Tieta se va mañana a São Paulo?

Salta de la cama, se pone una robe de chambre también heredada, se calza las sandalias y se dirige resuelta hacia la puerta. Asterio primero se preocupa, después se conmueve: quiere despedirse de la hermana, aunque sea pasando por encima de todo; mucho le deben, los charlatanes que se embromen. Él también quiere decirle adiós a Tieta. No por ser lo que es deja de ser una buena hermana, una generosa pariente.

—¿Vas a verla? Yo también quiero ir.

Elisa se vuelve desde la puerta:

—Yo me voy con ella.

—¿Te vas con ella? ¿A São Paulo? —no comprende.

Elisa ni le responde, desaparece, la casa de doña Milu queda cerca. Cuando se da cuenta de que Asterio la sigue, apresura el paso, acelera la marcha. Corre, al ver a Tieta que llega de la calle, grita:

—¡Tieta! ¡Hermana!

Tieta espera en la puerta, inmóvil, la cara seria, la mirada fría, hierática. Elisa le extiende los brazos y suplica:

—Llévame contigo, hermana, no me abandones aquí…

—Ya te dije…

—Yo quiero ser puta en São Paulo. No me importa.

Asterio oye perplejo, siente una puntada en el estómago, un dolor agudo. Tieta desvía los ojos de la hermana y mira al cuñado, simpatiza con él, el muy bobo:

—Cuida a tu mujer Asterio, hazla marchar derecho, enséñale a respetarte. Ya te dije una vez lo que tenías que hacer. ¿Por qué no lo has hecho?

—Por el amor de Dios, no me dejes aquí. —Elisa se arrodilla en el piso, delante de Tieta.

—Llévatela y haz como yo te dije, Asterio. Es ahora o nunca. —Por un momento posa los ojos en la hermana y siente pena—. La casa queda para ustedes. Si necesitan algo, me avisan.

Elisa pierde por completo el decoro y la contención:

—Llévame, madrecita, quiero trabajar en tu casa de putas.

Tieta mira al cuñado: ¿entonces? A Asterio se le pasa la perplejidad, el dolor de estómago, el prejuicio, se arranca la venda de los ojos, y toma a su mujer del brazo con fuerza:

—¡Levántate! ¡Vamos!

—¡Suéltame!

—¡Levántate! ¿No me has oído?

Le estampa la mano en la cara. Tieta aprueba con la cabeza:

—Gracias, cuñada, por todo. Hasta más ver.

Empuja a Elisa, quien está atónita, en dirección a la casa, una de las mejores residencias de la ciudad, adquirida por Tieta, donde pretendía un día esperar la muerte, sin apuro y ahora puesta a disposición de la hermana y del cuñado, en usufructo.

Empujón tras empujón, llegan al cuarto. Elisa trata de escapar:

—No me toques.

Una bofetada la derriba sobre la cama. El camisón se le enrolla en el pescuezo; las nalgas crecen ante la vista turbia de Asterio.

—Quieres ser puta, ¿no? Pues va a ser ahora mismo —extiende la mano, le arranca el trapo de nylon, el trasero aparece por entero, después de tanto tiempo de ayuno—. ¡Para empezar te la voy a dar por atrás!

Un estremecimiento recorre el cuerpo de Elisa. Se le salen los ojos. ¿Repulsión, miedo, espanto, curiosidad, expectativa? Heroína de novela de radio, agitada por emociones contradictorias.

¡Ay, por amor de Dios! Esposa sometida; en la espalda, sobre sus hombros, soporta el peso del leño —entrañas de fuego y miel, vergajo abriendo en flor, Elisa rompe en aleluyas en la noche de Agreste. ¡Ay, el Taco de Oro!

DEL CONTAMINADO VÍA CRUCIS EN LA LARGA NOCHE DE AGRESTE. SÉPTIMA ESTACIÓN: EL CIRENEO BARBOZINHA SE OFRECE EN HOLOCAUSTO.

Tieta acaba de acostarse cuando, despavorido, el vate Barbozinha golpea la puerta de la casa de doña Milu y anuncia:

—Es de paz.

De paz y de amistad. Tieta viene del cuarto de huéspedes donde Leonora se durmió a fuerza de calmantes. Barbozinha le toma la mano y se la lleva a los labios. Está patético. La voz marcada por la embolia, está más emocionada que nunca:

—Supe que te vas. ¿Es cierto?

—Sí, mañana me voy a São Paulo.

—¿Es por lo que andan diciendo por ahí? Si quieres, vete. Si quieres quedarte y hacerme el honor…

—¿Qué honor, Barbozinha?

—De ser la señora de Matos Barbosa…

—¿Me estás proponiendo casamiento? ¿Para sacarme del barro?

—Sé que ya no soy el de aquellos tiempos, la carcasa anda medio arruinada, pero tengo un nombre honrado…

—… y todavía bailas el tango como nadie.

Tieta ríe, una risa alegre, de pura alegría, una risa que le llena los ojos de agua.

—Ahora ya es tarde, poeta. Yo te aprecio mucho y no quiero verte lleno de cuernos, a ti tampoco te gustaría. Cuando sea viejecita, vuelvo y ahí sí que nos casamos. Hasta entonces, cuida la carcasa y escribe muchos versos para mi.

Lo besa en la mejilla y finalmente deja que las lágrimas corran.

DE LA NOTICIA Y DE LA RESPIRACIÓN.

—¡Qué aparato increíble! —se enorgullece el árabe—. Pasan los años y ni se nota.

Se refiere a la radio rusa, en la mañana recién empezada. Frente al cine, con la ayuda de Sabino, Jairo ajusta el motor de la «marineti», mientras espera a los pasajeros: el horario de salida es estricto. Ufano por los elogios, se pavonea:

—Ya me ofrecieron cambiarla por una nueva, japonesa. Me negué.

El locutor del Grande Jornal da Manhã, de una popular emisora de la capital, pide a los oyentes que presten atención a una noticia importante que será difundida después de los avisos comerciales. Es una transmisión límpida, sin intermitencias, ratifica las alabanzas de Chalita. Toalla al hombro, el doctor Franklin Lins se une al grupo. Diariamente a esa hora, antes de la partida de la «marineti», el notario va a tomar un baño al río.

La voz impostada del locutor reafirma el suspenso: ¡Atención a esta noticia! En la tarde de ayer fue concedida oficialmente la autorización gubernamental a la Compañía Brasileña de Titanio S. A., Brastanio, para establecer en Arembepe dos fábricas interrelacionadas que producirán dióxido de titanio. Teniendo por fin el funcionamiento dentro del plazo más breve posible del grande y discutido proyecto industrial, las obras para su concreción se iniciarán inmediatamente, en una vasta área adquirida con anterioridad por la compañía. La noticia es recibida con una serie de violentas descargas. Si se tiene en cuenta el origen del venerado aparato, se diría que se trata de una protesta.

—¿Oyeron lo que yo oí? —pregunta el doctor Franklin.

—Es la fábrica que Ascanio quería traer a Mangue Seco, ¿no? —los ojos del árabe se iluminan. Como si no bastaran los acontecimientos de la víspera, surge esta novedad. El día promete ser exaltante.

—¿Quiere decir que la fábrica no se va a instalar aquí? —Jairo suspende el examen del motor de la «marineti».

—Se va a instalar en Arembepe, cerquita de la capital, ¿no oíste? Era uno de los posibles lugares —explica el notario.

—¡Mierda!

El doctor Franklin Lins toma coraje, se arregla la toalla en el hombro:

—Ahora podremos respirar de nuevo… —enciende un cigarro de paja, se encamina hacia el río. Tiene un aire de beatitud.

DONDE TIETA HACE ADIÓS CON LA MANO.

Día flojo, pocos pasajeros. Tieta se despide de doña Carmosina:

—Discúlpame por mis malos modos, Carmo.

Con la cabeza baja, el pañuelo en la mano, todo mojado de lágrimas, Leonora se esconde en el interior de la «marineti», desanimada. Peto aparece a las corridas, viene de la plaza de la Matriz, trae el cayado del Viejo Zé Esteves, herencia de Tieta:

—Te olvidaste el cayado, tía. —Baja la voz y agrega—. Te voy a extrañar.

Va a perder el gratísimo panorama de senos y piernas. Sube a despedirse de Leonora, provoca ahogados sollozos. Adiós, prima.

Peto sale rumbo a su casa, y deja un inolvidable recuerdo de la sencilla gentileza y el perfume fuerte de la brillantina barata.

Tieta, pastora de cabras, empuña el cayado y se sienta al lado de Leonora. La deja llorar, todavía es temprano para tocar el tema. Jairo cobra el precio de los boletos, pasajero por pasajero. Tieta paga tres:

—Nosotras dos y la cabrita de atrás.

Señala a Maria Inmaculada que en un asiento del fondo, sostiene el baúl. Jairo se sienta al volante, coloca la llave del motor, todavía faltan cuatro minutos para salir. Tieta lo apura:

—Mete el pie en el acelerador, Jairo, vamos a ver si esta cafetera es capaz de llevamos a Esplanada.

Jairo consulta el reloj:

—Si quieren, podemos ir directo hasta São Paulo, para la Emperatriz de los Caminos no existen distancias, y además se puede oír música…

Sintoniza la radio rusa. Tieta hace un adiós con la mano a doña Carmosina que está de pie en la acera. La «marineti» avanza tan lentamente que parece más bien una aeronave. Liberada de piedras y pozos, se eleva sobre, el camino de mulas, cruza el cielo de Agreste.

Y aquí termina la historia del regreso de la hija pródiga a la tierra donde nació y de los sucesos allí ocurridos durante su corta estadía.

DE LAS PLACAS, NOTA DEL AUTOR.

Ahí está, mal o bien, llegué al final, escribo la palabra fin. En los folletines coronados por el éxito, me critica Fulvio D’Alambert, el autor acostumbra a dar noticias de los diversos personajes, cuenta qué les sucedió después. Ni pienso hacerlo. Dejo por cuenta de la imaginación y de la conciencia de los lectores, el destino posterior de los personajes y la moraleja de la historia.

En todo caso, para atender a la crítica y con la esperanza de conquistar su buena voluntad, agregaré que Agreste convalece lentamente. Luego de quitarse el uniforme de candidato, el comandante Darío de Queluz aprovecha cada minuto del verano en Mangue Seco para compensar los días perdidos en la contaminación de la política. En cuanto a Ascanio Trindade, todos lo vieron llorando en el hombro de doña Carmosina.

La inauguración de la luz proveniente de la Usina de Paulo Afonso fue una gran fiesta. Al antiguo Caminho da Lama, en la entrada a la ciudad, le pusieron el nombre del entonces Director-presidente de la Hidroeléctrica del San Francisco: Las autoridades presentes descubrieron una esmaltada placa azul, hecha con mucho cuidado, a pesar del apuro, en un taller de la capital: RUA DIPUTADO… ¿cómo era el nombre?

La placa azul duró poco, desapareció durante la noche. En lugar de ella, clavaron una de madera, confeccionada por una mano artesanal y anónima: RUA DA LUZ DE TIETA.

Mano artesanal y anónima. Mano del pueblo.

Bahía, Londres, Bahía - 1976-1977