PRIMER FRAGMENTO DE LA NARRACIÓN, EN LA CUAL —DURANTE EL LARGO VIAJE EN ÓMNIBUS CON CAMAROTE DE LA CAPITAL DE SÃO PAULO A LA DE BAHÍA—, TIETA RECUERDA Y CUENTA A LA BELLA LEONORA CANTARELLI EPISODIOS DE SU VIDA. AQUÍ VA UNA MUESTRA, DESPUÉS VENDRÁN OTRAS ANÉCDOTAS MÁS JUGOSAS.
—Creo que las cabras no sentían el sol, pero no era este sol tibio de acá, era el de allá, el sofocante, el que deja hasta las piedras en brasa. Ni las cabras ni yo.
Las cabras estaban sobre las piedras, inmóviles bajo el sol; como piedras, estatuas. De golpe saltan, disparan corriendo; primero una, en seguida otra, todas. Van descubriendo olor a pasto en los montes más altos.
—Yo iba detrás, pastoreando. Las cabras me conocían, les ponía nombres y sobrenombre a cada una. Cuando las llamaba, ellas entendían. Cuando una de ellas se hería con alguna espina la cuidaba, le curaba las heridas.
—¿Cuántos años tenías, madrecita?
—Creo que diez, cuando empecé. Diez u once; ya había terminado el primario.
—Yo prefería el sol cocinando piedras, la tierra árida, los cactus, las serpientes, los lagartos, el croar de los sapos en el agua del riacho, las cumbres de las colinas, los matorrales, las cabras, mientras la primogénita hacía las cosas de la casa.
—Perpetua ya nació vieja, no sé cómo hizo para casarse. Desde chica se metía en la sacristía de la iglesia con las chupacirios, era la más beata de todas. Para ella, yo era el can[18] en persona… —se ríe—: Tenía razón, yo no era gente, no era como el resto de las personas. Desde pequeña, espiaba al chivo Inácio cuando montaba cabras.
Único, sereno y majestuoso el chivo Inácio era el padre del rebaño, andaba con el paso medido, chiva larga, catinga fuerte. Con unas bolas enormes, casi tocando el piso, señor entre los chivos, patriarca de los caprinos.
Lento e inexorable, se acerca a la cabrita, inquieta en su primer celo y que agita las ancas ante la aproximación de Inácio, con las patas traseras coreando en el aire, ya en edad de ser servida y preñada. Inácio anda, balanceando sus atributos, por el rastro que deja la hembra. Emite un grito, vibrante y límpido; anuncio, amenaza, declaración de amor.
—Al principio, yo veía todo, pero no prestaba atención, era demasiado niña. Pero después, cuando empezaron mis reglas, el grito de Inácio penetraba a través de mí. Empecé a espiar y me tiraba al suelo para ver mejor.
La cabrita dispara, Inácio no se toma el trabajo de correr, para y espera; la niña aprende. Dos o tres escapadas más y, cuando él lo decide, la arisca es montada por el dueño y señor del rebaño.
Echada en el piso, la mocosa observa el cuadro sin perder un detalle. Siente un calor que sube por sus piernas hasta la garganta, excitación, sosiego, mientras está de bruces sobre la tierra salvaje. Inácio era todo un chivo, un señor chivo y la chiva se debatió cuando él la hizo cabra y la preñó. Con un grito final de dolor y de recogimiento, que hizo eco en el vientre de la niña. Cabra y chivo conjugados, unidos en la altura o sobre piedras, petrificados, única roca, peñasco, capricornio.
—Así aprendí, y en mis comienzos, vi más que eso, mucho más.
No sólo ve al chivo Inácio cuando actúa. También tiene oportunidad de ver, escondida entre los cerros, a los chiquilines que se la metían a las cabras. Y Osnar y su pandilla de perdidos. También hombres hechos. Su propio padre, creyéndola ausente.
En casa, un ¡ay! Dios mío, austero, moralista. Nos mandaba a la cama ni bien nos levantábamos de la mesa. Y estaba prohibido hablar de novios.
Si alguna de mis hijas tuviese novio, la zurraría con la vara de castigar burros; bastón de madera de membrillo es el nombre completo, gritaba Zé Esteves.
Se la daba a las cabras cuando creía que no había nadie cerca, o que el campo estaba libre. Existían cabras enviciadas.
—Yo era una cabrita igual a ellas. La primera vez, no hubo diferencia.
—¿A qué edad fue, la primera vez?
—¡Qué sé yo! Trece, catorce años. Largué sangre muy temprano.
—¿Y después?
—Fui una cabra[19] enviciada, no existía hombre que me saciara.
DONDE EL AUTOR REDACTA UNA NOTA SOBRE EL PASADO PRÓSPERO Y LEJANO DEL MUNICIPIO DE SANT’ANA DO AGRESTE Y SU ACTUAL DECADENCIA
Mientras las beatas de la iglesia, los vagos del bar y todo el pueblo comenta la excitante novedad del regreso de la hija pródiga, con chismes a la orden del día, y la agencia de Correos está engalanada como en día de fiesta, aprovecho para comprobar desde ya, la influencia benéfica de Tieta. Todavía está en viaje y ya influye en su pueblo natal, retirándolo del marasmo en el cual había caído tantos años atrás.
La noticia no sólo alcanza y conmueve a la población urbana; se extiende por todo el municipio, despertando curiosidad e interés «desde las mansas márgenes del río hasta las encrespadas olas del Océano Atlántico», según revela Barbozinha, en estado de beatitud poética. Elabora un poema en versos libres y ático sabor, donde Venus surge de entre las olas, desnuda, cubierto de espuma y conchas, resucitada. Actualísimo y un tanto erótico.
En todo el pueblo, que cuenta con algunos millares de personas, nadie permaneció indiferente —ni la misma doña Carmosina puede darnos el número exacto de habitantes de Agreste—; en el censo de 1960 sumaban nueve mil setecientos cuarenta y dos ciudadanos servibles e inservibles, ya que varios pasaban los noventa y muchos los ochenta; en el lustro siguiente al censo, la población había disminuido, y no por causa de muertes que eran más raras que los nacimientos sino por la sistemática partida de los jóvenes en busca de oportunidad en otras tierras.
Hoy en día el visitante que llega a esas calles muertas, exhausto luego de la travesía en la «marineti» de Jairo, tapado de mugre, huésped de la pensión de doña Amorzinho, no puede creer que antes de la construcción de las vías de ferrocarril entre Bahía y Sergipe, Agreste fuera zona de mucho progreso y mucho movimiento comercial, posta obligatoria e importante para el interior de los dos estados. En aquella época, la prosperidad regía los destinos de este actual «culo del mundo». La privilegiada situación del municipio, en las márgenes del río, extendiéndose hasta el mar, había convertido a Sant’Ana do Agreste en el centro de abastecimiento de una enorme región. Barcos y veleros llegaban hasta la altura de la barra de Mangue Seco, paraban a lo largo, piraguas recogían la carga. Desde Agreste, la mercadería partía en lomo de burro, rumbo al sertón.
Hoy sólo existe la pensión de doña Amorzinho, pero a principios de siglo existían más de diez, siempre repletas de viajantes; los negocios y almacenes no daban abasto con tanta clientela. Ni qué hablar de los prostíbulos, eran todo animación y la plata corría. Las mejores residencias de la ciudad datan de esa época, y también el adoquinamiento de la Plaza de la Matriz y las calles del centro. Los ricos hacían traer pianos y gramófonos, encargaban cuadros a firmas del Sur, para colgar en las paredes de las salas. Habían construido el edificio de la Municipalidad, irguieron la nueva Matriz de Sant’Ana y dejaron la capilla vieja para honrar a San Juan Bautista, cuya festividad, en junio, precedida por la de San Antonio y seguida por la de San Pedro, traía a Agreste forasteros hasta de Sergipe, además de los numerosos estudiantes que estaban de vacaciones, liberados por quince días de los internados de la capital. Agreste, en junio, era todo alegría, había bailes y fuegos artificiales todas las noches, después de las trecenas y novenas.
Fue una de las primeras ciudades donde se instaló la electricidad y de las últimas en conservar la vacilante luz débil y amarilla del cansado motor, que todavía no fue reemplazado por la ofuscante luz de la Usina de Paulo Monso. El Intendente coronel Francisco Trindade, abuelo de Ascanio, fue quien adquirió el motor e iluminó el entonces floreciente pueblo. Actualmente, se debe a su nieto la obstinada lucha para instalar los cables de alto voltaje de la Hidroeléctrica de San Francisco que, como las vías del ferrocarril y la ruta pavimentada, habían pasado lejos de los límites del municipio.
En los últimos decenios, el progreso sólo había dado golpes a Agreste. El primero y más terrible: la construcción de las vías del tren que unían la capital bahiana a Sergipe, llegando a las márgenes del río San Francisco, en Propriá, había dejado de lado nuestro pueblecito, huérfano de tren y de estación, donde las muchachas hubieran podido flirtear. Agreste trató de mantenerse con el negocio de los veletas y barcos, pero el transporte de mercaderías resultó más fácil y barato en los vagones del tren. Se dispersaron las tropas de burros, las embarcaciones se pudrieron junto a los mangues, de tanto en tanto, veleros o barcos descargan contrabando y así mismo, sin ninguna ganancia para Agreste, ni siquiera el pago que reciben los pescadores de Mangue Seco, ya que los productos no son destinados al municipio. Las lanchas no hacen escala en Agreste, van directamente al puerto de Castro, en Sergipe. Solamente Eliezer, que vive en el pueblo, anda por ahí, cuando vuelve a dormir a su casa después del trabajo. No se puede llamar comercio digno de tal nombre a las botellas de whisky escocés, gin inglés o cognac español que Eliezer birla para vender a Aminthas, a Seixas o a Fidelio; ni el frasco de perfume con destino seguro: Carol, la muchacha aislada de Modesto Pires. Por otra parte, creo que esa muchacha debe aparecer más seguido en las páginas de este folletín, para deleite y regocijo de todos nosotros.
Durante mucho tiempo, las esperanzas de un retorno a la prosperidad se concentraron en la construcción de la ruta pavimentada, anunciada con ruidoso aspaviento, ya que venía cruzando todo el país desde el Sur, por la costa. Mientras eso sucedía, saltaba a la vista que Agreste se estaba viniendo a menos, los viajantes habían desertado de las calles: quedaban pocas tiendas y almacenes, las ventas no compensaban el costo del viaje. Se cerraron las pensiones, ya nadie venía para las fiestas de junio, a pesar de que el agua continuaba haciendo milagros, el clima seguía siendo digno de un sanatorio, la insólita belleza de la ribera y la audacia de la playa de Mangue Seco, permanecían incomparables.
La carretera, como ya se sabe, pasó a cuarenta y ocho kilómetros de tierra y barro. Fue un nuevo y definitivo golpe del progreso.
Agreste tuvo que entregarse sin lucha, reducida a mandioca y a cabras. Ni trenes ni camiones, ni sombra de estación ferroviaria o de ómnibus, para regocijo de las muchachas.
En el embarcadero, media docena de canoas, el barco de Pirica, la lancha de Eliezer y los cangrejos, gordos, gordísimos. Y hablando de comida, nada se puede comparar con un cangrejo hervido, hecho con pirão de harina de mandioca, verde oscuro, pirão de lodo, como aquí se lo llama. ¿Nunca lo han comido? Es una lástima, no saben lo que es bueno. Es un manjar que exige tiempo y paciencia para catar la carne de los cangrejos, pata por pata, ni siquiera es común que lo hagan en Agreste, donde sobra tiempo y ganas. Pero vale la pena, lo aseguro. Es para chuparse los dedos; se come con la mano, se moja el pirão en la salsa verde, en el incomparable lodo de los cangrejos.
El pueblo ya perdió las últimas esperanzas, los jóvenes parten en la «marineti» de Jairo, varones y mujeres, ya que en los últimos años también ellas comenzaron a buscar mejor vida en tierras más ricas. Van a trabajar de mucamas o cocineras, costureras o bordadoras y muchas de ellas terminan siendo putas, en Aracajú o en Feira de Santana. Y, según parece, muy apreciadas.
DE ASCANIO TRINDADE, TEMERARIO PATRIOTA Y LUCHADOR, CON LAS DURAS PENAS QUE LE TOCARON EN SUERTE.
Sólo Ascanio Trindade no pierde ni su entusiasmo de luchador, ni la esperanza de pensar que un milagro puede salvar a Agreste —ama la tierra donde nació y adonde tuvo que regresar por la enfermedad de su padre, abandonando la facultad de derecho. Ya no tiene ninguna obligación que cumplir en Agreste, pues finalmente había muerto don Leovigildo, después de cinco interminables años, sin poder moverse de la cama, con un solo ojo abierto mirando al vacío. Ascanio había sido enfermero y niñera, padre y madre, había bañado aquel cuerpo inerte, limpiándolo, dándole de comer en la boca, duras tareas. Rafa, el ama de leche morena, por más que quisiese, apenas lo podía ayudar, vieja, reumática, sin fuerzas. Ascanio tomaba en sus brazos el cuerpo de su padre, lo ponía al sol, bajo la goiabeira[20], haciéndole muda compañía durante horas y horas, en el fondo de la casa. Siempre tranquilo, sin una queja, ni por los estudios interrumpidos, ni por el largo y penoso trance. Le bastaba con la mirada de su padre, de un solo ojo, acompañándolo agradecido. Y según las beatas, ya se había ganado el reino de los cielos.
Después del entierro de don Leovigildo, ocurrido hacía dos años, si Ascanio hubiera querido, podría haber dimitido del cargo de Secretario de la Municipalidad, donde lo había acomodado su padrino, el coronel Artur da Tapitanga, cuando lo vio solo, con el padre paralítico y sin un cobre. Dimitir, ¿para qué? ¿Para volver a la ciudad de Bahía, a recomenzar la facultad? Más que falta de recursos, era falta de voluntad. En la capital, Astrud, casada, se reía con esa carcajada inolvidable y cristalina —aquí, en mi destierro, cargando la cruz de mi Calvario, oigo tu risa de cristal y recobro fuerzas; en los días más tristes el recuerdo de tus ojos verdes me levanta el ánimo. Doña Carmosina había derramado lágrimas leyendo las cartas violadas, ¡cuánto amor!
Durante el primer año, Ascanio sólo pensó en el día de su regreso. Pero, cuando sin haber roto el noviazgo, Astrud le avisó abruptamente que se iba a casar, él juró no poner jamás los pies en la ciudad donde habitaba la traición. Sobre todo después de que Máximo Lira, su compañero de facultad, le contó que la inocente, la inmaculada Astrud se había casado barriguda y que si el vestido de novia no hubiese sido suelto, se habría visto el volumen de su panza, de casi cuatro meses. Estaba esperando un hijo cuando le escribía cartas de amor a Ascanio, continuando con el casto idilio, cándida muchacha, ¡puta sin rival! Eso era lo que le dolía más que todo: había creído en la pureza, en el sentimiento sólido, se había dejado embaucar como un niño tonto, ingenuo grandulón.
Además se había habituado a la vida de Agreste, a sus mejores cosas: el agua, el aire, los paisajes, la convivencia con los amigos. Sólo que no aceptaba la pasividad del atraso, de la pobreza, el marasmo. Tenía la cabeza llena de planes, no se dejaría abatir.
Una tierra tan miserable y abandonada, ni siquiera es interesante para los políticos, que son, por otra parte, una raza en extinción. El Ayuntamiento fue entregada al doctor Mauritonio Dantas, dentista cirujano que tenía sus fuerzas reducidas debido a los disgustos y a la arterioesclerosis, y como está encerrado en su casa para bien de la moral pública, quien realmente manda y desmanda es Ascanio. Hay un consenso general: cuando el doctor estire la pata, Ascanio ocupará el puesto vacante, y de ser posible, sería alcalde para toda la vida.
Hay que reconocer que sin ninguna renta, salvo la cuota federal del impuesto a los réditos, escasa ayuda estatal, Ascanio mantiene la ciudad limpia. Con piedras del río calzó calles y callejuelas, inauguró dos escuelas municipales, una en Rocinha, otra en Coqueiro, e intenta obtener, por medio de oficios, peticiones a las autoridades, cartas a los diarios y a las estaciones de radio, que los cables de la Hidroeléctrica se extiendan hasta Agreste. Hasta el momento, desgraciadamente, no tuvo éxito. Postes y cables lucen en los municipios vecinos. Agreste es uno de los pocos dejados de lado en un reciente plan de expansión de los servicios de la Hidroeléctrica. Sin embargo, Ascanio no se desanima. Prosigue en la lucha. Cree que un día, fatalmente, la fama del clima, la calidad del agua, la belleza del paisaje traerán a las calles y a las playas de Agreste cantidades de turistas ávidos de paz y naturaleza.
Hay quien sonríe cuando lo oye hablar con tan ardiente entusiasmo, Agreste es un caso perdido: pero hay quien todavía se anime y por un momento sueñe y vea realidad en esa fantasía; como siempre, las opiniones están divididas. Se suman unánimes, sin divergencias, al juzgar al propio Ascanio. No existe en todo el municipio otro ciudadano más estimado y visto con mejores ojos. Las muchachas casaderas no le sacan la vista de encima. Ascanio cumplió veintiocho años, ¿qué está esperando para buscar novia? Cuando sea alcalde, no va a poder seguir siendo cliente de la casa de Zuleika.
Una vez más doña Carmosina le planteó el problema, estando en la agencia de Correos. Hay tantas chicas lindas y llenas de cualidades en Agreste… y todas le andan atrás. El se sonríe, una sonrisa triste. Doña Carmosina no insiste: ya leyó toda la correspondencia, línea por línea, repite de memoria algunos trechos de la última misiva, la respuesta a la comunicación del próximo casamiento —quien te escribe, Dalila, es un muerto, un corazón frígido que, de la sepultura donde lo enterraste apuñalado, te desea felicidad; que el remordimiento no perturbe tu vida y que Dios me conceda la gracia de olvidarte y de arrancar de mi pecho esa imagen… —Un poeta, Ascanio Trindade, si se dedicara a escribir versos, no tendría nada que envidiarle a Barbozinha. Por lo visto no la olvidó, ni piensa en tener novia.
Sólo muestra una triste sonrisa. ¿Otra? Jamás. Ni aunque un día baje de la «marineti» de Jairo la más bella de las mujeres, la más pura y seductora. Mi corazón está muerto para el amor, doña Carmosina.
DEL REGRESO DE LA HIJA PRÓDIGA A AGRESTE, DONDE EN LA TERMINAL DE LA «MARINETI», LA ESPERAN: LA FAMILIA, DE LUTO POR LA MUERTE DEL COMENDADOR, LOS CHICOS DEL CATECISMO, EL PADRE MARIANO, ASCANIO TRINDADE, EL COMANDANTE DARÍO, EL POETA DE MATOS BARBOSA, EL ÁRABE CHALITA, Y DEMÁS FIGURAS IMPORTANTES, SIN OLVIDAR A LA BARRA DEL BILLAR, MUCHO MENOS A DOÑA CARMOSINA, QUE TIENE EN LA MANO UN BOUQUET DE FLORES RECOGIDAS POR DOÑA MILU EN EL JARDÍN DE SU CASA, AL CLERO, A LA BURGUESÍA Y AL PUEBLO, ESTE ÚLTIMO REPRESENTADO POR EL CHICO SABINO Y BAFO DE BODE.
Agrupados en cuatro o cinco lugares, en los alrededores del cine, en la terminal de la «marineti» de Jairo, están esperando oír la bocina roncadora en la curva de la entrada de la ciudad. En la iglesia, bajo la dirección del padre Mariano están los chicos del catecismo, con sus ropas domingueras y Perpetua con su hija seminarista, risueño muchachón en vacaciones, con su sotana y el libro de misa. Las beatas, cual víboras listas para atacar, se pasean por el atrio; están preparadas para el magno acontecimiento, el desembarco de la rica viuda: quieren verla de luto llorando en los brazos de su familia, y de yapa, la hijastra, la forastera. Día especial.
Con excepción del propietario, que está en mangas de camisa, todos están de corbata en el Bar dos Açores: Osnar, Seixas, Fidelio, Aminthas, guardia de honor del cuñado Asterio, sofocado en el traje negro que le prestó Seixas, demasiado flaco. Perpetua había permitido que durante la semana Asterio se limitara a una cinta negra en la manga, otra en el sombrero y otra en la solapa. Pero para la ceremonia de bienvenida, exige luto completo, traje, corbata y compunción.
—Haces tanta cuestión porque no tienes que comprarlo, tú vives de luto. ¿De dónde voy a sacar plata para hacerme un traje?
—Tuve que comprar uno para Peto.
—¡Bah! Un par de pantalones cortos.
—¿Por qué no pides uno prestado? Seixas se quitó el luto.
Estaría bien si no hubiese tanta diferencia de peso entre ellos. A duras penas y con ayuda de Elisa, pudo meterse el pantalón. El saco no cierra y se rasgó en los dos sobacos, pero eso sólo se ve cuando Asterio levanta los brazos.
Peto se dirige al bar para huir de la iglesia y de la madre. Por extraño que parezca tiene la cara limpia y está bien peinado; su camisa es blanca, de mangas largas y moño, reliquia del finado Mayor. Lo peor son los zapatos. Sus pies acostumbrados a andar libres a orillas del río y en la corriente, no se adaptan. Osnar se burla de la figura y las muecas del chico:
—Sargento Peto, estás hecho un pimpollo. Si a mí se me diera por los niños, hoy sería tu día. Tienes suerte de que no sea mi debilidad.
—No fastidies.
A pesar de los zapatos, Peto no esconde su satisfacción: durante la permanencia de su tía, dormirá en la casa de Asterio, en el cuarto del fondo, lejos de la vista y de los horarios estrictos de la madre, podrá acompañar a Osnar y a Aminthas, a Seixas y a Fidelio en sus correrías nocturnas, en las cacerías que provocan tantas risas y comentarios.
—Fuera de aquí, mocoso, esta charla es de hombres… Sólo Osnar le ofrece perspectivas.
—Sargento, un día de éstos te llevo de caza. Ya estás en edad. Anda preparando la espoleta.
Perpetua había decidido que la hijastra de Antonieta se quedaría en el cuarto de Peto. Tal como el resto de la casa, había sido lavado con creolina, refregado, barrido hasta la última partícula de polvo y perfumado con hojas de pitanga. La pequeña Araci, que fuera prestada por Elisa durante el tiempo que durara la estadía de las paulistas, hace una semana que se entrega a una limpieza en regla.
Era una residencia confortable, en la esquina de la Praça da Matriz y Tres Marías, y si Perpetua hubiese aceptado la opinión de Asterio, Peto no necesitaría mudarse: las dos huéspedes en el cuarto de Ricardo, los dos chicos en el de Peto. Pero Perpetua, en una ostentación de cortesía —¿manía de grandeza o tendría algún otro plan premeditado? —Doña Carmosina todavía no había llegado a ninguna conclusión—, había decidido dar a Antonieta la alcoba fresca y amplia, dejando, por más increíble que parezca que usara la cama de matrimonio con colchón de lana donde se había revolcado con el Mayor, durante el lapso breve y feliz que duró el matrimonio. ¡Es como para no creerlo!: ¿su cuarto de casada? ¡Imposible! ¡Cómo cambian las cosas, Dios mío! Doña Carmosina no sale de su asombro, un espanto.
Cama de matrimonio, colchón de paina, toilette, enorme armario, muebles pesados, de jacarandá. El Mayor había comprado la casa con muebles, una pichincha. El único heredero de doña Eufrosina, fallecida a los noventa y cuatro abriles, un sobrino, vivía en Porto Alegre, nunca había puesto los pies en Agreste, mandó vender casa y muebles a cualquier precio, siempre que fuera al contado. Tampoco hubo otro candidato, ni al contado ni a plazos.
La sala, enorme, tiene ocho ventanas a la calle. De ahí sale un corredor hasta el comedor. A cada lado, dos cuartos, uno de los cuales había sido transformado en sala de lectura, desde épocas remotas. Era el que quedaba frente a la alcoba. Perteneció al finado doctor Fulgencio Neto, esposo de doña Eufrosina, médico de fama en antiguos tiempos. El escritorio, con dieciocho cajones, tenía un cofre con secreto; la biblioteca estaba llena de libros de medicina en francés y obras de Alejandro Dumas y Víctor Hugo. El Mayor no estaba mucho en el escritorio, sólo después de almorzar se quedaba un rato ahí, leyendo diarios de Bahía de una semana atrás, o se tiraba a dormitar en la hamaca. Allí es donde Ricardo estudia, aunque esté de vacaciones, una hora por día. Siguiendo, y por orden, están los cuartos de Ricardo y Peto, ambos vigilados por Perpetua. En el de Ricardo, donde está el oratorio, dormirá ella; en el de Peto, la Leonora ésa. Ricardo ocupará el escritorio, donde ya están sus libros de estudio. Acomoda a la mocosa de Arad en el depósito de frutas, en la quinta, sobre un catre improvisado. Perpetua dirigió todo lo referente a la llegada y estadía de Tieta.
La Agencia de Correos y Telégrafos está llena; el comandante Darío y doña Laura, Barbozinha, bien afeitado en honor a su antigua novia, Ascanio Trindade, representando a la Municipalidad —el doctor Mauritonio está cada vez peor, viendo mujeres desnudas— y Elisa, con un vestido de gasa negro, vaporoso y etéreo, de aquéllos enviados por Tieta en los paquetes de ropa usada. Tenía un escote audaz: tuvo que ser refaccionado para cerrar el cuello, ya que Perpetua así lo exigía como buena fiscal de vestimentas ceremoniales para la recepción.
—Por lo menos tápate los pechos. Es más para un baile que para luto, pero como es el único que tienes póntelo, pero arreglado. Ella va a llegar toda de luto, nosotros tenemos que estar a la altura. Fíjate, el Viejo quería hacer una fiesta invitando a medio mundo. La pobre llega llorando la muerte del marido y en vez de luto encuentra fiesta. ¿Te das cuenta?
Doña Carmosina puso el bouquet dentro de un vaso de agua, para que no se marchitaran las flores. Influida por la dialéctica de Perpetua, había discutido con su madre, tal vez no fuera adecuado llevar flores ya que quien iba a llegar era una viuda inconsolable, y reciente. Doña Milu no quiso discutir: le das las flores y le dices que soy yo quien las manda. Si hasta se mandan flores para los muertos, ¿por qué una viuda no puede tener derecho? Fíjate un poco…
—¡Dios mío, no llega nunca! —Elisa, por más que se esfuerce por mantenerse compungida, no puede contener esa agitación, mezcla de alegría y miedo.
Alegría sin límites por conocer a su hermana, el hada rica, la elegante, la fina, la paulista, la protectora. Recelo por aquella mentira, por la omisión de la muerte de Toninho, con el fin de seguir embolsando esa ayuda mensual. Doña Carmosina había hecho lo posible para calmarla.
—Y cuando ella pregunte por Toninho, ¿qué le digo?
—Dile la verdad. Dile que yo te aconsejé que no contaras nada y el resto déjalo por mi cuenta.
—¿Me perdonará?
—La conozco bien, no le importará. Quédate tranquila.
Hay otra nube que persiste y perturba su alegría: la llegada de la hijastra, casi una hija, que ocupa un lugar en el corazón de Tieta y que Elisa quiere entero para sí.
En la entrada del cine, el árabe Chalita, con un palillo en la boca se pierde en recuerdos: Tieta era mucho más linda que su hermana, la mujer de Asterio. Linda y fogosa, con toda la carne encendida. En la puerta lateral, la heladería, un pequeño mostrador, un armario y la cuchara que maneja Sabina, con la que diariamente sirve helados de fruta para poder ganar unos cobres, pagados por el árabe. También Sabino está de pantalón y camisa limpios, zapatos y medias. Si fuera por él, se habría puesto una cinta negra en el brazo ya que se consideraba de la familia; astilla del mismo palo que Asterio, cajero, mensajero, buen sacador de cocos. No usó el brazalete negro por temor a doña Perpetua, una peste. Sentado en el paseo, Bafo de Bode saborea la cachaça en silencio. Tiene curiosidad por ver la estampa de la nombrada hija de Zé Esteves, a quien todavía no conoce: cuando llegó a Agreste, hace veinticinco años, en busca de consuelo y aguardiente, ella ya se había ido, sólo pudo recoger los últimos comentarios ya gastados y escasos de la última zurra.
Zé Esteves y su esposa Tonha esperan exactamente en el lugar donde para la «marineti», junto al poste que está delante del cine, en la vereda. El Viejo había mandado a Esplanada a teñir de negro su viejo y gastado traje azul, para el casamiento de Elisa. Desde entonces no lo usa. El saco parece una bolsa de papas, el pantalón le queda flojo. Zé Esteves ya no es el gigante de otrora, un roble, fuerte, pero todavía se mantiene firme, allí, de pie, desde hace casi dos horas, mascando tabaco, apoyado en el bastón. Si Tonha pudiese, pediría una silla al árabe; ¿pero dónde encontrar coraje para explicarle al Viejo que está cansada? Está de medio luto: pollera negra y una faja de crepe en la blusa blanca. Como Perpetua hiciera notar, marcando diferencias y distancias, el parentesco es muy remoto.
En medio de una gran correría general y con dos horas y diez minutos de atraso, suena en la curva la bocina de la «marineti» de Jairo. Perpetua y el padre Mariano ordenan las tropas. Empieza a verse la «marineti» allá en el fondo. Antes de hora se oye un primer sollozo.
MINUCIOSA DESCRIPCIÓN DEL DESEMBARQUE CONFUSO DE TIETA, LA HIJA PRÓDIGA O ANTONIETA ESTEVES CANTARELLI, LA VIUDA ALEGRE.
En la primera fila, la familia, con tristeza en la mirada, en las lágrimas y en las ropas. El viejo Zé Esteves se ha adelantado un paso y continúa mascando tabaco. Atrás, los parientes enlutados, el reverendo, los chicos del catecismo, la gente importante, doña Carmosina, bouquet en mano, sin darse cuenta cómo desentona el colorido alegre de las flores con el del crepe y el llanto. Perpetua, bajo el velo sujeto al rodete, que le cubre el rostro, piensa que esa criatura con tal de llamar la atención pasa por encima de los sentimientos más sagrados—. Después las beatas y el resto del pueblo.
Con Jairo al volante, la «marineti» se aproxima, con pocos pasajeros. Para Jairo, un día cualquiera, para Agreste, día importante, de ésos para matar un lechón de pascua, de encender fuegos artificiales y de festejar bien a lo grande en honor de la hija pródiga, si no fuese viuda llena de congoja y dolor. Sólo caben luto y lágrimas, cantos de iglesia.
Todos dejan de hablar, Peto se para en punta de pies, ni bien llegue la tía saldrá volando de allí, a arrancarse los zapatos. La «marineti» para con un cansado ruido de juntas y resortes. Peto cuenta los pasajeros que bajan: don Cunha, uno, el matrimonio de paisanos, dos, tres, doña Carmelita, cuatro, la criada, cinco, a ése nunca lo vi, seis, a ése tampoco, siete, don Agostinho, el de la panadería, ocho, su mujer, nueve, la hija, diez, la tía Antonieta y la chica van a ser las últimas. Hasta Jairo sale antes, cargado con valijas y bolsas de las esperadas pasajeras. Con Jairo suman once, ahora doce, es ella, por fin.
¿Será ella? Peto duda. No puede ser, la tía debería estar de luto, con un velo fúnebre que le tape la cara, igual que su madre, de ninguna manera puede ser esa artista de cine, esa Gina Lollobrigida. En la puerta, sobre el escalón está Antonieta Esteves, majestuosa, deslumbrante. Alta, fuerte, con una larga cabellera rubia que aparece bajo el turbante colorado. Colorado, sí, colorado igual que la blusa sport, de red, elegante y simple, que marca la belleza de sus voluminosos pechos, de los cuales se ve una apreciable muestra que aparece por el escote de botones abiertos. El pantalón Lee azul se ajusta a las piernas y al trasero dando realce a volúmenes y salientes, ¡qué volúmenes! ¡Qué salientes! En los pies luce unos finos mocasines color habano. El único detalle oscuro en toda su vestimenta de viuda, son los anteojos ahumados, de armazón cuadrada, última moda, firmados por Christian Dior. El asombro dura una fracción mínima de tiempo que se hace interminable, una eternidad.
Peto, victorioso, exclama:
—Mamá, la tía no está de luto. ¿Me puedo sacar los zapatos y la corbata?
Antonieta, sigue en la puerta del ómnibus, paralizada sobre el escalón: delante de ella está la familia de luto por la muerte de Felipe, el inolvidable esposo, y ella en tecnicolor, de azul y colorado, con la blusa abierta, y deportivos pantalones Lee, ¡ay! Dios mío, ¿cómo no se había puesto luto? Había estudiado cada detalle y lo había discutido cuidadosamente con Leonora. Se había olvidado lo más importante. Pero ya Zé Esteves escupe el último pedazo de tabaco y extiende los brazos a su hija pródiga:
—¡Hija mía! Pensé que no te vería más, pero Dios quiso darme este consuelo antes de mi muerte.
Desde lo alto del escalón de la «marineti», Antonieta reconoce a su padre. Al padre y al bastón. Es el mismo, el mismísimo que sonó en sus espaldas aquella noche de fin de mundo. Tiene ganas de reírse, no se puede contener, se estremece y un incontrolable sonido rompe en su boca, dejándole un mínimo de tiempo para taparse la cara con las manos, antes de bajar. Todos acuden a consolar a la viuda que llora, a la hija pródiga que ahoga sollozos en los brazos de su padre, conmovedor instante. Ni Perpetua se dio cuenta. Elisa llora y ríe mientras siente un desahogo: la hermana es como la había imaginado, sin quitar ni poner nada. Doña Carmosina es la única asombrada por el curioso sonido inicial; se aproxima con las flores, que están de acuerdo con la ropa de viaje de Tieta.
Mientras Tieta va de abrazo en abrazo, disputada por las hermanas, por el cuñado, por los sobrinos —sácate los zapatos, mi amor, anda como quieras—, repartiendo besos y consolando a Elisa, en la puerta de la «marineti» de Jairo aparece la más bella, la más dulce y seductora muchacha, esbelta juventud, una sílfide como en seguida reconoció y proclamó el vate De Matos Barbosa. Parada, contemplando la emocionante escena, también ella se emociona. Está encantadora con ese moderno conjunto desteñido y boina del mismo género rodeada de cabellos rubios, medio cenicientos por el polvo. Peto reconoce a la misma muchachita de las películas de cow boys. Un murmullo de admiración recorre la calle, Tieta, desprendiéndose de los besos de Elisa, la presenta:
—Leonora Cantarelli, mi hijastra, mi hija, es lo mismo.
Doña Carmosina se vuelve y ve a Ascanio Trindade, lo sorprende extasiado. ¿Y ahora, amigo? Leonora amplía su sonrisa seductora para poder abarcar a todos, se detiene en Ascanio que la mira embobado.
—Cierra la boca, Ascanio, y ve a ayudar a bajar a la joven —ordena doña Carmosina.
Ascanio se adelanta, ofrece la mano a la paulista: sea bienvenida a las tierras de Agreste, pobres, saludables y bellas, perdone el atraso y la falta de confort. Ricardo se arrodilla, para pedir a su tía que lo bendiga, pero ella lo levanta y lo toma en sus brazos mientras lo besa: mi padrecito es tan elegante…
Después de una comprensible indecisión, el padre Mariano se decide (por una cuestión de protocolo no va a perder la adaptación de la letra de una canción y quince días de ensayo), hace una señal y los chicos del catecismo cantan:
Vestida de negro
ella apareció
en sus ojos trajo
el color del luto.
¡Ave! ¡Ave!
¡Ave Antonieta!
Leonora, encantada, mantiene su mano en la de Ascanio y se le escapa una risa cristalina, mucho más cristalina, ¡oh!, ¡mucho más! que la de la finada Astrud. Finada y sepultada, ahí, en ese momento, frente al cine, delante de las gomas gastadas de la «marineti» de Jairo.
Antonieta sigue de abrazo en abrazo:
—Carmo, mi querida, ¡qué alegría! ¿Cómo está, doña Milu? ¿Ella cortó las flores? Carina… fíjate que me hice italiana en São Paulo, estoy por decir querida y me sale carina… —es la Tieta de siempre, jovial, graciosa, no cambió nada, aunque en vez de querida diga carina.
—¡Barbozinha! ¿Eres tú? ¡Casi no te reconozco!
—Las amarguras de la vida, Tieta, el sufrimiento…
—¿Siempre escribes versos? ¿Te acuerdas de los que hiciste para mí? ¡Qué lindos eran!
—Solamente y siempre para ti. Estás mucho más joven y linda.
—Y tú continúas siendo un mentiroso, Barbozinha. Eres un adulador.
Ahí está, en Sant’Ana do Agreste, rodeada por su familia de luto, oyendo a los chicos del catecismo: gracias, padre, gracias de todo corazón. La brisa de la tarde llega del mar y viene a saludarla. Ayudado por Sabino, Jairo descarga las valijas, que están en el techo de la «marineti», cubiertas con una gruesa lona como si sirviera para algo contra la polvareda del camino.
—Vamos, hija mía. —Zé Esteves le ofrece el brazo, mientras se apoya en el bastón.
—Vamos a mi casa. —Perpetua intenta comandar, en medio de los destrozos de la violada compunción.
Toda la culpa es de ella y de nadie más. ¿Cómo había podido imaginar que Tieta andaría de luto por la muerte del marido? Había creído que su hermana era igual a, ella, como si la plata, la alta sociedad, el casamiento con un paulista rico y comendador del Papa pudiesen hacer algo por quien nace torcido, rebelde ante los códigos y leyes del respeto humano, sin regla ni compás.
Antonieta Esteves Cantarelli toma el brazo de su padre, sonríe y pasea su mirada por las santulonas, el árabe Chalita, el comandante y doña Laura, Jairo, el chico Sabino, Bafo de Bode, que la mira desde la vereda, desnudándola. Es tan miserable y poca cosa, que hasta tiene derecho a ser insolente. Su voz empapada en cachaça vibra en la calle mientras aprueba con entusiasmo:
—¡Viva la chucha de oro!
—¡Viva! ¡Viva! ¡Viva! —apoyan los niños del catecismo.
DE PUERTAS Y VENTANAS Y DEL CORAZÓN DE JESÚS EN LA SALA O LOS PRIMEROS INSTANTES EN EL SENO DE LA FAMILIA.
En la esquina de la plaza y el callejón de las Tres Marías, la comitiva se detiene.
—Llegamos —anuncia Perpetua—. Entremos.
—¿Ésta es tu casa? ¿La que era del doctor y de doña Eufrosina? —Antonieta se sorprende. En las cartas, Perpetua se refería a «nuestra casita», adquirida por el Mayor antes del casamiento, en la Plaza Desembargador Oliva—. Pero esto es la Plaza da Matriz.
—El nombre correcto es Plaza Desembargador Oliva —aclara doña Carmosina.
La casa del doctor, la casa de Lucas. Antonieta vino preparada para enfrentar recuerdos, pero ni bien llegó empezaron los equívocos cuando vio al Viejo empuñando el bastón. Nunca había imaginado que se hospedaría allí, en la casa donde Lucas había permanecido después de la muerte del doctor, para estudiar las posibilidades de instalar una clínica. ¿Valdría la pena establecerse?
Perpetua atribuye la sorpresa de la hermana exclusivamente a la dimensión de la casa, y se ve invadida por sentimientos opuestos. Satisfacción por atenderla bien, no es una muerta de hambre ni una mendiga miserable. Miedo por la reacción de Tieta que puede considerar que el pedido de ayuda mensual para criar a sus hijos es un abuso. Se impone una explicación:
—Fue un regalo de Dios, caído del cielo. El Mayor pagó una bagatela por la casa y todo lo que había dentro.
Los amigos se despiden y prometen próximas visitas:
—En cualquier momento caemos —avisa el comandante.
—Vengan hoy a la noche, así charlamos.
—Hoy no, hoy está reservado para la familia.
—Hay que ponerse al día… —agrega doña Laura, sonriendo.
—Mañana, entonces.
—Mañana sin falta.
Si fuera por Ascanio, volvería esa misma noche, ¿no es suficiente para la familia el resto de la tarde? Además, Leonora es pariente política, es la primera vez que está en Agreste, no tiene nada que recordar, va a quedar al margen de la conversación familiar. Es una lástima que él no sea tan caradura como doña Carmosina:
—Yo vuelvo y esta misma noche, con mamá. Cuando salí me dijo: Hoy a la noche voy a la casa de Perpetua, a visitar a Tieta.
—Traje un recuerdito para ella, una tontería. ¿Por qué no viene a comer con nosotros? ¿La puedo invitar, Perpetua?
—La casa es tuya. Gracias a Dios, hay comida de sobra.
Antes de ir a bañarse —urgentemente preciso un baño, tengo tierra hasta en el alma, las dos lo necesitamos—, Antonieta aclara:
—Mientras nosotras estemos aquí, los gastos de la casa corren por mi cuenta.
Perpetua esboza un gesto de disgusto, pero no llega a terminarlo, la ricachona corta cualquier tentativa de discusión:
—Si no va a ser así, agarramos nuestras valijas y nos vamos a la pensión de Amorzinho.
—En ese caso, no discuto… —Perpetua, liberada de ese gran peso, se apura a aprobar—. Pero queda otro, más chico: los gastos efectuados para recibirlas convenientemente, que se dividieron entre Asterio, el Viejo y ella.
Pero ni siquiera tendrán ese perjuicio, Antonieta completa:
—Empezando por lo que ya gastaron para esperarnos.
—¡Ah! ¡No, eso no! —Elisa se entromete—: Una tontería sin ninguna importancia. Los dividimos entre todos, le tocó muy poco a cada uno.
—Hablas como si fueses rica. —Perpetua desenmascara a su hermana, no hay peor cosa que la gente pobre y bruta—: ¿Te olvidas de que Asterio tuvo que pedir dinero prestado a Osnar para completar su parte?
—¡Cállate la boca, mujer! —Elisa se pone pálida. Perpetua la humilla a propósito, frente a su hermana y a la forastera. ¿Por qué hacer ver delante de la hijastra la pobreza en que están?
—Perpetua tiene razón, Elisa. Si yo no pudiese, estaría bien. ¿Pero por qué hacer sacrificios si no hay necesidad? Después Asterio o Perpetua me dicen cuánto gastaron y listo.
Mientras habla, Antonieta se acerca a Elisa, la abraza, la besa afectuosamente —entre ellas hay un aire de familia, un parecido en la cara y la expresión, sólo que la más joven no heredó la obstinación y la persistencia del Viejo Zé Esteves, que marcaron a Perpetua y Antonieta, aquella dureza de piedra, la audacia de las cabras. Pero tampoco heredó la resignación de la madre.
—No tengas vergüenza de la pobreza, hijita. Hoy soy dueña de algo, pero mientras fui pobre, supe lo que es comer pan duro. Nunca me las di de rica. Si lo hubiese hecho, ¿quién me iba a ayudar? Ni bien conocí a Felipe, empecé a pedirle plata prestada.
Rodeada de cariño, tratada como una hija, Elisa recupera los colores y los prejuicios:
—¿Pediste dinero prestado a tu novio?
—¡Qué novio ni qué novio!, nos pusimos de novios mucho después. Cuando me lo presentaron, yo no tenía un centavo. Otro día, con más tiempo, te cuento. Ahora quiero bañarme, queremos, ¿no es así, Nora?
—¿Nora?
—Es su sobrenombre. Yo la crié. Desde muy pequeñita estuvo conmigo, todo lo que sabe se lo enseñé yo. ¿Dónde queda nuestro cuarto?
—El tuyo aquí, Tieta, es la alcoba. El de Leonora, allá —señala Perpetua—. Cardo, Peto, lleven las valijas. Asterio, podrías ayudar también.
¿Por qué Tieta no protestó, no quiso quedarse junto con su hijastra, como exigen las buenas costumbres? La ventana de la alcoba da sobre el callejón das Tres Marías y la puerta comunica con el escritorio.
—¿Quién duerme en el escritorio?
—Ricardo.
—Yo, tía. Cualquier cosa que necesites durante la noche, me avisas.
Moreno, alto y fuerte, desbordaba salud e inocencia a través de su sotana. Si estuviera en São Paulo, tendría el pelo largo hasta los hombros, no se bañaría, andaría atrás de la marihuana, como los hijos de sus amigos: Antonieta estaba cansada de oír esas tristes historias. Sonríe a su sobrino:
—Si el cuco me quiere agarrar, te llamo. —Está conmovida por las atenciones y gentilezas—: Se han molestado demasiado por nosotras.
—Demasiado. —La voz musical de Leonora, en tono menor, nunca se eleva—: Nos podemos quedar las dos en el mismo cuarto.
—Ahora ya está todo decidido, es tarde. —Dice Tieta, ¿por qué lo dice? La sombra de Lucas está en la alcoba.
Asterio, Ricardo y Peto, descalzo, cargan valijas y paquetes.
—Cuidado con esa caja, Peto. Es frágil. Además, lo mejor va a ser entregarla ya.
Antonieta toma el majestuoso paquete, lo pone sobre la mesa del comedor, rodeado de la curiosa ansiedad de los parientes:
—Un recuerdo para tu casa, Perpetua.
Asterio, con experiencia en el asunto, desata los nudos del cordón, lo enrolla, dobla el papel grueso, son de la mejor calidad y aunque estén sucios servirán en la tienda. La ansiedad crece ante el vistoso papel de regalo, con cinta rosa, ancha y el lazo formando una flor.
—Tú desatas la cinta, Perpetua. —Asterio le cede el lugar.
Tratando de contener su alborozo, Perpetua toma la punta de la cinta, lee la etiqueta: «CASA DE JESUCRISTO, Objetos Religiosos al contado y en cuotas. Pague su devoción en doce meses». Por casualidad, ¿será aquello con lo que sueña hace tanto tiempo, ese proyecto acariciado, ese encargo que haría a Bahía? ¿Habría habido una influencia divina que guió la elección, que iluminó el pensamiento de Tieta? A veces, Dios utiliza a empedernidos pecadores como instrumento para recompensar a los justos.
Tira de la cinta y aparece una caja blanca. Retira la tapa, se la entrega a Asterio —¿de qué estará hecha que es tan liviana? Tergopol, explica Antonieta a su cuñado. Hay un murmullo general de admiración y un aplauso. Del pecho en llamas de Perpetua se escapa un ¡oh! de profundo placer al ver, dentro de la caja de tergopol, el objeto de sus sueños, sólo que más grande en tamaño y belleza, seguramente en virtud. Cuanto más grande, más linda y más cara la imagen, más santa y milagrosa es. Dios había inspirado a Antonieta: el corazón de Jesús, en alto relieve y en yeso, estaba en la caja. En sus cabellos, en el rostro, en las manos, en la vestimenta, en el manto, estaban todos los colores del arco iris. La sangre expuesta, amantísimo corazón abierto en llagas. La gota de sangre se asemeja a un rubí. Es una pieza digna del Altar Mayor de la Matriz de Aracajú. Ayudada por Asterio y Ricardo, Perpetua retira la pesada efigie, con mucho cuidado —no es ni cuadro ni escultura, pero tiene algo de los dos y es una cosa nueva, jamás vista en Agreste, alto relieve para colgar en la pared. Atrás, tiene una fuerte armazón de alambre; aparte hay una especie de base de madera para apoyarlo. Hasta los clavos estaban ahí: grandes, especiales, de acero cromado, cosa digna de verse. Tieta respira:
—Por suerte llegó entero. Es para que lo pongas en la sala, Perpetua.
—¡Ay! ¡Qué cosa tan divina! Hasta tengo palpitaciones. No sé cómo agradecértelo, ¡hermanita!
Perpetua besa a su hermana en la cara, levemente y de lejos. Así besa a sus hijos, la mano de don José y la del padre Mariano. ¿Cómo habría besado al Mayor? Si se lo preguntaran, Perpetua respondería que las parejas unidas en santo matrimonio, bendecidas por Dios, tienen derecho a la convivencia carnal. Derecho y obligación. Pero seguramente no diría que ella vive del recuerdo de aquellos besos.
Peto acaricia la tapa de la caja:
—¿Me das la caja, mamá?
—¿Estás loco? Deja esa caja ahí. Y tú, Asterio, deja también el papel Y el cordón, los puedo necesitar.
—¿Voy a buscar el martillo, mamá? —se ofrece Ricardo, sujetando el soporte.
—No se puede comparar con ninguna, ni de aquí, ni de Esplanada. La de doña Aída y don Modesto, aliado de ésta, desaparece… —Perpetua se vanagloria.
—No hay otra hermana como ésta en el mundo —aunque esté adulando, Zé Esteves es rudo y virulento.
Para Perpetua, no es el momento de discutir cualidades y defectos de Tieta, ni siquiera la impropia manera de llevar la viudez. El oro paulista, la encomienda papal, la imagen del Corazón de Jesús, la hacen perfecta.
—Tiene razón, padre. No hay otra hermana tan generosa como Tieta.
Le cuesta pronunciar esas palabras, pero el futuro de sus, hijos exige sacrificios, el Mayor los dejó a su cuidado.
Al volver, Ricardo no encuentra a la tía; ella y la joven, se están preparando para bañarse. Todos los demás están en la sala. Asterio sujeta el soporte, Perpetua ya eligió el lugar para la imagen divina: entre las fotografías en colores, ella de novia, el Mayor de uniforme —hechas por una firma de Paraná a la que habían sido encomendadas después del casamiento. Ricardo apoya la escalera en la pared, empuña el martillo. Todavía no sabe a qué santa se parece su tía. Antes de verla, había imaginado que fuera como la Senhora Sant’Ana, la patrona, la abuela. De la Senhora Sant’Ana no tiene nada. ¿Tal vez de Santa Rosa de Lima, o Santa Rita de Casia? Elisa entrega los clavos a su sobrino.
¿Acá, está bien, mamá?
Desde lo alto de la escalera, Ricardo ve a la tía que sale de la alcoba, llevando el toallón y la jabonera, el baño está en el fondo. Está morocha, ¿dónde quedó la larga cabellera rubia que tenía? Cabellos negros, crespos anillos como los de los ángeles, en la iglesia del Seminario. Piel trigueña, pierna y muslo aparecen bajo la robe de chambre que se agita por la brisa, Ricardo desvía la mirada. Perpetua observa la pared, tal vez un poco más arriba, ahí está bien. No ve que la hermana se aproxima, bien a la qué me importa con la robe bordada sobre los senos, vaporosa, sostenida por un lazo, agitándose en la brisa de la tarde que ya está muriendo en las barrancas del río. ¿No ve, o no quiere ver? Tieta mira y aprueba, va a quedar lindísimo. Elisa está babeándose por el santo y por la bata.
—¡Qué maravilla de ropa!
Perpetua prefiere no reparar:
—Voy a hablar con el padre Mariano para que lo venga a entronizar el domingo, después de misa.
Ni Santa Rita de Casia, ni Santa Rosa de Lima. ¿A qué otra, entonces? Camino al baño, revolea el trasero. ¿Qué santa será esta tía de São Paulo?
CAPÍTULO DE LOS REGALOS, DONDE SE ABLANDAN CORAZONES Y SE DERRAMA UNA LÁGRIMA INESPERADA.
La ceremonia de entrega de regalos se realiza después de comer, en medio de exclamaciones y risas: después que la pequeña Araci hubo retirado las platos y el mantel, Antonieta pide a Ricardo y a Asterio que busquen en la alcoba su valija azul, la grandota, la única que todavía está cerrada. La ponen sobre la mesa, Asterio se encarga de abrirla. Risitas nerviosas, la familia expectante, Peto, desobediente, alarga el pescuezo para espiar dentro de ella. También Leonora trajo del cuarto una bolsa de viaje, y después de abrir el cierre, la sostiene en su regazo como una caja de sorpresas.
Los regalos prioritarios corresponden a Zé Esteves: un reloj pulsera con malla de oro —bañada en oro— en un estuche de lujo.
—Fíjese en la marca, papá. Usted siempre quiso tener un Omega, me acuerdo de la envidia que tenía del reloj del coronel Artur da Tapitanga. Hablando de él, ¿todavía vive?
—Está vivo y lúcido. Ya va a aparecer. Siempre pregunta por ti.
—Quien informa es doña Carmosina, dándose aires al lado de doña Milu.
—Ya no tengo vanidad, hijita. Ni vanidad ni reloj, desde que el mío se rompió y Roque no lo pudo arreglar. Otra vez voy a poder ver la hora. Voy a volver a ser gente, ahora que tú llegaste.
Leonora mete la mano en el bolso:
—Aquí traje una radio a pilas, de transistores, para que usted y doña Tonha puedan oír música, don Zé.
—¿Pero por qué te has molestado, moza? ¿Una radio? Tonha se va a poner muy contenta, ¿no? Se la pasa pidiéndome una…
Tonha está de acuerdo, contentísima, ¡la había deseado tanto! Es cierto que una vez se había atrevido a insinuar la compra de una de las más baratas, primera y única insinuación, ya que se había ganado un buen reto: ¿Pretendes que desperdicie el dinero que mi hija me manda? ¿Y si nos enfermáramos? ¿Y cuando muramos? ¿Crees que alguien nos va a pagar médico y remedios, cura Y cementerio? No me pidas que tire el dinero. ¿Te has vuelto loca?
Nora misma coloca las pilas en el pequeño aparato. Irrumpe el sonido de un samba, cortina musical de una estación de Feira de Santana.
—Es más grande que la nuestra… —susurra Elisa a Asterio. A lo mejor papá nos la quiere cambiar y quedarse con la de ellos, recibiendo la diferencia en plata. Tieta pagó nuestra parte de los gastos y, separando lo de Osnar, con el sobrante podemos.
No será necesario el cambio ya que Antonieta sacó de la valija un imponente aparato, sofisticado, con una cantidad impresionante de botones, varias frecuencias de onda, antena embutida y lo entrega a la hermana: Para ti y para Asterio, es japonesa, lo mejor que hay.
—¡Por Dios! Tieta, ¡esto es demasiado! —Elisa la cubre de besos, agradeciendo la radio y el perdón.
Doña Carmosina le confirmó que ya había aclarado el asunto de la muerte de Toninho, no te preocupes dónde y cuándo, no pienses más en eso.
¿Viene con pilas? Quiero oírla ya mismo.
—Deben de estar colocadas. También funciona con electricidad. Esta billetera, Asterio, es para que guardes lo que ganas al billar. Y aquí hay otras pavadas para ti, Elisa.
Un equipo completa de cosméticos. Cremas Y. pinturas, todos las productos de maquillaje, cuántas cosas, ¡Dios mío! ¡Me voy a desmayar! ¡Qué lindo colorete! nunca había visto uno así. Pruébate ese rouge luminoso, recomienda Leonora. En la radio, se suceden estaciones de Bahía, de Río, de Recife transmitiendo a todo el mundo, de São Paulo y, cambiando de onda, ¡fíjate! los cinco continentes a tu alcance —¡qué idioma más extraño es éste! Parece ruso, pero es Radio Belgrado. ¿Belgrado es la capital de qué país? De Yugoslavia, enseña doña Carmosina.
Así fue, con música, risas, besos, la fiesta de aquella noche. ¿Cómo pudo adivinar el gusto y el deseo de cada uno? ¿Cómo sabe de las hazañas de Asterio en el billar? ¿Y los sueños de Cardo con esa caña de pescar con carrete, hilos de nylon y carnada artificial? ¿Cómo adivinó? Doña Carmosina sonríe al oír la misma pregunta, sin respuesta: inspiración divina. A Peto le trajo cualquier cosa menos libros de estudio, es un vago que le encanta tirarse al río Y nadar, jugar a la pelota en la calle con los chicos, ir a los partidos de billar; va a cumplir trece años y todavía está en la escuela primaria. A Peto le tocó un equipo de hombre rana: visor, arpón y patas. A los dos jóvenes, Leonora les trajo llaveros con la imagen del Rey Pelé. A Asterio una corbata. Una mantilla gris de Leonora para Perpetua. Para Elisa, un moderno anillo, de fibra de vidrio con una enorme piedra color ámbar que fue la sensación de la noche. El último grito en la calle Augusta de la capital paulista, igual a los de Antonieta y Leonora, que sólo son de otro colar. Nora va a buscarlos. El mío está en el alhajero, encima del toilette, avisa Tieta. Alhajero, ¡qué bien suena a los oídos de los parientes! Leonora exhibe los dos anillos, verde esmeralda el suyo, blanco esfumado el de Tieta. Creaciones de un artista famosísimo, Aldemir Martins, sus cuadros valen millones. Muy amigo del comendador, Tieta lo conoce y conoce a mucha gente importante de São Paulo, industriales, políticos, comerciantes, artistas y escritores. Menotti del Picchia frecuenta su casa. Doña Carmosina, lectora de As Máscaras y de Juca Mulato, quiere saber algo del poeta, si es tan romántico en persona como en su poesía.
Ya está medio «pasadito», pero vive rodeado de mujeres lindas, todavía no perdió las ganas, cuenta Tieta.
Nadie piense que Tonha fue olvidada por ser madrastra. Además de la radio, le toca una pollera con una blusa, traídas por Tieta; un collar azul y lila, recuerdo de Leonora. Ni sabe agradecer, se enjuga los ojos, hace tanto tiempo del último regalo…, fue una hebilla para el pelo, comprada por el Viejo en la feria. Todavía la usa, las cosas duran en sus manos.
Para doña Carmosina, collar, pulsera y anillos de fantasía, un distinguidísimo conjunto. ¿Te gusta en serio? Tieta quiere saber. Me encanta. Le encantó también la esferográfica con tanques de distintos colores: gracias, Nora, considérame para siempre tu amiga. Para que doña Milu no se aburra, una caja con dos mazos de cartas, de plástico, lavables y un chal italiano para la cabeza. Hasta a la pequeña Araci, que espiaba desde la puerta de la cocina, le trajeron un prendedor, en forma de corazón, para su vestido dominguero. Alguna que otra vez en la vida, va a la matiné.
Una custodia para la iglesia, ven a ver, Perpetua. ¿Te parece que al padre le va a gustar? ¡Qué pregunta! Una cosa tan linda te debe de haber costado un platal. No fue barato, pero tampoco tan caro como imaginas. Para redimir mis pecados… —Tieta se ríe, echa la cabeza hacia atrás, Ricardo no puede imaginar que sea pecadora. ¿Qué santa reúne alegría y devoción?
Listo, se acabaron los regalos. Todavía no, falta el portarretratos de plata donde Perpetua va a poner la foto del Mayor en uniforme de gala de la Policía Militar. La viuda pierde el habla, hace un gesto, Ricardo entiende y va a buscar el retrato guardado bajo siete llaves, en el escritorio. Ahora, enmarcado en plata, sobre la mesa, con la sonrisa perenne (la sonrisa bestial del Mayor, según dice Aminthas, haciéndose el gracioso), la franca fisonomía, sólo le falta su vozarrón. Perpetua mira largamente al finado: el esposo siempre había hecho lo que ella y los hijos querían. Tieta había logrado conmoverla, una lágrima brota de sus ojos de garza, su primera lágrima genuina después de la muerte del Mayor. Perpetua se enternece, eleva su voz chillona:
—Era muy bueno. No pienso casarme nunca más. Mi naturaleza es… —busca la palabra— áspera. El padre Mariano dice que yo no sé qué es misericordia. Antes de casarme con Cupertino, sólo hice el mal pensando hacer el bien. Quiero que tú, Antonieta me…
Doña Carmosina abre sus pequeños ojos llenos de asombro. Perpetua va a pedir perdón a su hermana, hecho inaudito. Pero Tieta corta la frase:
—Todo eso ya pasó, Perpetua. Yo tampoco merecí al hombre tan bueno que tuve a mi lado y que hizo de mí lo que soy. No lo demuestro, pero siento su ausencia. Lástima que el Mayor, haya muerto antes de darnos tiempo para conocerlo. Pero quedaron sus hijos. —Extiende los brazos—: Vengan acá, mis amores, besen a esta vieja que tienen por tía.
Queda tan gracioso, el mayor con sotana, medio desarreglado… El menor, es astuto, vivo, es un malandrín. El beso de Ricardo apenas le roza la cara, el del pequeño es cálido, ya tiene malicia.
DEL CAMISÓN, DE LA CAMISOLA, DE LA JARRA CON AGUA Y DE LA ORACIÓN.
Había cumplido la promesa cuando estaba en el seminario, durante la semana de los exámenes, después de recibir carta de Perpetua con novedades: la buena salud de la tía y los proyectos del viaje. Había habido muerte, pero del comendador. Durante siete noches se había castigado de rodillas sobre granos de trigo, obtenidos en la despensa y había adquirido el hábito de rezar un avemaría por la salud de la anciana tía, casi abuela de tan vieja.
La vida es una caja de sorpresas, afirma don José en los sermones dominicales y le sobra razón. Ricardo se quedó embobado cuando vislumbró a la tía Antonieta en la puerta de la «marineti», de anciana y abuela nada tenía. Ni parecía viuda, no se había puesto luto. Una cabellera rubia que sobresalía del turbante y caía sobre sus hombros, el cuerpo insinuante bajo la blusa colorada y el pantalón vaquero, despertaban exclamaciones. No sólo el grito, el viva de Bafo de Bode ¡qué indecencia! Ricardo había oído igualmente el comentario de Osnar, en voz baja, dirigido a Aminthas:
—¡Está hecha un pedazo de mujer! ¡Qué ubres! ¡Qué traste! —Elevaba la voz—: Una fruta madura, capitán Asterio, felicitaciones por la cuñada. —Osnar distribuía títulos militares entre sus amigos. Don Manuel era almirante, doña Carmosina, coronela de Artillería Pesada.
Era gracioso: no se había desilusionado ni frustrado con el brusco cambio de la imagen concebida. Ricardo se sorprende pensando en eso mientras se saca la sotana, se pone el camisón, se arrodilla para sus oraciones y agradece al Señor que haya hecho que la tía adivinara cuál era el regalo que quería. Había escondido la caña de pescar para impedir que Peto fuese el primero en usarla, el hermano no tienen ningún respeto por la propiedad ajena, es un anarquista. Reza el avemaría por la salud de la tía, que bien la merece.
Se extiende en la hamaca. La luz prendida en la alcoba ilumina el corredor que pasa por el escritorio, tía Antonieta había ido al baño, En lugar de una abuela, de una viejita, se había encontrado con una verdadera tía, alegre, flamante, y él que la había imaginado más vieja que su madre. ¡Qué absurdo! Ricardo le había oído decir su edad a Barbozinha: Cuarenta y cuatro, mi poeta. Acá no lo puedo esconder, todos lo saben. Hace veintiséis años que me fui, recién había cumplido dieciocho. En São Paulo confieso treinta y cinco, ¿parezco más?
Sabía que su madre se quitaba edad. Devota y exigente, no admite mentiras y, sin embargo, en el momento de revelar su edad… La verdadera está en la libreta de casamiento, guardada en el escritorio junto con las escrituras de las casas, el título del padre, su libreta de enrolamiento, los honores en las órdenes de servicio. La tía no necesita negar porque es linda. Linda no es el término adecuado, Ricardo piensa en la palabra exacta: lindísima. Todo en ella es grande y vistoso. ¿A qué santa se parece? A ninguna de las conocidas, ni a Santa Rita de Casia, ni a Santa Rosa de Lima. Tía Elisa, cuando está melancólica, le hace recordar a Santa María Magdalena. La madre, siempre de luto, es Santa Helena, con vestido negro de viuda y velo gris. Pero la fuerza que emana de la tía, ¿quién de ellas la posee? Ni bien llegó, empezó a mandar. Por ser rica y generosa, claro, pero no es sólo por eso. Hay otra cosa, indefinible, que impresiona a Ricardo y que se impone, pero no sabe explicarse qué es. Él la ve enmarcada por un halo luminoso, como a ciertos santos. ¿Santa? Por la bondad, por la grandeza de su alma, pero ella exhibe otros atributos, carnales. Humanos, carnales no, maldita palabra, los pecados carnales se pagan en las llamas del infierno durante la eternidad.
Oye pasos en el corredor, es la tía que vuelve del baño. Antes que ella, llega su perfume, el mismo de los sobres, que se desprende a cada paso y le anuncia su aproximación. Menos mal que el padre confesor le dijo que no hay pecado en el perfume de la vieja tía. ¿Vieja? Madura.
Fruta madura había sido la expresión usada por Osnar para definirla, En el momento de la llegada, Cardo había pensado que todo el palabreo del vividor era una falta de respeto. Pero ahora, al oír los pasos de la tía, al sentir su perfume, la comparación con una fruta madura, llena de jugo, en la plenitud de su fuerza, le parece correcta, no ve falta de respeto, ni grosería, ni pecado. Grosería era compararla con las cabras, eso sí. Osnar no tiene salvación.
Antonieta sostiene la jarra esmaltada llena de agua. En la sombra del corredor pisa la punta de su larga robe, tropieza, vacila y casi se cae. Ricardo llega justo a tiempo para sostenerla y agarrar la jarra, que lleva a la alcoba.
—Gracias, mi amor. —Con una sonrisa traviesa, mide a su sobrino, cubierto por ese enorme camisón—: ¿Todavía duermes con camisón?
—El año que viene, voy a pasar a la división de los mayores y dormiré con pijama… —explica orgulloso—. Pero mamá sólo me lo va a comprar cuando vaya al Seminario.
Debajo de la bata semiabierta, el corto camisón rosa revela, más que esconde, las curvas de la tía, Ricardo desvía los ojos, deja la jarra en el lavatorio.
—Trae el lavatorio y pon un poco de agua —pide Antonieta, sentada ante el espejo del toilette; frente a ella hay diversas cremas, frascos con líquidos de colores, algodón, una exageración de botellitas y potes. Tía Elisa no tiene ni la mitad y la madre no se pinta desde que el padre murió.
Vuelca el agua y se dirige hacia la puerta. La tía sigue sus movimientos:
—¿Te vas sin pedirme la bendición?
—La bendición, tía. Que Dios le dé una buena noche. Agrega: —Gracias por la caña de pescar.
—Así, no. Más cerca y con un beso.
Cardo le besa la mano, ella toma la cabeza entre las manos y le da un beso en cada mejilla. El perfume sube de sus pechos. Sin querer, Ricardo los vislumbra, o los adivina debajo del camisón. Ubres, había dicho Osnar.
Se acuesta en la hamaca, la luz permanece prendida en el cuarto de la tía, que está sacándose el maquillaje, un haz de luz entra en el escritorio por la rendija de la puerta. Ricardo, de fácil dormir —apenas se tira en la cama sus ojos se cierran—, hoy no lo consigue. Extraña la hamaca, ¿quién sabe? ¡Qué confusión, cuando vio a la tía en la puerta de la «marineti», tan diferente de la imagen concebida en el momento en que anunciaron su muerte! Lo mejor es rezar. Baja de la hamaca, se arrodilla, cruza las manos, Padre Nuestro que estás en los cielos. Su pensamiento está en Dios, alabado sea.
DONDE PERPETUA, ATENTA CUÑADA, SE OCUPA DEL ALMA DEL COMENDADOR MIENTRAS TIETA Y LEONORA, CON ELEGANTES Y TRANSPARENTES MODELOS, ENTUSIASMAN AL PUEBLO, Y ASCANIO TRINDADE EXPLICA EL PROBLEMA DE LA LUZ ELÉCTRICA.
Por la mañana, durante el abundante desayuno —inhame, aipim, fruta-pão, banana frita, cuscuz de puba que mandó doña Milu—; ¿cómo mantener la silueta y no engordar? Perpetua comunica los horarios de la misa por el alma del comendador y de la entronización; la misa, el sábado a las ocho, la entronización el domingo a las once. Antonieta se alarma: si no frena a la hermana mayor, pasará las vacaciones en la iglesia, adiós proyectos de playa, de paseos.
—¿Misa? Ya mandamos rezar una en São Paulo, en la iglesia da Sé. Al séptimo día, al mes. Fueron varias.
—No importa, cuánto más, mejor para su alma. ¿Cómo quedaríamos si no mandásemos rezar ni una misa? ¿Elisa, el Viejo, yo? ¿Qué diría todo el mundo? Un comendador del Papa, un noble dentro de la iglesia; justo hoy, el padre Mariano repitió: tenemos que cuidar su alma. Hizo un montón de elogios de ti. Por la custodia.
—¿Ya estuviste hoy con el padre? ¿A qué hora?
—No me pierdo la misa de las seis. Ni yo ni Ricardo, cuando está aquí. Es él quien ayuda.
Ricardo aprovecha y pregunta si se puede sacar la sotana, ponerse el traje de baño e ir al río, para probar el carrete. Antonieta se adelanta:
—Claro que puedes. Ve a jugar. Vuelve para la hora del almuerzo.
—Gracias, tía. —Sale rápido antes de que la madre proteste.
—Es un encanto tu hijo, estudiando de cura; todavía no me acostumbré a la idea. De día con sotana, de noche con camisón. ¡Tan grandullón, Perpetua! Le voy a regalar un par de pijamas.
—Los va a empezar a usar cuando vuelva del seminario. Hice una promesa a la Senhora de Sant’Ana: si un día, Dios me daba un hijo, sería cura. Ricardo fue el primero, le pusimos el nombre del abuelo, el padre del Mayor. Le gusta estudiar, tiene temor a Dios, estoy contenta con él.
Tieta insiste en el asunto de la misa:
—¡Qué fastidio! Yo había pensado pasar el fin de semana en Mangue Seco, mostrarle la playa a Leonora y ver si elijo un terreno para comprar. Iba a arreglar con el comandante, ni bien llegamos él nos invitó.
—Yo también voy, tía. —En traje de baño, mientras sostiene las patas de rana y el visor, Peto espera a su hermano.
—Este sábado no va a poder ser. No puedes faltar a la misa. Ni a la entronización, fuiste tú quien me regaló el Sagrado Corazón. ¿Cómo se te ocurre? Son cosas santas, más importantes que la playa y el baño de mar —insiste Perpetua.
Antonieta se controla y traga su mal humor. También, la idea de venir cargada de trofeos religiosos fue suya, ella que nunca fue a misa ni a la sacristía. Culpa de Carmosina: Perpetua tiene una «Última Cena» en el comedor, si le trajeras un Corazón de Jesús para la sala, la muy beata va a quedar loca de contenta. No olvides el recuerdo para la Matriz: al padre Mariano sólo le faltó canonizarla en su epitafio. Por seguir los consejos de Carmo, ahí está el resultado: una indigestión de iglesia. Había llegado soñando con la playa de Mangue Seco, ¡mierda! Se traga también la mala palabra.
Con shorts, Leonora muestra sus largas piernas, sus modelados muslos, su blusa está sujeta debajo de los pechos y muestra el ombligo (¡ay! esas costumbres de São Paulo, ¡los chicos van a perder la virginidad por los ojos! Perpetua toca con los dedos las cuentas del rosario que está en el bolsillo de su falda. Leonora sonríe y calma a Tieta:
—Otro día vamos a la playa, madrecita. Doña Perpetua tiene razón, la misa es más importante. —Sonríe a Perpetua—: Mi, madrecita se pasó todo el viaje hablando de Mangue Seco. Pero la misa es sagrada.
Muy bien, así habla una buena hija, aunque sea paulista, poco atenta al rigor del luto, a los prolongados ritos de la muerte, tan rígidos como obligatorios en Agreste. Si Leonora se vistiese con decencia, Perpetua se lo pasaría elogiándola. ¿Qué necesidad tiene de mostrar el ombligo? ¿Qué tiene de lindo un ombligo? ¡Por amor de Dios! Tal vez Peto pudiese responder, pues su ojo apreciador va y viene, de los muslos al ombligo, y a la barriga tan bien torneada.
—Tienes razón, Nora. Sigo siendo cabeza dura como una cabra vieja. Cuando quiero una cosa, no veo los obstáculos. El otro fin de semana iremos a Mangue Seco.
Llevadas por Ricardo —ponte la sotana, acompaña a tu tía— fueron esa tarde a conocer la casa de Elisa. Rancho de pobre, hermana, y el alquiler carísimo. ¿Caro? Si fuese en São Paulo… Allá sólo los multimillonarios viven en casas, los demás están amontonados en departamentos o en conventillos, como sardinas en lata. En compensación, hay cada departamento tan maravilloso, ¿no? El de ustedes, cuéntame… Después, con tiempo, ahora nos tenemos que ir. Pero antes comerán una fruta, un dulce, tomarán una copita de licor, si no, me ofendo. Dulce de araçá, es delicioso, y se hace tan poco… Licor de jenipapo[21]. ¡Cuánto voy a engordar, Dios mío! Glotona, volviendo a sus costumbres de infancia, Tieta repite la porción.
En la calle, se encontraron con Ascanio Trindade. ¿Por casualidad o a propósito dejó la Municipalidad a la buena de Dios? ¿A dónde quieren ir? Hay un lindo paseo: allí adelante, el río se ensancha y forma una pequeña cuenca, donde se dan cita las lavanderas, un lindo lugar, se llama Bacia de Catarina, el nombre ciertamente debe de haber sido puesto por un literato, antepasado de Barbozinha. O por él mismo en otra encarnación. Hoy no, tienen que ir a la Agencia de Correos a visitar a doña Carmosina. ¿Van al Areópago? ¿A dónde? Areópago, es el sobrenombre que Giovanni Guimaraes, un periodista de la capital, puso a la Agencia de Correos, cuando estuvo en Agreste: allí se reúnen los sabios. ¡Qué grandioso! Estalla la risa de Leonora como un cristal que se rompe en las calles de Agreste.
Breve parada en la puerta del cine para decir buenas tardes al árabe Chalita —¿todavía se acuerda de mí? ¿Quién puede olvidarte Tieta? Helado de mangaba, Leonora no lo conoce, vas a ver qué rico es. Hoy es gratis, regalo de la casa; el árabe se cobra paseando la vista por Tieta y la joven. Se recrea con la visión de mil y una noches bajo el transparente tejido de los modelos, iluminados por un rayo de sol. ¿Combinación, enagua? Eso ya no se usa, son piezas de museo. ¿Corpiño? Para qué, si los pechos son firmes, no necesitan un armazón de entretela que los sostenga. ¿Bombacha? Un minúsculo tapa-sexo alcanza. Viva la civilización y vuelvan siempre, suplica el árabe progresista.
Solteronas y jovencitas se asoman a las ventanas, para ver mejor, observan cada paso, cada gesto, critican los vestidos. ¿Tendrías coraje para usar eso? Yo creo que no. Yo lo tendría, si mamá me dejase. Tieta había traído una minifalda para Elisa, quien todavía no se animó a estrenarla. Alborozo en el bar, los buitres en la puerta, desnudándolas. Hasta don Manuel larga el mostrador, también él es hijo de Dios. Leonora se ríe de todo, van sueltos su sonrisa y sus cabellos; Ascanio recoge por la calle los pedazos de cristal, se acuerda de un verso oído no sabe dónde—: rubia como un trigal maduro. Se entera de la postergación de la visita a Mangue Seco y es invitado a la misa por el alma del comendador. Tieta lo deja a su elección:
—Si no quiere, no vaya. Eso de dar misa por un finado se hace por obligación. Además, Felipe odiaba todo lo que oliese a muerte, difunto, cementerio, misa de séptimo día. Yo, por mí, iría a Mangue Seco. Pero Perpetua protesta, paciencia.
Ascanio no aprueba ni desaprueba, en esas divergencias de opiniones entre hermanas no se mete, pero sobre la misa, opina:
—¿El domingo próximo? Iré, sin falta. Ya estaré de vuelta.
—¿Va a viajar? —Leonora se sorprende.
—¿A dónde? —se interesa Tieta.
—Voy a Paulo Afonso por el problema de la luz eléctrica. Están instalando luz de la Hidroeléctrica en los municipios de toda esa zona del Estado, sólo dejaron de lado tres ciudades, una de ellas es Agreste, una discriminación sin justificativo, según mi modo de pensar. Quiero ver si consigo que vuelvan atrás y que nuestro municipio entre en la lista de los beneficiados. Mandé oficios a medio mundo, sin resultado. Algunos ni fueron respondidos. Directamente decidí ir, a hablar con el director de la usina. Tal vez, cara a cara, lo convenza y termine con esta injusticia.
—¿Tardará mucho? —La pregunta de Leonora es una petición: no demore, vuelva pronto, le estoy esperando. Es lo que dicen sus ojos.
—No, sólo dos días. Tomo la «marineti» mañana y mañana mismo voy de Esplanada a Paulo Afonso. Me quedo todo el día allá y pasado mañana, o sea el jueves, estoy de vuelta. Tal vez con buenas noticias para Agreste.
—Me gusta la gente decidida, como usted. —Tieta apoya—: Vaya, pelee y convenza al tipo, traiga esa luz que Agreste tanto necesita.
—¡La va a conseguir! —Leonora se exalta—: ¡Voy a hacer fuerza por usted!
—Si ya iba dispuesto a pelear, ahora mucho más.
Ascanio se siente armado caballero andante, que parte para el campo de combate bajo la inspiración de su Dulcinea. Al volver victorioso, después de convencer a los fríos y distantes, directores y técnicos de la importancia histórica y de las posibilidades turísticas de Agreste, tarea difícil, ardua batalla, colocará a los pies de Leonora el trofeo conquistado: la refulgente luz de la Hidroeléctrica en reemplazo de la débil iluminación actual debida al motor instalado por su abuelo, Francisco Trindade, cuando era intendente, en los tiempos de Maricastaña.
Leoncio, exsoldado de la Policía Militar, excombatiente, actualmente paisano y rengo —por un tiro casual, hace varios años— funcionario municipal, comodín para todo trabajo, de barrendero a mensajero, de guardián a jardinero, aparece en la esquina, arrastrando su pierna: en la Municipalidad están llamando a Ascanio Trindade.
—Discúlpenme, pero necesito ir. Ya sé de qué se trata, hasta luego.
—Hasta el jueves, ¿no? Le esperamos —dice Leonora, con tiernos ojos.
—Hasta el jueves, pero si me permiten, esta noche paso por lo de doña Perpetua para despedirme.
—No tiene que pedir permiso, vaya siempre que quiera, —invita Tieta.
—Venga sin falta —refuerza la joven.
De la esquina de la Plaza, Ascanio se da vuelta, Leonora levanta la mano para saludarlo. Él responde. Tieta se divierte:
—Ya conquistaste a la Municipalidad, ¿no, cabrita? Simpático el muchacho.
—Un amor… —resume Nora, con voz ensoñadora.
DE LA CONTAMINACIÓN Y DE LOS OBJETOS NO IDENTIFICADOS, CAPÍTULO MUY JUGOSO O LA VISITA AL AREÓPAGO.
En la puerta de la Agencia de Correos y Telégrafos, doña Carmosina extiende los brazos para dar la bienvenida:
—Entren, chicas, las estaba esperando.
El comandante Darío se levanta para saludar a las paulistas, vuelve en seguida a la lectura de la noticia que apareció en la primera página de A Tarde y comenta indignado:
—No es posible que el gobierno permita semejante absurdo. Los directores de una fábrica igual a ésa, igualita, por producir dióxido de titanio, fueron condenados a la cárcel, en Italia. El juez, todo un macho, metió a todos en la cárcel.
—Explíqueme, comandante. ¿Fábrica de qué?
—Estoy leyendo en el diario, que acaba de ser constituida en Río de Janeiro una empresa destinada a montar una fábrica de dióxido de titanio en el Brasil. Es una monstruosidad.
—¿Por qué? No entiendo.
—Es la industria que produce más contaminación que se conoce. Basta con decirte que sólo existen seis fábricas de ese tipo en todo el mundo. No hay ninguna en América, ni del Norte, ni del Sur. Ningún país quiere tener esa desgracia dentro de sus límites.
—¿Es así? ¿En serio?
Doña Carmosina interviene:
—Trae el recorte de O Estado para que lo lea Tieta. O Estado de São Paulo, diario de tus tierras —se ríe del chiste—, publicó un artículo contando que un juez de Italia condenó a la cárcel, por crimen de contaminación, a los directores de una fábrica de ésas.
—¿Por crimen de contaminación? Es lo que hay que hacer en São Paulo: meter presa a un montón de gente, antes de que terminen con la ciudad.
—Lo peor —agrega el comandante— es que el diario adelanta que las autoridades no van a permitir la instalación de la fábrica en el sur del país. Quieren instalarla en el nordeste. Siempre es así: lo bueno queda en el sur. Para el nordeste, las sobras.
—Es qué en São Paulo, comandante, la contaminación ha llegado a un punto que nadie la soporta.
—¿A dónde iremos a parar? Por suerte, nuestro pequeño paraíso privado, Agreste, está lejos de todo eso…
Leonora aprovecha para elogiar:
—Mi madrecita siempre me hablaba de lo lindo que era todo aquí, pero nunca pensé que fuese tanto. ¡Es una maravilla!
—Todavía no has visto nada… —doña Carmosina se infla—. Agreste, en materia de paisajes, no se compara ni con Suiza. Cuéntame, después de ir a Mangue Seco.
—¿Cuándo van a Mangue Seco? Laura y yo queremos que se queden con nosotros en la Toca da Sagra —propone el comandante.
—Muchas gracias. Acepto, hasta que compre el terreno y levante mi techo. Va a ser bien pronto —responde Tieta—. Habíamos pensado ir este sábado a pasar el domingo. Pero Perpetua mandó dar una misa para Felipe y va a entronizar el Sagrado Corazón de Jesús, en la sala.
—Tieta trajo para Perpetua, un Sagrado Corazón que no tiene igual. Puede ser que haya otro en Bahía, pero lo dudo —cuenta doña Carmosina.
—Hoy a la noche lo veré, pienso ir con Laura, será una visita de bienvenida. Respecto de Mangue Seco, la casita está a sus órdenes para cuando quieran. Allá siempre es domingo.
El grupo aumenta con la llegada de Aminthas y Seixas. Los ojos golosos traspasan la transparencia de los largos caftanes de las dos elegantes.
A Seixas sólo le falta babearse. Aminthas pregunta al comandante:
—Maestro Darío, ¿qué historia es esa que andan contando por ahí? Me dijeron que apareció un plato volador en Mangue Seco, todo el mundo lo vio.
—Lo supe por los pescadores. Algunos aseguran que han visto un objeto extraño y ruidoso sobrevolando la playa y el cocotal. Pensé que había sido un avión pero ellos juran que no, ya han visto pasar muchos aviones, no se pueden equivocar.
—Deben de ser los amigos de Barbozinha, que llegan del otro mundo para visitar a nuestro poeta. El dice que se comunica por telepatía con todo el espacio.
—Te burlas de Barbozinha, pero él es sincero en todo lo que dice. Cree piadosamente en esas cosas —doña Carmosina lo defiende.
—Un hombre tan inteligente… —Seixas lo zahiere.
—Para mí —Aminthas se divierte— lo que vieron los pescadores fue el reflejo de alguna lancha de contrabando… esa historia del plato es pura invención.
—No —contesta Darío—. Los pescadores no son tontos y ¿por qué me iban a querer engañar? Estoy harto de los contrabandos y siempre ocurren de noche. Algo vieron y oyeron. Qué, no sé, pero bien podría ser un plato volador. ¿O no crees en su existencia? Yo creo. No en los espíritus de Barbozinha, pero si en seres de otros planetas. ¿Por qué encontraríamos vida y civilización sólo en la Tierra?
La pequeña Araci llega corriendo:
—Doña Antonieta, la señora Perpetua está llamándola, a usted y a la señorita. El señor Modesto y doña Aída han ido de visita.
—Qué lástima, la charla estaba interesante. Vamos Leonora. Vayan, esta noche. Hasta luego, comandante. Carmo, no faltes.
Bajan a la acera y echan a andar por la calle. El sol del atardecer ilumina a las dos mujeres, lame sus cuerpos y los revela dorados y desnudos, como si la luz del crepúsculo hubiese disuelto el vaporoso tejido de los caftanes, fascinante moda importada de las tierras de fantasía y sueño, donde nació Chalita.
DE VISITAS Y CHARLAS, DONDE LEONORA EXPRESA INESPERADO DESEO.
A la noche, la sala está llena de visitas. A pedido de Tieta, Peto había encargado un voluminoso cargamento de cerveza, guaraná, Coca-Cola. La tía Antonieta es el nuevo ídolo de Peto, acabó con los muchachitos del cine, los héroes de las tiras cómicas. Sabino, en el patio, rompe una barra de hielo enviada por Modesto Pires, el de la notaría. A orillas del río, Sabino fue el único que pudo pescar con la caña nueva, utilizando el carrete. Le trajo todos los pescados a Tieta. Cardo y Peto llegaron cargados de pitús[22].
A partir de la sensación causada por la moda de São Paulo, las pelucas, la transparencia de los géneros, los pantalones ajustados, las sandalias, la conversación se extiende sin compromiso alrededor de los más diversos temas.
Perpetua no está de acuerdo con caftanes transparentes, pantalones apretados que modelan el traste, shorts que muestran los muslos, blusas atadas bajo los pechos, ombligos en exhibición, condena la indecencia que invade el mundo:
—Me pueden decir anticuada. Que lo use una chica soltera, a la moderna, vaya y pase… —extrema concesión hecha a Leonora—. Pero una mujer casada, no me parece decente. Mucho menos viuda y que me disculpe Antonieta. Si yo fuera Asterio no dejaría que Elisa usara la minifalda que le trajiste.
—Te has estancado en el pasado, querida. —Antonieta se larga a reír.
—Todo Agreste vive en el pasado. Ascanio Trindade culpa a la apatía, responsable de la lengua de las beatas. Hasta un hombre que ha viajado tanto como el comandante, está en contra del progreso. Cuando yo le digo que el turismo es el medio de levantar la economía del municipio, me pone mala cara.
—En contra del progreso, no, mi amigo. No confunda las cosas. Estoy a favor de todo lo que sea útil a Agreste, pero estoy en contra de todo lo que pueda robarnos la tranquilidad, esa paz que no hay quien pueda pagarla. Nada tengo en contra de la minifalda, siempre y cuando la persona que la use tenga condiciones para ello. No le quedaría bien a una mujer de cierta edad.
—¿Por ejemplo? —desafía doña Carmosina.
—Puedo dar el ejemplo de dos lindas señoras aquí presentes: Laura y Antonieta. A mi modo de ver, ya pasaron la edad.
Doña Laura nunca había pensado en minifaldas, pero amenaza al marido, para hacer una broma:
—Darío, ¡no sabía que entendías tanto de minifaldas! Parecería que has visto muchas… Voy a pedir prestada la de Elisa y me voy a desfilar por ahí, ya vas a ver.
—Para mí, no es cuestión de edad sino de físico. La minifalda no va con mi cuerpo, estoy demasiado redonda. —Tieta se lamenta.
Barbozinha, mientras fuma su pipa, casi siempre apagada, la consuela:
—Tienes tipo clásico, Tieta. La belleza suprema, Venus, era así. No soporto esos esqueletos que andan exhibiendo huesos. No me refiero a usted, Leonora. Usted es una sílfide.
—Gracias, don Barbozinha.
—Desgraciadamente, poeta mío, nadie piensa ya como tú. Eres mi único elector. —Tieta se vuelve a Ascanio—. ¿Te parece que es posible hacer turismo en Agreste?
—¿Y por qué no? Ya fueron hechos los exámenes que prueban que el agua es medicinal, Modesto Pires mandó las muestras a su yerno, que es ingeniero en la Petrobrás[23]. Los resultados fueron formidables; si quieres ver, tengo una copia en la Municipalidad. Modesto Pires está estudiando la posibilidad de embotellarla. El clima, como se sabe, cura cualquier enfermedad. Y en materia de playas, ¿dónde hay otras más lindas?
—Eso es verdad, playa igual a la de Mangue Seco, no vi en ninguna parte. Copacabana, las playas de Santos, no tienen nada que hacer. Pero con eso… en fin, no digo nada, no quiero matar tus esperanzas. Sin embargo, hace falta mucha plata, muchísima…
—Ya le dije a Ascanio: mientras nosotros vivamos deje Mangue Seco en paz… —resume el comandante.
—Voy a comprar un terreno allá, para hacer una casita de veraneo. Ése fue uno de los motivos de mi viaje: adquirir un terreno en Mangue Seco y una casa aquí en el pueblo, quiero terminar mis días en Agreste. Mientras tanto, papá y Tonha se quedan en la casa y de paso la cuidan. Vine por eso y para sacar a esta pobre de la contaminación que es São Paulo —señala a Leonora—. Anémica como es y en esa podredumbre.
—¿Es verdad lo que dicen los diarios, Tieta? ¿La contaminación en São Paulo es intolerable?
—Es una cosa terrible. Hay lugares, en las zonas más afectadas, donde los chicos se mueren y los adultos quedan ciegos. Pasamos días y días sin ver el color del cielo.
—A pesar de todo esto, es allí donde me gustaría vivir. —Elisa desafía.
Tímida, con voz suave, Leonora la contradice:
—A mí yo anhelo vivir aquí. Si pudiese, no me iría nunca más. Aquí respiro, vivo, sueño. Allá no, allá se trabaja día y noche, noche y día. Se trabaja y se muere.
Ascanio tiene ganas de pedir: repita esas palabras, son gotas de miel. ¡Ah! si por lo menos ella fuese pobre…
Estaba tan absorto contemplándola, que no se da cuenta del debate acalorado y filosófico, lleno de entusiasmo, que se traba entre doña Carmosina, Barbozinha y el comandante Darío sobre el objeto no identificado, visto por los pescadores, cuando sobrevolaba las dunas de Mangue Seco y el interminable cocotal. Barbozinha se exalta, da explicaciones esotéricas, el comandante exhibe una vasta cultura de ciencia-ficción y doña Carmosina se refiere a la ilusión colectiva, fenómeno vulgar. El corte de luz, a las nueve, el repicar de la campana de la Matriz, que manda al pueblo obediente a la cama, interrumpe la discusión, todos se ponen de pie, para despedirse. Pero Tieta rompe la tradición:
—De ninguna manera, no son horas de irse a dormir. Vamos a seguir charlando. Perpetua, manda encender las lámparas: ¿Dónde se ha visto ir a dormir a esta hora? Menos mal que nuestro alcalde va a conseguir luz de Paulo Afonso. Hay que terminar con estos horarios de gallinero. Vamos a tomar otra cervecita o una gaseosa. La charla está tan agradable…
Ascanio se llena de júbilo, todavía alcalde no, sólo un probable candidato. Vuelve a sentarse. Pero el comandante y doña Laura prefieren dejar la charla para el día siguiente y acompañarán a doña Carmosina hasta su casa. Asterio, Aminthas y Osnar llegan del bar.
—Cuidado con el hombre-lobo, prima —recomienda Aminthas a doña Carmosina.
—Métase en sus cosas, mal educado.
De mala gana, Elisa y Peto acompañan al grupo de los somnolientos. Elisa anda con aire de víctima y melancólica; Peto piensa en huir, más tarde, para buscar a Osnar. Había prometido llevarlo de caza y no cumple lo prometido.
Tieta invita a los dos compadres:
—Entren, no se queden ahí en la puerta. Vengan a tomar una cerveza.
Osnar y Aminthas, los trasnochadores, aceptan. Ricardo terminó de encender las lámparas de kerosene de la sala. Perpetua ordena:
—Cardo, ve a dormir. Ya es tarde para ti.
—Buenas noches a todos, que Dios los bendiga. Buenas noches mamá.
Perpetua le da la mano para que la bese, el chico dobla la rodilla en leve genuflexión.
—Buenas noches, tía.
—Ven aquí para que te bese. Nada de besos en la mano. Mi beso, en la mejilla. Dos, uno de cada lado.
Agarra con las manos la cabeza del sobrino endomingado en su sotana, le besa las dos mejillas con besos ruidosos que dejan marca de rouge.
—¡Mi padrecito!
Perpetua también se despide:
—Buenas noches. Pónganse cómodos. La casa es tuya, Tieta.
Ni parece la misma de tan gentil, está irreconocible.
—Tieta está domando a la fiera… —mientras las dos hermanas se dan besos y abrazos, Osnar comenta con Aminthas—. ¿Alguna vez habías visto a Perpetua besando a alguien?
—Perpetua no besa, oscula —rectifica Aminthas.
INTERREGNO DONDE EL AUTOR, EL MUY PILLO, EXPLICA SU POSICIÓN OPORTUNISTA.
Mientras Ascanio Trindade se enamora, mientras Elisa y Leonora sueñan, una con São Paulo, la otra con la paz de Agreste, aprovecho para referirme a la noticia publicada en la columna de A Tarde, leída por el indignado comandante Darío. ¡Pobre Nordeste! exclamó el bravo marino ante la posibilidad de que la contaminadora industria se estableciera en estas regiones, donde ya tenemos sequía y latifundio, el hábito de la miseria, el gusto del hambre y las famosas tinieblas del analfabetismo, antes tan mencionadas, hoy olvidadas: dejando de hablar de ellas tal vez desaparezcan a la luz de los nuevos tiempos. Me parece una exageración antipatriótica tirar dióxido de titanio sobre todo eso. La opinión es de él, con la que, como se verá, hay quien no está de acuerdo, muchos personajes importantes, algunos tan poderosos que me apuro en aclarar mi posición: soy neutral. Me contaron el caso cuando llegué aquí, y lo expongo, sin opinar.
Así, por ejemplo, la empresa que tanto se nombra en la noticia como en el comentario del diario, puede ser la misma que dio lugar a tanta discusión, que dividió al pueblo en dos bandos, pero puede no ser ésa y sí otra, ya que nunca quedó bien aclarado el origen de la sociedad ni el de los directores, de los verdaderos patrones. Como sabemos, el doctor Mirko Stefano, no pasa de ser un testaferro que comanda relaciones públicas y privadas, firmando cheques, abriendo botellas de whisky en alegres ruedas, en la gentil compañía de fáciles y agradables muchachas, encendiendo esperanzas y ambiciones, acariciando y pasando vaselina para permitir la fácil penetración de ideas e intereses.
Apareció una noticia en el diario y no tengo ninguna responsabilidad por su difusión, ni siquiera transcribo el título registrado por la sociedad en causa, ni el de ella ni el de ninguna otra. Si la fabricación de dióxido de titanio hace economizar divisas a los cofres de la nación y crea mercado de trabajo para unos quinientos jefes de familia —quinientos por cinco son dos mil quinientas personas viviendo de la empresa—, ¿cómo acusar de falta de patriotismo a quien coloca su dinero en tal industria y a aquellos que apoyan sus pretensiones? Para probar el patriotismo y el desinterés, no faltan argumentos, de todo tipo y para todos los géneros, inclusive aquel que convenció a nuestro ardiente Leonel Vieira, escritorucho cuya integridad ideológica exigió que el cheque estuviese acompañado de sólidas razones. La fábrica ayudará a la formación del proletariado, clase que, en el día de mañana, con banderas reivindicativas en alto, exigirá la posesión del poder. Un teórico del talento de Leonel Vieira no puede despreciar tal argumento. Como se ve, de todos los tipos y para todos los gustos. Sin dióxido de titanio, no hay progreso.
Tampoco les faltan razones a los que se oponen, pues el vapor de los gases expelidos en el dióxido de azufre, amenaza con destrucción y muerte. «La presencia de SO2 en la atmósfera fabril es altamente peligrosa para la salud de los obreros y de los habitantes que están dentro del radio de dilución del gas», esto leyó el comandante en la noticia del diario. Muerte para la flora y la fauna, muerte para las aguas y para las tierras. Grande o pequeño, es el precio a pagar.
No es que yo esté indeciso: soy neutro, lo que es muy distinto. No me meto en la discusión. ¿Quién soy yo? Un desconocido literato en las restauradas calles de Bahía, (hoy, turísticas atracciones), un enfermo que busca salud en el clima del interior, no me corresponde sacar conclusiones. En esta interrupción, en esta pausa en el relato de la llegada a Agreste de Tieta y de Leonora Cantarelli, mientras Ascanio discute en Paulo Afonso, antes de la misa por el alma del Comendador, en este intervalo, repito, sólo quiero hacer constar aquí una afirmación que, en general, se inscribe en todos los libros de ficción: toda semejanza es mera coincidencia. Sin olvidar otro lugar común: la vida imita al arte. Ciertamente me falta arte, pero no estoy dispuesto a responder a un proceso por crimen de calumnia o a ser agredido por un mandadero de Mirko Stefano, casi siempre melifluo y pegajoso. Pero colérico y violento, si es necesario.
NUEVO FRAGMENTO DE LA NARRACIÓN DONDE, DURANTE EL LARGO VIAJE EN COCHECAMA, DE LA CAPITAL DE SÃO PAULO A LA DE BAHÍA, TIETA RECUERDA Y CUENTA EPISODIOS DE SU VIDA A LA BELLA LEONORA CANTARELLI.
—Fui una glotona comedora de hombres, cuantos más, mejor. Papá tenía muchas cabras, y un solo macho cabrío. Yo era cabra de muchos chivos, montada por éste o por aquél, en el suelo de piedras, en los yuyos, a orillas del río, en la arena de la playa. Para mí sólo contaba el sabor del macho, eso y nada más: acostarme en el suelo y ser cubierta. En la mesa del Viejo, siempre había lo mismo: feijão, fariña, carne seca. El que primero me enseñó a deleitarme con los platos refinados, los que aumentan la gula en vez de saciarla, fue Lucas, en la cama del finado doctor Fulgencio.
Joven médico en busca de trabajo, el doctor Lucas de Lima voló a Agreste cuando se enteró de la muerte del doctor Fulgencio Neto. La viuda lo hospedó en la alcoba, ya que no había vuelto a dormir ahí, desde la muerte del marido. Le mostró el escritorio, las anotaciones del minucioso clínico sobre cada cliente. Hace mucho tiempo, antes de que Judas pusiera los pies en Agreste, había cinco médicos en la ciudad, ganaban bastante dinero, tenían casas y peculio. Habían muerto sin dejar sustitutos. Quedó el doctor Fulgencio, solo, andaba a lomo de mula, en canoa, y muchas veces de noche. La simple presencia del anciano con su valija negra bastaba para aliviar los dolores y curar enfermos. Remedios simples y poderosos: aceite de ricino, Maravilla Curativa, Salud de la Mujer, Emulsión de Scott, Bromil, té de saúco. Y aplicados con economía; el mejor remedio eran las aguas y el aire de Agreste, la brisa del río, el viento del mar. Doña Eufrosina había mandado buscar las valijas del doctor a la pensión de doña Amorzinho. No iba a dejar que un colega del marido pagara hospedaje. Le hizo una gallina de parida, plato preferido del doctor Fulgencio, revuelto de camarones, carne seca con puré de papas. Y a falta de enfermos, bocaditos, dulces y frutas.
Ni Tieta lo pudo atar a aquel mundo saludable y agonizante. Tal vez se habría quedado si la naturaleza, el río, el mar, la playa salvaje hubieran significado algo para él. Su paisaje era otro: noctámbulo y bohemio se lo pasaba en los prostíbulos y cabarets de la capital. Un médico en Agreste no puede ser soltero, debe tener mujer, constituir una familia, no tiene derecho a frecuentar burdeles y entregarse a la juerga.
—Lucas le tenía miedo a la lengua de las chusmas, que lo vigilaban día y noche. Ganas de agarrarme, no le faltaban. Pero no en la orilla del río o en una arriesgada huida a Mangue Seco. Cuando me enteré de que dormía en la alcoba, en la cama del doctor Fulgencio, me reí y le dije: deja la ventana abierta. Saltar la ventana sin ser vista, sin hacer ruido, era cosa fácil para mí.
Antes de que Lucas se diera cuenta, Tieta estaba en la cama, extendida en el colchón de lana, hundiéndose. Blando, no tenía la solidez del piso. Ella abrió las piernas para ser montada.
—Quería ser cubierta, no sabía hacer otra cosa. Cuando él empezó a tocarme con sus manos, a besarme con su boca por todo el cuerpo, a incitarme con la punta de la lengua y su aliento caliente, quise impedirlo, no entendía nada. Con él aprendí los secretos y misterios del placer, en la cama del doctor y doña Eufrosina, la de las salsas y los condimentos, y supe también que un hombre no es tan simple como un chivo. Con él fui mujer. Pero hasta hoy pienso que hay una cabra suelta dentro de mí y que nadie puede dominarla.
Ni siquiera Tieta lo retuvo. Cuando llegó en mitad de la noche, se encontró con la ventana cerrada. Lucas había besado el rostro maternal de doña Eufrosina, me voy, todavía estoy a tiempo. A pesar de Tieta, había engordado unos cuantos kilos y le estaba empezando a gustar aquella tranquilidad, huyó antes de que fuera tarde.
—Ya no fui la misma. Mi gula era diferente. Al poco tiempo apareció el viajante; cuando empezó a rondar la casa, Perpetua pensó que era por ella, ¡pobre infeliz! En seguida se dio cuenta, siguió mis pasos. El Viejo me dio una paliza y me las tomé, quería reencontrar a Lucas en cualquier parte de Bahía. No lo vi nunca más, a cambio me dediqué a hacer la calle en el interior, vida de puta, en Jequié, en Milagres, en Feira y otros lugares. Te aseguro que no hay mejor escuela que un prostíbulo del interior. Ahí sí que se aprende el oficio. Me rompí la cabeza en ese infierno hasta que me fui al sur, cansada de sufrir. Quería darme la buena vida, comer de lo mejor, beber champagne, probar las exquisiteces que comían los ricos. Terminar con los feijão y la carne seca.
—Quién pudiera vivir a feijão, carne seca y tener un hijo o dos. Es todo lo que quiero, dijo la bella Leonora Cantarelli.
—Cada cual tiene su cruz, ni siquiera las cabras son iguales en su deseo, mucho menos los seres humanos. Entiendo de cabras y de gente, te lo puedo asegurar.
DEL INSOMNIO EN EL LECHO DE DOÑA EUFROSINA, POBLADO DE EMOCIONES, SENTIMIENTOS Y RECUERDOS.
La primera noche, vencida por el cansancio del viaje en la «marineti», difícil prueba, después de las emociones de la llegada, ni bien se sacó el maquillaje, Tieta se echó en la cama y durmió toda la noche de un tirón. Necesitaba de un sueño reparador. ¿Cuántos años hacía que no se acostaba a las nueve de la noche? Siendo muy joven todavía, ya amanecía en los escondrijos de Agreste.
Sin embargo, la segunda noche, cuando a eso de las once se despidieron las últimas visitas, Tieta continúa despierta, sin sueño. En la puerta, junto con Leonora, renuevan los deseos de éxito a Ascanio en la misión cívica que lo conduce a Paulo Afonso.
—Vaya y triunfe… —le desea Tieta.
—y vuelva… —agrega Leonora.
Aminthas se muestra pesimista sobre el resultado: ¿luz de la Hidroeléctrica? Ni pensarlo, es imposible. Agreste, tierra olvidada por los políticos, municipio de pocas elecciones, sin prestigio, sin un jefe capaz de hablar como se debe, de influir en los directores, de maniobrar junto con el presidente de la empresa y de las autoridades federales, está destinado a continuar con la pobre luz del motor —mientras el motor funcione—. Después, volveremos a los faroles y candelabros, prevé en alarmante presagio. Ascanio merece elogios, es un tipo tenaz, no se da por vencido. Pero la verdad es que no tiene prestigio político ni fuerza frente a los poderosos. ¿No es así, Ascanio? El secretario de la Municipalidad concuerda de hecho. Pero ni por eso dejará de intentarlo.
—Perdón, señoras y señores. Pero yo no estoy de acuerdo en que se traiga esa luz de Paulo Afonso para que ilumine las calles durante toda la noche. —Proclama Osnar—. Va a ser un desastre para los pobres cazadores nocturnos, las presas van a huir.
—¿Qué presas? —quiso saber Leonora.
—Osnar es un descarado, mi querida. Presa para él es una mujer, esos sinvergüenzas se lo pasan buscando mujeres en la calle…
—La caza ya es escasa, imaginen con toda esa iluminación…
Se separan riéndose, Barbozinha declama trozos de poemas de amor, compuestos por él y, según él mismo lo dice, inspirados por una única musa, ¿adivinan quién es? Tieta eleva los ojos al cielo, pone una mano sobre el corazón y suspira, con malicia. Las visitas se pierden en la oscuridad.
Leonora también se despide:
—Estoy muerta de sueño. Buenas noches, madrecita. Todo esto me encanta.
—Menos mal. Tenía miedo de que te aburrieras.
Ya en el cuarto, Tieta abre la ventana que da al callejón, espía la noche, el cielo y las estrellas. Cuando era niña, sabía el nombre de todas y le encantaba mirarlas cuando hacía el amor, cuando tenía por cama los yuyos de la orilla del río. ¿Cuántas noches había saltado esa ventana para encontrarse con Lucas?
Apaga la lámpara, se acuesta. Y el sueño, ¿por qué no viene? Allí está ella otra vez en Agreste, en busca de la pequeña Tieta, pastora de cabras. Había recorrido un largo camino, pasó sobre piedras y cardos, se había roto los pies y el corazón, antes de empezar a subir, a ganar, juntar e invertir dinero bajo la orientación de Felipe y a ser dueña y señora de su vida y sus propiedades. Durante esos veintiséis años había soñado con el día en que volviera a Agreste.
Recuerda su llegada y aflora una sonrisa a sus labios: la familia de luto, ella ostentando blusa y turbante colorados, Leonora de azul desteñido, esposa e hija sin corazón, desnaturalizadas. Cuando llegó a la casa, explicó bruscamente: para mí, el luto se lleva en el corazón, es algo íntimo; el dolor de la ausencia no se exhibe y la tristeza tampoco; yo pienso así, pero cada uno puede pensar como se le antoje y actuar de acuerdo con ello. Y se acabó la charla, Perpetua. Zé Esteves la había apoyado con su lengua venenosa y su acento provinciano: muy bien dicho, hija mía, el luto es una hipocresía; yo me puse esta ropa para que no me señalaran con el dedo, pero si no conocí a tu finado ¿por qué iba a andar de luto? ¿Sólo porque era rico? De la boca para afuera, o no, Perpetua estaba de acuerdo: cada cual piensa como quiere y así actúa. Ella respetaba las costumbres antiguas; se vestía de negro porque con la muerte del Mayor —¡Dios lo tenga en su gloria!— había perdido el gusto por la vida. Pero no criticaba a Antonieta, respetaba su punto de vista; como no es ninguna ignorante, sabe que en São Paulo nadie lleva el apunte a esas costumbres del pasado.
¡Pobre Perpetua! ¡Las cosas que tuvo que tragarse de ayer a hoy! Se nota que se esfuerza para parecer atenta, tolerar la invasión de su casa, la violación de tantos prejuicios. Antonieta no se la puede imaginar casada; lástima no haberla visto con el marido. ¿Cómo se comportaba? Se lo va a tener que preguntar a Carmosina. ¿Se besaban en público? Seguro que no. Se había dado cuenta de que Aminthas le dijo a Osnar que Perpetua no besa, oscula. ¿Oscularía al Mayor, o le daría unos chupones cuando perdía los estribos? ¿Cómo sería en la cama? Seguramente que en los embates nocturnos no pasaban de los clásicos ¡ay mamá! ¡ay papá! ¿O sí? En esas cosas sucede hasta lo imposible, Tieta es testigo. Debería ser algo monumental ver a Perpetua revolcándose en esa cama con el marido, sobre el colchón de lana.
Tieta se ríe bajito al imaginar a Perpetua con las piernas abiertas debajo del Mayor, ¡insólita visión! Se olvida de que si no hubiese sido por la breve estadía de Lucas en Agreste, tampoco ella habría conocido ese otro sabor a macho, tanto mejor que el trivial. Eso también había sucedido, por loca coincidencia, en la misma cama, la de doña Eufrosina y el doctor Fulgencio. Había durado poco, sólo algunas noches, pero todas pobladas de delirio. El cielo con sus mil estrellas entraba por la ventana abierta. Entre sus piernas nacía el lucero.
La primera vez que saltó la ventana, invadió el cuarto se tendió en la cama y se levantó la pollera, era una cabra en celo, sedienta de hombres, ignorante de todo lo demás. Lucas así lo entendió, y sonriendo le prometió: te voy a enseñar a hacer el amor, y así lo hizo: del uno al cien, pasando por el «ipicilone».
—¿No sabes cómo es el «ipicilone»? Es lo mejor que hay. Te lo voy a enseñar.
Durante el transcurso de su vida tan vivida, Tieta no había vuelto a encontrar quien ejecutase tan bien el «ipicilone»; se lo había enseñado a muchos, placer de reyes. Inútilmente había buscado a Lucas por las calles de Bahía. Indagó por todas partes: ¿conoce al doctor Lucas? ¿Lucas qué? Nunca había tenido la curiosidad de preguntárselo, sólo sabía que era médico y bueno en la cama. Nadie pudo informarle nada.
Había seguido un curso, intensivo en aquella cama de doña Eufrosina, en la que después Perpetua y el Mayor habían hecho hijos y dormido juntos. Y hablando del finado cuñado, Carmosina, en la carta de los regalos, decía: es peor que un burro. Si el Mayor viviera, le podrías traer un par de anteojeras, le quedarían bien. De inteligencia estrecha, pero de buen físico, era buenmozón: moreno de tono subido, paso militar y ¡qué apetito! Era capaz de destrozar a Perpetua, con su voracidad. Hay tantas chicas que se ofrecen en Agreste, cualquiera de ellas feliz con tal de casarse, fuese con él o con otro, siempre y cuando use pantalones, y el muy bruto elige, prefiere y lleva al altar a la beata Perpetua, ese monstruo, esa virgen empedernida, esa cara marchita. Pero más extraño todavía es que fueron felices y el luto que ella lleva, de la cabeza a los pies, no tiene nada de hipócrita, refleja un sentimiento verdadero y un profundo dolor.
Carmosina había contado en la carta-informe, de tanta utilidad, que Dios se había compadecido de los niños: por su aspecto y carácter se parecían al padre, alegres, cordiales, simpáticos, y de la madre sólo heredaron la inteligencia. Perpetua puede tener todos los defectos que se quiera, pero tonta no es, sabe razonar y actuar, pozo de ambición.
Tieta piensa en los niños, los dos le gustan. Cuando decidió viajar, creyó que se apegaría al pequeñito de Elisa, le encantaban los bebés. Pero ése había muerto, Carmosina se lo había dicho en la carta y le había explicado el motivo del silencio de la hermana —la culpa es mía, o mejor dicho de la pobreza; sin esa ayuda mensual, Elisa se hubiese visto privada de casi todo, yo le aconsejé que mintiera. Tieta había perdonado, pero no olvidado. Quedaban los dos de Perpetua: en la cama, persiguiendo el sueño, iba la tía con los sobrinos.
El menor es vivaz, malicioso, taimado. No le saca los ojos de encima ni a ella ni a Leonora, mide sus piernas desnudas, pispea las curvas de los pechos por los escotes. Todavía no alcanzó la edad, ¿pero habrá límites rígidos para esas cosas?
Ricardo, en cambio, es un ejemplo de recato y pudor, se lo pasa desviando la vista, con miedo de pecar, es un monaguillo violentado. Monaguillo no, seminarista, destinado al servicio de Dios. ¡Semejante corpacho y usa camisón! Al acordarse, Tieta se muerde los labios.
Es un pichón, todavía no está a punto. Si fuese mujer ya andaría caliente; los hombres tardan más, sobre todo si les cortan los huevos con el temor a Dios y los amenazan con las llamas del infierno. El más chico va a empezar pronto, es un potro; el destino de Ricardo es ser un doncel; ¡qué maldad!
Si fuese más grande, la tía le enseñaría lo que es bueno. Sin embargo, todavía está muy verde. A Tieta nunca le gustaron los hombres jóvenes, siempre prefirió a los mayores que ella. El mejor chivo es aquel que tiene edad y experiencia.
DEL TRISTE REGRESO DEL CABALLERO ANDANTE, Y DE LOS TELEGRAMAS ENVIADOS POR TIETA, QUE MOTIVARON COMENTARIOS, HIPÓTESIS Y APUESTAS, REGRESO Y TELEGRAMA PRECEDIDOS POR EL DIÁLOGO ENTRE OSNAR Y EL DOCTOR CAIO VILASBOAS, QUE POR LIBERTINO E INÚTIL NO DEBERÍA FIGURAR EN NINGUNA OBRA LITERARIA CON PRETENSIONES DE SERIEDAD.
Tieta y Leonora esperan la llegada de la «marineti» en la agencia del Correo. Esperar la «marineti» y asistir al desembarque de los pasajeros es una de las más excitantes diversiones de Agreste. Cuando el atraso es grande, la espera se hace un poco pesada pero, en compensación, no se paga nada. Siempre hay un grupo de vagos que rodean la puerta del cine, donde Jairo estaciona el glorioso vehículo. Otros se quedan de guardia en el bar, los ilustres conversan con doña Carmosina.
Elisa las encontró en la agencia, estaba muy excitada y quería saber si doña Carmosina estaba al tanto de lo que había pasado entre Osnar y el doctor Caio Vilasboas; Asterio la había despertado la noche anterior para contarle el escabroso diálogo. Ese Osnar es un caradura, no respeta a nadie: después de todo el doctor Caio es médico, tiene campos y rebaños, es compadre de la Senhora de Sant’Ana, madrina de Ana, su hija; es una persona de edad, ciudadano respetable y devoto. Doña Carmosina ya lo sabe, por supuesto. Aminthas, testigo del encuentro, había aparecido de madrugada en la casa de doña Milu; había relatado palabra por palabra, toda la conversación. Ahora bien, de todo lo que dijo Osnar, nada se compara, según doña Carmosina, con la burla final pues ese doctor Caio es pura pinta, querida, por fuera un santulón y por dentro un calentón. Osnar es un buen tipo, de vez en cuando te alegra la vida.
Tieta, curiosa por saber de qué se trata, ya que causa tanta gracia y provoca tanta indignación y entusiasmo, interrumpe la discusión.
Doña Carmosina no se hace rogar y va a los detalles. Había sucedido hacía dos días, aquella noche que Osnar y Aminthas se quedaron hasta tarde en la casa de Perpetua y después se fueron de caza por ahí. A altas horas, cuando volvían por la orilla del río, Osnar, acompañado por una putita de baja extracción, se encontró con el doctor Caio Vilasboas, un catón, que venía de atender a la vieja doña Raimunda, asmática incurable. Si hubiera sido algún pobre de Dios que agonizaba, el doctor no habría abandonado el calorcito de su cama, pero la vieja doña Raimunda tenía mucha plata, que además estaba destinada, por testamento, a pagar la cuenta del médico cuando el Señor la llamase a su seno.
Cuando vio que Osnar se estaba despidiendo de la harapienta criatura, el doctor Caio, psicólogo amateur y entrometido de nacimiento, no se contuvo:
—Por favor, querido Osnar, te pido que respondas a una pregunta que me permito hacerte.
—Adelante, mi doctor, a sus órdenes para lo que mande.
—Eres un joven con dinero, ya medio entrado en años, pero siendo soltero todavía pasas por joven, de buena familia, con costumbres de limpieza y tienes con qué pagar a una prostituta de otro nivel, ¿por qué no frecuentas la casa que dirige una tal Zuleika Cinderela, donde, según me consta —estuve allí en el sagrado ejercicio de la medicina y no como cliente— el infame comercio es practicado por mujeres limpias, de buen porte y figura amena? ¿Por qué prefieres a esas inmundas, que parecen brujas?
—Antes que nada, doctor, permítame que le informe que soy uno de los clientes predilectos de las pupilas de la casa de Zuleika y de la misma patrona, que tiene su buen trasero. Una gran parte de mis rentas las hice humo en aquel antro. Sin embargo, es cierto que no desprecio mercadería cuando salgo a cazar, de vez en cuando. Debo confesar que algunas están bastante deterioradas.
—¿Y por qué? Permíteme decir que se trata de un apasionante problema psicológico, digno de ser planteado en la Sociedad de Medicina Psiquiátrica.
—Le voy a decir el porqué, mi doctor, y, si quiere, escriba la razón, no me opongo. Si a veces acepto cualquier mercadería, el motivo es que no quiero viciar al «bicho», el Padre-Maestro.
—¿Padre-Maestro?
Ése es su apodo, se lo puso una beata, todavía pasable, con la que anduve haciendo algunas porquerías, mi doctor. Imagine que si yo sólo le diera bocados finos, material de primera, bellezas, perfumes, el Padre-Maestro se acostumbraría a comer sólo de lo bueno y de lo mejor. Si de repente un día, por cualquiera de esas circunstancias que ocurren cuando uno menos se lo espera, me veo obligado a arremeter contra un desecho que no está en buenas condiciones, el Padre-Maestro, de puro mañoso que es, se niega y se me queda blandito como brocha de pintor. No lo envicio, doctor, le voy dando a las lindas y a las feas, y hay cada fea que vale más que un ejército de lindas porque lo cierto, mi doctor, es que una cosa es una mujer para admirar su imagen y otra para sentirle el gustito a concha.
El doctor Caio enmudece, cabizbajo, Osnar concluye:
—Ya oí hablar de sus visitas profesionales a la pensión de Zuleika, mi doctor; Silvia Sabiá me contó, en secreto, que no hay otro chupador igual a usted por esta zona. ¡Felicitaciones!
Mientras las cuatro se ríen, ¡ese Osnar es un caso! —se oye la bocina de la «marineti» en la curva, ese jueves llegaba, por milagro, casi a horario; sólo un pequeño atraso de veinte minutos, los pasajeros felicitan a Jairo, Tieta, Leonora y Elisa se preparan para ir al encuentro de Ascanio, pero él es el primero de todos en bajar y se aleja camino a su casa, con pasos rápidos.
—Va a bañarse. Después de viajar en la «marineti» de Jairo, nadie puede hacer nada antes de darle al agua y al jabón. Mucho menos ver a la criatura de sus sueños… —aclara doña Carmosina—: Dentro de un rato aparece por aquí.
Siguen esperando en la Agencia de Correos. Aminthas se une al grupo, comentan el diálogo ya hist6rico. Aminthas agrega el detalle final: el doctor Caio, lívido, quería hablar y no podía, sus ojos echaban chispas. Osnar y él, Aminthas, se fueron despacito, no era cuestión de que al médico le diera una apoplejía.
El tiempo pasa, Barbozinha aparece con una rosa en la mano, una rosa color té. Al ver a Tieta le extiende la flor:
—La corté para ti en el jardín de doña Milu, la iba a llevar a la casa de Perpetua pero mis guías[24] dirigieron mis pasos hacia aquí. Lástima no tener otras tres, para homenajear a todas las presentes.
—¿Y Ascanio? ¿va a venir o no? —interroga Elisa cansada de esperar.
Leonora, la criatura de los sueños de Ascanio, según opinión de doña Carmosina, aguarda en silencio, con los ojos fijos en la calle. Ni señales del secretario de la Municipalidad, del caballero andante, limpio o lleno de polvo. Habría que mandarlo llamar. El chico Sabina, obedeciendo una orden, abandona la heladería, y va corriendo con el mensaje para Ascanio: en la agencia de Correos lo esperan con impaciencia, venga rápido. Para pasar el tiempo, tomarán un helado de cajá, servido por el mismo árabe. Mañana será de pitanga. ¿Cuál será más rico? Vuelvan, para comparar y decidir.
Finalmente, el caballero andante aparece en la esquina, con paso lento y la cara desencajada, Caballero de la Triste Figura. Antes de trasponer el umbral de la agencia de Correos, todos se dan cuenta de la derrota del campeón de Agreste en la batalla trabada en Paulo Afonso. Ahí están los restos del guerrero, el fracaso de la misión, la cara enlutada, sepulcral.
—Todo salió mal ¿no? —pregunta Aminthas. Yo les avisé: no había ninguna posibilidad. Menos mal que el motor todavía aguanta; cuando falle, volveremos a la lámpara de kerosene.
—No importa —dice Leonora—. Usted ha hecho lo que ha podido. Cumplió con su deber.
—Fue horriblemente humillante. El director de la compañía, el que está permanentemente en Paulo Afonso, ni me quería recibir. Tuve que pedir y suplicar, hasta que por fin me atendió. Ni bien comencé a hablar me cortó la palabra. No podía perder tiempo, lo de Agreste estaba decidido, no había ninguna posibilidad de instalar luz de la usina en el municipio. ¿La Municipalidad no recibió el memorándum que negaba el pedido? ¿Entonces? No se gana nada tratando de hablar con los técnicos, Agreste tiene que esperar su turno y no va a ser tan rápido, demorará algunos años, cuando llevemos luz y fuerza a los últimos escondrijos de los Estados servidos por la Hidroeléctrica. Ahora, imposible, mi querido señor. Es inútil seguir con argumentos, déjeme trabajar, mi tiempo es precioso.
En gesto desesperado Ascanio suspende el relato. ¿Dónde encontrar entusiasmo o ánimo de lucha? Se habían evaporado, flotaban en el arroyo, hechos trizas por el director de la compañía.
—Al final, para rematarla, me hizo burla: hay una sola manera, dijo. Obtenga una orden del presidente de la Compañía del Valle de San Francisco, del presidente, no de un director igual que yo, que mande instalar luz en Agreste y al día siguiente ahí estaremos. Que lo pase bien, sonrió y me dio la espalda.
Un silencio pesado cae sobre la agencia de Correos. Doña Carmosina es la primera en abrir la boca:
—¡Hijo de su madre! Por eso estoy en contra de esa gente.
Leonora se aproxima a Ascanio:
—No se aflija tanto, todo tiene arreglo en este mundo. —Sus dulces ojos están llenos de ternura.
Tieta se levanta de la silla donde había oído todo en silencio:
—¿Quién es el presidente, Ascanio, y cuál es esa compañía? Deme detalles.
Ascanio, sin ánimo de nada, deprimido, explica que es la compañía del Valle de San Francisco, termina citando el nombre del diputado que ejerce la presidencia de la gran empresa estatal, aquel que manda y decide, el único que puede modificar lo establecido. Pero ¿cómo alcanzarlo? Imposible, Aminthas tiene razón: a Agreste más que importancia económica, le falta el prestigio de un gran jefe, alguien cuyo pedido sea como una orden.
Tieta repite el nombre del diputado: He oído hablar de él, pero no lo conozco personalmente. Pero en São Paulo no hay político importante con el cual yo no tenga trato. —Aclara—. Todos eran amigos de Felipe, todos frecuentaron mi casa. Carmo, Ascanio, ayúdenme a redactar un telegrama. O mejor dicho, dos.
Nombra apellidos ilustres, mandamás de São Paulo y del país. Doña Carmosina escribe. Tieta les pide que intervengan en favor de Agreste ante el presidente de la compañía del Valle de San Francisco y a continuación siguen las razones detalladas por Ascanio, pero la más importante es el interés de Antonieta, el favor que le harán y la deuda que contraerá.
—Es un telegrama larguísimo —observa doña Carmosina—. Va a costar muy caro.
—La Municipalidad paga. —Se adelanta Ascanio.
—Hijito, yo lo mando y yo lo pago. Carmo: firma Tieta de Agreste. Mis amigos más íntimos me tratan así, y era como a Felipe le gustaba llamarme.
Todavía no habían vuelto a la casa de Perpetua y ya toda la ciudad estaba enterada de los telegramas —doña Antonieta Esteves Cantarelli había mandado uno a un senador paulista y otro al mismo doctor Ademar, amigos íntimos del finado comendador, para pedir la instalación de la luz de Paulo Afonso en Agreste. Los comentarios cívicos cubren los ecos del diálogo obsceno sobre los hábitos sexuales de Osnar; si de los mensajes telegráficos no resulta una iluminación feérica, por lo menos habrán servido a la moral pública. Se suceden distintas hipótesis: ¿realmente la viuda tiene tanto prestigio, conoce, trata e intima con senadores y gobernadores o sólo es jactancia? ¿Cuál será el resultado: luz o tinieblas? hasta se hacen apuestas. Fidelio pone su plata en el éxito, Aminthas continúa pesimista, ¿por qué esos lores de São Paulo se habrían de mover por Agreste, el culo del mundo? Doblo mi apuesta, Fidelio.
¿Por qué? Tieta podría responder que se moverán exactamente por eso, porque eran señores y por ser ella Tieta de Agreste.
DEL PASEO POR LA FERIA Y EL ANUNCIO DEL CERCANO FIN DEL MUNDO, CAPÍTULO DE LAS PROFECÍAS.
La feria de Agreste representa una fiesta semanal. Al sábado siguiente de la llegada de las paulistas, se transformó en un festival de gran regocijo público que casi termina en tumulto.
Después de la misa por el alma del comendador, Tieta y Leonora regresan a la casa para cambiarse de ropa: nadie aguanta ir a la feria con vestidos negros, pesados, que ellas ni saben por qué milagro aparecieron en la valija.
La comitiva incluye a Elisa, Barbozinha, Ascanio Trindade, Osnar. El viejo Zé Esteves, con el saco bajo el brazo, bastón y esposa, los acompaña hasta la Plaza del Mercado (Plaza Coronel Francisco Trindade), desde donde la feria se extiende a través de las calles más próximas. Allí se despide, a la tarde irá a buscar a Tieta para ir a ver dos casas que están en venta, las únicas convenientes entre las tantas ofrecidas.
Perpetua agradece la invitación, pero no acepta. Va temprano a la feria, acompañada por Peto para ayudarle a cargar las cestas. El día de feria es el de los mendigos: Perpetua pasa el resto del sábado en su casa, distribuyendo limosnas, haciendo tratativas con Dios para conseguir un lugar en el paraíso a cambio de la caridad hebdomadaria. En cada una de las casas de las calles principales, durante toda la semana, las familias guardan las sobras de pan, las galletitas viejas, restos de comida del día anterior, frutas muy maduras, algunas monedas para la multitud de pedigüeños que invaden la ciudad, llegados de quién sabe dónde. Don Agostinho, el de la panadería, ofrece por módico precio bolsas llenas de pan duro como piedra, galletas blandas, tortas mohosas, filantropía a bajo precio. Quien da a los pobres, sirve a Dios. Con altos intereses, es un buen empleo del capital.
Hay mendigos fijos en Agreste, pasan diariamente por las mañanas o a la tardecita y tienen clientes seguros. Cristóvão, el ciego, se sienta en la escalera de la iglesia a la hora de misa, llueva o salga el sol, y allí se queda, con la mano extendida mientras recita su letanía. El beato Possidônio va a la feria sólo los sábados. Viene de Rocinha, con su barba rala de profeta mulato, sin dientes y la boca llena de maldiciones; trae un cajón vacío de kerosene y un platito de plástico. Se instala en las proximidades del puesto donde están los vendedores de pájaros, se sienta en el cajón, el platito a su lado, para las limosnas —sólo acepta dinero—. Habla largo y tendido, un confuso parloteo, sobre los pecados de los hombres; anuncia desgracias por doquier, es el profeta de un Dios terrible, vengativo y cruel. Cita los evangelios, condena a protestantes y masones, proclama la santidad del padre Cícero Romão. Basta que vea a una mujer un poco pintada para que la insulte y la destine a las llamas eternas.
Con su voz estridente, Perpetua se queja de los mendigos cuando habla con Antonieta, son como enemigos: cada vez están más exigentes y osados, el ejercicio de la caridad se transforma en sacrificio:
—No aceptan ni mangas ni cajús, dicen que nadie los compra, que hay muchos, que eso no es limosna ¿qué te parece? si les das bananas, te tuercen la cara. ¿No tiene unas monedas? Quieren plata. El otro día uno me dijo avara.
En la tierra hay toda clase de frutas, muchas, de las cuales Leonora no conoce; aplaude, encantada. ¡Qué guayabitas tan chicas! No son goiabas, son araçãs, araçã-mirim, araçã-cagão. Con ellas se hace el dulce que comimos en casa de Elisa. Las goiabas están acá: coloradas y blancas. Comparadas con las goiabas de los japoneses de São Paulo, son pequeñas, pero pruébalas verás la diferencia. Si tiene bichos mejor todavía. No hay fruta como el cajus para la salud. A no ser el jenipapo que hasta cura las penas del alma. Deberías comer jenipapopada para ponerte fuerte. ¿Y el gusto? Para mí, no hay nada más rico. Ahora mismo vamos a comprar; el jenipapo cuanto más rugosa, mejor. Tieta elige, conocedora. Mangabas, cajás, cajaranas, umbús, pitangas. Los mendigos tienen razón al rechazar las mangas como limosna, sobran en la feria, con sus colores de acuarela y sus muchas variedades: rosa, espada, carlota, coração-de-boi, coração-magoado, itiúba y otras. Las jacas, blandas y duras, son descomunales esas tajadas envueltas en aroma a miel. ¿Qué fruta es ésa que parece una piña? Condessa, ¿y esa otra más grande? Jaca-de-pobre, para hacer helados es sublime. Leonora quiere verla de cerca, tocarla. Se curva, exhibe su diminuta bombachita bajo la minifalda. Hay un júbilo general.
Al verla de minifalda, Ascanio pensó en aconsejarle que no fuera así a la feria, pero tuvo miedo de pasar por chapado a la antigua y retrógrado. Se calló.
Ahora ya está hecho, trata de no ver ni oír, lo cual es medio difícil pues la animación aumenta.
Nunca hubo jarana igual en la feria de Agreste, Barbozinha, entretenido en explicar a Tieta problemas de desencarnación y reencarnación, de la vida astral, temas en los que es profesor emérito, no se da cuenta del éxito, pero Ascanio Trindade se aflige con tamaño atraso, indeciso sobre la manera de actuar. ¿Sólo se aflige? ¿O también sufre al ver expuestas en público aquellas bellezas que desea exclusivas, reservadas para quien conduzca al altar a la inocente Leonora Cantarelli? Inocente al máximo, no había imaginado el escándalo que provocaría yendo a la feria con esa minifalda, moda banal en el sur del país y en el exterior. Ascanio ya vio otras más osadas en las páginas a todo color de algunas revistas, la de Leonora hasta le tapa el traste cuando ella se mantiene derecha.
—Sería mejor que se inclinara menos —susurra Osnar a Ascanio.
Si Osnar, que es un cínico, no se anima a aconsejar a la cándida víctima y a ponerla al tanto de la ignorancia local, mucho menos Ascanio. El paseo por la feria prosigue con exclamaciones de Leonora y de la bandada de chicos que siguen a la comitiva. De vez en cuando un silbido, una interjección, una frase con acento campesino:
—Ven a espiar, Manu, que pasa la procesión…
Bolsas de alva, aromática harina de mandioca, tostada en hornos caseros de la región; la puba, tapioca fermentada, los beijús, bollos de tapioca. Prueba, Leonora. Vamos a comprarlos, que son riquísimos con café. Los mojados llevan leche de coco, no hay quien resista, voy a engordar como una chancha. Pero ¿qué es eso? ¿Qué significa esa mocosada que va atrás? Antonieta contempla el amontonamiento.
Y no sólo mocosos, también hay hombres hechos y derechos, banda de ordinarios. Es la minifalda de Leonora, figurín inédito en Agreste. Antonieta mira a Ascanio, a Osnar, ellos fingen no darse cuenta de las burlas de los canallas. Barbozinha está reencarnado por sexta vez, en una galaxia lejana. Con las manos en las caderas, tal como las mujeres de la feria, Tieta observa al animado rebaño. La mirada de la ricachona de São Paulo —¿o la mirada de la pastora de cabras?— entre severa y pícara, disuelve el cortejo, sólo quedan algunos niños, admiradores más obstinados. Ascanio respira, Osnar aprueba. Para decir la verdad, lo que más molesta a Ascanio es la presencia de Osnar, con su mirada penetrante y su expresión de beatitud.
Dos sillones de peluquero al aire libre, ambos ocupados, y el trovador Claudionor das Virgens declama los versos de un folheto de cordel[25]:
Ya me casé tres veces
con blanca, negra y mulata.
Por iglesia y por civil,
La cuarta me casaré
en los yuyos
por orden del delegado
para dejar de ser osado.
Cuando pasa la comitiva, se calla la voz del trovador das Virgens. Inspirado por la minifalda, improvisa:
Quién pudiera casarse con Vera
que anda con el traste afuera.
—Eso es lo que comes en casa con el desayuno. —Tieta señala las raíces de aipim, de inhame, los boniatos. La verde frutapão.
Elisa, inquieta, constata nuevamente el crecimiento del grupo de boquiabiertos y formula una invitación.
—¿Vamos a casa? Me estoy muriendo de calor.
Además es verdad. No se había cambiado de ropa, está con el vestido negro que se puso para la misa, cerrado en el cuello, todo lo contrario de Leonora. ¿Qué es lo que aflige a Elisa? ¿Los mocosos, los silbidos, la burla del trovador, la falta de respeto, la chacota o el éxito de la paulista?
—Ascanio prometió que me iba a llevar a ver los pajaritos… —Dulce gorgorito de Leonora.
Mientras rumbean hacia los puestos de los pajaritos, la procesión crece —los pájaros sofrê, los pájaros pintores, los pájaros negros, los cardenales, los azulões, los canários-da-terra, papagayos y periquitos y una araponga martilleando con su grito como si fuese un yunque—. Leonora irradia felicidad, el acompañamiento toma aspecto de comitiva, con risas, burlas y dichos.
—Es mejor que nos vayamos —insiste Elisa.
—Sólo un minuto más. Mira ése, ¡qué lindo!
—Es un pájaro sofrê, imita a todos los pajaritos. Escuche. —Ascanio silba, el ave le responde.
Del grupo surgen otros silbidos maliciosos, Fi-ti-o-fó, responde el pájaro. Osnar, muerto de risa mientras fuma su cigarro de paja, avanza en dirección a los graciosos, agarra a un mocosito de una oreja, los demás retroceden corriendo, explotan en protestas, la farra se extiende por la feria.
Cerca de ahí, encima de su cajón de kerosene y con el platito a su lado, el profeta Posidonio proclama el inminente fin del mundo, anunciado por la aparición de objetos luminosos en Mangue Seco, ígneas naves de gas que conducen a arcángeles enviados por Dios para elegir y marcar los lugares donde se encenderán las hogueras de azufre sobrenatural, fabricado en las calderas del infierno para consumir al mundo que se ha entregado al libertinaje, a la orgía y a la lujuria.
Leonora se inclina de espaldas a la cara del ascético beato, ofreciendo un dedo a un papagayo manso y charlatán —dice buen día, hola qué tal, cierra un ojo, es cómico—. El beato Posidonio, por más erudito que sea en materia de degeneración humana, de depravación, de impudicias, jamás había visto con sus ojos quemados por el sol del interior, semejante cosa fuera de lugar, tamaña inmoralidad. El excitante trasero de Leonora, prácticamente desnudo, obra cumbre de Satanás, aplaudido por la manga de condenados, se coloca delante de las místicas narices del profeta, ¡monstruosa provocación!
—¡Desaparece! ¡Sal de mi vista, vuelve a las profundidades del infierno, inmunda mujer, pecadora, ramera!
Indignado, Ascanio se dirige hacia el beato Posidonio:
—¡Cállate la boca, infeliz!
—Pero Tieta lo detiene, le toma el brazo, se divierte muchísimo.
—Deja al viejo, Ascanio. Es por la minifalda de Leonora.
—¿Qué? ¿La minifalda?… —Leonora no sabe si reír o llorar—. No me diga, nunca hubiera pensado… —se dirige a Ascanio—. Nunca se me pasó por la cabeza, discúlpeme.
—Quien tiene que pedir disculpas soy yo, por este pueblo atrasado. Algún día va a cambiar.
—En el fondo ni él mismo está seguro. Es un cambio tan incierto como el fin del mundo del sermón de Posidonio.
Dejan para otro día la mejor parte de la feria: las carnes-de-sol, los guaiamus, los maceteros, las figuras de barro, el caldo de canha[26] extraído en primitivas prensas de madera, tan sucio y tan delicioso. El beato continúa vociferando mientras ellos se van, Tieta se ríe de lo sucedido y en seguida le pide a Osnar que le cuente la célebre historia de la polaca, sobre la cual Carmosina ya le había hablado. Algunos mocosos todavía los acompañan por la calle.
La noticia los precedió, llegó al bar y al atrio de la iglesia; gran alboroto para verlos pasar. Leonora anda lo más rápido posible, nunca se le había ocurrido que iría a desencadenar el fin del mundo.
—Puedo asegurar que está próximo, tuve aviso y confirmación. —Aclara Barbozinha, enterado de los secretos de los dioses y de la locura de los hombres—. Va a ser una explosión atómica colosal. Todas las bombas atómicas existentes, las americanas, las rusas, las francesas, las inglesas, las chinas —tengo informaciones recientes sobre los chinos que, calladitos, están fabricando una— van a explotar al mismo tiempo, a las tres de la tarde de un primero de enero. No digo el año para que nadie se alarme.
BREVE ACLARACIÓN DEL AUTOR SOBRE SOBRE PROFECÍAS Y AZUFRE.
Hubo quien quiso descubrir en la arenga del beato Posidonio sobre el próximo e inevitable fin del mundo, referencias proféticas a la industria de dióxido de titanio. Por ejemplo, ¿cuando el iluminado aludió al azufre procedente de los infiernos para destruir la tierra y la humanidad, no citó claramente a los objetos no identificados, vistos en Mangue Seco? ¿No eran naves de gas?
No hay duda de que existen connotaciones. En una época tan cargada de misticismo, lo mejor es no negar ni discutir. Los profetas se multiplican, se exhiben por radio y televisión. No se conforman con una magra limosna como el beato Possidônio. Él es un antiguo profeta, producto semifeudal, perdido en el interior, todavía no se percató de las maravillas de la sociedad de consumo. No se da cuenta de que en las minifaldas purificamos la vista, condenada a ceguera por la contaminación. Sobre el azufre, aclaro que se produce en los Estados Unidos, nación privilegiada, por lo tanto no es necesario importarlo del infierno.
DE PEDIGÜEÑOS Y ABUSOS, DE AMBICIONES. CAPÍTULO DE MEZQUINOS INTERESES.
En la feria y en todo el pueblo hay un gran alborozo, nacido de la presencia en Agreste de Tieta y su hijastra, linda y angelical. Es tan dulce, que a Ricardo le recuerda a la novia predilecta del Señor, Santa Teresita del Niño Jesús, a pesar de la minifalda, del caftán transparente y de los osados shorts. A pesar de las indecentes modas actuales, se percibe en la suave Leonora el aroma de la castidad, el encanto de la inocencia.
Después del paseo por la feria, Elisa había amenazado con ponerse la minifalda que le trajo Tieta, en solidaridad y en desagravio a Leonora —¿o en competencia? Asterio se opuso y contó con el apoyo de Perpetua:
—Aunque me digan atrasada, yo estoy en contra. Por lo menos aquí. En São Paulo, puede ser. Pero aquí el pueblo no lo acepta, la encuentra inmoral. Y para ser franca, yo también. —La voz estridente, chillona, sopla infernales llamaradas.
—No se preocupe por mí, doña Perpetua. No la usaré nunca más. No quiero ser responsable del fin del mundo, promete Leonora, mansa y con una fugaz sonrisa.
—No te estoy censurando, sobrina, no tienes la culpa.
Sobrina, sí, porque es hijastra de la hermana, hija del cuñado industrial y comendador del Papa y heredera rica. Lástima que sus hijos sean tan chicos; pero quien la está rondando mucho es Ascanio, que no parecía tan rápido.
—Sé que no lo hiciste por mal, tontita. En São Paulo, en los Estados Unidos, en esas tierras donde sólo hay protestantes, vaya y pase. Pero aquí se cumple todavía con la ley de Dios.
Es una charla aparentemente sin consecuencias, pero por detrás de la alegría que rodea a Tieta existen esperanzas, planes, algunos audaces. El clan de los Esteves, reunidos en tomo a la hija pródiga, se deshace en adulaciones a las paulistas, bajo el manto de la paz familiar se esconde una efervescencia de inconfesables ambiciones, de furtivos intereses. Unos y otros se miran con sospechas.
Durante la semana fue una romería, por la continuidad de las visitas. La gente importante del lugar, comerciantes, compañeros de Asterio, la profesora Carlota, don Edmundo Ribeiro, recolector, Chico Sobrinho y su esposa Rita, por coincidencia acompañados de Lindolfo Araujo, tesorero de la Municipalidad y galán —un día de éstos toma coraje y va a tratar de triunfar en un programa de aficionados en la televisión de Salvador—. Fueron el doctor Caio Vilasboas, circunspecto, hablando en difícil, mitad médico, mitad hacendado, si tuviese que vivir de lo que deja la clínica de Agreste, terminaría pidiendo limosna los sábados, y el coronel Artur de Tapitanga, quien se pasó toda la tarde conversando. Había conocido a Tieta de joven, cuando pastoreaba las cabras del padre, en un campo vecino al suyo, que por otro lado hoy ya es suyo, comprado a Zé Esteves. Elogió la belleza de Leonora: parece una estatuita, un biscuit de esos que había antes en la casa grande[27] de su estancia. Si todavía fuese joven, unos setenta más o menos, le propondría casamiento, pero a los ochenta y seis no quiere correr el riesgo. Por más honesta que sea, siempre hay peligro de cuernos. Reía, a través de su catarro, mientras largaba el humo del cigarro. El único que faltaba era el alcalde de la ciudad, Mauritônio Dantas, ausencia justificada por Ascanio Trindade el día del desembarco: el digno mandatario vive confinado en su casa, medio mal del seso desde la deserción de su mujer, doña Amélia, de sobrenombre Mel[28], activísima militante de la revolución sexual.
Innumerables pobres llegan a cualquier hora y no pasan del comedor; la sala está reservada para la gente importante. Cada pobre cuenta una historia triste, suplica y pide. La fama de la riqueza y generosidad de Tieta se expande como yerba mala, navega por las aguas del río, viaja a lomo de burro, alcanza las fronteras de Sergipe. Perpetua frunce el ceño, no tolera abusos ni excesos.
—No puedo ver a ningún necesitado pasando hambre —declara Tieta—. Sé qué es necesitar, lo viví en carne propia.
Perpetua, a pesar de las adulaciones, no se contiene:
—Yo no digo que no se ayude a uno u otro infeliz. Por ejemplo, Margarita, a quien el marido largó enferma y en cama, no puede trabajar, no digo nada. Pero David, ese patotero, sinvergüenza que nunca en su vida hizo nada, no merece limosna. Lo único que sabe hacer es tomar cachaça y roncar a orillas del río. Además, es pecado fomentar la pereza y el vagabundeo. El mejor beneficio para esa gente es rezar por ellos, pedir a Dios que les indique el buen camino. Yo soy quien practica caridad: rezo por ellos todas las noches. Ayer le diste dinero a Difinha. Es una perdida, con una legión de hijos, cada uno de diferente padre y encima ladrona. Doña Aída le tuvo lástima y la empleó como sirvienta, la pescó robando en la despensa…
—Ten piedad Perpetua, por lo menos le puedes dar feijão para los hijos. ¿Habría que dejar que los pobrecitos se mueran de hambre?
—No los hubiera tenido. En el momento de acostarse con el primero que aparece, no piensa en el futuro, sólo en la depravación, que Dios me perdone. —La voz chillona tiene un tono de enojo y reprobación.
—En ese momento nadie piensa en nada, Perpetua. ¿No es así? No se puede… —ríe Antonieta—. Tú que estuviste casada, ¿acaso no lo sabes? —con una sonrisa pícara espía a la hermana.
—La plata es tuya, haz lo que quieras, no me meto. Pero no niego que semejante desperdicio me da pena.
—Es así, hijita. Son unos aprovechadores. Saben que tienes buen corazón y abusan. Si por mí fuera, los metía a todos presos, es lo que merecen. —Zé Esteves, por una vez en la vida, está de acuerdo con Perpetua.
Todas las mañanas el Viejo pasa para dar los buenos días a su hija pródiga. De mala gana saluda a Perpetua y a Elisa, si es que están presentes. Pasea su mirada por la sala donde conversan. En una hamaca en el balcón, Leonora escucha los trinos del pájaro sofrê, regalo de Ascanio. Zé Esteves mira a Perpetua, después a Elisa y prosigue:
—Se quieren aprovechar de ti. Todos, sin excepción. Ten cuidado. Si continúas siendo mano larga, te robarán todo. —¿Se refiere a los pedigüeños? Mientras mira a Perpetua y a Elisa, mastica un pedazo de tabaco—. Fíjate doña Zulmira, tan devota y que vive en la iglesia tragando hostias. En el momento de decidir cuánto quiere por la casa, pide un absurdo, nada más que porque es para ti. Modesto Pires fue quien dijo la verdad: un robo. Esa gente que vive metida en la iglesia…
Perpetua se hace lo que no oye, se contiene por la presencia de Tieta. El Viejo está sacando los trapitos al sol, si fuera por él, la hija rica no debería ayudar ni a las hermanas ni a los sobrinos. Viejo maldito como la peste. Ahora vive con la perspectiva de mudarse a una casa confortable, en una calle decente, que Tieta va a adquirir para su vejez. Mientras Tieta continúe joven, Zé Esteves y Tonha disfrutarán solos, eso ya está establecido, Y no será tan pronto que Antonieta, guapa, llena de vida, deje a la imponente São Paulo para enterrarse en Agreste. Es demasiado mujer, capaz que se casa de nuevo y ahí sí que no vuelve más.
En ese caso, Zé Esteves será el dueño, se pavoneará como un duque, panza arriba, y tendrá una criada para cuidar la casa, una gran casa, en fin todo lo que hace falta en la vida que Dios le dio. y si hace economía hasta puede pensar en adquirir un pedacito de tierra y un par de cabras para recomenzar con su criadero. No hay nada mejor en el mundo que un rebaño de cabras en los montes.
DE TERRENOS Y CASAS EN VENTA, O TIETA EN EL MUNDO DE LOS NEGOCIOS INMOBILIARIOS.
EL dueño de una curtiembre fue quien indicó a Tieta la casa de doña Zulmira.
Del brazo con su esposa, doña Aída, don Modesto Pires había visitado a su festejada coterránea al día siguiente del desembarco, apurado por conocer mejor a la emisora de los cheques mensuales que él descontaba. Tenía un vago recuerdo de la muchachita que pastoreaba cabras, enamoradiza, echada de la casa del padre y que ahora regresaba viuda y rica. Admiró su cuerpo y su imponencia, el buen gusto de su peluca, la pollera con un tajo al costado, refinamientos debidos a su posición social y al nivel alcanzado en São Paulo. La comparó con Carol, otro pedazo de mujer, muy distintas una de la otra, pero ambas fuertes, deseables, mujeres para la cama.
Pocos días después, acompañada de Leonora y de Ricardo —de sotana— Tieta devuelve la visita. Modesto y doña Aída la reciben con los brazos abiertos y la tratan como a una reina: licor de jenipapo, torta de mijo, dulce de banana en rodajas, confites.
—Doña Aída, esconda esas tentaciones, estoy engordando demasiado, me voy a poner como una ballena.
—Pero por favor, está usted muy bien.
Leonora se deleita con el dulce de banana en rodajas, Tieta promete:
—Después te digo cómo llaman aquí a ese dulce…
Risas en la sala. Pires se comporta como un hombre de mundo, liberal:
—Si lo quiere decir, no tenga vergüenza, doña Antonieta. Aída y el padrecito se tapan los oídos.
—Locuras mías. Soy una caradura. Discúlpeme, doña Aída. Lo que quiero pedirles es un consejo.
Nadie mejor que Modesto Pires para aconsejar sobre casas y terrenos. Es un hombre rico importante cosechador de mandioca en Rocinha, criador de cabras y ovejas, propietario de una curtiembre, de tierras a orillas del río, hasta donde se pierde la vista, y en las inmediaciones de Mangue Seco tiene varias casas alquiladas, una de ellas por Elisa.
—En cuanto al terreno en Mangue Seco, yo mismo le puedo ofrecer uno. Buena parte de esa zona de cocoteros me pertenece. Tenemos allá una casa de veraneo, para recibir a los nietos, el único problema es que no vienen.
Doña Aída no esconde su pena: sólo su hija mayor, casada con un ingeniero de la Petrobrás y que vive en Bahía viene para las vacaciones y trae a sus dos hijos. El hijo, es médico, ejerce en el interior de São Paulo, y es socio de un sanatorio, se casó con una paulista, promete mucho, pero nunca se decide. Tampoco su hija menor: vive en Curitiba, el marido es paranaense, empresario, constructor. Para ver a sus hijos y nietos, doña Aída tiene que viajar, tomar un avión en Salvador, se muere de miedo. Antonieta simpatiza con la quejosa:
—La vida en el sur es muy absorbente, nadie tiene tiempo para nada. Por eso quiero comprarme una casa aquí y un terreno en la playa.
Ahí mismo acordaron los detalles del lote en Mangue Seco, vecino al del comandante Darío, quien también se lo compró a Modesto Pires. Todo depende de que a ella le guste, naturalmente.
—Le va a encantar, el lugar es lindo y está a resguardo de la arena y de la lluvia. Desde allí hasta las dunas se llega rápidamente, una caminata, buena para mantener la forma.
—Es muy bonito, —afirma doña Aída—. Ojalá que pueda venir siempre, así aumenta nuestra colonia de veraneo. Dentro de unos días estaremos allí, en seguida que lleguen Marta y Pedro. —Se refiere a la hija y al yerno ingeniero.
—Nosotras iremos con el comandante este fin de semana. Estoy contando los minutos. Ya hace casi veintiséis años que no veo la playa de Mangue Seco.
Modesto Pires informa:
—En cuanto a la casa en el pueblo, se que doña Zulmira quiere vender la suya, ya me la ofreció. No me interesó. Comprar casa para alquilar en Agreste, es meterse en gastos. Los alquileres están bajos, las casas siempre precisan arreglos, los pagos se atrasan. Tengo algunas, vivo haciéndome mala sangre con ellas. Pero la de doña Zulmira vale la pena. Tiene una buena construcción y el terreno está plantado. Se quiere deshacer de ella para donar el dinero a la iglesia. Tiene miedo de que si ella muere, el sobrino haga como los parientes del finado Lito, que llevaron el caso a la justicia, debido al testamento por el cual él le dejó todo lo que tenía al cura, para que pudiera dar misa. No sé quién aconsejó a doña Zulmira vender la casa y dar en seguida el dinero a Nossa Senhora de Sant’Ana. La viejita sólo ocupa un pedazo de la residencia: un cuarto, la cocina y el baño, el resto está clausurado. Se debe de estar arruinando.
—¿Y ella dónde va a vivir?
—Tiene otra casita, pequeña, sin alquilar. Va a vivir allí.
—¿Usted no sabe cuánto quiere?
—Ya le digo —Modesto Pires va a buscar un portafolios, retira un papel—. Aquí está la cantidad, escrita por ella.
—¿No es barato?
—Tal vez para usted. Para Agreste es razonable. No digo que sea cara, pero esa casa aquí no tiene valor. Fíjese por la calle: hay tantas abandonadas, en ruinas… Como dice mi hija Teresa, la que vive en Curitiba; Agreste es un cementerio.
—¿Un cementerio? Si Agreste, con el clima que tiene, con esa cantidad de frutas y pescados, con esa agua santa es un cementerio, ¿qué se puede decir de São Paulo?
—São Paulo, doña Antonieta, es todo grandeza, con aquel parque industrial, aquel movimiento, aquellos edificios, toda una potencia. ¡Pero qué idea la suya, comparar Agreste con São Paulo!
—No estoy comparando, don Modesto. São Paulo es la ciudad ideal para quien quiere ganar dinero. Pero para vivir, para descansar y gozar de un poco de sosiego, cuando ya nos cansamos de trabajar y de ganar dinero…
—¿Y hay quien se canse de ganar dinero? Dígame, doña Antonieta, porque yo no conozco a nadie.
—Sí lo hay, señor Modesto.
—Tieta piensa en madame Georgette, dejando el negocio de lado y embarcándose para Francia, en el auge de su éxito financiero.
—Pues yo no lo creo, perdóneme. —Cambia de tema—. Supe que usted mandó telegramas a São Paulo para que la Hidroeléctrica nos mande luz.
—Telegrafié a dos amigos de mi finado marido, puede ser que dé resultado. Creo que me estiman.
—¡Dios lo quiera! Están diciendo por ahí que uno de los dos es el doctor Ademar. ¿Es verdad?
—Sí. Lo he tratado mucho y le conseguí unos cuantos votos para las elecciones. Felipe no lo votaba, cosas típicas del paulista que se siente noble. Pero se llevaban muy bien y conmigo siempre fue muy atento.
—Para mí —sentenció el dueño de la curtiembre—, es un gran hombre. Roba, pero da provecho. Si todos fueran como él, seríamos rivales de los Estados Unidos. ¿No le parece, doña Antonieta?
—Soy una ignorante en esos tejes y manejes políticos; don Modesto. Pero sí le digo que tener amigos es una gran cosa. Por suerte yo los tengo.
—Si usted consigue la luz de la Hidroeléctrica, el pueblo la va a entronizar en el altar mayor de la Matriz, junto con la Senhora de Sant’Ana.
—¡Qué idea tan descabellada! —Antonieta ríe a las carcajadas.
DONDE TIETA RECHAZA LA OFERTA DE DOÑA ZULMIRA Y EN CAMBIO SE ENCUENTRA CON UNA PROPUESTA SUYA RECHAZADA POR EL PADRE, POR EL CUÑADO Y POR ELISA, ¡POBRE ELISA!
Alguien, cuyo nombre no interesa, había aconsejado a doña Zulmira vender la casa y colocar el dinero en el necesitado altar de la iglesia, libre de impugnación, lo cual le aseguraría un lugar en el cielo, a la derecha de Dios y entre los más justos. Quién sabe si no fue la misma voz divina que le aconsejó pedir a la ricachona de São Paulo, el doble del precio propuesto a Modesto Pires. Por primera vez funcionaba en Agreste una oficina inmobiliaria.
Si Antonieta no hubiese sabido el precio anterior, tal vez ni habría discutido, pues aunque fuese el doble, la vivienda era amplia y fresca, estaba ubicada en el centro del terreno, con jardín y árboles, no le parecía cara. Sin embargo tenía terror a ser explotada. Sabía cuál era el valor del dinero. Era generosa, pero no derrochona. Perpetua se engaña al juzgarla. Había pasado de las suyas, conserva vivo el sabor amargo de la miseria. Lo que a duras penas pudo juntar le costó esfuerzo, habilidad, tacto y malicia, no piensa desperdiciar su peculio. Muerto Felipe, la fuente se secó. Rechaza la propuesta de doña Zulmira, ofrece la misma cantidad pedida a Modesto Pires. Todavía no tuvo respuesta.
En esa luna de miel con su familia se da cuenta de los intereses encubiertos de cada uno, de la mayor o menor avidez que los mueve, sólo escapan de ello los sobrinos, todavía puros, fuera del mezquino círculo donde se mueven los demás. Los parientes se aprovechan de ella mucho más que los mendigos.
Como le preocupaba que Asterio tuviese que pagar alquiler, había propuesto que una vez comprada la casa de doña Zulmira u otra semejante, con las mismas comodidades, los dos matrimonios podrían vivir juntos: el padre y Tonha, Asterio y Elisa. Por separado, consultó a unos y otros.
—No, querida, ¡no me obligues a eso! —el viejo golpea el bastón en el piso, larga una escupida negra, de tabaco mascado—. Elisa no piensa más que en modas y figurines y pone la radio a todo lo que da. Y aquí. Entre nosotros, Asterio no vale ni un pedo. Tengo que estar controlando que no toque el dinero que tú me mandas. Pero ya que no hay otro remedio, si te parece, me voy a vivir con ellos. Pero ten piedad de tu padre, evítale ese disgusto. Podría ser mi fin.
Tieta termina riéndose, ¿qué otra cosa puede hacer? El Viejo, fuerte, sano y mandón se hace el débil y humilde para no vivir con la hija y el yerno.
—¿Y si fuese con Perpetua, usted aceptaría, papá?
—¡Dios me libre y guarde, hijita! Antes de eso prefiero morir. Prefiero que me claves un puñal en el pecho, antes de pedirme eso.
—Usted no tiene arreglo.
—Contigo podría vivir, querida. Tú eres recta, saliste a mí. Nos llevaríamos bien.
La reacción de Asterio y Elisa no es menos categórica:
—Mientras podamos pagar el alquiler, Elisa y yo preferimos vivir solos. No es por Tonha, pero Zé Esteves es un hueso duro de roer. Además se la agarró conmigo, se disculpa Asterio.
—Papá te trata bien sólo a ti, con nosotros anda a las patadas. ¿Te imaginas viviendo todos en la misma casa? ¿Quieres que te diga una cosa, querida? Yo no tengo ganas de tener casa propia en Agreste. Es más, prefiero no tenerla.
Tieta no preguntó por qué. Sonrió a su hermana, pobre Elisa.
—Si es así, no se habla más del asunto.
OTRO FRAGMENTO DE LA NARRACIÓN, EN EL CUAL DURANTE EL LARGO VIAJE EN EN COCHECAMA, DE LA CAPITAL DE SÃO PAULO A LA DE BAHÍA, TIETA RECUERDA Y CUENTA EPISODIOS DE SU VIDA A LA BELLA LEONORA CANTARELLI.
—Cuando me di cuenta de la intención de Jarbas: quería que yo trabajara de puta para quedarse con la ganancia y poder sustentar sus placeres, me dio una rabia bárbara, casi me vuelvo loca. Lo más difícil fue arrancar ese amor clavado en mí, en todo mi cuerpo. Me había enamorado, estaba totalmente entregada. Por primera vez no era sólo por el placer de la cama, era algo diferente y tan lindo…
Jarbas la Comparsita subsistía con razonable desahogo gracias a su físico de gigoló latinoamericano que filma en Hollywood. Esbelto, con cuerpo de torero, cabellos negros y lacios a fuerza de brillantina, bigotito, uñas manicuradas, una larga boquilla y ojos fatales. Por todos lados las laboriosas trabajadoras estaban reunidas en cooperativa para sustentar los gastos del galán. Cuando era necesario, las amenazaba o les daba unas cachetadas. Lo importante era recolectar lo suyo. Pero para llegar a buen resultado, era indispensable que la obligación estuviese precedida de palabras dulces y conquista, hasta que la recluta llegase al delirio: haz de mí lo que quieras, mi amor. Jarbas poseía una voz agradable, cantaba tangos y a veces decía que era argentino.
Cuando se le declaró a Tieta y le habló de amor, diciéndole que estaba dispuesto a vivir con ella para siempre, y consideró las ventajas de dinero e importancia social, no fue la perspectiva de largar la calle, tener marido e hijos lo que la arrojó en sus brazos.
—Yo no pensaba en nada de eso. Estaba loca por él, no hacía falta que me prometiera cosas. Si me hubiese llevado a vivir con él, en una casa que fuese nuestra, me hubiera sentido reina, estaba más que bien. Pero si hubiese querido visitarme por las noches, después de sus ocupaciones, para acostarse conmigo y hablar de cualquier pavada, tomarme la mano, decir palabras dulces, cantar en mi oído derritiéndome toda, eso me hubiera bastado. Estaba ciega de amor.
Cuando ellas estaban prendidas sin remedio a la melosa labia y a su innegable competencia en los embates de alcoba, entonces Jarbas decretaba la ley, dictaba los ítems del reglamento financiero de la pareja: para él, como mínimo, un setenta por ciento de las ganancias diarias. Gigoló de tal status no puede ser barato. Empéñate en el trabajo, nada de perder el tiempo, ¡puta de mierda!
—Yo estaba enceguecida, apasionada al máximo, viviendo el más violento de mis amores y hasta había comenzado a acariciar la idea de vivir con él, largar el oficio, ser como la gente, ¿te imaginas? Fueron todas triquiñuelas para hacerme entrar. Después, era igual a los tangos que cantaba, la comparsa de miserias sin fin, y ahí comprendí el porqué. Me dio rabia contra él y contra mí. Antes de que terminara de hablar, agarré saco y pantalón, camisa y corbata, tiré todo en el corredor: fuera de aquí, ¡mierdón!
Jarbas no esperaba semejante revolución y furia. Sólo de vez en cuando algún gesto de disconformidad o llanto. Poca resistencia. En seguida empezaba con su labia, intimidación, violencia y en último caso consuelo y argumentos decisivos. Pasó por toda la escala con Tieta y perdió su tiempo.
—Primero se hizo el manso, después me gritó y hasta me levantó la mano. A mí qué me hacía, ¡imagínate! Yo, acostumbrada a andar con cabras y chivos, Tieta de Agreste, curtida en el mar de Mangue Seco. Me di cuenta de que su pelo no olía, apestaba a brillantina. Se fue corriendo. Pero, después que se fue…
—¿Qué pasó, madrecita?
—Lloré como una cabrita destetada. No por él sino por la decepción, por mis sueños inútiles. No hay nada peor que soñar, querida.
—Yo sueño tanto…
—Quien sueña, paga caro. Lo bueno es querer. Empecé todo de nuevo, ese favor se lo debo a Jarbas la Comparsita. Me dije a mí misma: seguiré siendo puta, pero de alto nivel. A partir de ese momento llegué a lo que soy.
—¿Nunca más te enamoraste, madrecita?
—Pasión como aquélla, de perder la cabeza, nunca. Querer, quise a algunos. Sobre todo a Felipe.
Después que Felipe murió, Tieta no había retirado el pijama y las chinelas del cuarto, como si él pudiese volver en cualquier momento y de sorpresa, como siempre, para besarla y sonreír.
—Con Felipe fue distinto, duró casi veinte años. Cuando me conoció yo todavía era joven y medio traviesa.
—Él estaba loco por ti, madrecita.
—Él encontraba en mí el otro lado de la vida, alegría, descanso. Yo tampoco sé definir mi sentimiento. Amor, amistad, gratitud, mezcla de las tres cosas. Por eso vine, porque él murió y me quedé sola de nuevo, como al principio. Para atar las dos puntas del ovillo y hacer un nudo, unir el principio y el fin.
—¿El fin, madrecita? ¿Tan joven, tan linda y con tantos pretendientes?
—No estoy hablando de eso, todavía no se apagó el fuego, ¿se apagará algún día? Creo que sólo con la muerte. Quiero sumergirme en lo que fui, saber cómo sería si me hubiese quedado en Agreste en vez de ir a São Paulo. Quiero bañarme en la Bacia de Catarina, en el río, enterrar los pies en la arena de las dunas de Mangue Seco. Sólo eso. Y que tus pulmones se llenen de aire puro para que se cure tu anemia.
—Madrecita, ¡eres tan buena!
—¿Buena? Soy buena y mala; cuando estoy con rabia no hay quien me aguante, soy una perra.
—Ya fui testigo, madrecita. Pero la rabia pasa y lo que queda es la bondad.
—Aprendí sufriendo. Algunos cierran el corazón, otros lo abren, el mío se abrió de par en par. Porque encontré a Felipe. Si no lo hubiese conocido, tal vez sólo habría crecido maldad en mí, engordando en la amargura. Para serte sincera, no lo sé. Dicen que soy mandona.
—Creo que ya naciste como eres, madrecita. Naciste para ser pastora y cuidar tu rebaño.
DEL BAÑO EN EL RÍO CON LOS SOBRINOS, EL ATREVIDO Y EL RECATADO.
Tieta se divierte con los sobrinos. Peto es un travieso o atrevido, se lo pasa rondando alrededor de ellas, la tía de São Paulo y la bella hijastra, cuando no está en el bar, aprendiendo lo que no debe. ¿Lo que no debe?
—Este chico es mi cruz. Lo castigo, le doy con el cinto y nada. En vez de estudiar, se lo pasa en el bar aprendiendo porquerías… ¡qué disgusto! —Perpetua se siente herida al constatar la ausencia del menor.
—¿Porquerías? —a Antonieta le encanta provocar a su hermana y escandalizarla—. Deberías saber que esas cosas se enseñan en los colegios y leí en el diario que va a ser obligatorio, desde la primaria.
—¿Qué? ¿Obligatorio?
—Clases de educación sexual para niños y niñas.
—¡Dios mío! —se hace la señal de la cruz, toma el rosario, el mundo está perdido.
Aparece Peto, feliz de la vida, con aire despreocupado, sus ojos se deleitan en los pechos que asoman, en las piernas y muslos a la vista; se va a indigestar, Tieta sonríe. Viene para recordarles que habían programado ir a bañarse al río esa mañana. Perpetua ordena a Ricardo que se prepare para acompañar a la tía. Irán a la Bacia de Catarina.
En el camino, cargado con los instrumentos de pesca, Peto conversa con Leonora:
—Mamá dice que eres mi prima, ¿es cierto?
—Claro que sí, Peto. ¿Estás contento de tener una prima tan feúcha?
En el bar, Peto oye a Osnar cuando provoca a Seixas, que está siempre ocupado en llevar a sus primas al cine, a bañarse al río, a pasear. Son varias: Maria das Dores de allá, mi prima Lourdinha de acá, mi prima Lalita llegó del campo. Osnar canturrea cierta melodía italiana que dice: Come prima… quien tiene prima, come prima. Aplicado, Peto se educa en el bar.
—Contento, por demás. ¿Dices que eres feúcha?, —la mirada atrevida atravesando la salida de baño—. Eres despampanante. Don Ascanio está enamorado.
—¿Quién?
—Muerde aquí —extiende el dedo meñique—. No me vas a decir que no lo sabes, ¡caramba!
Mezcla las expresiones de su tierra con el gíria[29] que oye por radio, fanático de los programas para gente joven. Tieta y Ricardo quedaron atrás.
—Me encanta la tía.
La Bacia de Catarina es una pequeña ensenada en la curva del río, donde las márgenes se separan a mayor distancia. La corriente serpentea entre piedras, guijarros y rocas, aguas claras, límpido abrigo. De allí puede verse el embarcadero, los barcos, las canoas, la lancha de Eliezer. En las márgenes, escondidos entre las rocas, están los discretos rincones que ocultan amores; el pasto está aplastado por el peso de los cuerpos.
Antiguamente había horarios, para que los hombres y las mujeres se bañaran separados en la Bacia de Catarina dos veces por día, por la mañana y por la tarde. Cuando aparecieron los trajes de baño y la evolución de las costumbres —las costumbres evolucionan también en Agreste— desaparecieron los horarios y la separación. Por la mañana temprano se puede encontrar a don Edmundo Ribeiro, Aminthas y Fidelio. Seixas que generalmente anda de juerga con Osnar hasta el amanecer, llega más tarde, acompañado por sus primas. Las lavanderas friegan la ropa en las piedras. Cuenta la leyenda que Catarina fue lavandera en serio:
Por ahí anda Catarina
Con su bacia
El patrón atrás.
El agua está fría
Caliente la bacia
De Catarina.
A eso de las seis aparece Carol, pasa en silencio, sin hacer caso a nadie, todos la espían. El agua está fría y la bacia[30] caliente, en la de Carol sólo entra Modesto Pires, ¡qué despropósito!
Antonieta y Leonora, ambas vestidas o mejor dicho desvestidas con diminutos bikinis, se acuestan sobre las piedras.
Extendidas de espaldas, se desabrochan los corpiños para quemarse mejor, hay cada cosa prohibida, digna de verse. Ricardo se zambulle y se va nadando lejos. Peto tira el anzuelo bien cerca, aprovecha, los ojos van y vienen. El mejor baño es a la noche, bajo la luna. Cuando haya luna llena vendrá con Ascanio, ya quedaron así.
Tieta admira a Ricardo, que nada dando enormes brazadas, zambulléndose, cruzando el río, todo un joven atleta, de cuerpo moreno, musculoso. Alguien se acerca, se acuesta sobre las piedras: es doña Edna, les desea buen día. Está acompañada por Terto, su marido, aunque no lo parezca. Ricardo llega desde la ensenada, Tieta acompaña la mirada de doña Edna que envuelve al muchacho; a la muy puta le deben de gustar los niños, ahí está mordiéndose el labio, inferior. ¿No se da cuenta de que todavía no está a punto, que está demasiado verde? Descarada, sin vergüenza. Ricardo se acerca, sale del agua, se sienta en las piedras al lado de su hermano, sonríe a su tía y a Leonora. Doña Edna, atrevida, dice:
—Buen día, Ricardo.
—Buen día, doña Edna, no la había visto.
—¡Qué bien que nadas!
—¿Yo? Peto nada mucho mejor.
También doña Edna se bajó los breteles del traje de baño y Ricardo desvía la vista mientras Peto mide y juzga. No hay comparación posible las tetas de la tía y de la prima ganan por lejos y dan ganas de besarlas. Tieta sigue la escena, se echa de costado, apoyada sobre un codo. Casada y puta, esta doña Edna. Y el marido ¡qué flor de cornudo! ¿Antonieta está enojada? ¿Se volvió puritana o protege la integridad de la familia y de la iglesia? El sobrino no está a punto, ni siquiera maduro.
Peto, travieso, osado, sin noción de respeto, toca el brazo de Ricardo y le dice en secreto:
—Los pelos de la tía se salen del bikini.
—¿Los pelos?
—Los de abajo, espía. Los pelos.
Ricardo no espía; mira a su hermano con severidad, como censura y advertencia, se tira al río nuevamente. Peto no le hace caso; Cardo está fuera de onda, es un anticuado.
Mientras pasa crema por la espalda de su esposa —el marido debe de ser medio sirviente— Terto se dirige a Tieta:
—Es verdad, doña Antonieta, que usted…
—Telegrafié, es verdad. ¿Usted hizo alguna apuesta? ¿Cree que va a haber luz o no?
—Yo no aposté, ¿de dónde voy a sacar dinero para apostar? Edna cree…
A Antonieta no le interesa la opinión de doña Edna. ¡Vagabunda! Se prende el corpiño; durante la operación, los pechos aparecen duros, opulentos, no como esos flanes que doña Edna se obstina en exhibir. Se pone de pie, de un salto se zambulle en las aguas de la Bacia de Catarina y con enormes brazadas se dirige adonde está Ricardo, en el medio del río. Peto larga caña y anzuelo y convida a Leonora:
—¿Vamos?
Doña Edna estudia al muchacho, seguro que todavía no se le para el pito.
DEL MASAJE CON ORACIÓN.
Ricardo se tira al agua y huye en las aguas del río. También se zambulle en las hojas del libro, a la hora de hacer los deberes, después el paseo, el fútbol, la pesca; el baño diario es antes de almorzar. Cuando vuelve del baño, chorreando agua, la tía se sienta frente al toilette, delante del espejo, toma dos tubos de crema, los potes, los frascos. El perfume fluctúa, se expande e invade las fosas nasales del muchacho. Del sobrino mayor, tan atento y recatado. Siempre dispuesto a obedecer a la tía y a la prima —Perpetua le recuerda: no olvides que Leonora es tu prima— pero no las sigue, no espía contornos y volúmenes, con ojos pícaros, como el menor. Al contrario, aparta la vista, la desvía para otro lado cuando un seno aflora o una sombra se ilumina bajo robes y shorts.
Se hunde en los libros, huye gracias a los abstractos teoremas de álgebra. Necesita mantenerse atento, no se debe distraer, pues ni bien lo hace, los ojos rumbean al cuarto donde la tía, de puerta abierta y sin ningún cuidado, se embellece. Si espía a la tía, tiene absoluta seguridad de que cometerá un pecado mortal. ¿Y cuando ve sin querer? A pesar de sus esfuerzos, a veces es imposible no ver los atributos en exposición.
Pensar es peor que ver. No había visto los pelos de la tía; cuando Peto se los hizo notar, se tiró al río. Pero cuando estaba nadando se los imaginaba. Todo el mundo imagina sin querer, aunque no quiera, es la manera por la que Dios pone a prueba la fe, el celo de los elegidos. Hay que controlarse; vencer los malos pensamientos.
¿Y los sueños? Eso sí que no se puede controlar. Cosme, un asceta, lo había puesto en guardia contra los sueños, en ellos el demonio tienta a los hombres, ni los anacoretas se escaparon. Se puede pecar durmiendo. Cosme aconseja desparramar granos de trigo o feijão sobre la sábana, acostarse encima, para castigar la carne. En la hamaca es imposible.
En la hamaca, entre sombras, oye y percibe a la tía, en su toilette nocturna, mientras se quita el maquillaje. Con cerrar la puerta no resuelve nada, al contrario. Con la puerta abierta todo se reduce a pequeños ruidos de potes y frascos, limitadas muestras, vislumbra algunas formas que surgen de la robe. Pero su imaginación no tiene límites, cuando cierra la puerta la bata se abre entera y ¡el camisón es tan corto! Sólo las oraciones pueden desviar vista y pensamiento.
De cualquier manera, ya sea de día o de noche, el combate con el diablo es arduo, sólo con la ayuda de Dios puede vencer. En su pupitre, antes del almuerzo, trata de sumergirse en el estudio de las matemáticas o la historia, mientras, en el cuarto de enfrente, la tía se pinta y se perfuma. Los teoremas de álgebra, los navegantes portugueses. Es imposible concentrarse, el perfume despertó sus sueños en el seminario y aquí lo deleita.
—¡Cardo!
—¿Qué, tía?
—¿Estás ocupado?
—Estoy estudiando, es mi hora. Pero si quieres algo.
—Sí, ven aquí.
Ricardo deja el libro, entra en el cuarto.
—Pásame crema sobre los hombros y hazme un masaje, con la mano abierta —aprieta el tubo, le pone la crema en el hueco de la mano—. Primero la desparramas y después me masajeas con las manos y los dedos.
Se baja la bata, exhibe su espalda desnuda; con la mano, la sostiene sobre los senos, así está presentable, menos mal. Se curva para facilitar la tarea del sobrino. Ricardo desparrama la crema y comienza, medio torpe, a refregarle los hombros. —En la espalda, hijo.
Éste no tiene maldad, si fuera el otro, ya estaría tratando de ver la curva del busto a través de las puntillas. El muchacho siente el dulce aroma de la crema, la suavidad de la piel. No puede taparse la nariz ni retirar las manos. Siente, sin querer sentir. Está poseído por el demonio, lo siente en los dedos, en la nariz. ¿Qué hacer, Señor? Rezar, ésa es el arma que Dios entregó a los hombres para vencer las tentaciones, para derrotar al enemigo. Padre Nuestro que estás en los cielos…
—Fuerza, mi amor.
Antonieta se inclina aún más, la mano ya no sostiene la robe. Ricardo desvía la mirada pues un seno, suelto, surge entero, moreno, voluminoso. ¿En qué parte de la oración paró? No nos dejes caer en la tentación…
—Basta, querido, muchas gracias.
Al agradecer, se da vuelta mientras sonríe y sorprende al sobrino moviendo los labios.
—¿Qué estás haciendo? ¿Rezando?
Larga una carcajada, Ricardo se muere de vergüenza, está todo colorado de irritación.
—¿Tienes miedo de mí? No soy el diablo.
—¡Oh!, tía.
—Hacer masajes en la espalda de la tía no es pecado.
—Ni lo pensé. Tengo la costumbre de rezar mientras hago algún trabajo manual. —Para peor, miente.
—Entonces dame un beso y ve a estudiar.
El menor no la besaría con ese rozar de labios en la mejilla.
Peto es un peligro. Ni Tieta tenía semejante desparpajo a los doce años, ni tanta urgencia.
DE LOS ALEGRES DÍAS CASI TOTALMENTE LIBRES DE PREOCUPACIONES.
El programa de festejos continúa y se intensifica. Días alegres, despreocupados, felices; días para pasear, charlar, quedarse tirado en la hamaca, oyendo el canto de los pajaritos en infinita paz.
Mientras oye el gorjeo del pájaro sofrê, acostada en la hamaca que está en la terraza, Leonora Cantarelli se pregunta cómo es posible que la vida sea tan maravillosa. En un momento dado, Ascanio pasa para desearle buen día. Sigue camino hacia la Municipalidad. Según cuenta, en el pueblo hierven las discusiones sobre el problema de la electricidad: ¿Tieta obtendrá o no la instalación de los postes de la Hidroeléctrica a través de sus relaciones paulistas, aquellos políticos mandones? Unos dicen que sí, otros que no, los últimos son mayoría. Nadie duda de la riqueza y de la importancia social de la viuda del comendador Cantarelli, pero de ahí a mover a gente tan importante como el gobernador y los senadores, hay mucha distancia. De cualquier manera, es un tema interesante para conversación, debates, para matar el tiempo y las largas horas que se arrastran. Dichosas, en la opinión de Leonora.
Después de saludar a las señoras y comentar la polémica de la luz eléctrica, Ascanio se dirige al trabajo. Leonora, con el rostro encendido, la cabellera rubia, la risa de cristal, finísimo cristal de baccarat para los oídos del joven, le hace adiós con la mano desde la puerta de la casa. ¿Adiós? Hasta luego, hasta dentro de poco, pues él pasará de nuevo, medio tímido, con recelo de ser inoportuno. Pero si demora en llegar, Leonora protesta, su queja es dulce:
—¿Por qué demoraste?
—Tengo miedo de parecer pesado.
—Si repites eso, me enojo.
Habían subido y bajado el río en la canoa de motor del comandante, lenta pero segura, en la lancha de Eliezer y en el bote veloz de Pirica. Siempre con una numerosa y alegre comitiva. Finalmente el sábado irán a Mangue Seco, Tieta y Leonora serán huéspedes de doña Laura y el comandante Darío. El secretario de la Municipalidad, restablecido, por lo menos en apariencia, del viaje a Paulo Afonso, anuncia a la bella Leonora Cantarelli:
—Ya tomé las medidas necesarias para que haya una luna deslumbrante para ti. ¿Sabes que no hay cosa más linda en el mundo que una noche de luna llena en Mangue Seco?
—Tiene que ser una luna maravillosa, si no, no acepto.
—Quédate tranquila, se lo encomendé a San Jorge.
Una luna para enamorados, eso es lo que ella querría decir, pero se contiene, todo es demasiado nuevo e inesperado, es un antiguo sueño que de súbito se hace realidad. Demasiado tarde. A Ascanio también le gustaría decir: encargué una luna para enamorados, pero ¿.de dónde sacar coraje? Es un pobre y vulgar empleado municipal, ¿cómo elevar sus ojos a la millonaria heredera? Ni en sueños. Igual piensa Leonora, piensa Ascanio, son días plenos, venturosos, benditos. Lo mejor es no pensar.
A mitad de semana, fueron a comer a casa de doña Milu. Doña Carmosina había anunciado un extraordinario menú, una omnipotencia de platos de la más alta calidad, para deleitar al paladar más fino del sur. Leonora nunca había oído hablar de la mayoría de esos bocados.
En la sala repleta de bibelots, recuerdos de una época de abundancia —abundancia de los Sluizer, consumida por el finado Juvenal Consolação, amigo de lo bueno y lo mejor, sólo quedaron los bibelots y el tenaz amor a la vida de la madre y la hija—, Leonora pregunta a Ascanio:
—¿Teiú? ¿Qué bicho es ése? ¿Es un ave?
—Un lagarto.
—¿Y se come?
—Es una delicia. Es más rico que pollo. Ya lo vas a probar.
Doña Milu viene de la cocina y anuncia:
—La carne-de-sol ya está casi lista, el pirão de leche también. La fuente de maturi ya se está dorando al horno.
Leonora se acuerda de otra conversación y pregunta:
—Hablando de comida, madrecita, ¿cómo se llama aquel dulce de banana que comimos en lo de doña Aída? Dijiste que me lo dirías…
Risas maliciosas, Ascanio lleno de vergüenza, Perpetua frunce el entrecejo; quien explica todo es la dueña de casa, doña Milu, la edad concede privilegios:
—Dulce de puta; hija mía. Dicen que en todos los prostíbulos hay de ese dulce. ¿No es así, Osnar?
—¿Justo a mí me pregunta, mariscala? A mí que no me gustan los dulces y no frecuento esos lugares… pregúntele al teniente Seixas que es cliente… —Además de libertino es cínico.
Comida de muchos invitados: las homenajeadas, Perpetua, Elisa y Asterio, Barbozinha, Ascanio, la patota del billar. El comandante y doña Laura están en Mangue Seco.
Los platos se suceden, la fuente de maturi merece halagos, Barbozinha la proclama digna de un poema, por lo menos de un brindis, corre la cerveza la conversación se mezcla con travesuras, risas y algunos chistes de mal gusto. Estos últimos debidos a Osnar y a Aminthas, a propósito de la lírica melancolía en que se consumen Leonora y Ascanio: ella soñadora, él ansioso. Se retiraron a la terraza, quieren estar solos. Doña Carmosina, está enternecida, le encanta hacer de Celestina, quiere éxito total y casamiento —fiesta no muy frecuente en Agreste—. Sería tan lindo que todo saliese bien. Mientras él se recupere del golpe que le ocasionó Astrud, la víbora traicionera, y ella del fracaso de su noviazgo con el innoble cazador de dotes. Sería un cielo azul, sin nubes.
—No se queden ahí murmurando, cretinos. ¿No creen que es un lindo cuadro? ¡Ella es tan mimosa! —doña Carmosina señala a la pareja mientras entre suspiros mastica teiú y maturi—. Ascanio se ganó el primer premio en la lotería del amor.
—Lotería del amor, vulgarmente conocida como golpe do bau[31] —se burla Osnar—. En cambio, perdemos a nuestro futuro alcalde.
—No veo por qué.
—Coronela, por el amor de Dios… ¿Dónde está la riqueza? En São Paulo.
—Leonora ya dijo que esto le gusta más.
—Eso lo dice ahora, influida por la pasión. Después eso pasa. —Aminthas es escéptico, tal como corresponde a un humorista. —Noviazgo sin futuro, Carmosina. No van a seguir.
—Además la generala no va a dejar que su hijastra se quede aquí, aunque ella se lo pida. Si Ascanio quiere, va a tener que ir a São Paulo. —Osnar retorna. —¿Y quién va a ser alcalde? Si fueras tú, coronela, cuenta con mi voto.
La generala se empacha mientras oye sin prestar atención la conversación de Barbozinha, que se declara cocinero de primera; por otro lado, no existe profesión que él no conozca a fondo y ha ejercido todas a la perfección. Tieta aprueba con la cabeza o con monosílabos, mientras muy alarmada comprueba que está engordando, dentro de poco no le cabrán los vestidos. Le gustaría ser como Leonora que no engorda. Pasó tantas necesidades que quedó flaca para el resto de la vida. Busca a la hijastra con los ojos. Allá está, en la terraza, derretida al lado de Ascanio. Semejante cabrita, sufrida y buena, merece más que nadie ser feliz. ¿Podrá Ascanio hacerse cargo de ello? Tieta cree que no. Aunque se lo propusiera, en Agreste sería imposible.
Doña Milu y doña Carmosina se unen a Tieta y al poeta:
—Nunca vi a nadie tan enamorado como Ascanio —doña Carmosina no piensa en otra cosa—. ¿Crees que Leonora le corresponde?
—No sé… ella sufrió mucho, ya te conté, Carmo. Tuvo un novio que lo único que quería era su dinero, doña Milu. Fue una decepción muy grande que la marcó hasta hoy.
Barbozinha confía en la fuerza del amor:
—Nadie muere de amor, de amor se vive.
—Sinvergüenza, después dices que te morías de amor por mí. Desencarnas y reencarnas con mucha facilidad.
—Vivo muriendo por ti, Tieta. Si leyeses mis versos, lo sabrías.
—Don Barbozinha es mejor cuando miente que cuando rima. No hay otro mentiroso que se le acerque por aquí —afirma doña Milu y cambia de tema—. ¿Y la casa, Tieta? ¿Encontraste otra a tu gusto?
Todos están al tanto de la sorprendente alza de precios ocurrida desde la llegada de las paulistas ricas.
—¡Son unos descarados! Como si yo fuese paulista y no hubiese nacido y me hubiera criado aquí, es una explotación. Pero si doña Zulmira baja el precio, termino comprando, es la casa que yo quiero. Vi otras, pero ninguna me gustó.
Salen tarde de la casa de doña Milu. Ascanio las acompaña hasta la puerta de la casa. Perpetua está muerta de sueño, habitualmente se va a dormir a las nueve de la noche y a las seis de la mañana está firme en la iglesia para la misa. Leonora, en las nubes, con una sonrisa embobada, los ojos en blanco, parece una cabrita tonta. Tieta se encoge de hombros: en el fondo no tiene mucha importancia, no se muere de amor, de amor se vive; Barbozinha tiene razón, alguien dijo que los poetas siempre tienen razón. Después de haber pasado lo que pasó, Ascanio no podrá hacerla más infeliz de lo que fue. Le costará algunas lágrimas en el viaje de vuelta y después el olvido.
Antes de despedirse, Ascanio asume un aire solemne, propone a doña Antonieta que sea madrina de la inauguración festiva del empedrado, del jardín y de los bancos de la Plaza Modesto Pires, antes llamada Plaza do Curtume; la curtiembre está muy cerca, en la orilla del río. Obra de la Municipalidad que contó con la ayuda de ese importante ciudadano: Modesto Pires había ofrecido los tres bancos de hierro. Agradecida y adulona, la Cámara Municipal decidió cambiar el nombre de la Plaza. La ceremonia será antes de Navidad y se exhibirán los ternos de reis y los bumba-meu-boi de Valdemar Cotó.
—Doña Aída, la mujer de don Modesto debería ser la madrina. Ella o bien… —se ríe a gusto, medio mareada, abusó de los licores— ...Carol, o las dos juntas para que no haya injusticias…
Ascanio se perturba, doña Antonieta le infunde cierto temor, nunca se sabe cuándo habla en serio y cuándo no:
—Hay dos placas para ser descubiertas. Una, con el nuevo nombre de la plaza, quien va a tirar de la cinta es doña Aída. Pero la placa de las obras, en el obelisco, la más importante, yo quería que la descubriese usted. Se me ocurrió a mí y mi padrino, el coronel Artur, que es el presidente de la Cámara, estuvo de acuerdo. Me mandó a que la invitara en su nombre.
Tieta se tambalea después de tantos licores y brindis a su salud. Fue una noche encantadora, cálida, alegre. ¿Quién es ella para apadrinar la inauguración de una plaza pública? Acepta, conmovida.
—Aunque no den resultado, bastan los telegramas que mandó a São Paulo sobre la luz eléctrica. El gesto es valioso, vale la intención…
—Nada vale si no sirve para algo, mi querido. ¿Intención? ¿De qué, sirve la intención, por mejor que sea? En la vida sólo cuentan los resultados, créalo. Muchas gracias y buenas noches.
Deja a los dos en la puerta, se ríe sola, sin sentido.
DE LA EMOCIONANTE VISIÓN Y DE LA PESADILLA CON AZAROSO ÁNGEL.
Antes de acostarse, Tieta va al baño. Está risueña y se siente leve, medio borracha, casi en estado de gracia. Para que la noche fuera completa… bueno, dejemos eso de lado.
Lentamente anda por el corredor con la lámpara en la mano. Había comido como una cerda, ¿cuántos años hacía que no probaba fritada de maturi? Todos los platos estaban riquísimos, a cual más sabroso, de chuparse los dedos. ¿Cuántas veces había repetido? Todos engordaban. ¿Cuántas copas de licor de frutas —de pitanga, una maravilla; de grosella, exquisito; de rosas, perfumado; el indispensable licor de jenipapo y tantos otros—, todos embriagantes? Para completar la noche sólo falta… Cállate la boca, viuda alegre, más que alegre, libertina.
Frente al escritorio, a través del reflejo de la lámpara de mano, Tieta ve la hamaca donde Ricardo duerme. Espía desde la puerta, en la sombra distingue a su sobrino que ronca. ¿Qué es eso? Se adelanta un paso, entra. Alumbra y ve. Está todo desarreglado, el camisón se le subió hasta el pecho y no tiene nada debajo. Ella creía que estaba verde, que le faltaba mucho. Se había engañado, doña Edna tiene razón, zorra. Ya está a punto, y ¡cómo! Es desmesurado, ¡Dios mío!
¿Con quién sueña el seminarista que está tan bien armado? Seguro que no ha de ser con los santos. Semejante tesoro tan a mano y prohibido para ella, ¡qué horrible injusticia! No sabe bien por qué es un fruto prohibido, pero debe de existir alguna razón que la hace desviar la vista, dar la espalda y volver a la alcoba, con la lámpara encendida, tan encendida como ella misma. ¡Qué desperdicio!
Atiborrada, su sueño es agitado. Primero sueña con Leonora y Ascanio, los dos huyen por las calles de Agreste perseguidos por el pueblo con Posidonio y Zé Esteves a la cabeza, éste último armado con su bastón. La pesadilla prosigue con Lucas que le enseña posiciones y deleites mientras Ricardo, de sotana y alas de ángel, sobrevuela la cama. Se sube la sotana y exhibe su miembro viril. Lucas desaparece. Como un ángel caído del cielo, el sobrino le propone masajearle el cogote con el magno instrumento. Pero cuando Tieta lo va a agarrar, los brazos no le responden, están prisioneros. El ángel ya no es Ricardo, es el chivo Inácio. Ella no pasa de una cabra en celo, saltando sobre las piedras.
CAPÍTULO CULINARIO DONDE EL AUTOR OFRECE COMO BRINDIS A LOS LECTORES, CON LA INTENCIÓN DE RETENERLOS, RECETA SECRETA DE LA FRITADA DE MATURI, ORIGINARIA DEL ILUSTRE «CORDON BLEU».
Como saben o no saben, maturi es el nombre dado a la castaña del cajú, cuando todavía está verde. Nosotros, que somos bahianos, mulatos gordos y sensuales, cultivados en el amarillo aceite de dendê, en la blanca leche de coco y en la fuerte pimienta, utilizamos maturi en un plato de sabor especial. Quiero decir, en más de uno, ya que con la castaña verde del cajú se puede preparar moqueca o fritada.
Aquí nos ocuparemos sólo de la fritada, bocado ofrecido por doña Milu a la paulista Leonora Cantarelli para enseñarle las delicias de Bahía. Quien condimentó el plato, y lo sirvió a punto fue Nice, que se lo pasó en el fogón a leña donde se rompe el alma trabajando desde hace cincuenta años. Pero la receta que vamos a transcribir pertenece a doña Indayá Alves, ilustre «cordon-bleu» de la capital bahiana, profesora de arte culinario, poseedora de una vasta teoría y una larga práctica. Ella me la dio y la ofrezco como brindis a los lectores. Mientras se chupan los dedos, después de deleitarse con el sublime manjar, tal vez lleguen con más facilidad a las distantes páginas finales de este extenso folletín. Estamos en la era de la propaganda, del arte supremo de la publicidad, vivimos bajo sus reglas y una de ellas, la más probada, recomienda distribuir brindis entre la clientela, es un irresistible reclamo.
A Fulvio D’Alambert, camarada y amigo, casi le da un infarto:
—¿Receta de comida? ¿Así nomás? Por lo menos para mantener las apariencias la puedes insertar en un diálogo vivo y pintoresco entre la muchacha y la cocinera, durante el cual esta última le da la receta y de tanto en tanto es interrumpida por la paulista con preguntas y exclamaciones. Al final, ¿qué pretendes endilgamos? ¿Una novela o un libro de cocina?
—¡Qué sé yo!
La literatura tiene cánones precisos y si la queremos ejercer debemos respetados, en la opinión del erudito D’Alambert. Yo lo dudo —y si los tuvo ya no los tiene—. El otro día, un joven y genial director de teatro, buen mozo y mimado de la critica, me explicó que el texto es el elemento de menos valor en una pieza y cuanto menos el espectador lo oiga, mejor para la comprensión y calidad del espectáculo, Frente a lo cual, me atrevo inmediatamente a transcribir la receta de la especialista en coco y aceite de dendê.
Ingredientes:
dos tazas de maturi;
cuatro ristras de camarones secos;
cuatro cucharadas (de sopa) de aceite (de soja, de maní o de algodón);
tres cucharadas (de sopa) de aceite dulce, digo
de aceite de oliva, portugués, italiano o español;
tres tomates;
un pimiento;
un coco grande;
una cebolla grande también;
una cucharada de extracto de tomate; seis huevos;
cilantro y sal a gusto.
Hierva los maturis y condiméntelos con ajo, sal y extracto de tomate. Ponga los camarones en remojo durante algún tiempo, después límpielos y páselos por la máquina de picar junto con el cilantro, el tomate y el pimiento.
Ponga las cebollas a rehogar en una cacerola con aceite. Agregue los maturis y los camarones secos pasados por la máquina, con los condimentos. Deje que se concentre. Luego coloque la pasta de medio coco rallado de costado —de costado, el detalle es importante si quiere que la pasta del coco rallado sea como una crema— y la leche de la otra mitad, extraída del bagazo con ayuda de media taza de agua. Deje cocinar un poco y agregue el aceite dulce y los tres huevos batidos, primero las claras, después las yemas. Póngales un poco de harina de trigo a los huevos. Pruebe para ver si está a gusto.
Por fin, cuando todo esté suficientemente cocido, colóquelo en una asadera untada con aceite y cúbralo con tres huevos batidos, clara y yema juntos, y espolvoree con harina. Ponga a dorar en horno caliente. Retire el manjar de la asadera sólo cuando se haya enfriado.
Ésta es la codiciada receta. Lo difícil es obtener los maturis, no están en venta. Si el lector se los pidiese a Camafeu de Oxossi o a Luiz Domingos, hijo de la finada María de São Pedro, ambos establecidos en el Mercado Modelo de Bahía, tal vez uno de ellos los obtenga y pueda proporcionarle uno o dos puñados de castañas verdes y tiernas con gusto a virgen.
Lo más difícil será dar el punto justo, el divino paladar. Por más correcta que sea la receta, por más que se respeten las leyes culinarias, todo depende del talento y del oficio de la cocinera, del maestro de cocina, del cordon-bleu —igual que en literatura.
Lo mejor, lo más seguro, es encargar el plato a Indayá, recibirlo ya listo y deleitarse. Prometí un brindis a los lectores, ofrezco dos, y ambos gratuitos: la receta y el consejo.
DONDE LA TRANQUILA LEONORA CANTARELLI ANUNCIA UNA IMPORTANTE DECISIÓN.
Tieta, Leonora y Peto se embarcaron el sábado por la madrugada en la canoa del comandante Darío que los vino a buscar y dejó a doña Laura medio dormida en la Toca da Sogra: al despertarse se va a encargar de los preparativos para recibir a las visitas. Para el almuerzo, habrá moqueca, hecha con pescado fresco, recién sacado del agua.
Los demás irán el domingo, el sábado es un día en que todos están muy ocupados en Agreste. Ricardo va a misa, Asterio se queda en la tienda, Elisa en la cocina, Ascanio en la Municipalidad donde atiende hasta el atardecer a la gran multitud del interior del municipio. Doña Carmosina espera la «marineti» para distribuir diarios y revistas, entregar y recibir cartas, leer y redactar algunas, a pedido de campesinos analfabetos. Para la gente de pueblo y de campo, el sábado es el día de hacer compras, de quejarse, de protestar y de elevar pedidos a la municipalidad, de escribir a los parientes que emigraron al Sur.
Doña Milu irá con doña Carmosina, y llevará comida, que junto con la de doña Laura servirá para hacer un picnic a la sombra de las palmeras. El vate Barbozinha iría también si estuviese mejor del reumatismo que lo castiga por su manía de andar despierto hasta altas horas de la noche, sondeando el horizonte a la espera de platos voladores, de naves espaciales, de donde bajen seres de las más remotas galaxias, que vengan a visitar al gran maestro Gregório Eustáquio de Matos Barbosa, filósofo y vidente conocido en la inmensidad del sistema celeste. Últimamente recibió poderosas irradiaciones, anuncios de acontecimientos extraordinarios en un futuro próximo. De vez en cuando, en un disco luminoso o en la poco recomendable compañía de Osnar, Seixas, Fidelio y Aminthas desembarca el poeta en la casa de mala fama de Zuleika Cinderella, donde al compás de la música de viejos discos, se puede bailar con las muchachas. En la época bohemia y literaria de la capital, en compañía de Ciovanni Guimaraes, James Amado y, Wilson Lins, en el prostíbulo de Vavá o en el número 69 de la Ladeira da Montanha, el vate Barbozinha era apreciado por sus aptitudes de bailarín. Hoy, a pesar, de estar envejecido, medio lisiado, sigue destacándose en la cadencia de los pasos de un fox-trot o en los vaivenes de un vals, y todavía es aplaudido al bailar un tango.
Tieta y Leonora asisten al espectáculo del sol que nace sobre el río, la muchacha de São Paulo está callada, en su boca se dibuja una tenue sonrisa: el comandante la observa y percibe la emoción que la domina. Cuando él llegó y recorrió ese mismo camino, río abajo, no podía contener las lágrimas. Tieta tampoco habla, su cara refleja dolor. Sólo Peto agita el agua con las manos cuando no ayuda al comandante en las maniobras.
En la Toca da Sogra, donde doña Laura recibe a las visitas con agua de coco y pescaditos fritos en aceite de dendê —hay batida de pitanga y de maracujá para quien quiera—, el comandante extendió sobre la mesa un rudimentario plano de los terrenos de propiedad de Modesto Pires, hecho por él mismo:
—Aquí está la Toca, nuestro terreno. Yo le aconsejo que compre éste de aquí, vecino al nuestro, en esa zona del coqueiral. Es la parte más linda y está protegida de la arena. Si quiere podemos ir hasta allá.
—Ahora mismo, vine para eso.
No fue para eso, fue para volver a ver las dunas y reencontrarse con ellas. Pero se contiene a propósito, retiene sus ganas de correr hacia esas montañas de arena, de subir hasta arriba y mirar la inmensidad. Con el comandante y Leonora, va a comprobar las ventajas del terreno, cuando regrese a Agreste lo comprará.
—Puede cerrar trato aquí mismo. Modesto y doña Aída están en la playa. Él me pidió que las invitara a su casa a tomar el aperitivo antes de almorzar. Es un poco más adelante, cerca de la aldea de pescadores.
—Todo es lindo acá. Nunca vi nada igual, dice Leonora cuando vuelve a la Toca da Sagra; doña Laura le pide que pruebe la batida de pitanga. —Gracias, doña Laura, más tarde acepto. Ahora, con su permiso, voy a caminar por la playa. —Tranquila y discreta, tan querida.
—Mira que no falta mucho para el almuerzo y antes, debemos ir a lo de don Modesto. La moqueca está casi lista, Grippa es especialista. —En la pequeña cocina. La gorda mulata sonríe mientras descarna los pescados.
—Vuelvo en seguida, sólo voy a dar una ojeada.
—Voy contigo. —Es la voz de Tieta que suena ronca.
Peto sale corriendo adelante, comienza a escalar las dunas, llega rápidamente arriba, se monta en una palma seca de coco, baja cabalgando velozmente. Invita a la tía y a Leonora. El viento sopla, la arena vuela en remolinos.
Tieta siente en el rostro la brisa del mar, con su inconfundible aroma. La arena fina, que viene desde el otro lado de la barra traída por el viento, penetra en sus cabellos. El sol le quema la piel. Ahí fue mujer por vez primera.
En Agreste, le había preguntado al árabe Chalita por el contrabandista. ¿Cómo, no te enteraste? Hace unos diez años, más o menos, murió de un tiro cuando la policía lo quiso agarrar en la villa de Santa Luzia. El muy valiente no se entregó, nunca encontraron su mercadería, o sea la prueba. Chalita se alisa los bigotes.
—Le gustaba llevar mujerzuelas a Mangue Seco. Y mocosas también. —Deja reposar en Tieta su mirada de sultán en decadencia. Entre ellos, ahí en la puerta del cine, el contrabandista revive por un instante.
Las dunas parecen crecer delante de las dos mujeres, Peto baja deslizándose en la palma de coco. ¿En cuál de esas dunas Tieta retozó en aquella lejana tarde del contrabandista? Leonora la interroga con los ojos, ella sacude la cabeza:
—Quién sabe… Siento algo adentro, Leonora. Es por estar otra vez aquí, con este viento en la cara y ese mar delante de mí. Es como si todo se hubiera corrompido en el mundo, y sólo quedara Mangue Seco, ¿me entiendes? Cuando llegues allí arriba, verás.
Están cerca de la parte más alta, Peto las alcanza, Leonora apura el paso, los pies se entierran en la arena.
—¡Ah! ¡Qué maravilla! Eso no existe —exclama la muchacha paulista al divisar el paisaje ilimitado en su totalidad.
Busca a Tieta con los ojos deslumbrados por el sol y la ve erguida en el punto más alto, en el extremo de las dunas sobre el océano, envuelta por el viento, llena de arena, pastora de cabras delante de su cama de novia.
Leonora se le acerca y con voz entrecortada dice:
—Madrecita, no quiero irme nunca más de aquí. No voy a volver a São Paulo.
Peto las invita a cabalgar en una palma de coco para que puedan deslizarse, vengan a ver qué lindo es. El viento lleva las locas palabras de Leonora, Tieta no responde.
—¡Nunca más! —repite la muchacha.
Mejor sería ahogarse ahí, en las enormes olas, en el mar enfurecido.
DONDE TIETA COMPRA UN TERRENO EN MANGUE SECO Y LEONORA, BIEN EDUCADA, FANTASEA.
Ambas habían vuelto a las dunas esa noche bañada de luna. Leonora parecía suspendida en el aire frente al encantado paisaje, de repente se sentía libre del pasado, recién nacida a la magia de la luna llena derramada sobre las dunas y el océano, en el ímpetu de la marejada. Le gustaría quedarse ahí arriba, acostada sobre la arena, invadida por esa paz. Pero, cuando el comandante le recordó la cita con doña Aída y Modesto Pires, Leonora no quiso ser desatenta y regresó con Tieta a la Toca da Sogra.
Si por ella fuese, hubiera permanecido en lo alto de las dunas, bajo la enorme luna encargada por Ascanio, deslumbrante como él lo prometiera, sintiendo al nocturno mar que revienta contra las montañas de arena. Aunque estuviese sola, pensaría en él, celoso de sus obligaciones como administrador, tan correcto. Decían de Ascanio que era un sujeto decente, y la decencia es una virtud poco común, comprueba Leonora. Tuvo que atravesar todo Brasil, llegar al interior, para vislumbrarla. Se da cuenta de que comete una injusticia: Tieta también es decente; a su modo, sin duda. Decencia no significa candor, castidad. En el Refugio decían que ella era una mujer recta.
Si estuviese en las dunas podría deslizarse, extendida sobre una palma de coco, igual que Peto, mocoso travieso. Nunca había sido traviesa, nunca había sido niña. No tuvo infancia, ni adolescencia; no había sentido el sabor del primer beso recibido o dado en el ímpetu de la ternura. No había tenido novios, nunca susurraron en su oído palabras cálidas. A los trece años ya le palpaban los senos inexistentes.
Trata de reconocer el sonido del acordeón —hay fiesta en el pueblo. Pasaron por allí, vieron a los pescadores reunidos delante de una choza rodeando al ejecutante. No era otro que Claudionor das Virgens, que con el acordeón, las emboladas, los cantos populares, las improvisaciones, anda de pueblito en pueblito, de bautismo en bautismo, de casamiento en casamiento, en fin, donde haya fiesta. Al verlos, y a guisa de saludo recitó:
Salve el señor comandante
y su ilustre compañía.
En la Toca da Sogra, Antonieta, apurada como siempre que desea algo, acierta los últimos detalles de la compra del terreno. Leonora sólo atiende al sonido del acordeón, distante de la conversación.
—Pague como mejor le parezca, en las veces que quiera. No por ser dueño voy a mentir: los terrenos en Mangue Seco no se compran ni se venden. Nadie sabe quién es el dueño de muchas de estas tierras. Hace más de cuatro años que vendí un lote a un gringo que apareció por aquí, ¿se acuerda, comandante?
—Me acuerdo muy bien, era un pintor alemán. Declaró que vendería su casa de Baviera para venir a instalarse en Mangue Seco.
—Pagó tres cuotas adelantadas y dijo que necesitaba tres meses para arreglar todo ahí en su tierra y volver. Nunca más volvió ni terminó de pagar.
—Yo quiero pagar al contado, don Modesto. —Dinero en efectivo, moneda corriente… —anuncia Tieta riéndose.
—Se ve que usted no es mujer de negocios, doña Antonieta: es siempre mejor comprar a plazos, por la inflación.
—No me gusta deber, es por eso, no piense que soy tonta. Como pago al contado, quiero un descuento.
Era el turno de Modesto Pires para reír:
—¿Descuento? Puede ser. Cinco por ciento, ¿qué le parece? No por ser al contado, sino por el placer de la vecindad.
Hamacas, taburete, un banco rústico en la puerta de la casa, debajo de los cocos: es ahí donde conversan mientras la luna desaparece. Peto se quedó dormido, acostado sobre una estera.
Leonora escucha el diálogo como de lejos, ella también, si pudiese, compraría un terreno en Mangue Seco. No para su vejez, sino para quedarse desde ahora. Toda la vida había suspirado por sentimientos y verdades de cuya existencia sólo tenía noticia por lo que había oído decir, a través de películas en el cine y de novelas en la televisión. Nada del otro mundo, sentimientos normales, verdades cotidianas. Su abuela, cuando se refería a la aldea toscana, antes del viaje, hablaba de cosas simples: familia, sosiego, paz, amor. ¿Cómo sería el amor? En las inmundas callejuelas, en el conventillo atorrante, nadie le había respondido.
Cuanto más deprimida, abatida, derrotada, lastimada, rota por dentro estaba, más se refugiaba Leonora en su modesto sueño irrealizable: afecto, ternura, cariño de un hombre. Una vida limpia, como la que existía fuera de los límites donde había nacido, crecido y sido mujer, más allá del círculo de dolor y desesperación. Cuando subía y bajaba por la avenida, en las frías madrugadas, con su dolor a cuestas, castigada por haber sido hija de padres tan pobres en tierras tan ricas, con las llagas abiertas, también soñaba. Si no hubiese soñado, sólo le restaría la muerte.
Inesperadamente, cuando el futuro representaba un nudo en la garganta, un estertor final, conoció y descansó en la bondad, aprendió nuevos valores, se sintió persona. Los locos sueños de amor eterno se adormecieron, porque la nueva condición era soportable, un poco triste pero la hacía sentir menos carente. No estaba del todo conforme: seguía deseando salir de ese envoltorio para lograr la existencia deseada: casa y compañero —no preveía casamiento—, un par de hijos. Otros quieren dinero y fama. Leonora había nacido como su abuela, para ser ama de casa, madre de familia, no ansía más que eso.
Allí en Agreste, en ese mundo pacífico y diferente, donde la vida parece estar adormecida y así es vivida por todos, Leonora se siente invadida de exaltación y miedo. En Agreste, el sueño persiste más allá de su imaginación, se concretiza en un recatado enredo, se alimenta de miradas y sonrisas, gentilezas; medias palabras, crece en el canto del pájaro sofrê, regalo del príncipe encantado que ella no desea como príncipe, noble o rico, sólo encantado, decente. Aunque lo sabe inalcanzable, Leonora ansía por lo menos llegar a la orilla, tocar con la punta de los dedos ese mundo simple y maravilloso.
Para actuar correctamente debe contarle todo a su madrecita, oírla, seguir sus consejos. Sin embargo, tiene miedo de que Tieta, temerosa de las consecuencias, resuelva apurar el viaje de vuelta a São Paulo. Leonora sólo pretende algunos días de ternura, aunque sean irremediablemente contados, pocos —la certeza de la muerte no impide que el hombre aproveche la vida. Reivindica el derecho a oír y a pronunciar palabras trémulas, a esbozar gestos de cariño, ¿cómo será el primer beso?
Para poder guardar todos esos recuerdos y llenar la soledad. Nunca extrañó a nadie. Todo fue sucio y maldito en su recorrido. Hace mucha falta tener al menos un instante, un rostro, una caricia, una palabra para recordar. La soledad se toma vacía y peligrosa. Implora sólo unos días, por misericordia, suficientes para llenar su corazón de momentos tiernos, para recordarlos. Entonces, dirá: ya nos podemos ir de aquí, madrecita, antes de que sea tarde.
Claudionor prosigue, animando el bailongo, puede pasar noches y noches firme en su armónica. Un ruido de motor se mezcla con el de la armónica, viene del otro lado del río, ¿quién será? Leonora tendrá nostalgia de ese breve minuto, de presentimiento y ansiedad. Acompaña el barullo que crece y se modifica: la embarcación enfrenta el mar en la entrada de la barra. La armónica vuelve a reinar. En seguida, pasos en la arena, Leonora se pone de pie. Ascanio aparece, es como si desembarcara de la luna. En un ímpetu la muchacha se adelanta.
Entre las sombras las manos se tocan, los labios sonríen, brillan los ojos.
—Vine en la lancha de Pirica. Sólo me trajo y ya regresa.
—Nuevamente se oye el barullo del motor, el casco que choca contra las olas.
—No pudo esperar hasta mañana maestro Ascanio, ¿no? Hizo muy bien: quien es aguardado no se puede retrasar —saluda el comandante.
El joven trata de disculparse:
—Prefiero viajar de noche, antes que despertarme de madrugada.
No sabe cómo actuar: ¿debe sentarse a conversar o dar una vuelta con Leonora? Doña Aída acude en su ayuda:
—¿Por qué no lleva a Leonora a ver la luna desde lo alto de las dunas? Es tan… —iba a decir romántico, pero se contuvo, …tan hermoso…
La joven se ata un pañuelo a la cabeza y acepta la sugerencia:
—Permiso…
El movimiento despierta a Peto.
—Voy con ustedes, decide.
Pero el comandante, cómplice, se lo prohíbe.
—Los niños a esta hora duermen.
Los bultos se pierden entre los cocoteros. Doña Laura suspira:
—No hay nada comparable a la juventud. Me da lástima no haber conocido a Darío aquí, en Mangue Seco. Cuando vine, ya teníamos diez años de casados.
—Fue nuestra segunda luna de miel… —recuerda el comandante.
—¡Qué joven tan educada! Se nota en seguida que es de buena familia, —elogia doña Aída.
Tieta, que ha permanecido pensativa vuelve a la conversación luego de acompañar con los ojos las dos sombras.
—¿Leonora? Es un amor de criatura. Se está recuperando de una decepción tan grande que hasta perjudicó su salud. Un sin vergüenza que fue su novio, sólo estaba interesado en el dinero. Por suerte, me di cuenta a tiempo. Pero la pobre sufrió mucho, fue una crisis terrible, no comía, no dormía, terminó anémica. Por eso la traje conmigo, para que se curara con el aire de Agreste.
—Hizo bien, aquí se va a recuperar rápido. No hay como la leche de cabra para levantar las fuerzas de una persona, —aprueba Modesto Pires.
—Lo más curioso es que él también tuvo una desilusión fatal. ¿Nunca se lo dijeron, doña Antonieta? —pregunta doña Aída.
Antonieta conoce la historia, con puntos y señales, pero no quiere robar a doña Aída el placer de contarla, con entretelones y comentarios:
—No, señora.
—¿No? —doña Aída se admira llena de satisfacción—: Pues se la cuento.
DEL PRIMER BESO FRENTE A LA COSTA DE ÁFRICA, CAPÍTULO DE UN ROMANTICISMO ATROZ, COMO YA NO SE USA.
Se sientan en lo alto de la duna, delante de ellos, el océano.
—Gracias —dice Leonora.
—¿Por qué?
—Por la luna. ¿No fuiste tú quien la encargó?
—¡Ah! —se afloja un poco—. ¿Te gustó? ¿No te dije que San Jorge me hace caso?
—Gracias también por haber venido.
Un calor sube por el pecho de Ascanio; enmudece. El bochinche de la fiesta del pueblo muere en el embate de las olas contra las dunas. Cualquier tema sirve para vencer el mutismo:
—Es la fiesta de cumpleaños de Jonás, el jefe de la colonia de pescadores. Es manco, un tiburón le comió el brazo izquierdo.
—¿Hay tiburones aquí?
—En el mar abierto hay muchos. A veces llegan a la playa. Son osados y voraces. Quien se descuida, muere.
No es momento de recordar la muerte, tal vez por eso vuelven a contenerse, retraídos y tímidos. Los dos en silencio, todo se reduce a furtivas miradas, es todo tan lindo… La luna enclavada en el cielo, hecha por encargo, es exclusiva para ellos. Luna para enamorados, propiamente para hablar de amor. Eso es lo que Ascanio quiere decir. Ensaya la frase que muere en sus labios, finalmente explica:
—Del otro lado está África.
—¿África?
Él señala con el dedo, indica la dirección:
—Del otro lado del mar.
—¡Ah! sí. África, ya sé. —No quiere que el diálogo termine—. ¿Tuviste mucho trabajo hoy?
No es de geografía ni de problemas de administración que quieren ocuparse. Pero ¿cómo animarse a palabras ardientes, a la declaración de amor que todavía se usa en Agreste?
Igual a todos los sábados: pedidos para arreglar caminos, limpiar las fuentes, hacer pequeñas beneficencias, un diccionario, un puntero. Leonora no puede imaginar la falta de recursos de Agreste. Fue un municipio rico, en otros tiempos, cuando el abuelo de Ascanio era alcalde.
—Oí decir que vas a ser el nuevo alcalde.
—Creo que sí. ¿Sabes por qué? Porque nadie quiere el puesto. Pero yo voy a aceptar. Te voy a decir una cosa, si quieres llámame visionario. Tengo confianza, creo que todo va a cambiar y Agreste volverá a ser lo que fue. No soporto ver a mi tierra en esta decadencia.
—Es bueno tener confianza y soñar. Tú eres un enamorado de tu tierra.
—Sí, lo soy. Quiero que salga del marasmo en que cayó. Lo conseguiré. —Toma aliento, está embalado, dispuesto. —¡Qué vueltas tiene la vida! Hace un mes, no tenía fe ni esperanza en nada. Escribía cartas a los diarios, pero no creía en los resultados. Ahora todo me parece fácil. Después de que…
—¿Después de qué?
—Que ustedes llegaron. Todo cambió, se hizo más alegre. Hasta yo soy otro.
—Es por mamá, cuando ella llega, desaparece la tristeza. Es la persona más increíble del mundo.
—También debido a ella. Pero para mí…
Leonora aguarda, su corazón late fuerte, desacompasado. El viento trae girones de risas, sonidos de armónica, el nombre de Arminda gritado en el baile. La voz de Ascanio se quiebra en un lamento:
—Yo era un muerto que vivía. No encontraba placer en nada. Te voy a contar, si me lo permites. Ella se llamaba Astrud.
¿Para qué contar? ¿Quién no lo sabe en Agreste? Doña Carmosina, romántica como Leonora, había recitado las cartas a ella y a Tieta, suspirando en los detalles tristes. Leonora se había sublevado por el proceder de la falsa. Tieta solamente se rió, no era sentimental, de amor se vive, no se muere, ¿no es así, Barbozinha? Ascanio no esperó el consentimiento. Leonora escucha y una vez más se emociona.
Los estudios en Bahía, el noviazgo, la enfermedad del padre, la carta que anunciaba la ruptura y el próximo casamiento. ¿Por qué seguía jurando amor estando en brazos de otro? Dándole lo que jamás había consentido a Ascanio y que él ni siquiera solicitó pues la suponía inocente, angelical, santa. Un tonto alegre. Le había dicho a doña Carmosina, su confidente y amiga, que sufría con él:
—Ni aunque un día desembarque de la «marineti» de Jairo la mujer más linda, más dulce y más pura…
Lo había afirmado porque no creía en semejante milagro. Sin embargo, sucedió. La más linda, la más dulce y la más pura de las mujeres. Y desembarcó de la «marineti» de Jairo.
Leonora se levanta. Frente al mar, sus ojos buscan en la distancia el punto donde terminan los rayos de la luna. Ascanio también se levanta, iba a completar: la más bella, dulce y pura de las mujeres, además rica, ¿por qué? Pobre secretario de la Municipalidad de Sant’Ana do Agreste, ganando un sueldo mezquino, ¡ay! ¿Por qué tan rica?
No había hablado de pobreza y riqueza. Trémula, con los ojos húmedos, Leonora se acerca, le toca la cara con la mano y le ofrece los labios. Baja corriendo, con el gusto del primer beso en la boca. Huye entre la luna y las estrellas, feliz y desdichada.
Ascanio no intenta seguirla, permanece allí, clavado; cuando baje habría de conquistar el mundo. ¡Ah! un día se plantará frente a ella y le dirá: no tengo para lujos, pero gano para vivir, vine a buscarte. La luna desaparece en lontananza, por la ruta del mar, hacia las costas de África.
DE CÓMO PERPETUA NEGOCIA LA AYUDA DE DIOS PARA EL TRIUNFO DE SUS PLANES DIABÓLICOS.
La playa de Mangue Seco se anima el domingo, con la llegada de una cantidad de amigos comandados por doña Carmosina, espantosa e inconsciente en su traje de baño de color lila. Hasta Perpetua se había animado a acompañar al grupo, con su vestido negro, de luto. Doña Milu desparrama alegría: hacía seis meses que no venía a Mangue Seco. No por falta de invitaciones, observó el comandante Darío. Es verdad: invitaciones no faltan y el tiempo sobra; pero con la edad, lo que falta es disposición. Ríen de la mentira: no existe otra persona tan dispuesta; los años pasan, pero mamá está hecha un cascabel, confirma doña Carmosina.
En la lancha, Barbozinha se había quitado el saco y la corbata y se expuso al viento a pesar del reumatismo. Cierta noche había subido a las dunas con Tieta, y declamó unos versos escritos para ella, reunidos más tarde en el libro Poemas de Agreste (De Matos Barbosa, Poemas de Agreste, Ilustraciones de Calasans Neto, Ediciones Macunaima, Bahía, 1953), formando la primera parte del volumen, titulada «Estrofas del Mar Bravío», el mar bravío, el golpear de las olas en Mangue Seco y el cuerpo encendido en la llama del deseo de la libre pastora. Fueron dos gloriosas noches de amor y poesía, breves, transitorias. Los deberes del empleado municipal lo obligaron a volver a la capital. Ella prometió esperarlo, siempre lo prometía. Pasados algunos meses, recibió una carta de Agreste donde le contaban de la partida de Tieta. Sólo ahora la vuelve a ver, veintisiete años después, vencido y reumático, más linda aún, opulenta, libre pastora, mar bravío. Ella viuda, él soltero. No se había casado, ¿sería por causa de Tieta? Espera poder recitarle en las dunas, a la luz de la luna, el gran poema que escribió en su honor. En él la considera su lucero, considerándose a sí mismo un oscuro astro de pálida luz. Sin embargo si uniesen sus destinos, el poeta renacería como un sol que irrumpe en el mar de Mangue Seco. Había elegido ese estilo hiperbólico, excelente para declamar.
Fueron Aminthas y Osnar, Fidelio y Seixas, arrastrando a Asterio. La música moderna invade Mangue Seco, substituye a la armónica de Claudionor das Virgens mientras el trovador aprovecha para dormir. Tiene un sueño agitado, consecuencia de la borrachera de la víspera. ¿Dónde está Ricardo? En el primer momento, con tantos besos y abrazos, Antonieta no se dio cuenta de la ausencia del sobrino. Pero cuando todo se calma, pregunta:
—¿Dónde está Ricardo?
—No pudo venir —explica Perpetua, contrariada—: el padre Mariano tenía unos casamientos y bautismos en Rocinha, va dos veces por año, en junio y en diciembre, y llevó a Ricardo, como es seminarista tiene que ir con el padre.
Tieta no responde ni hace comentarios, pero Perpetua se da cuenta de su decepción por la forma de fruncir los labios y se alegra: la hermana rica extraña al sobrino, se está apegando a los niños, menos mal.
—¡Todo el mundo al mar! —el comandante ordena y es obedecido.
Trajes de baño y bikinis, desfilan delante de la reducida población de Mangue Seco. Al contrario de lo que sucede en Agreste, los pescadores no se escandalizan con la incontinente exhibición de piernas y barrigas, trastes y ombligos. Allí los niños de catorce y quince años se bañan desnudos, con sus cuerpos de bronce.
Perpetua es la única que no cumple la orden del comandante —hasta doña Milu se levanta la pollera para mojarse los pies en el mar—, busca sombra en la playa, debajo de los cocos, para defenderse del sol y del viento. Saca el rosario del bolsillo de la pollera, comienza a pasar las cuentas. Cuando el Mayor vivía iban todos los veranos a la playa. Usaba un traje de baño decente y enfrentaba los peligros del mar; el Mayor la tomaba en sus brazos con el pretexto de enseñarle a nadar, tenía manos indiscretas y arteras. ¡Ah! ¡Deleites pasados que no volverán! Ahora sólo le cabe pensar en los hijos, en el futuro de los niños. Viuda, es padre y madre, tiene que luchar. Los dedos en las cuentas del rosario, los labios en oración, el pensamiento en los planes concebidos, en vías de ejecución.
Devota ejemplar, incapaz de faltar a una obligación religiosa, misa, confesión, la santa comunión, las procesiones, jefa-celadora de la Matriz, tesorera de la congregación, Perpetua espera contar con la comprensión y ayuda del Señor para alcanzar sus calculados fines. Su plan exige una eficaz protección de Dios y la inocente colaboración de los niños. La de Peto nunca le ha faltado. Desde donde está, Perpetua ve a su hijo nadando alrededor de la tía. Así, con perseverancia y amabilidad, se conquista el corazón y el amor de una pariente rica.
Había tratado de convencer a Ricardo para que fuera, pero el muchacho la derrotó, apoyándose en las necesidades del Reverendo; Vava Muriçoca, el sacristán, había amanecido enfermo, no podía montar. Perpetua quedó sin argumentos, mirando a su hijo de sotana a lomo de burro.
Ricardo merecía la protección divina, mucho más que ella, era tan piadoso y temía tanto a Dios…
Quería que sus hijos, estuviesen la mayor parte del tiempo al lado de la tía. Había tramado un plan muy complicado con el fin de obtener que la hermana declarara a los niños sus únicos herederos, adoptándolos legalmente si fuera necesario. Debe averiguarlo bien, irá a Esplanada para que el doctor Rubim la aconseje.
Hay poco tiempo, es urgente la ayuda de Dios para tocar el corazón de Antonieta, para encaminarla a la decisión correcta. Depende de Dios y de ellos que la estima de la pariente se transforme en ternura maternal. Complazcan a la tía, no la dejen sola, recomienda. Ayúdame, ¡Señor!, implora; el tiempo es corto.
Antonieta no había determinado la duración de la temporada en Agreste pero evidentemente su estadía no pasará de un mes o dos; debe volver para reasumir el control de sus negocios y han pasado unos diez días. Poco a poco, con astucia y paciencia, Perpetua había conseguido varias informaciones sobre el estado de sus finanzas. Así se enteró de la existencia de los cuatro departamentos en el centro de la ciudad, alquilados, cada uno por una fortuna mensual. En Agreste sólo existen casas de alquiler baratas.
Todavía no obtuvo información precisa sobre la clase de negocio dirigido directamente por Antonieta. No se trata de industria, las industrias son administradas por los hijos del comendador, Antonieta es socia pero no administradora. Debe tratarse de algún comercio, casa de modas, tal vez, porque tenía empleadas. Perpetua sorprendió una charla entre Tieta y Leonora en que hacían referencia al trabajo de las muchachas. Igual que los inmuebles, esa casa comercial es propiedad exclusiva de la hermana, regalo del comendador.
Perpetua pregunta, recoge una información aquí, otra más allá, Antonieta y Leonora no son de contar mucho. Tal vez a propósito, para no despertar la codicia de los parientes. Algo es cierto: la magnitud de la fortuna. Los negocios son grandes, múltiples y de buena renta, el dinero sobra.
El otro día Antonieta sacó de una de las valijas, la que está siempre cerrada con llave, una carpeta o un portafolios —una 007, según la designación exacta de Peto, de enciclopédica cultura cinematográfica— y la abrió, sosteniéndola en sus rodillas y de espaldas. Igualmente Perpetua pudo verla, se levantó como quien no quiere la cosa. Estaba repleta de dinero, billetes de mucho valor, un desparramo, fajos y más fajos.
—¡Ay! ¡Santo Dios! —había exclamado.
Tieta explicó que había traído el dinero no sólo para los gastos sino también para pagar el terreno en Mangue Seco y dejar la seña para la casa a fin de asegurar la compra.
—Aquí no hay bancos y no me gusta quedar debiendo.
—Pero tienes una fortuna ahí. No sé cómo puedes dejar ese dinero dentro de una valija y en el armario.
—Sólo Leonora lo sabe, y ahora tú. Es cuestión de no decirlo.
—Yo, ¿decirlo? ¡Dios me libre! —Se da un golpe en la boca con la mano. Ya no podré dormir tranquila.
Antonieta se ríe:
—Cuando compre el terreno y la casa, va a disminuir mucho.
Riqueza de paulista, dinero de sobra, no esas fortunitas de Agreste, como la de Modesto Pires, el coronel Artur da Tapitanga, hecha con cabras y mandioca. Lo importante es evitar que un día —todos nosotros moriremos algún día, ¿no?— parte del dinero y de los bienes de Antonieta vayan a parar a las manos de los hijastros, de los hijos del fallecido comendador, de esa silenciosa Leonora que no corta ni pincha, una mosquita muerta. Tieta está loca por ella, vive cuidándola, le da de comer, la obliga a tomar leche de cabra todas las mañanas. La susodicha debe de ser igualmente rica, si bien Perpetua, en la de tallada inspección hecha en su cuarto, cuando examinó cosa por cosa, no vio dinero en su valija. Nada está cerrado con llave, todo abierto. En su cartera, algunos millares de cruzeiros, demasiado para Agreste, pero ni de lejos comparable con el despropósito de la 007 de Antonieta. A Perpetua se le ponen los pelos de punta al recordar.
La hermana está empezando a querer a los sobrinos, los trata con afecto, se alegra cuando los ve. Sin embargo es necesario mucho más, tiene que llegar a tratarlos como si fueran hijos, pues hijos deben ser. Si es posible los dos, pero por lo menos uno. Reconocidos legalmente. Herederos.
Si Antonieta quisiera llevarse a uno a São Paulo, Perpetua no se opondría. Sería mejor que eligiera a Peto. Es un perdido, en Agreste se hace la rabona, es castigado todos los años, vagabundea en el bar y en el cine, y dentro de poco andará por lugares peores. Pero si fuera Ricardo el elegido para vivir en São Paulo, sería el brazo derecho de la tía. Perpetua estaba de acuerdo. Peto tomará el lugar del primogénito en el seminario, quiera o no, pues uno de los dos pertenece a Dios, así ella lo había prometido, cuando era una doncella desesperada con las últimas esperanzas perdidas. Si Dios le diera marido e hijos, uno sería cura, al servicio de la Santa Iglesia. Dios cumplió, realizó el milagro, ella también cumplirá.
En la playa, con los ojos semicerrados debido al sol y al viento, a la violenta luz, le propone otro negociado al Señor. Si Antonieta adopta a uno de los niños, Perpetua se compromete a dejar en testamento para la iglesia, una de las tres casas heredadas del mayor, la más chiquita, aquella donde vivió Lula Pédreiro y ahora alquilada a Laerte Curte Couro, empleado de Modesto Pires. Pequeña pero bien ubicada, cerca de la curtiembre, en la placita donde queda la capilla de São João Batista. El Señor no acepta la propuesta; íntima de Dios. Perpetua adivina las reacciones celestes. Arrepentida, retira la oferta, el Señor tiene razón en enojarse: una pequeña casita a cambio de la fortuna de Antonieta es una propuesta ridícula. Intenta argumentar: la plaza va a estar adoquinada y harán jardines, tendrá bancos de hierro, el alquiler va a aumentar. Inútil: si continúa, el Señor se ofenderá. Pide bienes considerables y ofrece bagatelas. Más que dinero y propiedades, Dios necesita devoción y fe. Pues bien, si Antonieta adopta a Ricardo o a Peto, como hijo y heredero, a cualquiera de ellos, Perpetua irá con los dos a la capital —a la ciudad de Bahía, sí, ¡Señor Dios!— y una vez allí se dirigirá a la Basílica, en la Colina Sagrada, donde mandará rezar una misa y dejará en el Museo de los Milagros una fotografía de los dos hijos con una dedicatoria para el todopoderoso Nosso Senhor de Bonfim. Si la hermana adopta a los dos, la misa será cantada. El Señor debe tener en cuenta, en la proposición, el hecho de que los niños ya tienen derechos asegurados; sólo que no son los únicos herederos.
Lo ideal sería que Antonieta, habiendo adoptado a los dos, mandase a Ricardo a terminar el curso en el Seminario de São Paulo, a uno de ésos donde pueda ser canónigo y obispo. Al calor del sol, al correr del viento, trazando planes y promesas, Perpetua cierra completamente los ojos, se adormece y sueña. Se ve acompañando la procesión de la Senhora Sant’Ana, en una inmensa ciudad, más grande que Aracajú, debe de ser São Paulo, al frente hay un Obispo, de colorado y violeta, un Cardenal, es su hijo Cupertino Batista Junior, Dom Peto. Una premonición del cielo, un compromiso sellado, una promesa aceptada, milagro a la vista.
DE LOS CELOS Y DE LAS ESPERANZAS DE ELISA, CON UN CURIOSO DETALLE SOBRE CUESTIÓN DE TRATO.
Elisa no sabe nadar. Le prohibieron baños de mar y de río en su infancia y adolescencia. Zé Esteves, empobrecido, se había vuelto intransigente y ponzoñoso —con una puta en la familia basta y sobra, advertía bastón en mano—. A raíz de lo sucedido con Tieta, a Elisa la trataron con las riendas cortas, bajo cualquier pretexto el látigo resonaba en sus piernas o espaldas, Ni pensar en Bacia de Catarina o Praia de Mangue Seco.
Su noviazgo fue desde todo punto de vista, noviazgo de campesinos; el Viejo se lo pasaba expulsando a los gavilanes que rondaban la casa. Sólo aceptaría a quien fuera un buen partido, con intención de casarse; si no, te meto en el convento, amenazaba. Vana amenaza, ¿dónde estaba el convento? Asterio, único hijo, había heredado la tienda donde trabajaba desde pequeño atrás del mostrador, era un muchacho correcto. Parecía un buen partido, Zé Esteves estaba de acuerdo. A los dieciséis años, Elisa se casó, bellísima, y pensó que se liberaba. Cambió de esclavitud.
Se queda en la parte baja, no se anima a ir más lejos, mientras Tieta y Leonora se atreven en medio de las olas. La animación de toda la comitiva sigue el rastro de las paulistas. Elisa, sola, abandonada. Ni siquiera el marido le hace compañía, prefiere a sus amigos del billar. También, por lo que vale y sirve…
Elisa está celosa. No es porque la hermana o la muchacha paulista puedan interesar a Asterio, ¡vaya una idea! Leonora anda en amores con Ascanio, los dos siempre juntos, no se separan por nada. Antonieta, viuda reciente, no vino a Agreste a sacarle el marido a nadie. Si quisiera, podría sacar el de cualquiera, fácilmente, A pesar de sus cuarenta y cuatro años confesados —¡proclamados!—, cuando anda por la calle, alegre y despreocupada, los hombres corren a saludarla, agitados. La piel lisa y suave, tratada, muy tratada, el cuerpo esplendoroso. Seguro que ya se hizo cirugía plástica, Elisa lo había comentado con doña Carmosina, ambas a la par de las costumbres de las artistas y de las coquetas con plata, de los milagros realizados por el doctor Pitanguy con nacionales y extranjeras. Seguramente Tieta reacondicionó su belleza en la célebre clínica terminando con sus arrugas y la flacidez; bastaba verle los senos, jóvenes, opulentos, magníficos, y además firmes, más firmes que los suyos, que los de Elisa.
Los celos de Elisa tienen otra causa: la riqueza que ellas ostentan, sus costumbres de gran ciudad, la falta de prejuicios, de limitaciones, celos por no vivir en el mismo mundo, campesina del interior condenada al desconsuelo.
Celos también de Leonora, del amor que Tieta le dedica, del sobrenombre: Nora, de que le diga hija, con desvelos de madre. Desea los mismos cuidados, idéntico amor, quiere sentirse mimada como hija, adoptada. En ciertos momentos Antonieta es cariñosa con ella, le pasa la mano por su negra cabellera, le da besos, elogia su belleza: eres muy bonita, le dice hija y Lisa, con ternura, todo parece estar como ella desea. Pero en otros momentos, la hermana la mira pensativa, como si dudase del calor de su afecto. Elisa no puede entender el motivo de su desconfianza, del desagrado de Tieta, ¿serán intrigas de Leonora? Quién sabe… Debe de tener miedo de perder el lugar privilegiado junto a aquélla a quien dice madrecita.
Un día, estando a solas con Tieta. Elisa le dijo madrecita. La hermana le lanzó una mirada extraña y dijo cortante:
—Prefiero que me llames Tieta.
La voz y la mirada de Elisa demostraron asombro:
—Discúlpame. Pensé que te iba a gustar y era para agradecerte todo lo que has hecho por mí.
La voz de Antonieta se suavizó, acarició los cabellos negros de la hermana pero no volvió a mencionar el asunto.
—No estoy enojada. Sólo que prefiero que me llames Tieta. Me gusta más, en Agreste todos me llaman así. Madrecita es cosa de São Paulo, de Nora y de las otras muchachas.
—¿Las hijas del finado?
—Las hijas, las sobrinas, la familia es grande.
A Elisa le gustaría pertenecer a esa familia, a la prole del comendador, rico industrial, gente importante, fino linaje. Quiere elevarse de la mediocridad de Agreste, salvarse del cansancio, de la inutilidad, de la rutina cotidiana. Quiere las luces, el brillo, la agitación, las posibilidades de São Paulo. En Agreste se ve sin horizonte, sin futuro, vegeta, muere cada día.
Con un traje de baño que le prestó Leonora —el suyo está viejo y pasado de moda— que le moldea su espléndido cuerpo, con sus oscuros cabellos que caen sobre los hombros, sale del agua, se siente en la playa. Ve a Perpetua adormecida. Elisa sabe que su hermana mayor se ha trazado un plan, así opina doña Carmosina, a quien nada se le escapa. Perpetua ambiciona vender —vender y muy bien vendidos— los dos niños a Tieta, mandarlos a São Paulo, dónde serían adoptados como hijos y herederos. Diabólico plan, doña Carmosina lo descubre por sucesivas deducciones.
Elisa no desea tanto, no quiere ser adoptada de una forma tan maquinada y sí de corazón, no ser candidata a única heredera. Se contenta con mucho menos: basta con que la hermana se compadezca de su mezquina suerte, y de la del bestia de Asterio y los lleve a São Paulo, que le de trabajo a él en las fábricas de la familia y que tenga a su lado a la hermana preferida, casi hija, a quien ama tanto o más que a Leonora. Ya le dijo que no quiere tener casa en Agreste. Si la hermana le va a dar algo, que sea en São Paulo, donde la vida es digna de ser vivida, llena de novedades y de tentaciones. Allá tendrá quien admire su belleza, no sólo un árabe viejo, un mocoso sucio, un inmundo mendigo. Será alguien, tendrá dónde y ante quién mostrarse. En São Paulo todo puede suceder.
¡SHERLOCKS, A SUS PUESTOS!
Interrumpo el relato para dejar claro que todos los datos necesarios para solucionar el enigma que rodea a Tieta (y con ella a Leonora) están puestos sobre la mesa de las deducciones, delante de1 lector. No hace falta ser Sherlock Holmes o Hercule Poirot para descubrir la trama. ¿Por qué entonces doña Carmosina cayó en la red? Con sus ojos ciegos por la amistad, se tragó el cuento.
Por otra parte, en ningún momento tuve intenciones de engañar al público, de esconder hechos para embarullarlo. Pero tampoco tenía por qué contar el final en seguida, revelar el pasado antes de que fuera necesario. En los folletines, siempre se consideró necesario un poco de suspenso para atizar la emoción de los lectores.
En las páginas ya leídas, hay pistas e indicios más que suficientes que están a disposición de la capacidad de cada uno. Seguro que la mayoría se dio cuenta de la verdad desde el comienzo, y no dijo nada; bien hecho para no poner en sobreaviso a los de entendimiento lerdo. Sobre todo, no piensen que escondí, retorcí o inventé detalles con la intención de no ensuciar la imagen de Tieta. Si ella, por respeto a la familia y a los prejuicios de Sant’Ana do Agreste, tejió una tela de engaño, no tengo la menor responsabilidad ni culpa. No la juzgo, ni bien ni mal por eso, ni creo que su actuación posterior tenga menos mérito debido a su condición: Mérito o no, eso depende, por supuesto, de la posición de cada uno ante las proposiciones del Magnífico Doctor. ¿Cuáles? Ya las veremos durante el transcurso del relato.
Me encuentro en Agreste atraído por el clima, de sanatorio, pero no soy de aquí, soy de Niteroi, como se dice. No hago mías las diversas pasiones que sacuden al pueblo, que azotan a sus habitantes. No tomo partido, relato nada más.
DONDE ES RETIRADO EL VELO QUE DESCUBRE EL PASADO DE LA BELLA LEONORA CANTARELLI Y SE LLEGA A SABER TODO O CASI TODO.
Leonora supo qué era hogar, vida de familia, calor humano, afecto verdadero, sólo cuando, a los diecinueve años, llegó a la casa de citas, «Refugio de los Lores» y obtuvo la aprobación de madame Antoinette, Antes de eso había hecho un curso intensivo de hambre, maldad y desconsuelo.
Durante su infancia la molieron a palos. Con cualquier excusa, los padres le pegaban en la cara, uno y otro, Vicenza, la flaca y el robusto Vitorio Cantarelli, cuando no se pegaban entre sí —no siempre Vitorio llevaba la mejor parte—. Cinco hijos, cuatro varones y ella, la menor. Los hombres largaron el conventillo, uno a uno fueron a parar a las fábricas o llevaron una vida dudosa. Giuseppe un día que volvía borracho a su casa murió bajo las ruedas de un camión. Pusieron el cuerpo sobre la mesa, le colgaban los pies. Había sido el único que tuvo compasión de la hermana, le acariciaba el rostro inmundo, de vez en cuando le daba un caramelo. Cuando ella cumplió trece años ya quería irse de allí, para huir de la fábrica, que sería su destino más próximo. Todos le decían que era muy linda. No la felicitaban, no era un elogio, ni un buen presagio y sí una amenaza:
—Non sa quello che l’aspetta di essere cosi bella.
—Bonita y pobre, va a terminar mal.
Tenían razón. Mocosos y hombres la perseguían. Antes de ser adolescente, trataron de violarla en una cancha de fútbol, sobre el pasto crecido. ¿Qué se gana con llorar si día más, día menos tenía que suceder? No tenía experiencia: Lo contó en su casa. Vicenza y Vitorio le dieron duro para que dejara de ser puta, para que no anduviera ofreciéndose por la calle.
Fue al colegio, aprendió a leer y a hacer cuentas. La mandaron por la merienda, que se devoraba, la comida en su casa no era suficiente. Don Rafael, el dueño de la pizzería Etna, con su barriga que parecía de nueve meses, le daba un pedazo de pizza y le tocaba los pechos mientras ella ávida, tragaba. El trato duró meses y meses, nunca cambiaban ninguna palabra, establecieron y cumplieron en silencio los términos del acuerdo. Un día, al verla espiar los platos expuestos en una vitrina, don Rafael se adelantó, tomó un pedazo de pata de cerdo y se lo mostró como si estuviese atrayendo a un perro. Leonora cayó en la trampa y él avanzó con las dos manos extendidas, en una exhibía la seductora carne, la otra se dirigía al busto naciente, a las protuberancias sin forma definida. La niña quiso agarrar la pata y salir, don Rafael no lo permitió, sacudió su cabezota en serial de prohibición: mientras ella mastica, él palpa, toca y pellizca los senos nacientes, y le pasa la mano por el traste cuando la golosa le da la espalda para salir. Así, Leonora pagó desde temprano la comida y la belleza, sin poder sin embargo saciar su hambre.
Los senos crecieron, la belleza también, hasta era visible en su pobre uniforme de escolar, Leonora tenía un no sé qué en el cuerpo que provocaba tentación. A los quince años, los vecinos dijeron que era fatal: tan bonita, desamparada y casi hecha mujer. Eran cuatro en un auto, uno más viejo, de barba, los otros tres muy jóvenes, exhibían revólveres. El más bruto, que ni siquiera aparentaba la misma edad que ella, le lastimó una pierna y un brazo con un cortaplumas. El de barba permaneció al volante, los tres adolescentes bajaron, la empujaron a otro auto. Los que pasaban por ahí vieron, se dieron cuenta de todo, nadie la defendió. ¿Quién sería tan loco como para meterse con esos marginados con armas, con esos drogadictos? La llevaron por ahí, se sirvieron de ella, le pegaron, le rompieron el único vestido, además del uniforme. Fue a la policía, aguantó bromas, un policía le propuso una cita, los diarios publicaron lo sucedido en dos líneas, hecho corriente, sin ningún impacto. Si la hubiesen matado, la nota tendría cierto interés. Estupro, violación, naderías. Si alguna vez había pensado en casamiento, abandonó la idea, quería irse, fuera a donde fuera, con quien la quisiese llevar.
Se enamoró de Pipo, el primero a quien se entregó por cariño. Era el súmmum con ese pelo largo que le caía sobre los hombros, despeinado; a los diecinueve años ya había sido mencionado en las páginas de deportes de los diarios, todo un crack. Para suplantar al titular de la punta izquierda ascendió al equipo de primera y triunfó. Finalmente nuestro fútbol tiene el puntero ofensivo que tanto necesitaba. Fue el comienzo del éxito de Pipo y el final del romance de Leonora.
—No me llenas. ¿No te das cuenta?
De vez en cuando, durante el tiempo que le sobraba después de los entrenamientos y las boites, pasaba por el barrio, visitaba a su familia que vida en un conventillo igual al de Leonora. De vez en cuando la veía, pero ella no quiso: era romántica, exigía cariño, dulzura, amor, absurdos deseos en aquel confuso laberinto.
Cuando se encontró con Natacha, antigua vecina que visitaba a los padres, todavía lloraba. Leonora le contó de su amor y su fracaso, lo otro ya lo sabía. Era como un puñal en el pecho, clavado por el mimado Pipo, ahora en auto, rodeado de admiradoras. Según una crónica deportiva, el éxito se le está subiendo a la cabeza al muchacho, si continúa así no irá lejos. Natacha, bien vestida y perfumada, le contó que estaba trabajando de puta. No le dijo cuántas ventajas tenía, sólo quedaba para vivir y si evitaba rufianes y gigolós —para Natacha era mucho mejor que estar ocho horas en la fábrica o de mucama en una casa de ricos—. Había llegado la hora decisiva para Leonora, la fábrica o la calle.
Durante dos años anduvo de acá para allá, de mano en mano, en hoteles baratos, cuartos sin ventana, divididos por una mampara, estuvo presa como medida correctiva, vivió desvariando por Cid Raposeira.
Cuando lo conoció, Cid pasaba por un período calmo, los médicos lo dieron por curado seguro que para verse libres de él. Flaco, callado, fuerte. De repente se ponía tierno y frágil. Para quien nada había tenido, era suficiente. Leonora quedó prendada. Cid Raposeira odiaba al mundo y a la humanidad, exceptuando a su compañera, un día nos vamos a casar y vamos a tener hijos. Cuando habla de casamiento e hijos, es serial de crisis —los ataques eran cada vez más seguidos y los intervalos de lucidez más cortos—. Del cariño pasaba al odio, directamente: sal de mi vista, demonio. Días de insultos y palizas, amenazas de muerte, tentativas de suicidio y terminaba en el manicomio o en la comisaría. Pasada la crisis, volvía humilde, esquelético, hambriento, pedigüeño, inútil. Leonora lo acogía con un nudo en la garganta, y con pena. Si Raposeira no se hubiese ido con un boliviano que traficaba drogas, tal vez Leonora estaría todavía con él, sin coraje de abandonarlo.
Nuevamente Natacha cambió el curso de su vida. Una tarde se encontraron por la calle, por casualidad. Leonora persiguiendo clientes, Natacha próspera, elegante, superior.
—Ahora trabajo en una casa de citas. La mejor de São Paulo, la más cara, «El Refugio de los Lores», ¿la oíste nombrar?
Evaluó a Leonora, cuya belleza no sólo se había mantenido, sino que había aumentado, absurda belleza virginal, translúcida, los enormes ojos de agua, los dorados cabellos, el rostro puro, toda recato e inocencia.
—Tal vez Madame Antoinette te acepte. Tienes el tipo de muchacha de buena familia. Si quieres, te la presento.
Madame Antoinette se puso las manos en las caderas, estudió a la recién llegada:
—¿Qué deseas?
Natacha se anticipó:
—Leonora…
—Se lo pregunté a ella, no a ti, cabrita.
—Deseo trabajar aquí, si usted me acepta.
—¿Por qué?
—Para cambiar de suerte.
—¿Eres casada, o estuviste casada?
—No. Pero estuve viviendo con alguien, durante algunos meses.
—¿Por qué lo dejaste?
—El me dejó.
—¿Por qué te dedicaste a hacer la calle?
—Para no ir a la fábrica. Ojalá hubiese ido.
—¿Tienes algún hombre? ¿Algún asunto? ¿Rufián, gigoló?
—Tuve a ése que le conté. Era enfermo.
—¿Enfermo? ¿De qué?
—Esquizofrénico. Cuando estaba bien era un tipo bueno.
—¿Hijos?
—No, señora. Nunca me quedé embarazada. Tuve suerte.
—¿Suerte? ¿No te gustan los niños?
—Me encantan. Por eso digo que tuve suerte. No tengo con qué criar a un hijo. Para que pase hambre, no quiero.
—¿Tuviste alguna enfermedad? No mientas.
—¿Quiere decir enfermedad contagiosa, venérea?
—Eso mismo.
—Me cuido mucho, siempre tuve miedo. Soy limpia.
—Está bien. Voy a tenerte a prueba. Puedes empezar hoy mismo.
Algunos meses después, Lourdes Veludo, una morena digna de la mejor consideración, una de las tres mujeres con domicilio fijo en el Refugio, dejó la casa para incorporarse a un show de caboclas, exitoso espectáculo, que le daba posibilidades de viajar a Europa. Madame Antoinette, que apreciaba la discreción y gentileza de Leonora, le propuso que ocupara el puesto. Eso sucedió hace dos años.
ÚLTIMO FRAGMENTO DEL RELATO EN EL CUAL, DURANTE EL LARGO VIAJE EN COCHECAMA, DE LA CAPITAL DE SÃO PAULO A LA DE BAHÍA, TIETA RECUERDA Y CUENTA EPISODIOS DE SU VIDA A LA BELLA LEONORA CANTARELLI.
—Cuando conocí a Felipe, todavía no era comendador y yo era Tieta de Agreste, mi nombre de sertão[32], en la ciudad de Bahía, en Río de Janeiro y en mis comienzos en São Paulo. Felipe había vuelto de Europa.
Felipe Camargo do Amaral, a los cincuenta años, se consideraba realizado como hombre de negocios, victorioso empresario en todos los sectores donde actuaba. También, realizado como paulista, ciudadano y hombre. En la Revolución del 32, no aceptó un cargo burocrático en el Gabinete del Gobernador, donde su familia quería que actuase, marchó al frente de combate, como voluntario y, al llegar, fue inmediatamente ascendido a teniente primero, ayudante de órdenes, un Camargo de Amaral no puede ser un simple soldado. Terminó siendo mayor, en el Estado Mayor Revolucionario, redactando manifiestos y proclamas. Había nacido rico, fazendeiro de café, contaba con enormes plantaciones y con cuatrocientos años de ciudadanía, o más, si consideramos su sangre indígena, algunas gotas, lo suficiente como para darle condición de nativo, auténtico bandeirante.
Por su cuenta se dedicó a la industria, era un genio para ganar dinero, fue presidente de empresas, de consorcios, de bancos, lleno de acciones y divisas. También incursionó en política. En 1933 fue diputado y cuando regresó de un cómodo exilio en Lisboa, no disputó su reelección. Le faltaba paciencia para los inocuos debates, para las aburridas sesiones y prefería emplear su astucia en algo más positivo. Así lo hizo y creció en riqueza y sabiduría.
—Felipe sabía vivir y me lo enseñó. Yo era una cabra andariega, a su lado me convertí en señora. Conocí el valor del dinero, pero también aprendí que debemos ser dueños y no esclavos del dinero.
Para él, sabiduría era sinónimo de buen vivir. No se dejaba atrapar por los negocios. Música, cuadros, libros, buena mesa, buenos vinos, viajes, mujeres. Conoció los cinco continentes, Europa y Estados Unidos de cabo a rabo, pagó a muchas mujeres —de una manera u otra siempre se les paga a las mujeres—, pero lo mejor es con dinero, sale más barato y no trae problemas. Fue un buen jefe de familia, vivió en paz con su mujer, elegida en el núcleo de los exportadores de café, y que pertenecía a un clan de mucho linaje y mayor fortuna. Adoraba a sus hijos: uno vivía con él, era lugarteniente en la dirección de las empresas, el otro estaba irremediablemente anclado en un laboratorio de investigaciones científicas de una universidad norteamericana donde había estudiado y donde estaba casado con una gringa. Felipe no podía quejarse de la vida.
—A él se le ocurrió la idea del Refugio, mucho antes de conocerme. El primer nombre era francés.
La idea no había sido propiamente suya. Con un reducido y selecto grupo de señores de iguales posibilidades económicas y de idénticos elevados ideales, había financiado el benemérito proyecto de una diligente y encantadora amiga, madame Georgette. Uno de los hijos de Felipe había estudiado en los Estados Unidos, el otro en Oxford, en Inglaterra. Sin embargo, él prefería a la dulce Francia, era admirador de París, goloso de sus vinos, quesos y hembras. Cuanto más conozco otras ciudades, más me gusta París, decía. Madame Georgette había traído a la capital paulista algunas especialidades francesas, condimentadas, picantes a las cuales había sumado el mejor producto nacional. Era perita en la elección de las gentiles damiselas.
El proyecto se refería al establecimiento de una reservadísima casa de citas que sería frecuentada sólo por los reyes del latifundio y de la industria —tierras y fábricas, financieras y bancos—, por los cabecillas de la política, ministros, senadores; excepcionalmente por los grandes de las letras y de las artes, para dar brillo a la casa. Madame Georgette, con su experiencia y capacidad fue superándose. Así nació el «Nid d’Amour», donde los fatigados y nerviosos señores podían descansar en jóvenes brazos, en perfumados regalos, en dulces y eruditas damiselas.
—Cuando Felipe volvía de algún viaje, llegaba harto de las blancas, tenía predilección por el color moreno, así como el mío —mi bisabuela fue negra y esclava—. Cabrita del monte, quemada de nacimiento, le fui servida con champagne.
Madame Georgette conocía el gusto de monseigneur Le Prince Felipe —sólo lo trataba de príncipe—, había guardado para él un bocado digno de tan distinguido paladar: Tieta de Agreste, morena de cabellos encaracolados, quemada al sol nordestino, educada en los burdeles de los pueblitos pobres, la flor de la casa.
—Por qué se fascinó conmigo, no sé. Lo cierto es que no me dejó más.
—¿Qué hombre no se fascinaría, madrecita? Además de linda, deberías ser fogosa, te imagino como una brasa.
—Es cierto, era linda, brillante. Hablaba hasta por los codos, me reía por nada y cuando me las tenía que ver con un compañero respetable, no tenía rival en la cama, te lo aseguro. No se si le gusté por eso o porque lo arrullaba de noche.
Continuó:
—¿Qué lo ató a mí y lo hizo constante? ¿La charla de muchacha que cuenta cosas de pueblo y del interior de la vida tranquila, de las cabras que saltan sobre las piedras, de los baños de río? ¿La competencia? ¿O el valor que desprende de ella, su vida intensa y sus ganas de vivir? En el cuarto, se sentía joven al lado de Tieta. Ya no era el gastado señor, que se refugiaba allí para descansar de viejos hábitos y de sus problemas con prostitutas de clase alta, de las que se usa una vez y nunca se repite. Madame Georgette renovaba su vasto stock, tenía innumerables números de teléfono en su libreta azul, todos seleccionados con mucho esmero. Se asombró cuando le Prince Felipe volvió a pedir a la cabrita sertaneja y, después de unas cuantas veces, la reservó —no trabajará más, queda a mi disposición.
Cuando estaba en São Paulo, Felipe necesitaba asiduamente el cuerpo de agreste sabor, los mimos, las caricias muchas veces castas, los arrullos ingenuos. Cuando viajaba, tomaba las medidas necesarias para que no le faltase nada, para que tuviese suficiente dinero y para que no lo olvidara.
—¿No le metías los cuernos, madrecita?
—¿Cuernos? La que podía meterle los cuernos era su mujer, doña Oliva, pero no me consta que lo hiciera. Yo era su protegida. Nunca me prohibió nada, sólo que no quería que anduviera con otros. Me entregué a quien quise, cuando quise, así como lo hacía en Agreste antes de ser mujer de la vida; para satisfacer el fuego que me quemaba por dentro, nunca por dinero. Fui discreta en mis cosas, siempre lo respeté y jamás tocamos el tema.
—¿Y él tenía otras?
—Nunca quise saberlo, nunca le pregunté por las mujeres con las que andaba cuando no estaba conmigo. Me contaron que trajo una de Suecia.
Las chismosas le habían dicho a Tieta que era una escultura de trigo y nieve, bellísima. Ella no abrió la boca, Apenas la volvió a frecuentar y se vio envuelto en mimos y se adormecía con caricias, Felipe despidió a la escandinava. Lo que se dice despedirla no: la beldad fue cedida a cambio de unos cigarros cubanos, a un amigo importador, maniático por productos importados. Aunque sea de segunda mano, está en buen estado —observó Felipe de buen humor y llegó a la conclusión de que, en materia de mujerzuelas, tenía tendencia a la monogamia.
—Creo que él se quedó conmigo porque nunca le di importancia a su fortuna, para mí daba lo mismo que fuese rico o no, lo que me ataba eran sus atenciones. Nunca le pedí nada, a no ser las dos veces que me prestó dinero. La primera, el día en que nos conocimos, como no disponía de cierta cantidad perdía la oportunidad de comprar un abrigo de napa, argentino, un espectáculo y de última moda. Todo lo que me dio aparte de eso, fue por propia voluntad.
Los departamentos, uno por uno, fueron comprados en construcción. Un día se apareció con el plano de un edificio, lo abrió en la cama y dijo:
—Estoy construyendo este edificio, de doce pisos, en la Alameda Santos.
—¡Uy! ¡Qué bueno!
—Reservé un departamento para ti. Son todos iguales: sala y dos cuartos. Hay cuatro por piso.
—¿Te has vuelto loco? ¿Con qué lo voy a pagar?
—¿Quién dijo que lo tienes que pagar? Es un regalo, ya hace tres años que nos conocemos.
Teniendo tantas cosas en qué pensar, Felipe recordaba fechas, aniversarios. Se había apegado a Tieta, pero más se había apegado ella a ese hombre que le daba tanto y que tan poco pedía. A los pies de la cama, las chinelas, bajo la almohada, el pijama de Felipe. Los edificios aumentaron en pisos, los departamentos en tamaño. En el último, casi una ciudad, le cedió un negocio en la planta baja, en un lugar elegantísimo. Si ella le dio cariño, él se lo retribuyó con dinero o bienes, que es lo mismo: lo mejor es pagar con dinero, sale más barato y no trae problemas.
—Un día, madame Georgette me llamó para conversar. Quería dejar el negocio, iba a volver a Francia, me ofreció ocupar su lugar.
Madame Georgette depositaba en Francia sus ahorros y ganancias, había comprado una casa en un barrio de París, pues siempre había pensado en jubilarse y regresar. Cuando habló con Tieta, ya tenía su pasaje para dentro de dos meses. Por segunda vez, le pidió dinero prestado a Felipe.
—Todavía no me has pagado lo que te di el día en que te conocí. —Él se echó a reír—. Déjalo por mi cuenta, yo arreglo con Georgette, el Nido es tuyo.
—Hace más de trece años que me hice cargo. Reformé todo, lo modernicé, reservé un departamento para Felipe y para mí, aquél lujoso. Le cambié el nombre y aumenté los precios.
—¿Por qué cambiaste el nombre, madrecita?
—«Nid d’Amour» olía demasiado a casa de puta. «Refugio de los Lores» es más decente. Mis clientes son todos lores. También me cambié el nombre, por consejo de Felipe.
Una casa de alto nivel, que cuesta un ojo de la cara, tiene que ser dirigida por una francesa, ma belle. Madame Antoinette va muy bien con tu tipo —había dicho él.
—¿Nombre francés con mi color, mi amor? No puede ser.
—Francesa de Martinica, como Josefina, la de Napoleón.
Los clientes se hicieron amigos, el prestigio de la casa creció, frecuentar el Refugio de los Lores era un privilegio más disputado que ser socio del Jockey Club, de la Sociedad Hípica, de los clubes más cerrados de São Paulo. En el departamento reservado, con el máximo confort, a los pies de la cama, las chinelas de Felipe, bajo la almohada, el pijama. Había envejecido, enviudó, el Papa lo agració con el título de comendador, viajaba poco, apenas supervisaba las múltiples empresas, y cada vez frecuentaba más la cama de Tieta, que lo recibía con su cálida sonrisa.
—Para Felipe no cambié de nombre. Siempre fui Tieta de Agreste.
Para los demás, Madame Antoinette, francesa, nacida en las Antillas del casamiento de un general de la République con una mestiza. Educada en París, me sobraba charme, era maestra en el oficio de elegir mujeres, delicadezas para el fino paladar de los clientes, los más ricos de São Paulo, Dieu Merci. Con las dos o tres doncellas que, como Leonora, viven permanentemente en el Refugio de los Lores, madrecita es exigente y generosa, temida y amada.
DEL MENSAJE URGENTE.
En lo mejor de la fiesta, llega el mensaje urgente. Una vez que devoraron el almuerzo y repitieron el postre, doña Laura, Elisa y Leonora sirven el café. Grandioso banquete con variado fondo musical: el modernísimo sonido del grabador compitiendo con el acordeón de Claudionor das Virgens. El trovador posee un extraordinario faro para detectar aromas culinarios, perfume de batida aroma de cachaça. Sin esperar invitación, aparece instrumento en mano, con una gran sonrisa; caradura, simpático y bienvenido: ¡con permiso!
Mientras Elisa, Aminthas, Fidelio, Seixas y Peto disfrutan de un rock-and-roll, los demás aplauden a Claudionor y Eliezer. El repertorio del trovador da preferencia a la música sertaneja mientras el dueño de la lancha, habitualmente cascarrabias, de pocas palabras, se anima con los tragos, da rienda suelta a una agradable voz y, complaciendo sugestiones nostálgicas de Tieta y de doña Carmosina, canta olvidadas melodías. Tieta, sentada en una estera, con un enorme sombrero de paja, para defenderse del sol, pide:
—Toca aquella que cantaba Chico Alves, Claudionor.
—¿Cuál?
—Una que empieza así: «Adiós, adiós, adiós, cinco letras que lloran…».
Eliezer canta, Claudionor acompaña con el acordeón. Tieta se deja llevar por la música, está distante, no participa de las conversaciones. Leonora se inquieta. Conoce a su madrecita: cuando está así, callada, es porque algún problema la preocupa, porque algo no anda como debe. ¿Qué será? No se anima a preguntar, no vale la pena, lo mejor es dejarla en paz hasta que vuelva a sonreír. Cuando estoy de mal humor, déjenme sola, no se metan: era su recomendación en el «Refugio». Se sienta en silencio a su lado.
Tieta percibe la presencia de Leonora, se da vuelta y le acaricia la cara. La muchacha le toma la mano y la besa, con ternura. Cabrita sin juicio, piensa Tieta, corre el riesgo de enamorarse, de perder la cabeza. ¿Sólo ella? ¿Nadie más?
¿Qué especie de obligación ineludible había exigido la presencia de Ricardo al lado del padre en Rocinha? ¡No sería ninguna obligación! El sobrino estaba huyendo de ella, era eso; había ido con el padre para no ir a Mangue Seco, para no ensuciar sus castos ojos —¿castos?— en la desnudez de la tía, que estaba soberbia en ese reducido bikini, ¡pedazo de burro! En los últimos días había extrañado al muchacho, mientras se bañaba en el río, en los paseos. Hasta había cambiado sus horarios, seguro que para no hacerle masajes. Y Tieta, fogosa sin remedio, soñaba con el sobrino, lo veía día y noche con alas de ángel y aquella cachiporra. Jamás se había interesado por los jóvenes y mucho menos por mocosos de diecisiete años, prefería a los hombres hechos, de más edad que ella. Fue necesario volver a Agreste para desear a un chiquilín, sentir frío en la columna al pensar en él, ponerse de mal humor, ¡desagradable! y vacía debido a su ausencia. Triste, irritada, cabizbaja. Eso no lo esperaba. Para peor sobrino y seminarista. Como la ve tan lejana y perdida en sus pensamientos, Leonora se levanta, va al encuentro de Ascanio. Tieta nuevamente le acaricia el rostro, en un impulso.
—¿Sabes Fue todo un sueño, Eliezer?
—No la sé muy bien, doña Antonieta. Vamos, Claudionor, probemos.
Tieta navega con la música, conduce de la mano a Ricardo. Osnar, anegado de cerveza, se acomodó en la sombra, chupando un cigarro. Barbozinha ronca debajo de una palmera, olvidando sus proyectos de declaración en lo alto de las dunas. El cansancio comienza a hacerse sentir, en el transcurso de la tarde, luego de la maratón de dendê y pimienta, coco y jengibre, batidas, cachaça, cerveza. La mañana fue fatigante: baño de mar enfrentando olas bravías, subida a las dunas bajo el sol de verano. Con todo, Leonora y Ascanio proyectan una huida a la playa. Cuando el calor afloje, antes de la hora de volver, que será cuando baje el sol.
Inesperadamente, se oye el ruido de un motor a la distancia. El comandante Darío, para quien todos los ruidos del mar y del río son familiares, decreta:
—Es el barco de Pirica.
Pirica viene a buscar a Ascanio, trae un mensaje del coronel Artur de Tapitanga con una noticia sensacional: los ingenieros de la Hidroeléctrica de Paulo Afonso se encuentra en Agreste y quieren hablar con alguien responsable de la Municipalidad. Fueron a lo del alcalde, pero se produjo una gran confusión. El doctor Mauritonio sólo dijo despropósitos, vive en un mundo de fantasías, agredió al jefe de los ingenieros porque lo confundió con el agrónomo Aristeu Régis, responsable de la deserción de Amelia Doce Mel. Al ser expulsados en medio de grandes insultos, fueron a la estancia del coronel Artur de Figueiredo, presidente de la Cámara Municipal. El octogenario había enviado a Pirica a Mangue Seco con órdenes de traer a Ascanio.
Hay una animación general, quieren saber más, piden detalles, pero Pirica, además de lo que ya contó, sólo agrega una información: el coronel estaba muy contento cuando le ordenó partir con el mensaje:
—Dígale a Ascanio que los hombres de la luz están aquí, que venga inmediatamente, sin perder un minuto.
Fidelio exclama:
—Van a instalar la luz, gané la apuesta. ¡Viva doña Antonieta!
El primer viva fue seguido de otros ahí mismo, bajo la palmera, y fue un prólogo a las conmemoraciones del pueblo, Agreste va a vibrar con la noticia. Ascanio, tieso, se encamina hacia Tieta:
—Permítame, doña Antonieta, que le anticipe la gratitud del pueblo de Agreste.
Tieta extiende la mano a Ascanio para que éste la ayude a levantarse:
—Todavía no, Ascanio. No cantes victoria antes de tiempo. Ve allá, como quiere el coronel, saca tus conclusiones. Por ahora no hay nada seguro. Yo aprendí a no alegrarme antes de que hubiera motivo. Si fuere verdad, eres tú quien merece felicitaciones. Yo hice muy poco, sólo pedí.
—Las intenciones, los gestos no valen nada cuando no dan resultado, fue usted misma quien me lo dijo —retruca Ascanio.
—Tú peleaste, luchaste, no te quedaste con la intención. Ve a ver de qué se trata y si resulta cierto, lo celebraremos juntos.
—Nosotros y todo el pueblo, doña Antonieta. Va a ser la fiesta más inolvidable de Agreste.
El entusiasmo domina a la alegre comitiva. Tieta, quiera o no, es abrazada, besada, felicitada. Barbozinha amenaza con un discurso, escribirá un poema a la luz de Paulo Afonso, luz nacida de los ojos de Tieta; Osnar propone que la lleven en andas como a una triunfadora —suelta mi pierna, ¡aprovechador!—; Aminthas le promete a Fidelio que le pagará la apuesta ni bien se confirme la noticia. Afectuoso abrazo del comandante; solemnes felicitaciones de Modesto Pires, que está impresionadísimo con el prestigio de su coterránea; nunca había creído que esos pedidos dieran resultado positivo; ni se van a enterar de los telegramas, los tiran a la basura, había asegurado a doña Aída y a algunos amigos. Perpetua se agranda: las relaciones de la hermana en la cumbre de la política y del gobierno son un orgullo para la familia, su posición social eleva a todos los parientes. Si no estuviese tan fastidiada, Tieta, al oír esas palabras largaría una risotada; asimismo sonríe en los brazos de Perpetua. Elisa, emocionada, no puede contener el llanto, cubre a la hermana de besos. Doña Carmosina y doña Milu jamás habían dudado, contaban las horas mientras esperaban la respuesta. Ahora, ante la presencia de los ingenieros en Agreste, ¿qué dirán los incrédulos? Tendrán que aplaudir. A Tieta le gustaría poder participar de la alegría general pero aquél de quien ansía un beso no está presente, no vino, no quiso venir, prefirió ir a lomo de burro atrás del padre, ¡idiota! ¡Qué cuita tan absurda! Su rival es Dios. Que se cuide ese Dios porque Tieta no acostumbra a perder en estos casos.
Doña Carmosina les propone que vuelvan inmediatamente, que acompañen a Ascanio. Todos están de acuerdo, con tamaña novedad en Agreste, nadie se siente capaz de pasarse el resto de la tarde en Mangue Seco, para esperar la caída del sol. Todos quieren ver a los ingenieros.
Todos, menos Tieta. Anuncia su decisión de aceptar la invitación de doña Laura y del comandante para quedarse en la playa hasta el miércoles, día en que volverá a Agreste con Modesto Pires, para escriturar el terreno.
Mientras los demás se preparan, va con Perpetua hasta la Toca da Sagra, le entrega un manojo de llaves y le pide:
—Quiero que me hagas un favor. Abre la valija azul, fíjate cuál es la llave, toma ese portafolios donde guardo el dinero, ese que ya viste, ábrelo con esta llave y retira… —calcula la cantidad en voz alta, lo necesario para darle una seña a Modesto Pires para asegurarse la compra del terreno y para los gastos iniciales de la construcción.
—¿Vas a construir una casa? ¿En seguida?
—Inmediatamente. Voy a demarcar el terreno y comenzar a hacer una casita pequeña, el comandante se ofreció para ocuparse de la obra, en Saco hay todo lo que se necesita, tanto material como mano de obra, sólo es necesario tener la plata. El comandante dijo que la construcción puede andar rápido. Quiero ver mi casita en pie, aunque sea las paredes, antes de volver a São Paulo. Cuando yo no esté, tú y los chicos la pueden usar. Elisa también. —Mira a su hermana, suaviza la voz—. Tengo ganas de hacer algo por mis sobrinos, ya que no tengo hijos, Perpetua.
—¡Ah! hermana, ¡qué alegría me das con eso! —Los ojos de Perpetua brillan, tiembla su voz chillona. El trato con el Señor, recién establecido y ya se está cumpliendo.
—Cuando estemos en Agreste, hablaremos sobre el asunto.
—¿Cómo te mando el dinero y las llaves?
—Se lo das al comandante, él va a llevaros en la canoa.
El comandante no necesitó ir, entraron todos en la lancha de Eliezer y en el barco de Pirica donde se acomodaron, además de Asterio, Leonora y Peto. Tieta se aflige:
—Yo necesito el dinero mañana bien temprano. Mándalo por cualquiera que venga aquí.
—Quédate tranquila, yo te lo mando —asegura Perpetua.
Tieta confía. Ya está alegre y sonríe. Leonora al despedirse se da cuenta de que su malhumor pasó. En el momento de embarcar, en la playa, la caravana improvisa una ruidosa manifestación, bajo la batuta de doña Carmosina:
—Entonces, ¿cómo es?
El coro responde:
—¡Viva!
—¿Para Antonieta nada?
—¡Todo!
Doña Carmosina se une a los demás:
—¡Hip, hip! Hip, hip! ¡Hurra! ¡Antonieta! ¡Antonieta!
Modesto Pires repite:
—Si esa historia de la luz resultara cierta, como parece, el pueblo de Agreste va a entronizar a doña Antonieta en el Altar Mayor de la Matriz, junto con la Senhora Sant’Ana. Ya lo dije y lo repito.
Tieta rompe a reír: ¡qué mundo tan divertido!
DE LA PREGUNTA MALHUMORADA.
En la Municipalidad, de muy mal humor, el jefe de los ingenieros informa al ansioso secretario el cambio que hubo en el plan de extensión de cables y postes de la Hidroeléctrica: Agreste fue incluido inesperadamente en la lista de municipios que serán beneficiados con luz y fuerza de la usina. No sólo eso, que ya de por sí es increíble y absurdo; había más. Según las órdenes, que venían de arriba, de la misma presidencia de la compañía, debían dar prioridad absoluta a Agreste e iniciar inmediatamente las obras necesarias para que fuesen concluidas en tiempo mínimo. Esa inconcebible decisión los había traído hasta allí, un domingo, día de descanso, sucios hasta las orejas y furiosos. Y encima de todo, les hacían perder tiempo, pues hace horas que buscan un funcionario responsable con quien poder hablar.
Antes de dar informaciones sobre plazos y fechas, hay una única cosa que el jefe de los ingenieros y sus subordinados quieren saber: ¿cómo se explica que un municipio tan pobre y atrasado, cuyo alcalde es un loco que necesita camisa de fuerza e internación, haya conseguido modificar los planos ya aprobados, definitivos, órdenes de servicio en ejecución, y que tuviera prioridad sobre las comunas, ricas, prósperas, protegidas por políticos de renombre, que ocupan altos puestos? ¿Quién lo había pedido para Agreste? ¡Pedido no, impuesto! Por favor, quiero saber el nombre de ese líder de tamaña fuerza, de esa personalidad tan eminente, de ese prepotente magnate, del potentado capaz de tal proeza. Realmente tiene que ser alguien de mucho poder, con seguridad.
Osnar, distribuidor de cargos, la llamaba generala. Pero Ascanio se calla para no aumentar el malhumor de los ingenieros. Sonrió, modesto, vamos a lo que interesa, a las fechas y a los plazos.
DEL MIEDO Y DE LA VOLUNTAD DISUELTOS POR LA LUNA.
¿Generala? Sola, acostada allá arriba en las dunas, muchacha de Agreste, pastora de cabras. El sonido desmedido de las olas, el aroma de la marejada, eran música y perfume de principios del mundo. En el cielo, la luna y las estrellas, eternas.
Se había hecho fuerte y decidida en las dunas, oyendo las olas, en los montes de tierras pobres, en contacto con el rebaño indócil. Allí había aprendido a desear con intensidad y a luchar para conseguir lo que quería. Mar bravío, tierra árida, aspectos de un mismo mundo agreste, duro, pobre y terriblemente bello. Se sentía plantada en las piedras donde saltaban las cabras y en las arenas movidas por el viento. Tenía algo de la tierra y del mar, del agua dulce y de la salada, correntada de río, marea de océano. Aprendió a no tener miedo, a no huir, a mirar de frente, a tomar iniciativas. ¡Eran tantas las estrellas! ¡incontables! ¿cuántas veces sintió el deseo preso en la garganta, en la punta de los dedos en el fondo del estómago? Amores que van y vienen, pero amor de toda la vida, sólo Felipe. Nadie cuenta las estrellas, ¿para qué contar las ansias, la boca seca, la urgente necesidad? No importa el número y sí el beso, la muerte, y la vida juntas, unidas. En Mangue Seco, sobre la arena, en Agreste, en los recovecos del río, cabra del monte. En cama camera, sólo con Lucas, cuando ella dejó la aridez de los montes y descubrió los atajos del placer. Otra vez estaba allí, en las dunas, como la primera vez. Tensa, lista, a la espera.
A lo lejos, en el río ve una luz; puede ser sólo el reflejo de una estrella. Cualquier ruido se pierde con las olas que revientan en las montañas de arena. Pero la luna llena ilumina las dunas, suave claridad. Ve un bulto indeciso, al pie de los montes, no sabe a cuál subir. Tieta se levanta, mira, adivina, reconoce. Modula el llamado de la cabra, dulce evocación de amor, especie de grito susurrado. Está indicando el rumbo.
Frente a frente, tía y sobrino. Cardo viste un pantalón corto y la remera del Palmeiras que Tieta le mandó. Sonríe sin saber por qué.
—La bendición, tía. Mamá me mando para que trajera una encomienda, la dejé en manos del comandante, allá abajo.
—¿Sólo para eso?
—Dijo que me quedara con usted para ayudarla.
—Pero tú no querías venir.
El chiquilín se embarulla, trata de esbozar un gesto, baja los ojos. Con orgullo y medio tartamudo puede evadirse:
—Allí hay una gran fiesta, por lo de la luz. Todo el mundo anda por la calle gritando: ¡Viva Antonieta! Dicen que…
—Tú tienes miedo de quedarte, ¿no?
La respuesta se refleja en la confusión de ese rostro iluminado por la luna. Es una expresión franca, sin malicia. Tieta prosigue:
—Cuéntame. ¿Es conmigo con quien sueñas todas esas cosas? No me mientas.
El adolescente baja los ojos:
—Todas las noches. Perdóneme, tía, no es que yo lo quiera.
—¿Y tú tienes miedo, huyes de mí?
—No sirve de nada. Tampoco esconderme ni rezar. Hasta cuando rezo, pienso y veo.
—¿Crees que soy linda?
—Muy linda. Linda y buena. Yo soy un desfachatado, de malos instintos, o es un castigo de Dios.
—¿Castigo? ¿Por qué?
—No sé, tía.
—Si no quieres quedarte, puedes volver. En seguida, en este instante.
Se acuesta nuevamente sobre la arena, su cuerpo queda expuesto a través de la pollera abierta y de la blusa desabrochada. La voz de Ricardo llega como de lejos, desde el fondo del tiempo:
—Tengo miedo de ofender a Dios y a usted, tía, pero tengo ganas de quedarme.
—Aquí, ¿junto a mí?
—Si me deja… —Sus ojos están encendidos.
—A lo lejos se vislumbran las luces de los fuegos artificiales que suben al cielo, estrellas encendidas por el pueblo de Agreste en honor de la ilustre hija, de la viuda rica y poderosa, de la paulista con voz y mando en el gobierno.
Tieta sonríe y extiende la mano:
—No tengas miedo. Ni de mí, ni de Dios, ven, acuéstate.
Los cuerpos fluctúan en el aire a la luz de la luna, al vaivén de la música de las olas. Luna, estrellas, mar, los mismos del pasado, iguales. ¿Qué importan la edad, el parentesco, la sotana? Una mujer, un hombre, eternos. Aquí, en las dunas ella comenzó como una chiva en celo. Tieta se reencuentra con su comienzo. Hoy, cabra hecha y derecha, cansada de Inácio, es una desfloradora de cabritos.
INTERMEZZO A LA MANERA DE DANTE ALIGHIERI, AUTOR DE OTRO FAMOSO FOLLETÍN (EN VERSO), O EL DIÁLOGO EN LAS TINIEBLAS.
Distante, la luna iba camino de África, cubierta de suspiros de amor, cuando por fin hubo pausa, respiración. Se desunen las piernas, se separan la vida, la muerte, cada una por su lado; el acto de morir y el de resucitar, deja de ser cosa única. Momentos antes eran parte de un único cuerpo, un solo cohete que explotaba allá en lo alto del cielo, y se deshacía en luz sobre las olas del mar. Antes, la noche de luna fue al mismo tiempo día y sol; sol y luna, día y noche sucediéndose juntos sin distancias ni intervalos.
Cuando por fin hubo pausa y respiración, desaparecieron el sol y la luna, las tinieblas cubrieron el mundo, la noche perdió brillo y calor, fue enemiga, se oyó la fuerza del océano contra las dunas, el insano vendaval que transporta arena, el acta de acusación y la sentencia. Más allá de la vida, más allá de la muerte, él puede medir la extensión del crimen. No había medida humana para el castigo, no se mide la eternidad. En un esfuerzo que le rompió la garganta y el pecho, reencontró el ejercicio de la palabra:
—¡Ay!, ¡tía! ¿Qué hemos hecho? ¿Qué es lo que yo hice? Un día, en solemne voto, había jurado castidad, se consagró a Dios. Había prometido renegar de los placeres de la carne, casto hijo de María y de Jesús. Traicionó su voto.
—Me ofendí y la ofendí, tía. Perdóneme…
Oye sonido de risas, por lo bajo, nacientes del agua en medio de la tempestad. Una mano de arena y vendaval le toca su culpado rostro, dedos de largas uñas le rozan los labios. Contiene el llanto: un hombre no llora y ahora, ¿qué era él sino un hombre igual a los otros, con la marca del pecado clavada en el corazón? Peor, pues los demás no habían asumido ese compromiso la sangre que Cristo derramó en la Cruz los redimía, hasta el fin de los siglos. Pero él había hecho votos, había prometido, jurado, asumió el compromiso. Había traicionado la confianza de Dios. En la oscuridad ve las llagas que se abren y el cuerpo lleno de pus, perverso, la lepra. Siente dedos que aprisionan la piel de sus labios e impiden que grite de espanto.
—Dime tía sólo delante de la gente. Para ti soy Tieta, tu Tieta. —La infeliz se ríe, inconsciente, condenada por él a las penas del infierno. Se ríe, alegre, no se da cuenta del horror que cometieron.
El demonio lo había poseído, el más peligroso, sagaz y sutil, el peor de todos, el Demonio de la carne, y no contento con llevarlo a la perdición, lo había utilizado como instrumento para tentar y corromper a la tía, para pervertir a la honrada viuda, fiel a la memoria del marido, transformada en hembra enloquecida, animal en celo, que gime y que grita como las cabras en los montes de Agreste. Ay, tía, ¡qué desgracia! La mano recorre los labios, las uñas arañan la piel, amenazan con pausa y distancia.
Ella también había sido poseída por el Demonio. Excomulgada por su culpa a pesar de todo lo que le debía: gratitud, respeto y amor puro de sobrino y protegido. ¿Acaso no le había mandado regalos de São Paulo, no le trajo la caña de pescar con carrete, no le dio dinero, una camisa nueva, pijamas que la madre guardó para el seminario, no había ofrecido una imagen y una custodia a la iglesia, piadosa criatura? Alegre, informal, un poco arrebatada, eso sí, pero era una generosa oveja del rebaño de Dios, tal como la había calificado el padre Mariano. Alma pura, inocente corazón, era digna de la estima del Señor, de la recompensa divina, es lo que proclamó el padre Mariano en el sermón durante la misa. Merecedora de todo respeto y de mucha gratitud, para devolverle el afecto sincero, la bondad y las dádivas generosas. La madre le había pedido que cuidara de su tía, que estuviera a sus órdenes, que fuese su amigo. ¿Había obedecido? ¿Había tratado de acercarla más a Dios y a la iglesia, tal como era su obligación de sobrino y seminarista? ¿Le había hablado de los santos y de los milagros, le contó algo sobre los prodigios de la Virgen y del Señor, le describió las maravillas del reino de los cielos? No había cumplido con nada de eso. Al contrario, se había puesto a las órdenes de Satanás en la conquista del alma de la tía, astuto instrumento del Maldito. Antes había sido siervo de Dios, ángel consagrado, después esclavo del Diablo, obediente seguidor, activo cómplice, ángel caído.
—Perdóneme, tía…
La mano se estira, cubre toda la boca, la palma comprimida sobre los labios siente los dientes que se hunden en ella.
—No me digas tía, dime Tieta.
Después de la cercana muerte del leproso —primera demostración de la ira divina—, el castigo eterno, las llamas del infierno, para siempre, sin remedio, sin reposo, sin intervalo, sin derecho a la contrición, ya era demasiado tarde para el arrepentimiento. ¿Arrepentimiento? La mano rodea la boca, las uñas raspan levemente.
En el infierno, por toda la eternidad, la carne pecadora y sucia que se quemará y jamás terminará de quemarse —condenada o no el alma es inmortal—. Oye una risa leve, nacida de la ignorancia, risa de quien no sabe nada sobre la violencia y la cólera de Dios. Por atrás del manso balido de satisfacción, él oye la carcajada del Diablo, siniestra, victoriosa, insultante: ha ganado dos almas de una vez, de un solo tiro, dos más para la práctica del pecado y para las llamas del infierno, es una buena cosecha.
¡Tantos días y noches de batallas! Porque él había luchado y resistido; con poca fuerza y escasas armas, no poseía la estatura de los santos verdaderamente dignos de servir a Dios, fortaleza de la ley, de los mandamientos. Igualmente había resistido, luchó, levantó trincheras: en su pupitre, curvado sobre los libros; en las aguas del río: se había zambullido cuando Peto, instruido por el Demonio, quería que la mirara, en la Bacia de Catarina; en sus oraciones, antes de acostarse en la hamaca; en ruegos y promesas, en misa —si la Virgen lo salvaba, se comprometía a dormir extendido sobre granos de maíz durante todo el año lectivo. Todas las trincheras conquistadas fueron destruidas una por una por el Maldito. De los problemas de álgebra, de las páginas impresas, saltaban los senos entrevistos por la mitad del escote de la robe de chambre; los pelos señalados por el hermano, esos que sobresalían del bikini, se alargaban río adentro, lo ataban de pies y manos, lo traían de vuelta a las piedras donde ella descansaba, tranquila, con las piernas abiertas, inocente de tanta codicia y osadía. Hasta durante el sagrado sacrificio de la misa, el humo del incensario se elevaba trazando las curvas y el balanceo de su traste, redondo, suelto, moreno, entrevisto bajo el corto camisón.
Había luchado durante las inquietas noches cuando al sentirse excitado se esforzaba con ver en el sueño imágenes castas, vidas santas, alegrías puras. Antes de perderse por completo allí, en Mangue Seco, estuvo a orillas del pecado todas las noches, ya sea adormecido, ya sea despierto, y si jamás llegó a él fue porque no sabía cómo hacerlo. Ni bien terminaba con las oraciones y cerraba los ojos, aún con el nombre de Dios en los labios y el pensamiento en la salvación del alma y ya el Maldito llenaba su hamaca de senos y piernas, de trastes y pelos, la tía de cuerpo entero y desnuda.
Ni los ruegos, ni las oraciones, ni las promesas, ni la huida. Trastornado había abierto el libro santo en la página de la fuga a Egipto, como consejo de Dios. Montó el burro y se fue atrás del padre Mariano a Rocinha en vez de tomar la lancha para Mangue Seco donde podría verla casi desnuda por la playa, acompañarla mar adentro, salvarla de la muerte cuando las olas que revientan en la barra la estuviesen ahogando. Heroico, lucharía contra el oleaje, finalmente la tomaría en sus brazos y traería su cuerpo inerte a la playa, mientras lo apretaba contra su pecho.
Había huido de la tentación montado en burro. ¿De qué sirvió? Durante todo el viaje a Rocinha la tuvo en sus brazos, bien apretada contra el pecho al compás del trote del animal. Al rozar con el cabezal de la montura, comprimía entre las piernas las ancas de la tía.
Fuerzas débiles, voluntad frágil, armas inofensivas para enfrentar el poder y las tramas del Diablo. Belcebú había utilizado a Peto para tentarlo en la orilla del río; para enviarlo a Mangue Seco, y por increíble que parezca, se había servido de su madre, devota y rígida. Debería haberse opuesto, discutido; podía haber alegado que era muy tarde o hacerse el enfermo. No lo hizo. La madre no necesitó repetir la orden: salió corriendo en busca de Pirica para contratar el barco. Comprendió que el Tiñoso había elegido Mangue Seco como lugar del crimen y no obstante partió para allí, por su propia voluntad. Durante el trayecto, apuraba a Pirica, a pesar de saber que ni bien desembarcase, estaría perdido. Así fue: en Mangue Seco había sido derrotado y poseído por el Maldito.
Los dedos se dirigen a su mandíbula y dejan en la boca un sabor a pulpa fresca. Las palabras, arrancadas del estómago, cortan sus pulmones, salen estranguladas:
—Estoy condenado al fuego del infierno y la llevo a usted conmigo. Soy una porquería, me perdí y la arrastré.
La mano se extiende, es todo fuego, va de la mandíbula al cuello. En el momento de pecar, hasta las llamaradas son deleite, nadie siente el dolor de las quemaduras. Pero el fuego del infierno es distinto, tía, es distinto y eterno.
—Puedes llevarme, cabrito. Eres pequeñito como los que yo llevaba en mi pecho.
Honesta viuda, él la había hecho renegar del recato de la virtud de su condición; manchar la memoria de su marido, enloquecer al punto de decir tales cosas, sin pies ni cabeza, murmurar frases sin nexo, con esa risa de alegría, sin darse cuenta de la magnitud del mal, indiferente al castigo.
Él había sido el único culpable, pero la condena caía sobre los dos, igualmente la ira de Dios caería sobre la cabeza de la tía. Sobre las dos almas que no supieron resistir a la vileza de los cuerpos, a la carne sucia. Él es el único culpable. La tía le había dicho que si quería se podía ir, señaló el camino, él no quiso, prefirió quedarse. Consciente de que, al quedarse, se entregaba a Satanás, le serviría de agente en la degradación del alma de la viuda, sería responsable de su perdición.
—Quisiera morir.
—En mis brazos.
La mano baja de los hombros al pecho. Ay, tía, no. ¿No ve que el Demonio está suelto, sobrevuela las dunas y el mar, es un inmenso murciélago que cubre la luna e impone una noche negra y fría? El Tentador está allí, presente como siempre lo estuvo, desde el momento en que la tía surgió de la «marineti» de Jairo. Había sido él, el Demonio, quien habló por la boca de Osnar cuando la comparó con una fruta madura, jugosa. En ese momento había empezado el combate, ahí fue cuando se perdió. Y cada momento que pasaba estaba más perdido, en los pasos nocturnos en el corredor, en las puntillas vaporosas del deshabillé, en el diminuto bikini, en el minúsculo camisón, en las manos untadas de crema, en las palabras truncas del padre nuestro, en los sueños llenos de deseo cuando la tenía desnuda junto a sí en la hamaca y no sabía qué hacer. Ahora lo sabe y lo pagará, durante toda la eternidad. Los dos lo pagarán, el culpable y la víctima, él y la tía. Quién sabe, tal vez Dios que es justo, tenga piedad de la tía y le reduzca la pena a un breve período en el purgatorio. Por más largo que sea, aunque se extienda por millones de años, es tiempo y no eternidad, tiene límite y fin. Un día se termina la sentencia, se libera al condenado, pero las penas del infierno no terminan jamás. Nunca jamás, repite a cada segundo el reloj del infierno. Así lo había dicho Cosme al referirse al castigo eterno.
—Dios es bueno y sabio, tendrá piedad, sabe que usted no tuvo culpa, tía.
Crece la risa alegre e inconsciente, la mano desciende por el pecho en agonía.
—No me digas tía, dime Tieta.
La mano está en ese pecho lleno de vergüenza, quebrado de miedo, ¿cómo mirar la cara de Dios en la hora del juicio final? La mano tranquiliza la pesadilla, transforma los sentimientos, desata el nudo, rompe las tinieblas, pero no apaga las fogatas de la ira celeste, pues toda ella, palma, puño y dedos, es una brasa que arde, calor divino. ¿Divino? Es así como Satanás engaña y condena a los hombres. Ese calor divino se transforma en insoportable dolor en las profundidades del infierno, consume lenta y eternamente a los pecadores.
—Sólo yo soy el culpable, Dios ha de perdonarla, tía.
—Tía, no. Tieta, tu Tieta.
¿Cómo no había percibido la voz de Dios en la de la tía cuándo le señaló el camino de vuelta? El camino seguro, el sendero que lo hubiera conducido a la salvación, al sacerdocio, al paraíso.
—¿Paraíso? ¿Cuál de ellos? La mano lo conduce al paraíso: hace poco todavía veía la belleza, la dulzura del cielo en cada detalle de ese cuerpo expuesto a la luz de la luna. La mano juega con el vello que está naciendo en el pecho joven y masculino. El Mayor se enorgullecía de su tronco peludo, pecho y espalda, era bien de macho. El padre, un macho. El hijo, castrado por el voto y por la promesa de la madre era un inútil. Pero el Demonio lo había hecho levantarse contra la ley, le despertó la carne muerta, lo pervirtió. Era un casto mancebo que desconocía deseos y malos pensamientos, macho impuro sin control sobre el cuerpo y el alma, un chivo.
No sólo eso: lo había utilizado también para conquistar a la tía, pervertirla y condenarla.
—El purgatorio dura un tiempo y termina, tía. La culpa es mía, sólo mía; Dios es justo, no la mandará al infierno.
—Cabrito tonto, soy una vieja cabra. Llámame cabra, dime mi cabra.
Jamás, aunque quisiera; ni siquiera en el momento de pecar, cuando la cabeza no piensa y la boca gime y grita. Osnar había dicho cabra, esa voz del Demonio, al verla deslumbrante, en la puerta de la «marineti» de Jairo, y agregó un indecente comentario sobre el tamaño de las ubres, el muy inmundo. ¿Y él? ¿Dónde había hundido la cabeza, posado los labios, dónde había desvariado y mordido?
—Perdóneme, tía. Jure que me perdona.
—Dime Tieta.
Los dedos, explorando, navegan en la barriga de rígidos músculos. El meñique se hunde en el ombligo, hace cosquillas, la brasa crece en llamaradas, consume el pecado, cubre el crimen, enciende la luna.
—Tía, quiero decirle…
—Tieta.
—Quiero decirle que aunque tenga que pagar durante la eternidad en el fuego del infierno, así mismo…
—Dime, mi cabrito…
—… así mismo no me arrepiento. Y si el castigo fuese peor todavía, así mismo…
—Dime…
—… así mismo querría…
¿Dónde está la mano? La llama quema desde la punta de los pies hasta la punta del pelo, recorre el cuerpo, la cabeza late, se abre la boca, el Demonio crece.
—¿Qué querrías, cabrito? dime…
—Estar aquí, con usted.
—Contigo.
La mano busca, encuentra, palpa, empuña. Desmedido Demonio.
—Contigo, Tieta. No me arrepiento, ¡ay! no, ¡Tieta!
—Dime cabra, mi cabrito.
¿Dónde están las tinieblas del infierno de Dios? Bajo la luna, el paraíso se abre para el Demonio, estrecha puerta de miel y rosas negras. El infierno vale mucho más. ¡Ven, mi cabrito! Ay, cabra, mi cabra, soy todo un chivo y en fuego me consumo.