DE LA VELOZ PAVIMENTACIÓN DEL CAMINO POR DONDE PENETRARÁN EN AGRESTE LOS POSTES DE LA HIDROELÉCTRICA, MEJOR DICHO, DE LA CALLE POR DONDE PENETRARÁ LA «LUZ DE TIETA» O EL CAMBIO EN EL RITMO DE VIDA DE LA CIUDAD.

Todo lo que hasta entonces no había sido más que letras impresas en columnas de diarios, rumores comentados en las esquinas, confusas apariciones de seres de difícil identificación, también para Barbozinha, íntimo de lo sobrenatural, se concretó en tangible e inmediata realidad con la presencia matinal, en las calles de Agreste, de las pesadas y potentes máquinas de la Compañía Bahiana de Ingeniería y Proyectos, CBIP. Con alegre lentitud cruzaron la calle da Frente. Cavernoso ruido, grandiosas y excéntricas formas, el progreso en marcha.

El chico Sabino los precedió, con los ojos desorbitados, echaba los bofes por la boca, llegó de los campos de Tapitanga donde daba placer al cuerpo aprovechando la viciosa docilidad de la cabra Negra Flor, flor del rebaño del coronel Artur de Figueiredo. Con la permisiva y gentil bestia, el muchacho resume al mujerío de Agreste que puebla sus noches de adolescente: Elisa, la mujer del patrón; Carol, la amante del ricachón; Edna, que ya no parece que estuviera casada con Terto; dos de las primas de Seixas: la ligeramente estrábica y la tetona, el resto no vale nada; la pequeña Arací, en cuyo traste se roza al pasar. Magnífico ramillete, enriquecido con la llegada de las paulistas, exóticas y sensacionales. Sabino se esfuerza en respetar a doña Antonieta, ¿pero qué hacer si, al arrodillarse para besarle la mano, aprecia el cine entero en la transparencia de sus vestidos y en los descuidados escotes de sus kimonos? El chico llega a la tienda de Asterio, sin aliento, donde Osnar habla de agricultura y veterinaria con el nuevo vecino de tierras. Las palabras irrumpen en la boca de Sabino:

—Llegaron unos tanques de guerra, con cañón y todo.

Primero aparece un jeep grande y veloz, pasa a todo vapor por el frente de la tienda. Después surgen las lerdas máquinas y un camión lleno de hombres de mameluco y casco, las manos calzadas con gruesos guantes de trabajo. No tienen nada que ver con los vehículos de la Hidroeléctrica que de vez en cuando traen ingenieros y técnicos a la ciudad, en repetidas comprobaciones de cálculos para el itinerario de los postes.

Una poderosa máquina con pala delantera, una de esas motoniveladoras que pasan al ras del suelo y aplanan la ruta; un rollo compresor y un tanque que desparrama asfalto. Osnar, excitado, se levanta de la silla donde estaba tirado, hace señas a Asterio, y se va a los trancos hacia la Municipalidad. Tiene una leve esperanza: ¿quién sabe si Elisabeth Valadares, Bety para los amigos, Bebé para los íntimos, no está en el jeep? En la víspera de Navidad Osnar la perdió por cuestión de segundos. Al llegar a la plaza, llegó a verla en el helicóptero, de donde, vestida de Papá Noel, saludaba a las masas con la mano. El también saludó y la pelirroja, al parecer, lo reconoció y le lanzó un beso.

Si bien toda esa historia de la Brastanio le desagrada por el hecho de que va a perturbar los hábitos de la ciudad, tan apreciados para quien nunca quiso salir de allí, en el deseo de vivir tranquilo, Osnar exceptúa a Bety de la marea de contaminación. Competente y apetecible, ella parece ser, sobre todo, víctima del sistema. Mientras esperaba su regreso, tomó una resolución extrema y se dispone a cumplirla ahora mismo, si es que la secretaria ejecutiva forma parte del grupo que está, en el jeep: contarle la historia de la polaca. La famosa historia de la polaca de Osnar, como la experiencia lo ha demostrado, es la clave para llegar a todo panal de miel, no falla. Convencido de ello, Osnar marcha hacia la plaza: puede ser que algún día esa fábrica de mierda se instale en el cocotal de Mangue Seco y, antes que todo se pudra, Bebé, proclamada Reina de Agreste, con el corazón y los países bajos sensibilizados por los emocionantes detalles de la historia sin igual, quiera probar la rigidez y el saludable sabor del miembro no contaminado de un campesino, ¡es el colmo de la gula!

Se acerca justo a tiempo para ver a un sujeto vestido de dril caqui, con un portafolio, que baja del jeep y se encamina a la puerta de entrada de la Municipalidad y deja a dos tipos en el vehículo. Las grandes máquinas bufan, con truculenta respiración. Ni señales de Bety. Ni de ella, ni del cordial charlatán y políglota, cuyas órdenes obedece la despampanante pelirroja, Desilusionado, Osnar se va al bar, donde se entrega, en compañía de don Manuel, a ácidos comentarios acerca de la Brastanio:

—Antes, por lo menos mandaban hembras vistosas para que nos deleitáramos la vista. Ahora, sólo machos.

—¿Y esos mastodontes —don Manuel señala las máquinas— para qué sirven? ¿A qué están destinados?

—A jodernos la vida, almirante, ya vas a ver.

En la Municipalidad, el individuo que se bajó del jeep, entrega a Ascanio una carta del doctor Mirko Stefano en la cual el Magnífico, sumamente gentil, después de saludar a su «simpático amigo Ascanio Trindade», le presenta al doctor Remo Quarantini, jefe de ingenieros de la Compañía Bahiana de Ingeniería y Proyectos, CBIP quien, al frente de un grupo de técnicos, va a Agreste a recoger datos sobre la ruta, con vistas a las obras indispensables: rectificación del trazado, ensanchamiento, pavimentación. Para aprovechar la circunstancia, lleva máquinas y obreros para asfaltar la calle. De esta manera la Brastanio, por su intermedio, cumple con la promesa que ha hecho a la comuna. Termina invitando a su apreciado amigo a comparecer con la mayor urgencia posible a la capital bahiana a una importante conferencia en la que participarán elementos de la dirección de la empresa sobre los problemas relativos a la instalación de la industria de dióxido de titanio en la región. Tiene buenas noticias para darle, pero quiere hacerlo personalmente. Antes de firmar la carta, con cordiales abrazos, le avisa que los gastos del viaje correrán por cuenta de la Brastanio, deseosa de no pesar en el presupuesto de la Municipalidad. «Hasta pronto, querido amigo, cuento con su presencia. Aproveche el viaje y la compañía y venga con el doctor Remo quien, además de todo, es un eximio narrador de anécdotas».

Nadie diría que es un eximio narrador de anécdotas al verlo pelado, barba rubia, larga y enmarañada, la típica cara de quien comió mierda y no le gustó; silencioso. No por eso Ascanio deja de darle una calurosa bienvenida en nombre de las autoridades y del pueblo del municipio, de ponerse a su disposición y de prevenirlo sobre su intención de acompañarlo en el viaje de vuelta, dispuesto a disfrutar del divertido repertorio. Mientras en el interior de la Municipalidad suceden estas cosas, en la Plaza, curiosos y desocupados examinan los Caterpillars, boquiabiertos. Peto, a quien vehículos y máquinas le interesan tanto como los misterios del sexo, les describe la utilidad y da los nombres, Rodillo, rollo compresor y topadora: están destinados a abrir las calles y pavimentarlas. No con las piedras desiguales con las que el abuelo de Ascanio, en tiempos de prosperidad, había calzado la Plaza de la Matriz, la calle da Frente, la Plaza del Mercado (desde entonces Plaza Coronel Francisco Trindade) y sí con el negro asfalto, tipo de pavimento conocido sólo por aquellos que ya fueron, por lo menos hasta Esplanada, Peto entre ellos había acompañado tres veces a Perpetua a la ciudad vecina y una a Aracajú, es casi un globe-trotter. No hay duda de que comenzaban novedades importantes. Ya no se trata de rumores.

El ingeniero hace preguntas sobre la ruta. Disculpe la franqueza: ese camino de mulas no merece ser clasificado ni siquiera como apto para carros. Es una huella incierta, picada estrecha llena de lomos de burro, barriales, piedras; en suma, una mierda. Será necesario rehacerlo por completo, tal vez hasta modificar su trazado, lo cual significa una considerable mano de obra. Ascanio le proporciona algunos datos, pero sólo Jairo, propietario de la «marineti», familiar en esa travesía, podrá dar información precisa, cuando llegue de Esplanada.

Una sonrisa burlona se esboza en la cara taciturna del doctor Quarantini: al salir de Esplanada, habían dejado atrás al extraordinario vehículo, tan obsoleto que estuvo a punto de ser aplastado por las máquinas de marcha reducida. Realmente, quien la lleva y trae, debe conocer aquella sucesión de pozos, palmo a palmo. Ascanio le recomienda prudencia en el trato con Jairo: el dueño de la «marineti» está de malhumor desde que vio en el diario mural de la Municipalidad, el dibujo de los magníficos ómnibus previstos para el servicio de pasajeros de la nueva ruta, ésa que el ingeniero va a trazar y construir.

A propósito, solicita al ingeniero un minuto de su precioso tiempo, antes de ir a ver el trecho a asfaltar, para admirar el diario mural, que queda de paso pues está a la entrada de la ciudad. El barbudo, delante del dibujo, concede otra sonrisa dudosa. Ascanio se queda sin saber si es debido a la discutible vocación artística de Lindolfo o a sus efluvios progresistas. El visitante no comenta nada ni sobre los dibujos ni sobre las afirmaciones en letras de color.

—Bueno, vamos. Cuanto antes se empiece, mejor.

Tiene apuro. A excepción del doctor Mirko Stefano, pausado y calmo, todas las demás personas ligadas al progreso no admiten perder tiempo, siempre están corriendo, impacientes. Cuando sigue al pelado hasta el jeep, Ascanio comprueba que él también debe cambiar su ritmo. Alejado de la capital, se había habituado, en los últimos años, al lento compás de las horas de Agreste.

Jeep, camión y máquinas bajan por la calle, acompañados por la creciente masa de boquiabiertos. A la entrada de la ciudad paran, y se desembarazan de técnicos, capataces y obreros. Ascanio, los dos ingenieros y el fiscal de la Compañía recorren el trecho que va a ser pavimentado, la futura calle Antonieta Esteves Cantarelli.

—¿Sólo este pedacito? —el doctor Quarantini se dirige a los capataces—: No hace falta armar las carpas, con esa pavada terminamos hoy mismo. Pensé que era mucho más. —Y a Ascanio—: Muy bien, querido, vamos a poner manos a la obra. A ver si puede mandar algo de comer para los obreros y algunas cervezas. ¿Hay algún restaurante donde nosotros podamos almorzar? Me parece… —Un desanimado gesto de resignación—. Cualquier cosa sirve.

—Quédese tranquilo, me ocuparé. ¿A qué hora va a volver?

—A última hora de la tarde. Vamos a hacer lo posible para terminar antes del anochecer. ¿Alcanza el tiempo, Sante?

Sante, un vigoroso mulato, confirma sin dejar de masticar la punta de un cigarro:

—Sobra. —Ordena a los hombres—: ¡Manos a la obra!

Donde se corta el tránsito, instalan unos caballetes amarillos para demarcar los límites, alejan a los curiosos y las grandes máquinas entran en acción. Bajo el intenso sol y amontonado detrás de los caballetes, el pueblo acompaña atento el desarrollo del trabajo. La topadora se levanta, desparrama tierra y la aplana, su pala causa enorme admiración. Pero mucho más, el rollo compresor, que va y viene en los cien metros de camino, para sujetar la tierra suelta y transformarla en un sólido lecho de calle. De la calle Antonieta Esteves Cantarelli, corta pero asfaltada, primera en ser beneficiada por el progreso de la Brastanio. Y todavía hay quien habla mal de la gran industria reflexiona Ascanio, sublevado por las injusticias del mundo. Recorre con la mirada a los curiosos. Caloca, el dueño del bar Élite, boliche en el Beco da Amargura, donde vende cachaça, sintetiza la opinión general:

—¡Carajo! ¡Trabajan más rápido que la puta que los parió!

Victorioso, con el corazón a los saltos, el secretario de la Municipalidad de Agreste se retira para tomar medidas, Pasa por la pensión de doña Amorzinho, le encarga comida para todo el equipo. Él y otros tres almorzarán en la sala de la pensión, los trabajadores comerán en el mismo lugar de trabajo —haz unos buenos feijão y chivito asado. Quien paga es la Municipalidad, no vayas a cobrarle a ellos—. Seguidamente se dirige a la casa de Perpetua para contar a Leonora las novedades y comunicarle la, inesperada ida a la capital. ¿Ella se dará cuenta de la importancia de ese viaje, que transformará un noviazgo sin perspectiva, un sueño absurdo, en exaltarte realidad de casamiento? Volverá con el requerimiento de la Brastanio dirigido a la Municipalidad, solicitando autorización para instalarse en Agreste. ¿Sólo eso? Se le abre un amplio horizonte por delante.

Al mediodía, los dos ingenieros y el inspector de la obra, en compañía de Ascanio, saborean el mejor almuerzo de sus vidas: pitús fritos, hervidos y saltados con huevos, moqueca de pescado, gallina de molho pardo, cabrito asado, tasajo con pirão de leche. Dulces de sabores poco conocidos: de jaca, carambola, grosella, araçamirim. Pasas de cajú y jenipa. Refrescos de mangaba y de cajá. El cabizbajo jefe de los ingenieros comió tanto y con tal disposición que su rostro pálido adquirió aire de exuberancia. Dejó la pavimentación por cuenta del colega y se extendió en una hamaca para despertarse sólo al atardecer, a tiempo para asistir a la conclusión de los trabajos.

Después de la comilona, cuando la «marineti» de Jairo tocó bocina en la curva, los obreros todavía deleitándose con los feijão y la cerveza —los feijão de doña Amorzinho no son cualquier cosa—, acababan de extender la primera mano de alquitrán, gruesa y reluciente sobre el terreno aplanado, Retiraron los caballetes para abrir camino al vehículo de Jairo, lo recibieron con silbidos y cachadas: chatarra, cafetera inútil, sobra de guerra, basura; junto con una interminable batahola de silbidos.

A eso de las seis, con su valija hecha, Ascanio aparece del brazo de Leonora. El trabajo está terminado. El betún brilla, húmedo y negro. Un tubo que sale del tanque, esparce la última mano de asfalto fino. La calle Antonieta Esteves Cantarelli, está lista para ser inaugurada.

Caloca, provocando risas, se acerca a Ascanio y le pide:

—Don Ascanio, aproveche y mande pavimentar mi callejón, lo hacen en un minuto.

El ingeniero Remo Quarantini, todavía con sueño, ordena el regreso, ¡qué almuerzo! Ascanio se despide de Leonora, la besa en la mejilla, delante de la multitud. La deja junto a doña Carmosina, que está en la primera fila de los curiosos. No resiste y provoca a su adversaria y amiga:

—¿Y ahora qué me dices?

No espera respuesta. El ingeniero, en el jeep, pide que se apuren, toca la bocina. De ahora en adelante va a ser necesario andar rápido, se acabaron los tiempos de ocio.

DONDE SE SABE DEL INCIDENTE DE LAS MÁQUINAS EN LA RUTA O JAIRO LLENO DE JÚBILO.

Pues así es: un día es de la caza, otro del cazador y ríe mejor quien ríe último. Una vez que se apagó la luz del motor, cuando la campana de la iglesia anunció las nueve, accionada por Vavá con la mano todavía vendada, se oyen insistentes palmadas en la puerta de la casa del humillado Jairo.

Un ayudante de chofer, miembro del equipo de asfaltadores chacoteros y burlones, se presenta. Solicita herramientas y, si es posible, la presencia de Jairo, su preciosa ayuda. Dos de las máquinas se encuentran descompuestas en la ruta, sólo el rollo compresor siguió viaje a Esplanada. En cuanto al jeep y al camión de los obreros, al salir de Agreste se adelantaron y a esas horas ya deben estar cerca de Bahía. El muchacho vino a pie, está muerto de sed, acepta un vaso de agua. Disculpe la molestia.

—¿Dónde fue?

—Cerquita de aquí, las dos. A unos siete u ocho kilómetros. En esa lomada, ¿sabe? donde había un lomo de burro medio reventado. Terminó de reventarse con el peso de la topadora, que se hundió. La otra ni siquiera llegó hasta allí. Se rompió antes.

La generosidad cabe a los victoriosos. Magnánimo, Jairo se pone a sus órdenes:

—Vamos a ver qué pasó. No debe ser nada. En seguida lo solucionamos.

Se dirigen al garaje. Acaricia la «marineti», le murmura unas palabras de cariño y confianza:

—Vamos a socorrer a los ricos, mi Plato Volador, ellos te dijeron basura, chatarra, ahora nos toca a nosotros. A ver cómo te comportas y olvídate de las mañas. No vayas a hacer papelones, ni me hagas quedar mal, demuestra tu valor, mi sensualota.

La mañosa y sensual se comporta a la altura. Va a una apreciable velocidad, el motor no protesta ni una sola vez. Animal noble, comprueba el ayudante de chofer al verla proseguir, indiferente a piedras, cascotes, baches y abismos. Impávida y serena, al son de la música pues, por increíble que parezca, hasta la radio rusa funcionó.

Jairo presta la ayuda solicitada, le sobra competencia. Arregladas las máquinas, después de medianoche, sin esperar agradecimiento, se limpia las manos con la estopa, sube el escalón de la puerta, enciende el motor y la «marineti» parte soltando la descarga de despedida. ¡Qué descarga tan dulce!

Gracias, Estrella del Interior; siempre adelante, ¡mi ricurita!

DE LAS PREOCUPACIONES DEL NUEVO RICO.

Crece el movimiento y se modifica el ritmo. En el caso concreto de Asterio, promovido de modesto comerciante a nuevo rico, de capitán a mayor, la responsabilidad es de la cuñada rica de São Paulo, y si hubo alguna intervención de la Brastanio, fue indirecta y casual. De cualquier manera, también se aceleró el ritmo de vida para él.

Antes, se pasaba la mañana y la tarde en la tienda, atendiendo a una reducida clientela, vendiendo unos pocos metros de género, alguna camisa de hombre, una pollera de mujer, una docena de botones, agujas y carreteles de hilo, chucherías, bagatelas. Le sobraba tiempo para chacotear con sus amigos, sobre todo con el infaltable Osnar, para oír chismes, comentar hechos, saborear historias de la «trepidante vida nocturna de Agreste» (como dice el sarcástico Aminthas), para ponerse al tanto de las cualidades de las últimas doncellas reclutadas por Zuleika Cinderela. Hace unos días le hablaron de una novata, moderna, de quince años de edad, dueña de un trasero que, si continúa su próspero desarrollo, será en breve el más vistoso de Agreste; había venido de la aldea de Saco y se llama María Inmaculada.

A la hora de la siesta, hora prácticamente muerta, dejaba al chico Sabino detrás del mostrador, se dedicaba a prolongados entrenamientos en las dos brunswicks del bar. Ahora tiene que dividirse entre la tienda, las tierras y las obras de la casa de Tieta.

Todas las mañanas va a Vista Alegre, para fiscalizar el rebaño y la plantación, que estaban a cargo de Menininho (el hijo de Lauro Branco), por sugestión de Osnar:

—Mayor, de cualquier manera te van a robar, pongas a quien pongas, entonces es mejor que lo haga el compadre Lauro que ya sabemos que roba sin exageración y, además de eso, es un hombre trabajador y serio. Menininho es bueno con la azada, sabe cuidar cabras y tiene al compadre cerca para que le dé una mano. Siempre que lo controles, como hago yo, la cosa anda.

Corre de la tienda a las obras casi terminadas de la casa comprada a doña Zulmira. El Viejo Zé Esteves se plantaba allí todo el día, apurando al maestro Liberato, gritando a los obreros, amenazando a Dios y a María Santísima. Asterio necesita impedir que, con la ausencia del Viejo, el trabajo se atrase, justamente cuando ya falta poco. Los baños ya están listos, son los mejores de Agreste, con duchas y bañeras, inodoros de lujo, paquetísimos, ya se comenzó a pintar, falta poco para que la casa esté habitable. Por otra parte, el plan de Asterio es efectuar la mudanza cuanto antes, aunque las reformas no estén terminadas. Dos ventajas: dejará de pagar alquiler y con ellos en la casa, las obras irán más rápido. Ya le dio órdenes a Elisa para que fuera preparando los trastos.

La muerte del viejo Zé Esteves les había abierto el camino de la prosperidad. Mandioca y cabras, tierras. Quien tiene tierras es dueño de un pedazo del mundo, repetía el suegro, lamentándose de su perdido patrimonio. Una excelente casa, si no propia, por lo menos gratuita, una de las mejores residencias de la ciudad. Digno marco para la belleza y elegancia de Elisa. Elisa lo preocupa. Anda cabizbaja, lagrimea por los rincones. No parece que hubiera recibido tantos y tamaños beneficios, pruebas de amor fraterno pocas veces vistas en Agreste. Nunca vistas. Tieta es mano abierta, más que generosa, derrochona.

Sin embargo, Elisa se comporta como si hubiera sido ofendida o maltratada. Asterio no le había visto ni una sonrisa desde aquella tarde, al día siguiente del entierro del Viejo, cuando Tieta anunció la compra de Vista Alegre a nombre del matrimonio. Más de una vez Asterio le preguntó qué le pasaba, cuál era el motivo de su tristeza, Elisa responde que no le pasa nada, que no está triste y que no se preocupe por ella. Ni siquiera se rió cuando le comunicó que Osnar estaba dispuesto a proponerle a la secretaria ejecutiva de la Brastanio, aquella del mechón plateado en la cabellera colorada, ¿te acuerdas?, lo mismo que le propuso a la polaca, ¡imagínate qué despropósito!

Increíble: Elisa quedó aplastada después de la muerte del Viejo. Mientras vivía, en ningún momento Asterio había notado demostraciones de amor profundo entre la hija y el padre. Lo que Elisa no podía esconder era el miedo, eso no. Confusamente Asterio se da cuenta de que ella se había casado sobre todo para zafarse de la tiranía paterna, de la prisión familiar, del cayado y de la correa de uso permanente. Hasta después de casar a las hijas, el Viejo se imponía, sobre ellas y los yernos. Asterio jamás le había oído pronunciar una palabra de cariño, esbozar un gesto de ternura, ni siquiera para reconfortar a Elisa cuando sucedió lo de Toninho. En el velorio del Mayor, Perpetua, quien por una vez en la vida estaba deshecha en lágrimas, inconsolable, fue rebajada por Zé Esteves:

—Nunca más vas a encontrar otro, no te ilusiones. Idiota de esa clase sólo aparece uno en cada siglo y ahí está.

Vivía acusando a Asterio debido al asunto del cheque usado para descontar el pagaré. Habían transcurrido años y el refunfuñón continuaba echando en cara de su hija, cuando no del yerno, aquel fraude y lo amenazaba con la cárcel si volviera a suceder.

¡Dios mío! ¡Qué difícil es entender a la gente! Pensó que Elisa por fin respiraría, libre del miedo, miedo al padre y a la miseria. Debería sentirse feliz por el regalo de la hermana, solución a los problemas de dinero que los tenía a mal traer, además de la nueva residencia que les daría status de ricos, un lugar prominente en la sociedad de Agreste. Al contrarío, Elisa parece inconsolable como si, al perder al padre, hubiese perdido toda esperanza de felicidad.

Asterio no es justamente un psicólogo, a pesar de las demostraciones intelectuales proporcionadas en las carambolas del billar, cálculos exactos, milimetrados, perfectos; ciertos pases del taco son obra de arte. Pero las complicaciones en el comportamiento de las personas, tristezas, llantos, depresiones, lo perturban y lo afligen. Tal vez doña Carmosina, tan inteligente y leída, pueda entender y explicar. Tieta también, no se le escapa nada.

Cuando habló con Tieta sobre el deseo de Elisa de mudarse a São Paulo, la cuñada le aconsejó que tuviera a su esposa con las riendas cortas, que siguiera el ejemplo de Zé Esteves y hasta se refirió al cayado.

A pesar de ser tan bondadosa y de tener un corazón de oro, en ciertos momentos Tieta se parece al Viejo. ¿Levantarle la voz a Elisa? ¿Tenerla con las riendas cortas? ¿Por qué, si ella es tan buena y servicial, ama de casa cuidadosa, sin hablar de la belleza y elegancia?

Asterio se conmueve al recordar las virtudes de su mujer. ¿Qué mal hay en el llanto y tristeza de una hija que acaba de perder al padre? Con el tiempo pasará. Día más, día menos, volverá a ser la misma Elisa, ostentará el aire distante y un poco snob, un tanto melancólico que le queda tan bien. La mujer más linda y elegante de la ciudad; otrora pobre, y propietaria de tierras, quien tiene tierras es dueño de un pedazo de mundo, frase del viejo excomulgado. Dueña de un señor culo. Le dijeron a Asterio que una tal María Inmaculada, cuyo trasero, si lo cuida bien; un día… pavadas. Ninguno puede ser igual al de Elisa, por más que la naturaleza se esfuerce.

DONDE SE BRINDA POR ÚLTIMA VEZ POR LA AMISTAD Y LA GRATITUD.

Al ver pasar la potente figura del doctor Baltazar Moreira, abogado con estudio en Feira de Santana, sudando a baldes, con un portafolio negro bajo el sobaco, Aminthas pregunta con voz burlona:

—¿Han elegido a Agreste como sede para un Congreso de Juristas? En cualquier parte, se tropieza uno con un abogado.

Osnar deja el taco, consulta la diferencia de puntos que lo separan de Fidelio, ya no ve posibilidad de recuperación y victoria, asume el papel de hierofante, en general ejercido por el poeta Barbozinha:

—Cuando aparecen los «aves negras», es señal de carroña. Todo esto va a apestar.

Postergados los partidos decisivos del campeonato, debido al viaje de Ascanio a la capital, los candidatos al Taco de Oro se contentan con desafíos amistosos y apuestan botellas de cerveza. De pie, para observar mejor el juego de Fidelio, su próximo adversario en las semifinales, interviene Seixas:

—Menos mal que va a apestar, vamos a sentir el olor del petróleo, del azufre, de los gases de las industrias químicas. Hedor de progreso, Osnar. ¿No es así, Fidelio?

Fidelio se espanta ante la pregunta inesperada:

—¿Y yo qué tengo que ver con eso?

—¿Tú no eres uno de los Antunes, uno de los herederos del cocotal? Todos oímos cuando el doctor Franklin lo dijo, en la notaría. ¿O pretendes esconder tu riqueza delante de nosotros? Ahí está, está el millonario, socio de la Brastanio, listo para contaminar Mangue Seco. Seguro que uno de esos abogados vino llamado por ti, ¿no es así? ¿.Cuál de ellos? Suelta la lengua y cuenta todo a tus amigos.

Fidelio suspende la jugada, habla con seriedad, no encuentra gracia en la provocación de su compañero:

—No necesito abogados. —Vuelve a jugar y a su habitual reserva.

—Si quieres, yo puedo ocuparme del caso. —Seixas insiste en la broma sin dar importancia a la trompa de Fidelio—: Para empezar, te aconsejo que unas tus trapos a los de doña Carlota que es otra candidata al cocotal, casamiento con comunidad de bienes, Antunes con Antunes. Además de eso, ganas una argolla exclusiva, de anticuario, digna de museo…

Fidelio liquida el partido, una última carambola, y trata de liquidar también las bromas que evidentemente no le agradan:

—No necesito ni abogado ni consejeros. Métete en tu vida. Yo sé cuál es tu intención: irritarme, ponerme nervioso para que pierda cuando juegue contigo. Eso es una canallada.

Seixas se enfurece:

—Sólo estaba bromeando, sin ninguna intención. No necesito de esas artimañas para ganarte, ya lo hice muchas veces. No admito que me digas deshonesto.

Osnar, quien ya guardó el taco, corta la discusión:

—¿Qué estupideces son ésas? Terminemos. Dejen que la carroña se pudra lejos de nosotros. Yo dije que iba a apestar y agrego: va a apestar, y mucho. Pero quien quiera discutir sobre esas porquerías, que lo haga lejos de aquí. Nuestra amistad no tiene nada que ver con eso. ¿Cuántos años hace que somos amigos? —Cambia de tema—: Si ustedes me prometen que no se lo contarán a Asterio, les cuento una sorpresa que estoy planeando.

Seixas todavía refunfuña, Fidelio mantiene silencio, Osnar continúa:

—¿Saben que el sargento Peto va a cumplir trece años en estos días? Zuleika y yo estamos organizando una gran fiesta para el sábado que viene, para celebrarlo.

—¿Con Zuleika? ¿Y por qué con ella? —Seixas se espanta, hay un resto de disgusto en su voz—: Los cumpleaños de los niños se festejan en casa de los padres con guaraná, Coca-Cola, masitas, son acontecimientos inolvidables. Pero si doña Perpetua lo festeja, voy a tener que ir para llevar a Zelita, mi prima menor de once años. A ella le encanta.

Osnar dedica una sonrisa de agradecimiento a Seixas. La conversación toma el rumbo qué el quería. Está cansado de oír discusiones sobre la fábrica y la contaminación, actualmente no se habla de otra cosa en Agreste. Ni siquiera el veloz avance de los postes de la Hidroeléctrica del San Francisco, tema de entusiastas comentarios hace sólo una semana, puede desviar la atención del pueblo de los problemas que dividen la ciudad, desde que las máquinas de la CBIP, mandadas por la Brastanio, asfaltaron en un abrir y cerrar de ojos el antiguo Caminho da Lama, futura calle Antonieta Esteves Cantarelli. El homenaje programado fue un secreto mal guardado, ya que anda de boca en boca, diversas personas vieron la placa en manos de Ascanio. Sólo Tieta, que está veraneando en Mangue Seco, ignora la próxima consagración oficial de su nombre, el único de los proyectos actuales de la Municipalidad que reúne aplausos y aprobación unánime, En todo lo demás reina la discordia, la ciudad está dividida.

En las calles, que antes eran tan tranquilas, se traban polémicas, se intercambian insultos. Se argumenta a favor o en contra de la instalación de la fábrica. ¿Se debe o no permitir, recibir con entusiasmo o repeler con indignación, significa vida o muerte? Una parte de la población se mantiene indecisa, sin saber en cuál de los murales creer. ¿En el de la Municipalidad, donde se afirma la total inocuidad de la industria de dióxido de titanio y son prometidas sorprendentes maravillas al municipio y al pueblo? ¿O en el de la agencia de Correos, que proclama el inminente peligro de la Brastanio y la suerte que corren el cielo, la tierra, el mar y la atmósfera de toda la región, mil desgracias debidas a la industria de dióxido de titanio? Dióxido de titanio, sugestivo nombre, apasionante, amenazador, misterioso.

Existen algunos eclécticos que mezclan alegatos de los dos murales o sea: creen que hay mucho de cierto en las afirmaciones sobre el terrible porcentaje de contaminación causada por la discutida industria, pero no creen que por eso se deba impedir su instalación en el cocotal de Mangue Seco o en cualquier otro punto de Sant’Ana do Agreste. Según ellos, no existe progreso sin contaminación y dan el ejemplo de Estados Unidos, de Japón, de Alemania, de São Paulo, cuatro colosos.

Los debates intelectuales ganan las calles, desbordan las fronteras del Areópago, del Bar dos Açores, de la pensión de Zuleika, de la Matriz, centros culturales de Sant’Ana do Agreste, el último se especializa en problemas litúrgicos en los cuales las beatas son peritas al punto de llegar a corregir al padre Mariano. Se pasó a discutir en los negocios, en los almacenes, en la feria, en las casas y en las esquinas. Hasta en el Beco da Amargura y en el boliche de Caloca. Con ardor y a veces apasionadamente. Aquí y allá se produjeron las primeras desavenencias serias. Bacurau y Carioca (sobrenombre debido a que residió en Río durante años y se las da de intelectual), ambos empleados de la curtiembre, casi se agarran a golpes cuando Bacurau le dijo a Carioca apestoso y éste, en pago, lo ofendió al acusarlo de medieval, insulto grave pues era desconocido para Bacurau, hombre de pocas luces. Dióxido de titanio se convirtió en una expresión popular, al mismo tiempo símbolo del bien y del mal. Como siempre sucede cuando se trata de símbolos místicos, nada sabían sobre ese reverenciado y temido tótem, ni siquiera su aspecto: si era gaseoso, líquido o sólido. Seguramente por ser una divinidad participa de los tres estados. Gaseoso, apesta el aire; líquido, envenena las aguas; sólido, su presencia concreta se impone sobre la población para dominarla. Osnar tiene razón: el dióxido de titanio apesta la ciudad. ¡Que no lo haga en las diarias reuniones del bar, en las mesas de cerveza y en el paño verde de los brunswicks! Sonríe Seixas, agradecido. Para Osnar, la amistad es un bien precioso, es necesario preservarlo de la contaminación. Extiende su mano larga y flaca y toca la rodilla del compañero, en un gesto de afecto:

—Yo dije que el sargento va a cumplir trece años, Seixas. ¿O tú no sabes que a los trece años todo ciudadano brasileño adquiere su mayoría sexual? ¿O tú habrás sido atrasado? Porqué además de los normales existen los atrasados y los precoces. Y como ejemplo de precocidad, tenemos al campeón aquí presente: antes de cumplir doce años estrené a mi campeón, inicié la victoriosa carrera de la cual ustedes son testigos.

Risas generales distienden la atmósfera, la cordialidad reasume el comando de la conversación. Fidelio vuelve a su voz sosegada:

—¿Quién fue la primera? ¿Fue con ella?

Seixas, ya ha superado por completo el altercado, olvidó el enojo:

—¿Y con qué otra habría de ser, Fidelio? ¿Te acuerdas de nosotros dos? Fue el mismo día, tú primero, tramposo; me ganaste de mano, a escondidas.

Fidelio repone la verdad histórica:

—Cuenta las cosas como fueron. Tú me pediste que yo fuera primero, estabas temblando.

Sonríen al recordar. Seixas se enternece:

—Es cierto, yo me estaba cagando de miedo. Cuando tú saliste y me dijiste que valía la pena, ni así me controlé. Pero, una vez en el cuarto, ella me hizo sentir cómodo y todo anduvo a la perfección.

Aminthas divaga:

—¿A cuántos habrá iniciado? No hay ninguna que se pueda comparar con ella para desvirgar a un muchacho. En el modo, en la delicadeza. Conozco algunos tipos que se estrenaron con putas baratas, salieron con una pésima impresión, decepcionados, demoraron meses para rehacerse y comenzar a gozar. Hay quien no se rehace nunca. Ir con ella, por lo tanto, es fundamental.

—Propongo un trago en su homenaje —dice Seixas alegre nuevamente.

—Sirve cuatro copas, almirante, para que podamos sellar un trato entre nosotros y hacer un brindis por quien nos dio a luz por segunda vez. —Ordena Osnar: el trato de la amistad, el brindis de la gratitud. Mientras esperan, vuelve a la iniciación de Peto—: Debemos hacer una fiesta rimbombante, tal como lo merece el sargento. Hace tiempo que no armamos una buena farra y ¡ojo! que la estamos necesitando. En Agreste sólo se habla de cosas malas y feas: contaminación y dinero.

Don Manuel sirve la cachaça quiere saber quién es esa madre que parió tantos hijos y por qué por segunda vez.

—Nos dio la luz del entendimiento, almirante. —Para el bravío luso, son palabras misteriosas que se aclaran en seguida pues Osnar levanta su copa, barata y de vidrio grueso, aspira el perfume de la límpida cachaça y completa—: A la salud de Zuleika Cinderela y a su estrecha puerta por donde entramos niños y salimos hombres. Y a nuestra amistad que no hay titanio que pueda marchitar.

También, Osnar tiene sus chispazos y en esta ocasión, por coincidencia y por necesidad, pudo retirar los privilegios de la videncia y de la poesía al predestinado Barbozinha.

CAPÍTULO EN EL CUAL AGRESTE IMPORTA MÉTODOS JURÍDICOS DE REGIONES PROGRESISTAS Y DONDE SE TEORIZA SOBRE DINERO Y PODER.

De los tres abogados, el primero en llegar y el único en permanecer durante algún tiempo en la ciudad, huésped de la pensión de doña Amorzinho —los demás iban y venían, transitaban entre Agreste y Esplanada—, y que trabó conocimiento con los habitantes, fue el doctor Marcolino Pitombo, simpático viejito, bien plantado y bien vestido, traje blanco de lino, sombrero panamá legítimo, cigarro Suerdieck, bastón con mango de oro, llegado de la legendaria, rica y progresista región del cacao.

Josafá Antunes lo había recibido en el aeropuerto de Aracajú y alquiló un auto para llevarlo desde la capital sergipana hasta Agreste, apreciable delicadeza condenada a fracaso parcial, pues el automóvil, moderno y de buena apariencia —entre los taxis que paraban delante del hotel, Josafá eligió el más aparatoso y refulgente— se quedó a menos de la mitad del camino de Esplanada a Agreste, con el motor fundido. Lo cual dio lugar a posterior y execrable juego de palabras de Aminthas: fundido y jodido, perpetró, estaría el egregio jurisconsulto, si no hubiese aparecido la providencial «marineti» de Jairo, últimamente llamada, por su orgulloso propietario, Samaritana de las Rutas, en la cual abogado y cliente terminaron el viaje en marcha lenta pero segura.

Josafá temió que el anciano montara en cólera, que se quisiera ir y abandonar la causa. El doctor Marcolino, sin embargo, demostró sentido del humor, se interesó vivamente por el vehículo de Jairo, pidió varias informaciones sobre el mismo, estuvo atento a la radio rusa y elogió la personalidad del aparato. Cuando finalmente, llegaron a la entrada de la ciudad, aquel reciente y corto aunque magnífico trecho de asfalto, aplaudió y comentó:

—¡Bravo, mi amigo! Los motores de hoy no valen nada. —Apretó la mano de Jairo—: Ni el motor de las máquinas ni el carácter de los hombres.

Se alojó en el mejor cuarto de la pensión de doña Amorcinho, con derecho a la escupidera de loza de la propietaria, extrema concesión; en seguida se tornó figura bien vista, debido a la edad, a sus maneras pulidas y donaire. Admiraban su procedencia capitalina, la fama, la cordialidad y el bastón, en cuyo mango de oro estaba esculpida la cabeza de una serpiente, probablemente como símbolo de la venenosa argucia del eminente letrado, habilísimo en negociados, según consta. Al verlo desfilar por la calle da Frente (Calle coronel Artur de Figueiredo, no hay caso, el pueblo no puede desligarse de los nombres tradicionales), camino a la notaría, los ciudadanos de Agreste sienten un cierto orgullo: no hay duda, la ciudad se civiliza y prospera, evidencia verificada y comprobada por la presencia del preclaro hombre de leyes.

En la notaría, asesorado por el propio notario, estudió los libros, analizó antiguos documentos, inclusive tuvo que usar una lente, en busca de inexistentes tachaduras. Quiso ir personalmente a ver las tierras en demanda, aprovechó el paseo en lancha para conocer la playa de Mangue Seco, de cuya belleza había oído hablar en Aracajú, siendo niño. Quedó boquiabierto:

—Es mucho más fascinante de lo que me dijeron. Ningún pintor sería capaz de crear un paisaje tan lindo, sólo Dios.

Luego de concluir los estudios preliminares, mantuvo una conferencia reservada con Josafá, encerrados en el cuarto de la pensión:

—¿Quiénes son los otros pretendientes, los otros Antunes?

—Hasta ahora sólo sé que hay dos. Una profesora, directora de la Escuela Ruy Barbosa.

—¿Casada? ¿Viuda?

—Solterona. Debe de tener unos cincuenta años o más. El otro es un muchacho joven, empleado de la Oficina Recaudadora de Impuestos.

—¿Un muchacho joven?, ¿y los padres?

—Murieron los dos. El padre en Río, la madre aquí; lo dejaron muy pequeño. Fue criado por una tía, hermana del padre. Es Antunes por parte de madre.

—Es cierto, el notario me lo dijo. ¿Piensas hacer un trato con ellos?

—Si no hay remedio… Pero es usted quien decide, yo le pedí que viniera para aconsejarme.

—Ya lo sé, pero necesito estar al tanto de tus intenciones, de tu manera de pensar para poder actuar de acuerdo con ella.

—Doctor, me deshice de unas plantaciones y de unas cabras, únicos bienes que papá y yo teníamos aquí, para hacer juicio sobre esas tierras y después venderlas a la fábrica y poder usar las ganancias en la plantación de cacao. Si puedo conseguir todo, mejor. Se debe pretender todo, eso es lo que yo pienso. Tratos, acuerdos, sólo si no hay otra solución.

—Siempre se encuentran otras soluciones. Si fuese en nuestras tierras, podríamos resolver todo con más facilidad; aquí es más difícil. Existe una sola notaría y el notario en seguida me dijo, en tono de broma, pero con intención de ponerme al tanto, que los negociados con él no van. Parece que tampoco se usa por aquí el argumento de que no hay nada más seguro que las balas. —Imita con las manos el gesto de tirar—: Corta el mal de raíz.

Josafá suelta carcajadas divertidas:

—Por allá ya no se usa más, fue cosa de otros tiempos: aquí nunca se usó.

—¡Qué lástima! Como último recurso, es lo mejor. —Hay un brillo de malicia en los ojos azules, cansados, inocentes—: Un notario, metido en esta selva, ¿qué diablos puede saber de negociados? —El mismo responde—: Nada, tres veces nada. ¿Será incorruptible?

—¿El doctor Franklin? Creo que sí, doctor. Por él, soy capaz de poner las manos en el fuego.

—¿Y el hijo? ¿Ese barril de cerveza? Pregunto, por si hubiera necesidad. Siempre es bueno saberlo.

—No sé nada del hijo. Era muy niño cuando me fui del pueblo.

—Ya lo sabremos, no faltará ocasión. Ahora, voy a darte mi opinión y explicarte mis planes, Pero antes dime otra cosa: ¿hay algún agrimensor por aquí?

—No conozco a ninguno en Agreste. Debe de haber en Esplanada.

—Es lo que pensé. Óyeme, entonces. Entre hoy y mañana vamos a reunir toda la documentación que prueba tus derechos. Ya le pedí al notario un traslado de la escritura vieja y la autenticación de los documentos de tu padre y tuyos. Voy a volver a la notaría para prometerle al gordito una platita extra. Así el traslado se hace rápido y nos enteramos si nuestro joven notario es o no sensible a los regalos. A su edad y gordo como es, una ayuda de costo siempre es bienvenida, para gastarla en mujeres. Una vez que tengamos los documentos volamos a Esplanada, contratas al agrimensor, vuelves con él para medir el cocotal. Yo me quedo allá, para tantear el ambiente, conversar con mis colegas, formar mi opinión para ver cómo son las cosas. Cuando llegues con la medición, aparezco con una escritura válida para la totalidad del área, con hombres ya ablandados, instruidos por mí.

—¿Para la totalidad? Fantástico, así cuando esos Antunes de medio pelo se den cuenta, nosotros ya seremos dueños. Imagínese, doctor, que ellos ni constituyeron abogados. Ni la viejota, ni el vago que sólo piensa en el campeonato de billar.

El doctor Marcolino contempla con sus ojos azules y sensatos al ardiente litigante y contiene su entusiasmo:

—Si todavía no lo han hecho, lo van a hacer, no te ilusiones. Métete en la cabeza que ellos tienen tanto derecho como tú, si realmente son descendientes de Manuel Bezerra Antunes. Voy a requerir la posesión de toda el área, pero no creo que la obtengamos si ellos hacen juicio, y lo van a hacer. Aunque la primera audiencia esté a nuestro favor, como espero, debemos estar preparados para tener que dividir la tierra escriturada a nombre de tu tatarabuelo. Lo importante es saber exactamente con qué parte tenemos que quedarnos.

—No entiendo.

—Vas a entender, pero antes dime otra cosa; ¿hay alguien por aquí que sepa qué parte del cocotal va a ser utilizada para la instalación de la fábrica?

—Según parece, Ascanio lo sabe. Ascanio Trindade, el secretario de la Municipalidad, el que está enamorado de la paulista millonaria, ya le hablé de él, ¿se acuerda? Va a ser elegido alcalde pero es como si ya lo fuera, es el ahijado y protegido del coronel Artur.

—Me acuerdo. Por lo que me dijiste, él es el hombre de confianza de la Brastanio aquí, él es quien lucha por la instalación de la fábrica en el municipio, ¿no es así?

—Ascanio quiere que Agreste progrese. Para eso ha luchado como un héroe.

—Los ojos del viejo abogado, tan inocentes en apariencia, se animan de malicia:

—¿Un héroe? Pues ese héroe es nuestro hombre, querido Josafá. Necesitamos que nos diga, a nosotros y a nadie más, donde se va a instalar la fábrica, el lugar exacto. Este dato es de fundamental importancia. Probablemente… Probablemente no, seguramente vamos a tener que largar unos cuantos billetes a ese funcionario para obtener la información con exclusividad. Tal vez hasta tengamos que darle una comisión.

—¿Usted quiere decir que deberemos comprar la información a Ascanio? ¿Pagar para que no lo diga a los demás?

—Creo que hablé claramente, hijo mío.

—Imposible, doctor. Ascanio no sirve para eso. Yo creo que podemos obtener lo mismo sin gastar un centavo, sólo con preguntárselo. Pero que sea solamente para nosotros y por dinero, ni pensarlo. Si se lo propusiéramos, se ofendería, sería peor.

Los ojos tranquilos y cansados del abogado miran a su cliente casi con piedad:

—Tú no pareces un hombre que vive en el Sur, mi querido Josafá.

—Ascanio es un hombre de bien, doctor.

—¿Cómo lo sabes? ¿En qué te basas para afirmarlo con tanta seguridad? Si te has ido de Agreste hace tantos años, ¿cómo te atreves a responder por la honestidad de personas que apenas conoces? Para ti, en Agreste todo el mundo es incorruptible. El notario, ese muchacho… ¿Cómo lo sabes?

—Bueno, todos los años vengo a ver al viejo. Es lo que todos dicen. Nunca escuché ni la menor alusión a la honra de Ascanio.

—Examinemos los hechos, es lo único que cuenta. Estamos ante un individuo que le está siguiendo el juego a la Brastanio, un juego sucio, mi buen amigo. Y que, además, quiere enganchar a una paulista rica. Como ejemplo de honestidad no me parece el mejor, discúlpame.

—Pero… Él quiere el progreso…

—Vamos a creer que haya sido así, que él haya sido tan honesto como el pueblo dice y repite. Hasta es posible. Pero, hijo, en el momento en que se metió en este asunto, aunque fuese sin querer, mandó la honestidad al diablo. Aunque fuera de acero, se oxida y siendo de carne y sangre, se pudre. ¿Cuánto te crees que la Brastanio le paga? Si fuera poco, podría negarse. Pero se trata de grandes sumas, mi querido, enormes sumas. Preséntame a ese Ascanio, yo lo tentaré con habilidad y actuaré en consecuencia.

—Ascanio está en Bahía. Fue por un asunto de la fábrica, los tipos lo mandaron buscar con un jeep.

—¿Qué tipos?

—Un jefe de la Brastanio. Me dijeron que fue al Tribunal para fijar fecha para las elecciones. Es lo que oí por ahí.

—Está todo claro como el agua y tú quieres venderme al hombre como rey de la honestidad. El individuo viaja invitado por la Brastanio que con seguridad está arreglando las cosas para que él sea alcalde y tú dices que el fulano no acepta coimas. Por favor, don Josafá…

Impresionado con la argumentación del abogado, Josafá reflexiona y admite:

—Pensándolo bien, tal vez usted tenga razón.

—Bajo de la capa de honestidad, el tipo se está llenando los bolsillos. Me acuerdo de haber leído en un diario que los dueños de la Brastanio estaban tratando de apurar las elecciones. Vaya uno a saber… Aparte de San Francisco de Asís, no sé de nadie que sea capaz de resistirse ante el poder del dinero, hijito. Y menos todavía al poder, puro y simple. El deseo de mando trastorna a cualquiera. Ya he visto muchas cosas de ésas. Santos y ateos, con tal de mandar venden madre, hijo, Dios y pueblo. Del padre ni se hable.

—Qué cosa… Parecía tan decente…

—Tal vez lo era. Pero volvamos a nuestro plan de acción. Parto de la base que como el arenal es inmenso, la Brastanio va a adquirir sólo una parte, aquella donde se va a instalar la industria. ¿Correcto? Y esa parte, mi querido, es la única que tiene valor, un gran valor de reventa. La Brastanio pagará por ella lo que el dueño pida. Pero el resto, por más extenso y bello que sea, no va a valer ni un comino. Las tierras situadas en la vecindad de una industria de dióxido de titanio, no tienen ningún valor, ni el más mínimo. Ni para la instalación de otras industrias, ni como lugar de veraneo. Ni regaladas las van a querer. Lo que interesa es el pedazo donde se va a construir la fábrica. Sólo ése y ningún otro.

—¿Quiere decir, doctor, que esa fábrica es realmente una desgracia como se está murmurando por ahí?

—Todo lo que digan, por malo que sea, es poco. Estudié el asunto, la Brastanio ya había pensado en establecerse en nuestra región.

—Oí comentarios. Hasta firmé un papel en contra.

—Un memorial al Presidente de la República. Fue redactado por mí y sin vanidad te digo: un documento inapelable. Sale como artículo pago en los diarios del sur de Bahía. —Una sombra oscurece su rostro satisfecho—: Me da pena esta gente de aquí, es un lugar muy apacible. Van a terminar con Mangue Seco, van a borronear la pintura de Dios. —Hace un gesto de impotencia con las manos—: En fin, mejor aquí y no allá.

Evidente verdad, esta vez Josafá sacude la cabeza en un gesto afirmativo, está de acuerdo. El abogado finaliza:

—Estamos de acuerdo, ¿no? Recapitulemos. —Cuenta con los dedos—: Primero, documentos y medidas del palmar; segundo, escritura y mientras se espera la decisión del juez, la charla con nuestro amigo de la Municipalidad, el sabelotodo. Déjalo por mi cuenta. Así, cuando los otros herederos se percaten y traigan abogados, nosotros estaremos amparados por la ley, con escritura. Son las mejores condiciones para negociar, oír proposiciones e imponer condiciones. Una única condición, mi querido amigo: el pedacito de cocotal donde la Brastanio va a levantar su fábrica de porquería. ¿Entendiste?

Josafá se refriega las manos: había acertado al contratar al doctor Marcolino Pitombo. Grandes gastos, viajes en avión, taxi de lujo —porquería de auto, fachada y nada más—. Pero el abogado, perito en derecho compensa cualquier gasto, hasta el dinero empleado para el taxi, lucrativa aplicación del capital obtenido con la venta de las plantaciones de Mandioca, de los pelados riscos de cabras. Para no entender la excelencia de la inversión, no alegrarse, hay que ser un viejo obtuso, sin interés por la vida, sin ideales, más del otro lado que de éste, como Jarde. El padre, metido en un cuarto de la pensión, lejos de las cabras se consume día a día —parece envenenado por los efluvios de la industria de dióxido de titanio. Josafá oyó decir que cuando se aspira ese humo, las personas se van poniendo amarillentas y tristes, cada vez más amarillas y tristes y al poco tiempo se convierten en difuntos flacos y feos. Es una lástima, pero ¿qué se le va a hacer?

DE CÓMO UN PERSONAJE, HASTA AHORA SECUNDARIO, DESEMBARCA DE LA «MARINETI» DE JAIRO Y SE DECLARA ANTUNES Y HEREDERO; DONDE IGUALMENTE SE HACE REFERENCIA A LAS SECRETAS ASPIRACIONES DE FIDELIO Y A UN PLAN DE AMINTHAS.

El optimista Josafá se engañaba al afirmar que las otras partes todavía no habían contratado abogado. El mismo día de aquella conversación, al anochecer, para ser exacto, con atraso debido al carburador que estaba tapado, descendieron dos abogados de la «marineti» y ocuparon los últimos aposentos vacíos de la pensión de doña Amorzinho. La transformaron en un repositorio de cultura jurídica, dando lugar y validez a las bromas de Aminthas acerca del Congreso de Doctores en Derecho.

La presencia simultánea de los tres cultores de las ciencias jurídicas en las calles de Agreste, aves raras en tierras del municipio desde hace muchos y muchos años —el único abogado que vivió en la ciudad fue el doctor Franklin; ejerció función pública, nunca practicó la abogacía—, puso en evidencia la abundancia de problemas provenientes de la simple posibilidad de la instalación, en una comuna pobre y atrasada, de industrias, contaminadoras o no. No existe industria que no sea contaminadora, pedazo de ignorante. ¿Vieron? ¡Ya empieza la discusión!

Las tierras se valorizaron enormemente, lo cual daba la razón a los que defienden el progreso a toda costa. No todas las del municipio, pero por lo menos las de las márgenes del río, próximas al cocotal de Mangue Seco, lugar previsto para la construcción del complejo industrial de la Brastanio. Esta especulación provenía de una ola de habladurías referidas al interés de varias y diferentes fábricas que transformarían en realidad ese polo industrial al cual se refirió Ascanio Trindade en el histórico discurso pronunciado el día de la inauguración de las mejoras de la Plaza do Cortume (Plaza Modesto Pires, la población no se habitúa a los nombres nuevos).

La discutida propiedad del cocotal, que había traído a la ciudad al ilustre doctor Marcolino Pitombo con el bastón de mango de oro, su astucia y su envolvente simpatía, también trajo al vanidoso doctor Baltazar Moreira y al galante doctor Gustavo Galvão, por quien suspiran todas las muchachas del lugar.

El doctor Baltazar Moreira, gordo, de respetable papada, voz grave, estampa arrogante, vino de Feira de Sant’Ana llamado por doña Carlota Antunes Alves —es como pasó a firmar, con el nombre completo. Quien dice doña Carlota quiere decir Modesto Pires, a quien se había asociado porque no tenía dinero para defender causa en la justicia—. La escuela Ruy Barbosa, donde aprenden las primeras letras los hijos de los ricos, le da lo necesario para vivir y la prudente profesora no está dispuesta a negociar su casa para pagar abogado. Algunos amigos le señalaron el ejemplo de Jarde y Josafá, quienes se deshicieron de tierras y rebaño; sin embargo, ella se mantuvo firme. Pero como Modesto Pires se lo propuso, se pusieron de acuerdo sobre gastos y ganancias. En el caso de que hubiese ganancias, el usurero se quedaría con la mejor parte; a cambio, se haría cargo de los gastos. De cualquier manera, para doña Carlota, sería un buen negocio: aquellas tierras semianegadas del cocotal jamás le habían rendido ni un cobre. Ni siquiera sabía si tenía algún derecho sobre ellas. El doctor Franklin —agradecido a la paciente profesora, capaz de interesar a Bonaparte en el abc y en las tablas y de haberlo ayudado a tener esa caligrafía tan extraordinaria— fue quien se informó y le mostró la vetusta escritura. Si él no lo hubiese hecho, doña Carlota continuaría sin saberlo.

En cuanto al doctor Gustavo Galvão, procedente de Esplanada, joven y buen mozo, camisa sport, espaldas anchas, al poco tiempo de recibirse, desembarcó en compañía de Canuto Tavares y a su servicio, pues el competente mecánico y negligente telegrafista también desciende de Manuel Bezerra Antunes, para sorpresa general. Ni el doctor Franklin, que había hecho investigaciones en tomo a la familia de aquel célebre Antunes de la escritura, había pensado en Canuto Tavares.

Sin embargo era descendiente y de los buenos, en línea directa y doblemente, pues era fruto de la unión de Pedro Miranda (Antunes) Tavares con Deodora Antunes do Prado, primos entre sí, él fallecido, ella todavía viva. También tenía un hermano, gerente de una zapatería de la capital.

Y el esquivo Fidelio, también Antunes, con indiscutibles derechos, según el doctor Franklin, ¿también tiene abogado? En el incidente con Seixas, había dicho la verdad cuando afirmó que no tenía abogado. En cuanto al consejero, no lo necesitaba, pues ya lo tenía y excelente. Tal vez debido a la semejanza en gustos musicales y a la admiración que Fidelio tenía por la sarcástica inteligencia de Aminthas, éste era su predilecto entre los cinco amigos, diariamente juntos, desde hace muchos años. En el bar para los tacos, la cerveza o el trago de cachaça; en la pensión de Zuleika para las veladas con música, baile y mujeres. Asterio había desertado de este lugar después del casamiento; de vez en cuando, algún domingo a la tarde, cuando el vicio lo tienta, aparece a escondidas, para buscar unas nalgas en condiciones y traicionar a su mujer. ¿Realmente traicionar? Aunque sea contra su voluntad y principios, él sólo piensa en el traste de Elisa cuando en el burdel se descarga con otra.

Los mosqueteros de Agreste, así es como los había apodado doña Carmosina, lectora de Alejandro Dumas en su distante juventud; su primo Aminthas era Aramis, cínico y escéptico. Pero Fidelio sabe que, detrás de ese humor sarcástico, de sus permanentes dudas, encontrará al amigo leal que lo aconseja bien. Por eso se dirigió a él cuando tuvo el problema del apellido, que le hizo perder el sueño y un encuentro con Ritinha. Con ella el placer es doble pues es gordita y experta y al estar con ella Fidelio pone los cuernos al mismo tiempo a dos bobos: Chico Sobrinho y Lindolfo, uno se las da de noble y el otro de galán.

El problema se presentó exactamente cuando Seixas, exempleado de la Recaudadora, fue a buscarlo de parte de su jefe, Edmundo Ribeiro, con una propuesta. Sabiendo que era pobre, que ganaba un salario casi mínimo —si no tuviese casa y comida en lo de la tía, el sueldo no le alcanzaría ni para las apuestas del billar, ni para las farras en la pensión de Zuleika—, incapaz de afrontar los gastos en la justicia, el recaudador le propone adquirir sus derechos de posesión, su parte en la herencia del cocotal. Siempre y cuando se confirmase el interés de la Brastanio en ese lugar, por supuesto. Deseoso de agradar a su benevolente jefe y camarada que le permitía horarios acomodados en la repartición, Seixas le había aconsejado a su amigo que aceptara el ofrecimiento, insistió y no entendía el porqué de la respuesta negativa. Después, al enterarse de la existencia de nuevos interesados (Modesto Pires y el doctor Caio Vilasboas; el primero proponía sociedad, el segundo compra inmediata, a precio bajo, pero al contado; una cosa compensa la otra), Seixas atribuyó el aparente desinterés de Fidelio —no quiero saber nada con ese asunto de la herencia—, a una hábil jugada para inducir a los demás a una disputa capaz de elevar las propuestas, lo cual lo dejaría en una posición de elegir después la más ventajosa. Seixas se ofendió: no le negaba el derecho de defender sus intereses y aprovechar las leyes de la oferta y la demanda. ¿Pero por qué ocultar el juego, no decir la verdad? Si lo hubiese hecho, Seixas no habría aparecido ante don Edmundo Ribeiro con una seca negativa y sí con la posibilidad de proseguir las negociaciones sobre otras bases. Como se ve, la provocación hecha en el bar no fue casual. Los gases de la Brastanio, hasta se infiltraban entre los Mosqueteros de Agreste, afectaban las relaciones de amistad nacidas en la infancia, solidificadas con el transcurso del tiempo.

Naturalmente introvertido, Fidelio no acostumbra hablar con nadie de sus problemas y al actuar así, siempre le había ido bien. Sin cantar glorias, iba ganando a los compañeros del billar, hasta tenía chance de ganar el torneo actual, arrebatar a Asterio el codiciado título de Taco de Oro. Sin jactarse de Don Juan, conseguía a las mejores; cuando los otros descubrían la bomba él ya la había acaparado, discretamente. Pero esta vez no pudo, tuvo que recurrir a Aminthas, expuso su drama al amigo. Lo fue a buscar a su casa, oyó en silencio parte de una cinta de rock, no lo dejó cambiar la cinta del grabador:

—Tengo que pedirte un consejo personal.

—Adelante.

—El otro día, en el bar, quisiste apostar con todo el mundo que esa fábrica nunca se va a establecer aquí. ¿Estás seguro o es sólo una broma? Dime la verdad.

—¿Para qué lo quieres saber?

—Como tú sabes, tengo parte en el cocotal, por lo menos es lo que asegura el doctor Franklin que entiende de esas cosas. Parece que van a llevar el caso a la justicia: Josafá, doña Carlota y hasta Canuto Tavares. Cada uno tira para su lado. Yo no me meto, pero todos los días recibo propuestas para vender mi parte. Don Modesto no quiere comprar, quiere asociarse conmigo, ya está a medias con doña Carlota. Los que quieren comprar son don Edmundo Ribeiro y el doctor Caio, éste último pagaría al contado.

—¡Hum! ¡Hum! ¿Quieres saber qué es lo mejor? Explícame detalladamente…

—Lo que yo quiero saber es si esa fábrica de mierda va a venir a Mangue Seco o no. Tú dijiste que estabas seguro de que no.

—Ahora entiendo. Tú preguntas porque, si la fábrica se instala tienes la posibilidad de ganar un montón de plata si vendes tu parte directamente a la Brastanio, ¿correcto? —Con un gesto impide que Fidelio lo interrumpa—: Si no vienen, tú se lo vendes ahora al imbécil del doctor Caio, te guardas la plata y le dejas el terreno. Ni eso. Le dejas el derecho hipotético de su parte en el terreno. ¿Correcto? —Aminthas se sabe inteligente y le gusta demostrarlo.

—No, todo lo contrario.

—¿Todo lo contrario? Ahora no entiendo nada.

—Si yo estuviese seguro, pero bien seguro, de que esa fábrica no se va a instalar nunca, como tú dijiste, vendería mi parte al doctor Caio y ese dinero ni tú sabes lo bien que me vendría. Pero, sin tener seguridad, no.

—¿Y por qué? ¿Esperando vender mejor, como yo te decía?

—No, no vendo de ninguna manera. No quiero que esa fábrica se instale aquí y arruine todo. —Toma aliento, no está habituado a hablar mucho—: Tú sabes que no nací aquí, nací en Río, pero vine desde pequeño, cuando volvió mi madre, viuda; el viejo murió allá, pobre. Él sólo pensaba en juntar plata para regresar, no tuvo tiempo. —Hizo una pausa, pensó en el padre, callado como él, desterrado en Río—: No quiero irme de acá, a no ser que sea de paseo. Tengo ganas de ir a Río, a São Paulo, de conocer el sur, si un día tuviera oportunidad. Ir y volver, para eso me serviría el dinero del doctor Caio. Pero prefiero perder cualquier fortuna antes que dejar que ningún hijo de puta acabe con la playa de Mangue Seco. Cuando estoy allá, no soy un pobre empleadito público, un mierda; me siento hombre y dueño del mundo.

Aminthas coloca un casette en el grabador, oye el sonido de una canción brasileña conocida: cuando un pescador se va, nunca sabe si va a volver, baja el volumen, la melodía persiste como fondo musical. ¿Estaría conmovido?

—Yo creo que esa fábrica jamás se va a instalar aquí. Para que eso sucediera, sería necesario que no hubiese otro lugar en Brasil que ofrezca mejores condiciones. Agreste no tiene nada, estarán obligados a hacer todo. Por eso creo que no vendrán. Pero, al mismo tiempo, tengo que convenir en que tal vez Agreste sea, por esas mismas razones, el único lugar de Brasil donde se les permita instalarse. Porque esa industria de titanio arrasa con todo, Fidelio. Osnar tiene razón: apesta. Apesta y pudre.

—Quiere decir…

—Si tú piensas como Osnar, no vendas, en vez de irte a pasear a Río, ve a lo de Zuleika que ahí también hay cosas para ver. Hay una novata, se llama Maria Inmaculada…

—Ya la probé. Es un tesoro.

Aminthas aumenta un poco el volumen del grabador, peces y mar, jangadas que enfrentan temporales.

—Dime, Fidelio, tú piensas así, ¿estás dispuesto?

—Pienso. Estoy.

—Entonces, mi viejo, vamos a cagarnos en todos los abogados y reventemos esa fábrica de mierda, oye…

Expuso su pensamiento, la idea se le había ocurrido al oír la frase de Fidelio sobre Mangue Seco, la melodía y los versos sobre el mar, fuente de vida, donde los hombres se elevan sobre los elementos. Fidelio escucha en silencio, cuando el amigo termina, sólo dice:

—Tú eres un genio, pero el comandante está en Mangue Seco…

—Hoy lo vi en el Areópago, estaba conversando con doña Carmosina.

—Entonces voy a hablar con él ya mismo.

Sale, satisfecho, pero hay un dejo de tristeza en su alegría, la sensación de quien va a perder la única oportunidad de realizar un proyecto preconcebido y acariciado en estricto sigilo, jamás revelado a nadie —ni doña Carmosina tenía conocimiento de él. Proyecto múltiple y por eso caro, fuera de cualquier posibilidad de concreción para quien recibe tan poca ganancia, poco más de un salario mínimo.

Se trata de un viaje al sur para conocer las grandes capitales, Salvador, Río de Janeiro, São Paulo, durante las vacaciones. Viaje de turismo pero con objetivos precisos; el primero y principal, la adquisición de una batería completa y un manual para aprender a tocarla. Quién sabe, tal vez algún día llegue a tocar tan bien como Xisto Bom de Som, yerno del coronel Artur da Tapitanga. Cuando el percusionista, del brazo de Celia y los dos vástagos, aparece de visita (en busca de plata), Fidelio no se mueve de la estancia. Una vez que el músico se quedó más tiempo y trajo la batería —un problema de marihuana había disuelto el conjunto ltapuã’s Kings y el pistón y la guitarra fueron presos—, Xisto, después de darle algunas explicaciones, permitió que Fidelio probara el vistoso instrumental. «Tienes pasta, hombre», le dijo para animarlo. Con el platal que ofrecía el doctor Caio podría comprar una batería, traerla a Agreste y realizarse dando sentido a su vida, siendo alguien por fin.

Durante el viaje, podía asistir a un show de Vinicius, a otro de Caetano y Gil, sus ídolos. Y, para terminar, enterarse de ciertos detalles fantásticos pero inadmisibles de la célebre historia de la polaca de Osnar. Como se sabe, en Agreste, en Río y São Paulo sobran polacas dispuestas a hacer favores. Con el bolsillo abarrotado de dinero, Fidelio podrá deleitarse con una y, según parece, con más de una y desbancará a Osnar, se reirá de él cuando comience a contar las ventajas:

—Quien no se ha tirado a alguna polaca, no sabe nada de mujeres…

Invariable inicio de la narración, que concentraba la atención general. Si viajara, al volver sería diferente: Osnar contaría y Fidelio reiría para sus adentros.

DONDE SE PRONUNCIA LA PALABRA «¡ADELANTE!».

—La última información que recibimos es un poco pesimista.

La voz de Angelo Bardi no revela inquietud o temor. Aunque está acostumbrada a mandar, es afable y cordial, conserva un leve acento ítalo-paulista de hijo de inmigrantes nacido en Brasil. Mechones grises, buena figura, ni gordo ni flaco, cincuentón, aire sobrador, la figura de Angelo Bardi infunde confianza. Atento a sus palabras, Rosalvo Lucena, Managerial Scienres Doctor, a quien los diarios califican de audaz y victorioso empresario, parece un estudiante recién salido de la universidad. Angelo Bardi parece exactamente lo que es, un magnate.

Están sentados en una de las puntas de la gran mesa de reuniones, en el salón a prueba de sonidos, climatizado, en la sede de la Industria Brasileira de Titanio S. A. Además de ellos dos, está el doctor Mirko Stefano y, en la cabecera, como presidente, un señor de edad, con el pelo cortado al ras y mirada opaca.

El doctor Mirko abre la boca pero no habla, pues Bety pide permiso y entra seguida por el botones que lleva una bandeja con café, azúcar y otros tres tipos de edulcorantes, tazas y cucharas. Ella misma sirve, con gracia y desenvoltura, luce la sonrisa de quien está totalmente feliz por encontrarse entre aquellos señores. El de pelo cortado al ras descansa los ojos opacos en el busto altanero de la secretaria ejecutiva y en la larga línea de sus piernas.

Precedida por el botones, Bety se retira en silencio, siente en sus ancas el peso de la mirada opaca, cierra la puerta. Entonces el Magnífico Doctor traduce la frase. Suele suceder a un director de relaciones, públicas verse obligado a ejercer funciones de traductor; sobre todo cuando la reunión es de tal importancia que no admite la presencia de ningún extraño. Sólo los cuatro.

—No debemos impresionarnos demasiado. —Prosigue Angelo Bardi—. Sin duda, las resistencias que hay que vencer son grandes, los hombres vacilan. Sin embargo creo que, si persistimos, obtendremos el lugar deseado, el ideal. Tal vez…

El de la mirada opaca corta la frase con un gesto, mira al doctor Mirko. El Magnífico traduce, palabra por palabra. Así se lo había ordenado: palabra por palabra. Con otro gesto el magnate manda continuar. Director de relaciones públicas, victorioso empresario, magnate, patrón, ésa es la escala.

—Tal vez todas esas oposiciones no pasen de una tentativa para sacamos más dinero, si bien yo creo que realmente existe quien esté en contra. Sobre todo en el área estadual.

Espera que la frase sea traducida antes de proseguir: aunque sea en la suave voz de Mirko, le parece un idioma duro, áspero a los oídos latinos, viciados con la sonora plasticidad de la lengua italiana.

—Hace falta otro empujoncito bien fuerte. O sea: más dinero. Quiero creer que por fin alcanzaremos nuestro objetivo.

Mientras oye la traducción, el de la mirada opaca observa a los tres directores que tiene enfrente; uno por uno, una repentina luz de acero se enciende en sus pupilas. Pronuncia pocas palabras, el Magnífico Doctor traduce:

—Es imprescindible que sea donde decidimos.

¿Se pueden traducir golpes, pedradas, metrallas? La luz se extingue en la mirada opaca. Angelo Bardi vuelve a hablar:

—De acuerdo, y también lo creo. De cualquier manera debemos estar preparados para cualquier emergencia. Ya llegamos a la conclusión de que no nos interesa la zona de cacao. En cuanto a la región de la desembocadura del río Real, a pesar de los inconvenientes comprobados en los informes, de la falta de toda infraestructura…

El del pelo al ras vuelve a hacer un gesto, Bardi y Mirko obedecen, uno se calla, el otro retama la palabra, obediente y exacto. Rosalvo Lucena oye con tal expresión de inteligencia que parece entender inclusive la traducción alemana. El magnate de São Paulo retama la palabra:

—Yo decía que la región del río Real, a pesar de la falta de infraestructura, no puede ser dejada de lado. Ya nos dieron el OK, podemos instalar la fábrica, no hay mayores objeciones.

—Angelo Bardi —llegado de la nada, peor: llegado de Brás, había alcanzado el tope—, no es un hombre muy dotado para el estudio de idiomas. Además del italiano familiar, aprendido en casa, habla francés, ¿quién no? por lo menos los rudimentos, algún símil. A duras penas adquirió conocimientos de inglés; ¿cómo tratar con los americanos sin saber el idioma? Los gringos no hablan ningún otro, no necesitan; que los demás se esfuercen con la gramática. Angelo Bardi se había esforzado con la gramática y con una raquítica Miss Judy, la profesora ninfómana. No se preocupe, nunca aprenderá alemán. Sonríe al pensar que en breve tendrá que tratar con japoneses.

—Yo creo que debemos dar más importancia a esa perspectiva. Por dos motivos. Primero, por que tal vez debamos, en último caso, instalarnos en la desembocadura del río Real si es que no logramos ganar la otra batalla; segundo, por tratarse de un movimiento de divergencia de gran utilidad. Mientras hablan de Agreste, y son pocos los que lo hacen, olvidan, dejan en paz…

No termina la frase, ¿para qué? Mirko la completará en la traducción. Arembepe es una palabra tan bonita que hasta sería digna de un poema. Pero en la pronunciación del Von en la cabecera de la mesa suena inflexible. En las dos lenguas, el Magnífico Doctor pregunta a los tres directores:

—¿Eso significa que puedo poner en marcha mi propuesta?

Angelo Bardi responde por él y por Rosalvo Lucena, quien sonríe, mudo, y competente, en señal de aprobación.

—De parte nuestra, estamos de acuerdo. Pero la decisión final le cabe a él. Ese joven, ¿ya está en la ciudad?

—Desde ayer; en el mismo hotel que nosotros y Él.

—Se nota la letra mayúscula cuando el doctor Mirko Stefano pronuncia, respetuoso, el vocablo él. La voz vuelve a la normalidad:

—Un buen hotel es de mucha utilidad.

Después de oír, palabra por palabra la pregunta del Magnífico Doctor y la opinión de los dos directores brasileños, Él, el de pelo al ras y mirada opaca autoriza:

—¡Ia!

DONDE EL AUTOR, NO SATISFECHO CON SUS CRETINADAS HABITUALES, EXHIBE UNA NECIA VANIDAD.

No resisto a la emoción e interrumpo el relato para preguntar: ¿oyeron los señores lo que oí yo; en ese noble lenguaje? Áspero para los tímpanos delicados de Angelo Bardi, habituado a la dolce vita, pero armoniosa a los oídos de un autor inédito que lucha contra la tímida humanidad de perdidas aldeas, incultos campesinos, dudosos pescadores. Suena y resuena como una heroica clarinada wagneriana que impulsa a la conquista del mundo. Me atrevo a pensar que uno de los grandes de Europa, patrón multinacional, héroe de nuestros tiempos, bajó de la grandeza donde habitualmente reside y manda, para introducirse en las humildes páginas de este folletín. Habló poco, es cierto, pero oyó con atención. Lo poco que dijo fue definitorio, liquidó vacilaciones, aclaró dudas.

Perdónenme, necesito desahogarme: estas páginas están de fiesta, coronadas de honor y yo me siento realizado. Con un personaje de tal grandeza, no me va a faltar editor. Sobre todo si el gran hombre llegara a volver, en otro capítulo, con su soberbio cabello cortado al ras y la magnífica luz de su mirada opaca. Si sucediera, el editor hasta sería capaz de pagarme derechos de autor, no es que yo lo exija: me contento con ver el volumen en las vidrieras de las librerías. Con el corazón palpitante, banderas desplegadas, trompetas y clarines, yo lo reverencio y aguardo con ansia su retorno.

Interrumpí el relato con ese único objetivo: para comunicarles mi emoción, para que puedan participar de ella. Pero ya que interrumpí, aprovecho la oportunidad para responder a nuevas restricciones endilgadas a este ahora orgulloso folletín, por mi colega y amigo Fulvio D’Alambert.

Esta vez protesta por la ausencia de Tieta, cuya figura anda medio olvidada. Me olvido de que su nombre figura en el título, que ocupa la parte de arriba de la página; al abandonarla, dejo de lado una de las reglas elementales de la novelística. El personaje principal no puede ser relegado a segundo plano, según enseñanzas de Fulvio D’Alambert.

No soy culpable de la ausencia de Tieta, ella misma lo es. Mientras la discusión sobre la Brastanio saca chispas en Agreste, la ciudad se infesta de abogados, doña Carmosina recoge firmas en un patético memorial a las autoridades, donde protesta con vigor y pánico contra la instalación de una fábrica de dióxido de titanio en el municipio; cuando el comandante Darío al contrariar arraigados hábitos de verano abandona sus vacaciones en Mangue Seco para colaborar con la agente de Correos para convencer indecisos, Tieta se queda en la playa, en su mundo y entregada a la lujuria. Palabra fuerte, es cierto, ¿pero qué otra emplear para caracterizar las relaciones ilícitas de la tía cuarentona (cuarenta y cuatro, falta poco para cincuenta) con el sobrino menor de edad?

Osnar afirma que todo ciudadano brasileño alcanza su mayoridad sexual a los trece años de edad, pero los discutibles valores morales del susodicho no deben prevalecer sobre los principios corrientes, cristianos y occidentales —además me dijeron que los orientales, si por orientales entendemos socialistas, son sumamente puritanos, no admiten tales libertinajes ni en las playas ni en la literatura. Como no tengo nada para contar sobre Tieta además de sus relaciones lúbricas y tiernas, voraces y líricas, la he dejado un tanto de lado pero no por eso dejó de ser citado su nombre pues, como constató el comandante, en todas las conversaciones se pregunta cuál es la posición asumida por doña Antonieta Esteves Cantarelli en el debate en torno a la instalación de la industria de titanio. Una vez más el comandante comprueba la importancia de la palabra y del gesto de Tieta para la vacilante mayoría. Al regresar a Mangue Seco, el bravo marino quiere hablar en serio con Tieta: mi buena amiga, venga a asumir su puesto en el combate, póngase al frente de la campaña para impedir el crimen.

Ésas son las explicaciones y las noticias, entérense. ¡Ah! no me refería a un (último, pero no final) reparo de Fulvio D’Alambert, crítico minucioso a quien no se le escapa nada. No perdona ni el menor descuido. Protesta por la descripción hecha en algunas páginas atrás sobre la llegada a Agreste del doctor Marcolino Pitombo. Al expresar el buen concepto manifestado por él sobre la «marineti» de Jairo, escribí que, atento al sonido de la radio rusa, había elogiado la firmeza de carácter del aparato, sin aclarar —ahí el error— el motivo de la alabanza. ¿.Cómo es ese carácter fuerte de la radio, capaz de merecer elogio y admiración del ilustre abogado, uno de los más doctos personajes de este folletín? Según la opinión de Fulvio D’Alambert, dejé al lector en el aire, sin información.

Para que la reprimenda deje de serlo, aquí va la aclaración. Cuando el viejo jurisconsulto supo que la radio era de fabricación soviética, made in URSS, una curiosa coincidencia despertó su atención. Al retransmitir canciones de países del Tercer Mundo, latinoamericanas, brasileñas, sambas, tangos, boleros, rumbas, batuques, guaranias, el aparato lo hacía con relativa limpidez y sonoridad. Sin embargo, cuando se trataba de melodías francesas, alemanas, italianas, inglesas, de naciones desarrolladas, el sonido empeoraba notoriamente. Se tornaba ininteligible, se transformaba en un barullo que lastimaba los oídos, intolerable estática, en momentos en que las estaciones de radio se obstinaban en la difusión de los modernos rocks norteamericanos o de cualquier otro sonido proveniente de los Estados Unidos.

Desterrada del interior de Bahía, cuando cruzaba el polvoriento camino de baches y pedregullo, a servicio de la última «marineti» del universo, se mantenía fiel a los rígidos principios antiimperialistas. Inclusive demostraba, si tenemos en cuenta la actual contingencia política del mundo, un riguroso sectarismo.

Pero qué perfección de sonido, qué nitidez, qué transparencia demostró cuando una estación de Ilhéus difundió, en el programa «Canciones inolvidables», la canción titulada Ojos Negros. Popular melodía rusa —por si no lo saben, se los digo—, llegó a las entrañas del aparato, le recordó su nacionalidad, lo transportó nuevamente a la romántica nostalgia de las estepas. Más límpido que cualquier sonido estereofónico, la radio soviética resuena: alta y pura en el agreste interior de Bahía— ¡indomable carácter!

EPISODIO INICIAL DE LA ESTADÍA DE ASCANIO TRINDADE EN LA CAPITAL, O DE LA FORMACIÓN DE UN DIRIGENTE AL SERVICIO DEL PROGRESO: PISCINA, CENTRO INDUSTRIAL Y Patricia, LLAMADA PAT.

SóLO después de tres días de estadía en la capital, con motivo de la última conversación con el Magnífico Doctor, cuando un cierto calor humano se hizo presente por entre los efluvios del coñac, Ascanio Trindade dejó de sentirse incómodo y poseído por una vaga impresión de dependencia, como si no se encontrara en plena posesión de su libertad. Era una sensación medio indefinible y sin razón aparente, tal vez debida al ambiente completamente extraño para él. De súbito, era huésped de un hotel de lujo, convivía con personas de un mundo desconocido, desconcertante y envolvente, con el cual jamás había mantenido ninguna especie de contacto.

El primer día pensó que el doctor Mirko Stefano lo había hecho ir con tanta urgencia sólo para ofrecerle copas y muchachas en la orilla de la piscina. Descendió del jeep por la noche, más fatigado tal vez de las anécdotas del ingeniero Quarantini que de la movida travesía. Sin duda para cumplir órdenes anteriores, el chofer lo condujo a un gran hotel, donde le entregaron un mensaje del Magnífico Doctor: ocupe los aposentos reservados a su nombre, mañana nos veremos.

Realmente se encontraron, pasado mediodía, cuando Ascanio ya se preparaba para ir a almorzar, después de haberse quedado toda la mañana esperando, primero en el cuarto, con la expectativa del teléfono; después, cuando se paseaba por el hall y sus inmediaciones: admiró las boutiques, la galería de arte y antigüedades, los tapices de Genaro, el panel de cerámica de Carybé, esculturas en fibra de vidrio de Mário Cravo, los turistas de bermudas y camisas floreadas; arriesgó algunas miraditas al bar y a la piscina, donde lindas mujeres en provocativos dos piezas, tomaban baños de sol mientras exhibían sus exuberantes cuerpos.

Vio al Magnífico Doctor cuando éste bajaba de uno de los dos imponentes automóviles negros hacia los cuales se precipitaron botones y porteros, disputándose equipajes y propinas. Bajaron otros tres pasajeros que desaparecieron como por encanto con portafolios y valijas, en uno de los ascensores. El doctor Mirko permaneció en el hall y cuando se iba a la recepción vio a Ascanio. Se dirigió a él de brazos abiertos, efusivo y le pidió disculpas por haberlo abandonado:

—Ha sido un día terrible. El aeropuerto de São Paulo cerrado, el avión sólo pudo salir después de las nueve, o sea, a la hora en que debía aterrizar aquí. Ven conmigo.

Mientras caminaba, el Magnífico estrechaba manos, saludaba con gestos y decía una palabra a éste o a aquél. Cuando llegaron al borde de la piscina, tres individuos los acompañaban. Uno de ellos, bizco, preguntó con un susurro de conspirador:

—¿Quién llegó?

—El doctor Bardi.

—¿Solo? ¿Y los otros quiénes son? Vi un grupo en la recepción.

Mentira, pues los viajeros no se habían detenido en la recepción, se metieron directamente en el ascensor, Ascanio los acompañó con la vista desde que bajaron del automóvil. El Magnífico Doctor sonrió hacia el macaneador, le pasó la mano por la cara, con suavidad, en un gesto casi femenino:

—Indiscretito…

Todas las muchachas —por lo menos un cierto número que se zambullían o estaban expuestas al sol, eran propiedad del Magnífico Doctor (o de la Brastanio, nadie puede ser poderoso al punto de poseer tan variada colección de vedettes; tal vez una gran empresa). Se precipitaron hacia la mesa que había ocupado. Los tres seguidores contemplaron a Ascanio, curiosos, a la espera de quién sabe qué presentación o noticia, pero como el doctor Mirko se olvidó o se hizo el olvidado, se entregaron en seguida a tareas más agradables: whisky y mujeres. Bebían con valentía, piropeaban con rudeza, de manera grosera, descortés, según la opinión de Ascanio. Los tres eran periodistas, lo supo después por el Magnífico. Pero a las muchachas les gustaban las palabrotas y las propuestas realistas.

El encuentro duró poco, el doctor se levantó, ocupadísimo y lo dejó con los tres voraces, una nueva botella casi llena y el mujerío.

—Mañana o pasado tendré noticias para ustedes. Antes, ni una palabra. No llegó nadie, reina la paz en la City y en Wall Street.

—¿Y si A Tarde da una primicia? —pregunta el bizco.

—Mejor, así tendrán noticia y desmentida.

Tomó a Ascanio del brazo, lo arrastró consigo hasta los ascensores. Una de las muchachas los acompañó, en respuesta a un gesto suyo.

—Hoy estaré ocupado durante toda la tarde. A ti te lo puedo decir: reunión decisiva de la dirección. Sólo al anochecer, antes de la comida, podré verte para hablar. Pero te voy a dejar en buenas manos. Patricia va a estar a tus órdenes, va a hacer de secretaria y chofer. Pasea y diviértete. Antes de comer conversaremos. —Desde la puerta del ascensor se dirigió a la muchacha—: Cuídalo con cariño, Pat. Un día te vas a sentir orgullosa por haberlo acompañado, por haber sido su cicerone.

Patricia sonrió y tomó posesión de Ascanio:

—Almorzaremos aquí en el hotel, ¿o quieres ir a un restaurante? Me voy a poner el caftán y vuelvo en un segundo.

Patricia también era rubia pero no se parecía a Leonora. El verso del trigal maduro no se puede aplicar a su pelo, Barbozinha no la compararía con una sílfide. Es bonita, es cierto, pero no tiene esa belleza única, incomparable, aquella distinción que denota clase y familia, hija de un padre millonario y comendador del Papa, nacida en cuna de oro, educada en los mejores colegios, flor de la alta sociedad paulista. Elegancia y fineza que no se revela sólo en el buen gusto de los vestidos sino también en cada gesto, en la delicadeza, en el recato, en la infinita gracia. En la belleza llamativa de Patricia hay un no sé qué de vulgaridad y su innegable gentileza transparenta un vestigio de servicio prestado, un toque profesional.

Después del almuerzo, en el lujoso restaurante del hotel. Patricia lo dejó para que descansara, y además ella tenía un compromiso. Pero volvería a las tres para llevarlo a pasear o a hacer compras, conforme decidiera.

En el auto dirigido por Patricia, Ascanio recorrió la ciudad en la cual no ponía los pies desde hace más de siete años, ahora cortada por nuevas avenidas, que se extienden por la orilla marítima, pululante de movimiento, duplicada de habitantes. Había cambiado mucho en estos años, se había transformado. ¿Dónde estaba la vieja urbe pachorrienta de sus tiempos de universitario, que vivía de las glorias del pasado, de la tradición de ciudad histórica, célula mater, cuna de la nacionalidad y otras retóricas, capital de un Estado de atrasada economía agropecuaria? Al definir el estancamiento la decadencia de Bahía, Máximo Lima vociferaba en la Facultad:

—Ni siquiera tiene una fábrica de cerveza y dentro de poco no tendrá ni ruinas antiguas para mostrar.

Necesitaba ver a Máximo antes de regresar, comentar con él la transformación que alcanzaría, ahora, el lejano municipio de Sant’Ana do Agreste. Para eso había ido, para la gran decisión.

Motu proprio, u obedeciendo órdenes, después de haber recorrido las nuevas avenidas, Patricia se dirigió a la ruta que conducía al Centro Industrial de Aratu, la tan comentada empresa señalada como ejemplo debido a la infraestructura establecida en base a estudios de especialistas, planificada bajo la dirección de Sérgio Bernardes, nombre famoso. Una inmensa obra, donde algunas industrias recién instaladas comenzaban a producir, mientras muchas otras, en vías de instalación levantaban bloques de fábricas.

En la víspera, Ascanio había pasado por ahí en el jeep pero con la oscuridad y el silencio de la noche, las grandes chimeneas y las estructuras de los edificios eran sólo bultos imprecisos. Ahora las veía, las chimeneas echaban humo, las estructuras crecían a ritmo acelerado, se oía un barullo de batalla. En la extensión de muchos kilómetros, enormes carteles de las empresas anunciaban los productos que son o en breve serán manufacturados en el centro industrial de Aratu. Máquinas ciclópeas y centenas de hombres remueven toneladas de tierra en las excavaciones, levantan paredes de ladrillos y hormigón, sueldan y funden metales brillantes.

El auto paró a un costado de la ruta. Ascanio, boquiabierto, sintió la presión de la pierna de Patricia contra la suya, desvió la vista de las chimeneas. La muchacha sonreía:

—Más adelante, en el camino que va a Camaçari, es donde estará la petroquímica. Un coloso, ¿no? —Era más una afirmación que una pregunta.

Ascanio se volvió hacia ella, con los ojos brillantes de entusiasmo, Patricia le ofreció su boca. Al besarla, era como si lo hiciera con la nueva Bahía.

Volvieron por la orilla marítima. Ante la belleza del mar y de las playas, en terrenos anteriormente descampados, se sucedían hoteles, restaurantes, bares, boîtes, clubes, residencias fastuosas y modernísimas, un panorama nuevo y suntuoso. Pararon en un bar. Alegre y sedienta, Patricia pidió una cerveza —de fabricación bahiana con know-how danés, la mejor del mundo, aclaró la informada cicerone—, compró cigarrillos americanos. Cuando Ascanio quiso sacar la billetera para pagar el pequeño gasto, ella ya extendía un billete al mozo, sin dar importancia a las protestas del joven herido en su amor propio masculino:

—No seas machista, nene, eso pasó de moda y además quien paga es la Brastanio.

Anduvieron hasta la playa, se sentaron en la arena, se besaron.

—Eres un amor, nene.

Antes de comer, se produjo el anunciado contacto con el doctor Mirko Stefano, Rápido y telefónico, pero sumamente cordial. El Magnífico continuaba ocupadísimo, pardon, mon cher ami, no podría encontrarse con Ascanio hasta el día siguiente, mientras tanto Pat se ocuparía de él. Quiso saber cómo había transcurrido la tarde. Ascanio le contó la ida al Centro Industrial, el impacto:

—¡Grandioso! Ya sabía que era una importante realización, pero superó en mucho mi expectativa. ¡Es admirable!

—¿No es cierto? Hasta hace poco todo aquello no pasaba de un matorral abandonado. Peor que las playas de Agreste. ¿Te imaginas cómo será el cocotal de Mangue Seco dentro de poco? Bueno, que te diviertas, porque mañana tendremos mucho que hacer. Te espero en el hall a las diez de la mañana en punto, quiero presentarte a algunos amigos.

Patricia dejó a Ascanio en la puerta del hotel, fue hasta su casa a cambiarse de ropa, saldrían a comer afuera. Llegó tan chic, al punto que él se sintió un poco embarazado en su usado y mal cortado traje azul, obra de don Miguel Rosinha que corta y cose los sacos y pantalones del coronel Artur da Tapitanga hace más de cuarenta años. Antes de salir, Patricia le avisó que no se preocupara por ningún gasto, todos corrían por cuenta de la Brastanio. Comieron en un restaurante de la costa, después ella propuso una boîte, donde bailaron mejilla a mejilla hasta después de medianoche. Las cuentas lo asombraron. Si le hubiera tocado pagar, no tendría dinero suficiente, pasaría vergüenza.

Luego de estacionar el auto en la vereda del hotel, Patricia subió en el ascensor junto con Ascanio; una vez en el cuarto le pidió que le bajara el cierre del vestido (largo, color verde malva con puntillas blancas). Surgió desnudita pues el tapasexo no tapaba nada. Tenía un lunar en la parte de arriba de una pierna.

Después de la ducha, Pat lo esperó en la cama. Por cuenta de la Brastanio, pensó el aprendiz de dirigente.

DE LA CAMPAÑA DE FIRMAS Y DEL PERJUICIO QUE PROVOCA LA AUSENCIA DE TIETA.

El memorial dirigido por doña Carmosina con la asistencia crítica pero útil de Aminthas, recoge cierto número de firmas, muy inferior sin embargo a lo previsto y deseado por los promotores de la iniciativa. El comandante Darío llegó especialmente de Mangue Seco, para ayudar, salió por las calles con la lista en la mano, puso en juego el prestigio y la simpatía que lo rodean. Su presencia influye en la adhesión de personas antes indiferentes al problema: oyeron hablar del asunto sin concederle mayor importancia. Escuchan la explicación del ilustre coterráneo, portador de galones y aceptan el bolígrafo:

—Si el comandante lo pide, no me niego.

Sin embargo, muchos se niegan, desaparecen cuando él se aproxima. Enterados del polémico significado de esas hojas de papel, se hacen humo a la vista del comandante o directamente se niegan a firmar, por estar convencidos de las ventajas provenientes de la instalación de una gran fábrica en las cercanías de la ciudad, en tierras del municipio. Los argumentos sobre las maléficas consecuencias de la contaminación no los inmutan ni conmueven. No saben todavía de qué manera, pero esperan obtener beneficios, cualquier tipo de ganancia con la llegada de la Brastanio; la palabra progreso significa mejorar de vida.

No obstante, la gran mayoría, está compuesta por indecisos que se retraen. Las duras frases del memorial donde predominan palabras terribles —podredumbre, crimen y muerte— son leídas, releídas, analizadas. Se suceden las preguntas:

—¿Será así? En los diarios que están en la Municipalidad se lee algo muy distinto.

El comandante argumenta, educado y paciente. En la Agencia de Correos, doña Carmosina estalla con facilidad cuando encuentra resistencia, miradas de duda, interrogaciones:

—¿Quieren vivir en la podredumbre, en el chiquero? Pues vivan.

—No es eso, doña Carmosina, no se exalte. Es que algunos dicen una cosa, otros la niegan. Usted es instruida, sabe lo que dice. El comandante, que tiene mundo, dice lo mismo. En cambio Ascanio, de quien nadie puede negar que es un devoto de Agreste y que no querría nada malo para aquí, dice lo contrario. Don Modesto Pires, también. Doña Carlota, maestra de niños, de ésa ni hablemos. Se enfurece, igual que usted.

Tanto el comandante como doña Carmosina oyen, en boca de los indecisos, la misma y repetida declaración:

—Qué sé yo… Si por lo menos supiese qué es lo que piensa doña Antonieta sobre todo esto… Ella es una persona competente, lo que ella piensa, debe de ser lo correcto.

No se gana nada cuando doña Carmosina les asegura cuál es la posición de Tieta, el comandante Darío se declara conocedor del pensamiento de la viuda paulista, acaba de llegar de Mangue Seco donde ella es su huésped. Quieren oírlo de su boca:

—Ella no dijo nada todavía. Voy a esperar su opinión.

En la agencia de Correos, los dos principales líderes de la campaña hacen un balance del trabajo, cuentan las firmas recogidas; el número les parece insuficiente prueba de la afirmación contenida en el memorial: todo el pueblo de Agreste repudia la pretensión de la execrable industria de dióxido de titanio. Se sienten un poco desanimados.

La idea del memorial fue de doña Carmosina, partidaria de la acción. La conversación o los murales no conducen a nada. Aminthas, a pesar de su escepticismo habitual, aprobó y colaboró en la redacción. El comandante se entusiasmó, hizo cálculos, sacó conclusiones. Si por lo menos juntara mil firmas entre los nueve mil habitantes del municipio, teniendo en cuenta las criaturas y la inmensa mayoría de analfabetos, se podría decir que casi la totalidad de las personas capaces de reflexionar sobre el problema había tomado posición contra la Brastanio. Pero habían recolectado poco más de un centenar de nombres, después de un fatigoso trabajo. Pocos nombres importantes. Los comerciantes se reservan por prever buenos negocios con la instalación de la fábrica. El padre Mariano se declara neutral, las funciones de párroco no le permiten tomar partido en un asunto tan delicado.

Pero él mismo preguntó:

—No veo la firma de doña Antonieta Cantarelli. Es la de ella la que debe encabezar la lista, si es que el comandante quiere que el pueblo firme.

Barbozinha compone poema tras poema, ya posee material para un libro que quiere publicar en la capital, Poemas de la maldición, escribe cartas a Giovanni Guimaraes, pero como recolector de firmas es un fracaso. En cambio, doña Milu es de notable eficiencia, hasta ahora tiene el record de la colecta. Es un aliado imprevisto, Osnar se queda de guardia en el boliche, hace un esfuerzo. Todo eso suma sólo ciento dieciséis nombres, treinta y siete obtenidos por doña Milu. Para los mil previstos, una derrota. El comandante sacude la cabeza, preocupado:

—Qué sé yo, mi buena Carmosina… o Tieta se decide a tomar las riendas o no llegaremos muy lejos. Mañana vuelvo a Mangue Seco, voy a tratar de convencerla para que venga a ayudamos. No va a ser fácil: el Corral está listo, ella quiere disfrutar un poco de la casa que tanto trabajo le dio y que tanto dinero le costó. Inclusive me encargó que llevara a su hijastra conmigo. Mañana temprano me voy con Laura y Leonora, voy a suplicarle a Tieta que venga aunque sea por unos días y diga a todo el mundo, desparrame por toda la ciudad, que está en contra de la fábrica, que si la Brastanio se instala en Mangue Seco, nunca más pondrá los pies aquí.

Doña Carmosina está de acuerdo, el éxito de la campaña depende de Tieta.

—El domingo caigo por allí para reforzar el pedido. Pienso que entre los dos lo vamos a conseguir.

—Es lamentable. Hay tantos abogados aquí, y la notaría está tan llena de gente, que todo el mundo cree que se va a llenar de plata con la Brastanio. Hasta en Tocinha subió el precio de la tierra, imagínate.

—Estuve pensando en esa historia de abogados y herederos del cocotal y llegué a la conclusión de que tiene un lado bueno: mientras pelean, la fábrica no tiene dónde instalarse. Hasta que el caso se resuelva…

—No te ilusiones, mi buena Carmosina, esos abogados van a firmar un acuerdo en seguida, en seguida, ya vas a ver. Los herederos se unen y encargan a Modesto Pires (que es el más vivo de todos los que están metidos en esto), que negocie la venta del cocotal con la Brastanio. Y no podremos hacer nada…

—En ese caso, ni Tieta…

En la puerta de la agencia aparece la figura tímida de Fidelio. A él ni le habían pedido que firmara el memorial, pues saben que es uno de los herederos de las tierras donde la Compañía Brasileña de Titanio S. A. piensa instalar su industria, uno de los que tienen posibilidad real de ganar dinero.

—Buenas tardes, doña Carmosina. Buenas tardes, comandante. Quería cambiar unas palabras con usted.

—Si es algo privado, me voy adentro —declara Carmosina, muerta de curiosidad.

—Privado es, pero no para usted. —Debía haber pedido a Aminthas que lo acompañara. Callado por naturaleza, ¿cómo se las arreglan para exponer un asunto tan complicado? No vaya el comandante a ofenderse—: Es sobre esa historia del cocotal, en la cual estoy metido, soy uno de los herederos, creo que usted lo sabe.

Doña Carmosina se inclina sobre el mostrador para oír todo.

SEGUNDO EPISODIO DE LA ESTADÍA DE ASCANIO TRINDADE EN LA CAPITAL, O DE LA FORMACIÓN DE UN DIRIGENTE AL SERVICIO DEL PROGRESO: AMBICIÓN, IDEALISMO, WHISKY Y NILSA, LA DE LOS PECHOS GRANDES.

Desde las nueve y media Ascanio estuvo listo, al acecho. Se acerca cuando el grupo sale del ascensor. Apurado, uno de los señores pasa por delante de él, desaparece en uno de los dos automóviles negros. Ascanio jamás llegó a saber quién era, si era o no director de la Brastanio, sólo pudo notar, por casualidad, el pelo cortado al ras, como se usaba hace mucho. El doctor Mirko Stefano le presenta a los otros dos, ahí mismo, de pie. La ceremonia sólo dura un instante pues están con el tiempo justo para ir al aeropuerto.

—El doctor Angelo Bardi, nuestro Director-presidente.

El magnate —evidentemente era un magnate— extiende la mano, esboza una sonrisa:

—¿Es éste nuestro hombre? Muy bien. —La sonrisa se amplía, en señal de aprobación, recomienda al Magnífico—: Encárguese de que no le falte nada, resuelva los problemas pendientes y el de las elecciones. Ayer hablé por teléfono a São Paulo. Y, en este momento, el presidente del Tribunal Electoral ya debe de haber recibido un telegrama. —Nuevamente aprieta la mano de Ascanio—: Mucho gusto, que lo pase bien.

El otro, todavía joven —el doctor Rosalvo Lucena, también director, un cráneo, según el doctor Mirko— queda en verlo con más tiempo cuando vuelva del aeropuerto, hacia donde parten todos, incluso el doctor Mirko. Ascanio los acompaña hasta la puerta, asiste a la partida de los dos majestuosos automóviles negros.

Otra vez se encuentra en el suntuoso hall, sin saber qué hacer. Los turistas salen a visitar iglesias, el Pelourinho, gastar dinero en el Mercado Modelo; bandos parlanchines y eufóricos, viejas espantosas, ancianos artríticos, balzaquianas indóciles, muchachas deslumbradas. Ascanio se deja caer en uno de esos inmensos sillones de cuero, se dedica a la lectura de un folleto de propaganda del hotel impreso en cinco lenguas, se entera que el design de ese sillón y de los demás muebles fue concebido, por encargo y con exclusividad, por Lew Smarchewski —no sabe quién es pero el nombre del artista y la palabra design lo impresionan—. Mira a su alrededor, se mete el folleto en el bolsillo, piensa exhibirlo en el Areópago. Últimamente ha ido poco a la Agencia de Correos. ¿Para qué? ¿Para oír las insolencias de doña Carmosina? Está por extender la mano para tomar un diario cuando aparece Patricia —lo había dejado a eso de las ocho, después del desayuno y la ducha—, colgada del brazo de uno de los tres fulanos que, en la víspera, estuvieron parloteando con el Magnífico en la piscina. Esta vez hubo presentaciones:

—El doctor Ascanio Trindade, un amigo del doctor Mirko. Ismael Julião, el temido columnista de las grandes primicias, nadie puede con él. —Declama, alegre, concluye seria—: Mi novio.

Mientras Ascanio estrecha la mano del joven se pega un susto. ¿Novio? Seguro que se trata de una broma de la muchacha, pero Pat, muy romántica, apoya la cabeza en el hombro del periodista de barba por afeitar, juega con los dedos en su cabellera despeinada y, como si adivinase la duda de Ascanio, comunica:

—Nos vamos a casar más o menos dentro de un mes.

—Dos, mi amor. Después del carnaval. —Ismael advierte—: Luna de miel y carnaval al mismo tiempo no se puede.

—En carnaval, cada cual por su lado. —Pat está de acuerdo—: Él es de los Internacionales, yo soy del Bloco do Jacu.

Ascanio no entiende el chiste ni ella se lo explica: en compensación invita:

—Ponte un traje de baño y ven a la piscina a hacer relax con nosotros. El doctor Mirko no va a llegar antes del mediodía, eso si viene directamente del aeropuerto para aquí. Con él, nunca se sabe.

Je suis l’imprévisible! —El periodista imita la voz afectada del director de relaciones públicas.

—Es que yo no he traído traje de baño. —Ascanio trata de zafarse de la invitación.

—Eso no es problema, aquí los alquilan. Ven conmigo, voy a mostrarte. —Guiña un ojo al novio—: Te veo en el trampolín, querido.

—¿En serio es tu novio? —Ascanio todavía imagina que es víctima de una broma.

—¿Por qué habría de ser mentira? Ya tengo el vestido de novia, regalo del Magnífico. Lo traje de Río, de Laís Modas, ¡es increíble! La guirnalda está hecha a todo lujo, ¡hay que verla!

—¡Velo y guirnalda! —La exclamación, nacida del espanto, sale sin querer.

Pat se ríe, de buen humor:

—Velo, guirnalda de azahares, al compás de la Marcha nupcial, ¡me encanta! Tú eres un atrasado, nene, un prejuicioso. Prejuicioso pero pintón, muy pintón. Ismael también lo es, ¿no te parece? Es un pedazo de mulato, de esos que no se encuentran muchos, ¿no? —Se muerde un labio al elogiar los predicados físicos del joven—: Y tiene ideas de avanzada, no es un anticuado como tú. Estamos en 1966, nene. ¿O es que la noticia no llegó a tu tierra? Necesitas actualizar tu calendario.

En la piscina, como buen nadador, salta del trampolín y se zambulle. Se distrae en compañía de Patricia e Ismael, los novios del año, ocupados en la elección navideña de Dorian Gray Junior, el astuto cronista social. La joven tenía razón, estaba necesitando un buen relax, se sentía muy tenso e inseguro desde que llegó a la puerta del hotel en el jeep. De a poco, empieza a sentirse a gusto, cómodo. Ahí, es como si todos se conocieran desde hace mucho tiempo. Participa de un grupo que juega con una enorme pelota de plástico, conversa con una pareja de jóvenes cariocas encantados con Bahía, cambia impresiones con extraños; a veces no entiende ciertas locuciones, frases enteras, pero nadie se da cuenta, lo tratan de igual a igual, él forma parte de ese mundo en vacaciones, muchacho rico y simpático.

Ismael sale del agua, va a tenderse en una chaise-longue. Patricia nada alrededor de Ascanio, lo provoca, trata de hundirlo, lo obliga a zambullirse, lo agarra por los hombros y por las piernas, se le monta en el pescuezo, se entrelaza a su cuerpo, se zambulle bajo su vientre. Mañana agradable.

—El doctor Mirko ya llegó. Con el doctor Lucena. —Avisa Pat.

Ismael Julião se levanta, va a saludarlos, se sirve un whisky doble, vuelve a la piscina, con el vaso en la mano. Patricia lo recibe, como corresponde a una novia tierna. Ascanio corre a cambiarse de ropa, vuelve con saco y corbata. Ante un gesto del Magnífico, toma lugar en la mesa.

Rosalvo Lucena, cuyos títulos universitarios y empresariales le habían sido soplados a Ascanio dentro del agua, pues informar es deber de Pat, conquista a Ascanio Trindade. Frente al tecnócrata, cuya fisonomía desborda seguridad y fuerza, casi tan joven como él y sin embargo empresario emprendedor y arrojado, Ascanio se siente un don nadie. El relax obtenido en la piscina desaparece, nuevamente se encuentra tenso e inseguro. Ése sí que era un líder, un vencedor, digno de la mano de Leonora Cantarelli, para eso tenía méritos, títulos y puestos. Títulos en latín y en inglés, a los treinta años era director de la Compañía Brasileña de Titanio S. A., ¡un portento! A pesar de la diferencia de status que los separa, Rosalvo Lucena lo trata con cordialidad y consideración, amable e interesado:

—Mirko me habló muy bien de usted, se refirió a su lucha en pro del progreso del municipio de Agreste. Espero que podamos intervenir eficazmente para que sus ideas se transformen en realidad. Yo me ocupo de los problemas técnicos y económicos relativos a la instalación de nuestras dos fábricas integradas, dentro de poco iré a conocer su ciudad y la playa tan famosa, cerca de la cual, según todo lo indica, se levantará nuestro complejo industrial. En este momento debe de estar por llegar allá un equipo con objetivos precisos. Pasamos de la etapa de estudios a la de la implantación del proyecto.

—¿Van a llegar hoy?

—Salieron esta mañana, en dos lanchas grandes y veloces. Si todavía no llegaron, deben de estar por hacerlo. Llevan todo el material necesario para acampar durante algunos días en la playa, cuantos sean necesarios. Van a resolver todos los problemas relativos a la localización no sólo de la fábrica sino también de las residencias del personal técnico y administrativo y de la villa obrera. Es una gran inversión, mi querido. Es necesario elegir el lugar ideal. Parece que es ése donde hay una especie de lago y un riacho, más o menos en el centro del cocotal. —Sonríe, contento de sí—: Nunca estuve ahí pero es como si hubiese nacido en ese lugar, sé todo sobre Agreste y Mangue Seco, incluido el contrabando. Uno de los puestos más antiguos de contrabando del Nordeste. Queremos trabajar en estrecha colaboración con usted y las demás autoridades del municipio.

—Tendrán todo el apoyo de mi parte. La instalación de la Brastanio en Mangue Seco será la redención de Agreste.

La frase merece el aplauso del Magnífico Doctor:

Wonderful! Fine! Une trouvaille! Hasta parece una frase dicha por mí. No la olvide, mi querido, dentro de poco va a tener que repetirla.

—Sí, esperamos ser útiles a su región. Pensamos dar el mayor apoyo, en todos los sentidos, a las iniciativas que usted tome para levantar la economía y la cultura de Agreste. Desgraciadamente subsisten en Brasil grandes desniveles regionales, perduran islas de pobreza y atraso. Necesitamos modificar rápidamente ese panorama, liquidar tales diferencias que dificultan el desarrollo del país. —Golpea con una mano la pierna de Ascanio en un gesto amigable—: Hombres como usted son valiosos para la comunidad. Nuestra obligación de idealistas es darles todo el apoyo que necesiten. Porque usted también es un idealista y tenemos un ideal en común: el progreso.

Expresa esas consideraciones brillantes, casi un discurso, con naturalidad, en tono de conversación, pero de conversación convincente, al mismo tiempo que atiende a una rubia y a una morena, ambas de bikini, cada cual sentada sobre los anchos brazos de la cómoda silla de diseño moderno, design igualmente del citado Lew—. La voz modulada y segura, la pronunciación clara, sin vacilaciones, no se modifica ni siquiera al protestar con el mozo por la calidad del whisky contenido en una botella original de tonos verdes, con bajorrelieves. Luego de servirse y probar, Rosalvo Lucena deja escapar su educada pero viva indignación: ¡whisky falsificado! ¡qué horror! Llama la atención al Magnífico: siempre pasa lo mismo: la bebida servida en botella de cristal, semejando una escultura, bella y anónima, jamás es buena, es un torpe engaño. Entre sus muchas habilidades, el joven tecnócrata incluye el profundo conocimiento de ese sublime licor escocés, el único y verdadero néctar de los dioses, según su opinión. La cual no es compartida por el doctor Mirko: le gusta el whisky, pero prefiere un vino francés de calidad, no hay nada comparado a un buen champagne. ¿Cuál es la opinión del amigo Ascanio? No tiene opinión formada, poco sabe de whisky, menos todavía de champagne. Rosalvo Lucena devuelve al mozo el vaso lleno y la botella verde:

—Tire esa porquería, compañero, traiga otro vaso. Y sobre la botella, dígale al barman que la guarde para un borracho cualquiera, que no sepa distinguir whisky verdadero del falsificado. Quiero scotch, no ese vomitivo. Tráigame una botella de Chivas, cerrada, para examinar y abrirla aquí. Y dígale que me voy a quejar al maître por esa falta de respeto.

La tranquilidad y la desenvoltura con que Rosalvo habla sobre el desarrollo del país y repudia el whisky falsificado, llenan de admiración a Ascanio, que culmina cuando lo oye comentar:

—Fíjate, Mirko, con qué placer tu amigo Ismael saborea esa porquería, ése tiene estómago para todo. ¡Repugnante!

Estómago y cabeza, piensa Ascanio, cornudo antes de casarse; consciente, sin duda, de los deslices de la novia; quién sabe, tal vez esté de acuerdo. Más que repugnante, ¡abyecto!

El barman llega afligido, en la mano tiene la botella pedida, en la boca disculpas humildes: si hubiera sabido que era para la mesa del doctor… Amable y generoso, Rosalvo Lucena lo despacha en paz, no dirá nada al maître.

Ascanio se anima y felicita al empresario por la magnífica entrevista con la que arrasara al cronista de A Tarde, Giovanni Guimaraes, haciendo posible aclarar las ideas de la población de Agreste, afectada con la Carta al poeta De Matos Barbosa. Es que ese fulano, Giovanni, había estado de visita en la ciudad, hizo amistades, gozaba de cierto prestigio. Rosalvo, mientras examina la botella de Chivas, antes de aprobarla y abrirla él mismo, servirse y servir al Magnífico, a Ascanio y a una de las muchachas, la otra prefiere Campari, responde:

—¿Giovanni? Es una buena persona, inteligente, tiene gracia, sabe escribir. Pero nunca pasará de ser un periodista provinciano, con su empleito público y el salario de reportero. No tiene fibra para más. Le faltan ambición e idealismo. —Prueba la bebida, repite el trago—: Esto sí que es whisky. —Posa la mirada en Ascanio, nuevamente le toca la pierna para llamar su atención hacia lo que va a decir—: Sin idealismo y sin ambición, mi querido, nadie puede ir adelante. Un ideal elevado: ser alguien en la vida, un constructor de progreso. Servido por la ambición. La ambición es la palanca del mundo.

Terminó de hablar y bebió, con satisfacción de experto, un trago largo de whisky, lo degustó. Por detrás del bar, el barman sonríe mientras agita la coctelera, piensa en el valor de las apariencias. Para los que son simplemente vanidosos, la retorcida botella de cristal en tonos de verde, es símbolo de gran categoría. Para los suficientes y orgullosos, la botella original y simple del Reino Unido, cerrada y sellada, lacrada, es señal de un respeto mucho mayor. En una y otra, para unos y para otros hay whisky falsificado proveniente de la reserva del hotel, la diferencia sólo está en el precio. También ¿qué gusto y refinamiento puede tener un tomador de whisky? Ninguno, según la opinión del barman.

Durante la corta hora en que permanecen bebiendo y cambiando ideas en el borde de la piscina, en cuya agua azulada y transparente los cuerpos de las mujeres son una visión amena y grata, Ascanio es presentado a una cantidad de personas, todas de evidente importancia, que se detenían para saludar a Rosalvo Lucena y cambiar algunas palabras con el Magnífico Doctor, a veces hasta secreteaban a su oído. Sin hablar de las muchachas, algunas de ellas estaban seguramente al servicio de la Brastanio, pues Mirko les encargaba diversas tareas: llamadas telefónicas, reserva de mesa en Chez Bernard para una comida de seis cubiertos para esa misma noche, compra de discos de Caymmi, en uno de los negocios. Al presentar a Ascanio, el Magnífico Doctor no decía nada sobre el cargo ejercido por él en la Municipalidad de Agreste, ni siquiera decía que venía de allá. Sin embargo, resaltaba su condición de «dinámico dirigente, de mucho futuro, destinado a desempeñar un papel importante en la vida del Estado, quizás del país. Un vrai conducteur d’hommes».

Palabras agradables de oír, arrullan como una canción de cuna, trazan una perspectiva, dan fuerza y ánimo. Idealismo y ambición, había dicho el joven y victorioso empresario. Idealismo, Ascanio siempre tuvo la ambición nace y crece en el borde de la piscina.

Mañana de sol ambiente cordial la gracia de las mujeres, la inteligencia de los compañeros de mesa, la bebida cara, (esto sí es whisky). Ya no se siente un tan mísero don nadie al lado de Rosalvo Lucena, quien se despide, tiene un almuerzo con una figura importante de la administración estadual:

—Dentro de poco, nos veremos en Agreste.

—Allí estaré a sus órdenes.

Oye la murmurada ponderación del doctor Mirko Stefano cuando Lucena se levanta:

—El hombre es una jugada difícil, hay que andar con cuidado. Muchas cosas dependen de él. Tenemos que decirle que la encomienda ya está en camino.

El Magnífico todavía se demora para saborear el whisky, se ha formado una rueda a su alrededor. A pesar de tener une journée terriblement chargée, no se apura, aprecia y disfruta de todo aquello: el día claro de sol, el movimiento de la gente ociosa en el bar y en la piscina, el espectáculo de los cuerpos semidesnudos, las muchachas que se ofrecen, los chismes y la adulación de los ávidos folicularios. Finalmente se levanta, firma la cuenta, arregla una cita con Ascanio para las cuatro de la tarde. Pat lo acompañará a la sede de la Compañía:

—Tenemos mucho que hablar. Bye, bye.

Por fin la charla tan esperada, motivo de su viaje, piensa Ascanio, Pat se aproxima junto a otra muchacha, morena, flaca, de busto saliente:

—Esta señorita es Nilsa, nene. Acaba de ser nombrada tu secretaria. No puedo acompañarte hoy, Ismael está de franco en la redacción, sólo tiene que entregar la columna, el día es suyo. —Mira con ternura a su novio que, luego de haberse servido el fondo de la botella, vuelve a la piscina—: Tú comprendes. ¿No? Nilsa ocupará mi lugar. Van a gustar uno del otro, nene.

Nilsa se ríe mucho y habla poco, usa cualquier pretexto para exhibir su abundante busto. Propone un almuerzo frío, es más rápido y no pesa en el estómago. No hubo siesta, ella lo acompañó directamente al cuarto. Al sacarse el calzoncillo, mientras contempla los dos senos de Nilsa, grandes, redondos, hinchados y el pequeño vientre con esa espesa mata negra, Ascanio considera que la demora en la conversación que lo había traído a la capital tenía sus compensaciones. Si no fuese por su nostalgia de Leonora, no le importaría quedarse algunos días más.

DE LOS CONTROVERTIDOS ACONTECIMIENTOS DE MANGUE SECO, CAPÍTULO EN EL QUE SE TIENE NOTICIA DE UN VIGOROSO MOVIMIENTO DE MASAS TRABAJADORAS (ES UN DECIR) Y POPULARES, CON LO CUAL SE PROPORCIONA A ESTE FOLLETÍN UNA INDISPENSABLE CONNOTACIÓN REIVINDICATORIA Y MILITANTE.

Ni bien lleguen, los sacamos a patadas de aquí, había amenazado el joven seminarista Ricardo en una conversación mantenida con Tieta, el comandante y el ingeniero Pedro Palmeira, al referirse al personal de la Brastanio. La frase mereció un solidario apretón de manos del ingeniero. Ricardo lo dijo y lo cumplió. Lo vieron de sotana, encabezando la masa. Tieta se divirtió muchísimo. Era como si hubiese vuelto a la primera juventud, cuando se escondía en los montes, dejaba las cabras bajo cuidado del chivo Inácio, y se iba con algún compañero a las dunas o a mezclarse en la vida de los pescadores.

Ricardo cumplió lo prometido sólo en parte, pues los primeros enviados de la Brastanio a la región, después del perentorio juramento, sobrevolaron la playa y el cocotal en helicóptero, el fatídico día de la muerte de Zé Esteves, armados de largavistas, máquinas fotográficas y filmadoras. Aunque es un ángel del Señor, según la opinión prácticamente unánime de las mujeres de Agreste, en especial aquéllas más allegadas a la práctica del incomparable deporte —al frente de las cuales se coloca Tieta por ser quien mejor conoce las cualidades celestiales del sobrino—, todavía le faltan alas, si bien le sobra el deseo de volar. Quién sabe, tal vez un día el Señor le conceda esa prerrogativa reservada a los ángeles y arcángeles, premie su vocación y sinceridad.

Aquel apretón de manos marcó el comienzo de una creciente amistad entre el ingeniero y el seminarista; la diferencia de edad —doce años— no impidió que las relaciones se tornasen fraternas, y se consolidaron en las charlas en compañía de los chicos del poblado; en la travesía de la barra para pescar en el lago: Ricardo había conseguido recuperar el carrete que estaba en manos de Peto; en largas conversaciones, algunas con Fray Timoteo, en la aldea de Saco. Antiguo dirigente universitario, Pedro había actuado en Río de Janeiro antes de recibirse, de entrar en Petrobrás y ser mandado a Bahía, donde tuvo la felicidad de conocer a Marta y hacerla su esposa y, en consecuencia, la infelicidad de conocer a Modesto Pires y tenerlo por suegro. ¿Sabes lo que es eso, Cardo? Mi suegro es el atraso, lo reaccionario en persona. Hay quien tiene mierda en la cabeza, discúlpame la expresión, pero don Modesto tiene un billete de mil cruzeiros en la suya. Pedro se deleitó contando a Ricardo las heroicas luchas de las agitaciones estudiantiles por las cuales no perdió el interés ni siquiera cuando, ya recibido, casado, padre de familia, dejó de participar de ellas. Las acompaña de lejos, ayuda con dinero, firma protestas. Revela a Ricardo que hasta hay seminaristas que comparecen en las manifestaciones, se meten en peleas con la Policía.

Iniciaron una amplia campaña de clarificación dedicada a las masas proletarias —calificación del ingeniero, antiguo y dogmático redactor de manifiestos— o sea al grupo de familias de pescadores, compuesto por fuertes hombres de mar curtidos por el viento y por chicos con buenas condiciones para la pesca, la natación y el fútbol sobre arena. Uno de ellos, Budião, el puntero, on pinta de crack, ha jugado un partido en Estancia, integró el seleccionado de la aldea de Saco, un dirigente del Sergipe Fútbol Club lo vio y le propuso que se mudara a Aracajú. Pero quien nace en Mangue Seco, no emigra, no sabe vivir lejos de las olas desmesuradas y del viento huracanado.

El discurso ideológico del ingeniero, que expuso problemas graves y profundos —imperialismo, colonialismo interno, contaminación, amenaza mortal a la fauna marítima, putrefacción de las aguas que haría de la pesca una actividad condenada a desaparecer—, denunciando la existencia de capitales extranjeros mayoritarios en la industria del dióxido de titanio (en realidad son un obstáculo y no un estímulo al desarrollo del país, ya que canalizan al exterior inmensos lucros, empobrecen al pueblo). Nada de eso, dígase con tristeza, pero en honor a la verdad, causó impresión alguna sobre la reducida masa a la que se dirigía, patético, vehemente y honrado. Ricardo vibraba, eran unas vacaciones sensacionales: se desmoronan paredes, se abren caminos, Dios lo ilumina.

Dios lo ilumina al punto de que Ricardo encuentra un argumento positivo: la nivelación necesaria para la construcción de la fábrica y de las casas para los obreros, provocaría el fin del manglar y de los cangrejos. Fue el único razonamiento que más o menos conmovió a la indiferencia general. La noticia de la probable extinción de los cangrejos, base de la alimentación de los habitantes —las mujeres iban a pescarlos al cocotal mientras los hombres remendaban las velas de los barcos y fumaban sus pipas de barro— suscitó interés y debate. De corta duración, ya que el viejo Jonás, cuya palabra era respetada por todos, observó:

—¿Cómo van a acabar con el manglar y los cangrejos? No existe dinero en el mundo que alcance para un gasto de ésos.

Mientras sacudían la cabeza en señal de aprobación, oyeron las explicaciones del comandante, quien renovó la gravedad de la amenaza con palabras simples: unos tipos sin entrañas, para ganar mucho dinero, quieren instalar en el cocotal una fábrica de veneno, un veneno que es peor que la estricnina: mata todo, empezando por los cangrejos.

—Un cangrejo no se muere así no más, comandante. Nunca oí decir que el veneno mate a los cangrejos. ¿De dónde lo sacó?

Lo que los decidió a apoyar a Ricardo y al ingeniero en el proyecto de correr a patadas de allí al personal de la Brastanio cuando apareciesen nuevamente, fue la conversación mantenida por Jonás, Isaías y Daniel, los tres indiscutibles jefes de la pequeña comunidad, con Jeremías, en el velero, fuera de la barra, en una madrugada tempestuosa. El compadre —Jeremías era compadre de todos los jefes de familia, en cada casa tenía un ahijado— les comunicó, con pesar, que aquella actividad secular de la cual vivieron sus antepasados y ahora vivían ellos, los compadres y los ahijados, sus mujeres, los hermanos y hermanas, las tías y las abuelas, y otro montón de gente diseminada río adentro y en las ciudades cercanas, incluyendo a Eliezer, estaba amenazada de acabar, o mejor dicho, los veleros y navíos debían buscar otro punto donde descargar la mercadería. Si la fabrica se instala en Mangue Seco —y parece que va a terminar por hacerlo, pues en los otros lugares el pueblo se rebela y no lo permite mientras aquí nadie hace nada para impedirlo—, será el fin del contrabando, pues desaparecerán las condiciones indispensables de seguridad. Mangue Seco perderá esa situación ideal de aislamiento, de playa desconocida, de fin del mundo, propia para el desembarco y ocultamiento del contrabando. Una vez instalada la fábrica, resultará imposible traficar.

Ésa fue la amenaza que los decidió. De paso preguntaron al compadre si es verdad que esa industria produce veneno capaz de matar cangrejos. Jeremías tiene una cicatriz profunda en el rostro y habla sin sacarse la pipa de la boca. No existe para ellos hombre mejor, sólo puede compararse con el comandante, pero son diferentes los lazos que los ligan a la gente de Mangue Seco, tanto a uno como a otro. El comandante es buen amigo; el compadre es uno de ellos, juntos arriesgan la vida y la libertad.

—¿Si mata cangrejos? No va a quedar ni uno solo para remedio. El titanio apesta todo, hasta mata tortugas, que son animales requeteduros de morir.

Jonás, el más viejo de los tres, asegura:

—No hagas caso, compadre, no vamos a dejar que se metan aquí. Ya corrimos a policías, mucho más a esos comemierdas.

Isaías, el del medio, está de acuerdo:

—El ingeniero y el padrecito ya habían dicho que debíamos darles una lección. Se la vamos a dar. Quédate tranquilo, no cambies de idea que no te vamos a defraudar.

Daniel, el más joven, recuerda:

—No te olvides del bautismo del bebé, compadre, va a ser dentro de un mes. Nunca pensé que pudiera matar cangrejos. El comandante es un hombre serio, pero así mismo dudé. No tengas miedo, compadre. Este lugar, después de Dios, sólo tiene un dueño, que es el pueblo de Mangue Seco. Esa arena y esas aguas nos pertenecen, no son de nadie más. Del resto, quién quiera que use y abuse; en Mangue Seco sólo pone el pie quien no se mete con nosotros.

La última palabra cabe a Jonás. Alza el muñón de su brazo:

—Vaya con Dios, compadre y vuelva que nosotros nos vamos a ocupar del asunto.

—Pues hasta dentro de un mes, mis compadres, me voy tranquilo. Saludos para las comadres y la bendición para los ahijados.

Es una noche pésima, el viento desatado, el mar embravecido y ellos también: ¿dónde se ha visto? matar cangrejos. El velero desaparece en la oscuridad, los barcos penetran entre las olas y los tiburones. Sólo ellos pasan por ahí, antes pasaron los padres y los abuelos en la misma tarea prohibida. Silenciosos, en la playa, los hombres desembarcan la mercadería, la guardan bien guardada, a la espera de Eliezer y de los otros camaradas.

El equipo técnico de la Brastanio llegó a Mangue Seco después de una larga y desagradable travesía, por mar agitado y peligroso. En la desembocadura del río Real, se forman enormes olas, el viento hace remolinos en la arena, la geografía de la playa se transforma. Como el tiempo estaba pésimo, los pescadores de la aldea de Saco no habían salido a pescar ese día. En la entrada de la barra, hubo pánico entre las mujeres.

Llegaron en dos lanchas, potentes, modernísimas, traían de todo, desde cinco carpas de campaña hasta abundantes latas, muchos comestibles, agua mineral y gaseosas y collares del Mercado Modelo para regalar a la chusma. A pesar del cansancio, del nerviosismo y de las condiciones atmosféricas tan desagradables, al encontrarse con el paisaje de Mangue Seco, el espectáculo de las altas dunas enfrentando la furia del océano, la inmensidad de la playa que se extiende de lado a lado de la península, el cocotal que se prolonga en las márgenes del río hasta perderse de vista, se sintieron pequeños y consideraron que había valido la pena ir. El cielo cubierto amenazaba lluvia.

Una vez parados los motores, las lanchas permanecen a cierta distancia de la playa. Uno de los pasajeros se mete en el agua, que le llega hasta la cintura, camina, llega hasta un banco de arena y se dirige a las chozas de troncos y palmas, medio enterradas. Propone a Isaías que está ocupado remendando una vela que se rompió con el temporal de la otra noche:

—¡Eh! ¡Tú! ¡Tú y los otros! —Los otros están muy ocupados en no hacer nada, conversan sentados en gran rueda, mascan tabaco, fuman en pipa—: vengan todos a ayudar a desembarcar unas cosas, rápido.

Isaías mira, no contesta. El viejo Jonás se levanta y pregunta:

—¿Son de la fábrica?

Casi arrastrado por el viento pero vanidoso de su condición, el orgulloso asiente y protesta:

—Somos de la Brastanio. ¿Qué se quedan haciendo ahí parados? Vamos, apúrense.

Jonás examina las dos lanchas ancladas cerca de la playa, son juguetes del mar embravecido, calcula el número de pasajeros, ¿cuántas mujeres habrá? La mujer es un peligro. El viejo pescador se rasca su barba rala. Recuerda otras ocasiones, cuando la policía todavía se atrevía. En general, con un gobierno nuevo, los políticos se las daban de honrados, andaban con la ley: ¡vamos a terminar con el contrabando! Hace tiempo que desistieron. ¿También, donde encontrar soldados o policías dispuestos a ir a Mangue Seco?

Hay un método que sólo es usado como último recurso, hace mucho que no lo ponen en práctica. No fue necesario. Los más jóvenes, sólo lo conocen de oídas, se van a divertir. A quien le gustaba era al mercachifle, participó en más de una expedición.

—Isaías, prepara los barcos. Daniel, reúne al pueblo. Budião, ve corriendo a avisar a doña Tieta, dile que llegaron. También habla con Cardo y con el ingeniero. No demores que el señor está apurado. —Se vuelve al emisario de los viajeros—: Vaya que en seguida estamos ahí.

Mientras observa al hombre de la Brastanio que marcha curvado contra el viento, agradece la ausencia del comandante, ocupado en Agreste. Es un amigazo el comandante Darío. Cierra los ojos ante las nocturnas y clandestinas incursiones, simula ignorar la presencia de veleros, cargueros y lanchas, el trasbordo de contrabando. Sin embargo, a pesar de la intransigente mala voluntad que demostró para con la fábrica de veneno y la amistad que dedica al pueblo de Mangue Seco, tal vez de cualquier manera se habría opuesto a la operación proyectada, lo cual hubiese creado un problema de los demonios.

No la practican desde lo sucedido con el sargento: la policía no volvió nunca más, menos mal. Ahora se hace nuevamente indispensable, pero cuando lo decidieron, Jonás recomendó a todos el mayor cuidado. Tieta, el estudiante de cura y el ingeniero, se quedarán en la playa, no es cosa para ellos.

Ni siquiera para Tieta, tan dispuesta. Cuando Jonás era el más joven de los tres jefes, hacía muchos y muchos años, era una mocosa atrevida, pastora de cabras en los montes de Agreste. Tieta acostumbraba a aparecer en la playa, se subía a las dunas, siempre acompañada, era muy festejada; también, una belleza de ésas, tenía que serlo. En São Paulo se hizo más bonita, se arregló, se convirtió en bomba, un pedazo de mujer. Antes, andaba siempre en compañía de hombres hechos, mayores que ella, ahora está preparando al sobrino para hacer de él un buen cura, cumpliendo así con su obligación de tía.

Una vez, cuando iba a la playa a divertirse justo coincidió con una pelea brava entre dos soldados, unos policías y el delegado de Esplanada, quien quería la mercadería y meter preso al viejo encubridor que había venido de Estancia. El acompañante de Tieta, un niño bien, al saltar y toparse con la barahúnda perdió el ánimo y el color, quedó de tono cera, se frunció todo y corrió al bote, se escapó a todo correr, largando a la novia, ¡qué cosa más triste! A Tieta no le importó, miró y se rió, alzó el cayado de pastora y se unió a los pescadores, los ayudó a echar a la policía. Descargó el bastón sobre el delegado, sin respetar ni el revólver, ni el silbato con el que transmitía órdenes, una novedad; Tieta no había nacido en Mangue Seco pero merecería haberlo hecho. Quién sabe, tal vez Jonás tendría que llevarla para que cuide a las mujeres.

A excepción del fulano que fue a convocar a los changadores, los demás empleados de la Brastanio no llegaron a desembarcar. Formaban un grupo relativamente numeroso, unas veinte personas, entre las cuales había cuatro mujeres: una cartógrafa, dos secretarias y la esposa del jefe del equipo, robusta y romántica señora, celosísima, que se incorporó a la caravana para no dejar a su marido a merced de las secretarias, unas busconas que sólo querían tomar baños de mar en Mangue Seco. Deseo generalizado. Especialistas bien remunerados, técnicos competentes, todos venían con la dulce esperanza de unir lo útil a lo agradable: durante los recreos del trabajo, reposo en la playa cuya fama llegó a la Compañía llevada por los que estuvieron allí antes para los estudios preliminares. Pasado el susto del viaje por la barra se encuentran animados y alegres.

—Cuando salga el sol, ¡va a ser espléndido! —exclama, feliz, Katia, la esposa.

Jamás se vio personas tan asombradas. Al principio no se dan exactamente cuenta de lo que está pasando, la primera visión fue surrealista: de lejos, entre las palmeras, surge corriendo una mujer vestida con pantalón y capa de goma negra, ésas de marinero, en la mano tiene un largo cayado. No llegan a oír qué grita, debido al viento, pero perciben el bastón erguido en un gesto de amenaza. La siguen un cura y un tipo de barba. Después, los pescadores: viejos, jóvenes y niños. En seguida la sorpresa se transformó en miedo, susto sin tamaño.

En la playa, haciendo una estimación de las lanchas, Jonás al contar las cuatro mujeres, decide traer a Tieta.

—Venga con nosotros, doña Tieta. No tenga miedo.

—¿Ya no me conoce, Jonás?

—Discúlpeme, no lo dije por mal.

Ricardo va a seguir a la tía, el ingeniero también. Jonás lo impide:

—Ustedes dos, no. —Explica al ingeniero—: si lo llega a saber don Modesto, se va a poner muy enfadado, doctor Pedro. Es mejor que usted espere aquí, nosotros nos ocuparemos de todo. —Dice a Ricardo—: Lo que vamos a hacer no es del agrado de Dios, padrecito. —No propone, ordena; ni parece el mismo Jonás bonachón, que charlaba con el seminarista en el viaje a la aldea.

Pedro se aleja, está de acuerdo. Por amor a Marta y a los hijos quiere vivir en paz con el suegro. Pero Ricardo replica, su voz es tan firme como la de Jonás:

—¿Quién le dijo que no es del agrado de Dios? Dios lanza el rayo cuando es necesario. Yo voy.

Jonás se acaricia la barba:

—Entonces ven, pero no te quejes. Quién sabe si así no terminas siendo un buen cura.

Embarcan en los saveiros[43], algunos llevan rollos de cuerda. Se acercan a las lanchas, se meten en el agua, sujetan pasajeros y tripulación —dos marineros en cada lancha— con increíble rapidez para quien sólo los vio en la playa, indolentes, e ignora las travesías nocturnas. Se aprovechan de la sorpresa, no llega a haber lucha, tal es el susto y el miedo. Jonás asume el comando de una de las lanchas, Isaías el de la otra.

—¡Todas las mujeres en esta lancha! —Ordena—: Doña Tieta, no les saque el ojo de encima. Ricardo, ven conmigo.

Las cuerdas sirven para amarrar las muñecas de los hombres, atar unos a otros, en dos hileras, una en cada lancha. Aniquilados, los hombres de la Brastanio protestan, reclaman, exigen explicaciones. Preguntas sin respuestas, inútiles argumentos, razones y amenazas. Nadie parece oír. Sólo un joven técnico en electrónica, que anda atrás de una de las secretarias, intenta pasar de las palabras a los hechos, demostrar bravura para impresionar a la muchacha: se tira contra Isaías, Budião y el puntero Samu (pésimo en dribles pero dueño de un shot indefendible, un cañonazo); lo contienen y lo amarran con los otros. Los llevan a los pasadizos donde se quedan a cuidado de los más jóvenes. Necesitan sentir y ver de cerca. Jonás hace una señal de partida, lentamente las lanchas se ponen en movimiento, los saveiros las acompañan.

No toman el rumbo habitual de la barra, donde el oleaje, aún cuando es muy fuerte en días de mal tiempo como ése, no ofrece mayores peligros, además del susto. Apuntan en dirección a las grandes olas, en la zona del contrabando. Hacen ese camino en las noches de tráfico y también lo hicieron cuando condujeron a los policías de puños atados. Un sargento perdió la cabeza de tanto miedo: se soltó de las manos que trataban de retenerlo y se tiró al agua, los tiburones lo despedazaron en un minuto; la sangre duró poco, las olas la barrieron. Por eso Jonás mandó atar a los hombres unos con otros en dos grupos, uno por lancha, y colocó a las cuatro mujeres a las órdenes del cayado de Tieta:

—No se muevan, cabritas, si no el palo va a cantar.

En las lanchas se oyen gritos, llantos, pedidos de socorro, piedad por amor de Dios. Indiferentes, los pescadores penetran por entre las olas descomunales, atraviesan un espacio mínimo donde se levantan inmensas y rompen furiosas contra las dunas. Empapados llegan donde sólo ellos son capaces de llegar, los nacidos y criados allí. Ellos y los tiburones.

Alzan los remos, silencian los motores, estacionan en la puerta de la muerte. Lanchas y saveiros se mueven, suben y bajan, amenazan con darse vuelta, virar, zozobrar, a duras penas los pescadores mantienen los timones y el precario equilibrio. Las olas tratan de tirar los barcos contra las montañas de arena. Están ante la muerte, de la muerte multiplicada, pues los bultos de color plomo se aproximan, sombras bajo el agua revuelta. De repente salta uno de ellos, no tiene tamaño de tan grande que es, salta en el aire, a dos metros de la lancha comandada por Isaías. Un grito al unísono y el llanto de las mujeres. Salen otros tres juntos y otros dos, y otros más, ¿cuántos serán? Sus monstruosas bocas están abiertas de hambre, exhiben los dientes puntiagudos, ávidos, siniestros. Jonás tiene un muñón en un brazo, no necesita contar cómo lo perdió, todos se dan cuenta.

Oyen y sienten el golpe de los tiburones contra el costado de las lanchas. ¿Cuánto tiempo se quedaron allí, ante la muerte, cara a cara? Tal vez sólo unos minutos, fue una eternidad, espacio y tiempo de pavor abismal e infinito.

Katia grita a su marido: quiero morir contigo y se desmaya en los brazos de Tieta. Varios vomitaron y por lo menos dos se cagaron. Hasta los más valientes entendieron.

Lanchas y saveiros, nuevamente en marcha, rompen las olas, rumbean hacia el lago, los tiburones los acompañan durante cierto trecho, todavía con esperanzas; después se van. La lluvia cae, comienza a lavar el cielo. Antes de devolver el comando de la lancha y embarcar en el saveiro, Jonás eleva su voz mansa y terminante de profeta pobre:

—No vuelvan nunca más y avisen a los otros.

La lluvia lavó completamente el cielo, amansó las olas, la noche se abre leve y cálida, noche para charlas sin compromiso, buenos recuerdos y festejos. Reunidos alrededor de las chozas, sentados en la arena, se dedican a la cachaça. No comentan lo sucedido, es como si nada hubiese pasado. Sólo el ingeniero se ríe solo, contento, fortalecido en su confianza en las masas; por un momento había dudado.

Daniel trae el acordeón, Budião es bueno con la pelota y bueno para bailar; se exhibe con Zilda, su prometida, en los pasos de xaxado. El ingeniero da vueltas con Marta. Es una lástima que el seminarista no pueda bailar, qué pavada, ¿no? Ricardo mira el cielo, limpio de nubes, adornado de estrellas: los caminos del mundo están abiertos ante él, sabe del mal y del bien, atravesó la maldición y aprendió a desear. Al lado de Tieta, mientras está atento a la conversación con Jonás, siente el llamado que de ella se desprende y lo cerca, exigente. Tal vez por quedarle poco tiempo en Agreste, pues partirá después de la inauguración de la luz nueva, la tía lo quiere junto a ella, noche y día permanentemente.

Jonás y Tieta recuerdan tiempos pasados. Peleas con la policía, detalles, nombres, la valentía del mercachifle, ¿se acuerda de él, doña Tieta? Era un macho. En las sombras de las dunas, Tieta ve la figura del mercachifle, aspira en la marejada su fuerte olor a cebolla y ajo. Había muerto de bala, en la Villa de Santa Luzia, enfrentando a los soldados.

TERCER EPISODIO DE LA ESTADÍA DE ASCANIO TRINDADE EN LA CAPITAL, O DE LA FORMACIÓN DE UN DIRIGENTE AL SERVICIO DEL PROGRESO: ELECCIONES, TRIBUNAL, ENEMIGOS DEL BRASIL, AGENTES EXTRANJEROS, ARTE Y BETTY, BEBÉ PARA LOS ÍNTIMOS.

En la espectacular sede de la Brastanio, un piso entero en uno de esos modernos edificios de la Cidade Baixa, temperatura primaveral, vidrios Ray-Ban ahumados, una diosa de peluca en la mesa del teléfono, Ascanio Trindade renueva un antiguo conocimiento: Elisabeth Valadares, Bety para los amigos. Cuando la diosa griega, luego de anunciar su presencia, le indicó una silla, él no llegó a ocuparla pues inmediatamente surgió Bety de una de las puertas. Demostrando memoria y eficiencia, lo recibe con efusiva simpatía:

—¡Hola, amor! Me hace muy feliz verte aquí en nuestro modesto lugar de trabajo. Ven conmigo, el doctor te espera. ¿Y cómo anda el lindo?

—¿El lindo?

—El flacucho, aquél tan gracioso. Atrayente como él solo.

—¡Ah! Osnar. Se va a morir de envidia cuando sepa que estuve contigo.

—Dile que le mando un beso y que me muero de ganas de verlo.

Hizo una seña a Nilsa para ordenarle que esperara allí mismo.

Sobre una mesa de vidrio, en la sala del doctor Mirko Stefano, se extiende un gran dibujo en colores, Ascanio reconoce el paisaje de Mangue Seco, las dunas, la desembocadura del río y el cocotal. Había desaparecido parte del cocotal, fue substituido por un imponente conjunto industrial, importantes edificaciones, de las chimeneas se eleva un humo blancuzco. Entre la fábrica y las dunas, una cuantas residencias amplias, con terrazas y jardines para los administradores, ingenieros y técnicos. Del otro lado, en dirección a Agreste, una pequeña ciudad, centenas de casas alegres, alineadas de dos en dos, todas iguales, moradas para los trabajadores. Un embarcadero modernísimo, casi un puerto, con grandes lanchas de motor. Ascanio se deslumbra ante esa visión de futuro. La voz afectada del Magnífico Doctor lo trae de vuelta al presente:

—¿Ves esa casa separada de las demás, la que está más cerca de la playa? Es la mía. Allí iré a descansar cuando tenga tiempo. Me encanta Mangue Seco, es el lugar más lindo del mundo. Va a continuar siéndolo y, además, se va a convertir en un centro de riqueza. C’est ça.

Se sienta en su escritorio, señala una silla a Ascanio, en frente. Se refriega las manos, una contra otra, satisfecho:

—Te pedí que vinieras a Salvador para transmitirte personalmente la gran noticia, mi querido Ascanio. Y permíteme que te tutee, abandonemos la ceremonia.

—Cómo no, doctor Mirko.

—Nada de doctor ni señor. Mirko Stefano, tu amigo, tu admirador. Pero vayamos a la auspiciosa noticia: Brastanio decidió definitivamente que va a instalar en Sant’Ana do Agreste su industria de dióxido de titanio que, como sabes, es una de las más importantes entre las que fueron proyectadas y creadas en el país, en los últimos años. Desde el punto de vista del desarrollo nacional y de la economía de divisas. Una benemérita industria. ¡Benemérita!

La voz amanerada se torna categórica, la afirmación es una respuesta que termina con dudas y condenas.

—La decisión fue tomada en la reunión de directorio que terminó ayer a la tarde. Pero como yo sabía por anticipado cuál sería el resultado, me apuré a pedirte que vinieses para que conversáramos, sincronizáramos nuestros relojes, c’est bien nécessaire. Confío en que la espera no te haya resultado pesada.

—Al contrario, fue muy agradable. Sólo tengo que agradecerte.

—Bien, mon cher. Dentro de pocos días nuestra decisión será pública. Ni bien terminemos nuestros últimos trámites ante los poderes estaduales, de los cuales el doctor Lucena se ocupa, nos dirigiremos a la Municipalidad de Agreste para anunciar oficialmente nuestro proyecto y obtener la autorización necesaria. Debo agregar que he luchado por tu tierra, Agreste me gustó mucho, sobre todo la playa. Otros centros, dotados de mayor infraestructura, trataron de obtener nuestra preferencia, al ofrecer diversas ventajas, además de estar exentos de impuestos. No es lo que nos interesa. Como Brastanio es una empresa pionera, prefirió esa zona más alejada, hasta ahora desamparada, de la cual seremos palanca para el progreso. Como verás eso vendrá de perillas a Agreste: Brastanio será su redención. Nos cuesta más, pero sin embargo logramos nuestro mayor objetivo: servir.

Toca un timbre, que está encima de la mesa, se levanta, se dirige a Ascanio y le tiende la mano:

—En su calidad de alcalde o de representante del alcalde del municipio de Sant’Ana do Agreste, reciba mis calurosas felicitaciones.

Ascanio se pone de pie, el apretón de manos le parece insuficiente, lo abraza. Surge Bety, seguida por el botones: bandeja colorada de acrílico, copas de cristal, una botella oscura de champagne. Al ver sólo dos copas, el Magnífico ordena una tercera, el botones corre a buscarla. Mientras destapa la botella con sumo cuidado, casi con devoción, el doctor Mirko, en su elemento, aclara:

—Dom Pérignon. Seguramente lo conoces…

Tuvo ganas de decir que sí, pero confiesa:

—No. Nunca bebí de eso. Una vez probé un champagne llamado… Viuda…

—Veuve Clicquot.

Salta el corcho con su festivo ruido habitual, el Magnífico sirve una copa para Bety.

—Ella y yo fuimos los primeros en pisar Agreste. Los descubridores.

—Hubo quien pensó que eran marcianos, gente del espacio —cuenta Ascanio.

Ríen, recuerdan el asombro del pueblo de Agreste. Bety tiene buena memoria:

—El lindo me preguntó si yo era marciana o polaca. ¡Qué gracioso!

—Buena gente. —Concluye el doctor Mirko Stefano, alzando su copa—: Bebo por la prosperidad de Agreste y del valeroso hombre que comanda su destino, mi amigo Ascanio Trindade. Chin-chin.

Las copas chocan al brindar, sonido de cristal. Así es la risa de Leonora. Ella estaría orgullosa sí estuviese allí en ese momento, y modularía el verso del poema renegado de Barbozinha: Ascanio Trindade, capitán de la aurora. Bety se acerca y lo besa en la mejilla: felicitaciones, amor. Luego se retira.

El doctor Mirko vuelve a servir, se sienta en el borde de la mesa, hace una seña para que Ascanio se acomode en la silla. Expone ideas y planes:

—Cuando lleguemos con nuestra propuesta, queremos que ya hayas sido elegido, si fuese posible. Tratamos de apurar la fecha de la elección, el doctor Bardi se interesó personalmente en el caso, el Tribunal Electoral le dio prioridad. Ayer el doctor Bardi habló por teléfono con unos amigos de São Paulo para asegurarse de que la resolución se tomara sin falta en la sesión de hoy —el Tribunal se reúne una vez por semana—. Estaba todo OK. Pero qué te cuento que el juez decidió tener un infarto hoy por la mañana y morir. Resultado: hoy no hay sesión, recién la semana que viene. Pero, quédate tranquilo: dentro de ocho días sabremos la fecha.

Nuevamente sirve con delicadeza; el champagne le merece respeto y estima. Realmente lo aprecia y conoce:

—Bebo whisky cuando estoy en compañía de amigos, en un bar, en una fiesta. Pero realmente lo que me gusta es el champagne. —Jamás pronunciaba champaña, le sonaba a palabrota grosera—: Como Rosalvo te adelantó, un equipo de técnicos ya fue a Mangue Seco. Al mismo tiempo, estamos preparando toda la documentación necesaria para requerir al Gobierno del Estado y luego a la Municipalidad de Agreste, la autorización para dar comienzo a las obras. Pensamos reclutar trabajadores de toda la región, inclusive de Sergipe. En breve, recibiremos los estudios para la rectificación y pavimentación de la ruta que une Agreste a Esplanada. Todo está en marcha, mon vieux. Pensativo, mira a través de la copa:

—Hay quien se rebela y protesta contra la instalación en el país de una industria de dióxido de titanio, creen que es contaminadora. Los motivos son varios; casi siempre inconfesables, pero los agentes extranjeros que comandan esa campaña antinacional llegan a convencer y arrastrar a mucha gente honesta, que se alarma y se pone en contra. No voy a decirte que la industria de dióxido de titanio no contamina. Claro que lo hace, tanto como cualquier otra, tal vez un poco más. Sin embargo, nadie se pone contra una fábrica de tejidos o de aparatos domésticos. Pero, contra las industrias fundamentales, los interesados en que continuemos subdesarrollados, dependientes, inventan los más disparatados absurdos. Por ejemplo, dicen que vamos a destruir la fauna del río y del mar. Eso no es cierto. Tendremos tuberías submarinas que llevarán los desechos contaminadores para lanzarlos varios kilómetros más adelante, donde ya no ofrezcan ningún peligro. Mandé preparar un informe donde todo ese problema de la soi-disant terrible contaminación de la industria de dióxido de titanio, queda completamente aclarado en los debidos términos. Así, estarás preparado para desenmascarar a los embusteros y aclarar a los que se dejan engañar, a todos los que tratan de impedir el progreso y agitan el fantasma de la contaminación. São Paulo no pasaría de ser una vulgar capital de provincia si esa gente pudiese imponer su opinión. Ya viste el Centro Industrial de Aratu. Mi amigo: fue una batalla contra los imbéciles. Y por detrás de los imbéciles, manejando las cuerdas, los enemigos del Brasil. —No aclaró más, todavía no había tomado el pulso político de Ascanio. De esta manera, si fuese de derecha, pensaría en la Unión Soviética, si fuese de izquierda, en Estados Unidos.

Suena el teléfono, del otro lado está Bety. El Magnífico Doctor oye, corta:

—Tengo que ir al entierro del juez. No tengo salida, ¿ves a qué me obligas? —Ríe, cordial—: Mañana terminaremos esta conversación. En el hotel, en mi suite, donde nadie nos moleste.

Ascanio abre la boca como para hablar, vacila, el doctor Mirko lo anima:

—¿Qué pasa? Habla, no te lo guardes. —En el fondo de su alma tiene la esperanza de que le pida dinero.

Ascanio señala el dibujo que está sobre la mesa, maravillosa visión de futuro:

—Si yo pudiera llevar ese trabajo a Agreste, sería muy bueno. En el diario mural que puse en la Municipalidad hay un dibujo de Lindolfo, pero éste parece un cuadro, una obra de arte, ¡un monumento!

Llama a Bety por teléfono: ven con Rufo. Así Ascanio no sólo volvió a ver las mechas coloradas que ahora están azules, reencontró también al mancebo que tiene una cabellera que le cae hasta los hombros a la Jesucristo, autor del dibujo. Lo felicitó calurosamente, usted es un gran artista, y le agradeció en nombre de Agreste. El Magnífico Doctor le promete que al día siguiente recibirá, en el hotel, junto con la documentación, la obra maestra, debidamente acondicionada en un tubo adecuado.

Nilsa eligió un restaurante situado en el Solar do Unhão, bellísimo lugar, al lado del Museo de Arte Moderno, en el cual se realiza el concurrido vernissage de una exposición de fotos, grabados, cuadros, objetos; el patio está repleto de automóviles.

Cuando terminaron de comer, Nilsa lo acompañó a visitar la muestra, Ascanio siente un shock, ¿qué es eso? Esperaba ver paisajes, desnudos artísticos, naturalezas muertas, pinturas bonitas, los ojos se le salen de las órbitas ante las fotos absurdas, inmorales, grabados que representan iglesias deformadas y unas locuras hechas con pedazos de objetos inútiles, más que otra cosa parece un bric-a-brac: hay hasta un inodoro usado por el artista. ¿Artista? Sí, confirma Nilsa, y de renombre, goza de gran prestigio no sólo en Bahía, sino en todo el país, seguramente él ya ha oído hablar de Juarez Paraiso.

Nilsa lo señala, está rodeado de gente que lo festeja, es un mulato alto, de barba, está frente al cartel de la exposición: la enorme foto de un inmenso traste de mujer, ¡qué cosa!

—Observa a aquel que está al lado de Celestino, el banquero. Es Carybé, vive concediendo entrevistas a los diarios para hablar contra la Brastanio, habla pestes. Pero es un viejo guapo, eso es lo que es. Sólo pinta negras.

Lo acompaña hasta el hotel, en la puerta desierta se cuelga del cuello de Ascanio, se despide con un histórico beso que parece aspirarlo.

—No me quedo porque no puedo llegar tarde a casa y ya pasaron las diez. Mis padres son muy severos, vivo con el Jesús en la boca.

Vivo con el Jesús en la boca. Los valores de las palabras son otros, Ascanio se da cuenta. Severidad, arte, noviazgo. Otros valores, otro mundo en cuya puerta se encuentra, está listo para cruzarla con el pie derecho. ¿Por qué será que persiste esa sensación molesta, ese sentimiento oscuro? Es como si no entrase por sus propios medios, como si lo estuvieran conduciendo. En el cuarto vacío, deplora la ausencia de Nilsa; en sus grandes senos encontraría seguridad. Suena el teléfono:

—¡Hola!

—¿Amor?

—Soy Ascanio Trindade.

—¿Por qué no viniste a saludarme en la exposición, amor?

Reconoce la voz desmayada de Bety, Bebé para los íntimos:

—No te vi, pido disculpas. ¿Puedo hacer algo por ti?

—Claro que puedes, amor. Estoy hablando de la portería y voy a subir.

DEL IMPREVISTO HEREDERO Y DE LA NUEVA PETICIÓN DE POEMA AL VATE BARBOZINHA.

Aproximadamente a la misma hora en que los pescadores de Mangue Seco (con el apoyo de Tieta y Ricardo y el fundamento ideológico aportado por el ingeniero Pedro Palmeira), expulsaban a los técnicos de la Brastanio, en la notaría del doctor Franklin se reunían los interesados en los terrenos del cocotal. Encuentro éste promovido por el notario conforme a un pedido del doctor Baltazar Moreira, y postergado más de una vez debido a la ausencia del doctor Marcolino Pitombo que se encontraba haciendo sus tramoyas en Esplanada.

Después del almuerzo, en la sala de la notaría, se reunieron los tres abogados y sus clientes: el doctor Marcolino Pitombo, a su lado Jarde y Josafá Antunes, el viejo sentado, abatido; el joven de pie, alborozado; el doctor Baltazar Moreira, luego de ofrecer la mejor silla a doña Carlota Antunes Alves, cuchicheaba con Modesto Pires; el doctor Gustavo Galvão, excepcionalmente de saco y corbata, recomendaba calma a Canuto Tavares. Como la demora de Fidelio, quien también fue convocado por su condición de Antunes y supuesto heredero se prolonga demasiado resuelven empezar la reunión, aunque este extraño litigante esté ausente. Extraño por estar hasta ese momento sin un abogado que lo represente. Justamente para comentar tal procedimiento, Marcolino Pitombo inicia el debate:

—La jugada de ese joven no deja de ser inteligente. Está esperando que lleguemos a una solución para intervenir. Pueden tomar nota de lo que estoy diciendo.

Lápiz en mano, el robusto Bonaparte, invitado a hacer de secretario en la reunión y establecer el acta de los trabajos, se prepara para anotar la intervención en una hoja de papel oficio, pero el jurisconsulto se lo impide:

—No vale la pena poner eso en el acta, hijo.

Bonaparte obedece. A pesar de contradictorio, escriba lo que estoy diciendo, no ponga eso en el acta, el viejo es simpático y además suelta algunas monedas. Los otros, son unos tacaños.

—En ese caso, pregunto si vale la pena tratar algún tema sin su presencia —prosigue el doctor Marcolino, interesado en transferir la reunión para después de la vuelta del secretario de la Municipalidad; luego de haber conversado con él para obtener la información precisa sobre el lugar exacto donde la Brastanio levantará sus edificios.

—No veo por qué debemos quedar a su merced. Propongo que discutamos los problemas pendientes, sin esperar a ese joven que me parece un imprudente —declara el doctor Baltazar Moreina y sonríe sobradoramente ya para doña Carlota, ya para Modesto Pires.

—Ese muchacho es suplente en la justicia, oficial del registro civil. Como no tiene nada que hacer, se pasa el día en el bar cuando no se queda en su casa para oír ese barullo que los jóvenes de hoy llaman música. No creo que aparezca. Hace unos días lo mandé sondear para saber qué pensaba de los terrenos y ni me respondió. No digo que sea mala persona, pero es uno de ésos a quien nada le importa —informa el dueño de la curtiembre.

—Entonces empecemos —dice el doctor Franklin para ganar tiempo. Usted, doctor Baltazar, que fue quien propuso la reunión, abra el debate y diga cuál fue el motivo que lo llevó a tomar esa iniciativa.

El doctor Baltazar Moreira se aclara la garganta:

—Muy bien. Al detenerme en el estudio de este asunto tan complejo, llegué a la conclusión de que se impone un acuerdo entre las partes interesadas, o sea, entre todos los supuestos herederos, los descendientes de Manuel Bezerra Antunes, para que podamos ir juntos a la justicia, sin problemas, sin discusiones entre nosotros.

—La idea me parece válida —apoya el doctor Galvão, al tanto de la proposición y desde la víspera de acuerdo con ella, cuando mantuvo una conversación reservada con el doctor Baltazar. Repite los argumentos usados entonces por el colega—: Al final de cuentas, ¿por qué a los herederos que se han desinteresado por completo de los terrenos durante todos estos años, se les ocurre ahora defender sus intereses para integrarse en la posesión de la herencia? Porque existe un comprador valioso para esas tierras y que como todo el mundo sabe es la Brastanio. ¿No es así?

El doctor Baltazar Moreira aprovecha para recuperar la palabra, al final la idea es suya, y ese muchachón, recién salido de la facultad, está brillando a costa de él. Apoyó y nada más:

—El doctor Gustavo tiene razón. Ante ese comprador nos tenemos que presentar unidos, totalmente de acuerdo. Si empezamos a luchar entre nosotros, tendremos pleito durante años y la Brastanio, que no puede esperar, buscará en otra parte una localización más fácil para su industria.

—Por eso mismo —interrumpe el doctor Marcolino Pitombo— no se gana nada con discutir sin la presencia de uno de los herederos. ¿Cómo saber su opinión? ¿Cómo conocer su pensamiento?

El comandante Darío de Queluz esta parado en la puerta de la notaría, oye sin que se den cuenta. De pronto eleva la voz:

—La van a saber ahora mismo, mis queridos señores. Buenas tardes, doctor Franklin, permítame tomar parte en el debate.

Todos se vuelven, el comandante que no es ni licenciado en Derecho ni Antunes, ¿qué está haciendo allí y por qué quiere participar en la discusión? El doctor Marcolino Pitombo sabe cuál es la posición del comandante en relación a la Brastanio: es un adversario militante de la instalación de la industria de dióxido de titanio en el municipio, se lo pasa exhibiendo por las calles el memorial de las Municipalidads de Ilhéus e Itabuna, publicado en los diarios del Sur. Por suerte no sabe quién lo redactó —y el abogado insinúa una sonrisa, cordial, sorprendida y perspicaz:

—Tendremos sumo placer en oírlo, comandante, pero antes permita que a mi vez le pregunte en calidad de qué usted desea tomar parte en el debate.

También en el rostro del doctor se esboza una sonrisa, él mismo había labrado el acta de opción de venta, no quería dejar en manos de Bonaparte un asunto tan urgente, ni en sus manos ni en su conocimiento, pues Bonaparte anda en relaciones muy amables con el doctor Pitombo y ha estado llegando tarde a casa, mala señal. Igualmente el comandante Darío de Queluz, sonríe:

—En calidad de heredero. Fidelio Dórea Antunes de Arroubas Filho me concedió una opción de venta sobre su parte en el cocotal, está registrada en la notaría… —se vuelve al doctor Franklin.

—Es cierto. Fue hoy por la mañana. —Confirma el notario.

—Y desde ya puedo comunicarles que, en lo que se refiere a mi parte no pienso vender los derechos, ni entrar en un acuerdo, ni hacer sociedad, ni nada. Tres veces nada. Ahora, que ya lo saben, permiso, tengo que volver a Mangue Seco. Mis queridos señores. Que lo pasen bien.

Va a buscar a doña Laura y a Leonora. En el camino para en el bar donde el grupo se reúne para oír, entre carcajadas y bravos, los detalles de lo sucedido en la reunión.

—Se deben de estar rompiendo la cabeza para encontrar una manera de desheredar a Fidelio. Pero Franklin me dijo, nos dijo, esta mañana, que de todos los herederos. Fidelio es el de línea más directa, él y Canuto Tavares. ¿No es así, mi querido Felicio?

Hasta Seixa, a pesar de la decepción que la noticia le causará al recaudador, quien pretende comprar el terreno, se divierte. También lo hace Barbozinha, que llega con novedades:

—Los diarios dicen que la fecha de las elecciones será fijada hoy.

El comandante ya lo sabía, doña Carmosina le había mostrado el nuevo artículo de A Tarde que confirmaba el interés de la Brastanio y la presión sobre el Tribunal. Se despide, volverá a comienzos de la semana que viene, en compañía de Tieta, si es que todo anda como él espera.

El poeta se sienta, pide un trago de cachaça con limón, no anda bien de la garganta, necesita darle una limpieza. Pregunta:

—¿Y qué me dicen de las elecciones?

—Tú eres mi candidato… —Responde Osnar.

—¿A alcalde? Dios me libre y guarde…

—No. A padrino de Peto en la ceremonia de pérdida de virginidad. Va a ser el sábado. Nosotros queremos pedirte que escribas un poema para la fiesta.

Barbozinha pone la cara larga: los amigos vuelven a burlarse por aquellos versos que dedicó a la Brastanio. ¡No es nada de eso, bardo! Sólo queremos que Peto tenga de lo mejor porque lo merece. Zuleika Cinderela, una comida sensacional, música y flores y unos versos que inmortalicen el acontecimiento. El rostro de Barbozinha vuelve a la normalidad: es un tema nuevo, un poco escabroso pero, de ser tratado con delicadeza, puede resultar un soneto en cuyos versos se unan malicia e inocencia, va a poner manos a la obra. Cobra derechos de autor por adelantado:

—Otro trago, Manu, a cuenta del soneto.

EPISODIO FINAL DE LA ESTADÍA DE ASCANIO TRINDADE EN LA CAPITAL, O DE LA FORMACIÓN DE UN DIRIGENTE AL SERVICIO DEL PROGRESO: EL ANILLO DE COMPROMISO.

La suite del doctor Mirko Stefano está reservada permanentemente para él, aunque se demore en el Sur. No se trata de un frío cuarto de hotel, habitación impersonal para estadías breves. En todas partes, en cada rincón se siente la presencia del hombre cordial, civilizado —el bon vivant, como él mismo se califica.

Ascanio, puntualmente a las nueve, empuja la puerta semiabierta, oye el final de una frase en la voz amanerada del Magnífico:

—… culpa suya, yo le avisé que el hombre es difícil.

Con cara de preocupado, el director de relaciones públicas de la Brastanio, vestido sólo con una robe de chambre de seda negra y corte oriental, que recuerda un kimono de campeón de judo, conversa con el doctor Rosalvo Lucena delante de la bandeja con restos de café, mamón, jugo de grape-fruit. Los rostros serios se ablandan, se abren en sonrisas.

—Disculpen por haber entrado sin llamar, la puerta estaba abierta.

Hay un leve momento de indecisión, durante el cual Ascanio observa y compara a los dos mandamás de la Brastanio. El doctor Rosalvo Lucena, listo para empezar su mañana en la oficina, viste de sport, como lo exige su posición: pantalón gris, blazer azul, camisa y corbata, alegres y combinadas. Todavía no llegó a la seriedad de los trajes del doctor Bardi, a la condición de magnate. El doctor Mirko Stefano está a la qué me importa con su indumentaria japonesa, los pies descalzos; no parece un hombre de negocios y sí un maduro galán de televisión, de ésos por, los que las muchachitas se vuelven locas. Dos hombres de peso, según la opinión de Ascanio: simpatiza con Mirko, desea parecerse a Rosalvo.

—Hiciste muy bien en entrar, dejé la puerta abierta a propósito. —Mirko señala un sillón. Va a tener que llamar al orden al mozo para que cierre la puerta cada vez que entre o salga, el servicio de estos nuevos hoteles deja mucho que desear.

Rosalvo Lucena, antes de retirarse, vuelve a decir a Ascanio, quien bebe sus palabras, los argumentos usados en la víspera, sin resultado, en el almuerzo con una prestigiosa figura de la administración estadual. Toda la zona se beneficiaría con el establecimiento de la fábrica: asfalto, autopistas, mercado de trabajo, especialización de mano de obra, formación de nuevos técnicos, escuela para hijos de trabajadores, asistencia médica, villa para obreros, comercio, empleos bien remunerados para especialistas.

Todo eso sucedería en un área muerta, sólo utilizada para el ocio de unos pocos privilegiados, la transformarían en centro vital para la economía de la región. Suprimió, lógicamente, cualquier referencia a la candente cuestión de la cercanía de la capital, pues no era el caso, no hacía falta hablar con el representante de la lejana Agreste del punto neurálgico, factor de la inmutable intransigencia del ilustre compañero del almuerzo: ¡allí, jamás! En cambio, agregó el problema de la falta de infraestructura de la zona de Mangue Seco y de los gastos inmensos que acarrearía. La Brastanio se hará cargo por deber patriótico, con el corazón contento.

Deber patriótico, ¡un carajo! —piensa Rosalvo mientras recita su apurado texto a Ascanio, quien se babea de admiración. Si el Viejo Parlamentario no obtiene éxito en sus gestiones, lo cual podría llegar a suceder a pesar del optimismo del doctor Bardi; ellos se verán obligados a enfrentar los problemas provenientes de la localización en Agreste, en materia de perspectiva, ¡puta que los parió! Sonríe a Ascanio.

—Ayer hablé de usted con una importante figura de la administración, un hombre de mucha fuerza política. Hice referencia a su valor.

Se despide, sabe que Ascanio va a viajar esa tarde:

—Creo que nos volveremos a ver en Agreste. Buen viaje y espero que gane las elecciones. Mirko, ¿ya fue fijada la fecha? —Pregunta al Magnífico.

—Recién la semana que viene. Ayer el juez estiró la pata. Fue un infarto fulminante. Estuve en el entierro.

La sonrisa cortés de Rosalvo Lucena crece hasta llegar a una carcajada burlona:

—Cada cual carga con su cruz, amigo mío.

Se ha vengado, saluda desde la puerta, la golpea con fuerza para cerrarla bien y recordar a Mirko que dejarla abierta es una imprudencia. Cada cual con sus liviandades y sus complejos.

—¿Qué quieres tomar? —pregunta el Magnífico después de digerir el golpe de puerta.

—Recién tomé el desayuno, no quiero nada, no te molestes.

—Yo también acabo de desayunar. Ahora, para empezar bien el día, nous allons prendre une goutte de Napoleón, une fine, man cher, va verás.

Encima de una mesa hay una gran variedad de botellas.

Elige una de ellas. Qué, diablos será Napoleón, une fine, se pregunta Ascanio tiene mucho que aprender. Las copas grandes y panzonas lo aclaran: esto él lo sabe, son copas de cognac. Pero nunca imaginó que el líquido dorado, que está en el fondo, deba ser calentado con las manos. Por otra parte, con una de ellas, pues con la otra el Magnífico cubre la parte de arriba de la copa para evitar que se pierda el aroma de la bebida. El doctor destapa la copa, la acerca a la nariz, aspira el olor, quelle délice! Al imitarlo, Ascanio se atonta: las emanaciones del alcohol penetran por su nariz. Completa la gaffe cuando, al beber de un trago todo el contenido de la copa, se atraganta y tose; ¡qué fuerte es! Fuerte pero delicioso, mucho más que todo lo que le dieron para beber en esos días, incluyendo el champagne, prefiere el cognac. El doctor vuelve a servirle, no comenta nada ni se ríe, no vio ni oyó. Ahora Ascanio saborea en pequeños tragos como lo hace el maestro del buen vivir.

—Mira, Ascanio: las obligaciones de mi cargo me llevan a tratar con una infinidad de personas, unos malandrines bastante bravos. Me llevo bien con todo el mundo, es parte de mi carácter y de mi oficio. Pero, en medio de esa mafia, de vez en cuando me encuentro con alguien que me llama la atención por el talento, por la fuerza interior, por la calidad, por la fibra. Conozco a los hombres, no me engaño, aunque sea en una corta convivencia, sé distinguir los que valen la pena. Desde que hablamos por primera vez, en la Municipalidad de Agreste, me fijé en tu personalidad: éste es un hombre de verdad, un vrai homme, dije para mis adentros. En esa ocasión, todavía no habíamos decidido elegir a Agreste: al contrario, estábamos más inclinados por el sur del Estado, un área entre Ilhéus e Itabuna, en el río Cachoeira: ruta, puerto, facilidades, las autoridades locales nos ofrecieron el oro y el moro. Tomé una decisión: si no nos instalamos en Agreste, le voy a proponer a ese joven que trabaje con nosotros, en la Brastanio. Tiene fibra y es competente.

Aspira el cognac: doble placer, gusto y olfato. Ascanio agradece modestamente:

—Es una generosidad de tu parte.

—Me dije a mi mismo: si él permanece aquí, en esta tierra decadente, se extinguirá su llama, se debilitará. No puedo permitir que eso suceda, lo voy a invitar a venir a colaborar con nosotros, donde estemos. Pero, como felizmente nos decidimos por Mangue Seco, creo que la Municipalidad de un municipio industrial, poderoso y rico, puede ser el primer paso para la brillante carrera de un joven hombre público.

Entre los efluvios del cognac, Ascanio se embala con las palabras inspiradoras, inicia la marcha. El Magnífico Doctor toma la botella, la hora no es la más propicia pero las circunstancias lo exigen. Continúa abriendo el camino, despertando la ambición. Carrera política o empresarial pues, si después de ejercer el cargo de alcalde de Agreste, Ascanio prefiere cambiar la administración pública por la empresa privada, la invitación que no llegó a ser hecha permanece en pie: siempre habrá un puesto para él en la Brastanio. Hombres trabajadores e inteligentes existen muchos; hombres capaces de dirigir, pocos.

Como le pareció que había llegado el momento, ofrece:

—Por eso mismo, quiero decirte que estoy, que estamos a tus órdenes. Si necesitas cualquier cosa, puedes decirlo, no tengas reservas, no te sientas intimidado, somos amigos.

—Me basta con la confianza que depositas en mí. Espero poder hacer honor a ella.

—¿Y las elecciones? ¿Y la campaña electoral? A la Brastanio le gustaría participar en los gastos de la campaña electoral.

—Te lo agradezco, pero no es necesario. —Por fin encuentra algo de qué enorgullecerse—: No habrá campaña electoral. Seré el único candidato, eso ya está arreglado. Mi padrino, el coronel Artur de Figueiredo, ya lo decidió y el pueblo está de acuerdo. Sin vanidad puedo decirte: seré electo unánimemente. No necesito ayuda, muchas gracias. Y así es mejor, nadie va a poder decir que apoyo a la Brastanio por interés personal. Después, si todo sale bien, si se realiza mi sueño, tal vez necesite tu ayuda, por ahora, no.

Esa conversación, la última, la más larga e íntima, transpuso los límites de la industria y del municipio para entrar en la vida personal de Ascanio.

—Dijiste sueño. Me encanta soñar. ¿Cuál es tu sueño?

Poco habituado a la bebida, un tanto eufórico debido al cognac y a la estima y admiración demostradas por el Magnífíco Doctor, Ascanio le hace confidencias, da el nombre de Leonora, exalta su belleza, se refiere al daño moral que le causa su fortuna, obstáculo hasta ahora insalvable. Ahora, quién sabe, al ser alcalde del municipio industrial y próspero, con el camino abierto, encontrará coraje para hablarle.

El doctor Mirko Stefano, llamado Mirkus, el Magnífico Doctor, parece conmovido, sirve una gota de la fine Napoleón para un brindis:

—Ascanio, mi queridísimo, además de todo, eres un hombre de bien. Vas a asumir un compromiso conmigo: cuando vuelvas a Agreste, lo primeo que tienes que hacer es pedir en casamiento la mano de esa joven. Pedir la mano es algo que ya no se usa. Simplemente le comunicas que ustedes se van a casar. ¿Por qué no el día que asumas? —Levanta la copa panzona, donde brilla el cognac—. Bebo por la felicidad de los novios.

Todavía beben, por la felicidad de los novios, cuando suena el teléfono. Atiende el doctor:

—Sigue en pie, claro. Dentro de cinco minutos, mando a que lo acompañen hasta ahí:

Cuelga, explica a Ascanio:

—Es un periodista amigo nuestro, el mismo que hizo aquella entrevista con el doctor Lucena; aquella que te gustó tanto. Él quisiera oírte hablar sobre Agreste y las perspectivas que la tan mentada instalación de la Brastanio abren para la región. Si no tienes inconveniente, nosotros no tenemos nada que decir. De esta manera, comienzas a proyectarte.

—No tengo ningún inconveniente, será un placer.

—Voy a hacerte acompañar a la redacción del diario. Cuando vuelvas, ve a buscarme a la piscina. Almorzaremos juntos.

Ascanio ya está por salir, cuando el Magnífico le recuerda:

—No dejes de repetir aquella frase de ayer, ¡fue genial! «¡Brastanio es la redención de Agreste!». Me dejaste con envidia, mon vieux.

En la redacción, el periodista, el mismo individuo bizco que el primer día quería obtener informaciones a todo trance, al oír la frase, pregunta:

—¿Quién se la sopló? Debe de haber sido Mirko, ¿no? Ascanio no se ofende, hasta se siente orgulloso:

—La frase es mía, pero él me dijo que le hubiera gustado que fuera de él.

—No hay quien pueda con Mirko, es la trampa en persona. El otro día anduvo con vueltas, conmigo y con otros colegas, para esconder la llegada del alemán, pero A Tarde siguió una pista y obtuvo la primicia. —Se encoge de hombros—: de cualquier manera ¿qué se hubiera ganado con que él me lo dijera? Hablaba con el tipo de ahí —señala la puerta de la sala, donde hay una placa: Dirección— y no salía nada. Quien puede, puede.

Todo eso era latín para Ascanio, no siguió la conversación. Un fotógrafo hizo sonar el click mientras conversaban. Respondió a dos o tres preguntas —en medio de una de ellas había soltado la frase—, el reportero se dio por satisfecho:

—Ya tengo suficiente, el resto déjalo por mi cuenta. Voy a aprovechar el auto para espiar a las hembras que están en la piscina, voy a tomar un scotch con el sinvergüenza de Mirko.

En el auto, quiere información:

—Dime una cosa, ¿vale la pena el mujerío de esa playa que está en tu tierra? ¿Hay muchas paulistas por ahí? —En su único ojo sano brilla la codicia—: Las turistas de São Paulo, mi viejo, ni bien bajan del avión ya están bamboleando el traste.

Ascanio siente el impulso de darle una trompada:

—Que yo sepa, en cualquier lugar, existen mujeres decentes y otras que no lo son. Las paulistas que yo conozco son honestas y decentes.

El periodista se alarma por el tono de voz. Es como de pelea:

—¡No te pongas así, tío, no quise ofender a tu parentela! Me refiero a las zorras que andan regalándose por aquí. No lo tomes a mal.

Después del almuerzo, el Magnífico Doctor y Bety lo acompañan hasta la estación de ómnibus, en uno de los grandes autos negros. Ascanio dormirá en Esplanada, en lo de Canuto Tavares y, si la «marineti» de Jairo se comporta bien, al día siguiente, antes de la una, verá a Leonora y le dirá: te amo y quiero casarme contigo. Mientras van hasta el ómnibus, Bety le ofrece el brazo y se aprieta contra él, cariñosa. Parece que ha apreciado la noche pasada en su compañía, si bien todas las iniciativas corrieron por cuenta de ella. Al contrario de lo que piensa Osnar, no es necesario dormir con ninguna polaca para saber qué es una mujer.

Antes del abrazo de despedida, el doctor Mirko Stefano, director de relaciones públicas de la Compañía Brasileña de Titanio S. A., retira del bolsillo una bolsita de terciopelo negro, donde está impreso en letras doradas el nombre de la Casa Moreira, joyeros y anticuarios de fama y precio:

—Brastanio pide permiso para ofrecerte el anillo de compromiso que mañana pondrás en el dedo de tu novia, a quien respeto y espero tener el placer de conocer dentro de pocos días, cuando vaya a Agreste.

En el ómnibus, Ascanio no resiste, desata el nudo, abre la bolsita, retira un pequeño estuche que contiene un antiguo anillo de oro con roseta de diamantes, en cuya parte interna habían sido grabadas las letras L y A, trabajo fino, pieza de buen gusto y valor, digna de Leonora. Anillo de compromiso.

DE CÓMO LOS DIRECTORES DE LA BRASTANIO RECUERDAN UN PROVERBIO.

En las oficinas de la Brastanio, en el despacho del doctor Rosalvo Lucena, el jefe del equipo enviado a Mangue Seco, presenta un informe y la amenaza de dimitir. Conocido por Aprigio el Imperturbable, por la calma con que siempre enfrenta los más arduos problemas profesionales y los celos violentos de su mujer, admirado por la llaneza de su trato, ya no es el mismo hombre, perdió su famosa contención, le tiemblan las manos y la voz al describir los hechos:

—Entre los que comandaban esa horda de asesinos, había una loca furiosa, amenazando con un bastón. Ella fue quien estuvo a cargo de las mujeres, en la lancha. Le juro, doctor Lucena, que pensé que nos iban a matar, estaba preparado para morir. Confié mi alma a Dios.

—¿Y cómo era esa bruja?

—No era fea pero corría gritando: ¡Fuera! ¡Fuera los envenenadores! Ella, el cura y el barbudo. El cura es un jovenzuelo, creo que todavía ni debe de dar misa. El barbudo me hizo acordar a un ingeniero que conozco, pero como se quedó en la playa, no me pude dar cuenta si era o no quien yo pensé. El resto, unos harapientos, una banda de criminales.

—¿Cuántos eran? ¿Muchos?

—¿Cuántos? No sé. Unos treinta o más, contando los niños. Parecía gente de la edad de piedra. Tuvimos que quedarnos de pie, en el pasadizo; fue horrible. Con sólo recordar, me enfermo de nuevo.

Unas de las secretarias, al borde de la piscina, que estaba con ocho días de licencia-permiso, se rehacía del susto, hace una confidencia al Magnífico:

—Había uno que hasta… El que sujetó a Mário José y le dio un empujón —se refería a Budião— era un encanto. No gané nada con hacerle sonrisitas, quería acabar con nosotros. Nos quería matar. —Al recordar se estremece—: La mujer apuntaba a los tiburones con el cayado. Cerré los ojos para no ver.

A pesar del traumatismo —jamás volvería a ser el mismo—, el jefe del equipo reconoce:

—Al final me di cuenta de que no querían matarnos. Sólo asustarnos. Pero dejaron claro que, otra vez, no van a quedarse en amenazas. Según mi opinión, doctor Lucena, no se puede construir, sea lo que fuere, en ese lugar. A no ser que antes se mande la policía… La policía, no… Fuerzas del ejército para que terminen con esos bandidos, con todos, sin dejar ninguno. Nos amenazaron con arrojamos a los tiburones. Katia se desmayó y todavía guarda cama, dice que nunca más se bañará en el mar.

La otra secretaria, pobrecita, es linda y vibrátil, pero está hecha una pila de nervios. Es un torbellino en la cama, se pasó tres noches despierta: se adormecía, volvía a ver los tiburones que saltaban alrededor de la lancha. De tan impresionada, adhirió a la religión de los Hare Krishna.

El jefe del equipo concluye:

—Si es para volver a Mangue Seco, prefiero presentar mi dimisión ahora mismo, doctor Lucena.

El doctor Rosalvo Lucena y el doctor Mirko Stefano escucharon el espantoso relato, los lamentos y los informes con presencia de ánimo, no era casualidad que ocupaban cargos directivos en una compañía de la grandeza de la Brastanio. Tales reacciones de desagrado no llegan a sorprenderlos, son las primeras pero no serán las últimas, por cierto. Piden a los participantes de la atemorizante peripecia que hablen lo menos posible del caso, les recomiendan silencio, imponen secreto. Con todo, la noticia llegó a la Prensa.

En A Tarde, fue presentada bajo un ángulo simpático: colérica y vigorosa reacción popular contra la amenaza de contaminación de la playa de Mangue Seco que, por la belleza de su paisaje y amenidad del clima, es un patrimonio que va a ser preservado y defendido a toda costa. Era una nota redactada por el propio Giovanni Guimaraes. Como no le bastaba el comentario, envió un telegrama de felicitaciones al poeta Matos Barbosa. En otro diario, los hechos fueron señalados como prueba de la extensión y peligro de la red subversiva instalada en el país, bajo comando extranjero, y que actuaba en rincones distantes, para impedir el progreso de la patria.

Apareció como titular y editorial en un semanario trepador dirigido por un conocido caradura, el combativo Leonel Vieira. Se refirió a la importancia de la instalación de la industria de dióxido de titanio pero acentuó sus inconvenientes, el alto tenor de contaminación y prometió volver a ocuparse del asunto en el próximo número con nuevas informaciones provenientes directamente de Agreste. Ya había mandado al lugar a un reportero del vibrante semanario.

No fue necesario enviar un reportero a los confines del interior, pues el Magnífico Doctor dio al querido y simpático Leonel Vieira todas las informaciones necesarias sobre la industria del dióxido de titanio, incluyendo cheque, whisky y señoritas. Hasta colmó sus melindres ideológicos pues, como ya fue referido, para gasto y renta en ciertos círculos, el impávido Vieira es un izquierdista bastante radical. Volvió al asunto, conforme había prometido, y dio un magnífico ejemplo de honorabilidad periodística a sus (pocos) lectores. En posesión de las nuevas informaciones, tuvo el coraje de confesar públicamente el error cometido y repudiar la calumnia levantada contra la Brastanio, cuya instalación en el estado contribuiría al progreso, la independencia económica del Brasil y a la formación del proletariado bahiano.

Los doctores Mirko Stefano y Rosalvo Lucena, el Magnífico Doctor y el Managerial Doctor, establecen el balance de la situación. El Director Presidente Angelo Bardi informa, en repetidas llamadas telefónicas desde São Paulo, sobre los obstáculos que surgieron en Brasilia. Las resistencias provienen, sobre todo, de las autoridades bahianas, dispuestas a ceder complacientemente cuando se habla de Agreste y Mangue Seco, lejanías sin resonancia ni campeones, y son intransigentes respecto a Arembepe, cercana, visible, evidente, conflictual. Para defender a Agreste, además de Giovanni Guimaraes, se levantan sólo un poeta sin mayor renombre y media docena de pescadores. Pero en las trincheras de Arembepe toman posición de combate muchos artistas y escritores de proyección nacional, turistas y hippies; y, en la balanza de las influencias más que todo ese folklore pesa el prestigio de las empresas propietarias de vastos y valiosos loteamientos iniciados y la venta en la extensa área: cuando la Brastanio disemine sus gases venenosos, los altísimos precios de los terrenos bajarán a cero.

A pesar de tener confianza en los saludables efectos del nuevo subsidio puesto a disposición del Viejo Parlamentario, el director presidente alaba, en un llamado telefónico urgente, la precaución tomada en la última reunión, por proposición de Mirko. No sólo por el desvío de la atención de los diarios y del público, sino también porque deben encarar la posibilidad de que no les reste otra opción además de Mangue Seco. Por ese motivo recomienda el envío a Agreste de un abogado capaz, para que estudie la situación de las tierras donde se levantarán las fábricas, en caso de que no le quede otro remedio. Por lo visto, no se sabe a quién pertenece el cocotal, es hora de tener claro los detalles de ese asunto. Por las dudas.

El doctor Mirko Stefano, al tanto de la vida bahiana, le recuerda al doctor Lucena el nombre de un profesor de la Facultad de Derecho, no tanto por la cátedra o por el título sino por la sagacidad demostrada en casos igualmente confusos y difíciles, el doctor Hélio Colombo. Catedrático, jefe de un estudio jurídico importante, ¿aceptará ir a Agreste, hacer ese viaje aburrido y cansador? Rosalvo duda, no sea que mande un ayudante cualquiera. Mirko aclara las cosas: por dinero, el doctor Colombo va hasta la puta que lo parió, cuanto más a Agreste. Pondrá un auto a su disposición y, para darle cierto encanto al viaje, una secretaria que lo acompañe y tome notas, es decir para todo servicio. Al conversar de esta manera informal, los dos directores de la Brastanio se permiten cierta libertad de lenguaje. El Magnífico Doctor llega al extremo de dejar de lado las citas en varias lenguas para referir, a cuento de lo sucedido en Mangue Seco y de la repercusión en la prensa, un proverbio nacional (¿o portugués?), según su parecer, perfectamente aplicable: Mientras el vecino recibe leña, nuestras espaldas están de fiesta. Mientras se ocupan de Mangue Seco, olvidan la existencia de Arembepe.

En una cosa están de acuerdo, ellos, directores, y el asustado jefe del equipo —en caso de verse obligados a implantar la industria en Mangue Seco, antes que nada será necesario limpiar el área de la inmunda carroña que la ocupa, terminar de una vez con esa covacha de contrabandistas, antro de bandidos. Una operación rastrillo de la cual no se escape ni un solo marginado o subversivo, empezando por el padrecito: ¡la iglesia se está transformando en un antro de terroristas, don Mirko! Rosalva Lucena cierra el balance:

—Sin olvidar a los niños. Aprigio me contó que eran los peores, provocaban a los tiburones. Además, estaban desnudos, cada muchachón enorme, con todo a la vista. Como lombrices fue lo que dijo Aprigio.

El Magnífico Doctor sonrió de buena gana, amable y cordial:

—No se preocupe, mi querido Rosalvo, si nos instalamos en Mangue Seco, tiburones y niños van a durar poco, desaparecerán con las emanaciones.

DE CÓMO ASCANIO TRINDADE, MIENTRAS RECITA VERSOS DEL POETA BARBOZINHA, SE EMBARCA EN LA ESTELA DORADA DE UN COMETA, CAPÍTULO DE UN ROMANTICISMO MÁS QUE ATROZ, SILENCIOSO Y LÍVIDO.

La luna pasea por el otro lado del mundo o descansa en el fondo del mar: en la negrura de la noche, las dunas son blancos vestidos de novia adornados con estrellas reflejadas en el cielo de Mangue Seco; es lo que había escrito Barbozinha en uno de los Poemas de Agreste, al recordar su encuentro con Tieta. Límpido manto de arena, tu vestido de nupcias, guirnalda de estrellas, ¡oh! rosa deshojada, novia etérea, oculta luna negra —antiguos versos, para recitar en fiestas del ayer. Leonora los había leído en esos días de agonía en que Ascanio había quedado como loco y su sueño se vio amenazado por ruina y fracaso. Para ilustrar el poema de Matos Barbosa, Calasans Neto plantó una luna negra en el abismo del mar, dibujó para la bienamada las dunas en un camino de estrellas. Un sol azul, una luna negra, días y noches de Leonora.

En el río se oye el ruido del motor de popa del barco de Pirica:

—Es él, madrecita, me lo dice el corazón. —Leonora se levanta, se precipita hacia la puerta del Curral do Bode Inácio.

Había llegado el día anterior, con el comandante y dona Laura, a pedido de madrecita: ven a ayudar a arreglar la casa. A pesar de ser alérgica al olor a pintura fresca, Tieta, de tan apurada se mudó con las puertas verdes recién pintadas. Con orgullo exhibe cada ambiente: mi chocita es pequeña, pero ¿no es cierto que es un amor? Sala, dos cuartos y baño; es acogedora, tiene de todo, hasta heladera que funciona a kerosene. Tieta no se fijó en gastos, mandó buscar todo de lo mejor. El domingo vendrán algunas personas amigas a almorzar, luego iremos a la playa. Los ritos de la muerte, tan severos en Agreste, no permiten fiesta de inauguración: habían pasado unos pocos días desde el entierro de Zé Esteves, que Dios lo tenga en su gloria. ¿Dios o el diablo?

Tieta va hasta la puerta, toma a Eleonora por la cintura:

—Aprovecha la oportunidad. Yo voy a charlar con el comandante y doña Laura. Si realmente estás enamorada, como dices, sujeta a tu chivo por los cuernos y retuércete toda; falta poco para que nos tengamos que ir. Ten cuidado de no subir a la misma duna que Pedro y Marta, a esta hora deben estar allá arriba, muy en lo suyo. No pierden ni una noche.

Abandona a Leonora allí, parada, desaparece en la oscuridad en dirección a la Toca da Sogra donde brilla la luz de acetileno de las lámparas marinas del comandante. Se apoya en el cayado, no lo larga desde la muerte del Viejo. Ricardo se había ido a Agreste, dejándola in albis. Las noches de sábado pertenecen a Dios. Después de la confesión con Fray Timoteo, esa tarde en la aldea de Saco, abstinencia total, ni un beso como remedio. Sólo a la vuelta, el domingo, después de misa. Sin embargo, ese sábado él viajó antes de la hora habitual, se embarcó por la madrugada en la canoa de lonas. Debe llegar a Agreste justo a tiempo para asistir a la misa conmemorativa del cumpleaños de Peto, lleva regalos de Tieta y Leonora; además de haberse comprometido a ayudar al padre Mariano, ella no sabe en qué especie de ceremonia, no entiende nada de asuntos religiosos.

La sociedad establecida entre Tieta y la Santa Madre Iglesia para administrar el empleo del tiempo de Cardo, bien común, comienza a afectarla. En el auge de la pasión, alucinada y posesiva, ella lo exige a cada instante, sobre todo porque sabe qué breve es el plazo que le queda junto a su niñito. Nunca sintió, en toda su vida, un capricho igual a ése, un entusiasmo tan fuerte de cabra vieja por su cabrito que todavía huele a leche. ¡Ah! ¡si la Senhora Sant’Ana aceptara cederlo en régimen de dedicación total, durante esos pocos días, menos de un mes, a cambio de cualquier beneficio para la Matriz! En la familia Esteves, como puede comprobarse, se hizo un hábito negociar con el cielo. Sin poseer los méritos de Perpetua, Tieta estaría dispuesta a pagar caro el derecho a esas últimas noches de sábado, a esas breves horas en que Ricardo cumple con sus obligaciones de diácono en el templo.

Los pasos de Tieta se alejan, se acercan los de Ascanio. Excitada y trémula, Leonora espera —silenciosa y lívida, tú me aguardabas, había escrito el vate Barbozinha en un verso dedicado a Tieta, ¡ah! ¡los poetas entienden de lo que se ve y de lo oculto! Si Ascanio la acepta como criada o amante, ella jamás partirá de Agreste, la madrecita volverá sin compañía. A pesar de ser puta, sabe cuidar una casa, es fanática de la limpieza, cocina razonablemente bien, desde pequeña lava su ropa, lavó y almidonó la de Cid Raposeira, le remendó los pantalones y las camisas. Rafa necesita descansar, el mismo Ascanio dice que la vieja ama de leche está caduca, se olvida de las cosas, se lo pasa dormitando el día entero. Entre las palmeras surge el bulto, en la mano tiene un enorme tubo:

—¡Nora!

—¡Ascanio, mi amor!

Se abrazan estrechamente, el beso ardiente no es más ese leve roce de labios tímidos, el tubo rueda por el suelo. Las estrellas ruedan en el cielo, las estrellas del vate Barbozinha que iluminan el camino hacia las dunas. Leonora ofrece el brazo a Ascanio, señala con los ojos la masa blancuzca de las dunas:

—¿Vamos?

—Espera que quiero guardar esto, después te lo muestro.

—Toma el tubo del suelo, se lo entrega a Leonora que lo lleva a la sala. Se besan nuevamente, antes de empezar a caminar entre las estrellas.

Ascanio había anunciado triunfante, unas horas antes, en la «marineti»:

—No falta mucho para que este camino infame sea mío de los mejores de Bahía y de Brasil. Dos pistas anchas, de asfalto, en cada dirección, en la práctica, una autopista.

Impresionados, los pasajeros piden detalles, él los da y bien precisos. La CBEP, la Compañía Bahiana de Ingeniería y Proyectos, la que asfaltó el Caminho da Lama, ¿saben cuál es no?, está ultimando los estudios para la aprobación final por parte de la Brastanio. Ascanio regresa de la capital trayendo el progreso en su portafolios negro de cuero, moderno y caro, y en el largo y grueso tubo de metal. El portafolios, regalo del doctor Rosalvo Lucena, fue depositado en la portería del hotel junto con una gentil tarjeta y allí guarda el material enviado por el Magnífico Doctor, exhaustiva documentación. En el tubo, el dibujo de Rufo, el decorador, ese monumento. La voz de Ascanio adquirió vigor y claridad, las sílabas son bien pronunciadas, las palabras elegidas y correctas. Todos sienten la modificación ocurrida: el esforzado joven secretario de la Municipalidad, de pequeñas empresas e irrealizables sueños, se transformó en un ejecutivo realista y dinámico. Había madurado en la capital, a fuerza de tratar con hombres de gran capacidad y corazón.

Quién sabe, tal vez por no haberle agradado la noticia sobre la próxima pavimentación de la ruta, la «marineti» de Jairo, a quien algunos maldicientes han apodado Mula del Pantano, decidió no andar. Cuando por fin llegaron a Agreste, era la romántica hora del crepúsculo. En la puerta de lo de Perpetua, el seminarista Ricardo, de sotana, reloj pulsera, anillo de jade en el dedo, risueño, le informó que la prima Leonora estaba en Mangue Seco. Sin siquiera decir hasta luego, Ascanio corrió a buscar en qué irse.

Caminan en silencio por las dunas, de la mano, sonriendo el uno al otro. Al indagar en el rostro de Leonora que está envuelto en sombras, Ascanio intenta compararla con Pat, Nilsa, Bety. ¡Imposible! No sólo porque Leonora es infinitamente más bella, sino sobre todo por la inmensa distancia moral que la separa de estas pirañas. Pirañas, así es como el periodista Ismael Julião se refería al mujerío que estaba reunido en el borde de la piscina; ni parece que es el novio de una de ellas. Es un tipo repugnante, el doctor Lucena tiene razón.

El rostro de Leonora refleja pureza, hidalguía, sentimientos nobles. De inmediato se ve que es de familia de principios, de primorosa educación. Las otras, pobrecitas, qué pueden ser sino… pirañas, para no usar la palabra torpe y exacta. En ningún momento, en esos días y noches de tanto movimiento, Ascanio consideró que estaba traicionando a Leonora al ir a la cama con Pat, Nilsa y Bety. En Agreste, por lo menos dos veces por semana, comparece en la pensión de Zuleika Cinderela para descargar el cuerpo en una de esas zorras. No se traiciona a la amada, a aquella que se eligió para esposa, por acostarse con una mujerzuela. Mujerzuela, pitaña o puta, sinónimos. Amor y cama, son cosas diferentes, nada tiene que ver una con la otra; así como Leonora no tiene nada en común con aquellas descocadas de Bahía, esas tres conocidas y las demás, entre las cuales está Astrud. Astrud, sí, igual a Pat, Nilsa y Bety. Ahora ya ninguna Astrud puede engañarlo. Ascanio es otro, aprendió a distinguir.

Siempre de la mano y sonriendo, inician la subida de la duna más alta, los pies se entierran en la arena. Leonora tropieza con una hoja de palmera, vacila, cae, trata de levantarse, Ascanio la toma en los brazos, leve cuerpo alado, sílfide —los poetas siempre aciertan, nunca se equivocan—. La conduce en brazos. Leonora se apoya en su pecho, cara a cara, las respiraciones se cruzan y se confunden.

Al depositarla de pie en el suelo, en lo alto, se besan ante el abismo tenebroso y deslumbrante. Allí, en una noche de luna llena ella había rozado su mejilla con los labios, cuando Ascanio le contó lo de la traición de Astrud. En la noche sin luna el paisaje es más denso y misterioso, inmenso y oscuro. Cuando se desprenden uno del otro, ella recuerda, con voz cristalina:

—Del lado de allá, está la costa de África. No me olvidé. Sólo que la luna que encargué para hoy no llegó, San Jorge[44] no es mi protector.

Se sientan delante del mar furioso que quiere penetrar en la tierra. La gran emoción se refleja en una pequeña y tímida sonrisa. Feliz, Ascanio enmudece; sin embargo, pensó en las frases, eligió cada palabra. Leonora pregunta:

—¿Anduvo todo bien?

—Muy bien. Después te cuento, detalle por detalle: —Se decide—: Ahora quiero hablarte de otra cosa, de nosotros…

Leonora lo interrumpe, de repente se siente afligida, mira el océano en la distancia, infinitamente triste, el cristal de su voz está roto:

—Ascanio, hay una cosa que quiero decirte, tengo que decírtela.

El le tapa la boca con la mano, rápidamente. Todo menos eso. Sabe lo que Leonora le quiere contar, no puede permitir que ella misma confiese lo sucedido. No quiere oír de su boca el relato, sería el peor de los sufrimientos. Si es necesario reabrir y revolver la llaga recién cerrada, el sacrificio debe ser de él.

—No digas nada, yo ya sé todo.

—¿Lo sabes? ¿Quién te lo contó?

—Doña Carmosina. Doña Antonieta se lo dijo a ella para que me pusiera al tanto. Para ver si yo desistía.

—¿Te contó todo? —Saltan las primeras lágrimas.

—Todo. Cómo te engañó el canalla de tu novio y abusó de tu inocencia. ¿Recuerdas el viaje que hice a Rocinha? Fue esa vez. Pero el plan no dio resultado. Lo que sucedió no tiene importancia para mí. Yo te considero tan pura como la Virgen Maria.

Las lágrimas corren por la cara de Leonora, llanto silencioso. Ascanio se las seca con besos y exige:

—Sólo te pido una cosa: nunca más hablaremos de eso, ni una palabra. ¿De acuerdo?

Afirma que sí con la cabeza. Iba a decirle otra cosa, contar la verdad, pero ahora, ante lo que acaba de oír, ¿de dónde sacar coraje para hablar? Rompe en sollozos, Ascanio la besa.

Oyen un sonido distante, ¿de dónde viene? ¿De la duna vecina? ¿Qué es lo que ve en la sombra? Apenas se ve pero se oye cada vez más nítidamente el dulce gemido y algunas frases que se parten en el viento: ay, mi Pedro, mi amor… Ascanio está atento, Leonora esboza una sonrisa, le sirve de pretexto para romper el confuso círculo de engaños:

—Es el ingeniero con la mujer. Madrecita me contó que están ahí todas las noches.

—Vale la pena estar casado… —Envidia Ascanio.

—Ascanio, pase lo que pase, nunca pienses que yo te quise engañar. Jamás tuve otro amor en mi vida. Antes de conocerte no sabía qué era amar.

Cuando él, agradecido, se inclina para besarla. Leonora lo encierra en sus brazos y, en un gesto inesperado, lo prende con las piernas, obligándolo a acostarse sobre su cuerpo. Agarra a tu chivo por los cuernos y retuércete toda, había aconsejado su madrecita. Ascanio trata de desprenderse, teme perder la cabeza y abusar de tanta inocencia y confianza, hacer por amor lo que el canalla había hecho por cálculo innoble. Pero ella lo mantiene sujeto, cuerpo a cuerpo, él siente los senos, las piernas, el vientre, le cuesta contenerse. Leonora murmura:

—Perdóname por no ser como pensaste. Ven, soy tuya. ¿O no me quieres? —Nuevamente corren lágrimas.

—¡Ay, si te quiero…!

Se intensifican los suspiros en la duna vecina. El viento, cómplice, levanta el vestido de Leonora, ella se abre. Ascanio la tuvo delante de la costa de África y, en lugar del perdido himen, tocó la estela dorada de un cometa. Por primera vez en la vida, Leonora se entregó por puro amor, sin mezcla de cualquier otro sentimiento, bueno o malo. Llora y ríe. Fue una cabrita destetada, chiva golpeada por la vida. En ese fin del mundo, frente a la costa de África, se hace mujer, completa y feliz como quien más lo es o lo ha sido. Posee un sol azul y una luna negra.

Se mezclan los suspiros de amor, y se pierden en las dunas. Manto nupcial de arena blanca, guirnalda de estrellas, novia etérea, rosa deshojada. A Leonora le faltan fuerzas. En el horizonte nace un sol azul, en el abismo del mar desaparece la luna negra, las lágrimas se borran, se enciende una sonrisa. Ay, amor, ahora sí puedo morir.

DONDE EL AUTOR SE DESMANDA CON UNA ALABANZA; CON SEGURIDAD HA DE TENER SUS MOTIVOS PARA HACERLA.

Mucho se ha hablado en este folletín de patriotismo y patriotas. Sobre el particular, se hace indispensable reparar una grave injusticia y debo corregirla con urgencia antes de introducir a los lectores en la animada (y única), pensión de mujeres de la vida situada en Agreste, cuya dirección a cargo de Zuleika Cinderela, su propietaria, asegura delicadeza y eficiencia.

Honróse con justicia el desprendimiento del comandante Darío de Queluz, que abandonó una gloriosa carrera en los buques de guerra de la Armada por amor a las bellezas, al clima y a la tranquilidad de Agreste. Se cantaron loas a los poemas dedicados por el aplaudido vate Gregório Eustáquio de Matos Barbosa al terruño natal, en cuyo paisaje se inspiró; se dio noticia de la importancia que tuvo su retorno para la ciudad, venido a menos por su enfermedad, pero portador de un inestimable patrimonio: el éxito, la fama, el recuerdo de ilustres amistades, los ejemplares de libros publicados. Se trazaron amplias consideraciones en tomo al apego de Ascanio Trindade al municipio pobre y atrasado que él desea rico y progresista; muerto el padre, podría haber vuelto a la facultad y, después de recibirse, actuar en el sur —cualidades no le faltan, inclusive reconocidas por los directores de la Brastanio. Se recordaron nombres pertenecientes al pasado, hechos y méritos.

Sin embargo no se habló de la dedicación, de la devoción incondicional a Sant’Ana do Agreste de Zuleika Rosa do Carmo, Cinderela, a la que tanto deben la ciudad y el municipio. No sólo su nombre dejó de figurar entre el de los comprobados patriotas, sino también su presencia en las innumerables páginas de este folletín raramente aparece, casi siempre a colación de citas casuales. Una vez, fue vista en la iglesia, rodeada de «profesionales» la noche de Año Nuevo; los cuatro amigos bebieron a su salud en el bar, sólo faltaba Asterio por ausente y bien casado. Eso fue todo. He cometido una de las mayores injusticias y voy a tratar de remediarla.

Si ella no hubiese permanecido en Agreste y hubiera aceptado las diversas y ventajosas ofertas que le hicieron, no una o dos, muchas, ¿qué sería de la alegría de ese perdido pueblo? ¿Qué les quedaría a los jóvenes (y a los menos jóvenes) además de las cabras? Algunas putitas asquerosas que mendigan en el Beco de la Amargura, en Buraco Fundo, en las esquinas perdidas.

En la lista que hice de los centros culturales de Agreste, cité la pensión de Zuleika. Por haberlo hecho, merecí una crítica áspera de Fulvio D’Alambert, riguroso en cuanto a literatura y moralidad. Pero pregunto: ¿dónde toman contacto con la civilización de los grandes centros y se educan, los campesinos que vienen de las plantaciones y chacritas de Rocinha, los sábados, para la feria? ¿Dónde encontrar, permanentemente perfume y gracia, música y baile, galantería, tertulia, canto, recital, un tango de los floreados, además de la teoría y la práctica de la sexualidad, ciencia tan en boga en los tiempos actuales?

Los días y las noches de Agreste serían mucho más tristes y solitarios, sobre todo las noches, si Zuleika, tentada por la avidez de dinero, seducida por el fausto, hubiese partido en busca de fortuna y renombre nacional para lo que contaba con los atributos necesarios, físicos y morales. La vida cotidiana de Agreste no se caracterizaría por la buena convivencia, la discordia no hubiera esperado la llegada de la Brastanio para establecer su remo, Zuleika Cinderela promueve buenas relaciones y cordialidad entre el pueblo, inclusive es responsable por la armonía de varios matrimonios —si no fuese por las muchachas que trabajan en la pensión, muchos maridos hubieran desertado del hogar en busca de tierras más evolucionadas.

Zuleika desde temprano rechazó invitaciones, de madamas de Esplanada, Mata de São João, Caldas do Cipó, Dias D’Avila, Feira de Santana, Jequié, Itabuna, Aracajú y Salvador, que ofrecían buenas condiciones pues ella, era una tentación de mujer, un portento. La apodaron Cinderela por haber salido de la cocina de la hacienda Tapitanga, donde el coronel Artur había ejercido el derecho de pernada ates de que ella cumpliera catorce años. Cuando se hizo mujer, ya establecida en la pensión, no le faltaron propuestas lucrativas para trasladar a centros más poblados y adelantados su capacidad de empresaria y administradora: podría haberse hecho rica.

Se reveló como una innegable patriota igual que el comandante, Barbozinha y Ascanio. Jamás admitió la idea de dejar Agreste, ya que se sabía querida e indispensable. ¿No le cabía casi siempre la delicada tarea de iniciar a los jovencitos de buena familia? Padres conscientes, atentos a la educación de los hijos varones, depositaban en manos de Zuleika Cinderela el futuro de los herederos, los ponían a su cuidado, por vía indirecta de parientes y amigos, suplicando que se ocupara de ellos para que fueran hombres íntegros. A veces también iniciaba gratis a algunos chicos, por bondad y deseo. De estatura pequeña y alma grande.

Cuando, a los once años, Osnar la fue a buscar, llevado por un primo, ella había cumplido veinte y ya tenía fama de especialista en la materia. Hoy, que puede decirse que pasó con garbo los cincuenta, si contara la cantidad de jovencitos que desvirgó en el curso de su existencia, alcanzaría un record. Ya no es dueña del vigor y la turbulencia juvenil; se hizo pausada, pero con igual desenvoltura y mayor gentileza conserva aquel cuerpo primoroso y bien hecho, esa irresistible sensualidad, las marcas de viruela casi desaparecidas de su rostro siempre en fiesta.

Si en el mundo hubiese justicia, si los ciudadanos de Agreste no estuvieran atados a la hipocresía de los prejuicios, Zuleika y su establecimiento modelo hubieran sido proclamados de utilidad pública desde hace mucho tiempo. Pero la vida es un almacenamiento de injusticias —repítase esta verdad aquí, para agregar otro lugar común a los tantos otros que se acumulan en las deslucidas páginas de este folletín.

DE LOS ESPONSALES DE PETO.

Nunca lo habían visto tan limpio, serio y elegante pero, por extraño que parezca, nadie hizo chistes ni le tomó el pelo, a no ser don Manuel:

—¡Epa, Peto! ¿Vas a tomar la primera comunión? Ya se te pasó la edad. ¿O te vas a casar?

Osnar interrumpió al portugués:

—Almirante, ¿no sabes que hoy es el cumpleaños del sargento? Por lo menos ofrécele una Coca-Cola.

—¿Cumpleaños? Pero claro que sí, felicitaciones. Ordena lo que quieras.

El siempre desprolijo Peto, estaba realmente desconocido. El pelo por una vez en la vida estaba asentado a fuerza de brillantina; gastó un frasco entero, el olor tan singular supera al de los cigarros y cigarrillos. Reloj pulsera, modesto recuerdo de la tía Antonieta, que te quiere, camisa nueva y novedosa: género estampado, colorado y azul, en ella se leen los nombres de las capitales y de las ciudades más importantes del mundo, con las felicitaciones y un beso de la prima Leonora —regalos traídos por su hermano, entregados a la hora del almuerzo de cumpleaños, zapatos lustrados y pantalón largo, el primero; menos mal que la madre se convenció. Cuando alienta al tío Asterio que juega un partido amistoso contra Seixas, lo hace con cierta contención, se nota que no es la misma criatura irreflexiva.

Cuando la campana de la Matriz da las nueve y se apagan las luces, mientras don Manuel trata de encender las lámparas, Osnar hace una seña y Peto sale discretamente, va a esperar a la plaza. Si alguien se dio cuenta, se hizo el burro, la charla prosigue con animación; si el tío Asterio lo buscara, Aminthas le dirá que se fue a su casa.

Cuando lo va a buscar a la plaza, Osnar le da coraje:

—No tengas miedo, sargento.

—¿Quién dijo que tengo miedo? Estoy en lo mío.

Osnar sonríe en la oscuridad. Todos repiten lo mismo, él también había asegurado que estaba tranquilo cuando lo acompañó al primo Epaminondas, que Dios lo tenga en su gloria. Pero dentro del pecho, el corazón latía desacompasadamente.

Antes de tomar el sendero, avistan a las personas que salen del cine Tupy, único lugar iluminado de la ciudad después de la nueve y pico: tiene motor propio.

—Hoy el padre fue al cine —dice Osnar, al ver una sotana.

No es el padre. Es Ricardo. Fue con mamá. La película trata de religión. Debe de ser un bodrio.

Para poder estar con Osnar, Peto había faltado a una sesión de cine por primera vez en tres años. Si confía en los elogios que el padre Mariano, un anticuado, hizo durante el almuerzo, debe de ser para morirse de aburrimiento; según Peto para que una película valga, tiene que tener tiros e inmoralidad. De cualquier manera va a ir mañana, a la matiné. Marchan en dirección opuesta a la entrada de la ciudad, se encaminan hacia Jaqueira, donde, entre árboles que están en el centro del terreno, se localiza, discreta, la pensión de Zuleika Cinderela.

Dentro de lo que es la rutina de la pensión, el sábado es un día especial, el de mayor movimiento. Por la tarde, hasta el anochecer, es frecuentada por los feriantes. Entran a la sala, se sientan a esperar o elegir mujer, piden una cerveza o un cognac, cuentan y recuentan el dinero, a veces son billetes atados a la punta de un pañuelo. Algunos son clientes fijos de ésta o aquélla, otros prefieren variar. La clientela rural dura hasta las siete, nunca más allá de las siete y media. A partir de las nueve, nueve y media, después del cine, comienzan a llegar los jóvenes de la ciudad. El sábado es día festivo, noche de acostarse tarde, de tocadiscos y baile, de mucho consumo de bebidas. Entre las siete y media y las nueve y media hay un intermedio casi muerto; las «profesionales» cenan, descansan y algunas van al cine.

Cuando Osnar y Peto aparecen en la puerta, la sala está prácticamente vacía. En una de las mesas, dos mujeres conversan; en otra, Leléu charla bajito con una rubia teñida con quien anda en amores. Una jovencita, al salir, se cruza con ellos en la entrada:

—Buenas noches, don Osnar. Tú eres Peto, ¿no? Ya he oído hablar de ti.

—¿A dónde vas, Maria lnmaculada? —La pregunta incluye sorpresa y reprobación.

—Vuelvo en seguida don Osnar. Cuente conmigo.

En la sala, Osnar se dirige a Neco Suruba, el mozo desde tiempos inmemoriales que empezó en el empleo siendo un chico y ya está lleno de canas.

—¿Dónde está Zu?

Una de las mujeres se apresura a responder:

—Doña Zuleika se está bañando, no va a tardar.

Tanto ella, como la colega sonríen a Peto y lo examinan. El olor de la brillantina se hace sentir, es familiar; los feriantes usan la misma marca, una que se vende en frascos pequeños. Barata y fuerte.

—¿Recibieron la encomienda? —Osnar se dirige a Neco.

—Está en la heladera. —Además del bar, sólo la residencia de Modesto Pires y la pensión de mujeres de la vida tienen heladeras (a kerosene) en la ciudad.

Ni bien se sientan a la mesa donde están las dos mujeres, Zuleika Cinderala entra en la sala y con ella un rico aroma a agua de colonia y jabón que suaviza el poderoso olor de la brillantina. Los zapatos de taco alto aumentan su estatura, tiene pelo de india, cuerpo bien torneado, incitante, anillo y pulsera de fantasía, un vestido azul hortensia, suelto y escotado con bolsillos blancos; todo en ella es limpieza y femineidad. Va directo hacia Peto, su sonrisa es un don del cielo y ella lo distribuye:

—Buenas noches y bienvenido, Peto. ¿Quieres tomar algo? Felicitaciones por tu cumpleaños. Tengo un regalo para ti. —Le guiña un ojo.

Como Peto no acepta ninguna bebida, ella le tiende la mano y lo invita con una leve señal hecha con la cabeza. Osnar y las dos mujeres siguen la escena, la rubia de Leléu se da vuelta para ver. Peto se levanta, siente la curiosidad a su alrededor. Osnar pide cerveza.

Una vez cerrada la puerta del cuarto, Zuleika para poder ver mejor, pone sobre la mesa de luz la lámpara que estaba colgada en la pared. Peto está de pie, con los ojos bajos. Los dos son casi de la misma altura.

—¡Tú sí que eres buen mozo! Ya te vi muchas veces, por la calle. Siempre pensaba: ¿cuándo me vendrá a ver? —Dulce y tierna—: Le pedí a Osnar que te trajera para festejar tu cumpleaños.

Abre la camisa nueva del jovencito:

—¡Cuántos nombres de ciudades! París, Roma. El Papa vive aquí. ¿Te la regalaron?

Peto hace un gesto afirmativo con la cabeza, casi dice: regalo de mi prima, pero se contiene a tiempo. Zuleika mete la mano por debajo de la camisa abierta, acaricia el pecho y las costillas; se acerca más y lo besa atrás de la oreja antes de hacerlo en la boca. Cuando lo suelta, Peto se arranca los zapatos, Cinderela le saca la camisa, lo ayuda a bajar los pantalones. Peto los sujeta para que no caigan al piso de ladrillos y se ensucien: pantalones largos, los primeros. Zuleika se libra de los zapatos, sacude los pies, se recuesta en Peto, baja la mano por el cuerpo del niño, le abre el calzoncillo, toca sus atributos, juega con ellos:

—¡Qué palomita tan linda! —despaciosamente sube y baja la mano; al mismo tiempo le ofrece la boca.

Se aleja un poco y le da la espalda:

—Baja el cierre de mi vestido, amorcito.

Al bajar el cierre aparece el cuerpo desnudo ante los ojos de Peto. Con un movimiento de hombros, Zuleika se desprende del vestido, el niño puede verla toda, ¡qué bonita que es!

—¿Te parece que soy linda?

—Mucho.

—¿Tienes ganas?

—Ni me preguntes.

—Ven.

Se acuesta en la cama y deja un lugar para Peto. Se acomodan de costado y se miran. El extiende la mano, medio torpe, y le toca un pecho. Es más chico que el de la tía, más grande, que el de Leonora, no se parece a ninguno de los dos. Parece un pan casero recién salido del horno. Zuleika suspira al contacto: cada gesto tímido, cada avance, es un placer divino.

—¿Dime, es la primera vez?

—Con una mujer, sí.

—¿Se la diste a algún amigote?

—No, sólo a la cabra.

—A Negra Flor. ¿No es cierto?

—Sí, a ella.

Animal indecente, ordinario. Peto es el tercero entre los más recientes que le cuenta que anduvo con esa cabra. Negra Flor la precedió más de una vez.

—Con una mujer es diferente, ya vas a ver.

Cambia de posición, ahora está panza arriba, abre las piernas, los ojos de Peto se posan en la mata de pelos negros. La mano de Zuleika Cinderela va a buscarlo.

—Ven, mi macho, pon esa palomita linda en el nido de tu mujercita.

Lo besa tiernamente, lo acaricia, hace que él la monte, alza el vientre para facilitar el abrazo, mete la lengua dentro de la oreja de Peto y murmura:

—¡Ay! ¡Cómo me gusta! Tal vez hasta me enamore de ti…

Cruza las piernas alrededor de la cintura del niño:

—Mete, mete todo.

Lo sujeta entre las piernas, lo besa en la cara y en la boca, retuerce las caderas, le ofrece un seno. Tiene que conseguir que él aprenda y que le guste, que sepa lo que es bueno, que se haga macho entero e íntegro, para eso se lo confiaron. Al mismo tiempo, Zuleika, la vieja Cinderela, se embriaga de placer, saborea y degusta cada iniciación. En la vida o en la eternidad no puede haber placer que se compare a ése.

—Goza conmigo, que estoy gozando.

Otra vez ha obtenido una victoria: el debutante acaba junto con ella, en el mismo instante, en el mismo grito; renace en el momento de morir.

Cuando Peto, orgulloso y feliz, sale del cuarto y entra en la sala, es aplaudido frenéticamente. La casa está llena, todas las mesas ocupadas; el grupo del bar está presente, don Barbozinha, el árabe Chalita con una jovencita en las rodillas, el chico Sabino, socio de Peto en Negra Flor, a quien Zuleika había desvirgado, por placer, hacía una semana, sin que nadie le pagase por hacerlo. El que paga por Peto es Osnar y regiamente. Entre los otros, juntaron plata para la fiesta.

Las mujeres lo besan en la boca, una por una. La rubia teñida le dice bonito, otra, dulce de coco, la más joven, la que salió y volvió, cuñado; cada cual más loca y linda. Peto se sienta aliado de Aminthas, huele a brillantina y a hembra.

Osnar trata de destapar la botella de champagne —champagne nacional, es evidente, pues estamos en la pensión de Zuleika Cinderela, en Agreste y no en el «Refugio de los Lores», de Madame Antoinette en São Paulo. El poeta Matos Barbosa, carraspea para limpiar la voz, saca del bolsillo una hoja de papel y, en medio del más absoluto y respetuoso silencio, declama el Soneto del Himeneo, compuesto para esa ocasión, ¡una belleza! Neco Suruba trae la torta de cumpleaños y casamiento.

Zuleika Cinderela, que todavía está embriagada de placer, exige una copia del soneto, manda poner un tango en el tocadiscos y dando vueltas con su vestido azul sale a bailar con Barbozinha, mejilla a mejilla, las piernas se entrelazan en esos pasos floreados y difíciles. Peto, enamorado, acompaña los pasos de la pareja, muerto de celos.

DE CÓMO EL SEMINARISTA RICARDO, PONIENDO A PRUEBA (INTENSAMENTE) SU VOCACIÓN, COMETE UNA IMPRUDENCIA.

Al sacarse alba y estola, el domingo, después de misa, el padre Mariano observa a Ricardo que anda por la sacristía, transmite órdenes a Vavá Mariçoca y opina sobre el inventario encomendado por la Arquidiócesis:

—Ricardo, hoy no has comulgado, ¿por qué?

—Ayer a la noche he pecado, padre, y no tuve tiempo de confesarme. Discutí con don Modesto Pires; me dio mucha rabia y lo insulté…

—¿Insultaste a Modesto Pires? ¿Tú? —el reverendo balancea la cabeza boquiabierto e incrédulo.

Durante las vacaciones en Mangue Seco su protegido se trasformó. Cuando volvió de rendir examen todavía era un niño de físico aventajado, risueño y amable, sus preocupaciones eran la pesca y la pelota de fútbol, cuando no estaba estudiando en su casa o ayudando en la Matriz; de repente, se había convertido en un muchachote, continuaba risueño y amable, pero con otros modales y otro aire, se interesaba por problemas serios, vibraba indignado contra la instalación de la fábrica de dióxido de titanio, se atrevía a discutir con Modesto Pires y a criticarlo. ¿Qué bicho le habrá picado?

—Le dije lo que pensaba de esa fábrica y de los que están a favor de su instalación. Cometí el pecado de la ira, padre.

Al responder, comete el pecado de la mentira. Había cambiado algunas palabras con Modesto Pires pero sin llegar al insulto. Ciertamente falta de respeto: menos por la agresiva charla en la calle que por la discreta actividad en el cine; al recordar se le ponen los pelos de punta. Hubo pecados, que impedían la comunión, pero de la carne, a la tarde y a la noche; en la torre de la iglesia, en la oscuridad del cine, a orillas del río. El padre siente la transformación pero no sabe hasta qué punto cambió la vida de su pupilo. Envuelto en un torbellino de hechos, Ricardo pone a prueba su vocación, atraviesa un camino de luz y tinieblas. ¡Ah! padre, no quiera saber qué bicho le picó…

—¿Te has confesado con el padre Timoteo? ¿Continúa siendo tu director espiritual?

—Sí, padre. Está pasando el verano en la aldea.

—¿Y cómo anda ese santo varón? ¿Sigue delicado de salud?

—Dice que la playa le está haciendo bien.

—Dios lo conserve. Es una luminaria de la iglesia.

El padre Mariano repite lo que oye decir en Aracajú y en Salvador. Todos alaban las virtudes y el saber del fraile, aunque no estén de acuerdo con sus tesis. Ricardo aprueba el elogio con entusiasmo, por saberlo merecido, Fray Timoteo le reveló la existencia de realidades y problemas sobre los cuales el padre Mariano nunca le había hablado, seguramente por no haber reflexionado jamás acerca de ellos. Le dio una nueva comprensión de los deberes del sacerdocio, cuyos límites no se restringen a las obligaciones del culto, cumplidas con rigor por el párroco de Agreste. Lo había acercado a Dios.

En el seminario, Ricardo concibió un Dios terrible y abstracto, apartado de la vida de los hombres, a quien se está obligado a servir para no pasar por las penas del infierno durante la eternidad. El Dios de Fray Timoteo participa de la vida, comprende los problemas de los hombres, es un ente familiar y concreto, digno de ser amado. Las palabras de las oraciones, repetidas en el seminario, sonaban huecas; ahora, con el franciscano aprendió su real significado. Por ejemplo, amantísimo corazón: Dios es amor y paz, le dijo el anciano fraile. Cuando Ricardo se creyó indigno de continuar aspirando al sacerdocio por haber pecado, el fraile le aconsejó:

—Todavía tienes tiempo de sobra para probar tu vocación antes de decidirte. Si el mundo se impone, elige otro oficio, sirve a Dios como un simple cristiano, no por no usar sotana ni decir misa, tu merecimiento será menor. En caso de que tu vocación continúe viva y la sientas como una exigencia interior, entonces prosigue de sotana, cumple tu destino y la ley de Dios. Pero nunca tengas miedo, no huyas, no te escondas ni te niegues. Amantísimo es el corazón de Dios.

Ricardo había hablado con Fray Timoteo del ingeniero Pedro, materialista y ateo, que disertaba sobre las injusticias sociales, los crímenes de la burguesía y del capitalismo, la necesidad de transformar la sociedad.

—Él también sirve a Dios, pues desea la justicia y la felicidad de los hombres. —El viejo sonríe—. Hasta los que dicen que no creen en Dios pueden servirlo, siempre que amen a los hombres y trabajen para ellos. ¿Por qué no traes a tu amigo aquí? Me gustaría conocerlo.

En la aldea de Saco, Ricardo vive horas exaltadas cuando presencia las charlas del ingeniero con el fraile. Pedro, impetuoso, sincero y entusiasta, niega la existencia de Dios y del alma, en un tempestuoso discurso. El franciscano había llegado del tumulto y del ansia del mundo para meditar en la celda del convento, diserta con voz calma y usa imágenes poéticas. Ricardo descubre en ellos un parecido y un parentesco, puntos de convergencia, un objetivo común: la preocupación por el ser humano. Busca paso entre las contradicciones y coincidencias, se dispone a sujetar su vocación a las pruebas necesarias, a no negarse a las discusiones y a los actos. En el momento justo, decidirá. No antes de elucidar todas sus dudas.

En la lancha, la noche de los tiburones y el miedo, al lado de Jonás, había sentido cuánto cuesta mandar, sobre todo si el precio del deber es la crueldad y la violencia. Jonás es un hombre bueno y jovial; sin embargo, en ese momento extremo, el rostro del pescador se puso sombrío e implacable. ¿Por dónde pasan los caminos que conducen a la alegría y a la justicia? Al ver a los hombres y a las mujeres llenos de pánico, los tiburones a flor de agua, al ver a la tía, a Jonás, a Daniel, a Isaías, a Budião, personas de comprobada bondad, que empuñaban la muerte para defender la vida, Ricardo sacudió los últimos frenos, tomó la rienda entre los dientes, decidido a galopar por cuenta propia, libre de obstáculos.

Acumula en el pecho, con apuro y confusión, palabras, ideas, sucesos. Todo empezó con la llegada de la tía, hace un mes y medio, como mucho. En la parada de la «marineti», Ricardo había esperado el desembarco de una anciana, más que tía una abuela, una viuda en llanto y luto. Rezó por su salud, con las rodillas sobre granos de maíz, para pagar la promesa. De la «marineti» había bajado una diosa. Al mismo tiempo, imagen de santa y cabra de poderosas ubres, según decía Osnar, el boca sucia. Santa y cabra, ¿cómo puede ser? Y sin embargo es así.

Habían sucedido muchas cosas desde entonces. Desde la primera noche en las dunas con Tieta, al subir al cielo y bajar al infierno, hasta aquella tarde de tempestad en medio de las olas y los tiburones, que amenazaban a los asustados funcionarios de la Brastanio, cuando cumplió con el duro deber de ciudadano, tremenda obligación. En el Te Deum, que abrió las puertas de Año Nuevo, bajo el peso de las miradas de las mujeres, distingue a María Imaculada. Se había roto un vínculo, se formó un nuevo eslabón, inicio de una cadena. Muchas cosas en poco tiempo, la exaltación de la vida, el horror de la muerte.

Otras experiencias son más fáciles, ¡ay, son deliciosas! El sendero de prueba pasa entre mujeres. La tía encendió una fogata en su pecho, el incendio se propaga, ¿cómo apagarlo? No basta con Tieta, no basta con María Imaculada, pues la brasa quema y se inflama ni bien Ricardo percibe una mirada cargada de deseo, la insinuación de una sonrisa. No sabe negarse, ni piensa en negarse. ¿Por qué huir después de lo que le fue dado ver y hacer?

Llegó por la mañana de Mangue Seco debido al cumpleaños de Peto pero con la intención de tener la noche libre, entera para Maria Imaculada. Perpetua limitaba los festejos a un almuerzo, para el que había invitado sólo al padre Mariano, además de Elisa, Asterio y la madre Tonha. Se había quejado ante el padre por la ausencia de Tieta y Leonora, pero lo hizo de la boca para afuera. Si ellas estuviesen en Agreste, Perpetua estaría obligada a reunir en su casa a un mundo de gente, empezando por la antipática Carmosina; sería un gasto enorme. Así todo salió mejor. Tieta y Leonora no aparecieron pero mandaron regalos por intermedio de Ricardo. La tía rica nuevamente había dado prueba de generosidad y afecto para con los sobrinos: el reloj dado a Peto mereció elogios y consideraciones del párroco:

—Un regalo espléndido, doña Perpetua. Doña Antonieta es mano abierta y adora a sus sobrinos. Sus hijos tienen el futuro asegurado. No dudo de que llegarán a ser —bajó la voz pues llegaban Asterio y Elisa— herederos privilegiados.

Se iluminan los ojos de Perpetua, Dios lo oiga, padre, y bendiga sus palabras. Espera el regreso de la hermana para hablarle del futuro de los niños. Tieta no tiene herederos directos y, entre sobrinos e hijastros, tiene obligación, de preferir a aquéllos en cuyas venas corre sangre igual a la suya, sangre de los Esteves. El peligro es la pizpireta Leonora, madrecita de acá, madrecita de allá, más que hijastra, es casi una hija. Sin embargo, Perpetua confía en la ayuda del Señor, puntual pagador. Habían establecido un trato, llega el momento de que el señor cumpla con su parte.

Terminado el almuerzo, después de una breve charla, el padre se retira, Ricardo lo acompaña. No había mentido cuando le dijo a Tieta que tenía un compromiso con el Reverendo. Había prometido ayudarlo en el inventario de los bienes de la parroquia, exigido por la Arquidiócesis. El Cardenal está preocupado por sucesivos robos en las iglesias, extravíos de piezas valiosas de imaginería, de ricos objetos de culto; en ciertos casos, con la complicidad de padres y sacristanes, según murmuraciones y denuncias. El padre Mariano se pone colorado al recordar la madera carcomida de la imagen de Sant’Ana, no vendida, sino cambiada por un puñado de cruzeiros, al excomulgado pintor, fariseo que se fingía devoto. Ni siquiera por haber entregado a la Martiz todo el monto se siente limpio de culpa.

En la sacristía, el padre Mariano que, indiferente al calor, comió y bebió (vino gaucho) como un padre- superior digno de ese nombre, señala los cajones de las cómodas y dice el Ricardo:

—Ahí están los ornamentos, los trastos están en la torre. Nuestras estimadas y piadosas celadoras retirarán y separarán las piezas, tú las anotarás en esta hoja de papel. Ya hice la lista de los otros objetos. Yo voy a casa a terminar la lectura del breviario y vuelvo dentro de poco.

Ricardo conoce esas lecturas del breviario, en la reposera, duran cinco minutos. Sin embargo, la siesta se puede prolongar hasta la hora del ángelus. En cuanto a Vavá Muriçoca, nadie puede contar con él un domingo a la tarde antes de misa. De las celadoras, sólo tres están presentes, acomodan cajones: doña Milita, doña Eulina y la sobrina de esta última, Cinira, que está al pie del cañón: en este caso con un pie en el aire, lista para erguirse y alcanzar. ¿Alcanzar qué? ¿Cómo qué?

Mientras las dos viejecitas retiran las piezas y las separan, Cinira, al ver a Ricardo esperando, le pregunta con mirada doliente si no quiere empezar por hacer la lista de los cachivaches, que están acumulados en la torre. Ella lo puede ayudar. Los trastos viejos, según la circular de la Arquidiócesis, son los bienes más preciados, merecen cuidado, atención y prioridad. Es una buena idea, doña Cinira.

—Sólo Cinira. No soy ninguna vieja para que me trates así.

—Entonces, vamos, Cinira.

Fueron. Ella adelante, él atrás con papel y lápiz. Los altos escalones de piedra conducen a la torre. Ricardo admira las piernas fuertes de Cinira revestidas de excitantes pelos azulados; anda más despacio para ver mejor. En el depósito, exiguo reducto, apenas se pueden mover. Cinira se curva para levantar una pieza, viejos candeleros, imágenes partidas, obularios en desuso, roza a Ricardo. Quieran o no, se tocan. A cada movimiento, se encuentran apretados uno contra otro y de repente —¿cómo sucedió?— se vieron abrazados con las bocas pegadas. Cinira suspira, se afloja, Ricardo la sostiene. Fue ella quien encaminó la mano del seminarista a las partes; levanta el pie y lo apoya sobre el obulario, para formar un ángulo propicio con la pierna. Tal como está habituada en el almacén de Plínio Xavier; sólo cuando gime y grita, mete el brazo bajo la sotana para pedir la bendición al padre.

Se separan en silencio, terminan de establecer la pequeña lista de objetos en desuso. En la escalera, ella vuelve a entregar la boca para un beso de despedida. Así comenzó la maratón.

Como tenía un rato libre antes de su encuentro con María Inmaculada, Ricardo acompaña a su madre al cine. Todo un acontecimiento esa ida de Perpetua al cine; sucede de tanto en tanto, cuando la película es recomendada por el Santo Oficio, como ésa, historia de una monja norteamericana, recientemente canonizada. Durante el almuerzo el padre Mariano había enfatizado:

—No se la pierdan. No deje de ir, doña Perpetua. Es un espectáculo digno, una lección de virtud. La vi en Salvador, con el canónigo Barbosa, de la Conceição da Praia.

Cuando entran, la sala está llena. Sólo quedan dos butacas vacías. Una a la derecha de Modesto Pires, habitualmente reservada, en la sesión de los sábados, a doña Aída. La otra, dos filas atrás, al lado izquierdo de Carol —a su derecha está la sirvienta, perro guardián— que casi siempre queda desocupada. Ninguna mujer digna de respeto la ocupará jamás, a los hombres les gustaría hacerlo, ¿pero de dónde sacar coraje para enfrentar la furia del ricachón y las habladurías del pueblo?

Perpetua se acomoda cerca del dueño de la curtiembre, quien la recibe cortésmente y se para, para darle paso. Ricardo se sienta al lado de Carol cuya mirada se mantiene distante e indiferente. Modesto Pires observa de reojo: un seminarista no llega a ser un hombre, no hay peligro. Mucho peor es cuando aparece algún forastero y, al ver la butaca muerta de risa al lado de la gloriosa mulata en seguida la ocupa, con la peor de las intenciones.

Se apagan las luces. La sesión comienza con la proyección de un noticiero atrasado, de varios meses. Ricardo siente la punta de un zapato en su pie. El toque se repite, se afirma, los zapatos se apoyan uno en el otro. Después las piernas. Suave compresión, calor envolvente; todo hecho con miedo, con movimientos mínimos, una delicia. Con los ojos fijos en la pantalla, imperceptiblemente Carol se mueve en la butaca: las rodillas se unen. Termina la proyección de las Actualidades de la Semana, se encienden las luces, Modesto Pires espía, Carol está encogida en su lugar, al lado del acompañante, alejada al máximo del muchachote de sotana. Empieza la película y recomienza todo, poco a poco, despaciosamente, pie, pierna, rodilla. En cierto momento, por la mitad del film, Carol deja caer su abanico, se agacha y, al recogerlo, tímida y atrevida, desliza la mano bajo la sotana, acaricia la pierna de Ricardo a quien se le ponen los pelos de punta. Placer sin límite, deseo sin tamaño, emocionante novedad, delicadeza y contención, toques sutiles, temerosos, suavísimos. Con Cinira había sido violento, casi feroz.

Ni bien termina la película, Carol parte, seguida por su perro guardián. No mira a nadie. Mientras tanto Modesto Pires acompaña una cuadra a Perpetua y Ricardo. Se queja por estar solo en Agreste, lejos de la familia, ocupado con el asunto del cocotal que no termina nunca, se ha eternizado. Todavía no llegaron a un acuerdo, debido a las artimañas de ese abogado de Josafá, un zorro, y a la locura de ese imbécil de Fidelio que cedió sus derechos, ¿a quién? Al comandante.

—Es un absurdo, doña Perpetua: existen personas que están contra la instalación de una gran industria en nuestro municipio, a pesar de que nos traerá riqueza. El comandante es una de ellas, no parece un hombre de mundo.

Perpetua eleva los ojos al cielo, en mudo apoyo a las protestas del ilustre ciudadano, pero Ricardo, imprudente, se entremete en la conversación:

—¿Riqueza? Va a traer contaminación y miseria.

Modesto Pires, ante tanto atrevimiento, pone cara de pocos amigos. Responde con voz grave.

—No se meta en lo que no es de su competencia, jovencito.

Debido al ingeniero y a Carol, motivos diferentes pero ambos poderosos, Ricardo no tolera al dueño de la curtiembre:

—Si vienen a contaminar Mangue Seco, los mandamos mudar a puntapiés. —No interesa que ya lo hayan hecho, ni cómo; había prometido guardar secreto.

—¡Oh! —Modesto Pires casi se desmaya.

Perpetua llama la atención a su hijo:

—Ricardo, ¿qué es eso? Respeto con don Modesto.

—La tía…

—¡Cállate!

—Esta juventud, doña Perpetua, anda cada día peor. Hasta los seminaristas, nunca pensé… —Modesto Pires va a curar sus escrúpulos ofendidos en la cama de Carol.

Perpetua empieza a dar un café a Ricardo, pero él le explica, riéndose por dentro, que no hizo nada sino repetir palabras de la tía Antonieta, que está más furiosa que el comandante en contra de la fábrica. Colocada entre las dos riquezas, Perpetua resuelve mantenerse neutral, pero recomienda a su hijo que no discuta con personas de respeto debido a la edad y a la posición social. Hablando de la tía: ¿en ningún momento Tieta demostró intenciones de llevarlo a São Paulo? ¿La tía? Ya se le ocurrió. Ricardo no aclara cuándo lo hizo. Fue desnuda, en la cama, desfalleciente en sus brazos, la voz exánime: soy capaz de hacer una locura y llevarte conmigo a São Paulo, ¡mi cabrito!

Apenas Perpetua apaga la luz, Ricardo abre la ventana del cuarto, salta a la calle… Maria Inmaculada espera al lado de la mangueira:

—Tardaste mucho, mi amor. Pensé que ya no vendrías. Justo hoy que tengo apuro.

—¿Apuro?

—Tengo un compromiso en la pensión, obligatorio: doña Zuleika exige la presencia de todas las muchachas en una fiesta que da. Ya te lo deben de haber comentado. Ríe, con picardía: una fiesta de familia, mi amor. Si no fuese por tu sotana, serías quien más obligación tendría de estar allá. No puedo demorarme; no hay nada que hacerle, mi amor.

Ricardo había venido de Mangue Seco con la intención de pasar la noche con María Inmaculada. Una noche completamente libre, sin necesidad de volver corriendo junto a Tieta. Concibió un audaz plan: hacerla saltar por la ventana del cuarto, poseerla sin apuro en la misma cama ancha, sobre el blanco colchón de lana donde se deleita con la tía cuando están en Agreste. Quiere descubrir en la extrema juventud de su cuerpo, en la osadía del comportamiento de la joven, pícara, mimosa y atrevida, a aquella otra Tieta, pastora adolescente que corre cabras y hombres en los montes y barrancos; todavía hoy recordada por el pueblo a pesar del respeto que le deben por ser paulista rica, viuda de un comendador del Papa, con prestigio y dinero en abundancia. Petulante y ávida pastora que desafía prejuicios, que vive su vida sin obstáculos, sin riendas, sin miedo. Pensar que un día, fue zurrada y expulsada a palos.

Había pasado una semana soñando con el cuerpo de la niña, reveía en las exuberancias actuales de Tieta las formas apenas nacientes de María Imaculada. Había llegado de Mangue Seco con la intención de deleitarse con ella hasta el amanecer, y la encuentra ocupada, con la obligación de volver a la fiesta. ¡Maldita fiesta!

Debajo de los sauces, apenas tuvo tiempo de extenderse sobre Imaculada, de sentir sus senos recientes, sus caderas redondas, la curva de su vientre. Con el corazón pesado, sin alegría, con rabia contra la fiesta, contra los clientes de la pensión, con celos de aquel que la llevará a la cama. En ese sábado de festejos, los dos hijos de Perpetua, los dos sobrinos de Tieta, conocieron los celos, tuvieron ganas de morderse los puños, de reventar caras de hombres y cachetear mujeres, ganas de llorar. La tuvo con impaciencia y rabia, reteniendo lágrimas.

—Mi amor, hoy estás como nunca. Vas a matarme de placer. Se arregla la pollera y mientras huye riendo, propone:

—Si quieres, mañana puedo quedarme toda la noche. Ahora me tengo que ir.

Ricardo pierde la cabeza, arregla una cita para el día siguiente, a la misma hora, al apagarse las luces, bajo la mangueira. Es una locura ya que había prometido a la tía regresar a Mangue Seco ni bien terminara la misa del domingo. Tieta lo espera, indócil, actual dueña de cada minuto y de cada gesto suyo. Le quedan sólo las obligaciones de seminarista, los compromisos con la iglesia. Por suerte, el inventario todavía no está terminado. Falta muy poco, sirve como excusa.

Manda un recado por doña Carmosina. No puede dejar al padre Mariano en esa emergencia, solo con el enorme trabajo del inventario, tarea muy urgente, el Cardenal había puesto plazo. Pero, el lunes sin falta, bien tempranito irá por allí. Firmó: tu sobrino que te adora y te extraña, Cardo.

DEL PICANTE DIÁLOGO EN EL BARCO DE PIRICA ENTRE LA CARENTE Y LA MÁS CARENTE TODAVÍA.

En el puerto, sólo doña Carmosina y Elisa toman asiento en el barco de Pirica. Ricardo, pobrecito, siempre con sus deberes de seminarista, se quedó a ayudar al padre Mariano en el inventario. Los demás invitados irán más tarde con Asterio, en la lancha de Eliezer: Barbozinha, Osnar, Aminthas, Seixas y Fidelio, el benemérito Fidelio. ¡Qué gesto tan digno que tuvo ese muchacho, Elisa! También doña Milu, ocupada con un parto, sería de la partida si el bebé nace a tiempo. Asterio salió a la madrugada a Vista Alegre, el domingo es el día de las cuentas, se pasa la mañana en la plantación. Los demás, ¡ah! los demás, hijita, duermen, están cansados por la noche de farra. Monumental farra, ni me preguntes el motivo.

—¡Ah! ¡Cuéntame, Carmo!

¡Nadie puede con Carmo! Apenas son las nueve de la mañana y ya está en pleno conocimiento de lo sucedido en la víspera, por la noche; además de las pillerías ocurridas por la madrugada, los malos pasos de los bohemios. Mientras el barco parte y Pirica se entrega al control del motor y del timón, doña Carmosina describe a Elisa detalles picarescos de la fiesta de iniciación de Peto en la pensión de Zuleika Cinderela.

—¡Peto! Pero si ayer cumplió trece años, es una criatura… —Elisa no cree en lo que oye.

—Exactamente. A los trece años, el ciudadano brasileño alcanza su mayoridad sexual, según opinión de Osnar. —Doña Carmosina ríe con gusto; ese Osnar, ¡ay! es único, ¡pero qué pena! no vale la pena suspirar por él. Aminthas pasó por casa para avisarme que irán en la lancha, llegarán justo a tiempo para el almuerzo. Recién volvía de la fiesta, imagínate, eran cerca de las seis y media. Me contó todo. Zuleika es especialista, fue ella quien inició a toda la muchachada de Agreste. —Pronuncia la palabra iniciar con envidia y gula.

Elisa anda triste, cabizbaja, doña Carmosina se esfuerza por hacerla sonreír, trata de interesarla en la vida de la ciudad. El picante asunto consigue despertar la atención de la bella y melancólica esposa de Asterio que aprovecha para satisfacer una antigua curiosidad.

—¿Asterio también?

—A todos, según parece.

—Asterio no es hombre de esas cosas. A veces cuenta anécdotas de los otros, cosas que oye en el billar. No pasa de eso. Te aseguro que nunca fue de frecuentar la pensión…

—¿Asterio? Entonces, ¿tú no sabes? —doña Carmosina pregunta y ella misma responde—. ¿Cómo ibas a saber si yo no te lo conté y ninguna otra iría a hacerlo? Tú marido fue el colmo, hijita, un famoso farrista.

—¿Farrista famoso, Asterio? No te creo, Carmosina.

—¿No? Pues trata de creerme. Famoso en la pensión y fuera de ella, hijita. Y además tenía sus características. ¿Sabes cuál era su sobrenombre cuando era soltero? ¿El de tu maridito?

—¿Cuál? Dime. —Por fin aparece una nota de vivacidad en la cara y la voz de Elisa, se quiebra la indiferencia y la amargura.

—No te vayas a enojar, ¿eh? Asterio era conocido por el nombre de Consuelo del Traser de las Solteronas. ¿No es sugestivo?

—¿Cómo es? —entre pasmada, y sonriente—. ¿Consuelo? ¿Por qué? Vamos, Carmo, explícame.

Suspicaz, doña Carmosina escruta con los pequeños ojitos la cara de su amiga y protegida. ¿Será posible que Elisa no esté al tanto del sobrenombre, de las inclinaciones y proezas de Asterio o se hace la inocente?

—No me digas que no sabes cuáles son las preferencias sexuales de tu marido. Al fin de cuentas, ya hace más de diez años que estás casada con él.

—¿Preferencias? Juro que no sé de qué estás hablando. Si te refieres a cosas que dicen, cosas que algunos hombres y mujeres hacen, te puedo asegurar que conmigo nunca fue así. Cuando sucede, es siempre igual, como para hacer un bebé. Creo que tiene un nombre…

—La de papá y mamá, es la posición clásica. Osnar dice que es la de los bobos. Ese Osnar… —Le gusta repetir el nombre, rima predilecta de sus versos.

En la voz de Elisa repunta una queja, una carencia:

—Aunque sea así, es cuando se le da la gana.

—Entonces, si no lo sabes, entérate, hijita, que tu marido era famoso por… —a pesar de que están solas, Pirica ocupado con el timón, acerca la boca al oído de Elisa para comunicarle las comentadas predilecciones de Asterio.

—¿Por el traste? ¡Dios mío! Nunca supe… —Vuelve la vivacidad por el impacto de la asombrosa revelación, súbito descubrimiento de navegante perdido al avistar una tierra lejana e ignota—. Nunca se me pasó por la cabeza. No lo creo.

En la cama, en las noches de fornicación, en el momento final, la mano del marido le roza las caderas, con miedo; sólo ahora Elisa entiende el significado y el valor del gesto titubeante. Doña Carmosina tiene ganas de revelarle que, cuando se puso de novio y se casó, la ciudad entera atribuyó el motivo de la desvariada pasión de Asterio a la forma suntuosa y exuberante de las ancas de Elisa. Pero se contuvo ya que su objetivo era animar a la amiga, hacerla revivir, superar la decepción sufrida y no darle nuevos motivos de disgusto y rencor contra Agreste. Vuelve a los detalles de la fiesta de Peto:

—Aminthas me contó que la fiesta fue un éxito. Barbozinha, viejo sinvergüenza, hizo un soneto alabando las cualidades de Zuleika, la iniciadora de los niños. Barbozinha es un poeta de verdad, enfrenta cualquier tema y con todos se luce. —Elogia con un dejo de envidia; la construcción de un verso cuesta esfuerzo y vigilia a doña Carmosina, mientras que Barbozinha, con la mayor facilidad, rima impudicia con malicia, desvirgar con fornicar, coloca la palomita (de Peto) en la caverna (de Zuleika).

Pero Elisa permanece en la sorpresa de la revelación de los despropósitos (o propósitos) del marido:

—Farrista y además tarado. En casa, es todo lo contrario.

—Tú eres su mujer: por esto Asterio te respeta. Es así como actúa un buen marido.

A doña Carmosina no se le escapa la mueca de desagrado que marca los labios de Elisa, demostración de desprecio y repudio a las costumbres del interior. Con lo que se convence: Asterio jamás usó a Elisa por atrás como seguramente le gustaría hacerlo. Más fuerte que el deseo, se imponía la ley no escrita pero grabada dentro de cada uno. Esposa es sinónimo de ama de casa, la madre de los hijos, aquélla con la que se cumplen los deberes matrimoniales con contención y respeto. Para el placer, las exquisiteces, los desvaríos, están las putas de la pensión de Zuleika. No es casualidad que Elisa se sienta frustrada y quiera mandarse mudar. En São Paulo, tierra civilizada, existen otras costumbres, no es el código feudal el que prevalece. Tal vez allá Asterio se daría cuenta de que una esposa es una mujer igual a cualquier otra, que en la cama desea incontinencia de macho y no respeto de marido. Si lo aprendiera, entonces…

Pero Tieta es sabia, adivina las intenciones más recónditas, y buena hermana, buena cuñada, defiende el hogar y la tranquilidad de Elisa y de Asterio. Cabe a Elisa conformarse, buscar motivo de alegría en la nueva y confortable residencia, a la que se mudará al día siguiente, con la seguridad que las tierras y las cabras de Vista Alegre le proporcionan. No debe enterrarse en la disconformidad, tiene que reencontrar el equilibrio, si no, que se fije en el ejemplo de ella misma, Carmosina.

Sus motivos para sentirse carente, frustrada, amargada, con odio a los hombres ya la vida, son muchos más. Ni siquiera conoció el limitado placer concedido a las esposas por los maridos respetuosos. Ni marido, ni novio, ni festejante, ni amante. Virgen, incólume, total y completamente. No mereció palabras de amor ni osadías. Nadie la quiso, nadie le pidió ni le propuso nada. Sin embargo, no se desespera, supera la carencia, la soledad, ama la vida, tiene amigos, sabe reír. Elisa retorna del silencio y de la mueca:

—¿Cuál era el sobrenombre? Consuelo…

—… del Trasero de las Solteronas… Dicen que Asterio le dio al traste de una cantidad de santulonas. Atrás del mostrador de la tienda. Vivía consolando entre el mostrador y la casa de Zuleika.

A doña Carmosina no la había consolado, siempre la trataba con deferencia. Bien que pudo haberlo hecho, no había faltado ocasión. Caderas estrechas, nalgas flojas, traste caído. Carmosina, ay, no encendió su deseo. Ni el de él, ni el de los otros; dicen que Osnar es bueno de lengua, ella sólo lo sabe de oídas. Sin embargo, con tantas injusticias no perdió el gusto por la vida.

Consiguió que Elisa se riera, olvidara la decepción, volviera a las charlas intrascendentes, saliera del pozo en el que se había hundido. Pero ella, doña Carmosina, en el barco de Pirica, de pronto siente una inmensa soledad, la ausencia de cualquier esperanza. Esperanza de hombre, más que cualquier otra, Pero igualmente continuará defendiendo a Agreste contra la contaminación y consumirá noches con el cuaderno y el diccionario buscando nuevas rimas para deseo, furia, amar, Osnar.

Cambia de tema, trae otro apasionante:

—Fidelio se ha revelado como un hombre de bien. Gracias a él, los bandidos de la Brastanio no podrán comprar el cocotal. No le importó el dinero, rechazó ofertas, pasó la procuración al comandante. Es un muchacho que vale oro y, además, buen mozo.

DEL ASFALTO SOBRE LOS CANGREJOS.

Ricardo le había faltado en el momento en que más necesitaba cariño y consuelo, cuando el triunfo tuvo sabor de desastre y todo pareció perdido. Sólo en la voracidad y en la ternura del adolescente Tieta podría haber encontrado ánimo para la decepción del frustrado día, domingo de desilusiones y cosas malogradas —la sombra de la Brastanio se proyectó sobre la inauguración del Curral do Bode Inácio y lo contaminó.

La muerte de Zé Esteves redujo la tan planeada fiesta a una discreta conmemoración, a un almuerzo con pocos invitados, los íntimos, un baño de mar y una charla amena. No por esto Tieta pensó que sería menos agradable y exaltante. Después de los días de tormenta, el sol iluminó el esplendor de Mangue Seco, jamás el paisaje estuvo tan bello, el aire tan puro, la paz tan completa. Durante todos aquellos años de exilio, Tieta había soñado poseer un pequeño pedazo de suelo en las dunas de Mangue Seco para levantar una cabaña donde poder descansar. La muerte de Felipe adelantó el proyecto. Llegó afligida en busca de sus comienzos, del reencuentro con la pastora de cabras, con la adolescente ardiente y feliz. En menos de dos meses recorrió todos los caminos y atajos, no le faltó una buena pelea con los pescadores ni la travesía de los tiburones, cara a cara con la muerte, el rechinar de dientes y los suspiros de amor en la exaltación de las noches en celo, de piernas entrelazadas sobre las dunas. No sólo había levantado la deseada choza: sino que lo había hecho con ternura y placer, amasó barro, arena y caricias, a cuatro manos. La fiesta de inauguración del Curral do Bode Inácio, marco del éxito del viaje, del victorioso retorno de la pequeña pastora expulsada en medio de maldiciones, símbolo de a paz reconquistada, ella desea una alegría simple y pura, pasar el día al calor de la amistad y la noche en el fuego de la pasión.

Existió muy poca alegría, la amistad se vio sujeta a duras pruebas y la noche fue ausencia. Sólo Leonora y Ascanio estaban realmente contentos.

Al regresar de las dunas, hecha un cascabel, Leonora cayó en los brazos de Tieta, riendo y llorando:

—¿Quieres ver a alguien feliz, madrecita? Mírame… Seguí tu consejo… No me importaría morir hoy.

—No seas tonta. ¿Cómo dice Barbozinha? De amor no se muere, se vive. Vuelve a Agreste con Ascanio, aprovecha las últimas noches. A orillas del río hay unos escondites de primera, pero ten cuidado. No olvides que soy una viuda honesta y tú, una hija de buena familia. Aprovecha todo lo que puedas, cabrita, acumula todo lo bueno que puedas. Tú no sabes lo bueno que es extrañar. Eso es lo que necesitas.

Leonora continuó alegre durante todo el domingo porque cuando Ascanio retiró el dibujo de Rufo del tubo de metal para exponerlo sobre la mesa, ella todavía dormía y no se enteró de la discusión con Tieta.

Ascanio también se acostó eufórico en la hamaca armada para Ricardo, en la terraza. Había, tardado en adormecerse, reflexionaba sobre lo que había sucedido en las dunas. La seguridad de ser amado por la más bella y perfecta de las mujeres lo hacía sentirse invencible, capaz de conquistar el mundo. Para ponerlo a los pies de Leonora. Se despertó al amanecer, cuando el sol empezaba a asomar, corrió a la playa, nadó, rió solo. Fue al pueblo a buscar noticias del equipo de técnico que, según había anunciado el doctor Lucena, había salido rumbo a Mangue Seco hacía algunos días. Equipo tan numeroso no podía pasar inadvertido. Sin embargo, no obtuvo ninguna información. Jonás con su pipa de barro, señaló el mar con su muñón:

—Ha hecho un tiempo de perros. Por aquí no pasó nadie, perdieron el rumbo o desistieron.

—Tal vez estén en la aldea.

—Tal vez.

Al volver, ve a Tieta en la puerta del Curral. Cuenta con la buena voluntad de la madrastra de Leonora para sus proyectos matrimoniales. Hablará con ella cuando se inaugure la chapa de la calle Antonieta Esteves Cantarelli, en breve. Pero la adhesión de la millonaria a la causa de la Brastanio la puede obtener hoy mismo, esa misma mañana, con sólo mostrarle la obra de arte del decorador Rufo. Como habitante de São Paulo, viuda de un industrial, poseedora ella misma de acciones en las fábricas, doña Antonieta será sensible a aquella «deslumbrante visión de futuro», como una vez más calificaba al dibujo en colores.

El apoyo de la madrastra de Leonora es fundamental. Arrastrará a toda la población, doña Carmosina y el comandante se quedarán hablando solos. En cuanto al vate Barbozinha, ¿quién presta atención a los poetas? Recibe un shock con la inesperada reacción de Tieta:

—¿Cómo te atreves a mostrarme una porquería de ésas el día de la inauguración de mi choza en Mangue Seco? Esos proyectos y planos sólo sirven para engañar incautos. —Recorre con la vista el panorama de edificios, chimeneas, casas y rutas—. ¡Qué horror! Si realmente te gusta Agreste, como yo creo, Ascanio, larga ese asunto, da gracias a Dios por lo que tenemos, parece poco, pero es mucho.

—Me admira que diga eso, usted que obtuvo la conexión de la luz de la Hidroeléctrica…

—La luz es una cosa, contaminación otra. Tú eres inteligente, sabes que si esa industria encontrara otro lugar donde instalarse, no vendría a estos confines. Si esperas que yo te ayude en esos proyectos, entérate que estoy en contra. No cuentes conmigo.

Ascanio trata de argumentar, repite frases del Magnífico Doctor y de Rosalvo Lucena pero Tieta le corta la palabra:

—No gastes tu latín, no me vas a convencer. Simpatizo mucho contigo, pero antes está Agreste, me encanta Mangue Seco.

—Mi modo de amar a Agreste es otro, doña Antonieta —adopta el acento empresarial de Rosalvo Lucena—, soy un administrador, tengo responsabilidades públicas…

—Entonces quédate con tus responsabilidades, yo mantengo mi opinión. Y guarda esos cuadros y discursos para Agreste. Hoy es un día muy especial para mí, no quiero nada de peleas y discusiones, quiero mucha alegría. Ve a pasear con Leonora, ella todavía no ha ido a Saco, apenas conoce Mangue Seco. Muéstrale todo, aprovecha antes de que sea tarde, queda poco tiempo, Ascanio. —Piensa en Ricardo y murmura. Muy poco…

Nuevamente se establece una tregua, la última. Sin embargo los rostros no se componen. Tieta conserva en la retina el paisaje de acero y hormigón que vio en el dibujo: los edificios de las fábricas, las chimeneas, las residencias de técnicos y administradores, las casas de los obreros y, más lejos, en las cercanías de las dunas, la suntuosa vivienda, reservada sin duda para los directores de la industria. El hormigón armado ocuparía el lugar de los cocoteros, desaparecería el manglar bajo el asfalto de la ruta que llegaría de Agreste. No habría más chozas, dejaría de existir la población, en lugar de las canoas habría embarcaciones cargadas de toneles. Se extinguirían cangrejos y pescadores.

Junto con la controvertida visión de futuro, Ascanio se guarda la euforia y suficiencia con que iniciara su pregón matinal sobre los méritos de la Brastanio. ¿Al referirse al poco tiempo que debe ser bien aprovechado, doña Antonieta hace alusión a la instalación de la fábrica, con cambios inevitables en el paisaje de Mangue Seco, o al inminente regreso de ella y la hijastra a São Paulo? Los postes de la Hidroeléctrica ya han alcanzado las tierras del municipio, doña Antonieta tiene razón, queda poco tiempo para todo lo que hay que hacer.

Tieta se ocupa del desayuno cuando oye el ruido del motor del barco de Pirica. Deja solo al huésped, sale corriendo a la playa al encuentro de Ricardo:

—Leonora ya está despierta, se ocupará de ti.

Doña Carmosina y Elisa bajan del barco. Ricardo no vino. Tieta recibe y lee el mensaje del «sobrino que te adora y te extraña», hace un bollo con el papel, lo tira en la arena. Se esfuerza para acompañar con buena cara el trasbordante alborozo de doña Carmosina, entregada al minucioso relato del sensacional acontecimiento de la víspera, la fiesta de cumpleaños de Peto en la pensión de Zuleika, la iniciación. En otra oportunidad, la noticia hubiera sido motivo de una larga conversación de comadre, entremezclada con carcajadas y malicia. Sólo merece un comentario casi indiferente:

—¿Desvirgaron al chico? Ya era hora. Se lo pasaba refregándose por las piernas de las mujeres.

Le interesa muy poco lo que le pasa a Peto. Lo que le importa es el otro niño, el que ella había iniciado en las dunas, el suyo, que en ese momento debía de estar en la sacristía de la Matriz anotando la cantidad de sotanas e imágenes que había. ¿Por qué no largó el inventario en manos del padre y de las beatas? ¿Cómo puede estar ausente el día de la inauguración del Corral, de la casa que habían construido juntos, amasando el barro de las paredes? ¿No sabe que la nueva cama, con el colchón de lana, espera para ser inaugurada? Tieta nunca había imaginado que pudiese llegar a tener celos de templos y altares, ceremonias y oraciones, ¡qué cosa tan ridícula! Doña Carmosina la arrastra a la Toca da Sogra, en busca del comandante.

En la cocina, doña Laura dirige la preparación del almuerzo. Elisa va a ayudarle. En la terraza, doña Carmosina y el comandante exigen el inmediato regreso de Tieta a Agreste para colaborar en la recolección de firmas contra los proyectos de la Brastanio. El comandante, que está despierto desde las cinco de la mañana, había visto a Ascanio en el pueblo, supo que estuvo preguntando por una caravana de técnicos de la Brastanio que debía estar por llegar. Numerosa, según había dicho. Debe de ser el comienzo de la invasión.

—Le pedí a Ascanio y te lo pido a ti, que hoy eviten discutir sobre ese asunto. No quiero que se arruine mi fiesta.

—Está bien, prometemos no discutir, pero tú promete que volverás a Agreste. Te necesitamos allá —dice el comandante.

—Por lo menos concédanme unos días en mi choza. Me dio mucho trabajo y me costó un dineral.

—No podemos perder ni un minuto, Tieta. Si tú no nos apoyas, no vamos a obtener nada. Todo depende de ti.

—¿Qué es todo? Hacen que me sienta una criminal. ¿Al final de cuentas quién soy yo para impedir que instalen aquí esa maldita fábrica?

—¿Qué quién eres tú? Como dice Modesto Pires, tú eres la nueva patrona de Agreste. Después de Dios, el pueblo sólo confía en tí —sentencia doña Carmosina.

—Nadie adora a Mangue Seco más que yo. En el verano, casi no aparezco por Agreste. —Hay un reto de censura en la voz del comandante—. Pero, porque estoy completamente enloquecido con este lugar, estoy dispuesto a quedarme en la ciudad el tiempo que sea necesario. Es allá y no aquí donde se puede hacer algo en concreto.

—¿Quién se lo dijo, comandante? —Tieta considera a sus amigos en silencio, baja la voz—. Si se hizo algo capaz de surtir efecto, fue aquí, en Mangue Seco. No debería contarlo, lo prometí. Pero de cualquier manera, día más, día menos, se van a enterar.

—¿Qué es? —doña Carmosina se impacienta.

—Ese equipo de la Brastanio, ése que Ascanio anda buscando…

Oyen petrificados la espantosa aventura. Doña Carmosina se pone la mano sobre el pecho para contener su corazón:

—Hasta siento palpitaciones. No lo puedo creer.

El comandante Darío, hombre de ley y de orden, recomienda:

—Haz de cuenta que no me has dicho nada.

Tieta trata de sonreír pero no hay alegría en su sonrisa. Recuerda el dibujo expuesto sobre la mesa y la seguridad de la voz de Ascanio: ése es un asunto definitivamente resuelto, doña Antonieta. ¿Para qué va a ir a Agreste a luchar contra la Brastanio? Tieta sabe que no tiene cómo impedir el establecimiento de la industria de dióxido de titanio en el cocotal de Mangue Seco. Los problemas de esa relevancia son discutidos y decididos en altas esferas, entre los grandes, el resto no cuenta. ¿Cuántas veces Felipe consiguió, con maniobras, dinero y prestigio, pasar por encima de leyes y del interés de los demás, de la inmensa mayoría? En el «Refugio de los Lores», en la tranquilidad de las salas reservadas se realizaban encuentros donde eran tratados y obtenidos proyectos de edificios, localización de fábricas, concesiones de patentes, de los más diversos favores, negociados de todo tipo. Ay, comandante, no se va a ganar nada con mandar noticias a los diarios, sonetos de maldición, protestas de los pobres diablos de Agreste. Ni los tiburones en el mar revuelto. Carmo ni ellos impedirán el fin de los cangrejos y de los pescadores, el fin de Mangue Seco. Sólo les resta aprovechar los últimos días, que son pocos. Llega a abrir la boca para decir todo esto, pero se contiene. ¿Para qué entristecer a los amigos, sobre todo en un día de fiesta? Promete ir a Agreste lo antes que pueda.

Osnar, Aminthas, Seixas y Fidelio desembarcan de la lancha de Eliezer a la hora del almuerzo, muertos de cansancio. Después, a la sombra de las palmeras, buscan sitio para dormir la siesta. El vate Barbozinha está más cansado: ya no tiene salud para pasarse noches sin dormir, bebiendo y bailando. Había traído los originales de los Poemas de la maldición pero ni los saca del bolsillo; no encuentra ambiente para recitar.

—¿Por qué no vino Ricardo? —pregunta Tieta a Asterio quien se acerca acompañado por Elisa. De todos los invitados es el único que está en forma, bien dormido, de buen humor, satisfecho de la vida.

—Estaba en la iglesia, con el padre y las celadoras. Ocupado en algo, no sé en qué. Pasé por ahí para saber si Perpetua venía, me dijo que no, pero me pidió que te avisara que un día de éstos va a venir con el padre Mariano para bendecir la casa. Hablando de casa, quería avisarte que mañana Elisa y yo nos mudamos.

Había decidido no esperar la conclusión de las obras encargadas en la residencia de doña Zulmira. La pintura y las terminaciones se llevarían a cabo con ellos dentro de la casa, apurando al maestro Liberato.

Una vez más agradece a la cuñada y bienhechora y pregunta:

—¿Quieres ocupar en seguida tus aposentos o vas a seguir hospedada con Perpetua?

—Me quedo allá. Tengo alergia a la pintura fresca. Ya ando con el estómago revuelto por el olor de la puerta y la ventana del corral, imagínate en un caserón como ése. Además, por los pocos días que me quedan en Agreste, no vale la pena mudarse. Otra vez que venga, me quedo con ustedes. —Si dejara la casa de Perpetua, ¿cómo haría para dormir con Ricardo las últimas noches, las postreras?

Con la cabeza gacha, callada, mientras garabatea la arena con un tallo de palmera, Elisa sigue el diálogo. El silencio de la hermana irrita a Tieta:

—¿No tienes nada que decir, Elisa? ¿No estás contenta?

Elisa se estremece:

—Claro que estoy contenta. ¿Por qué no habría de estarlo?

—Entonces, ¿por qué pones esa cara de entierro?

—Pobrecita Elisa, anda así desde la muerte del Viejo. Todavía no se recuperó… —explica Asterio.

Tieta desvía la vista de su hermana y mira al cuñado; por segunda vez en ese domingo está por abrir la boca, pero la cierra, arrepentida, sin nada para decir: simpatiza con el pobre desgraciado y la verdad casi siempre es cruel, hiere y lastima. Domingo de mala suerte. La fiesta parece un velorio.

A la hora del regreso, cuando los invitados se dirigen al embarcadero, al observar a Tieta parada en la playa con el rostro serio, Leonora larga el brazo de Ascanio y corre hacia ella:

—Me quedo contigo, madrecita, no voy a dejarte sola.

La respuesta es brusca:

—¿Por qué no? ¿Qué bicho me va a picar? —en seguida ablanda la voz, toca los rubios cabellos de la muchacha, húmedos de salitre—. No seas tonta, cabrita. Ve y aprovecha. No te preocupes por mí. Dentro de poco llega Ricardo, ni bien termine de ayudar al padre. Como compañía me basta con él.

También doña Laura y el comandante le despiden:

—Te espero en Agreste. Tieta. Ve pronto.

Las embarcaciones cortan las olas de la barra, se distancian del río. Las mujeres del poblado cargan cestas repletas de cangrejos y marchan por la orilla del río. La inmensa noche se avecina.

LA RIVAL DE DIOS.

La ausencia de Ricardo le dolía en todo el cuerpo, de la punta de los pies a los caracoles de sus cabellos, en cada músculo, por dentro y por fuera. Estaba vacía y necesitada, sin remedio.

Pensó que jamás volvería a sentir tamañas ansias, ese deseo que le roía la carne, esa aflicción que le destrozaba el pecho. Una vez le había sucedido, hacía muchos años, cuando Lucas huyó de Agreste, sin avisar ni dejar dirección. Al llegar, fogosa, para la fiesta en el lecho de doña Eufrosina y del finado doctor, en la cálida suavidad del colchón de lana, se encontró con la ventana del cuarto cerrada sobre el callejón y sobre su pasión de adolescente deslumbrada y ávida. Derrotada, perdida, se demoró espiando entre las hendijas de la ventana para ver si hallaba la sombra de un bulto; apoyó el oído para ver si percibía alguna respiración. ¿Cuántas horas había permanecido allí parada, en la calidez de la noche, junto a la ventana, antes de arrastrarse, enferma, hacia su primera soledad? Roída de deseo, quería tenerlo y no podía. No le había vuelto a suceder. Desde entonces, siempre fue ella la que no aparecía, la que faltaba a los encuentros, la que se ausentaba o cerraba puertas y ventanas. Las puertas del cuerpo y del corazón.

Blanca sábana de lino, colchón de lana venido de Estancia, ancho estrado propicio a los embates extremos, olor a pintura fresca, todo nuevo para la fiesta de inauguración. Insomne, Tieta se pasó la noche en vela, larga noche de no acabar, otra vez sola y sin remedio, en ese querer tener y no poder. En el placer de oraciones, ceremonias, tareas de sacristía, Ricardo la olvida y abandona. Amante de tiempo dividido, de corazón dividido entre ella y Dios.

No imaginó que Ricardo pudiera estar durmiendo con otra mujer, no sabía nada de María Imaculada, había creído píamente en la excusa garabateada en el mensaje que le entregó doña Carmosina, en el inventario de bienes de la parroquia. Las mujeres andaban atrás del seminarista, es cierto, ella se había dado cuenta. Doña Edna, sin el menor pudor, ni siquiera se preocupaba por disimular, ninfómana, ¡puta de mierda! Sin embargo, cuando, se trata de cama, Tieta se siente segura.

Nunca ningún hombre, por más inconstante o mujeriego que fuera, la había dejado por otra. Lucas fue el único que tomó la iniciativa de romper. Ella había abandonado a todos los demás, sin excepción; ni bien sentía los primeros síntomas de cansancio, adiós; así evitaba el desfile de peleas, ruegos, acusaciones, mentiras y tristezas de final de romance. Abruptamente cortaba, apenas comprobaba la sensación de hastío. Lo hacía para conservar íntegro el recuerdo de la aventura, para sentir nostalgias, cuantas más, mejor. Pasiones, aventuras, amores fugaces o prolongados, románticos o lascivos, no son sino aventuras con final, lo que no impide que sea, cada una de ellas, en cierto momento, el amor exclusivo, único, definitivo e inmortal.

Ricardo es el amor único y exclusivo, definitivo e inmortal, nunca tuvo otro, ni lo tendrá. Lo necesita allí, en ese momento, inmediatamente y sin falta. El deseo le roe las carnes, el orgullo herido. Considera absurda la posibilidad de que esté con otra, pero no por eso Tieta se siente menos abandonada y ofendida. Vacía y necesitada, atravesó la noche más larga de su vida, aquella que debería haber sido la más alegre y plena.

Cuando por fin consiguió dormirse, tuvo una pesadilla atroz. Bajo un cielo negro, en el mar inmundo, cementerio de peces y cangrejos, flotaban destrozos del Curral do Bode Inácio y de las chozas de los pescadores. En la extinta línea del horizonte, vislumbró a Ricardo, glorioso arcángel, y le extendió los brazos, tratando de escapar de la muerte. Indiferente, él se alejó, en pos de Dios, dejándola debatirse, condenada. Donde había existido antes el esplendor paradisíaco de la playa de Mangue Seco, creció un paisaje paulista de fábricas, edificios de hormigón armado, hierro y acero, humo y muerte.