EXORDIO O INTRODUCCIÓN DONDE EL AUTOR, ASTUTO, INTENTA EXIMIRSE DE TODA Y CUALQUIER RESPONSABILIDAD Y TERMINA POR LANZAR UN IMPRUDENTE DESAFÍO A LA SUTILEZA DEL LECTOR CON UNA PREGUNTA SIBILINA.
Comienzo por avisar: no asumo ninguna responsabilidad por la exactitud de los hechos, no pongo las manos en el fuego, sólo un loco lo haría. No sólo porque han transcurrido más de diez años, sino sobre todo porque cada cual posee su verdad, su razón también, y en el caso a comentar, no vislumbro perspectiva de medios términos, de acuerdo entre las partes.
Enredo incoherente, confuso episodio, lleno de contradicciones y de absurdos, consiguió atravesar la distancia que media entre el olvidado pueblito fronterizo y la capital —los doscientos setenta kilómetros de pozos en el asfalto de segunda y los cuarenta y ocho de barro de primera o de polvareda de primerísima, polvo colorado que se incrusta en la piel y resiste a todos los jabones de calidad— e impactó a la prensa metropolitana.
Noticiario al comienzo, entre burlón y sensacionalista, en seguida patriótico y discreto, ya que estaba bien pagado, se disolvió rápidamente en anuncios, algunos a plena página.
Cierto semanario de dudosa tradición —adjetivo mal empleado: ¿por qué dudosa?— se las dio de valiente en un artículo de primera página, con agresivo y violento titular, y amenazó con enviar reportero y fotógrafo a aquellos confines para aclarar la gravísima denuncia, la monstruosa conspiración, el peligro aterrorizante, etc., etc. La arrogancia y la indignación duraron un número, el honrado director se metió la valentía en el culo y se olvidó del candente tema. Todavía joven pero ya veterano en las lides de la prensa, ostentando por lo bajo ideología radical y principios explosivos, sin embargo con tendencia a fines benéficos, Leonel Vieira ahogó protestas y amenazas en whisky escocés, en la grata compañía del doctor Mirko Stefano y de algunas apetitosas muchachas, todas ellas de óptimas relaciones públicas y poca vestimenta. Poca, es un modo de decir: dos de las más favorecidas exhibían largas túnicas transparentes y debajo, nada o casi nada, túnicas ésas, en la opinión de entendidos, más excitantes que los cortos shorts o los breves bikinis. Éste era el amable tema de debate entre el doctor y el periodista, única divergencia que los separaba en el bar, al borde de la piscina. En lo demás, acuerdo total. En cuanto a mí, si me permiten opinar, prefiero los largos transparentes lamidos por un haz de luz, que revelan volúmenes y sombras ¡ay! Pero ¿qué importa mi opinión?
La mía, la vuestra, cualquier otra, ante los potentes argumentos del doctor Stefano, argumentos en divisas, afirman, si bien no se tiene certeza sobre la moneda original, dólares o marcos occidentales, tal vez los dos. Tan irresistible dialéctica del simpático testaferro, llevó al astuto cronista social Dorian Grey Junior a proclamarlo Mirkus, el Magnífico Doctor, en desborde de adulación. Simple testaferro de ignotos patrones, tal como lo insinuó el semanario en aquel exclusivo y atrevido artículo —atrevido, exclusivo y muy bien capitalizado; además, era toda una garantía para la izquierda, pues ¿qué otro órgano de la prensa oral o escrita osó interpelar y amenazar? Posición clara y definida, prueba para ser exhibida en caso de ser necesario, nadie sabe lo que puede suceder el día de mañana, ahí nomás está el ejemplo de Portugal, ¿quién podía preverlo? Además, no ha de ser un simple cheque, por más poderoso que sea, ni botellas de escocés, ni el vientre en flor de las permisivas relaciones públicas los que avalarán las convicciones ideológicas, los sólidos principios del íntegro y dúctil periodista; Leonel Vieira posee fibra y carácter capaces de digerir cheques, licores y beldades, conservando inmutables los principios y la ideología. Embolsa el cheque, falsifica whisky, se babosea en pescuezos y trastes, se las da de cumplidor en el diario y al mismo tiempo proclama —por lo bajo— los principios. Radicalísimo. Una joya.
En cuanto a los grandes patrones, ésos no se dejan ver en bares, no brindan con oportunistas y prefieren las bellezas totalmente desnudas, en el confort y el recato, lejos de cualquier exhibición pública. Ay, si yo tuviera la honra, la gloria suprema de que por lo menos uno de ellos apareciera en las mal hilvanadas páginas de este relato; sería el súmmum para este modesto escriba poder contar con tamaño personaje. Realista, con los pies en la tierra, no espero que suceda semejante milagro: ¿dónde encontrar fuerzas capaces de arrastrar a un lord importado a aquel «culo del mundo», a través del barro y la suciedad? En caso de que todo salga bien, aprobado el proyecto, instalado el complejo industrial, cuando el progreso llegue con asfalto sólido, autopistas de mano única, moteles, muchachas de túnicas transparentes, agentes de seguridad, ahí sí, tal vez lleguemos a tener el privilegio de ver Con nuestros ojos, que la tierra se ha de comer, a uno de esos grandes del mundo, envuelto en oro.
De cualquier modo, sigo adelante, aun sabiendo que algunos detalles difícilmente merecerán crédito por parte de las personas sensatas, encajarlos exige martillo ruso Y tarugo, para usar la expresión de la vieja Milu, repetida cada vez que el bardo Barbozinha termina de narrar algo sobre el más allá y el pasado o, indómito, penetra futuro adentro, con voz elocuente e impostada —impostada por una embolia que lo aquejara años atrás y que por poco lo desencarna. Sin embargo no fue para tanto, sólo lo suficiente como para jubilarlo del plantel de empleados de la intendencia de la capital, donde ejerció con relativa capacidad y, cierta negligencia, funciones de escribiente, y traerlo de vuelta a las pocas y sosegadas calles de Sant’Ana do Agreste, cuyos límites culturales, con tal retorno, se ampliaron en seguida, pues Barbozinha —Gregorio Eustaquio de Matas Barbosa— es autor de tres libros, publicados en Bahía, dos de poesía y uno de máximas filosóficas.
De todo eso, se irá dando información en el desarrollo del relato. Aquí sólo he venido a salvar el pellejo, a declinar cualquier responsabilidad. Relato los hechos de acuerdo a como me fueron narrados, por unos y otros. Si de cuando en cuando meto cuchara y planteo opiniones y dudas, es porque tampoco soy de hierro, ni me siento indiferente a las «agitaciones sociales, vendavales del siglo que convulsionan el mundo». (De Matas Barbosa, en Máximas y Mínimas de la Filosofía, Dmeval Chaves Editor, Bahia, 1950). Sólo soy prudente, lo que en estos tiempos no es virtud ni mérito y sí necesidad vital.
De una cosa desearía tener seguridad en el momento en que coloque punto final a las páginas de este folletín, y para eso cuento con la ayuda de ustedes, les lanzo un desafío: respondan quiénes son los héroes de la historia, quiénes lucharon por el bien de la tierra y del pueblo. Todos hablan en nombre de la tierra y del pueblo, cada cual más ardiente y gratuito defensor. Pero si se descubre dinero de por medio, en el bolsillo de quienes ya se sabe, pueblo y tierra que se fastidien.
En esta embrollo, cuyos nudos comienzo a desatar, ¿quién merece dar su nombre a una calle, avenida o plaza, recibir artículos laudatorios, homenajes, condecoraciones, ciudadanía y ser proclamado héroe? —respondan ustedes. ¿Aquellos que defienden el progreso a toda costa —páguese su precio sin reclamar, sea cual fuere— a ejemplo de Ascanio Trindade? Si hubiese pagado con la vida, habría pagado menos caro. Si no fueran ellos, ¿qué otros? No ha de ser a Barbozinha o a Doña Carmosina o a Darío, comandante sin tropa para comandar, a quienes confieran tales honras, mucho menos a Tieta, mejor dicho a Madame. Las palabras también cuestan dinero, héroe es un vocablo noble, de mucha consideración.
Agradeceré a quien me dilucide la moraleja de la historia, cuando lleguemos juntos al final. Si es que existe moraleja, ya que tengo mis serias dudas.
CEREMONIOSO CAPÍTULO EN EL QUE SE ENTABLA CONOCIMIENTO CON LAS TRES HERMANAS: LA POBRE, LA ACOMODADA Y LA RICA; ESTANDO LA ÚLTIMA AUSENTE, QUIEN SABE SI PARA SIEMPRE; DONDE SE CONOCE SOBRE LA CARTA MENSUAL Y EL CHEQUE ÍDEM, ANSIOSAMENTE AGUARDADOS SOBRE TODO EL CHEQUE, COMO ES NATURAL, Y TAMBIÉN SOBRE PEQUEÑAS MISERIAS Y MÍNIMA ESPERANZA, EN LA HORA DEL BOCHORNO. DONDE, EN RESUMEN, SE PLANTEA UNA INQUIETANTE PREGUNTA: ¿TIETA ESTÁ VIVA O MUERTA? ¿CRUZA LOS MARES EN VIAJE DE TURISMO O YACE EN UN CEMENTERIO PAULISTA?
Erecta en su silla, con las manos cruzadas sobre el pecho magro, toda de negro, de los zapatos al chal, con ese luto cerrado desde la muerte del marido, Perpetua baja la voz y lanza su tan fúnebre hipótesis:
—¿Y si le pasó algo? —vuelve la cabeza hacia su hermana, susurra: —¿Y si estiró la pata? —y esa voz chillona y áspera aunque pausada, es desagradable—: ¿Y si murió?
Elisa se estremece, suelta el repasador, sintiéndose derrotada por el mal presagio. Hace dos días y dos largas noches que intenta sacarse de la cabeza ese maldito presentimiento que la persigue, que le quita el sueño y que la deja con los nervios de punta.
—¡Ay! ¡Dios mío!
Perpetua separa las manos, estira la pollera de gorgorán bien planchada, ratifica con un movimiento de cabeza; no había hecho una pregunta y sí una afirmación. Fácil, por otra parte, de comprobar:
—Hoy es veintiocho, prácticamente fin de mes. La carta siempre llega alrededor del cinco, nunca pasa del diez. Para mí que estiró la pata.
La cara de Elisa es linda, aunque esté algo desaliñada durante la mañana debido a sus ocupaciones domésticas: morena de tez pálida, ojos melancólicos, labios carnosos. Bajo la negligencia del vestido viejo y descuidado, se yergue, sobre las chinelas gastadas, un cuerpo esbelto, de caderas anchas y pechos rígidos. Un destello de curiosidad brota de sus ojos asustados. Elisa busca en la cara de su hermana, además de la preocupación por el dinero, algún otro sentimiento. No lo encuentra: la proclamada muerte de Tieta no aflige a Perpetua, sólo tiene miedo por la suerte del cheque. El cese de la remesa mensual asusta igualmente a Elisa: además de perder esa ayuda indispensable, tendrían que sustentar al padre y a la madre, ¿dónde obtener lo necesario? ¡Qué horror! ¡Dios no lo permita!
Algo terrible, sin duda, pero había más y y peor. Al escalofrío de miedo le sigue la tristeza, una opresión en el corazón. Si ella murió, entonces todo se acabó para siempre, no sólo el cheque, también la tenue esperanza; quedará nada más que el vacío. Esa hermana Antonieta —entre paréntesis, medio hermana, ya que Elisa había nacido del segundo e inesperado casamiento del Viejo Zé[4] Esteves— de quien no conserva ningún recuerdo, de quien sabe tan poco, es la razón de ser de Elisa.
En los últimos años, sobre todo después del casamiento, había comenzado a idealizar la figura de la ausente, especie de genio bueno, heroína de cuentos de hadas, imagen huidiza, casi irreal, que se concreta en el auxilio mensual y en los esporádicos regalos. Reuniendo frases oídas, algunas antiguas anécdotas, comentadas por el padre y la madre; la letra ancha y redonda de las pequeñas cartas —parcas en palabras y noticias, reducidas a las mismas preguntas que no eran ni secas ni frías: la salud de los ancianos, de las hermanas, de los sobrinos, y que contenían, además del cheque, abrazos y besos— donde el perfume todavía no se había evaporado del sobre, después de tantos días de correo; los paquetes de ropa usada, poco usada, casi nueva; el título de comendador ostentado por el marido; la fotografía en la revista. Elisa había construido, poco a poco, un imaginario retrato de su hermana, hada alegre, linda y bondadosa, que habitaba un mundo rico y feliz. Piensa y se apoya en esa visión mientras sueña con otra vida, más allá de la apatía y el cansancio. Muerta Antonieta, ¿qué le quedará a Elisa? Las revistas de fotonovelas, nada más. ¡Ni eso, mi Dios! ¿Dónde encontrar las moneditas que sobran de los gastos para comprarlas?
Siente tristeza por todo lo que perderá, el dinero mensual, los regalos, el devaneo, el sueño, pera también tristeza simplemente por la muerte de la hermana; ¿volverá alguien a gustarle tanto como esa media hermana que no conoce? Reacciona, ante la necesidad de conservar por lo menos la esperanza: Perpetua imagina siempre lo peor, pájaro de mal agüero.
—Si hubiera muerto, ya lo sabríamos, alguien nos habría dado la noticia. En su casa tienen nuestra dirección. Todos los meses nos escribe, ¿no? Habrían avisado… —hace dos días que repite esos argumentos para sí misma: mientras trabaja en la casa, o permanece insomne en la cama.
—¿Pero quién nos avisaría? Sólo si su marido y la familia de ella fuesen locos.
—¿Locos? No veo por qué.
Perpetua estudia a la hermana en silencio, preguntándose si debe contar o no; al fin, se decide, de cualquier forma tendrá que saberlo:
—Porque con su muerte, tenemos derecho a una parte de la herencia. Nosotros tres: el Viejo, tú y yo.
Elisa vuelve a secar los platos, ¿de dónde habrá sacado Perpetua aquella idea de herencia? ¡Se oye cada tontería!
—El que va a heredar es su marido, el comendador. ¿Por qué iríamos a heredar nosotros? Puede ser que ella deje algo para papá, ha sido buena hija, demasiado buena. Pero, a nosotras dos, ¿por qué? Cuando ella se fue de casa, yo tenía menos de un año. Y…, ¿no fue por tu culpa que ella se fue?
—Ella se fue porque quiso. No tengo ninguna culpa.
—¿No fuiste tú quien fue con chismorreos a papá? Abriste el pico; él casi la mata a palos y la dejó en la calle, ¿no fue así? Mamá me contó cómo fue y papá lo confirmó, dijo que tú fuiste culpable.
—Ahora dicen eso para justificarse. Después que empezó a mandar plata, se convirtió en santa. ¿Por qué tu madre no se condolió en su momento? ¿Quién le dio la zurra, quién la largó fuera de casa? ¿El Viejo o yo?
Elisa extiende sobre la mesa el mantel viejo manchado de aceite, de feijão[5], de café —la mano de Asterio es torpe, no sabe servirse caldo o salsa sin derramar, el infeliz. Se encoge de hombros, no responde a la pregunta de Perpetua, que el padre y la hermana decidan entre ellos de quién es la culpa; de ella, Elisa, no fue, no había cumplido todavía un año cuando se hizo la denuncia, y ocurrieron la expulsión y la fuga.
Perpetua entrecierra los ojos de garza, ¿por qué Elisa se empeñaba en recordar el pasado? ¿Acaso la propia Antonieta no había olvidado, hace mucho, agravios e injusticias? ¿No envía dinero, regalos? ¿No ayuda a los gastos? Además, no hay mal que por bien no venga, ¿no es así? Si ella no hubiese sido echada de casa, en vez de partir hacia el sur y triunfar en São Paulo, bien casada, llena de plata, feliz de la vida, habría permanecido allí, en aquel agujero, vegetando en la pobreza, sin derecho a tener novio y casarse, ya que la historia del viajante se había convertido en seguida de dominio público; sin derecho a nada, mera criada del padre y de la madrastra.
—Si ella no se acuerda de esas cosas, ¿por qué las recuerdas tú?
—No lo hice con mala intención, sino sólo para demostrarte que ella no tiene ningún motivo para querer dejarnos su herencia.
—No depende de que ella quiera o no… —Perpetua entrecierra los ojos, arregla su pollera y saca una basurita invisible de la blusa—: Cuando ella se muera, la mitad de su fortuna queda para el marido y, como no tienen hijos, la otra mitad se divide entre los parientes cercanos, o sea, el Viejo, y nosotras, el padre y las hermanas.
—¿Y tú como lo sabes?
—Me lo dijo el Doctor Almiro…
—¿El fiscal? ¿Y cómo se te ocurrió hablar de eso con él?
—Lo que se dice hablar, no hablé. Él estaba conversando con el padre Mariano, y yo estaba oyendo junto con otras celadoras. Estaban hablando de la herencia de don Lito, que dejó todo su dinero para que el padre diera una misa por la salvación de su alma en la Iglesia de Nossa Senhora de Sant’Ana. Pero ya pasaron más de seis meses desde que murió y hasta ahora, el padre no vio ni un cobre. El caso fue confiado al juez, en Esplanada, porque los parientes hicieron lío, con abogado y todo. El doctor Almiro dijo que por ley, la mitad es de ellos. Y ahí yo empecé a preguntar, como quien no quiere la cosa…
—¿O sea que cuando muere una persona, la mitad de lo que tiene queda para los parientes?
—Es así nomás… —Perpetua busca en el bolsillo de su pollera un pañuelo para secar las gotas de sudor que le corren por la frente; junto con el pañuelo aparece un rosario de cuentas negras.
—Quieres decir que, si tú te mueres, mitad de lo que es tuyo queda para mí y para papá…
—No prestaste atención a lo que te dije: sólo es así cuando quien muere no tiene hijos; es el caso de ella, pero no el mío. Cuando yo me muera, lo que deje va a ser repartido entre Ricardo y Peto, mis hijos, mis únicos herederos. Y así fue cuando el Mayor murió —hace la señal de la cruz, eleva los ojos murmurando Dios lo tenga en su gloria—: la herencia fue repartida, mitad para mí, mitad para los chicos. El doctor Almiro…
—¿También eso le preguntaste?
—Siempre vale la pena saber.
—¿Y tú crees que ella murió y que el marido no nos avisa para quedarse con todo?
—¿Y por qué no? ¿Por qué ella nunca nos dio su dirección? Nos mandó escribir a Apartado de Correos, ¿dónde se ha visto? Debe de ser una prohibición del marido, para que no nos enteremos. ¿Sabes el apellido de él? Yo tampoco. Es comendador de acá, comendador de allá, y se acabó, nada de apellido. ¿Por qué? Tú no te das cuenta de esas cosas, pero yo he pensado mucho en eso y saqué mis conclusiones.
También Elisa había considerado aquellas rarezas. Sin embargo, según su opinión, el significado de la falta de dirección, de apellido, la ausencia de mayores detalles sobre la vida Y la familia, era otro: Antonieta había perdonado todos los agravios, no había guardado rencor, pero no había olvidado el pasado, no quería ni el menor contacto con los parientes, gente mezquina del interior, no los quería metidos en su mundo maravilloso. Ayudaba al padre y a las hermanas como cabe a las hijas cuando están en buena situación. Obligación cumplida, conciencia en paz, punto final: reserva y distancia. ¡Si les interesa, pienso que ella hace muy bien! Era eso y nada más, el resto no pasaba de una invención de Perpetua, la malpensada que siempre encontraba maldiciones y desgracias en todo. Si Antonieta hubiera decidido dejar algo para el padre y las hermanas, después de su muerte, habría tomado las medidas necesarias con anticipación, estaría todo dispuesto y establecido.
—Yo creo que no. Si ella hubiera muerto, ya lo sabríamos.
Termina de poner la mesa, se queda quieta, con la mirada perdida:
—Debe de estar viajando, disfrutando de la vida. Cada vez que se va a pasear, sus cartas se atrasan. Se atrasan pero llegan. ¿Te acuerdas cuando fue a Buenos Aires y nos mandó aquella postal tan linda? Eso es vida: viajes, paseos, fiestas. ¡Qué buena es Tieta, recordándonos en medio de tanta animación! Si yo hubiera tenido su suerte, nunca más, realmente nunca, más hubiera dado noticias de mi persona.
Vuelve la vista hacia Perpetua que ahora pasa las cuentas del rosario:
—Te voy a decir una cosa. Si quieres creerme, créeme, si no… Yo no deseo la muerte de Tieta, ni siquiera para heredar todo su dinero, sin tenerlo que dividir con nadie.
—¿Y quién la desea? —Perpetua suspende la oración, y después, con una cuenta negra entre los dedos, agrega—: Pero si no llegan más cartas, es señal de que Antonieta murió. Entonces sí que voy a remover cielo y tierra hasta descubrir al marido y recibir mi parte.
—Vas a acabar idiota, pensando tantas locuras. Ella debe de estar paseando, divirtiéndose. ¿Por qué desearle mal a una persona tan buena? Vas a ver que la carta no pasa de mañana.
—Ojalá. Fui a la casa del Viejo y está que vuela. ¿Sabes lo que me preguntó? Si Asterio no habría robado el dinero para pagar alguna deuda, como hizo aquella vez que usó el cheque para rescatar la letra vencida. El Viejo piensa que vivimos robándole. —Vuelve a manipulear el rosario, los labios sin pintura se mueven en silencio.
Con Perpetua, la cosa es así, palmo a palmo; Elisa había hecho referencia a las habladurías que se tejieron después de la partida de Antonieta, Perpetua, palabra va, palabra viene, se la devolvió, sacó a relucir el desgraciado asunto del pagaré, de cinco años atrás. Con voz cansada, Elisa replica sin vehemencia:
—Tú sabes que si él no hubiese pagado la letra, el negocio quedaba en bancarrota. Tú lo sabes, papá lo sabe…
El tono de voz, monótono, no crece:
—Pero que vivimos robando, eso es seguro; no se gana nada con que te quedes ahí sentada con el rosario en la mano, rumiando padrenuestros con ese aire de santa.
—Nunca toqué ni un centavo del Viejo…
—Ni él te iba a dejar. Robamos el de ella. ¿Para qué manda el cheque todos los meses?
—Para los gastos del Viejo.
—¿Y para qué más?
—Para ayudar en la educación de los sobrinos.
—Eso mismo. Para ayudar en la educación de nuestros hijos. El mío no llegó a cumplir dos años y nunca más pude tener chicos. Nunca más, Dios no quiso…
Los ojos van desde el comedor hasta el dormitorio, por la puerta abierta ve la cama de matrimonio que todavía está por hacer. ¿Dios no quiso? Ni para eso sirve Asterio… Con voz neutra prosigue:
—¿Y tú? ¿Acaso le mandaste decir a Tieta que Peto está en el Grupo Escolar, donde no paga ni un céntimo? ¿Que el padre Mariano arregló con el Obispo que Cardo entrara gratis en el seminario? Yo sé lo que le dijiste: que el precio de la escuela de doña Carlota, que la mensualidad del seminario… Eso sí, pero del resto, boca cerrada. ¿Por qué traes de nuevo la historia esa de la letra que Asterio rescató, como si cada uno de nosotros no tuviera sus cosas sucias?
—Fue lo que dijo el Viejo; yo no hice más que repetirlo.
—Un día de éstos, me animo y le escribo contándole la verdad: que ya no tengo ningún hijo, que una enfermedad me lo llevó, pero que necesitamos tanto el dinero que ella manda, pero tanto, tanto, que me han faltado fuerzas para comunicar la muerte de Toninho. Ella hubiera sido capaz de condolerse tanto que hasta hubiese mandado más de lo que manda. Pero yo no me animo… ¿Por qué somos así, Perpetua? ¿Por qué no servimos para nada? Por eso ella no quiere ningún contacto, no manda la dirección, ayuda de lejos.
Y continúa con voz pesada, áspera, casi tan desagradable como la de Perpetua:
—Y ella hace muy bien porque, si yo tuviese la dirección…
Los ojos miran al vacío:
—¡Ah!, ¡si yo supiera su dirección ya hubiera ido a buscarla a su casa!
Perpetua llega al final del rosario, besa la pequeña cruz:
—Hace horas que dejaste de parecer una mujer hecha y derecha; hablas lo que no debes. Tendrías que ir a ayudar a la iglesia en vez de quedarte en casa leyendo revistas y escuchando radio, perdiendo el tiempo en esas porquerías.
Elisa deja caer los brazos, la voz nuevamente neutra:
—Mañana, ni bien llegue la «marineti», voy a pasar por el correo. Ven mañana, vas a ver.
—Dios te oiga. Con la excusa de la enfermedad, hace tres meses que Lula Pedreiro no paga el alquiler. Ahora mandó la llave, se fue a vivir con el hijo, dejó la casa inmunda, un chiquero. Para poder alquilar voy a tener que darle por lo menos una mano de cal.
—Te quejas sin motivo. Vives en casa propia y todavía tienes dos más para alquilar, además de la pensión del finado. Nosotros, si no fuera por el dinero que ella manda para el angelito, no podríamos ir ni a una sesión de cine.
—Mañana, avísame en seguida si llegó o no. Si no llega, voy a tomar medidas.
—¿Por qué no te quedas a almorzar? Donde comen dos, comen tres.
—¿Yo? ¿Comer carne un viernes? Bien sabes que es pecado. Por eso ustedes no progresan. No cumplen con la ley de Dios.
Se yergue en la silla, guarda el rosario en el bolsillo de la pollera. Toda de negro, la blusa de mangas largas, sin escote, cerrada en el cuello, el rodete alto, cubierto por una mantilla, el rostro severo, virtuosa y devota viuda. Se persigna al oír la campana de la Matriz en su repicar del medio día, y se encamina hacia la puerta. En la calle desierta, resuenan los pasos de Asterio. Un aire sofocante sube de la tierra, baja del cielo. Elisa suspira, se dirige a la cocina.
DE ELISA, LINDA HASTA MORIR EN EL ESPEJO, Y DE SU MARIDO ASTERIO, EXIMIO BILLARISTA. CAPÍTULO DONDE NO PASA NADA.
Al día siguiente, cuando la «marineti» de Jairo tocó bocina en la curva próxima a la entrada de la ciudad, Elisa, sentada a la mesa antigua, quien sabe de valor, que le sirve de toilette, había terminado de pintarse los labios y sonrió a la imagen reflejada en el espejo barato colgado en la pared. Se encontró linda. La cabellera negra, bravía, ahora cuidada y suelta sobre los hombros, le enmarca el rostro pálido, la languidez de los ojos, la boca de labios glotones, acentuados por el rouge. Linda como ninguna, como dice, al referirse a las estrellas de radio, TV y cine, el admirado locutor Mozart Cooper —se pronuncia «Cuúperr»—, «voz de terciopelo en las ondas hertzianas que estimula los corazones solitarios». Corazón solitario, linda como ninguna.
Durante algunos minutos se olvidó de todo cuanto le afligía y ensayó poses y mohines, imitados de las escenas de fotonovelas: una muequita con los labios, ojos apasionados, sonrisa tentadora, desmayo de pasión, la boca al abrirse para un beso, la punta de la lengua que surge entre los labios, colorada y húmeda. ¿Besar a quién? Con un gesto cansado se encogió de hombros, los ojos se cubrieron de sombras. Vuelve a pensar en la carta, trata de tranquilizarse: está por llegar la bolsa del correo, traída por la «marineti», de hoy no pasa. ¿Y si no llegara? Durante la víspera, a la hora del almuerzo, Asterio, comilón y apurado, con la boca llena, masticando feijão y palabras, había repetido la pregunta y el lamento:
—¿Por qué tanta demora? Justo ahora, en noviembre, mes de pocas ventas o casi ninguna. ¿Qué diablos le habrá sucedido?
Elisa había cerrado los labios, si hubiera lanzado la sospecha que le quemaba el pecho, el marido habría entrado en pánico. Desanimado por naturaleza, incapaz de esfuerzo y lucha, se pasa el día entero recostado en el mostrador de la tienda esperando a la poca clientela; se anima sólo cuando uno de los compañeros de billar —Seixas, Osnar, Aminthas, o Fidelio— aparece para comentar apuestas y jugadas; si Ascanio Trindade se entrenase, Asterio tendría un adversario. Osnar, desocupado, usa la tienda para sus citas, con el cigarro de paja colgando de la boca. Es infalible cada sábado, cuando el movimiento crece por la feria. Después de vender harina, carne-seca, feijão, frutas, el cultivo de las plantaciones y el barro cocido en pequeños hornos rudimentarios —potes y macetas, caballos y bueyes, jagunços[6] y soldados, el sacerdote y los novios de la mano, floreros y cacharros—, la gente del lugar y los paisanos de los alrededores llenan el negocio, compran géneros, zapatos, pantalones y camisas, baratijas, de vez en cuando una radio a pilas. Medio escondido, haciendo equilibrio en una silla vieja, Osnar espía a las caboclas jóvenes, tratando de conversarlas cuando le parece que vale la pena. Los sábados, el chico Sabino se gana sus cinco cruzeiros ayudando, atendiendo a la mayoría de los rudos clientes —cinco cruzeiros y lo que roba en el cambio.
Si Elisa contara su conversación con Perpetua, Asterio sería capaz de tener uno de aquellos ataques repetidos que le dan cada vez que falta dinero, que surge un problema con los proveedores; sudores fríos, las piernas flojas, dolor, vómitos. Se mete en cama, castañeteando, tiritando y le entrega el negocio a Sabino. Sólo Osnar consigue levantarlo, lo arrastra al billar, en el Bar dos Açores, de don Manuel Portugués.
En el billar se transforma, se convierte en otro hombre. Ríe y se hace el gracioso, se las tira de valiente, apuesta sin miedo, desafía a Ascanio, seguro de la victoria. Bueno con el taco. Con el taco de billar, solamente con él. Taco de oro. Elisa se sorprende rezongando. Censurables rezongos, malos pensamientos, surgían así, de repente, los malditos la perseguían. ¡Virgen Santa!
El rostro pensativo en el espejo. Linda como ninguna, allí perdida, envejeciendo en aquellas calles muertas, esperando la carta y el cheque. Si no fuese por la radio a pilas y las revistas, ¿qué sería de Elisa?
Si le revelase a Asterio el tema discutido con Perpetua, la probabilidad —la seguridad, para la hermana— de la muerte de Tieta, él vomitaría los feijão, el arroz, la carne, los pedazos de mango, sobre la mesa del almuerzo. Fuera del billar, es un indolente sin carácter, sin ambición, sin tema, sin alegría. Las esporádicas conversaciones que mantienen, las pocas risas son causadas por las picantes historias de sus compañeros, de Seixas y Aminthas, a veces de Fidelio, reservado por naturaleza y por cálculo, casi siempre de Osnar, potentado, obsceno y mujeriego. Las historias de Osnar, entre las cuales figura el notable caso de la polaca, son para morirse de risa, en general tienen que ver con el desmesurado tamaño de sus órganos sexuales. Pistola de burro, afirma Asterio, distanciando las manos para indicar la asombrosa medida: de aquí hasta aquí.
El motor de la electricidad, cansado, deja de trabajar a las nueve de la noche, señala la hora de dormir, confirmada por las campanadas de la Matriz. Termina la partida, apoya el taco, cobra o paga las apuestas, toma el camino de su casa. De vez en cuando, si Elisa todavía no se durmió, Asterio, al desvestirse, repite la misma frase, que es el prólogo de la historia que va a contar: «¡Pasa cada cosa!».
Fuese de Osnar o Aminthas, Seixas o Fidelio, cualquiera de ellos, u otra figura de la ciudad, el chisme es casi siempre escabroso, incluye mujer y cama, cama y yuyos, a orillas del río. Elisa oye en silencio, tensa, atreviéndose de vez en cuando a pedir detalles, tan necesarios para la construcción del mundo imaginario en que se encierra para subsistir, donde cada elemento tiene su importancia; la grandeza de Antonieta, la postal de Buenos Aires, el perfume del sobre, las tramas de Seixas, los secretos de Fidelio, las insolencias de Aminthas, la anatomía de Osnar. Durante el día, con la radio encendida sin parar, Elisa plancha y remienda ropa, lava platos, cocina, lee y relee revistas, visita a doña Carmosina en el Correo, soporta, después de comer, el parloteo de la vecina, doña Lupicínia, cuyo marido se voló hace más de un lustro para el sur de Bahía sin regreso previsto: vas a ver que no vuelve nunca.
Linda como ninguna, sólo para morirse. ¿Y si no para qué? La boca ante el espejo se abre ávida como para un beso. ¿Qué beso? Elisa se levanta, ¡ay! ¡Quién pudiera tener un espejo para verse de cuerpo entero! Linda como ninguna, al último grito de la moda.
Al final, se pregunta, encogiéndose de hombros nuevamente, por qué gasta tanto tiempo en pintarse, en arreglarse, en peinar su negra cabellera, en dárselas de elegante con ese vestido arreglado, regalo de Tieta, como todos los que tiene, cada cual de mejor género y de hechura más moderna, poco usados, casi nuevos. ¿Para qué tanto apuro, tanto cuidado con el maquillaje? ¿Para qué ese escote mostrando los hombros, el nacimiento de los pechos?
Para andar por las calles desiertas, donde raramente pasa alguien, para notar el peso de la mirada del árabe Chalita, con sus bigotes de sultán, la barba sin afeitar, un eterno palillo entre los dientes, dueño del Cine Tupy y de la heladería, viejo y descuidado; o sentir sin ver los ojos ariscos del chico Sabino fijos en los meneos de las ancas inaccesibles de la mujer del patrón, oír el silbido del pestilente Bafo de Bode, mendigo y borracho. Es tan asqueroso y miserable que se puede permitir todos los atrevimientos sin temer represalias. Esos tres infelices y se acabó. Además de eso un ¡buenas tardes, señora!; el mudo saludo de un sombrero que se levanta; la bendición del cura y la incontenida envidia de las mujeres: «ni que fueras a un baile, querida».
Discreta y comedida, esposa honesta y virtuosa, Elisa recoge al pasar la ávida mirada del levantino en su escote: ciertamente que al verla recuerda tiempos de antaño y cuerpos de mujeres, La codicia del muchacho le acentúa el bamboleo de su traste, así, de noche, Sabino soñará con ella. Ni siquiera desprecia el silbido fétido del mendigo, En cuanto a la envidia de las mujeres, también vale la pena y tiene sabor. Modesta, Elisa responde: «El vestido me lo mandó mi hermana Tieta, de ella es el gusto y la elegancia, no lo voy a tirar». Alaban entonces a Antonieta, hermana generosa, hija ejemplar, la infalible ayuda mensual, los regios regalos, regios, sí señora, ¡cada uno de esos vestidos cuesta un dineral!
Elisa deja a la pequeña Arací a cargo de la casa, cierra la puerta de calle, se dirige al correo. Atravesará la feria, pasará cerca del árabe, del muchacho, del loco, de las comadres en el atrio de la iglesia. Seria, como corresponde a una señora casada, bien casada. Con un nudo en la garganta, y en el fondo de su corazón, la certeza de que la carta no llegó.
BREVE EXPLICACIÓN DEL AUTOR PARA AQUELLOS QUE BUSCAN PULGAS EN LOS ELEFANTES.
Recién empiezo el relato y ya recibo críticas. Un amigo íntimo, compañero de trabajo y de letras, y que las cultiva como yo, en amargo anonimato, Fulvio D’Alambert (José Simplicio da Silva, en su vida civil) tiene la primacía de la lectura de mis originales que, en general, me devuelve entre elogios agradables de oír, y una u otra corrección ortográfica o gramatical: puntos y comas, tiempos de verbos. Sin embargo, esta vez, se atrevió a ir mucho más lejos, ante lo cual decidí retrucarle de inmediato, mientras Elisa marcha en dirección al correo.
Fulvio considera un absurdo el uso de la palabra «marineti», por pasada de moda, para designar a un vehículo automotor destinado al transporte de pasajeros. Ómnibus, autobús, pullman serían términos modernos, correctos, propios de esta época de progreso en que nos cabe el privilegio de vivir. Me acusa de subdesarrollado y lo prueba. Mientras construimos nuevas autopistas comparables a las mejores del exterior; mientras se instalan industrias a granel; mientras, atendiendo a las clarinadas del progreso, despierta un nuevo Nordeste redimido de las sequías, de las epidemias, de aquella hambre centenaria y —no olvidemos— del analfabetismo rápidamente erradicado; mientras la prensa, la radio, la televisión uniformizan costumbres, moral; modas y lenguaje, barriendo como basura los hábitos regionales, las expresiones, los juegos, mientras los monumentales rascacielos unifican el paisaje ciudadano, irguiéndose sobre los escombros de la historia y los caserones de pretendido valor artístico; mientras, nuestra música popular por fin se basa en melodías y temas universales, sobre todo yanquis, abandonando ritmos de un despreciable folklore nacional; mientras el misticismo hindú (y adyacentes) ilumina el alma de los jóvenes en el mundo de la marihuana de Alagoas; mientras avanzados ideólogos se esfuerzan en liquidar los principios del mestizaje e implantar el racismo entre nosotros, el blanco, el negro y el amarillo, para que, no debamos nada a las naciones civilizadas y la violencia marque nuestra faz, despojándola de la antigua cordialidad brasileña, considerada como señal de atraso; mientras el arte, consciente de su papel, desconoce a la tierra y al hombre y se hace concreto, abstracto, objeto, igualito al europeo, al norteamericano, al japonés; sin sacar ni poner nada, mientras creamos un lenguaje nuevo para la escritura de los literatos, esotérico pero sumamente revolucionario en su forma y contenido, tanto más convincente cuanto más ininteligible; mientras, a base de censura y palizas, creamos la democracia, la verdadera, no aquella antigua que conducía al país al abismo; mientras entramos milagrosamente en la época de la prosperidad al mismo ritmo de las naciones ricas, productoras de petróleo, de trigo, de la bomba atómica y de los satélites, del whisky y de las historietas cómicas, ápice de la literatura; mientras pasamos a ocupar nuestro puesto ante las grandes potencias y, en fábricas instaladas aquí, producimos vehículos nacionales —Mercedes Benz, Ford, Alfa-Romeo, Dodge, Chevrolet, Toyota, etc, etc. ¿cómo se atreve un autor a denominar «marineti» al bus que conduce pasajeros de Sant’Ana do Agreste a Esplanada y viceversa? Este autor es un cuadrado perdido en el tiempo, en las calendas griegas.
Que me perdone D’Alambert, que me perdonen también los eméritos críticos universitarios, con licenciatura y doctorado, pero, en este caso, se trata, sí, de «marineti». La última tal vez que acompaña a las sequías, a las epidemias, al hambre obstinada que, tierra adentro, resisten, rebeldes, a la patriótica ofensiva de los artículos y los discursos.
La última, sin duda, que, impávida, anda entre el tranco de alguna ruta brasileña. Jamás sobrepasa la velocidad de treinta kilómetros por hora —promedio obtenido en el trecho de los cuidados seis kilómetros que pasan por la hacienda del coronel Vasconcelos, a la salida de Esplanada. En los otros cuarenta y dos, se arrastra a los tumbos entre barrancos, pues la ruta es apenas transitable y en ella no se aventuran vehículos modernos, carecen de la audacia y competencia necesarias. El prodigio cotidiano sólo es posible gracias al gran hábito puesto en práctica —de lunes a sábado, con asueto los domingos— practicado por la «marineti» de Jairo, familiar a los cráteres, lodazales, pasaganados podridos, rampas y curvas imposibles. La «marineti» de Jairo data de la Segunda Gran Guerra Mundial, fue un transporte moderno, cómodo, con asientos confortables y hasta tenía vidrios en las ventanas. En aquel entonces, por más increíble que parezca, cumplía el trayecto de ida y vuelta, Agreste-Esplanada-Agreste, en un día solamente, regresando al atardecer.
Tanto tiempo después, aún vale la pena verla, pieza digna de museo, todo en ella ha sido reemplazado y remendado. En el motor y en la carrocería coexisten piezas de marcas y procedencias de lo más extrañas, inclusive una radio rusa. Ingeniosas adaptaciones, innovaciones mecánicas, alambres, pedazos de soga. Cuando el polvo se hace insoportable, los diarios viejos son útiles para tapar las ventanas. Los pasajeros asiduos, con experiencia, llevan almohadas para los asientos, además de meriendas reforzadas y botellas de gaseosas.
Vieja y golpeada, imbatible, última y eterna, parte los lunes, miércoles y viernes de Agreste hacia Esplanada, los martes jueves y sábados regresa de Esplanada para casa. Bufando, tosiendo, rateando, parando, parando mucho, amenazando paro definitivo, que jamás lo es, prosiguiendo en atención a la capacidad de Jairo, a los pedidos, juramentos y adulaciones. Jairo trata al desmantelado vehículo con ternura de amante, la «marineti» es su fuente de ingresos, su único bien y única comunicación entre Sant’Ana do Agreste y el mundo.
Si todo marcha bien, el viaje dura tres horas, con la excelente marca de dieciséis kilómetros por hora. En invierno, con las lluvias, la travesía es más prolongada, de horario imprevisible. Es puntual al partir; Jairo no admite atrasos; la llegada, para cuando Dios quiera. La «marineti» de Jairo ya tuvo que dormir en el camino, enterrada en el barro, esperando la llegada de alguna yunta de bueyes. En tales ocasiones Jairo cuenta con un razonable repertorio de anécdotas familiares y con la colaboración de la radio rusa. Gangoso, cascarrabias, indolente, de humor inestable, con silbidos y descargas, el insólito aparato ayuda a matar el tiempo con fragmentos de canciones y noticias. Pero se puede contar con los dedos de la mano las veces que hubo que pasar la noche en la ruta; es una rareza. Habitualmente en invierno, el trayecto demora de cinco a seis horas.
Buen viaje, confortable y rápido, por lo menos según opina el coronel Artur de Tapitanga, octogenario que cultiva mandioca y cría cabras, jefe político, hace más de treinta años que no pone los pies fuera de sus plantaciones, corrales y calles de Agreste. Después de casi siete horas de andar —la «marineti» había reventado tres veces—, el estanciero, poniéndose de pie, declaró:
—¡Qué bicho tan ligero, esta «marineti» de Jairo! ¡Fue un viajón!
—Ligero, ¿coronel?
—En mis tiempos se tardaba dos días a caballo y mire usted…
Sequía, viruela, malaria, lepra y hambre, niños que mueren, todo eso es lo que sobra, tierra adentro. Ahora, «marineti», pienso que no existe otra además de ésta de Jairo. Ella llama condesa, mi negra, mi lucero, mimosa, Mae West, belleza de Agreste, mi amor. Cuando se enoja, pierde la cabeza y la insulta de puta en adelante.
DONDE SE ENTABLA CONOCIMIENTO CON DOÑA CARMOSINA, CIUDADANA IMPORTANTE, AGENTE DE CORREOS, Y SE TIENE NOTICIAS DE LOS HIJOS DE DON EDMUNDO RIBEIRO, RECAUDADOR, COMPENSANDO LA FALTA DE CARTA Y CHEQUE DE TIETA, SOBRE CUYO ESTADO DE SALUD AUMENTE EL PESIMISMO.
Desde lejos, antes de trasponer la puerta del correo, Elisa comprueba, en la actitud de doña Carmosina lo que ya sabía con seguridad: la carta no había llegado. De brazos caídos, ojos pequeños, semicerrados, aire grave, la activa funcionaria vive, también ella, el drama del inexplicable atraso. Elisa empalidece aún más, siente los pies de plomo, y con voz inarticulada, casi en un gemido, dice:
—¿Nada?
Cincuentona, albina, corpulenta, cara ancha, voz ronca, doña Carmosina señala la correspondencia del día, escasa, diseminada en el mostrador:
—¡Nada! Hoy no vino ninguna carta certificada. Por las dudas, revisé las bolsas dos veces, carta por carta. Lo que llegó ahí está. Todavía no entregué nada, eres la primera en aparecer. Llegaron diarios y revistas, eso sí, hoy es sábado. —Repara en la palidez de su amiga—: ¿Quieres un poco de agua?
—No, gracias. —Las palabras salen entrecortadas.
—Qué demora, ¿no? En todos estos años, nunca demoró tanto…
—Más de diez años… —gimió Elisa.
—Once años y siete meses —corrigió doña Carmosina, escrupulosa en los detalles—: Todavía me acuerdo de la primera carta, como si fuese hoy. Cuando abrí la bolsa, en seguida sentí que el aroma, en aquel tiempo ella usaba un perfume más fuerte que el de ahora, invadía la sala. ¿Qué será esta carta? me pregunté a mí misma y leí corriendo el sobre y el nombre del remitente. Estaba dirigida a tu padre o a cualquier miembro de la familia Esteves y quien la había mandado era Antonieta Esteves, Apartado de Correos 6211, São Paulo, Capital. Voy a buscar agua para ti, con este calor y sin carta, pobrecita…
Mientras doña Carmosina le da la espalda para llenar el vaso, Elisa se curva sobre la correspondencia, pero no por tener esperanzas, sino para cumplir con la conciencia.
—Le puse dos gotas de agua de azahar. Hace bien para los nervios…
Elisa bebe a pequeños sorbos, doña Carmosina retorna la conversación:
—El sobre era rosa, lindo, me parece que lo estoy viendo. Le mandé el mensaje a tu marido que estaba en el negocio con el finado don Lima, ustedes estaban bien casaditos. Él vino con Osnar, se la entregué y la leyó aquí mismo. ¡Qué carta tan bonita! Pedía noticias del padre, de las hermanas, quería saber cómo andaban de salud y de plata, si precisaban ayuda. Hasta colaboré en la respuesta, ¿te acuerdas?
—Me acuerdo…, el Mayor todavía vivía, fue él quien escribió…
—Era burro como una puerta pero tenía una letra tan bonita… La letra era de él, pero la redacción, mía. Desde aquella época hasta ahora nunca falló. Todos los meses la carta con el cheque, la platita dulce…
Entusiasmada, doña Carmosina ni siente el aire sofocante que entra por las dos puertas, asfixiante. Pensativa, mira a Elisa:
—Nunca demoró de esta manera… es tan raro…
Elisa nota en la voz de la amiga, una inquietante señal de alarma. Trata de calmada y calmarse:
—Una vez, cuando ella estaba paseando por Buenos Aires…
—Llegó el diecisiete… diecisiete de febrero, exactamente.
Hoy estamos a veintiocho de noviembre. ¿A qué lo podrías atribuir? ¿Enfermedad?
Los pequeños ojos de doña Carmosina observan a Elisa que sostiene el vaso vacío sin encontrar respuesta, el llanto le oprime la garganta.
Felizmente, aparece don Edmundo, Edmundo Ribeiro, el recaudador, endomingado: de traje, corbata y sombrero, les desea buenas tardes:
—¿Hay algo para mí, doña Carmosina?
—Dos cartas, una de su hijo, la otra de su yerno… —ríe con los labios despintados, divertida—: Apuesto a que los dos están pidiendo plata…
El recolector recoge las cartas, mira a contraluz a través de los sobres, quién puede impedir que doña Carmosina sepa y comente la vida ajena, ¿acaso no pasan por sus manos (y ojos) telegramas y cartas? Carmosina, casi albina, más que ladina, voz masculina, lengua viperina, dulce asesina —declamaba Aminthas, su primo segundo y asiduo comensal. A doña Carmosina se le da por los buenos condimentos, famosa por el pirão[7] de leche y por el salsa tártara. ¿Y el pastel de maíz?
—Como si yo tuviese una bolsa sin fondo, o estuviese podrido en plata… —don Edmundo suspira, no tiene apuro en abrir los sobres a pesar del deseo de saber de sus hijos. Se dirige a Elisa—: Feliz es Zé Esteves, su padre, doña Elisa. Tiene una hija rica que le manda en vez de pedir. Conmigo es al revés…
Doña Carmosina espía a Elisa e informa:
—Todavía no llegó la carta de Tieta de este mes. ¿No le parece tarde don Edmundo? Semejante atraso…
El recolector no esconde la sorpresa. Ya tiene uno de sus sobres abiertos:
—¿Todavía no? ¿Y qué pasó doña Elisa?
—¿Quién sabe?, don Edmundo… Para mí, que está viajando, debe de ser uno de esos paseos que hace todos los años, en barco…
—Cruceros marítimos… —aclara doña Carmosina, mientras sus ojos expresan duda debajo de las cejas pardas. Don Edmundo balancea la cabeza, no se le ocurre ningún comentario y retoma la carta de su yerno.
Elisa se despide, siente las piernas tan flojas como las de Asterio:
—Gracias, Carmosina.
—Puedes volver el martes, querida. Y para levantarle el ánimo, para no dejarla partir así, agrega—: ¿Sabes que hoy pareces una muñequita? No te conocía ese vestido…
—Me lo mandó Tieta…
Don Edmundo suspende la lectura de la carta, se le escapa un comentario sobre el disgusto que le causa la noticia:
—Susana está esperando familia de nuevo…
Elisa reúne fuerzas:
—Felicitaciones, don Edmundo. Cuando le escriba, mándele mis saludos…
—Es el cuarto, ¿no? Mire usted, tan joven todavía y lleno de nietos. ¡Qué lindo que es eso! —¿Será sincera o sobradora la ronca voz de doña Carmosina?
—¿Lindo? Yo sé bien cuánto me cuesta… es una falta de juicio.
—Es caro, pero… ahora se puede evitar fácilmente con la píldora. En Bahía, la venden en cualquier farmacia, sin receta… y hasta la Iglesia aprueba su uso —acentúa doña Carmosina, dulce asesina…
Elisa dice hasta pronto, atraviesa la barullenta feria, en dirección a la casa de Perpetua. No siente el peso de la mirada del árabe, no siente el traste acariciado por los ojos de ningún muchacho ni el oído lastimado por el silbido del linyera. Enfermedad, había insinuado Carmosina, para no decir lo peor. Muerta, es eso. Elisa ya no duda. Perpetua sabe lo que dice.
Hace veinte años que doña Carmosina, en la agencia del correo, emite juicios definitivos sobre hechos y personas:
—Muchacha seria y buena esta Elisa, don Edmundo. La conozco desde chiquita, siempre correcta, cumplidora. Hace todo con esmero. Trabajadora, su casa es una joya y le gusta vestirse bien, arreglarse, no es como otras que andan por ahí, que viven al descuido. Sólo que ahora, pobrecita…
Don Edmundo, para oír mejor, interrumpe la lectura de la carta de su hijo estudiante:
—¿A qué se puede atribuir la demora?
—Si Tieta no murió, debe de estar muy enferma. El marido podría mandar alguna noticia, pero él nunca quiso saber nada de los parientes de aquí. Le voy a decir a Elisa o a Perpetua que telegrafíen.
Volviendo a su carta, el recolector explica:
—¡Idiota! Sólo para eso sirve…
—¿Qué es lo que hizo Leléu, esta vez, don Edmundo?
—Se agarró una gonorrea; disculpe, Carmosina, quiero decir blenorragia, y pide dinero urgente para el médico y los remedios…
—Con dos dosis de penicilina se cura. No falla jamás. Tratamiento barato, ni siquiera necesita médico.
Doña Carmosina lee los diarios, antes de entregarlos, para saber qué pasa en el mundo, por eso entiende de cine, de política, de ciencia. Además de su cargo en el Correo, es representante de La tarde, de Bahía y de revistas de Río y de São Paulo.
—Pobre Elisa, se quedó tan trastornada, ni se llevó las revistas. Después se las dejo en su casa.
Separa la carta dirigida a Ascanio Trindade pues lo ve venir, es de Máximo Lima, un amigo de la capital, sin interés. Antes era más romántico: Astrud le escribía cartas de amor y Ascanio, en respuesta, llenaba hojas con promesas y palabras de amor. Un poeta, Ascanio, lástima que no escriba versos, serían lindos.
Doña Carmosina retorna al silencio de Tieta:
—¿Sabe qué es lo que pienso, don Edmundo?, que Antonieta ya no pertenece a este mundo. Debe de estar bien muertita.
DONDE RICARDO, SOBRINO Y SEMINARISTA, ENCIENDE VELAS CONTRADICTORIAS A LOS PIES DE LOS SANTOS; CAPÍTULO BAÑADO EN LÁGRIMAS, ALGUNAS DE COCODRILO.
—¿Entonces? ¿Dónde está? —interroga Perpetua y ella misma responde victoriosa y afligida—: Carta y cheque: ¡adiós!, ¡mi miss Bahía! —y derrama sobre su hermana toda la hiel que le amarga la boca—: Si yo fuese Asterio, no te dejaba salir a la calle con esos vestidos indecentes, con los pechos afuera. Pero ahora todo se acaba, toda esa exhibición de vestidos. Se acabó todo. Llegó la hora de ser pobres.
Elisa se deja caer en la silla, se cubre el rostro con las manos, no retruca: podría recordarle que cuando llega el momento del reparto de regalos, Perpetua no critica los vestidos, trata de quedarse con los más finos y osados para venderlos a buen precio en Aracajú, a las señoras ricas. Sin embargo se calla; lo que sí le gustaría sería taparse los oídos para no oírla; la voz avinagrada de la hermana hace que las palabras sean más crueles.
Momentos antes, Elisa había pasado por la tienda, llena de gente y Osnar estaba como atado a la silla. Unas miradas bastaron para que Asterio largara el centímetro y la pieza de madrás. Osnar se había puesto de pie:
—Buen día, doña Elisa.
Buen día, patrona. —Sabino flechó rápidamente el escote y las ancas, bueno bueno, quién inventó esos vestidos ajustados, pegados al cuerpo, marcando hasta las curvas del traste, ¡qué moda tan simpática! Qué tipo feliz este patrón.
—Tres metros… —reclamó la compradora reparando también en la elegancia de Elisa, eso sí que era un género.
Asterio volvió a medir, casi no podía sostener el centímetro ni la tijera.
—Voy hasta lo de Perpetua y en seguida mando a Araci con la vianda. —Avisó, y se despidió—: Hasta luego, don Osnar, que lo pase bien.
Durante el recorrido, no pudo impedir las lágrimas. Cada palabra, en la tienda, le había costado esfuerzo y concentración. Ahora, estaba dura en la silla, la voz de Perpetua le critica el escote, como si no fuera suficiente tener las manos sin carta y sin cheque.
—Estiró la pata, yo te lo dije. ¿Todavía tienes alguna duda? —además de herirla con la voz chillona, la señala con el dedo.
Elisa se destapa la cara, mueve la cabeza, vencida, y las lágrimas resbalan. Lágrimas ¿de qué sirven? No resuelven ningún problema, no reemplazan el cheque, no resucitan a la muerta, no determinan las medidas que hay que tomar. Sin embargo, Perpetua conoce y respeta las conveniencias, es exigente con las formalidades. Saca un pañuelo del bolsillo de la pollera negra y se lo acerca a los ojos —no por invisibles dejan de ser lágrimas de luto.
Da un acento doloroso a la rispidez de su voz, gritando a su hijo mayor:
—¡Cardo!, ven acá, ¡rápido! Ay, ¡Dios mío!
Se lleva el pañuelo nuevamente a los ojos, Elisa debe ver, debe ser testigo del sentimiento que la aflige cuando la hipótesis que confirma la muerte de Antonieta ya no admite controversias. Dios la tenga en su gloria y perdone sus pecados; la asistencia que prestó al padre y las hermanas va a sumar puntos a su favor a la hora del juicio final.
Un chiquilín sudado, con los pies descalzos aparece corriendo. Fuerte, alto, atractivo, diecisiete años y acné. Sobre su labio risueño, ya hay sombra de bigote. Tiene puesto sólo el pantalón, pues estaba jugando a la pelota en el fondo.
—¿Me estás llamando, mamá? —al ver que está Elisa, agrega: —La bendición, tía.
Respira salud y satisfacción, no nota de inmediato la atmósfera fúnebre de la sala. Por tercera vez, ante la presencia del hijo, Perpetua se seca las escasas lágrimas, finalmente visibles. El adolescente se da cuenta, se pone serio:
—¿Pasó alguna cosa con el abuelo? Esta mañana tempranito, cuando fui a ayudar en la misa, lo vi haciendo compras en la feria…
Perpetua ordena:
—Ve a buscar una vela bendecida, enciéndela en el oratorio.
Tu tía Antonieta, pobrecita…
—¿Tía Tieta murió?
Vencida, pero no convencida, Elisa levanta la cabeza, rebelándose:
—Todavía no lo sabemos seguro…
Perpetua no responde, reafirma la orden:
—Haz lo que te estoy mandando, sé lo que digo: una vela a los pies de Nuestro Señor Jesucristo por el alma de Antonieta. En seguida, te das un baño, te pones la sotana, por hoy, el recreo terminó. ¿Dónde está Peto?
—Fue al río a pescar…
—Dile que venga a casa. Después de almorzar vamos a hablar con el padre Mariano. —Un suspiro, la mano sobre el pecho seguramente para contener al corazón.
Atónito, sin palabras, sorprendido por la noticia, Ricardo se dirige a Elisa. Los hombros curvados acentúan el escote moreno. A pesar de las constantes críticas de la madre, el chico jamás había reparado en la elegancia de la tía. Por primera vez se da cuenta de lo bien que se viste y se arregla; parece una santa, tan desamparada en su silla, sufrida, negándose a aceptar la muerte de la hermana, luchando contra la evidencia reflejada en la fisonomía y los gestos de su madre. En la voz de la tía, ahogada en llanto, hay un pedido, una súplica:
—¿Por qué no esperamos hasta saberlo seguro para hablar con el Reverendo?… ¿por qué tanto apuro?
Ricardo no entiende los motivos de la discrepancia y antes de condolerse por la muerta, siente pena por tía Elisa, tan desolada como la imagen de María Magdalena que está en un nicho del seminario.
Perpetua no se inmuta:
—Nunca es demasiado tarde para pedir un buen consejo. ¿Qué estás esperando, Cardo? ¿No oíste lo que te mandé hacer?
—Ya voy, mamá.
Habría deseado agregar alguna palabra propicia para la ocasión, pero su pensamiento está volcado ahora en esa tía desconocida, de muerte anunciada y discutida, nombre obligatorio de sus oraciones: ¿acaso no enviaba ella dinero todos los meses? Cuando ingresó al seminario, muy chico todavía, había recibido, desde São Paulo, un breviario lujoso, de lomo dorado, papel fino, letras de color, en un estuche de terciopelo rojo, regalo de la tía Antonieta para el futuro padre, quien casi ni vio ni tocó semejante preciosidad, que Perpetua ofreció, más tarde, al obispo don José por intermedio del padre Mariano. La pelota de fútbol número cinco también se la había mandado ella; a escondidas de su madre, Cardo había escrito una cartita a la tía pidiéndole pelota y secreto, «si mamá lo sabe me mata a palos». Recibió pelota, pantalón y camiseta del «Palmeiras». Tenían un secreto en común, la tía Tieta y él. Levanta la cabeza y enfrenta a Perpetua:
—Ojalá no sea verdad.
Sale en busca de las velas. Ya no está alegre y, si bien no lagrimea, siente ardor en los ojos, y una espina en el corazón. Encenderá una vela por su cuenta a los pies de la Virgen y le prometerá un rosario de cinco vueltas, rezado de rodillas sobre granos de maíz, para que la mala noticia no se confirme.
Cae el silencio sobre las dos hermanas. Sobre ellas dos y la otra, la presencia de la ausente es palpable. Muchacha bella y atrevida, enfrentó la ira del padre y la denuncia de la hermana: lo que tienes es envidia porque ningún hombre se fija en ti; atrevida desde pequeña, pastora de cabras en los riscos de los campos estériles de Zé Esteves; adolescente, saltaba las ventanas nocturnas para encontrarse con hombres, el viajante no había sido el primero, Perpetua lo sabe con seguridad; audaz, ignoraba de propósito los preceptos de Dios, sólo usaba la iglesia para flirtear; tan cínica y bella, se reía en el acoplado del camión, rumbo a Bahía, al irse para siempre; hermana rica, esposa de un comendador paulista, mandaba mensualidad para el padre y los sobrinos, merecía la mayor consideración, había que olvidar el sucio pasado, enterrar su loca adolescencia, era la tía presente en la oración de los niños, elogiada por el padre Mariano; hada generosa de los sueños de Elisa; la feliz y atenta benefactora, áncora de esperanza; en la ciudad, ejemplo de buena hija y buena hermana, leyenda y tema inagotable.
Perpetua guarda el pañuelo, cumpliendo un ritual y pregunta:
—¿Y Asterio?
—Pasé por la tienda… ya sabe que la carta no llegó pero hoy es sábado y no puede salir ni para almorzar. Hablando de eso, voy a llevarle la vianda.
—Esta noche paso por tu casa, para contarles qué aconsejó el padre. Vamos a decidir qué hacer.
Elisa, de pie, es sacudida por un sollozo:
—¿Por qué no esperamos hasta fin de mes?
—Ya esperamos mucho. Vamos a discutir en seguida lo que hay que hacer. Yo no me voy a quedar de brazos cruzados, ya te lo dije. Quiero mi parte. —Ahora, sin lágrimas, ni suspiros, ni lamentos, Perpetua cambia pañuelo por rosario. Más vale rezar.
Elisa esgrime un último argumento:
—Quién sabe si la carta no se perdió en el camino…
—Las certificadas no se pierden. ¿O se perdió alguna en tantos años? Tonterías. Dile a Asterio que me espere, nada de billar hoy. Con la cuñada muerta…
—¿Y papá?
Perpetua empieza a pasar las cuentas del rosario:
—Mañana le avisamos.
—Capaz que le da un ataque…
—¿A quién? ¿Al Viejo? Se va a poner hecho una fiera, nos va a querer quitar todo el dinero que pueda. Prepárate. Se acabó la época de las vacas gordas.
Al pasar por el corredor, Elisa ve, al fondo, la llama de las velas iluminando a los santos, en el oratorio. Una, por la salvación del alma de la muerta, a los pies de Cristo crucificado; la otra por la vida de la tía, a los pies de la Virgen. Oye la voz del muchachito rezando Salve María, madre de la Misericordia.
—Misericordia, ¡Dios mío!
DE LAS ORACIONES POR LA SALUD DE LA ANCIANA TÍA DESCONOCIDA. CAPÍTULO CASTO Y DEVOTO.
… vida, dulzura, esperanza nuestra, Virgen María, ¡salve! Las palabras de la oración nacen sinceras y siente un indefinido pesar. Sin embargo, maquinalmente, el pensamiento de Ricardo se libera en busca de la tía que está al pie de la muerte o ya en el cajón —poco sabe de ella, prácticamente nada.
Vida, dulzura, esperanza, la tía de São Paulo, que no esté muerta como asegura mamá —mamá ve todo negro—, que se confirme la idea de tía Elisa y que el peligro desaparezca, te lo suplicamos los indignos hijos de Eva. Suspirando te ofrecemos por la salud de tía Antonieta un rosario rezado de rodillas sobre granos de maíz. Promesa pobre, mísera oferta en pago de portentoso milagro. Se da cuenta y, exagerado, la amplía a una semana entera de rosarios completos y rodillas lastimadas, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas salva de la muerte a la tía Antonieta.
¿La enfermedad la había matado o la estaba matando? No había tenido ninguna referencia, la madre y la tía Elisa deben de saber, pero se guardan el secreto, seguro que se trata de alguna enfermedad de las malas, cuyo nombre no se dice, debe de estar tísica o con cáncer. ¿Quién había comunicado la noticia, cómo había llegado, por carta, por telegrama? Cuando falleció el padre de Austragésilo hubo un primer telegrama anunciando su estado de salud: grave con hemoptisis. Dos horas después el rector del seminario en persona había ido con un segundo telegrama, el fatal, y palabras de consuelo. Había estrechado a Austragésilo contra e pecho, había hablado del reino de los cielos. De la misma manera, ahora, el primer telegrama ya había llegado comunicando enfermedad y diagnóstico pesimista. La madre, que tiene experiencia de la vida, se había dado cuenta de la tramoya, su intención era prepararlos para lo peor; tía Elisa sólo perdería la esperanza cuando el segundo confirmase la verdad cruda. En este valle de lágrimas oye, Virgen Santa, Madre de Nuestro Señor, para ti lo imposible no existe: puedes interrumpir el curso de los telegramas, anular sentencias de muerte, tu hijo atiende todos tus pedidos. Contrito. Cardo aumenta la promesa a siete veces más.
¿Nada sobre la enfermedad y sobre tía Antonieta? Cero, cien veces cero, imprecisas, fugaces noticias, tía desconocida, casi una abstracción. Sin embargo nadie tan concreto, presente, indispensable en la vida de cada uno de ellos, de toda la familia. La tía de São Paulo, la ricachona.
Para Ricardo es sólo un nombre, un sobrenombre de infancia, Tieta, vagas y entusiastas referencias del marido millonario y comendador, mensualmente carta y cheque, regalos, la pelota de fútbol número cinco, dando solidez y contorno a una imagen, ¿qué imagen?
Ojos misericordiosos volved a nosotros, en este valle de lágrimas, de pobreza y de limitaciones, la imagen de la santa patrona, la protectora, que posibilita pequeñas ventajas y dinero que la madre deposita en la Caja de Ahorro para la primera misa, tan lejana todavía, y para los estudios de Peto si es que un día Peto se decide a estudiar. Al pensar en la tía jamás vista, no la compara con la Virgen a quien ruega por ella y, sí, con la Señora Sant’Ana, patrona de la ciudad, protectora de la familia, de la Sagrada Familia y de todas las demás. A la llama de las velas distingue la imagen de la vieja señora, manos generosas, llena de ternura.
¿Será así, tan anciana y débil o todavía se mantiene rígida y dispuesta, igual que mamá? ¿Cuál de las dos es la primogénita? Sobre la edad de la tía, Ricardo nunca oyó ninguna referencia, la madre disminuye la suya cuando se la preguntan. La ausente debe de ser bastante más vieja, ella es la rica, la poderosa, la protectora, el verdadero jefe de la familia, a quien el mismo abuelo reverencia. Acostumbrado a insultar y maldecir, a quejarse y amenazar, el abuelo se deshace en alabanzas al pronunciar el nombre de Tieta. Dios le de salud y aumente su fortuna, ella lo merece, es una buena hija. Anciana de paso cansado, cabellos blancos —¿o todavía se los tiñe como antes? A la llama de las velas el pelo de la tía Antonieta es blanco.
Conoce su letra, grande, de escolar, incierta, que llena con pocas palabras la linda hoja de papel, a veces azul, a veces naranja, a veces verde, pero siempre distinguida. La letra y el perfume, rara fragancia para las narices habituadas al hedor de las velas consumidas, a la catinga de los enmohecidos adornos, de las flores marchitas, al paupérrimo olor de las sacristías, a las sudorosas aulas de clase, al humo del incienso. Al enviar la pelota de fútbol, la tía garabateó una página dirigida a Cardo: «Para mi querido sobrino, un pálido recuerdo de la tía Tieta». Feliz, había colocado el papel lila doblado en cuatro entre las hojas del libro de misa y, a escondidas, aspiraba su perfume. En un arranque de orgullo, exhibió la dedicatoria a Cosme, su mejor amigo, compañero de devociones y retiros espirituales, vecino de banco. Cosme, un asceta, se negó a oler. En todo veía pecado, tentación del demonio. ¿Perfume? Pecado mortal; para los siervos de Dios basta el incienso. El padre confesor tranquilizó a Ricardo; ese casto perfume de la vieja tía, no contenía pecado, ni mortal, ni venial.
Vuelve a nosotros tus ojos misericordiosos. ¿Cómo serían los ojos, la cara de la tía Antonieta? ¿Austera como la de mami, rígida, devota? ¿Inquieta, melancólica, igual a la de tía Elisa? ¿O semejante a la del abuelo, duras facciones de caboclo[8]? Una vez, hace varios años, le mostraron de pasada una foto de la tía en una revista de Río, revista de la cual Elisa se apoderó y que nunca más nadie vio. Ricardo guardó en la memoria solamente los cabellos rubios, los encaracolados rizos de oro, ¿cómo explicarse esto si todos en la familia eran morenos? Supo entonces que las mujeres se oxigenaban y hasta se teñían el pelo: ya había oído discutir sobre el asunto a la madre y a la tía Elisa. Según Perpetua era una moda abominable: es Dios quien designa el color del pelo de cada uno, nadie tiene derecho a cambiarlo. Elisa había retrucado, tachó a su hermana de atrasada, de rata de iglesia. De los ojos, de la boca, Ricardo no se acuerda: recuerda sólo los rizos de oro puro. Ahora, a la luz de las velas los vislumbra blancos como de algodón, pasaron muchos años, él era un chico y ahora ya es un muchacho.
Después de este destierro, muéstranos a Jesús, bendito fruto de Tu vientre, ¿hace cuántos años que dura el destierro de la tía? Cuando Ricardo nació Tieta se había ido hacía mucho y él jamás había oído ni de su madre, ni de su tía Elisa, ni del abuelo, ni de su segunda mujer, la abuela Tonha, la menor referencia a aquella pariente; jamás escuchó nombre o sobrenombre que la recordara. Sólo supo de ella después de la primera carta de la tía de São Paulo y hasta hoy es muy poco lo que sabe, además de la riqueza, la bondad y la vejez.
Si la Virgen la salva, puede ser que un día ella aparezca de visita, en piel y hueso, anciana afectuosa, casi una abuela, de tan vieja. Ricardo no conoció a su verdadera abuela, la materna murió antes del casamiento tardío de Perpetua con el mayor, cuyos padres ya reposaban en el Cementério das Quintas, en Bahía, cuando el militar retirado apareció en Agreste, por casualidad, y de repente se curó de su asma, recuperó las fuerzas, en ese clima de sanatorio.
Tía Antonieta llena el vacío de las abuelas, Señora Sant’Ana, patriarca, protectora de la familia. Si ella se cura, si la Virgen le restituye la salud, Ricardo después de cumplir con su promesa, podrá escribirle otra carta, pidiendo una caña de pescar con reel, hilo de nylon y carnada artificial, semejante a la del aviso de la revista Caza y pesca, que había hojeado en el Correo, con permiso de doña Carmosina. Imploró secreto a la tía —si la, madre lo supiese el mundo se vendría abajo—. No era pedir mucho a cambio de las rodillas estropeadas y la semana entera de oraciones; caña de pescar, reel, hilo y señuelo y un secreto más entre los dos. Y lo maravilloso que es tener un secreto. Ricardo tiene secretos en común con algunos santos, con la Virgen y sobre todo con Santa Rita de Casia, de quien es devoto.
¡Oh! clemente, ¡oh! piadosa ¡oh! siempre dulce Virgen María ruega por ella y por nosotros para que seamos dignos de las promesas de Cristo. Haz que la tía se levante de la cama o del cajón, ¡oh! clemente, ¡oh! piadosa ¡oh! siempre dulce Virgen María.
El fuego de la muerte vacila y se apaga solo, en la vela encendida por encargo de la madre para el alma de la hermana. Los ojos de Ricardo se le salen de las órbitas por el asombro del milagro. Sólo la llama de la vida persiste en la otra vela, poderosa y santa Madre de Dios, amén.
DONDE DOÑA CARMOSINA LEE UN ARTÍCULO, RESUELVE PROBLEMAS DE PALABRAS CRUZADAS Y PROBLEMAS REFERENTES A LA SITUACIÓN DE TIETA, DIGNOS DE LOS MÁS SAGACES DETECTIVES DE LAS NOVELAS POLICÍACAS Y DONDE SE ENTABLA CONOCIMIENTO CON EL COMANDANTE DARÍO DE QUELUZ, SURGIENDO AL FINAL DEL CAPÍTULO EL VATE BARBOZINHA (GREGORIO EUSTAQUIO DE MATOS BARBOZA) CON EL CORAZÓN PARTIDO.
—¡Muy bien hecho! ¡A la cárcel! —exclama doña Carmosina en voz alta, en el auge de su entusiasmo. Finalmente había aparecido un juez como la gente, digno, capaz de dictar una justa sentencia y mandar presos a los indignos canallas—: ¡Pandilla de asesinos!
Entusiasmo e indignación sin espectadores, está sola en la repartición, en ese comienzo de tarde. Pero el comandante Darío, cuando se entere, va a nadar en alegría, justamente él que se entusiasma tanto al hablar de contaminación. «Esos tipos deberían estar todos presos, mi buena señora, son asesinos de la humanidad». El comandante es un tanto retórico y adora las frases que causan efecto. Barroco, según la clasificación poética de Barbozinha.
Recorta la página, la va a guardar para el comandante. No importa que el diario esté a nombre del coronel Artur de Figueiredo —el viejo coronel Artur da Tapitanga, suscriptor de O Estado de São Paulo, desde épocas remotas. Doña Carmosina sacó conclusiones: desde 1924. Durante decenios O Estado mantuvo al tanto de las novedades mundiales al estanciero. Actualmente, sólo de vez en cuando manda buscar la pila de diarios que entorpecen la sala. Ya no los lee —quien los lee con gusto y provecho es doña Carmosina— pero renueva la suscripción cuando corresponde, su condición de destinatario del diario paulista es atributo de su linaje y doña Carmosina, más interesada, le recuerda a tiempo su obligación, elogiando tanto la gaceta como las cabras del coronel.
Página más, página menos, suplemento más suplemento menos, es lo mismo para el octogenario —ochenta y seis ya cumplidos, como puede informar doña Carmosina—. Poco le importa lo que ocurre por este loco mundo, lleno de guerras y convulsiones, de violencia y de odio, de mentiras sensacionalistas: esa historia del hombre que va a la luna montado en un cohete es como el cuento del tío, para engañar bobos. ¿Así que está en el diario, en la primera página del O Estado? Ni así lo creo. Carmosina, estoy viejo pero no chocho. Aunque la tranquera de la Hacienda Tapitanga quede a menos de un kilómetro del edificio, es muy raro que el coronel comparezca a alguna sesión de la Cámara Municipal de Sant’Ana do Agreste, que es presidida por él, consejero municipal, edil, concejal electo y reelecto un sinnúmero de veces, exintendente y exalcalde. Cuando va, la visita a la agente del Correo, no falla:
—Carmosina, cuéntame qué leíste en el diario. Pero no me vengas con mentiras… —la amenaza con su bastón, todavía sabe reírse.
Ordena a su capanga[9] que ponga los diarios en su carretilla para utilizarlos en diversos menesteres: para hacer paquetes, encender el fuego, limpiar la letrina. Las cabras estuvieron comiendo ediciones enteras y, por lo menos, si no engordaron, no les hicieron mal.
Cuidadosamente, doña Carmosina dobla la hoja de manera que el artículo quede a la vista, es un asunto importante, a principio de página con el título en letras grandes: «ITALIA CONDENA A PRISIÓN A QUIENES CONTAMINAN EL MAR». El comandante la va a gozar. También Barbozinha se interesa por el problema; se refiere a «los inevitables males inherentes al progreso», mientras que el comandante Darío es radical en su juicio y condena esa «locura con título de progreso que envenena a toda la humanidad y amenaza la vida sobre la Tierra, mi buena Carmosina». Continúa dramático, con los brazos abiertos:
—Si no se detiene, pronto los bebés nacerán con cáncer. Miren lo que pasa en Japón…
Para huir de causas y efectos, para gozar de los verdaderos placeres de la existencia mientras todavía hay tiempo y lugar, había abandonado una promisoria carrera en la Marina de Guerra, colgó el sable en el ropero, cambió los trajes por shorts y remeras de marinero, adoptó el lujo vespertino del pijama, en la playa, y el pantalón y camisa sport en la ciudad. Eso sí que era vivir. En el bendito clima de Agreste, con la belleza sin par de Mangue Seco. Tal como el paraíso.
—¡Buena lección!, repite doña Carmosina antes de entregarse a las palabras cruzadas y a los logogrifos.
Es enorme la sed de sabiduría de doña Carmosina, son múltiples y eclécticos los temas que le interesan, de política a ciencia, de los problemas gravísimos de nuestro tiempo al chusmerío en tomo de la vida sexual de los ídolos de las multitudes, de la ONU a la OEA, de la CIA al KGB, de la NASA a los OVNI, de la MPB al FEBEAPA, ¡ay! ¡Cuánto sabe de siglas!
En la corte de amigos y admiradores que frecuentan la Agencia de Correos y Telégrafos, llenando con charlas y discusiones las horas muertas (¡y que son tantas…!) doña Carmosina encuentra compinches para cada campo de conocimiento: con Aminthas y Fidelio —debilucho Fidelio— discute sobre música, compositores e intérpretes; con Ascanio, turismo en el mundo y en Bahía; con Elisa chusmea sobre astros y estrellas de nuestro centelleante cielo artístico; con Barbozinha, el campo de diálogo y polémica es más vasto: de la delicada o agreste flor de la poesía a los arcanos de la filosofía espiritualista, ya que el profeta es espiritista teórico y vidente, y ella, incrédula, niega encarnación y reencarnación, es una impía de las que se ríen del cielo y del infierno, vanagloriándose de su condición de atea. Atea no, à toa[10], Carmosina es una mujer à toa: glosa Aminthas, que se las da de humorista.
No menos son los temas a tratar con el comandante Darío: los problemas actuales del hombre y del mundo, absolutamente todos, las explosiones atómicas, la explosión demográfica; también van desde la contaminación que se extiende sobre Los Ángeles y São Paulo, Tokio y Río de Janeiro, hasta la guerra colonial portuguesa; las posibilidades de una tercer gran guerra y las intenciones secretas de los dirigentes de las potencias y superpotencias —no se olvide de China, mi amiga—; Oriente Medio, el destino de Israel, el petróleo árabe, los palestinos, y el análisis de las novelas leídas, policiales y de ciencia-ficción; el comandante prefiere estas últimas, que lo llevan a través del universo a lejanos planetas. Ella, en cambio, se queda con las de detectives, sobre todo los clásicos, como Agatha Christie, que desafía la argucia del lector en el descubrimiento del criminal. Doña Carmosina se jacta porque siempre acierta, hasta descubre al asesino antes que Hercules Poirot.
De los centros culturales de Agreste, la Agencia de Correos es, por lejos, el más importante. En su siempre recordada visita a la ciudad, invitado por el profeta Barbozinha, excompañero de andanzas por las calles, bares y amueblados de la ciudad, el conocido cronista de La Tarde, Giovanni Guimaraes, infalible todas las tardes en la oficina de la agencia para una buena charla, la había bautizado Areópago y el nombre se difundió. A veces sucede que los tres se encuentran allí a la misma hora, doña Carmosina, el poeta y el comandante Darío: el Areópago está que arde, centellas de talento arrastran gente del bar y de los negocios, sólo para oír. El árabe Chalita es habitué, no se pierde ni una palabra: entender, no entiende nada, pero ¡cómo los admira! Diversión elevada y gratuita. Estupendo.
Sólo con Osnar doña Carmosina no mantiene grandes conversaciones; desde adolescente Osnar no se interesa por otra cosa de este mundo que no sea cerveza, billar o mujeres. Es vastísimo el círculo de damas que despiertan el deseo de Osnar, además él no es ni exigente ni dogmático. Desgraciadamente, en esa numerosa asamblea de «deseables» (hasta hay de las que facturan) no se encuentra doña Carmosina. Admirador de su intelecto, Osnar siente desprecio por su físico, «por ésa, ni se me para el pito». Y para decir toda la verdad, doña Carmosina todavía no consiguió despertar la concupiscencia de ningún hombre.
Sinónimo de concupiscencia de siete letras —doña Carmosina muerde el lápiz, rebusca en la memoria, ya sabe: lascivia. No, lascivia tiene ocho letras; de siete, vamos a ver, ¿qué será? Lujuria, salta a la vista. Los pequeñas ojos de doña Carmosina, rodeadas de pestañas opacas, se pierden en la calle donde prosigue el movimiento del sábado de feria, todo el mundo busca en algunos pocos comercios las cosas indispensables, gastando monedas parcas. Lujuria, palabra fuerte.
Cuando Perpetua se casó, doña Carmosina tuvo un rayito de esperanza. Pero ésa es otra historia, aprovechemos y hagamos una pausa, dividiendo el capítulo, para dar un respiro al lector.
MIENTRAS EL LECTOR RESPIRA, EL AUTOR APROVECHA Y ABUSA.
Buena idea, Y meritoria. Los capítulos largos cansan, hacen que el relato se torne pesado, y fastidioso, conducen al desinterés y al sueño. Una pausa abre, inclusive, tiempo y espacio para dar las explicaciones necesarias sobre detalles que los personajes disfrazan, modifican a simplemente suprimen, merced a variados intereses, inconfesables u oscuros, pero cuyo cabal conocimiento es derecho sagrado del lector —¡ya que es él quien paga los increíbles precios actuales!
Carmosina es especialista en guardar secretos, en entrever indicios, en impedir que una noticia circule total o parcialmente, lo que causa graves daños a las meteretas de la iglesia y en general, a la población de Agreste, ¿pues quién no se mete en la vida ajena, no pregunta, no cuenta, no comenta? Si existe excepción, no la conozco. Hablar de la vida ajena es la principal diversión del lugar, grosería y mal carácter de algunas, arte y sutileza de otros.
Intolerable es la grosería de Bafo de Bode, resaca de la sociedad, podrida por dentro y por fuera. Cuando le toca el turno de la curda semanal, aquella que empieza el sábado a la noche, después de haber mendigado por toda la feria, y prosigue el domingo, ese detrito maloliente baja por las calles a los trancos, embarra la honra de distinguidas familias, proclama maldiciones, injurias e infamias, casi siempre y por desgracia, comprobables:
—¡Ten cuidado con los cuernos, Chico Sobrinho!, están demasiados crecidos. Tu mujer, Ritinha, vive haciendo de las suyas a orillas del río… no te voy a decir con quién, no soy alcahuete.
—Ni él, ni yo, y ¿con eso qué? Hay un arte sutil en la voz ambigua de doña Milu, madre de Carmosina, ¿quién duda de que no sea una santa?
—Están diciendo que Ritinha anda con don Lindolfo, pero debe de ser mentira, a la gente le gusta hablar. Ritinha paga por ser muy dada, a veces por demás… el genio de ella es así, no tiene la culpa.
El pueblo está harto de saber que Ritinha y Lindolfo, tesorero de la Municipalidad, se encuentran en los recovecos del río. Lo mejor es hacer como Chico Sobrinho, a palabras necias, oídos sordos, ¿a quién se le ocurre llevar el apunte a Bafo de Bode?
Volvamos, entonces, a Carmosina y al comandante Darío ya que de ellos se trata, entre los dos existe una tramoya. No, no, nada de lo que están pensando… Coma dice Osnar, al referirse, por ejemplo, al comandante, no hay criatura perfecta. Por las hendijas de las ventanas semicerradas, miradas lánguidas o ardientes, depende de la edad y el fuego, acompañan su paso bamboleante cuando desfila por Agreste, vistoso, lleno de músculos, cuerpo joven, rostro maduro y vivido, cabellera rebelde y grisácea; puede darse el lujo de elegir, o de ignorarlas a todas, sin abrir ninguna excepción, ni siquiera para Carol, la amante de Modesto Pires, obra maestra de Dios y de la fusión de las razas. Monógamo declarado, este comandante; amante de su esposa, doña Laura, Carmosina es su fiel amiga. Sí, su fiel amiga, ahí está el quid de la cuestión. Para beneficio de los lectores, utilizo la pausa e intento descifrar el enigma.
Voy derecho al asunto; ¿cuál es la patente de nuestro personaje, cuántas condecoraciones ostenta en su uniforme olvidado en el fondo del ropero? Nadie lo sabe, para todos es suficiente el título de comandante y eso fue exactamente lo que doña Carmosina le dijo; cuando él, honrado y modesto, quiso proclamar la verdad. Ella, la responsable. Tanto habla como esconde, todo depende.
Que Darío de Queluz, valeroso hijo de Agreste, perteneció a la Marina de Guerra, dando realce y lustre al torreón natal, nadie lo duda, sobran pruebas; reluce una de ellas encima de su escritorio, al lado de los trabajos en coco hechos por el comandante, medalla de oro, recuerdo de un acto de bravura, reluce bajo el vidrio de la vitrina. Que empezó modestamente como marinero, siendo un chiquilín emigrado en busca de trabajo, todos lo saben. Que subió, escalón por escalón, con esfuerzo y con estudio, durante los veinte años de vida militar, también es objeto de conocimiento público. ¿Pero subió hasta dónde? Ahí está el misterio: cuando se sacó el uniforme y retornó a las áreas patrias y puras, alguien lo proclamó almirante. Él rechazó el título y la adulación:
—No llegué hasta ahí, ¿quién soy yo? Además, almirante es un título que sólo se da en tiempos de guerra.
Entonces le dijeron comandante y si hubo curiosidad en saber hasta dónde llegó, no se manifestó, él imponía respeto y era un atleta. Comandante, título perfecto en cualquier caso, en cualquier puesto.
Arte sutil el de la vida ajena. Un día, los dos estaban a solas conversando en la repartición, Carmosina preguntó, como sin querer:
—Comandante, acláreme una cosa. En la Marina de Guerra, cualquiera puede llegar al puesto de capitán de fragata en el cuadro de Oficial Auxiliar de la Armada, ¿no es cierto?
Darío se dio cuenta de la sutileza; la curiosidad que corroía el corazón de la amiga. Sonrió, tenía una sonrisa sin malicia, de hombre bueno y derecho, y respondió:
—No ascendí tanto, mi buena Carmosina. Llegué sólo a…
Ella le tapó la boca con la mano:
—Despacito, para que nadie oiga…
—¿Y por qué?
—Los otros piensan que sí, que llegó y pasó, están orgullosos por eso. ¿Para qué desilusionarlos? Comandante, basta y sobra.
Aguzó su oído para oír y se acabó. El comandante ahora puede comandar mar y viento en los cerros de Mangue Seco, no es necesario dar más detalles, ni charreteras ni órdenes de ser vicio. Carmosina lo sabe, eso basta, la confidencia no pasó de allí, ni siquiera a la vieja Milu se lo contó. ¿Contarle a su madre? ¿Están locos? Al día siguiente todo Agreste lo sabría.
Eso es, tal cual, lo que quise aclarar, aprovechando la interrupción del capítulo. Terminé por escribir uno más, perdonen. ¿Qué cuál fue, de hecho, el grado alcanzado por el comandante? ¡Ah! Eso no lo sé decir. Sólo Carmosina lo sabe y, egoísta como es, se hace la tonta y se guarda la información. Si alguien de ustedes por casualidad la obtuviere, haga el favor de hacérmelo saber.
CONTINUACIÓN DEL CAPÍTULO INTERRUMPIDO.
Cuando Perpetua se casó, doña Carmosina tuvo un soplo de esperanza. Si Perpetua, más vieja, más fea —sí, más fea ya que la simpatía también suma puntos en el concurso de Miss— con aquella cara de estremecimiento crónico, sin gracia, resentida, había encontrado quien la quisiese, quien pidiese su mano en casamiento y la llevase al altar de tul y guirnalda, ¡qué ridícula figura!, también le cabía a Carmosina, más joven, inteligente, culta, ¡cultísima!, risueña y cordial, además cocinera de buena mano, el derecho a soñar, a no desesperarse.
¡Ah! Mayor Cupertino Batista existió uno solo, los milagros no se repiten. Reformado por motivos de salud, cincuentón asmático y cardíaco, de pocas luces, cabeza dura, obtuso, era un tonto alegre, pero ni por todo eso dejaba de ser un buen partido. Soltero, tenía algunos ahorros, reservas monetarias y físicas: al partir para el reino de los cielos le había dejado a Perpetua dos hijos y tres casas como herencia, además de la pensión y del dinero puesto a interés. La herencia, Carmosina creía que no era gran cosa, pero —suspira— durante seis años y un mes, setenta y un meses, dos mil doscientas veintiuna noches, contando la del año bisiesto, la reventada, la infeliz —la suertuda, ¡la felicísima!— había dormido en una cama de matrimonio con un hombre a su lado, bajo las mismas sábanas, marido útil hasta la última gota, ya que Perpetua había abortado poco antes de que el Mayor entrara en continencia y se acabara la fiesta.
Escribe lujuria, letra por letra en las casillas de las palabras cruzadas, su pensamiento vuela de Perpetua a Elisa (pobrecita, tan agonizante está, que se olvidó las revistas); de Elisa a Antonieta.
Antonieta, ésa sí que había merecido vida conyugal y fortuna: alegre, divertida, bondadosa, un encanto de criatura. Muy afecta a la casa de Carmosina, habían sido compañeras en la primaria; doña Milu le tenía un cariño muy especial y la defendía cuando las malas lenguas roían el pellejo de la muchacha, mejor dicho las carnes de la chica. Se hablaba mucho de ella, estaba en boca de todas las comadres:
—¡Ésa! Hace rato que tiró la chancleta…
—Y ya fue llamada al orden…
—¿Llamar muchacha a esa fulanita? Es una ramera, eso es lo que es… está siempre dispuesta, con Dios y con el resto del mundo…
Doña Milu ponía punto final a la charla, acababa la discusión:
—Lo que ella está haciendo es problema de ella, yo nunca supe que se acostara con ningún hombre por dinero, es el cuerpo que se lo pide. Y se lo pide a ella y a todas, ¿no es cierto, Roberta? Las otras no lo hacen, se trancan con siete llaves, pero ¡ojo! sólo el cofrecito sagrado. El resto no, no tiene importancia, ¿no es así, Gesilda? Del sobaco, al traste, todo permitido.
Parecía cambiar de tema:
—¡Qué lindo sobrenombre le pusieron los muchachos a tus gemelas, Francisca! ¿No lo sabes? Pues te informo: Manos de Oro y Plata, me pareció tan bonito… —¡Doña Milu era única!
Cuando Antonieta, se fue en el camión, apaleada y expulsada, Carmosina fue a despedirla, fue la única. Fue a decide adiós a su amiga, por orden de la madre. Con las marcas de la víspera bien visibles, ya que el cinto le había alcanzado la cara, con moretones violetas en las piernas, Tieta no se quejó. Puede que sea para mi bien, dijo. Había acertado.
En los últimos once años y siete meses, era raro el día en que doña Carmosina no recordara a Antonieta. Desde la llegada de la primera misiva, había seguido carta por carta, el intercambio de correspondencia entre Sant’Ana do Agreste y el Apartado de Correos 6211 de la capital de São Paulo. Está en todo, sabe más que las propias hermanas de Tieta, mucho más. Por conocimiento directo, y por deducción.
Había visto cómo engordaba el cheque en el transcurso del tiempo, con la desvalorización del cruzeiro y los lamentos de las hermanas. Había corregido —en la práctica redactado— las cartas de Elisa, floja en gramática; había leído las de Perpetua, las de Perpetua y las demás. Las hermanas después de la muerte del Mayor, habían dividido el deber y el placer de las respuestas, como dividían el contenido de las encomiendas postales, vestidos, blusas y polleras, camisones. Perpetua, cuando le tocaba escribir, venía con el sobre cerrado, ¡qué tontería! Doña Carmosina no merecería el sueldo y el privilegio de ese puesto si no fuese perita en abrir sobres cerrados, leer las páginas en un abrir y cerrar de ojos, y poner todo en orden nuevamente. Lo único que le costaba era contenerse para no corregir las faltas de ortografía.
Además de la indefectible frase del viejo Zé Esteves, Dios te bendiga y te dé todo, hija mía, cada carta contenía quejas de la vida, honras a la querida hermana y la curiosidad de todos. Antonieta respondía en pocas líneas —letra grande, papel caro y lujoso, que tenía una A gótica en alto relieve— que Elisa y doña Carmosina devoraban juntas, ahí mismo, en la repartición.
Doña Carmosina había leído también la carta de Ricardo, la de Ricardo y otras. Por otra parte la ingenua epístola del niño, pidiendo a la tía, la pelota de fútbol y discreción, que… bueno, todo esto no interesa a nadie —doña Carmosina aleja el recuerdo, retorna a las palabras cruzadas: fruta brasileña de origen asiático, cinco letras. Superfácil.
Esa extensa correspondencia, cortada ahora, de repente, sin explicación válida, a no ser que fuera enfermedad grave o muerte de Tieta, se revestía de aspectos dignos de estudio, comenzando por la falta de dirección completa de la destinataria de São Paulo, calle, número de puerta y de departamento, en el caso de vivir en uno de ellos; sólo un Apartado de Correos, frío y anónimo. A pesar de que Agreste no pasa de ser un pañuelo donde todos se conocen tanto Perpetua como Elisa se apuraron en enviar direcciones completas. Perpetua Esteves Batista, Praça Desembargador Oliva, número 19; Elisa Esteves Simas, Rua do Rosario, 28; inclusive la dirección del padre; José Esteves Filho, Beco da Matança, s. n.
¿Y el marido? Sin edad, sin rostro, impalpable. Título, condecoración, algunas industrias, el pelo blanco en la foto de la revista. Doña Carmosina dedicó gran parte de su tiempo al análisis y aclaración de tan apasionante adivinanza. Reunió datos, pistas e hizo conjeturas.
El Mayor, todavía con vida, se había encargado de la respuesta inicial, pero no llegó al final sin pedir auxilio a doña Carmosina. Ella puso en orden las noticias, dando énfasis a los hechos, cuando era necesario. Fue una carta larga, casi un informe que abarcaba casi quince años de acontecimientos.
Noticias de toda la familia, detalladas. Del padre. Zé Esteves, rondando los ochenta, pero firme todavía y de Tonha, la segunda mujer (más joven que Perpetua, de la edad de Tieta, pero ya acabada a causa de la pobreza y el descuido, no era más que un apéndice del Viejo). La pareja vivía de la caridad de hijas y yernos; sin poseer nada suyo, ni bienes ni rentas. Zé Esteves, torpe, pero creyéndose vivo, en el ansia de engañar a los otros, había vendido tierras, rebaños de cabras, plantaciones de mandioca, su propia casa, en fin, todo. Bendecía a la hija y la perdonaba, le pedía una limosna. Doña Carmosina corrigió la redacción, la forma y el contenido, en lugar de ser Zé Esteves quien perdonaba, pedía perdón a la hija, hablaba de la vejez y de la pobreza, insinuaba un pedido de ayuda; un padre puede pedir perdón, pero no puede pedir limosna a los hijos. Era un párrafo tan conmovedor, en la bellísima letra del Mayor, que iba a tocar el corazón de Tieta, a la misma Carmosina se le habían humedecido los ojos. Siempre había tenido habilidad para escribir, habilidad y ganas. Pero ¿de dónde sacar coraje?
Hizo un relato del casamiento de Perpetua, con nombre y título del marido, Mayor Cupertino Batista, oficial retirado de la Policía Militar del Estado, cuñado a sus órdenes; contó que Dios había bendecido el matrimonio, les había dado dos hijos, Ricardo, de cinco años, Cupertino, llamado Peto, de dos, y ahora nuevamente había fecundado el vientre de Perpetua, embarazada de aquel que hubiera sido el tercero en nacer. El Mayor, bueno con la espoleta, no se negaba a usarla, según había comprobado doña Carmosina, pero no tocó el tema, no quería problemas con Perpetua. Pero sí se encargó de describir el casamiento de Elisa, la novia más linda que se había visto en Agreste, con Asterio Simas, hijo y heredero de don Ananias, aquel de la tienda de la calle da Frente (calle Coronel Artur de Figueiredo), sólo que la tienda no parecía la misma. En la lejana y decadente ciudad de Sant’Ana do Agreste el comercio se había reducido a la mitad en aquellos quince años. También había disminuido la población, compuesta por una mayoría de viejos, ya que el clima continuaba espléndido, prolongando la vida de los que allí se quedaban, a pesar de la pobreza, la falta de recursos y de futuro. El pueblo no se moría de hambre sólo porque el río y el estero proporcionaban una cantidad de peces, cangrejos, camarones incomparables y sobraban frutas durante todo el año: bananas, mangas, piñas, mangabas, goiabas, araçás[11], sapotis[12] y sandías y coqueiral[13], sin fin y sin dueño.
Además de las noticias, pregunta: ella, Antonieta, ¿qué hacía? ¿Cuál era su dirección completa? Que contara todo, punto por punto.
La respuesta no tardó ni un mes. Antonieta envió un cheque a nombre del Mayor, pidiéndole el favor de que lo cobrara y entregara el dinero a Zé Esteves, estaba destinado a ayudar al padre y a la madrastra. El padre podía contar con aquel auxilio mensualmente. El valor del cheque llamó la atención y la codicia: mucho dinero, más de lo que el matrimonio necesitaba para pagar el rancho donde vivía, aunque pusieran al día el alquiler atrasado, sobraría también para la comida y la cachaça, medida, pero indispensable para la dieta de Zé Esteves. Perpetua había insinuado hacer una división pero una mirada del Viejo, con el bastón erguido como arma de guerra, fue suficiente para terminar el asunto. Para evitar la ida del Mayor a Alagoinhas, donde está la agencia bancaria más próxima, don Modesto Pires, dueño de la curtiembre, les hizo el favor de pagar el cheque. El primero y todos los demás.
En cuanto a las preguntas, ni sombra de respuesta, Antonieta se limitaba a informar que, gracias a Dios, estaba en buen estado de salud, se había casado y era feliz a pesar de no tener hijos. Sobre el marido, nombre, profesión, edad, ninguna palabra. ¿Dirección? Nada mejor ni más seguro que el Apartado de Correos 6211, toda correspondencia dirigida allí, llegaría a sus manos.
En el transcurso de más de un decenio, las relaciones epistolares entre Tieta y la familia se mantuvieron absolutamente regulares: una carta por mes de cada lado, la de São Paulo, pocas líneas, papel y sobre de color, perfumados. Variando el color todos los años, el perfume sólo había cambiado una vez. El último era más suave y discreto, sin duda, importado.
El monto del cheque iba creciendo, no sólo por causa de la inflación. Cuando Elisa tuvo el bebé, y doña Carmosina acentuó las dificultades de Asterio, Tieta sumó a la ayuda al padre, cierta cantidad mensual para la leche del niño y su futura educación. Lo mismo hizo cuando Perpetua se puso dramática y sincera (por una vez en la vida) llorando la muerte del marido perfecto, que la dejó viuda y con dos hijos en los brazos, necesitada. Había cerrado el pico sobre las casas alquiladas y los ahorros que tenía en el banco, pero Tieta se había dado cuenta de la diferencia en la suerte de las hermanas, ya que mandaba la misma suma para una y otra: si Perpetua tenía dos hijos, mucho mayores eran las dificultades de Elisa. Comenzaron a llegar los paquetes de ropa usada, los regalos de Navidad y de cumpleaños. Pero de ella y del marido no supieron casi nada más.
Muy poco, casi nada, pero lo suficiente para que doña Carmosina uniera las piezas y desentrañara el misterio.
Hace unos nueve años —nueve años y nueve meses, exactamente— en un número de carnaval de la revista Manchete, doña Carmosina reconoció a Antonieta a pesar de los cabellos oxigenados, en una fotografía de «máscaras en plena animación en el baile del Teatro Excelsior, en la capital paulista». Allí estaba, en el centro de la foto, feliz, acurrucada y cariñosa en los brazos de un señor de cierta edad, a juzgar por las canas. Desgraciadamente, apenas se veía la espalda del caballero, por que estaban bailando; ella, estaba de frente, con la boca abierta de tanto reír, el rostro franco y travieso, una gentil señora, ya no era más la joven atolondrada que había partido en el acoplado de un camión, partida ésta, testimoniada por Carmosina. Había crecido en belleza, estaba opulenta en formas. Jamás fue de las flacuchas, su belleza tenía de dónde agarrarse.
Doña Carmosina convocó a toda la familia, fue una sensación. Perpetua asintió con la cabeza. Era Antonieta, no había ninguna duda; había engordado y sus cabellos estaban oxigenados. También el Viejo Zé Esteves reconoció a su hija:
—Está hecha un pimpollo con el pelo teñido, bien a la moda. ¡Dios te conserve, hija mía! —miraba a las otras dos, con desafío. Quería ver quién se atrevería a criticar. Delante de él, nadie.
Elisa estaba medio enloquecida, no tenía la menor idea de cómo podía llegar a ser su hermana, pero de ahora en más podría imaginarla mejor, estaba tan linda con ese disfraz de odalisca… La noticia de lo que habían descubierto en la revista, transmitida en carta de Elisa, proporcionó la primera pista, ya que Tieta, en la respuesta, reveló el nombre del marido: el que bailaba con ella, al ritmo del samba carnavalesca, era Felipe, su bien amado esposo. ¿Felipe cuánto? No lo dijo.
Poco tiempo después, en una carta sellada en Curitiba, hizo referencia a los negocios de Felipe, industrial con intereses en Paraná. En otra oportunidad, disculpándose, atribuyó la demora del envío del cheque —una semana de atraso—, a una enfermedad del comendador, ya que había permanecido, tal como corresponde a una buena esposa, todo el tiempo junto a la cama del enfermo. Felipe, industrial y comendador.
Para Perpetua bastaba; por otra parte, el cheque le bastaba, siendo superfluo todo el resto. Elisa, por el contrario, deseaba saber más, mucho más. Durante horas enteras comentaba con Carmosina las reservas de su hermana: tiene vergüenza de nosotros, miedo de que abusemos de su bondad. Se está esquivando y, en el fondo, tiene razón. Tiene razón, doña Carmosina es la que más sabe. Tieta había sido echada —¡esta casa no es para putas!—, molida a golpes, por denuncia de su hermana mayor. Demasiado buena, eso es lo que pasa, ya que había olvidado la vergüenza, la delación, la paliza, el bastón, para acudir en socorro de la familia. Demasiado buena, un ángel, concordaba doña Carmosina. En cuanto al motivo de las reservas y de las reticencias, la agente de Correos y Telégrafos callaba: había trazado su propia teoría sobre el asunto.
Reunió datos, indicios, pistas: misterio digno de Hercule Poirot. Doña Carmosina, en definitiva lo resolvió cuando empezaron a llegar las encomiendas postales con los elegantes vestidos, las polleras y blusas finas, de diferentes medidas. Antonieta, con una frase breve, había explicado la razón de los distintos talles: los vestidos que mando son casi nuevos, algunos míos, otros de mis hijastras. Hijastras, fíjense bien, hijas del comendador Felipe, pero no de ella, que no tenía hijos. Está claro como la luz del día, doña Carmosina Sherlock Holmes. En Agreste ¿quién la iguala o suplanta en inteligencia?
Disolución del vínculo matrimonial con separación de cuerpos y bienes, ¡ocho letras! Divorcio.
Divorcio o separación, en Brasil no hay divorcio, ¡caray! ¡qué país más atrasado!, ésta es la explicación más segura y correcta, no hay otra.
Y hagamos aquí una nueva pausa, un poco de suspenso, propio de los folletines. Volveremos después de los avisos, como dicen los locutores cuando, en el momento de más entusiasmo, cuando la intriga es mayor, interrumpen las novelas radiofónicas para anunciar jabón en polvo y marcas de cigarrillos, dejando temblorosa y vibrante a Elisa.
OTRA VEZ EL PESADO, EN EL MOMENTO DEL DESCANSO.
Un rápido paréntesis —no voy a demorar— para revelar hechos condenables, iluminar los detalles oscuros con la antorcha de la verdad, desenmascarando una vez más a la señorita Carmosina Sluizer da Consolação.
No crean que la persigo y que no le tengo estima. Al contrario, reconozco sus cualidades y elogio los motivos capaces de llevarla a violar la ley de los hombres y la ley de Dios, cuando son generosos y nobles. En cuanto a perseguirla, ¿quién, en Agreste, se atrevería? Ni el coronel Artur da Tapitanga, ni Ascanio Trindade, tan cumplidor de la ley. Con Ascanio el redacta cartas para los diarios de la capital, peticiones al Gobierno del Estado, pidiendo ayuda para Agreste. Cartas y peticiones inútiles.
Hace más de quince años —de los veintitrés de su designación en el Correo— que funciona un esquema ilegal establecido por ella y por Canuto Tavares, el otro empleado de la Agencia, propietario de un taller en Esplanada, donde gana sus buenos cobres, habilidoso como es. Si hubiera permanecido en Agreste no hubiese progresado, hubiera vegetado toda la vida, cobraría el bajísimo sueldo de telegrafista en una agencia de última categoría; pero decidió abandonar el empleo, mudarse y llevar herramientas y ambición. Al enterarse de la decisión de su colega, Carmosina le propuso una treta para beneficio de los dos: Canuto iría tranquilo a su taller de Esplanada y dejaría por cuenta exclusiva de ella el funcionamiento de la Agencia de Correos y Telégrafos de Sant’Ana do Agreste, al final de cuentas es un trabajo que no mata a nadie; a cambio de eso, él le daría la mitad de su sueldo. Para Canuto, que estaba dispuesto a dimitir, la propuesta le vino como anillo al dedo. Para Carmosina, ni se hable: aumentaba la renta para el sustento de su casa —para lo cual doña Milu ya no podía ayudar debido a la edad: partera casi jubilada, de vez en cuando ligaba algún caso— y la dejaba única y absoluta dueña y señora de cartas, telegramas, encomiendas, diarios y revistas, de la vida de la ciudad y del mundo. El arreglo funciona desde hace más de quince años —ella sabría decir exactamente cuántos, años y meses— y en ningún momento pasó por la cabeza de nadie denunciar el escandaloso envío mensual del libro de control de la repartición a Esplanada para recoger la firma de Canuto, llevado en las propias manos de Jairo. ¿Quién se atrevería?
Lo que me disgusta en ella es la parcialidad. Quisiera ver cómo se las arreglaría Carmosina si uno de los hijos de Perpetua muriese y la madre quisiera esconder el hecho ante Antonieta para conservar la ayuda puntual e íntegra. Si tendría idéntico comportamiento al que tuvo cuando Elisa entró en la agencia, llena de desesperación por la muerte de Toninho. Doña Carmosina la había consolado, el inocente había dejado de sufrir, flojito de salud desde su nacimiento. Doña Milu, al sacarlo del vientre de Elisa, se había asustado, parecía un feto en formación, verdadero milagro fue que viviera tanto tiempo. No se ganó nada con médico y remedios, pagados con los envíos de Tieta, ni con la ida a Esplanada para consultar al doctor Joelson, especialista en niños. El pediatra dijo, sacudiendo la cabeza: ni vale la pena medicar. El pobrecito descansa y ustedes también, ¿cuántas noches se pasaron sin dormir? Pero ni así Elisa se calma.
Además de perder a Toninho —por más enfermo y raquítico que fuera, era su hijo y su consuelo—, perdía la ayuda de la hermana, el dinero mensual destinado a leche, remedios, médicos, a la futura educación del sobrino, y no a cosméticos, revistas, sesiones semanales de cine, pilas para la radio. Con Toninho partían para la eternidad esos regalos comprados con las sobras de la caridad de Tieta. ¿Qué hago, dime Carmosina?
Los ojos pequeños, entrecerrados, escrutaron a Elisa, Carmosina le había visto nacer. Doña Milu, emérita comadrona, llamada a los apurones en medio de la noche para atender a Tonha en los dolores de parto y a vaciar botellas por orden de Zé Esteves, había llevado a su hija como ayudante. Carmosina y Tieta hirvieron agua, auxiliaron y asistieron la expulsión. Perpetua, púdica, se había encerrado a rezar. Cada cual ayuda a su manera.
Ya grandecita, camino de la escuela, Elisa iba a saludar a quien la había ayudado a nacer; se deleitaba con almíbares hechos con guayaba y coco, una delicia. Carmosina fue quien primero recordó a Elisa la existencia de Tieta, cuyo nombre la familia jamás pronunciaba. El tema era escandaloso pero Carmosina encontraba la manera de hacérselo recordar a su amiga. Cuando le contaba alguna cosa, hacía referencia al sobrenombre y a la belleza: Tieta, tu hermana, estaba conmigo, más linda que nunca. También Elisa había crecido así de linda, casándose y pariendo. Carmosina la había visto nacer. Ahora, tan elegante con el vestido enviado por Antonieta, estaba desesperada, sin tener siquiera un hijo enfermo para cuidar. ¿Qué podía hacer? Infeliz, era ése el adjetivo que más le cuadraba. Carmosina se acerca y murmura:
—No le cuentes nada…
—¿Cómo?
—Haz de cuenta que Toninho no murió.
—¿Y si Perpetua alcahuetea? Con lo moralista que es… no tolera mentiras, por lo menos eso es lo que vive diciendo.
—Y si ella te amenaza, la amenazas tú también: ¿cuál de las dos tiene más mierda para esconder? ¿O tú crees que ella le cuenta a Tieta de sus casas, sus alquileres y de la herencia del Mayor? ¿Y que le cuenta que deposita en la Caja de Ahorros el dinero que le sobra porque no le hace falta? No dirá nada.
Compruébese la falta de moral de Carmosina, ya que, estando su amiga en un callejón sin salida, le aconseja mentiras y chantaje. También falta de honradez: porque el estar enterada del contenido de las cartas de Perpetua por abuso de poder, no le da derecho a usar tal conocimiento. Pero Carmosina no da importancia a los conceptos morales ni a las reglas de honradez. Y no sólo aconseja, sino que también asume la dirección de la intriga:
—Deja a Perpetua por mi cuenta. Yo misma hablo con ella.
Perpetua levantó los ojos al cielo y pidió perdón al Señor por el pecado, entreabrió los labios:
—Por mí, no se va a enterar. Al final de cuentas, si Antonieta deja de mandarle dinero, soy yo quien va a tener que aguantarla, a ella y al marido.
Motivo justo, correcto, Perpetua es hueso duro de roer, no se deja chantajear, Carmosina sonríe, una sonrisa angelical, inocente:
—Por eso, o por todo lo demás, lo mejor es cerrar el pico.
Un detalle más y me voy. ¿Se acuerdan de la carta de Ricardo, en la que pedía una pelota de fútbol recomendando a la tía que guardara el secreto? Al recordar el hecho, a Carmosina casi se le escapa una revelación: ella también le había escrito a Antonieta, para rememorar los lejanos días de adolescentes y la antigua amistad, y para mandar saludos de doña Milu que no la olvida. Además de pedirle si podía comprar en São Paulo y mandarle, diciendo cuánto había costado, un buen, el mejor, diccionario de rimas en venta, en las librerías. No lo mandaba comprar a Aracajú o a Bahía, para evitar chismes. No tardó en recibir el libro, con dedicatoria: «Para mi querida amiga Carmo, un pálido recuerdo de su amiga Tieta».
Entrada la madrugada, a la luz de una lámpara, en el silencio de la noche, Carmosina escribe versos, cuenta sílabas, rima resonar con Osnar, pudor con amor.
Ahora que ustedes están enterados de todo esto, los dejo nuevamente en la Agencia de Correos y Telégrafos, mejor dicho en el Areópago, hasta pronto.
FIN DEL CAPÍTULO DOS VECES INTERRUMPIDO, ¡UF!
A pesar de que el enigma era tan simple, había llevado mucho tiempo para ser resuelto, por falta de datos y por la demora en reunir ese mínimo de informaciones.
Divorcio, una de las mayores pruebas de atraso del país, del subdesarrollo; indignada, doña Carmosina ha puesto todo su empeño en discusiones homéricas con el padre Mariano, con la profesora Carlota Alves, con el doctor Caio Vilasboas —fíjense ustedes; médico recibido, con diploma de la Facultad y tan retrógrado. ¡Una persona atada a otra, para toda la vida, aun después de la separación legal —de cuerpos y bienes—, sin poder casarse de nuevo! Doña Carmosina había leído en una estadística la cantidad de concubinatos —¡espantosa palabra!— que había en Brasil. Millones. Viviendo como casados, aceptados, recibidos por la sociedad; el señor y la señora fulana de tal, pero sin los derechos de la ley. Esposa no, concubina. Doña Carmosina encuentra una solución muy simple. Con esos mínimos datos y su poder de deducción, llega a la respuesta del enigma. Antonieta vive con el ricachón como si estuviese casada pero sin estarlo realmente. Había sido admitida por la familia, inclusive por las hijas de él —más de una vez se refirió a las hijastras y a las sobrinas del comendador—, pero no pudo legitimar la unión ya que él era separado. Conocedora de los prejuicios en boga en Agreste, ante la posibilidad de que el padre la esperara en la oscuridad, al lado de la ventana abierta, empuñando el bastón, a punto de darle una zurra que despertaría a todo el vecindario, Tieta se hace la burra, envuelve marido y casamiento en misterio y silencio. Hace muy bien.
Una vez, apareció en Agreste un inspector de Hacienda, acompañado de su mujer, señora distinguida, agradable, supereducada madre de mellizos. Al principio fueron muy bien recibidos, hasta que la señora contó ingenuamente que ella y el marido eran separados, y que vivían juntos y felices desde hacía más de diez años. Les cerraron las puertas y también les pusieron mala cara. Se tuvieron que ir; en Agreste el casamiento sólo vale con cura y juez, si no, no sirve. Antonieta hace muy bien en ser reservada, en mantener su vida conyugal alejada de los charlatanes de la ciudad, comenzando por Perpetua. A doña Carmosina le gustaría ver el escándalo que armaría Perpetua si algún día llegase a saber la verdad. Se iba a tener que tragar la lengua.
Según doña Carmosina, cuando la pareja se lleva bien, eso es lo que importa, padre y juez, velo y guirnalda pasan a segundo lugar. Hace ya mucho tiempo que ella dejó de lado cualquier exigencia: marido o como se lo quiera llamar, soltero, viudo, divorciado, casado con mujer e hijos, de cualquier forma le viene bien a doña Carmosina; claro, siempre que sea macho y le lleve el apunte. En colchón de plumas o a orillas del río, en los yuyos. Si ella pudiese elegir, Osnar sería el bienaventurado. Si no, cualquiera sirve. Desgraciadamente, ni Osnar, ni nadie. Sin embargo, al ver al comandante, que llega de la feria, olvida las decepciones de amor y los problemas relacionados con la demora de la carta de Antonieta. Se para, va hasta la puerta, hace señas con el diario que tiene en la mano. Cuando él se aproxima, ella vibra:
—Lo guardé para que lo lea. Le va a interesar.
El comandante Darío toma la página, doña Carmosina le señala el artículo. Comienza a leer para sí, pero, sin duda alguna, el asunto lo entusiasma, eleva la voz «… las transformaciones políticas que últimamente marcaron a Europa, han hecho pasar casi inadvertido un hecho importante para los defensores del medio ambiente en todo el mundo: la sentencia de prisión para el presidente y cuatro directores de la mayor industria química italiana, la Sociedad Montedison, acusada de contaminar las aguas del mar Mediterráneo…».
Se dibuja una ancha sonrisa en el rostro del comandante:
—¡Ese juez es de los míos! ¡Italiano corajudo! —prosigue con la lectura: «… el objeto de debate: la fábrica de dióxido de titanio de Scarlino, inaugurada con entusiasmo por los pobres habitantes de esta provincia toscana, marcada constantemente por huelgas e interrupciones de trabajo de sus 500 empleados…».
Durante la lectura, llega Barbozinha el profeta, y se queda oyendo. El comandante insiste en empezar de nuevo para que el amigo no pierda ningún pormenor: ¡por fin había aparecido en Italia un juez macho!
—Presta atención, oye este pedazo: «Uno de los defensores de los acusados, el abogado Garaventa, utilizó este argumento: la dirección de la fábrica siempre actuó con autorización administrativa. En el caso de una condena, ¿cuál será la opinión de los ciudadanos sobre la administración pública que concedió tales permisos?».
—¡Buen argumento! —dice Barbozinha—. Los hombres estaban dentro de la ley, actuando de acuerdo con las autoridades…
—¿Dentro de la ley? ¡Ni soñando! Las autoridades son unos sinvergüenzas, de común acuerdo con los monstruos ávidos de dinero. Oye el resto: «Sin embargo, el argumento no intimidó al juez Viglietta, quien pertenece a una nueva generación de jóvenes magistrados que no se detienen ante los poderosos». ¡Jueces valientes!
—Pero si los tipos estaban actuando de acuerdo con la ley…
—¿Qué ley? Ley es la que aplicó el juez, escucha esto y no interrumpas, si te parece, después discutimos: «Él tomó como base una ley italiana del 14 de julio de 1965…» —el propio comandante interrumpió para comentar—: Muy reciente, ¿no? Por fin empiezan a aprobar las leyes que son necesarias… —vuelve a la lectura—: «… pocas veces invocada, que prevé penalidades para todos los que lanzan al mar substancias extrañas a aquellas que forman parte de la composición normal de las aguas naturales, que constituyan peligro para los peces y que provoquen alteraciones químicas o físicas en el medio acuático».
Prosiguió leyendo hasta el final, mientras doña Carmosina oía con renovado entusiasmo y Barbozinha se distraía: «Con su veredicto, el juez Viglietta trató de advertir a todos aquellos que hacen del mar un tacho de basura y amenazan de muerte al Mediterráneo».
—¡Un juez estupendo! ¡De esos que se precisan en todo el mundo, empezando por São Paulo! Don Barbozinha, nosotros no nos damos cuenta del privilegio que significa vivir en este pedazo de paraíso, creado por Dios y, en buena hora, olvidado por los hombres, —se vuelve hacia doña Carmosina—: ¿Me lo puedo guardar, Carmosina?
—Saqué la página para dársela…
Mientras el comandante dobla la hoja de diario, Barbozinha interroga a doña Carmosina:
—¿Qué pasó con Tieta? Oí decir que murió…
A propósito de la pregunta, se acuerda de las revistas que Elisa dejó olvidadas, doña Carmosina va a buscarlas, las coloca al lado de la bolsa:
—Ojalá que no, pero todo indica que sí.
—¿Quién? —quiere saber el comandante.
—Antonieta, Tieta, sabe quién es, ¿no?…
—Claro que sí… ¿le pasó algo?
—Parecería ser que murió. Todavía no hay informaciones.
—Seguro que de cáncer, con la contaminación que hay en São Paulo… Basta ver los millares de autos vomitando gases…
Se despide, doña Laura lo espera:
—Muchas gracias por el artículo, Carmosina. Ese juez alegró mi alma.
Carmosina se prepara para cerrar la Agencia. Antes de comer, tiene que pasar por lo de Elisa, la pobre está agonizante. Barbozinha, cabizbajo, distante, concentrado, mira un punto en el horizonte, invisible para doña Carmosina. Barbozinha es vidente.
Nadie lo sabe —es otro de los secretos jamás revelados que ni siquiera se lo confió a la agente de Correos— pero fue Tieta la musa inspiradora de sus mejores versos, los publicados en los dos libros y también los inéditos, cinco volúmenes inéditos, del poeta Matos Barbosa. Antonieta Esteves, pasión devoradora, fatal. Desencarnada, en un círculo astral con una estrella candente. Escribirá un último poema, la muerte no existe, ¡oh! mi bienamada, el cuerpo es un simple envoltorio, te encontraré de nuevo y finalmente serás mía, pues hace cinco mil años que te deseo, desde que reconocí en ti a la princesa maya y el amor me costó la vida; te quise liberar cuando estabas en un monasterio, en la Edad Media y fui encerrado en un calabozo, amarrado con cadenas, junto a las rocas; seguí tus rastros a través de los ríos de Indostán y mi cuerpo flotó sobre las aguas; un día te reencontré, pastora de cabras, saltando sobre las piedras.
DE LAS REVISTAS DE FOTONOVELAS Y DE LAS PRUEBAS DE AMISTAD: CAPÍTULO RECONFORTANTE, PREPARATORIO DE LA GRAN DISCUSIÓN FAMILIAR.
—Te olvidaste las revistas —doña Carmosina las deposita sobre la mesa, y se sienta.
La brisa del atardecer y los colores del crepúsculo envuelven a Sant’Ana do Agreste. Barbozinha tiene por costumbre hacer una parodia con los versos del poeta portugués: ¿Qué pasa con los pintores de éste mi país divino que no vienen a pintar? Él, De Matos Barbosa, cumple con su deber; dedicó más de cincuenta poemas y sonetos a los paisajes de Agreste, al río Real que baja hacia el mar, a las dunas de la playa de Mangue Seco, donde, en lejanas vacaciones burocráticas, declamó para Tieta ardientes versos llevados por el viento. Barbozinha dejó a doña Carmosina en la puerta de la casa, no quiso entrar. Lleno de dolor masticando un poema, se dirigió al bar dos Açores.
Elisa no siente el fresco del atardecer, no ve los matices de amarillo y violeta, de colorado y azul quemando el firmamento, cuando el sol, llevado por las aguas del río, se pierde en el mar, en la línea lejana de los tiburones y la luna nace detrás de las dunas. Luna llena. Elisa, deshecha, está con los ojos hinchados de tanto llorar, doña Carmosina se impresiona. Es un golpe terrible, sin ninguna duda, ¿cómo se las van a arreglar, Asterio y ella, para equilibrar el presupuesto, sin ayuda de la hermana? Van a terminar siendo una carga para mí, había adivinado Perpetua, en vista de tanta desesperación.
Está como perdida, ni siquiera hojea revistas, ella que siempre está tan ávida de noticias, de amores nuevos y viejos, de casamientos y divorcios, peleas, fiestas, de la vida brillante de los artistas de cine, radio, teatro, televisión. Perpetua no pagará ni una sola revista. ¡Porquerías! Individuos sin temor a Dios, mujeres mostrando vergüenzas, esas revistas son una indecencia. En mi casa, no entran. Si yo fuese Asterio… Felizmente no lo era, así Elisa puede estar a la par de todos los chismes y llegar a delirar con las fotonovelas.
El conocimiento de Elisa se reduce a artistas brasileños; se puede decir que es especialista. Pero no posee la visión universal de doña Carmosina, cuya erudición, en esos asuntos apasionantes, no se limita a las fronteras patrias. Ella no desconoce ni un detalle sobre los Beatles, antes, durante y después de la formación y disolución del conjunto. Erudición, conocimiento, curiosidad, por el mero placer intelectual de saber y dar cátedra a Aminthas, tarado por los Beatles y por todos los conjuntos de rock, enloquecido por la música moderna. Aminthas tiene tocadiscos y grabador, gasta en discos y cassettes lo que gana, y lo que no gana.
Doña Carmosina, con su corazón romántico en materia de música, prefiere Casa de Caboclo y Luar do Sertão; eso sí que es música con melodía y sentimiento y no ese bochinche de los melenudos, sin pies ni cabeza. Provoca la indignación de Aminthas, basureando a sus ídolos: esa fulana, Yoko, es horrible, y además se fotografía desnuda. Fíjate: la cara y el culo son iguales.
—Voy a buscar dinero para pagar… —la voz de Elisa era neutra y tenía los ojos húmedos.
Doña Carmosina comprueba que había pasado la tarde llorando:
—Déjalo para después.
—Para eso, todavía tengo…
Sus ojos buscan a la amiga de la infancia, compañera de largas charlas sobre galanes y estrellas de radio y televisión. Elisa sólo pudo ver televisión cuando pasó tres días en Bahía porque Asterio fue a consultar a un médico y a sacarse radiografías; por suerte, nada grave, sólo el susto al desprenderse de semejante dineral. El aparato de televisión en el hall era el lujo concedido a los huéspedes de aquel modesto hotel cercano a la terminal de ómnibus. Elisa no se separó del video, maravilla de maravillas. Y ahora ni siquiera las revistas. Saltan lágrimas de sus ojos y las palabras son sollozos:
—Si fuese verdad, ya no puedo comprar ninguna. Saca mi nombre de la lista.
—¿De las cinco? —Doña Carmosina conoce la respuesta, pero pregunta para tener algo que decir. ¿Cómo se las arreglará Elisa para vivir sin las fotonovelas?
—De todas…
Doña Carmosina se alza en su magnificencia, la amistad se prueba en esos momentos:
—¡De las cinco, no! Te garantizo dos, pagándolas con mi comisión. No te vas a quedar sin ninguna.
El gesto conmueve a Elisa, pero la realidad se impone:
—Gracias, Carmosina, eres demasiado buena. Pero ni yo acepto, ni tú eres tan rica como para andar gastando tu dinero…
—Son todas conjeturas. Capaz que Tieta está más viva que nosotras dos… —doña Carmosina, aliviada, substituye su precipitada promesa de revistas semanales, por aliento y esperanza.
—Es lo que comento con todo el mundo, ella está paseando a bordo de un navío, como ya sucedió…
—Cruceros marítimos… —vuelve a aclarar doña Carmosina.
—… pero lo digo sin convicción, ya me convencí de que ella ha muerto.
—Lo peor es que la noticia llega a todos lados, sólo se habla de eso. El pobre Barbozinha está desolado. Tuvo un asunto con Tieta, antes de que ella se fuera. Él cree que yo no lo sé…
—¿Don Barbozinha? Acabado como está…
—Hace casi treinta años… era un muchachón, bastante mayor que ella, es verdad, y flacucho. Flacucho, siempre fue… a Tieta no le gustaban los muchachitos jóvenes… —suspira—. ¡Cómo pasa el tiempo! Tú no debes perder la esperanza. ¿Dónde está la prueba de que ella murió? Muéstramela, si puedes. Ahora, me voy. —Titubea un poco, pero la pregunta le hace cosquillas en la boca—: ¿Vas a ir al cine? Si quieres, te paso a buscar.
—Hoy no. Va a venir Perpetua para discutir algo con Asterio y conmigo, ella inventó unas historias de herencia… pero no es por eso que no voy… No voy porque hoy no tengo ganas, ¿sabes? No podría concentrarme en la película.
—Entiendo… herencia, ¿qué historia es ésa?
Elisa le toma la mano y suplica:
—¡Si tú dejases el cine para mañana y volvieses, me harías un gran favor! Creo que a todos nosotros, hasta a Perpetua. Tú entiendes de esas cosas…
—Entonces vuelvo, quédate tranquila. Engullo la comida, arreglo unas cosas en casa, y en seguida estoy de vuelta.
¡Cómo no iba a volver! No iba a perderse aquel plato por ninguna película, ¿qué invento era ese de la herencia? Perpetua no es tonta. Además, su deber como amiga la obligaba a estar al lado de Elisa en esa hora difícil. Las dos cosas: el deber y el placer; hasta para una agente de correos hay tan poca diversión en Agreste.
Lástima que fuese un sábado, justo el día de cine. La película venía de Esplanada, traída por la «marineti», y se exhibía dos veces el sábado a la noche y dos el domingo, la primera a las tres de la tarde, en matiné. La sesión del sábado reúne mejor gente, los poderosos de la ciudad, algunos de ellos con lugares fijados por el hábito, en aquellas butacas donde nadie se sienta: las de Modesto Pires y su esposa, doña Aída, y dos filas atrás, la de Carol. La matiné, repleta de chicos que gritan, es insoportable: a cada tiro o puñetazo del cowboy, una algazara; a cada beso del galán, el mundo se viene abajo. En la soirée del domingo se repite el bochinche. De acuerdo con el interés de la película, el árabe Chalita hace su negocio en la boletería, en la última exhibición. En las de poco éxito, vende a cualquier precio. En las de mucho, ni de pie es más barato. La amistad exige sacrificios: mañana, en compañía de doña Milu, doña Carmosina enfrentará la sesión nocturna de los domingos, con gritos y humareda.
Asterio llega directamente de la tienda cabizbajo y con aire tristón, generalmente después del baño y de la comida va al billar. Hoy estará Perpetua en lugar de Aminthas, Seixas y Fidelio, en lugar de Osnar; pierde en el cambio. Doña Carmosina le tiene lástima: está hecho un guiñapo.
—Buenas noches, Asterio. Me voy a casa, pero vuelvo para la charla.
—¿La charla?…
—Sobre Tieta…
—¡Ah! Sí. Es una cosa sin explicación. No entiendo…
La luz de los postes, encendida al toque del Ave-María, apenas alcanza las calles, pero la luna llena derrama oro y miel sobre Agreste, iluminando los caminos y el río, la ruta y los atajos, los últimos trabajadores en camino a sus casas.
DEL SENSACIONAL ENCUENTRO ENTRE PERPETUA Y CARMOSINA, CON CIERTA VENTAJA PARA LA PRIMERA EN EL ASALTO INICIAL.
—¿Fue el doctor Almiro quien lo dijo? El sí que sabe. Yo no hubiera pensado nunca en eso… —Asterio se anima, pasan sus dolores, disminuye su malestar y comienza a prestar atención a la charla.
Si no fuese por la presencia de la cuñada y de doña Carmosina, estaría en la cama, envuelto en sábanas. Estaba estirado en la hamaca de red; empezó a pensar mal cuando en la tienda Elisa le hizo señas dándole a entender que no había ni carta ni cheque. Enfermo, casi sin poder probar el cuscuz, la banana frita, contentándose con una taza de café con leche, pan y queso fresco. Contracciones en el estómago. Insoportables.
Perpetua llegó poco antes de las siete. Había dejado a Ricardo haciendo los deberes, ya que el lunes tenía que volver al seminario para los exámenes escritos y orales. Como habían terminado las clases y el padre Mariano andaba de paso por ahí, decidió traer a su ahijado para pasar el fin de semana con la madre, bajo promesa de que se sentara a estudiar para los exámenes. Antes de salir, Perpetua le advierte que un solo reprobado bastaría para que el curso dejara de resultarle gratuito. Peto, endemoniado como era, había huido al cine. Aprovechaba para ir cada vez que podía y siempre gratis; lo ayudaba al árabe Chalita en la boletería. En Agreste, no existe censura, todas las películas son aptas para cualquier edad, las madres amamantan a sus hijos en plena sala, donde Peto, a los trece años, aprende más que Ricardo ya casi con diecisiete, en el seminario. En el cine, a orillas del río, donde pasa gran parte del día pescando y observando; en el Bar dos Açores, todas las tardes haciendo fuerza por el tío Asterio. Cuando gana, Osnar lo convida con guaraná, helados, Coca-Cola. Peto ya sabe manejar el taco. Osnar le toma el pelo:
—Y el taco de ahí abajo, sargento Peto, ¿hace de las suyas? Ya estás en edad de perder la inocencia…
En el momento en que Perpetua se sentó en la silla de paja, la mejor de la casa, resonaron en la puerta los golpes de manos y el sonoro «con permiso» de doña Carmosina. Perpetua frunció el ceño: ¿qué cosa tan importante había perdido allí la agente de Correos para abandonar la sesión de cine del sábado, compromiso de honor? Venía a meter el pico donde no la habían llamado, a dar opiniones, otorgar razón, exhibir inteligencia y astucia, la muy sabihonda. Elisa se precipita a recibir a la amiga:
—Casi llegas con Perpetua.
Sin esperar turno, doña Carmosina sacó el tema, tomando la delantera de la conversación:
—No se habla de otra cosa en la calle. Ni bien llegué a casa, mamá me preguntó: ¿qué pasó con Antonieta?, oí decir que murió. Le contesté que nadie sabe nada; sólo que la carta con el dinero que enviaba todos los meses, todavía no llegó. A mamá se le salían los ojos del asombro: ¿No llegó? Entonces murió, sólo muerta sería capaz de dejar de cumplir con su obligación. Conocí muy bien a esa chica, cuando tomaba una decisión, no existía consejo, amenaza o castigo que la hiciera cambiar de opinión. Ponle la firma: si dejó de mandar el dinero, murió. Ve a su casa, m’hijita, a dar el pésame. —Una pausa y doña Carmosina agrega—: Los comentarios en la calle aumentan cada vez más.
La entrometida había venido a propósito, prefería la charla antes que el cine; capaz que Elisa le pidió que viniera, Perpetua acarició la cruz del rosario que tenía en el bolsillo de la pollera negra y se contuvo. Dejemos las cosas así, tal vez hasta nos ayude; la muy antipática se pasa el día sin hacer nada, leyendo revistas y diarios, enormes artículos, domina una cantidad de temas, se las da de profesora.
Perpetua no tenía ninguna duda:
—¡Estiró la pata! Desde ayer que se lo estoy diciendo a Elisa, pero ella se engaña y quiere engañar a los demás…
—Esconder la evidencia… —ilustró doña Carmosina.
Perpetua no tolera esas demostraciones de sapiencia. Se dominó debido al grito de Asterio, tirado en el fondo de la hamaca:
—Eh… ¿Estáis diciendo que murió? ¿Que Antonieta murió? ¿Es así?
Elisa tuvo lástima de su marido, el pobrecito había recibido un choque; hasta ese momento no se le había ocurrido la posibilidad de pensar que la cuñada estaba muerta. Había pensado en carta extraviada, en dificultades momentáneas de dinero —también los ricos tienen esos aprietos— en viajes, plausible explicación de Elisa. Pero en enfermedad y muerte, jamás. La afirmación le cayó como una tonelada de plomo.
—¡Ay! —gimió con una mueca de dolor en la cara, apretándose el estómago.
—Eres el único en Agreste que no sabe que ella murió y tu mujer la única que lo duda… —la voz chillona de Perpetua ponía el dedo en la llaga.
Doña Carmosina volvió a la carga:
—Para decir las cosas como son, pruebas no existen, son sólo suposiciones.
Dura adversaria, Perpetua le echó en cara la afirmación de doña Milu:
—¿Qué otra prueba quieres además de la falta de cartas? ¿No oíste lo que dijo tu madre? Siempre fue así: cuando Antonieta decidía hacer una cosa, iba hasta el final, yo lo sé bien.
—Sin duda… —concordó doña Carmosina—: Son suposiciones apoyadas en hechos concretos, pero suposiciones al fin…
—¡Estamos arruinados! —gimió Asterio, al darse cuenta del desastre—: ¿Cómo vamos a vivir, si ella murió?
Conteniendo el llanto, Elisa le alcanzó un comprimido y un vaso con agua:
—Toma el remedio para el estómago, Asterio…
—¿Qué va a ser de nosotros? —el comprimido cayó de la mano de Asterio, Elisa y Carmosina lo buscaron en el piso de baldosas y lo encontraron. Elisa lo mete en la boca del marido, le da el agua.
—Ni para remedios vamos a tener —concluye Asterio mientras traga.
Doña Carmosina balanceó la cabeza, en señal de asentimiento: no será fácil. No tanto para Perpetua que tiene casas alquiladas y dinero guardado, pero sí para Elisa y Asterio que viven de la tienda mal surtida, de las ventas de los sábados, ganan poca cosa. Doña Carmosina trató de dejar de lado esos detalles insignificantes ante el hecho más importante: la muerte de Tieta, amiga de la infancia y adolescencia, cuyas confidencias había oído durante tantos años. ¿Insignificantes? No tanto, con el precio actual del rouge y el polvo, el rimmel y el esmalte, de las revistas, cinco por semana —y Elisa se había olvidado de pagar las de hoy. Había dicho que ya sacaba la plata, pero no la sacó. Si se confirma la muerte, doña Carmosina no podrá cobrar, se tendrá que aguantar el perjuicio. Así se demuestra la amistad.
Pero en ese momento Perpetua se endereza, el moño parece crecer sobre su cabeza y la voz gangosa toma fuerza:
—Ella murió y nosotros somos sus herederos…
Doña Carmosina conecta todas sus antenas, llegó el tema de la herencia. Asterio, en las últimas, no entiende nada:
—¿Qué dijiste? ¿Herederos? ¿Cómo?
Justo el tiempo para que doña Carmosina saque a relucir sus conocimientos jurídicos dándose las de abogada:
—¡Hum! Tal vez tú tengas razón. Casada y sin hijos… los parientes heredan… Déjame pensar, ya leí algo sobre el tema…
Con aire de superioridad, Perpetua aclara todo:
—El otro día hablé con el doctor Almiro, cuando él pasó por aquí, sobre el asunto de la herencia de don Lito. Mitad para el marido, mitad para los parientes cercanos. Padre, madre, hermanos. Aunque el muerto no quiera.
A esa altura de la conversación se aplacaron los dolores de Asterio, disminuyó el malestar de su estómago, rogó informaciones:
—¿Fue el doctor Almiro quien lo dijo? Él sabe mucho de esto…
DEL SEGUNDO ASALTO, COMPLETAMENTE FAVORABLE A DOÑA CARMOSINA, LA CAMPEONA DE CORREOS Y TELÉGRAFOS.
Ni siquiera doña Carmosina, tomada de sorpresa, intenta negar que Perpetua había ganado puntos. Confirma la tesis jurídica, pero exhibiendo aquella sonrisa inocente, sospechosa, de quien se queda con una carta en la manga:
—Es así nomás. Ahora sois ricos. Mitad para don Zé Esteves, la otra mitad para vosotras dos. El asunto es encontrar al marido, ¿no?
—Exactamente. —Perpetua domina la conversación y hasta la agente de correos presta atención—: Nunca supimos el nombre completo del marido. Felipe, como si no tuviese padre. Se sabe que es rico y además comendador. ¿Pero Felipe qué? ¿Qué tipo de industria tiene? ¿Comendador del Papa o del Gobierno? Siempre pensé que ahí había algo raro, pero hace tiempo que encontré la explicación.
Al revés de lo que pensaba doña Carmosina, Perpetua no se conformaba con el cheque, el dinero mensual. También ella se había puesto a pensar y a deducir. Igual que doña Carmosina, quien continúa mostrando aquella sonrisa inocente de angelito.
—¿Y cuál es la explicación que encontraste?
Todos están ansiosos por saber y Perpetua esconde la vanidad en su voz áspera, desagradable, a pesar de la súbita suerte:
—Su marido le prohibió que nos hablara de él para que no llegara el día en que tuviera que rendir cuentas… exactamente para eso.
—¿Será así? —doña Carmosina demuestra su escepticismo.
—Ella sentía vergüenza de nosotros, tenía miedo de que si supiésemos más sobre el marido y sobre ella, empezáramos a querer sacar partido. —Para Elisa, las trastadas, las malas intenciones son de ella, de Asterio, de Perpetua, del padre. Tieta y los suyos son ricos y buenos, son inatacables.
—Tal vez —doña Carmosina parece pesar, medir y comparar los argumentos.
—Así tenga que revolver cielo y tierra, él me va a entregar mi parte, sea como fuere. —Irguiéndose en su silla, Perpetua ni se toma el trabajo de contestar a Elisa—: Voy a averiguar su dirección y cuando él menos lo espere caigo en su casa. Nadie me va a robar lo que es mío y de mis hijos.
—Tú hablaste hoy con el padre Mariano. ¿Qué es lo que dijo?
—Dijo que no nos apuráramos, que todavía no hay pruebas de la muerte de Antonieta, que esperáramos un poco. Quien quiera esperar, que lo haga, ¡yo no! El lunes me las tomo a Esplanada, voy a hablar con el doctor Rubim…
—¿Con el Juez? —doña Carmosina sacude la cabeza y parece estar de acuerdo. Sus ojos pequeños y semicerrados miden a Asterio y a Elisa, se posan en la imponencia de Perpetua que está llena de regocijo en su silla de paja, parece un pavo real—. Perdóname, Elisa, que te robe tu herencia; Asterio y tú merecen mejor suerte, pero yo no puedo tolerar la arrogancia de esta beatona. Es cierto, yo siempre pensé que había algo raro en esa historia del apellido del marido de Tieta. Pero llegué a otra conclusión, muy diferente de la de vosotras dos.
Perpetua no teme al desafío:
—¿Cuál es?
—Tú no tuviste en cuenta ciertos datos, yo diría indicios, Perpetua. Ella dijo algo de sus hijastras, ¿no?
—Sí, la mitad es para la familia de él.
—No estoy hablando de la herencia, esa herencia no existe…
—¿Cómo?
—No digas eso… —Pide Asterio, a quien le vuelven los dolores.
—Me da lástima desilusionarlos. Asterio, pero si ustedes se pusieran a pensar un minuto, si pusieran en acción su materia gris, comprenderían que Tieta vivía, o vive, con este señor comendador como esposa, pero sin casamiento legal, salta a la vista que él es separado. Una pareja como millares de otras en Brasil. Es la única explicación que existe y, en ese caso, sólo la familia de él puede heredar.
—¡Ay! —Asterio sufre mientras ve disolverse la fortuna e irse la riqueza por el agua, breve ilusión, nuevamente se ve pobre como Job.
DONDE LA CAMPEONA DE LA SACRISTÍA REACCIONA Y GANA EL ASALTO, SALVÁNDOSE SU ADVERSARIA POR INESPERADA INTERRUPCIÓN DE LA LUCHA.
Perpetua es la única que no se altera, a no ser que se pueda llamar sonrisa a esa leve contracción de sus labios:
—Como teoría, es ingeniosa. Pero fuera de eso, no vale nada.
—¿Tienes otra mejor?
—La mía es mejor y tengo pruebas.
—¿Qué pruebas?
—Está casada, bien casada, por iglesia y por civil. Lo puedo garantizar y lo voy a probar.
—Es lo que yo quisiera ver.
—Hay una leve vacilación en la voz de doña Carmosina.
Elisa estalla en lágrimas. Asterio, rico y pobre, pobre y rico, no llega a saber si el dolor continúa o no. Del fondo de su bolsillo Perpetua saca un sobre y del sobre un recorte de diario:
—Tú, Carmosina, que lees tantos diarios a costillas de los otros, no has leído éste. —Se vanagloria de la ayuda divina—: Quien es devoto de Sant’Ana, quien ocupa su tiempo en la iglesia, cuenta con la protección de Dios.
—¡Habla de una vez! —hasta Asterio se irrita, él que en general es tan tímido delante de la cuñada—. ¡Desembucha!
Perpetua no tiene apuro, con el recorte en la mano, declara:
—Todavía no hace dos meses que fui a Aracajú a saludar a don José, para saber cómo anda Ricardo en sus estudios. Aproveché y fui al banco a visitar a doña Nicia, la esposa del doctor Simões…
—Fuiste a vender los vestidos que mandó Tieta…
—Los que quedaron para mí. Mejor venderlos antes que ser vista con ellos. En las capitales pueden usarse, pero aquí… doña Nícia me mostró en un diario de São Paulo, Folha da Manhã, la página social donde se publican noticias de gente importante, en la que hablaban de que una amiga suya fue a visitar a sus parientes. —Señaló una noticia diciendo—: «Pienso que es sobre tu hermana». Después recortó el pedazo y me lo dio.
Lentamente se pone los anteojos, aproxima el recorte a la luz. Asterio se levanta de su silla, Elisa se cambia de lugar para estar más cerca, nadie quiere perder ni una palabra.
En ese preciso momento se oyen voces en la puerta de calle:
—¡Cálmate, hombre!
—¡Qué calma ni que ocho cuartos, hatajo de ladrones!
El viejo Zé Esteves entra en la sala, acompañado de Tonha. Bien plantado sobre sus piernas, ciego de ira, levanta su bastón y grita:
—Quiero mi plata, ¡ladrones! ¿Dónde la metieron, qué hicieron con ella? ¡La plata que Tieta me manda y ustedes me roban! ¿Qué invento es ése de que ella murió y que por eso no llegó la plata? ¡Manga de ladrones! ¡Quiero mi plata y ahora!
DONDE PERPETUA ASUME LA JEFATURA DE LA FAMILIA, DESPUÉS DE DERROTAR A DOÑA CARMOSINA POR FUERA DE COMBATE.
—La bendición, padre —dice Perpetua, tranquilamente en su silla—: Ruego a usted y a Tonha que se sienten también. Es para oír noticias de Antonieta y su marido.
—¿Ella vive o no? ¿Qué es ese invento de que ella murió? Es lo único que se oye decir. Más de diez personas ya fueron a casa con el cuento.
—Lo más seguro es que haya muerto. Si murió, como parece…
—… nosotros seremos ricos, don Zé. Millonarios… —interrumpe Asterio, sin dolor, curado.
Doña Carmosina se recupera:
—Don Zé, Perpetua va a leer una noticia que salió en un diario de São Paulo, que dice algo sobre Tieta.
Tonha se sienta, el Viejo permanece parado:
—Pues que la lea.
Perpetua carraspea para limpiar su voz, acerca el recorte nuevamente a la luz e informa antes de comenzar la lectura:
—Anoté la fecha del diario, 11 de septiembre, todavía no tiene tres meses…
—Dos meses y dieciséis días… —nadie hace caso de los cálculos de doña Carmosina.
—«El Comendador Felipe de Almeida Couto —Perpetua, lee pausadamente— y su esposa, Antonieta, invitan a sus numerosos amigos y admiradores a la misa en acción de gracias, conmemorativa de sus quince años de casamiento, que celebrará el padre Eugenio Melo, quien consagró el matrimonio, en la Iglesia da Sé. A la noche, Antonieta y Felipe recibirán en su mansión, con la distinción y aristocracia que los caracteriza. El Ministro Lima Filho, quien siendo juez en la capital, presidió el acto civil, vendrá especialmente de Brasilia para participar de los festejos. Los brindis se prolongarán hasta altas horas de la noche, habrá baile y a media noche ofrecerán una comida».
El recorte pasa de mano en mano, cada uno lo lee, el alivio es general.
Perpetua observa a doña Carmosina y la desafía:
—Y… ¿Qué me dices ahora?
Elisa, con voz vibrante, es quien responde:
—¿O sea que tú sabías el nombre del marido y no nos dijiste nada? —Elisa piensa en la misa, en la mansión, en la fiesta, en el champagne.
—Hace más de dos meses que lo sé. ¿Para qué contártelo? ¿Para qué, dime?
Asterio se exalta y propone:
—Voy contigo a Esplanada, a hablar con el juez…
—¿A hablar con el juez? ¿Por qué?, —pregunta Zé Esteves.
—Por la herencia, la mitad es para nosotros.
Perpetua explica:
—Es así, padre. Una mitad es de la familia de él, la otra es nuestra, de la familia de Antonieta.
—Yo también voy. Quiero saber bien cómo es eso.
—No es necesario que nadie vaya. Yo voy sola, es mejor. Hablo con el juez en nombre de todos, sin armar lío. Después decidimos qué es lo que tenemos que hacer. —Expulsa a la vencida doña Carmosina—: Nosotros, los de la familia, sin extraños.
Erguida en su silla, el busto levantado, el rodete en lo alto de la cabeza, Perpetua es el jefe de la familia, asumió su lugar.
DE LA MUERTE Y EL ENTIERRO DE TIETA, CON SERMÓN E INESPERADAS REVELACIONES DEL PADRE MARIANO CON EL INCENSARIO, EL SOBRINO RICARDO, MONAGUILLO.
Tieta murió aquel fin de semana en Sant’Ana do Agreste y fue enterrada en medio de la consternación general. No se falta a la verdad al decir que todos los habitantes de la pequeña ciudad estuvieron presentes en el prematuro velatorio. La noticia traspasó los portones de la «Fazenda Tapitanga», sacó de su sosiego dominical al coronel Artur, y lo trajo, afligido, a las calles de Agreste. El rebaño de Zé Esteves había prosperado únicamente mientras Tieta, siendo niña todavía, se ocupó de él. Cabras gordas y paridoras.
Lágrimas y oraciones, tristeza y amenazas, compasión y elogios, proyectos y comentarios, gente que da pésames. Algunos, rencorosos, casi no pueden esconder la satisfacción de ver llegar a su fin la inmerecida buena vida de Zé Esteves, de cuyo pasado de embaucador y sinvergüenza todavía guardaban memoria y cicatrices.
—Si va a depender de Perpetua, se las va a ver mal…
—Eso es lo que crees… es ahora cuando el hijo de puta se va a llenar de guita, no hay justicia en la Tierra…
—No entiendo, explícame bien.
—La familia va a heredar un dineral y la mitad es de él.
Viejas comadres, entrometidas, de edad indefinida, olvidadas por la muerte, que sólo de tanto en tanto se molesta en pasar por aquellos lugares, desenterraron del profundo olvido donde yacían sepultados desplantes y pecados de Tieta, la muchacha de la virginidad perdida.
—Todavía me acuerdo de la paliza. En aquel tiempo el Viejo vivía frente a la plaza. Fue casi de mañana. Le dio al rebenque sin asco.
—Pero, aquí, entre nosotros, ella se lo merecía. Desvergonzada, escandalosa. Hasta andaba con hombres casados.
—Mira la cara de disgusto de don Barbozinha.
—Dicen que no se casó, por pensar en ella.
—¿Ah, sí? Es capaz. ¿Qué es lo que saben de esa historia de la herencia?
—¡Shh! Ahí viene Perpetua.
Caras de entierro, ojos compasivos siguen a Perpetua camino al altar. El busto erguido, una peineta de española metida en lo alto del rodete —era un regalo del Mayor y no lo usaba desde su muerte—, el mismo vestido que usó para el entierro del marido, y sin embargo parece más joven que aquella muchacha de veinte, y pocos años, ya vieja y de mantilla negra, solterona y amargada a pesar de su poca edad, la beata más beata, la entrometida más entrometida, que va a alcahuetear al padre intimidades de la hermana: todas las noches se escapa por la ventana, va a encontrarse con el viajante a orillas del río. Todo el mundo lo sabe, nos llena de vergüenza.
Siguen a Perpetua, la rodean, en un coro de alabanzas a la fallecida, hija y hermana admirable, que ayudó a su familia y ahora la enriquece. ¿Cuántas, misas serán necesarias para su alma? Sus antiguos pecados, deben de haber sido perdonados por Dios. Fueron redimidos con una vida de decencia y caridad.
Hasta las más obstinadas en recordar lo peor, reconocen los atributos de corazón, bondad y gentileza, la sonrisa alegre, el placer de ayudar, y ni qué decir de la gracia y belleza, del rostro angelical, y del cuerpo, ¡ay! ondulante y sinuoso. Doña Milu resume todo en una frase:
—Nunca hizo nada por mal y el bien que practicó no tiene límites.
La hija pródiga, aquella que, sin guardar rencor, había sido el amparo de padres y hermanas, y considerando que la madre era sólo madrastra y la hermana menor medio-hermana, tenía mucho más mérito su proceder y más valor cada centavo que mandaba, Todo eso venía de São Paulo, de la gran metrópoli, donde Antonieta había triunfado, con su marido rico e ilustre, industrial, comendador, paulista cuatrocentista[14] y con dinero para tirar al techo. El nombre de Sant’Ana do Agreste había cobrado importancia.
Un hijo de esas tierras había llegado a tener una panadería en Cascadura y, recordando a su ciudad natal y a la santa patrona, bautizó al comercio con el nombre de Panificación Sant’Ana do Agreste; hasta les mandó fotos de la inauguración a los parientes. Muchas fotos; pero dinero, que es lo que hace falta, ni un cobre —al parecer su esposa, codo de oro—, no le daba permiso. Algunos se habían destacado en la capital del Estado, entre ellos y a la cabeza, el poeta De Matos Barbosa, cuyo nombre completo, Gregório Eustáquio de Matos Barbosa se había reducido a Barbozinha en la intimidad de sus conciudadanos, en general orgullosos de los versos y de la filosfía del exfuncionario de la Municipalidad Municipal de Salvador, del bohemio, recordado en las mesas de los cafés que, por otra parte, ya no existían. Con una crónica más extensa todavía, el comandante Darío de Queluz, cuyo amor al clima de Agreste y a los paisajes de Mangue Seco le hicieron abandonar la Marina de Guerra para volver a instalarse para siempre en la tierra donde había nacido, trayendo con él a su esposa, doña Laura, robusta gaucha[15] que se adaptó enseguida a las costumbres locales. El matrimonio vive más en la Toca da Sogra, casita plantada entre palmeras al lado de las dunas de Mangue Seco, que en el pequeño bungalow de la ciudad, donde han acumulado adornos: barcos, santos, máscaras, animales, piezas esculpidas con cortaplumas en cáscaras de coco seco o en trozos de madera. Como si no le alcanzara el título, la envidiable condición de militar, sus muchos viajes, —hasta estuvo en Japón—, acumula éxitos como artesano, con admiración general. Es un artista en todo sentido. Barbozinha y él. Los dos primeros. Hablando de cultura, tal vez deberíamos agregar el nombre de doña Carmosina Sluizer da Consolação, ella sí que sabe mucho; sin embargo nunca salió de Agreste, a no ser esos viajes relámpago a Esplanada. Le falta el barniz de las grandes ciudades, de la vida metropolitana. Entre los ilustres que triunfaron afuera, no debe ser olvidado el doctor João Augusto de Faria, farmacéutico de Aracajú. Y se terminó la lista, pues Ascanio Trindade, no llegó a recibirse, dejó la facultad de derecho en segundo año.
Nadie, ninguno de ellos, poeta, militar, farmacéutico, dueño de panadería en Río de Janeiro, voló tan alto, obtuvo semejante éxito, elevando a los páramos de la gloria el nombre del oscuro y decadente pueblecito de Sant’Ana do Agreste, como lo hiciera Antonieta Esteves al brillar en la alta sociedad paulista, única entre todos capaz de ostentar fortuna, gastar dinero a montones y figurar en los diarios del sur.
Aminthas, Osnar, Seixas y Fidelio dejaron los tacos:
—¿Cuál es el apellido del marido? ¿Matarazzo?
—De ninguna manera, es un apellido tradicional, viene de unos cuatrocientos años atrás. Perpetua sabe cuál es.
—Tal vez sea Prado.
—No, creo que son dos apellidos, de los importantes.
—Asterio se va a poner las botas… plata segura.
Debe de ser un paulista sin prejuicios; se casó con una muchacha ya estrenada. Las costumbres cambian de lugar en lugar; en Agreste y sus alrededores, todavía hoy una joven debe ser virgen para casarse —y así mismo son pocas las que lo hacen porque los hombres emigran en busca de trabajo—; de esta manera sólo resta para las mujeres la iglesia, las colchas de retazos, el crochet, los largos días y las perturbadas noches.
Sin embargo en Río y en São Paulo, el casamiento ya no exige virginidad, obsoleto prejuicio. Por otra parte, la moda pasa a ser nacional, se extiende por todo el país; la píldora guarda las apariencias. Pero, no llegó todavía a las márgenes del río Real, si Tieta se hubiese quedado en Agreste, nunca habría encontrado marido. Pero en São Paulo, ¿quién lleva el apunte a la argolla de las muchachas? Allá cuenta la categoría, la clase, la belleza, la inteligencia. A Tieta no le fue negada ninguna de esas cualidades, durante ese fin de semana, cuando la ciudad se conmovió con el anuncio de su muerte. La enterraron llena de virtudes; ejemplar.
El domingo al atardecer, después de misa, nadie apoyaba la frágil tesis de Elisa: Tieta está viajando, disfrutando de la vida, en Nueva York o en París, en Saint Tropez o en Bariloche. Ni siquiera ella misma, deshecha, amparada por su marido y por doña Carmosina. Sin embargo, al bendecir a su pueblo, el padre Mariano, sin querer asumir la responsabilidad de la noticia todavía no confirmada, se refirió, con visible pesar, a la triste versión que circulaba por la calle, alabó el corazón tan puro de aquella que, habiendo merecido los bienes materiales, no olvidó a su familia lejana y la tierra donde había nacido.
Emocionado, reveló a los fieles que la enorme, la magnífica imagen de yeso de la Senhora Sant’Ana, entronizada hacía tres años, con festejos y júbilo, en reemplazo de la anterior, viejísima, semidestruida por el tiempo, de madera carcomida, sin valor ni arte, había sido una donación de Antonieta y no de un anónimo feligrés como se dijo en aquella ocasión.
Como puede verse, también el padre Mariano tenía un secreto en común con Tieta, sólo conocido como es obvio por doña Carmosina. También él, además de la agente de correos y de Ricardo, se había dirigido a ella, a escondidas, en petitorio. Doña Carmosina sonríe aliado de Elisa. Si fuera por ella estaría en el fondo del atrio con los muchachos comentando. Pero… nobleza obliga. El sobrino, todo emperifollado, con la falda blanca y la túnica colorada, llora al sacudir el incensario, desparramando bastante olor a incienso entre los siervos de Dios; nunca más habría sobres perfumados.
—¡Qué lindo monaguillo! —murmura Cinira, golosa, junto a la balaustrada del altar, con una picazón en las partes.
—¡Divino! —en la otra punta de la iglesia estalla la lengua de doña Edna, arrodillada al lado de Terto, su marido, aunque no lo parezca.
Ricardo, envuelto en humo, presta atención a las alabanzas que el padre prodiga a la vieja tía. Piensa en los cabellos blancos, en las arrugas, en las manos temblorosas; más abuela que tía. Modesta, la generosa donante había exigido que no fuera revelado su nombre. Sólo en ese momento el padre Mariano pone los puntos sobre las íes, pasa por alto lo prometido al oír las fúnebres noticias, para que todos los devotos de la Senhora Sant’Ana recen con él por la salud de esa tan caritativa hija de Agreste, rogando a Dios que la trágica noticia no pase de una falsa alarma y que doña Antonieta se encuentre en perfecto estado de salud.
Algunos rezaron. Por el alma de la difunta; nadie creyó en lo del perfecto estado de salud.
POST-SCRIPTUM SOBRE LA ANTIGUA IMAGEN.
En ningún momento el padre Mariano se refirió al destino de la vieja imagen. Menos mal, ya que el nuevo cardenal anda con la manía de investigar lo sucedido con las antiguas y valiosas esculturas de santos, robadas en las iglesias o vendidas a anticuarios y coleccionistas.
De buena fe ¿quién puede culpar al padre? No había tirado la imagen a la basura, porque había sido consagrada hacía varios siglos, pero era un pedazo de madera corroído por el tiempo, en pésimo estado, inútil. Pero el padre Mariano no vaciló cuando apareció aquel famoso artista atraído por la belleza de la playa de Mangue Seco y, al descubrir la destronada imagen de la patrona, relegada en un rincón de la sacristía, ofreció por ella el dinero necesario para la compra del turíbulo. El nuevo incensario, que tan lindo era en manos de Ricardo, quien envolvía en ese humo perfumado la imagen de la Senhora Sant’Ana —la nueva, la refulgente, de yeso, pintada con colores tan bonitos, toda una obra de arte—, fue adquirido con el dinero que se obtuvo de la madera podrida. El artista había afirmado que se trataba de un problema de devoción: la Senhora Sant’Ana era su preferida en el reino de los cielos, y todo lo que a ella se refiriera, aunque no tuviese valor material —era el caso de la imagen vieja— le tocaba el alma, por eso la llevaba dejando esa cantidad tan razonable como donación. Sólo quien lo conoce sabe hasta dónde puede llegar la astucia del pintor Carybé. Si me sobrara tiempo, podría contar unas cuantas de él, a cual peor.
Hoy, restaurada, la vieja imagen es parte de la famosa colección de otro celebrado artista, Mirabeau Sampaio. Ni me atrevo a pensar cómo fue a parar allí. Los tejes y manejes entre esos caballeros son más sucios e inmorales que los de doña Carmosina y Canuto Tavares, ya desenmascarados por mí.
DE LA RESURRECCIÓN Y DEL LUTO.
El martes se atrasó la «marineti»: se pincharon dos gomas y el motor fallaba cada cinco kilómetros, como de costumbre. Por este motivo, doña Carmosina sólo pudo abrir la bolsa del correo al atardecer.
En ese mismo viaje. Perpetua regresó de Esplanada, adonde había ido en la víspera, en compañía de Ricardo, quien aprovechó para tomar allí el ómnibus a Aracajú. El juez la recibió después de comer y al terminar la conversación la felicitó por el empeño puesto en defender los intereses de sus hijos, del padre y de la hermana. Para mí no quiero nada, Su Excelencia, pero por el derecho de mis hijos, de mi hermana y de mi anciano padre peleo a muerte. Pobre, sola y desprendida. El juez se impresionó y doña Guta, entusiasmada, sirvió torta de aipim[16] y licor de pitanga[17] a esa viuda de tanto coraje.
De vuelta, Perpetua trajo un voluminoso bagaje de conocimientos y consejos. Le había informado el juez que en São Paulo podría encontrar un abogado dispuesto a ocuparse de la causa, con financiación de gastos en base a una participación en las ganancias obtenidas, siempre y cuando el caso, como parecía, ofreciera reales posibilidades de victoria. Cobran un alto porcentaje, naturalmente. ¿Cuánto por ciento? No lo podría decir con exactitud: tal vez un cuarenta o un cincuenta por ciento. ¿Tanto? ¡Es un abuso, doctor! Mi querida señora, tienen que arriesgarse a quemar el dinero, es lógico que pidan mucho. Los diarios del sur publican avisos de estudios jurídicos que trabajan con esas bases. Inclusive existen especialistas en casos perdidos, pero ahí el porcentaje sube a un setenta u ochenta por ciento.
El doctor Rubim releyó la noticia en el recorte de la Folha da Manhã. Los Almeida Couto son gente bien, de la crema, mi señora, mucho dinero y muchos blasones. Si los datos son correctos, tal como usted lo afirma, se trata de un caso ganado. Lo más probable es que ni haya juicio, se llegará a un acuerdo. La gente de ese porte no quiere verse inmiscuida en nada que tenga que ver con la justicia. Dios le pagará, Su Excelencia el tiempo que ha perdido con esta pobre viuda, segura servidora a sus órdenes. A la vuelta arreglará con el Viejo y con Asterio la división de los gastos del viaje: dejará a Peto con Elisa, llevará a Ricardo que empezará sus vacaciones dentro de una semana. Había averiguado en Esplanada los precios de los pasajes en ómnibus a São Paulo, lo tomaría en Feira de Sant’Ana. Ni el precio, ni los gastos, ni la distancia, ni los peligros de la gran ciudad la acobardan. No había ido a Salvador con el Mayor tal como habían programado; Perpetua siente un nudo en la garganta al recordar el proyecto. ¿Pero acaso no viajó sola a Aracajú, para hablar con el Obispo, para agradecer la matrícula de Ricardo? Había ido varias veces, ¿dónde estaba el peligro? São Paulo es más grande, es una capital más desarrollada, pero no puede ser tanto más grande ni mucho más peligrosa. Aracajú es un coloso.
Perpetua todavía se estaba bañando, intentando limpiarse el polvo, cuando doña Carmosina abrió la bolsa de las cartas certificadas. Sólo encontró una, la de Antonieta. En un grito de alegría, abandonando el resto de la correspondencia, doña Carmosina salió despavorida, hecha una loca, para la casa de Elisa, con la carta en la mano como si fuera una bandera flameando en el viento:
—¡Llegó, Elisa, llegó! —¡Alabado sea Dios!
Abrieron el sobre, dentro estaban el cheque y las novedades sensacionales: había habido muerte, claro, no existe humo sin fuego. Pero quien había muerto había sido el comendador, que no era ningún Almeida Couto de cuatrocientos años y muchos blasones. No por eso menos rico, industrial paulista, comendador Felipe Cantarelli, mi amado esposo, casi un padre, cuya muerte me deja viuda e inconsolable. Además Antonieta anuncia su próxima llegada; para consolarse, para volver a ver a su familia y, quién sabe, para adquirir una casa en el pueblo, en algún terreno cercano a la playa, de preferencia en las inmediaciones de Mangue Seco —soñaba con un futuro donde pudiese pasar su vejez en paz, esperando la muerte en el dulce clima de Agreste—. Avisaré con tiempo y llevaré conmigo a mi hijastra Leonora, hija del primer matrimonio de Felipe.
—¡Va a venir, Carmosina! ¡Va a venir, qué suerte! —Elisa también resucita.
Ni bien fueron convocados, todos acudieron: el padre y Tonha, Asterio que llegó acompañado por la barra solidaria del bar, Perpetua trayendo a Peto de las orejas.
Doña Carmosina, de pie, solemne, como si fuese el jefe de la familia, leyó la carta y Asterio se apoderó del cheque para ir a cobrarlo.
Mientras oía, Perpetua tuvo que tragarse las informaciones y los consejos del juez, el viaje a São Paulo y la herencia: viviendo Antonieta, viuda millonaria, las cosas cambiaban, había que adaptarse a la nueva situación. Perpetua se alzó de las cenizas y mirando a la familia reunida, declamó:
—Fuese quien fuese, el finado era pariente nuestro, yerno, cuñado y tío. Tenemos que ofrecer una misa por su alma y usar luto. Cuando llegue nuestra querida hermana, nos deberá encontrar vestidos de negro, sufriendo con ella. Yo sé lo que debe estar pasando, conozco el dolor de quedarse viuda.
Doña Carmosina no lo conoce, pero lo puede imaginar. Estirar una pierna en la cama de matrimonio, a la noche, y no encontrar el apoyo del cuerpo del marido, del hombre con el cual compartía el lecho, ¡qué horrible soledad! ¡ay! Pero peor que ésa, es la soledad de la solterona, dolor sin medida que ni siquiera tiene el recuerdo del placer.